—No eres sospechoso —me aseguró Ray—. Ninguno de los agentes relacionados con el caso se ha parado a pensar en ti. Lo que pasa es que cuando he llegado esta mañana a la comisaría me han dicho lo de Cornejo y la primera persona en quien he pensado has sido tú: Pero si ayer mismo vi a mi viejo amigo Bernie Rhodenbarr, me dije. El hombre que han asesinado resulta que es un viejo amigo suyo, y el punto en común que tienen Cornejo y la mujer de Colcannon es que los dos han muerto de una paliza. Así que se me ha ocurrido que tal vez tú supieras algo. ¿Sabes algo, Bern?
—Nada.
—Vale. ¿Qué sabes aparte de eso?
Íbamos en el mismo coche en que Ray me había llevado un día atrás, y una vez más me estaba llevando a la librería. Le respondí que no había visto a Abel Cornejo desde hacía casi un año cuando una amiga y yo habíamos ido a su casa para contemplar los fuegos artificiales por la ventana de su salón.
—No me extraña que fuerais. Tiene una vista estupenda. De camino a tu piso he pasado por el suyo para ver qué podía ver y lo que he podido ver es la mitad de Jersey por la ventana de su salón. Allí es donde han encontrado su cadáver, en el suelo junto a la ventana, hecho un ovillo. ¿Y dices que no lo veías desde el Cuatro de Julio?
—Puede que habláramos en un par de ocasiones por teléfono, aunque no recientemente. Repito: no lo veía desde julio.
—Ya. Lo que ocurrió anoche fue que una vecina llamó a su puerta a las seis y media de la tarde. Al ver que no respondía, se alarmó y fue a preguntar al conserje, y este le dijo que no recordaba haber visto a Cornejo salir del edificio. Como era un hombre entrado en años, la vecina tuvo miedo de que hubiera sufrido un ataque o una caída o algo por el estilo. Tenía setenta y un años.
—No sabía que fuera tan mayor.
—Pues sí, ni más ni menos que setenta y un años. Así que el conserje subió o, mejor dicho, mandó a alguien que subiera, el ascensorista, un mozo o alguien así, e intentaron abrir la puerta. Sin embargo no consiguieron nada, porque tenía cerraduras de seguridad como las que tú has instalado en tu puerta. Un modelo diferente, del tipo que tiene un pasador corredero.
—Lo sé.
—¿No me digas? ¿Te acuerdas de las cerraduras que tenía en julio del año pasado?
—Pues ahora que lo mencionas, sí. Si tienes en cuenta el negocio en el que andaba metido, lo normal es que me fijara en las cerraduras.
—No me extraña… Lo que hicieron entonces fue aporrear la puerta a ver si obtenían alguna respuesta. Luego llamaron a la comisaría, y allí les dijeron que mandaban a un agente. Pero ¿qué podía hacer un agente? Con un cerrojo así poco iba a conseguir tratando de forzar la puerta. Finalmente a alguien se le ocurrió la brillante idea de llamar a un cerrajero. Para cuando encontraron a uno que pudiera ir y consiguiera abrir la puerta, debían de ser ya cerca de las diez.
Esa hora debía de ser, en efecto, porque no habría sido mucho antes cuando había llamado yo a su número por última vez. Si hubieran entrado antes, algún poli habría contestado mi llamada.
—Estaban preparados para encontrarse al anciano muerto —prosiguió Ray—. Lo que no esperaban era encontrarlo asesinado.
—¿No hay ninguna duda de que fue un asesinato?
—Ninguna. Eso dijo el forense que fue al lugar del crimen, aunque no hacía falta ser médico para verlo. No fue sólo un coscorrón. Le dieron un buen repaso en la cara y la cabeza.
—Dios…
—Todavía no se sabe con precisión la hora de la muerte, pero fue aproximadamente a primera hora de la tarde de ayer. De modo que pudiste correr hasta allí después de que te dejara en la librería, matar al anciano y volver a toda prisa para abrir. Un pequeño homicidio de sobremesa. El problema es que ese no es tu estilo; los dos lo sabemos, y además me he fijado en la cara que has puesto cuando te he dicho que Cornejo había muerto, Bern. Estoy seguro de que no lo sabías. —Llegamos a un semáforo en la calle Treinta y siete y Ray frenó—. El problema es que es una coincidencia, ¿verdad? Primero lo de la mujer de Colcannon y ahora esto; los dos han recibido un nuevo moldeado en la cabeza y los dos han muerto en menos de veinticuatro horas. Mejor dicho, en algo más de doce horas.
