Al final resultó que Herbert y Wanda Colcannon no se habían quedado a dormir en Pensilvania. Habían ido en coche a Berks County, donde habían apareado a su querida bouvier con el campeón elegido. Seguidamente habían alojado a Astrid en casa del propietario del semental, que era el procedimiento recomendado, y habían vuelto a Nueva York para cenar con unos socios de Herbert y pasar la velada en el teatro. Las copas que habían tomado a la salida del teatro les habían entretenido hasta tarde, por lo que habían regresado a casa después de las doce, con intención de dormir el resto de la noche y volver a Pensilvania a primera hora de la mañana.
Lo que habían hecho en cambio había sido sorprender a unos ladrones in fraganti. Los ladrones habían sustraído a Herbert el dinero y a Wanda las joyas que llevaba, tras lo cual habían intentado atarles. Al protestar, Herb se había llevado un puñetazo en la boca por listillo. Esto había dado lugar a una enérgica protesta por parte de Wanda, lo cual le había valido un par de mamporros en la cabeza. Herb la había visto caer y quedarse inmóvil, y aquello era lo último que había visto, ya que en aquel momento le habían golpeado igualmente en la cabeza.
Tras recuperar el sentido y descubrir que estaba atado, le había costado un buen rato hallar la manera de soltarse. Wanda también estaba atada, pero no había podido hallar la manera de soltarse porque estaba muerta. Le habían golpeado en la cabeza con algo más duro que su cráneo y la fractura resultante había resultado mortal.
—Eso ha sido obra de tu socio —me dijo Sam Richler. Richler, en cuyas manos me habían dejado Phil y Dan al llegar a la comisaría de policía, era el detective que al parecer se encargaba del caso—. Sabemos que no eres un tío violento ni por naturaleza ni por costumbre, Rhodenbarr. Antes siempre trabajabas solo. ¿Qué te ha hecho pensar que necesitabas un jodido socio?
—No tengo ningún socio —contesté—. Ni siquiera trabajo solo. Soy un hombre de negocios con todas las de la ley. Tengo una tienda y vendo libros.
—¿Quién es tu socio? Coño, tío, no irás a protegerle, ¿verdad? Es él quien te ha metido en esta mierda. Mira, puedo imaginarme cómo ha sido todo. Abandonas el oficio y tratas de salir adelante vendiendo libros… —Eso no se lo creía, pero estaba contemporizando conmigo—. Y entonces aparece un tipo duro y te convence de que hagas un trabajito más. Quizá ya tiene la casa elegida y sólo necesita a alguien de tu talento para hacer saltar las cerraduras. Tú piensas que puedes hacer un último trabajo para mantenerte a flote el tiempo que la tienda tarde en empezar a funcionar. Pero de pronto hay una mujer muerta, tu socio desaparece para gastarse su dinero y tú te encuentras con la cabeza metida en el retrete. ¿Sabes qué puedes hacer? Sacarla del agujero antes de que alguien tire de la cadena.
—No es una imagen agradable…
—¿Que no es…? Oye, fantoche, te vas a enterar de qué es una imagen desagradable…
Abrió un cajón del escritorio, rebuscó entre los papeles y sacó una fotografía de veinte por veinticinco. Una mujer, rubia y ataviada con un vestido de noche, aparecía sentada contra una pared en lo que parecía el salón de los Colcannon. No llevaba zapatos, estaba atada por los tobillos y al parecer tenía las manos atadas por detrás. La fotografía no era en color (todo un detalle), pero incluso en blanco y negro se podía ver el cráneo hundido justo en el nacimiento del pelo, en el punto donde había recibido un golpe con un objeto contundente. Tenía un aspecto espantoso, sin lugar a dudas. Aunque Carolyn me había asegurado que Wanda Colcannon era una belleza, resultaba difícil demostrarlo con aquella fotografía.
—Tú no has hecho esto, ¿verdad? —dijo Richler.
—¿Que si he hecho esto? Pero si ni siquiera puedo mirarlo.
—Entonces entréganos al hijoputa que lo ha hecho, Rhodenbarr. Si lo haces, saldrás bien parado. Incluso es posible que te defienda un buen abogado. —Eso habría que verlo—. Vamos a echarle el guante de todos modos, tanto con tu ayuda como sin ella. Se irá de la lengua en algún bar, le oirá la persona adecuada y lo tendremos entre rejas antes de que caiga la noche. O si no Colcannon reconocerá su fotografía en los libros de fichas. Sea como sea le vamos a coger. La única diferencia que supondrá que nos ayudes es que te harás un favor a ti mismo.
—Tiene sentido.
