7

Carolyn y yo solemos comer juntos. Los lunes y los miércoles compro alguna cosa y comemos en la Casa del Caniche. Los martes y los jueves es ella quien lleva la comida a la librería. Los viernes vamos a algún restaurante étnico y económico y nos jugamos la cuenta a cara y cruz. Naturalmente, todo esto está sujeto a cambios si surgen imprevistos; Carolyn debió de adivinar que esta era precisamente la situación. Era miércoles, de modo que debería de haberse ido a alguna parte al ver que eran las doce y yo no aparecía. La Casa del Caniche estaba cerrada, y de la puerta colgaba un cartel de cartón en el que se leía: «Volveré a:» y debajo había unas manecillas de reloj que indicaban la una y media.

Miré en la cafetería de la esquina de Broadway, pero no la vi. En la pared del fondo había un teléfono público, pero me pareció poco discreto. Recorrí una manzana y miré en el establecimiento que servía falafels. Tampoco se encontraba allí, aunque el teléfono público ofrecía mayor intimidad. Pedí una taza de café y un sándwich de hummus. No tenía mucha hambre, pero no había comido nada en todo el día excepto el bollo del desayuno. Comí la mayor parte del sándwich, me bebí el café y me aseguré de que me daban alguna moneda de diez centavos con el cambio.

La primera persona a quien llamé fue Abel Cornejo. El Post ya había salido, y no tenía que abrirlo para saber que Wanda Colcannon ocupaba toda la página tres. Su asesinato podría incluso ser merecedor de la primera plana, a menos que alguna noticia más urgente le hubiera quitado el sitio, como por ejemplo la prevista invasión de unas abejas asesinas procedentes de Sudamérica. (En una ocasión, durante el exagerado asunto del hijo de Sam, la primera plana había sido dedicada íntegramente a una foto de David Berkowitz dormido en su celda. «¡Sam duerme!», rezaba el llamativo titular).

En cualquier caso, todo el mundo debía de estar al tanto del asesinato en aquel momento y era evidente que Abel acabaría enterándose. Aunque cualquier objeto robado por un valor de seis cifras es lo bastante apetecible para calentarle a uno la cabeza, lo cierto es que la bofia nunca se ha quedado de brazos cruzados ante un homicidio. Abel no estaría nada contento. Yo no podía darle ninguna satisfacción, pero al menos podría asegurarle que Carolyn y yo éramos ladrones, no asesinos.

Dejé que el teléfono sonara doce veces. Cuando recuperé la moneda de diez centavos, aguardé un minuto y volví a marcar. A veces uno se equivoca en alguna cifra, y a veces la compañía de teléfonos no se porta como debe.

No obtuve respuesta. Había marcado el número de memoria y no tenía una guía telefónica a mano para comprobarlo, por lo que llamé a Información para que lo comprobara por mí. No me había equivocado, pero llamé una vez más para cerciorarme. Finalmente me di por vencido. Quizá Abel había salido para vender la moneda. Quizá estaba en su pastelería favorita de la calle 72 Oeste, comprando todo lo que hubiese a la vista. Quizá estaba durmiendo una siesta con el audio del teléfono desconectado.

Llamé de nuevo a información y pedí el número de la galería El Estrecho, en West Broadway, Soho. El teléfono sonó cuatro veces, el tiempo suficiente para llegar a la conclusión de que aquella tarde estaba condenado a permanecer incomunicado. Entonces contestó Denise Raphaelson, con la voz gangosa por la descomunal cantidad de cigarrillos que fumaba al día.

—Hola —dije—. ¿Estás preparada para salir a cenar esta noche?

—¿Bernie?

—¿Sí?

Se produjo un silencio.

—Estoy un tanto confusa —dijo finalmente—. No sé ni el tiempo que llevo pintando; creo que los vapores se me están subiendo a la cabeza. ¿Habíamos quedado para cenar esta noche?

—Pues sí… Quedamos aunque sin concretar mucho, como de pasada. Muy de pasada, supongo, si no te acuerdas.

