11

Carolyn pasó por la librería a las doce y cuarto con una bolsa de comida que había encargado en Mamoun’s. Comimos un sándwich de falafel cada uno y nos repartimos una ración de pimientos asados. En Mamoun’s también preparaban un té de menta muy bueno, y tomamos cada uno una taza. El brebaje te lo ponen con el azúcar incluido, lo cual recordó a Carolyn la resaca de azúcar que había sufrido el día anterior, lo cual a su vez le recordó a Abel. Se preguntó en voz alta qué estaría almorzando: ¿qué deliciosa clase de pastel estaría ingiriendo mientras hablábamos?

—No está comiendo nada —dije.

—¿Cómo lo sabes?

—Está muerto —contesté, y mientras ella me miraba fijamente, le conté lo que había averiguado gracias a Ray Kirschmann.

Él me había pedido que recordara que tenía un socio, y así había sido, pero por algún motivo no había tenido el valor de acercarme a la Casa del Caniche y aguarle el día a Carolyn. Así pues, lo que había hecho había sido abrir la tienda y pasar el tiempo holgazaneando y pensando que se lo diría en cuanto la viera. Pero ella había aparecido con la comida y yo había retrasado el momento de la revelación para que no nos quitara el apetito. Sin embargo, una vez había surgido el tema, se lo había soltado de sopetón.

Ella me escuchó de principio a fin, y según se lo contaba, el ceño se le fue frunciendo cada vez más. Cuando hube terminado, y después de que hubiéramos invertido unos minutos diciéndonos qué gran hombre había sido Abel y lo espantoso que era su asesinato, me preguntó quién lo había hecho.

—No tengo ni idea.

—¿Crees que fueron los mismos que asesinaron a Wanda Colcannon?

—No sé por qué habrían de ser los mismos. La policía no sospecha que haya relación entre el robo de la casa Colcannon y la muerte de Abel. Ray sí, en cambio. Está convencido de que hay un vínculo. Pero lo único que hay en común entre Colcannon y Abel somos nosotros, y nosotros no estamos relacionados con ninguno de los dos asesinatos. Así pues, no hay un verdadero nexo entre la casa de la calle Dieciocho y el piso de Riverside Drive si exceptuamos el hecho de que nosotros cogimos un par de cosas de un lugar y las llevamos al otro.

—Tal vez ese sea el nexo.

—¿La moneda?

Ella asintió.

—Doce horas después de que se la diésemos, Abel estaba muerto. Tal vez le asesinaron por ella.

—¿Quién?

—No lo sé.

—¿Quién podía saber que la tenía?

—Alguien a quien intentara vendérsela.

Pensé en ello.

—Quizá. Pongamos que ayer por la mañana se despertó y llamó a alguien para que fuese a su casa y echara un vistazo a la moneda. La persona en cuestión llega, le echa un vistazo y le coge gusto a lo que ve. Es más, en cuanto ve la moneda decide que ha de hacerse con ella.

—Pero no tiene dinero para pagarla.

—Exacto. No tiene dinero, pero ha de hacerse con ella; pierde los estribos y agarra algo contundente. Por ejemplo…

—Vete tú a saber. Un sujetalibros…

Era natural que le hubiera venido aquel objeto a la cabeza, dado el lugar en que se encontraba. En aquel mismo lugar había cogido ella en una ocasión un busto de bronce de Kant que yo había utilizado de sujetalibros en la sección de filosofía y religión para dejarlo caer sobre el cráneo de un asesino que estaba encañonándome con una pistola.

—Es posible que fuera un sujetalibros —dije asintiendo—. Pierde los estribos, le rompe la crisma a Abel con el sujetalibros, se mete el Nickel-V en el bolsillo y adiós muy buenas. Por cierto, al salir cierra la puerta con llave.

—¿Mmm?

—La puerta estaba cerrada con llave. ¿Te acuerdas de los cerrojos de seguridad que tenía? El asesino se ocupó de echarlos al salir. Yo suelo echarlos después de cometer un robo, pero ¿qué otra persona conoces que lo haga? ¿A qué apasionado numismático se le ocurriría hacerlo? Es más, ¿qué numismático tendría la habilidad necesaria para ello?

—¿No podría cerrar la puerta con las llaves de Abel?

—Oh —exclamé.

—¿He dicho algo malo, Bern?

—Se me habría ocurrido tarde o temprano —refunfuñé—. No habría tardado un minuto en pensar en ello.

