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Denise Raphaelson es delgada y de piernas largas, por mucho que Carolyn insista en calificarla de huesuda y desgarbada. Tiene el pelo castaño oscuro, rizado y cortado a media altura, y la tez blanca salpicada con discretas pecas. Sus ojos gris azulado son de artista, siempre midiendo, evaluando y viendo el mundo como una serie de rectángulos enmarcados.

Había un sinfín de rectángulos, aunque sin enmarcar, en las paredes de la galería El Estrecho que era donde ella vivía y trabajaba. La galería se encuentra en el segundo piso de un edificio abuhardillado situado en el West Broadway entre Grand y Broome y recibe su nombre de la insólita forma de su desván, que tiene el fondo estrecho y la parte delantera más ancha. Una vez instalada en él Denise se enteró de que «estrecho» es un término despectivo que los irlandeses emplean para referirse a los parientes que han emigrado a Estados Unidos. Nadie ha conseguido todavía explicarle el significado del término, si bien las conjeturas en torno al tema han dado pie a un buen número de conversaciones de borrachos en el bar de Broome Street.

Miré un par de cuadros que Denise había pintado desde la última vez que había subido al desván y también el que la había mantenido ocupada aquel día. Cambié un par de palabras con Jared, el genio de doce años de edad que tenía por hijo, y le di la pila de novelas de ciencia ficción de bolsillo que le había reservado en la librería. (No despacho libros de bolsillo en la librería; los que me llegan los vendo al por mayor a una tienda especializada en ese formato). Tuve la impresión de que a Jared le hacía ilusión lo que le traía, sobre todo una de las primeras novelas de Chip Delaney, que hacía tiempo que quería leer, y mantuve con él el tipo de conversación artificial que uno mantiene con el hijo precoz y enteradillo de la mujer con la que uno se acuesta de vez en cuando.

Había pasado por casa para afeitarme y cambiarme de ropa antes de bajar al Soho. Me había calzado nuevamente los Weejun, y el Levi’s y la camisa de franela que me había puesto me daban un aire de comodidad y desenfado. Denise llevaba un jersey de cuello vuelto color lima y un vaquero de esos que cuestan cuarenta dólares y exhiben el autógrafo de un famoso en uno de los bolsillos traseros. ¿Quién se acuerda ahora de cuando la ropa tenía las etiquetas por la parte interior?

Tras beber un vaso de vino en la galería, fuimos al restaurante etíope que hay en Tribeca, donde uno lleva su propio vino y come unos platos de nombre impronunciable asumiendo el consabido riesgo. Llevamos un rosado para comprobar si realmente va bien con todo y lo comprobamos, aunque no se puede decir que quedáramos muy satisfechos. Nuestros platos (yo había pedido pollo y ella cordero) estaban condimentados de forma idéntica y eran lo bastante picantes para levantar ampollas en una pared pintada. Los servían acompañados de un disco de pan esponjoso del tamaño de una pizza pequeña; teníamos que arrancar trozos de aquella pegajosa masa para llevarnos a la boca raciones de la picante manduca. En nombre de la autenticidad étnica, un montón de neoyorquinos están volviendo a aprender los modales de mesa que gastan los niños maleducados.

Cuando salimos del restaurante (sin detenernos ni un segundo para lamentarlo), dimos un paseo y acabamos escuchando un trío de jazz en Wooster Street. Allí bebimos un par de whiskys, Denise se liquidó todo un paquete de Virginia Slims y yo llamé a Abel en un par de ocasiones. Luego echamos a andar en dirección norte y al cabo de un rato llegamos al Village Corner para ver la actuación de las diez de Lance Hayward. Denise lo conoce, por lo que cuando acabó la actuación fuimos a charlar con él y nos enteramos de que en un bar recientemente abierto en mi barrio tocaba un pianista que no podíamos perdernos por nada del mundo. Volví a marcar el número de Abel y nos tomamos una copa rápida con Lance (a estas alturas ya apestábamos a alcohol) antes de coger un taxi.

El nuevo bar estaba en Columbus Avenue, a la altura de los ochenta, y el pianista era un chaval negro cuyo estilo no dejaba de recordarme a un disco de Lennie Tristano que hacía años que no escuchaba. Nos marchamos cuando acabó la actuación y fuimos a mi piso en taxi, donde desenterré el disco en cuestión y lo puse. Nos bebimos la última copa, arrojamos la ropa al suelo y saltamos a la cama.

Denise no me pareció desgarbada y huesuda, sino más bien cálida, suave, rápida y ansiosa; las excéntricas armonías y el insólito ritmo de la música no interfirió en el placer que obtuvimos el uno del otro. Si acaso, introdujo un curioso y precario aire de apremiante atonalidad en nuestra relación sexual.

El brazo del tocadiscos acababa de caer sobre el disco para que sonara por tercera vez cuando Denise bostezó, se estiró y alargó el brazo para coger el inevitable cigarrillo. Lo encendió y dijo que se iba a casa.

—¿Por qué no te quedas? —sugerí.

—No le he dicho nada a Jared. Creí que íbamos a acabar en mi casa.

—¿Y si no estás allí cuando se despierte qué ocurre?

—Pensará que estoy aquí, lo cual no tiene la menor importancia, pero si lo hubiera sabido le habría llamado antes. Le llamaría ahora si no estuviese dormido.