—Debería anotar este tipo de cosas, pero al final nunca lo hago. Lo siento, Bernie.

—Si tienes otros planes…

—Me parece que no. Aunque si puedo olvidarme de que tenía una cita para cenar contigo, puedo olvidarme de otras cosas con la misma facilidad. Si no recuerdo mal, he organizado una fiesta para esta noche. Vendrán Truman y Gore, y Hilton quería echar un vistazo a mi último cuadro antes de escribir su columna del Times del domingo. Andy me ha dicho que si Marlene está en la ciudad vendrá con ella. ¿Cómo se sentirán las personas a las que la gente conoce sin necesidad de preguntarles cuál es su apellido? Apuesto a que si yo fuera Jackie todavía tendría que enseñar el carnet de conducir para que me aceptaran un cheque en D’Agostino’s.

Las divagaciones telefónicas son la especialidad de Denise. Nos habíamos conocido por teléfono en una ocasión en que yo intentaba encontrar a un artista del que sólo sabía el apellido. Ella me había dicho cómo hacerlo, y una cosa había conducido a otra, que es lo que suele ocurrir en tales ocasiones. Desde entonces nos hemos visto alguna que otra vez y todo ha seguido siendo sumamente desenfadado y superficial, que no es lo peor que se puede decir acerca de las relaciones personales.

—Lo que debería haber hecho —decía ella en aquel momento— es fingir. Cuando me has preguntado si teníamos una cita para cenar esta noche debería haber dicho sí y seguir como si nada. Es una pena que no tome drogas. Así podría atribuir esta pereza mental al último porro que me hubiera fumado. ¿Si te digo que se debe a los vapores de la pintura me creerás?

—Claro.

—Bien, sólo porque no logre acordarme de nuestra cita no voy a dejar de acudir a ella. ¿Habíamos quedado en algún sitio?

—Pues no.

—¿Quedamos entonces?

—¿Por qué no paso por tu casa a eso de las siete y media?

—Eso, ¿por qué no?

—Creo que lo haré.

—Creo que deberías. ¿Quieres que cocine alguna cosa?

—¿Por qué no salimos?

—Esto pinta cada vez mejor. Es posible que para entonces ya haya acabado este cuadro y puedas verlo. Aunque también es posible que no lo haya acabado y no puedas verlo… «Bernie a las siete y media». Ya lo tengo apuntado. Ahora ya no puedo olvidarme.

—Confío en ti, Denise.

—¿Me pongo algo especial?

—Sólo un vestido bonito y una sonrisa.

—Vale.

Volví a llamar a Abel y cuando el teléfono hubo sonado doce veces me di por vencido. Para entonces ya era la una y media. Regresé a la Casa del Caniche y encontré a Carolyn haciendo tiempo a la espera de que llegara el próximo cliente.

—Dichosos los ojos que te ven —dijo—. Como no venías fui a buscarte, pero la librería estaba cerrada y pensé que habías salido a comprar la comida; volví aquí a esperarte, pero como seguías sin aparecer te mandé a la porra y me fui a comer.

—No has ido a la cafetería —respondí—, y tampoco a Mamoun’s.

—Fui a comer un poco de curry. He pensado que algo de comida muy picante neutralizaría todo el azúcar que ingerí anoche. ¡Dios mío, qué mañana he pasado!

—¿Mala?

—Tenía la cabeza como el balón con el que jugó Pelé su último partido. ¿Tienes idea de lo que significa lidiar con un schnauzer gigante en medio de una resaca de azúcar?

—No.

—Pues puedes considerarte afortunado. Así que has ido a la cafetería y a Mamoun… ¿Has estado buscándome o qué?

—Más o menos.

—¿Por algún motivo especial?

No me apetecía fastidiarle el día, pero ¿qué otra cosa podía hacer?

—Sólo quería decirte que se te ha perdido un guante —dije—. Uno de los de goma con la palma recortada.

—Hijo de perra.

—¿No te acuerdas que ibas a dejar de decir eso? Ibas a empezar a decir «cachorro de perro» porque «hijo de perra» es sexista.