—Lo que pasa es que no estás acostumbrado a la idea de abrir y cerrar puertas con una llave.

—Quizá.

—Sea como sea, es interesante que se le ocurriera hacerlo. La mayoría de la gente saldría al pasillo y se daría por satisfecha cerrando de un portazo.

—Con el pestillo quieres decir.

—Eso, con el pestillo. Pero seguramente quería evitar que descubrieran el cadáver, y como era algo que le preocupaba se tomó la molestia de buscar las llaves de Abel.

—Tal vez no tuviera que buscarlas.

—Eso da igual.

—Es cierto —dije—. De todos modos, ¿qué importa? Seguimos sin saber nada que no supiéramos antes de empezar a darle vueltas a todo esto, salvo que se trata de alguien bastante listo que no permite que una nimiedad como un asesinato le haga perder los nervios. No encuentro ninguna razón para sospechar de las dos bandas de ladrones que entraron en casa de los Colcannon. Los que llegaron allí antes que nosotros son unos chapuceros. No conocían a Abel y no hubieran sido capaces de entrar en su piso. Evidentemente robaron una tonelada de cosas de la casa de los Colcannon y habrán tenido que vendérsela a algún perista, pero no creo que intentaran emplear los servicios de Abel. Incluso si unos ineptos como ellos lo conocían, él no les habría aceptado los objetos robados. Seguramente se llevaron un cargamento de pieles y plata, todas las cosas que Colcannon no guardaba en la caja de seguridad, y Abel limitaba sus compras fundamentalmente a sellos, monedas y joyas.

—¿Y los que llegaron después de nosotros?

—¿Los que mataron a Wanda Colcannon? Hemos de suponer que entraron simplemente porque el tragaluz roto les pareció una tarjeta de invitación. ¿Qué capricho del destino crees que les pudo llevar hasta Riverside Drive?

—Me parece que hay que descartarlos.

—Sí, a mí también me lo parece. Y también me parece que la poli tendrá que resolver esto por sí sola, porque estoy realmente confundido. Lo único que tenemos hasta el momento es un numismático homicida que cierra con llave al salir. ¿Cuántos tipos así has conocido en tu vida? Supongo que hay que incluirlos en la categoría de los dientes de gallina y el Nickel-V de 1913… Lamento que haya muerto, joder. Me caía bien.

—Y a mí.

—Y también lamento que Wanda Colcannon esté muerta, pese a que no la llegara a conocer. Ante todo, lamento que nos hayamos metido en este lío; si de algo me alegro es que estemos a salvo. Creo que ya va siendo hora de que vuelva a abrir mi propia puerta e intente vender algunos libros.

—Será mejor que vuelva yo también. Tengo que bañar un perro.

—¿Nos vemos luego?

—Claro.

Cinco horas más tarde reanudamos nuestra conversación en el Bum Rap, ella con un martini y yo con un whisky con agua. La tarde se me había hecho lenta y larga: por la librería había pasado una enorme cantidad de clientes que se habían dedicado a ojear libros pero no habían comprado nada. En días como ese es imposible estar al tanto de los rateros; estoy seguro de que una joven de aspecto estudioso y pelo lacio se fue de la librería con un ejemplar de El ser y la nada de Sartre. Si lo ha leído, supongo que habrá recibido el castigo que se merecía.

—Sólo espero que la policía se dé prisa en pillar a los dos asesinos —le dije a Carolyn—. Por el momento estamos a salvo, y si cierran ambos casos, seguiremos estándolo, lo cual me parece estupendo.

—¿Y si no los cierran?

—Bueno, es cierto que estuvimos en casa de Abel anteanoche, y si llevan a cabo una investigación concienzuda quizá le enseñen mi fotografía al conserje, y es posible que se acuerde de mí. Le he dicho a Ray que no pasaba por casa de Abel desde julio. No hay ninguna ley que impida contar mentiras a un policía, aunque el hecho de contarlas no mejora la impresión que puedan tener de ti. Tengo una coartada, aunque no sé si consistente.

—¿Qué coartada?

—Denise.

—Eso te sirve para anoche, pero nosotros fuimos a casa de Abel anteanoche.

—Denise es mi coartada para ambas noches.

—Espero que lo sepa.

—Ya hemos hablado de ello.

—¿Sabe lo del robo de los Colcannon?