Pensé en llamar a Abel una vez más, pero habría tenido que moverme para hacerlo.

—Creo que me quedaré —dijo Denise tras un momento de reflexión—. ¿Te importa si cambio el disco?

—En absoluto.

Se agachó delante de la estantería de los discos, dirigiendo su desnudo trasero hacia donde yo estaba de una manera encantadora. ¿Huesuda? ¿Desgarbada? Pero bueno…

Cuando volvió a la cama la abracé y le dije que me alegraba de que se quedara.

—Yo también —dijo ella.

—Antes has dicho que anoche fuiste al cine.

—Exacto. Fui con mi hijo a ver la última de Woody Allen.

—Y a ti te encantó pero a él le pareció superficial.

—Sí, eso es lo que dijo el muy listillo…

—¿Hiciste algo después?

Denise se dio media vuelta y me miró:

—Fuimos a bailar un rato —contestó—, pero no nos enrollamos mucho… ¿Qué importancia tiene?

—Fuisteis al cine y luego tú y Jared volvisteis a casa y os quedasteis allí.

—Exacto, aunque nos detuvimos en el camino para comprar helado de yogurt. ¿Por qué?

—¿Cuándo se fue él a la cama?

—A eso de las once, quizá algo más tarde.

—No será necesario —añadí—, pero si lo es, anoche estuve en tu casa. Llegué a las doce aproximadamente, después de que el chico se acostara, y me fui a primera hora de la mañana.

—Ya veo.

—¿Qué ves?

Se sentó y encendió otro Virginia Slim.

—Ya veo por qué me has llamado esta tarde.

—No es lo que piensas…

—¿Cómo que no? Anoche fuiste a robar la casa de alguien y necesitas una coartada, y la persona premiada ha sido Denise. Creí que habías dejado de robar; me juraste que lo habías dejado, aunque, claro, ¿qué valor tiene la palabra de un ladrón? La buena de Denise… Sácala a cenar, hazle beber unas copas, llévala a unos cuantos bares donde toquen jazz y échale un amistoso polvo…

—Denise, por favor…

—¿No es así más o menos como ha sido todo?

Por Dios, ¿por qué lo habría sacado a colación? Parece como si fuera incapaz de cerrar la boca en el momento adecuado.

—Te equivocas —respondí—, aunque posiblemente estés demasiado enfadada para oír una explicación. Te he llamado porque teníamos una cita esta noche. —La mejor defensa es el ataque, ¿no es así?—. No me culpes por tu mala memoria. Yo no tengo remedio para eso.

—Yo no…

—Es cierto que he dejado de robar y, aunque no estoy metido exactamente en un lío, alguien cometió un crimen anoche y usó el tipo de guantes que yo solía utilizar. La policía ha encontrado uno en el lugar del delito y piensa que yo estoy metido en el asunto. Da la casualidad de que no tengo una coartada porque resulta que pasé la noche solo. ¿Cómo iba a saber que me iba a hacer falta una coartada? Cuando uno no comete actos delictivos no se molesta en preparar una coartada de antemano.

—¿Y todo lo que hiciste fue quedarte en casa delante del televisor?

—A decir verdad estuve leyendo a Spinoza.

—Supongo que nadie se inventaría algo así, excepto tú. —Me clavó su mirada de artista y añadió—: No sé en qué medida puedo fiarme de tu palabra. ¿Dónde se cometió el robo? Oh, un momento. ¿No será el robo al que se refería el periódico? ¿El de esa pobre mujer de Chelsea?

—Ese mismo.

—Tú no lo hiciste, ¿verdad, Bernie? —Sus ojos escudriñaron los míos. Entonces cogió una de mis manos entre las suyas y me miró los dedos—. No —dijo, más para sí misma que para mí—. Eres una persona demasiado pacífica. Tú no podrías matar a nadie.

—Por supuesto que no.

—Te creo. ¿Y dices que han encontrado un guante? ¿Significa eso que estás metido en un lío?

—Probablemente no. Lo más seguro es que pillen a los tipos que lo hicieron en un par de días. Pero he pensado que mientras tanto no estaría de más que alguien respaldara mi historia, por si alguien quisiera echarla por tierra.

Me preguntó qué historia les había contado y yo le repetí la conversación que había mantenido con Richler.

—Entonces no les has dicho mi nombre —dijo ella—. Menos mal. De ese modo no me veré envuelta a menos que te sigan molestando y necesites mi respaldo.

—Exacto.

—¿Por qué no les has contado la verdad? ¿Por qué no has dicho que estuviste en casa viendo la televisión?

—Suelo mentir a la poli.

—¿Ah, sí?

—Es la fuerza de la costumbre.

—Entiendo.

Se dio media vuelta para apagar la colilla en el cenicero de la mesilla de noche. En aquella posición la curva que describían sus pechos resultaba especialmente atractiva, de modo que extendí una mano y la acaricié. ¿Huesuda? ¿Desgarbada?

—Tengo la sensación de que me estás manipulando —dijo perezosamente—. Y de que me has engañado un poco.

—Quizá un poquito —confesé.

—Bueno, nadie es perfecto.

—Esa es la opinión más extendida.

—Y yo tengo un poquitín de sueño y estoy cachondísima. ¿No te parece divino Duke Ellington? ¿Por qué no me robas un buen beso como el buen ladrón que eres?

—Dios sabe a dónde podría conducir eso.

—No es el único que lo sabe.