—Eso es precisamente lo que tiene, joder. Además tú no le debes nada. ¿Pero quién cojones te ha metido en este lío?
—Esa es una buena pregunta.
—¿Y bien?
—Es que hay un problema —dije.
—¿Ah, sí?
—Yo no estaba allí, nunca he oído hablar de ningún Colcannon y anoche ni siquiera me acerqué por la calle Dieciocho. Dejé de robar cuando compré la librería.
—¿Vas a plantarte en esa mierda de historia?
—No tengo otro remedio, porque da la casualidad de que es verdad.
—Tenemos una prueba fehaciente de que estabas en la casa.
—¿Qué prueba?
—Eso no voy a decírtelo, tío listo. Te enterarás en su debido momento. Además tenemos a Colcannon. Supongo que no reparaste en que la mujer estaba muerta, porque de lo contrario no lo habrías dejado con vida. O tu cómplice, mejor dicho. Sabemos que es un tipo duro. Quizá ella aún seguía con vida cuando tú te fuiste. Es posible que muriera mientras Colcannon estaba sin conocimiento. Todavía no hemos recibido el informe forense. Mira, el caso es que tenemos a Colcannon y que él puede identificaros. Así pues, ¿qué dices?
—Ya he dicho lo único que puedo decir.
—Supongo que también tendrás una jodida coartada.
Aquello no habría estado mal, pero no se puede tener todo en esta vida.
—Anoche me quedé en casa viendo la televisión —dije.
—Conque pasaste toda la noche en casa, ¿eh?
En aquel momento se disparó una pequeña alarma.
—Toda la noche no —corregí—. Salí de casa después de las noticias de las once.
—Y fuiste a desplumar el piso de los Colcannon…
—No. Había quedado tarde.
—¿Con alguien en concreto?
—Con una mujer.
—Con la clase de mujer a la que uno puede ir a visitar a las once de la noche.
—Ya eran casi las doce cuando nos vimos.
—¿Y tiene nombre esa mujer?
—Ajá. Pero no voy a decirlo a menos que sea necesario. Ella es mi coartada para toda la noche, porque estuve con ella desde las doce hasta la hora del desayuno. La utilizaré si no me queda otro remedio, pero sólo en ese caso. Se ha separado de su marido y tiene un par de niños, por lo que no es necesario mezclar su nombre en este asunto. Pero el caso es que estuve con ella.
Sam frunció el entrecejo con aire pensativo.
—Anoche no regresaste a casa —dijo—. Eso lo sabemos.
—Acabo de decirlo.
—Ya lo sé. Fuimos a echar un vistazo a tu piso a las cuatro y media y lo dejamos bajo vigilancia. No apareciste en toda la noche. Pero eso no basta para que me crea lo de tu divorciada secreta.
—No está divorciada; está separada.
—Ya…
—Y no tiene que creerlo. Póngame simplemente en la rueda de sospechosos, a ver si Colcannon me identifica o no. Luego me iré a casa.
—¿Quién ha mencionado una rueda de sospechosos?
—No es necesario mencionarlo. Me habéis traído aquí en lugar de a la central porque es aquí donde tenéis las fotos de los fichados y porque le habéis pedido a Colcannon que les eche un vistazo. No me habéis arrestado porque le habéis enseñado mi fotografía y, al verla, él ha negado con la cabeza. Bueno, quién sabe, es posible que yo no sea fotogénico y merezca la pena que me eche un vistazo en persona. Esta es la razón por la que estoy aquí. Ahora me pondréis en una rueda de sospechosos, él confirmará su negativa y yo volveré a mi librería e intentaré vender algún libro. Es difícil hacer negocio cuando la tienda está cerrada.
—Así que estás seguro de que no te va a reconocer. Te crees un tipo listo, ¿eh?
—Exacto.
—Vamos —dijo poniéndose en pie—. Iremos a dar un paseo.
Dimos un paseo por el pasillo y llegamos a una puerta con una ventana de cristal esmerilado sin distintivo.
—No sé si merece la pena que perdamos el tiempo con una rueda de sospechosos —comentó sujetando la puerta para que yo pasara—. ¿Por qué no te sientas aquí mientras yo hablo con unas personas y me entero de qué quieren hacer?
Entré y él cerró la puerta. En la habitación había una silla colocada de cara a un cristal de gran tamaño, y como la señora Rhodenbarr no educó a sus hijos para que fueran tontos, comprendí que lo que me tocaba hacer era exhibirme en aquel pequeño cubículo. Lo que se había organizado era una rueda de sospechosos consistente en un único sospechoso, una rueda oficiosa de la cual, en caso de que su resultado fuera negativo, no quedaría constancia alguna.