—Sabe que sospechan de mí. Le he dicho que no tengo nada que ver con el asesinato, pero no le he mencionado que casualmente antes había entrado en la casa para robar.

—Porque piensa que lo has dejado.

—Más o menos. Al menos quiere creer que lo he dejado. Dios sabe qué piensan las mujeres.

—Así que la huesuda charlatana es tu coartada. Ya me extrañaba a mí que hubieras quedado con ella anoche.

—Esa no es la razón.

—¿De veras?

—No es la única razón. No sé qué tienes contra Denise. Ella siempre habla bien de ti.

—Anda ya… Pero si no me soporta.

—Bueno…

—No sé qué tipo de coartada puede preparar. No me parece el tipo de persona que mienta convincentemente. Espero que no te haga falta.

—Yo también.

Carolyn hizo una señal para que nos trajeran otra ronda. La camarera nos trajo las copas a la mesa y, cuando se alejó, sus ojos la siguieron.

—Es nueva —comentó—. ¿Cómo se llama? ¿No te habrás fijado por casualidad?

—Creo recordar que alguien la ha llamado Ángela.

—Bonito nombre.

—Supongo.

—Y es guapa además. ¿No te parece?

—No está mal.

—Probablemente será heterosexual. —Bebió un sorbo de martini y me preguntó—: ¿Tu qué piensas?

—¿De la camarera?

—Sí, de Ángela.

—¿Que qué pienso? ¿Te refieres a si es heterosexual o lesbiana?

—Sí.

—¿Cómo quieres que lo sepa?

—Bueno, alguna impresión te habrá causado.

—Pues no. Lo único en que me he fijado es en las canciones que pone en el tocadiscos. Enamórate de ella y te pasarás el resto de la vida escuchando country. Acabarás hasta las narices de Barbara Mandrell. ¿Podemos olvidarnos de Ángela por unos segundos?

—Tú seguro que sí. Yo en cambio no sé si puedo…

—Estaba pensando en Abel y en el coleccionista de monedas asesino.

—¿Y?

—Y no me lo creo —dije—. No habría tenido tiempo. Pongamos que Abel se va a la cama nada más irnos nosotros, se levanta a primera hora de la mañana y llama al coleccionista. El sujeto llega a su piso casi de inmediato, lo mata y se va. Así poco más o menos tuvo que ocurrir. El problema es que Abel no hacía las cosas de ese modo. Querría vender la moneda rápidamente, pero no tanto. En primer lugar querría cerciorarse de que la moneda era auténtica. Además ¿no mencionó la posibilidad de hacerle una radiografía? Eso es lo que habría hecho en primer lugar; luego habría esperado a ver cuánta bofia ponía en movimiento el robo de los Colcannon y si el robo del Nickel-V salía en la prensa. Eso le habría servido para determinar el precio que podía pedir por ella. Así pues, no pudo venderla sin obtener antes tal información. No creo que su asesinato tenga nada que ver con la moneda de las narices. Y te diré por qué: me extrañaría que hubiera alguien en el mundo aparte de nosotros que sospechara que el Nickel-V obraba en su poder. Nadie nos siguió hasta su piso. Nadie nos vio entrar. Y no le dijimos nada a nadie, al menos yo no.

—¿A quién se lo podría decir yo? Tú eres la única persona que sabe que hago algo aparte de bañar perros.

—Entonces no es esa la razón por la que han matado a Abel. Quizá fue un robo a secas. Quizá otra persona trató de venderle algo y se enzarzaron en una discusión. O quizá sea alguien perteneciente a su pasado.

—¿Te refieres a Dachau? ¿Alguien que conoció en el campo de concentración?

—Es posible, o quizá alguien de su pasado más reciente. No sé mucho de él. Sé que Cornejo no era su apellido de nacimiento; una vez me dijo que su verdadero apellido era Amsel, que significa mirlo en alemán. De mirlo a corneja no hay más que un paso. Sin embargo, en otra ocasión me contó la misma historia, con la excepción de que su apellido no era Amsel, sino Schwarzvogel, que significa pájaro negro, como un mirlo. Lo lógico sería que supiera exactamente cómo se apellidaba. A menos que ninguno de los dos apellidos fuera el verdadero.

—Era judío, ¿no?

—No lo creo.

—¿Entonces qué pintaba en Dachau?

