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Me desperté a las siete para que Denise pudiera salir. Tengo varias cerraduras en la puerta aparte del cerrojo de seguridad, y las estaba pasando canutas con ellas. Abrí la puerta y le dije que la llamaría, a lo que ella me contestó que sería todo un detalle. A continuación nos dimos uno de esos conatos de besos que se dan dos personas cuando al menos una de las dos no se ha cepillado los dientes recientemente.

Cuando salió cerré la puerta con llave y fui al cuarto de baño, donde me cepillé los dientes y me tragué un par de aspirinas. Pensé en desayunar, me lo pensé dos veces y tomé la decisión de echarme durante un minuto para que las aspirinas surtieran efecto.

No sé el tiempo que transcurrió, pero cuando me desperté alguien estaba aporreando la puerta. Al principio pensé que sería Denise, que regresaba por algo que había olvidado. Pero no parecía ella. Ni tampoco la señora Hesch, mi única amiga en aquella casa de desalmados. La señora Hesch me llama de vez en cuando para invitarme a una taza de café de primera calidad y despotricar contra el administrador del edificio por ser incapaz de mantener las lavadoras y secadoras en buen estado. Pero la señora Hesch es una mujeruca y no tiene costumbre de aporrear puertas.

Y vuelta a aporrear. Ya estaba de pie y parte de la niebla que me ofuscaba la mente había empezado a levantarse. Era la poli, por supuesto, como comprendí en cuanto me despabilé lo suficiente para ser capaz de comprender algo. Ninguna persona llama a la puerta de ese modo, como si debieras estar esperándola y tu obligación fuera salir presuroso a recibirla.

Me acerqué a la puerta y pregunté quién era.

—Santa Claus no, desde luego —dijo una voz reconocible—. Abre, Bern.

—Mierda…

—¿Qué clase de actitud es esa?

—Has escogido un mal momento —dije—. ¿Por qué no quedamos en el vestíbulo dentro de cinco minutos?

—¿Por qué no abres la puerta en diez segundos?

—Es que no estoy vestido —insistí.

—¿Y?

—Necesito un minuto.

¿Qué hora era? Encontré mi reloj y vi que eran las nueve y unos minutos, lo cual significaba que iba a llegar tarde para abrir la librería. Como consecuencia iba a dejar de vender unos cuantos libros de a tres por dólar, y si bien resulta difícil tomarse eso en serio cuando uno acaba de robar algo con un valor de seis cifras, hay que mantener las formas.

Me puse algo de ropa, me eché un poco de agua a la cara y abrí una ventana para ventilar el piso. A continuación abrí todas las cerraduras por segunda vez en lo que iba de mañana y vi a Ray Kirschmann mirarme con gesto de desaprobación al tiempo que atravesaba pesadamente el umbral de mi puerta.

—Lo que hay que ver… —dijo—. ¿No crees que tienes bastantes dispositivos de seguridad en la puerta, Bern?

Dispositivos de seguridad. Cualquier persona excepto un poli habría llamado cerraduras a los jodidos chismes.

—Dicen que la seguridad nunca está de más —dije.

—Eso dicen. El cerrojo de seguridad es nuevo, ¿no? ¿Te estás volviendo paranoico con los años?

—Bueno, hemos sufrido una racha de robos en el barrio. En este mismo edificio hemos tenido cuatro o cinco.

—¿Incluso teniendo portero?

—No pertenece exactamente al servicio secreto —respondí—. A todo esto, no he debido de oír su aviso de que subías.

—Le he sugerido que no se molestara. Le he dicho que iba a ponérselo fácil y que iba a subir directamente.

—¿Le has dicho también que eras Santa Claus?

—¿Por qué habría de decirle eso?

—Porque es Santa Claus quien va a ocuparse de él cuando llegue la Navidad. Yo no pienso ponerle ni siquiera carbón en el calcetín.

—Muy gracioso. ¿Has tenido compañía esta noche?

—Eso no te lo ha dicho el portero.

Ray pareció complacido.

—Soy detective —dijo—. Así que lo he detectado. Mira alrededor, Bern. Un cenicero lleno de colillas, y tú no fumas. Dos vasos, uno en cada mesilla. Si se ha escondido en el cuarto de baño, dile que salga a divertirse con nosotros.

—Ya se ha ido a casa, aunque estoy seguro de que agradecería la invitación.

—¿No está aquí?

—No. Si hubieras venido hace un par de horas la habrías visto.

—Bueno, doy gracias a Dios por ello.

—¿Mmm?

—Es que así puedo entrar en el cuarto de baño.

Cuando salió yo estaba bebiendo un vaso de zumo de naranja y me sentía más despierto, aunque no en plena forma.

—Sólo has venido para utilizar el retrete, ¿verdad?

—He venido a verte. No nos vemos con frecuencia.

—Lo sé. Hace una eternidad que no hablamos.

—Parece como si sólo te viera cuando se comete un asesinato… De modo que has tenido compañía toda la noche, ¿eh? No está mal: dos noches seguidas.

—Anteanoche estuve en su piso.

—La misma señorita.

—Exacto.

—Muy práctico…

—Ray, siempre es un placer verte —dije—, pero me he quedado dormido y se me ha hecho tarde para abrir la librería. Además…

—Los negocios son los negocios, ¿eh?

—Más o menos.

—Claro, no creas que no lo comprendo, Bern. Yo no estaría aquí si tuviera un negocio. Nadie tiene tiempo para las visitas de los amigos, ¿verdad?

—Verdad.

—Entonces he de suponer que tienes una coartada para la noche pasada: la chiquita que se ha fumado todos esos cigarrillos.

—No es tan chiquita, aunque hay quien dice que es desgarbada. De todos modos ya le he contado a Richler todo esto. Revelaré su nombre sólo si es estrictamente necesario, si se hacen acusaciones contra mí y se me ficha, pero mientras tanto…

—Eso fue anteanoche, Bern. El asunto Colcannon. Yo me refiero a anoche.

—¿Qué pasó anoche?

—Dímelo tú. Para ser más exactos, empieza desde el mediodía, desde el momento en que te dejé en la tienda. Cuéntamelo.

—¿Pero qué tiene que ver anoche con nada?

—Tú primero, Bern.

Me escuchó atentamente, y casi pude ver humo salir de su cabeza. El mero hecho de que su integridad esté a la venta no significa que Ray Kirschmann no sea un policía excelente. Por algo será que se le conoce como el mejor poli que se puede comprar con dinero.

—Esto no es una coartada —concluí—, sino lo que hice ayer. Una coartada sólo es posible cuando ha ocurrido algo y uno tiene que probar que no ha sido quien lo ha hecho.

—Exacto.

—¿Qué ha ocurrido?

—Han asesinado a un amigo tuyo. O al menos era un amigo tuyo antes de que te reformaras y cambiaras el robo por los libros.

Sentí un escalofrío. Podría referirse a cualquiera, pero sin que mediara un solo momento de duda supe exactamente a quién se refería.

—Un perista de primera. Lo que los periódicos llamarán «un conocido receptador de objetos robados», aunque más vale que digan «presunto», porque nunca le cogieron por ello. Alguien entró en su piso anoche y lo mató a golpes.