El espejo, tal como pude adivinar en una muestra de mi proverbial sagacidad, era del tipo unidireccional, es decir, Herbert Franklin Colcannon estaría colocado al otro lado de modo que podría verme sin que yo pudiera verle a él.
Muy bien, adelante.
Por mí era más que estupendo, concluí tras un momento de reflexión, ya que si había algo que deseaba era que me observase bien, lo suficientemente bien para convencerse de una vez de que no me había visto en toda su vida. Así pues, me acerqué al cristal todo lo que pude, colocándome delante de él como si realmente fuera un espejo y nada más que un espejo. Me resultó difícil contener el impulso de hacer muecas, pero me limité a arreglarme el nudo de la corbata.
Los cristales unidireccionales tienen un fallo: cuando uno se acerca mucho a ellos puede ver lo que hay al otro lado. La vista que se obtiene es imperfecta, ya que se produce un efecto espejo y uno ve una especie de doble imagen, como un trozo de película fotográfica con doble exposición en la que se ve a un mismo tiempo lo que hay delante y detrás de uno. Lo que yo vi fue una habitación vacía; luego, al cabo de un momento, vi a Richler haciendo pasar a un hombre vestido con un traje gris que tenía la cabeza vendada y hematomas y cardenales en la cara.
Se acercó al espejo y me miró fijamente; yo hice lo mismo. Tuve que realizar un verdadero esfuerzo para evitar guiñar un ojo, sacar la lengua, poner los ojos en blanco o hacer alguna idiotez similar. Al final lo que hice fue mirarle detenidamente.
No era un hombre muy impresionante que se diga. Medía unos diez centímetros por debajo de la media y rondaría los cincuenta y cinco años de edad. Tenía cara ovalada, pelo gris pizarra, un bigotito veteado de blanco, nariz respingona, boca pequeña y ojos entre el marrón y el verde. Se diría que era un banquero o un inspector de hacienda. Desde luego no parecía un hombre que acabara de perder una atractiva esposa y una moneda por valor de medio millón de dólares, aunque lo cierto es que tampoco parecía un hombre que hubiera llegado a tener ninguna de las dos.
Me miró y yo le miré; entonces él movió la cabeza de un lado a otro en un gesto de negación, más solemne que un búho.
No recuerdo haber sonreído, al menos en aquel momento, pero cuando se volvió para salir de la habitación detrás de Richler, sonreí como una calabaza de Halloween. Cuando al cabo de unos minutos Richler regresó, yo estaba sentado en la silla limpiándome las uñas con la punta de un palillo. Alcé la vista y, de buen humor, le pregunté si iban a ponerme en la rueda de sospechosos.
—Te queda muy bonita, tío listo —dijo él.
—¿Cómo?
—La puñetera corbata… No, no habrá rueda de sospechosos, Rhodenbarr. Puedes irte a casa.
—¿La policía asume su equivocación?
—No creo que hayamos cometido ninguna. Creo que fuiste tú quien dio el golpe. Creo que estabas en el piso de arriba metiéndole mano a la caja de seguridad mientras tus socios daban un repaso a los Colcannon. Por eso él no llegó a verte. Pero no creas que eso te servirá para salvar el culo. Todavía tenemos a tus amiguitos y la prueba contra ti, de modo que la caída será el doble de dura que si hubieras cooperado. Pero, bueno, ya te las apañarás, tío listo.
—Sólo soy un vendedor de libros usados.
—Y yo soy Robert Redford. Mira, lárgate de aquí ahora mismo. ¿No sabes ver cuándo alguien intenta echarte un cable? Si dentro de un par de horas se te han abierto los ojos, llámame. Eso sí, no tardes mucho: si pillamos antes a uno de tus socios, será él quien llegue a un acuerdo con el fiscal para una sentencia favorable. Entonces no nos harás ninguna falta y te endilgaremos el muerto. Y ya me dirás qué puto beneficio obtendrás de eso… ¿Estás seguro de que no quieres cantar ahora?
—Ya he cantado.
—Vale, de acuerdo… Largo de aquí, Rhodenbarr.
Cuando me disponía a salir de la comisaría oí una voz pronunciar mi nombre.
—Pero si es Bernie Rhodenbarr… Date una vuelta por la jefatura, que nunca adivinarás con quién te tropezarás.
—Hola, Ray.
—Lo mismo digo, Bernie. —Ray Kirschmann me miró con una sonrisa torcida. El traje no le sentaba muy bien, lo cual no es ninguna sorpresa tratándose de él, pese a que con todo el dinero que gana con sobornos debería vestir mejor—. Una mañana preciosa, ¿eh, Bern?
—Preciosa.