—Mierda. Me di cuenta de que me faltaba anoche, cuando vacié los bolsillos. Tiré el que tenía, pero el otro no logré encontrarlo. Le estuve dando vueltas al asunto y al final decidí no decírtelo. ¿Cómo te has enterado? ¿Qué has estado haciendo, mirando en mi cubo de la basura?

—Siempre miro en tu cubo de la basura. Al principio era una perversión, pero ha acabado convirtiéndose en un pasatiempo.

—Suele ocurrir.

—Pero esta vez no he mirado en tu cubo de la basura. Se te cayó en el jardín, por si te interesa saberlo.

—¿De veras? Por Dios, deberían encerrarme por esto. ¿Cómo te has enterado? No habrás vuelto a la casa, ¿verdad? No, por supuesto que no.

—Alguien me ha enseñado el guante.

—¿Pero quién puede…? —Se hizo la luz y su cara se ensombreció—: ¡Oh, mierda! —exclamó—. La poli.

—Exacto.

—¿Te han arrestado?

—No de manera oficial.

—¿Qué ha sucedido?

—Me han dejado libre. Tengo las manos más grandes que tú. No me entraban en el guante. Y Herbert Colcannon no me ha reconocido.

—¿Por qué habría de reconocerte? Si no te conoce…

—Exacto. Apuesto a que no has leído el periódico durante la comida.

—He leído el Times. ¿Por qué?

—Es algo complicado —dije—, pero importante. Será mejor que te lo cuente todo.

El teléfono sonó en un par de ocasiones mientras se lo contaba. Carolyn conectó el contestador automático y dejó que las personas que llamaban grabaran sus mensajes. En una ocasión fuimos interrumpidos por un hombre de ojos tristes. Saltaba a la vista que llevaba un peluquín; si su perro se le parecía, probablemente se trataría de un basset.

Cuando hube terminado, Carolyn meneó la cabeza.

—No sé qué decir —dijo—. Lamento lo del guante, Bern. No sabes lo mal que me siento.

—Son cosas que ocurren…

—Pensaba que te serviría de ayuda y mira lo que ha pasado. Es como si hubiera dejado un rastro de migas de pan.

—Los pájaros se las habrían comido.

—Y que lo digas… No puedo creerme que Wanda Flandres Colcannon esté muerta. No me lo puedo creer.

—Te lo creerías si vieses la fotografía.

Se estremeció e hizo una mueca.

—Robar es divertido —añadió—, pero el asesinato…

—Lo sé.

—No entiendo cómo pudo pasar. Los otros ladrones, los chapuceros, llegaron antes que nosotros.

—Exacto.

—Y pusieron la casa patas arriba, robaron Dios sabe qué y se largaron.

—Exacto.

—¿Y luego regresaron? ¿Por qué? ¿No me irás a decir que es verdad eso de que los criminales vuelven al lugar del crimen?

—Sólo para cometer otro crimen. Recuerda, nosotros no sabíamos que los Colcannon planeaban dejar a Astrid sola en Pensilvania. Pensábamos que iban a quedarse a pasar la noche.

—También lamento eso.

—No tienes por qué. No lo sabías. Lo que importa es que probablemente los otros ladrones partieron de la misma base. Supongamos que cogieron del piso todo lo que pudieron y luego decidieron intentar una vez más abrir la caja de seguridad. Tenían tiempo para ir a buscar un soplete o un taladro. Puede que la primera vez no trajeran el equipo apropiado porque no sabían que había una caja de seguridad; sin embargo, si tenían tiempo para ir por el soplete y toda la noche para tratar de abrir la caja de seguridad, ¿por qué no habrían de probar suerte?

—Entonces los Colcannon abrieron la puerta y les cogieron con las manos en la masa.

—Evidentemente.

—Si así fue, ¿no sería lógico que los ladrones les obligaran a decirles la combinación de la caja de seguridad?

—Es probable. A menos que ya la hubieran abierto.

—Si ya la habían abierto, ¿qué les retuvo en la casa?

—Nada. Los Colcannon entraron justo cuando los ladrones se disponían a salir.