—¿Han desvalijado el piso de Cornejo?
—No lo han puesto patas arriba. Si alguien ha robado algo, no lo parece. Llegué allí cuando los del laboratorio ya se habían ido, pero aun así no parecía muy desordenado. De todos modos es posible que el asesino supiera dónde buscar. ¿Guardaba Cornejo mucho dinero en su piso?
—No lo sé.
—Claro que lo sabes, pero dejémoslo. Quizá se trate de un simple robo con homicidio. Es posible que el asesino obligara al anciano a que le soltase la pasta y luego lo asesinara. O también que se trate de alguien que tuviera una razón para asesinarle, un móvil. ¿Tenía enemigos?
—No que yo sepa.
—Tal vez engañó a alguien y ayer pagara por ello. Vivió una larga vida. Uno puede granjearse muchos enemigos en setenta y un años.
—Era un buen hombre. Comía pasteles y leía a Spinoza.
—Y compraba cosas a las personas que no eran sus dueños.
Me encogí de hombros.
—¿Quién asesinó a la mujer de Colcannon?
—¿Cómo quieres que lo sepa?
—No sé cómo, pero estás relacionado con este asunto, Bern. Y Colcannon está vinculado a Abel Cornejo de alguna manera.
—¿Cómo?
—Es posible que el viejo lo tuviera todo previsto. Es una forma de actuar entre los peristas: eligen un sitio y buscan a un ladrón para que lo limpie. Puede que lo hiciera y luego se enzarzase en una disputa sobre el reparto. Es posible que cuando Wanda Colcannon fue asesinada pensara que tenía que lidiar con demasiados polis y se negara a comprar lo que hubiera robado el ladrón o a pagar el precio estipulado de antemano. Algo así.
—Supongo que es posible.
Estuvimos dándole vueltas hasta que llegamos a la acera de Barnegat Books. Al pasar por delante de la Casa del Caniche, eché un vistazo y pude ver que Carolyn había abierto al público. Empecé a darle las gracias a Ray por haberme llevado, pero él me interrumpió apoyando una pesada mano en mi hombro.
—Sabes más de lo que aparentas.
—Ya sé que es difícil ganarse la vida vendiendo libros usados, pero es imposible si no abres la librería.
—Hay un asesino suelto por ahí —dijo—. Más te valdría recordarlo. Ha matado a la mujer de Colcannon y a Abel Cornejo, lo cual, en mi opinión, lo convierte en un peligroso hijoputa.
—¿Y?
—Pues que vamos a cogerlo antes de que pase mucho tiempo. Mientras tanto, no hay que olvidar que todo lo que le robaron a Colcannon está flotando por ahí, y vete tú a saber si no habrá algo más a lo que se le pueda echar la mano… Tú siempre has tenido dedos muy largos, Bern.
—No sé a dónde quieres ir a parar.
—Claro, ¿cómo ibas a saberlo? Te sugeriré un par de cosas: si sabes quién es el asesino o si te llega un soplo, yo soy la persona con la que tienes que hablar. ¿Entendido?
—Entendido.
—Me gustaría encerrar a ese malnacido. Cornejo era un anciano afable y caballeroso. Aunque las dos veces que traté con él no logramos llegar a ningún acuerdo, era un caballero y, aún más importante, un hombre generoso. —En otras palabras: no le dolían prendas cuando se trataba de sobornos—. Y una cosa más.
—¿Ah, sí?
—Hay dinero tras todo esto, Bern. No puedo evitarlo, pero sé que está ahí, lo noto. ¿Sabes a lo que me refiero? Es como si pudiera olerlo, pero no se trata de un olor, sino de algo que siento en el aire. ¿Sabes de qué estoy hablando?
—Sé de qué estás hablando.
—Es como lo que se siente en el aire antes de que empiece a llover… En resumidas cuentas, Bern, si andas por ahí y empieza a lloverte dinero, no te olvides de que tienes un socio.