—Aunque ya pasa de las doce. Ya veo que he ganado la pequeña apuesta que hice conmigo mismo: te han soltado.
—¿Estás al corriente del asunto?
—Pues claro. El caso de los Colcannon. Ya decía yo que tú no lo habías hecho. ¿Cuándo has trabajado tú con un socio? ¿Y cuándo has hecho algo violento? Si olvidamos la vez que me derribaste de un directo al mentón… —añadió mirándome con ceño—. ¿Lo recuerdas, Bern?
—Me entró pánico, Ray.
—Ya.
—Y no tenía intención de hacerte daño. Sólo intentaba huir.
—Ya… Todavía creen que lo has hecho tú, ¿sabes? Richler piensa que te tiene pillado, pero que es mejor no encerrarte en una celda, porque a la larga tendrá argumentos más convincentes para hacerlo.
Estábamos en la acera, fuera del edificio de ladrillo rojizo de la comisaría, mirando al arco central del Municipal Building, que quedaba al otro lado de la plaza. Ray ahuecó una mano para encender un cigarrillo, dio una calada, tosió y dio otra.
—Un día precioso —comentó—. Realmente maravilloso.
—¿Por qué creen que estoy enredado en el robo de los Colcannon?
—Por tu manera de actuar, Bern.
—Vamos, no me tomes el pelo. ¿Cuándo he vuelto yo un piso patas arriba y lo he dejado todo hecho un desastre? ¿Cuándo he hecho daño a alguien? Jamás he hecho nada que no sea huir por piernas si los dueños del piso me sorprenden con las manos en la masa. ¿Cuándo he entrado en un piso rompiendo un tragaluz? ¿Se parece esto algo a mi manera de actuar?
—Ellos creen que tus socios son unos chapuceros. De todos modos tienen una prueba que te queda como un guante.
—¿A qué te refieres?
—A esto.
Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y, cogiéndolo con el pulgar y el índice, sacó un guante Playtex Vivo, aunque, por la manera en que se bamboleaba, se diría que estaba muerto.
Le faltaba la palma.
—¿Esa es tu prueba?
—Su prueba, no la mía. Está en tus antecedentes, Bern: «Lleva guantes de goma exentos de palmas». Me gusta la palabreja «exentos»… Lo único que significa es que les recortas las palmas, pero, claro, si no lo dicen de la manera más complicada no se quedan tranquilos.
—Por amor de Dios —exclamé—. ¿Dónde lo han encontrado?
—Justo fuera de la casa de los Colcannon. Tienen un jardín a la salida, y allí lo han encontrado.
—¿Puedo verlo?
—Es una prueba.
—También lo era el zapato de cristal —dije cogiéndole el guante de la mano—. Y yo debo de ser una de las hermanas feas de Cenicienta, porque el guante no es de mi talla. Ni siquiera puedo meter la mano. Estos guantes los hacen por tallas, Ray, y esta no es la mía.
Ray miró el guante fijamente.
—¿Sabes qué? Creo que tienes razón.
Le devolví el guante.
—Que no se te pierda. Podrías decirles que el guante es de la talla equivocada, así podrán buscar un ladrón chapucero de manos pequeñas.
—Lo haré. ¿Vas a volver a la tienda ahora? Te llevo.
—¿Forma parte del servicio?
—Coño, me viene de camino, eso es todo.
Esta vez fui en un coche sin distintivos. Charlamos sobre el nuevo base de los Mets, la inminente huelga de basureros y la reorganización de la oficina del fiscal del distrito de Queens. Los policías y los ladrones siempre tienen mucho de qué hablar una vez han logrado superar el antagonismo básico que distingue su relación. Los dos colectivos tienen más cosas en común de lo que a los miembros de cualquiera de ellos nos gustaría admitir. Phil y Dan difícilmente habrían podido parecerse menos a un par de polis, pero sí a un par de ladrones, como me lo había parecido a mí al verlos entrar en mi tienda.
Ray me dejó delante de Barnegat Books, me dijo que me cuidara, me guiñó un ojo y se alejó. Empecé a abrir, pero me volví para ver si se había ido y dije qué demonios para mis adentros, y luego volví a echar los cerrojos que había abierto. Tenía cosas que hacer más importantes que vender libros.
Yo no formaba parte de la banda que había matado a Wanda Colcannon. Su marido no sólo no me había identificado, sino que había dado una respuesta negativa clara y firme durante la ronda de reconocimiento. Si el guante de goma era todo lo que tenían, la prueba de la que me habían hablado era una ridiculez.
Pero Richler seguía pensando que yo estaba involucrado en el asunto. Y había algo más, algo curioso en lo que había reparado justo al llegar a la librería. Ray Kirschmann también lo pensaba.