—¿No sería más lógico que hubiesen salido por donde habían entrado: por el tragaluz?

—Tienes razón —dije. Fruncí el entrecejo—. De todos modos, hay otra posibilidad: puede que haya una tercera banda de ladrones.

—¿Una tercera banda? ¿Cuánta gente sabía que ese jodido perro se iba a Pensilvania a echar un polvo?

—Quizá estos no eran unos ladrones de verdad —sugerí—. Quizá fuesen unos chavales o unos drogatas que andaban merodeando por los tejados atentos a la ocasión de robar algo. Puede que vieran el tragaluz roto y bajaran a echar un vistazo. En la casa todavía quedaba un buen número de cosas que un aficionado podía robar. ¿Te acuerdas de la radio? De esa radio se puede sacar suficiente dinero para comprar una bolsa de heroína.

—Había al menos un televisor. Y también varios aparatos de alta fidelidad en la primera planta.

—¿Ves lo que quiero decir? Un montón de cosas apetitosas para un ladrón de poca monta. Pero no había mucho dinero, y a veces los ladrones aficionados se toman ese tipo de cosas como algo personal. ¿Sabías que muchos atracadores dan palizas a las personas que no llevan dinero encima?

—He oído hablar de eso.

—Pues bien, hay una clase de ladrones de casas para los que eso es una ofensa. No me extrañaría que un par de matones hubieran entrado por el tragaluz roto y, tras coger una radio y un televisor portátil, hubiesen decidido esperar a que volvieran los dueños para robarles el dinero. —Seguí pensando en aquella posibilidad, pero luego lo dejé y me encogí de hombros—. En realidad da igual. Es posible que tenga que pasarme la próxima semana mirando por encima del hombro para ver si me sigue algún poli, pero a fin de cuentas estamos fuera de peligro, ya que van a coger a los tipos que lo han hecho. Por culpa del asesinato va a estar todo infestado de polis. Richler tiene razón: según él, alguien se va a ir de la lengua en un bar y otra persona va a oírlo por casualidad. Así es como suelen ocurrir estas cosas y como suele resolverse la mayoría de crímenes.

—¿Así que en tu opinión estamos fuera de peligro?

—Claro. Colcannon puede identificar a los hombres que han asesinado a su esposa. Ya ha quedado demostrado que a mí no puede identificarme. Lo único que tienen que me señale es un guante de goma, pero el guante no es de mi talla. Si alguien tenía que perder el jodido guante, me alegro de que fueras tú.

—Ojalá eso me hiciera sentir más tranquila.

—Tienes que mirar el lado positivo. Recuerda además que Colcannon no ha sido asesinado. Si los ladrones hubieran sabido que Wanda estaba muerta, probablemente también le habrían asesinado, y yo no habría tenido a nadie que me sacara del apuro.

—No me había parado a pensar eso.

—Yo sí. —Cogí el teléfono de su escritorio—. En cualquier caso, será mejor que llame a Abel.

—¿Por qué?

—Para decirle que no hemos matado a nadie.

—Eso ya lo sabe, ¿no crees? Es una pena que ninguno de los dos se haya molestado en leer el Post. ¿No crees que pondrá a qué hora la mataron?

—Es probable.

—Pues bien, nosotros llegamos a casa de Abel a eso de las once y media. Eran las doce y siete minutos cuando comparó la hora del Piaget con la de tu reloj. Y ya eran pasadas las doce cuando los Colcannon sorprendieron a los ladrones, de modo que Abel no tiene motivo para pensar que fuimos nosotros.

—Dios mío —exclamé—. Abel es nuestra coartada.

—Exacto.

—Ruego a Dios que no tengamos que pedirle ayuda. Imagínate que tuvieras que impugnar una acusación de asesinato insistiendo en que te encontrabas con un perista intentando deshacerte de los objetos que le habías sustraído previamente a la víctima.

—Puestas así las cosas, suena realmente extraño.

—Lo sé. —Empecé a marcar el número—. De todos modos voy a ponerle al corriente de la situación. Es posible que no se haya fijado en la hora y crea que nosotros somos los asesinos de la mujer, y eso es algo que prefiero evitar.