—¿Has visto ese anuncio que dice: «No tienes que ser judío para que te encanten los Levi’s»? Pues bien, uno no tenía que ser judío para ir a Dachau. Abel me dijo que era un prisionero político, un socialdemócrata. Quizá fuera verdad, aunque también es posible que fuese a parar allí a causa de algún delito común: receptar objetos robados, por ejemplo. O quizá era homosexual. Ese era otro buen motivo para entrar en Dachau.

Carolyn se estremeció.

—El problema —proseguí— es que no sé mucho sobre el pasado de Abel. Y es posible que las personas que lo conocían se encuentren en la misma situación. De todos modos puede que se granjeara algún enemigo en un momento dado. O quizá fue un robo o una disputa o vete tú a saber… Por ejemplo, si era homosexual, quizá metió a un gigoló en casa y murió por culpa de cualquier tontería o por el dinero que llevaba en la cartera.

—Es algo que suele ocurrir con frecuencia. ¿Realmente piensas que podía ser marica? Siempre insistía en que nos casáramos. Si era realmente marica, ¿no se habría dado cuenta de que yo no parezco la típica mujer cuyo destino es el altar? —Acabó su martini—. ¿Y todo no resulta una coincidencia demasiado grande? Primero la muerte de Wanda y luego la suya, una justo después de la otra…

—Sólo porque nosotros somos el vínculo entre las dos. Pero nosotros no estamos relacionados con sus muertes. La moneda, tú y yo somos el único vínculo que existe entre ellos, si es que podemos considerarnos realmente un vínculo.

—Supongo que tienes razón.

Dibujé dos anillos unidos sobre la mesa con el fondo húmedo de mi vaso de whisky.

—Quizá me esté diciendo esto a mí mismo sólo porque es lo que quiero creer —comenté—. Aunque, de todos modos, tampoco estoy seguro de que quiera creérmelo a la vista de las consecuencias que se derivan de ello.

—Me he perdido.

—Me refiero a la moneda —dije—. Al Nickel-V de 1913, a la moneda de los Colcannon, a la que nos habría reportado diecisiete mil dólares si no nos hubiéramos creído el cuento de la lechera.

—No me lo recuerdes.

—Si no le han matado por la moneda —añadí— y quien le ha asesinado es un imbécil que ni siquiera sabe de su existencia, ¿a qué conclusión llegamos?

—Pues…

—Exacto. La moneda sigue allí.

Pasé el resto de la tarde en mi casa. Mi cena consistió en una lata de chile revuelto con un poco de comino y pimienta de cayena que añadí para aderezarlo. Lo comí delante del televisor y lo acompañé con una botella de Carta Blanca. Mientras estaba calentando el chile, logré ver el final del noticiario local, en el que hicieron una referencia breve y poco informativa a la muerte de Abel. Del robo de los Colcannon no dijeron nada. Vi a John Chancellor mientras comía y me quedé sentado hasta la mitad de Disputas de familia, momento en que logré vencer la inercia, me levanté y apagué el aparato.

Lo puse todo en orden, apilé en el tocadiscos una mezcla de discos de jazz y música clásica y me puse cómodo con el último número de El librero de viejo, una revista dedicada casi exclusivamente a las listas de los libros que los vendedores desean adquirir para reventa. Eché un vistazo a los anuncios perezosamente, haciendo una marca cada vez que veía algún ejemplar que recordaba tener en el almacén. Algunas de las marcas que hice indicaban libros que en aquel momento reposaban sobre el mostrador de las ofertas, de modo que, si lograba vendérselos a alguien que tenía verdadero interés en ellos, a buen seguro podría ganar más de los cuarenta centavos que pedía por cada ejemplar en la librería.

Eso si me tomaba la molestia de escribir a los anunciantes, esperar a que me llegaran los pedidos, envolver los libros y enviarlos. Ese era el problema del negocio del libro usado. Había demasiadas nimiedades a las que prestar atención y eran muchos los granos de arena que necesitaba para hacer un montón. No me ganaba la vida decentemente con Barnegat Books, no obtenía beneficios con ella, aunque probablemente habría podido de haber tenido el infinito espíritu de sacrificio que al parecer exige el éxito.

El problema es que me encanta el negocio de los libros. Pero me gusta llevarlo a mi manera, que es como decir de un modo marcadamente despreocupado. El robo de pisos me ha echado a perder. Cuando uno se acostumbra a ganarse un montón de dinero en un par de horas mediante el allanamiento de morada, resulta difícil reunir el entusiasmo necesario para trabajos rutinarios que no rinden más que lo suficiente para una entrada de cine.

Con todo, era divertido leer los anuncios y marcar los títulos. Incluso a pesar de que probablemente no fuera a hacer nada al respecto.

Llamé a Denise a las nueve. Contestó Jared, quien tras contarme que Babel-17 no le había defraudado informó a su madre que la llamada era para ella. Hablamos durante unos minutos sobre trivialidades. En un momento dado se mencionó el nombre de Carolyn, no recuerdo por qué, y Denise se refirió a ella calificándola de «lesbiana enana» y «gordita que siempre huele a perro mojado».

—Qué curioso —respondí—. Ella siempre habla bien de ti.

Carolyn llamó algo más tarde.

—He pensado en el asunto del que hemos hablado —dijo—. No vas a hacer nada al respecto, ¿verdad?

—Creo que no.

—Es que es imposible, Bern. ¿Te acuerdas de la conversación que mantuvimos con Abel? La escalera de incendios está en la fachada del edificio y las ventanas de su piso tienen rejas. Además el conserje se toma su trabajo tan seriamente como san Pedro, y las puertas tienen esas cerraduras de seguridad…

—Eso era antes —dije—. La poli llamó a un cerrajero para abrir una.

—¿Y qué más da? Aun así no puedes entrar en el edificio.

—Lo sé.

—Pero te está sacando de quicio, ¿verdad?

—¿Cómo lo has adivinado?

—Porque a mí también me está sacando de quicio. Bernie, pongamos que no hubiéramos robado la puñetera moneda y todo lo que supieras sobre ella fuese que podría estar en algún lugar de ese piso, un piso que probablemente la policía ha precintado porque ayer se cometió en él un asesinato, y conocieras el tipo de sistema de seguridad que hay instalado en el edificio, y además supieses que es probable que la moneda esté escondida en el piso pero no tuvieras ni idea de dónde, suponiendo que se encuentra allí, algo de lo cual no podrías estar completamente seguro…

—Ya sé a dónde quieres llegar, Carolyn.

—Pues bien, suponiendo todo eso, ¿considerarías la posibilidad de robar la moneda?

—Por supuesto que no.

—A eso me refería.

—Pero ya la hemos robado en una ocasión.

—Lo sé.

—Lo cual me lleva a considerarla como algo mío —le expliqué—. Dicen que los ladrones no respetan la propiedad privada. Pues bien, yo tengo un profundo sentido de la propiedad privada, siempre que estemos hablando de mi propiedad. Y no se trata sólo del dinero. He tenido una extraordinaria rareza en mis manos y ahora no tengo nada. Piensa en el varapalo que supone eso para mi querido amor propio.

—¿Entonces qué vas a hacer?

—Nada.

—Muy bien.

—Porque no hay nada que pueda hacer.

—Exacto. Eso es lo que quería saber, Bern. Ahora iré al Duchess. Quizá tenga suerte y conozca a alguien sensacional.

—Buena suerte.

—Últimamente tengo una inquietud que no paro, joder. Debe de ser por culpa de la luna llena. Quizá me encuentre allí con Ángela. Seguro que estará metiendo monedas en el tocadiscos y poniendo todos los discos de Anne Murray. Aunque debe de ser heterosexual, ¿no crees?

—¿Quién? ¿Anne Murray?

—No, Angela. ¿Crees que será heterosexual?

—Probablemente.

—Si es heterosexual y Abel era marica, podrían haber criado caniches juntos.

—Y tú podrías haberles esquilado.

—Y también podría haber esquilado a los caniches… Dios mío, ¿cómo puedo salir de esta conversación?

—No lo sé. ¿Por dónde has entrado?

—Adiós, Bern.

El noticiario de las once no deparó ninguna revelación nueva. Apagué el televisor en cuanto anunciaron los invitados de Johnny, cogí una chaqueta y salí de casa. Subí por West End Avenue, doblé hacia la derecha al llegar a la Ochenta y seis e hice el resto del camino por Riverside Drive.

El aire era más fresco ahora, pero el ambiente estaba cargado y amenazaba lluvia. No se podían ver las estrellas, aunque esto es lo más habitual en Nueva York, incluso en noches de cielo despejado. La contaminación es siempre lo bastante espesa para eclipsarlas. Lo que sí vi fue una luna, una luna creciente rodeada de un halo. Eso significa que va a llover o todo lo contrario, nunca consigo acordarme.