—¿Se negaría entonces a vender la moneda?

—¿Por qué habría de hacer algo así?

—Si fuéramos los asesinos…

No contestaban al teléfono. Insistí.

—Abel es un perista —dije—, no un juez. Además, no fuimos nosotros, y me creerá si se lo digo. Si es que decide coger el puñetero teléfono alguna vez.

Colgué. Carolyn frunció el entrecejo y dijo:

—Wanda está muerta, pero nada ha cambiado. Abel venderá la moneda en unos días o unos meses y nosotros recibiremos nuestra parte como si nada le hubiera sucedido a ella.

—En efecto.

—Pues no encaja, no sé por qué.

—Nosotros no la matamos, Carolyn.

—Ya lo sé.

—Ni hicimos nada que causara su muerte.

—Eso también lo sé. Fueron otros, alguien que no tiene ninguna relación con nosotros. Todo eso lo entiendo, Bern. Lo que pasa es que tengo una sensación extraña, eso es todo. ¿Cuánto crees que vamos a sacar?

—¿Mmm?

—Por la moneda.

—Oh… No lo sé.

—¿Cómo vamos a enterarnos del precio por el que la venda?

—Nos lo dirá él.

—Crees que no nos engañará, ¿verdad?

—¿Abel? Es posible…

—¿En serio?

—Bueno, se dedica a receptar objetos robados —dije—. Supongo que en el transcurso de su larga vida habrá contado un par de mentiras, así que no creo que contar otra le suponga un dilema moral. Además se trata de la mentira más fácil de contar, ya que no hay forma de que nosotros nos enteremos de la verdad.

—¿Entonces cómo podemos confiar en él?

—En cierto modo me temo que no podemos. Al menos en el sentido de confiar en que sea totalmente sincero. Si tiene suerte y vende el Nickel-V por, digamos, medio millón de dólares, supongo que nos dirá que ha conseguido doscientos mil dólares. Nosotros nos llevaríamos la mitad, de modo que nos habría birlado una buena suma. Pero si así fuera, ¿tendríamos realmente motivos de queja? A mí me resultaría difícil sentir indignación si la parte que me llevo al final de una noche de trabajo es de cincuenta mil dólares.

—¿Y si nos dice que la ha vendido por cincuenta mil dólares? ¿Qué ocurrirá entonces?

—Entonces es probable que sea verdad. En mi opinión, nos engañará si logra vender la moneda por un precio elevado y será sincero si la vende por un precio bajo. Creo que podemos tener la certeza de que nuestra parte no estará por debajo de los diecisiete mil quinientos dólares, ya que, si ayer nos ofreció esa misma cantidad en efectivo, se asegurará de que nos llevemos una cantidad mayor tras la espera. A menos que la moneda resulte falsa.

—¿Es una posibilidad real?

—No. La moneda es auténtica. Creo que acabaremos repartiéndonos cincuenta mil dólares.

—Dios Santo… ¿Y todo lo que tenemos que hacer es esperar sentados?

—En efecto. ¿Qué les dice el oficial alemán a los prisioneros de guerra en las películas?: «Amigo, para ti la guerra ha terminado». Creo que voy a celebrar el final de la guerra abriendo la librería durante un par de horas. ¿Vas a hacer algo especial esta noche?

—Probablemente iré de bares, como siempre. ¿Por qué? ¿Quieres ir a cenar?

—No puedo. Tengo una cita.

—¿Con alguien que yo conozca?

—Con Denise.

—¿La pintora? ¿La que no sabe mantener la boca cerrada?

—Tiene un ingenio muy vivo y un sentido del humor muy mordaz.

—Si tú lo dices, Bern.

—¿Acaso critico yo tu gusto con las mujeres?

—A veces.

—Casi nunca —dije levantándome—. Voy a vender unos cuantos libros. Te llamaré más tarde si me entero de algo. Pásatelo bien en los bares de lesbianas.

—Esa es mi intención —contestó ella—. Recuerdos a Denise.