Había un sorprendente número de personas en la calle: hombres haciendo jogging penosamente por Riverside Park, dueños de perros paseando a sus animales, gente que había ido a comprar un litro de leche y la primera edición del Times… Crucé la calle para ver mejor, miré el edificio de Abel y conté las plantas hasta encontrar su piso. Estaba a oscuras, como era de suponer. Dejé que mis ojos doblaran la esquina y se fijasen en la escalera de incendios que había en el lado de la calle Ochenta y nueve. Parecía bastante sólida, pero estaba allí fuera, a la vista de todo el mundo, y no se podía llegar a los peldaños de abajo desde la acera a menos que se dispusiera de una larga escalera de mano.

De todos modos daba igual. Carolyn lo había explicado claramente.

Eché a andar en dirección a la calle Noventa. El edificio adyacente al de Abel era tres plantas más alto, lo cual significaba que no podía bajar de su tejado al de la casa de Abel a menos que dispusiera de una cuerda para hacerlo. Ese no era el caso, y además no tenía ningún motivo para suponer que su sistema de seguridad fuera menos rígido que el de su vecino. Regresé a la calle Ochenta y nueve y seguí andando hasta distanciarme unos pocos números del edificio de Abel. A aquella altura estaba limitado por una larga hilera de casas de ladrillo rojizo de finales del siglo XIX, todas ellas de cuatro plantas. Las ventanas del edificio de Abel que daban a estas casas estaban demasiado altas como para tener fácil acceso a ellas desde el tejado, y además estaban protegidas con rejas de hierro reforzado.

Anduve en dirección a West End Avenue y luego volví sobre mis pasos para echar otro vistazo sintiéndome como un criminal irresistiblemente fascinado por el lugar donde otro criminal ha cometido un crimen. El conserje era el mismo negro envarado que había estado de servicio durante nuestra anterior visita y tenía un aspecto formidable. Le observé desde la acera de enfrente. Una pérdida de tiempo, me dije. No iba a conseguir nada de aquella manera. Estaba tan inquieto como Carolyn, pero, en lugar de irme al Duchess, estaba haciendo lo que cabía esperar de mí.

Crucé la calle y me acerqué a la entrada. El edificio era una enorme pila de ladrillos viejos, seguro como una fortaleza y sólido como el Banco de Inglaterra. Las puertas dobles de la entrada estaban flanqueadas por sendas columnas embutidas de mármol rojo mate. En unas placas de bronce situadas a cada lado se indicaban los profesionales que trabajaban en el edificio. Había tres psiquiatras, un dentista, un oftalmólogo, un pedicuro y un pediatra, lo cual suponía una mezcla bastante representativa del Upper West.

No vi ninguna placa en que se leyera «Abel Cornejo, receptador de objetos robados» y meneé la cabeza. A poco que se me deje puedo ponerme lacrimógenamente sensiblero.

El conserje se acercó y me preguntó si podía servirme de ayuda. Tuve la impresión de que aquel hombre acababa de sacar una matrícula de honor en un cursillo para aprender a hablar con tono imperioso.

—No —respondí—. Es demasiado tarde para eso.

Di media vuelta y me fui a casa.

El teléfono sonó en el momento en que abría todos mis cerrojos y enmudeció justo cuando entraba en el piso. Si es importante, me dije, ya volverán a llamar.

Me duché (más vale tarde que nunca), me metí en la cama y me quedé dormido. Cuando estaba soñando con un descenso peligroso (una escalera de incendios, una pasarela, algo impreciso…), sonó el teléfono. Me incorporé, pestañeé un par de veces y respondí.

—Quiero la moneda —dijo una voz masculina.

—¿Cómo?

—La moneda de cinco centavos. La quiero.

—¿Quién es?

—No importa. Tú tienes la moneda y yo la quiero. No te deshagas de ella. Me pondré en contacto contigo.

—Pero…

La llamada se cortó. Colgué el auricular a tientas. El reloj de la mesilla marcaba las dos menos cuarto. No llevaba mucho tiempo dormido, pero sí lo suficiente para haberle cogido el gustillo. Me tumbé, repasé mentalmente la llamada y me puse a pensar si debía levantarme y hacer algo al respecto.

Mientras trataba de tomar una decisión, me quedé de nuevo dormido.