No estoy completamente seguro de por qué acabé pasando el resto de la noche en casa de Carolyn. Todo el azúcar, la cafeína y el alcohol, así como el hecho de haber sentido más nervios y emoción que una noche cualquiera, nos habían dejado algo tensos y borrachos. Menos mal que ninguno de los dos teníamos que tomar ninguna decisión de vida o muerte en aquel preciso momento. Yo hubiera preferido que Carolyn subiese a mi piso para repartir el dinero, pero ella quería ir al centro porque tenía una cita a primera hora con un cliente que le iba a traer un schnauzer gigante. Vete tú a saber qué puede ser eso. Como no conseguimos que ningún taxista se detuviera en West End Avenue, fuimos a Broadway andando, y de allí al Village en taxi, donde el conductor fue incapaz tanto de encontrar Arbour Court como de seguir las indicaciones de Carolyn. Finalmente nos dimos por vencidos y recorrimos un par de manzanas andando. Espero que el taxista no se malgastara la propina. Es posible que dentro de veinte años tenga valor.
Al llegar al piso de Carolyn sacamos la litografía de mi maletín y la colocamos en la pared encima de la silla de mimbre. (Ahora que lo pienso, esa fue otra razón por la que la acompañé al centro: para que la litografía pudiera bajar al sur en mi maletín). Quedaba bien, pero había que cambiar el color del paspartú, así que decidió llevarlo a un enmarcador antes de colgarlo. Se sirvió la última copa de la noche mientras yo dividía el dinero. Cuando le di el fajo de billetes que le correspondía, ella lo meneó, le dirigió un silencioso silbido y dijo:
—No está mal por una noche de trabajo, ¿eh? Ya sé que no es mucho para un robo, pero todo cambia cuando tu punto de referencia es el dinero que se gana en una peluquería para perros. ¿Sabes cuántos chuchos tengo que bañar para ahorrar todo esto?
—Muchos.
—No puedes hacerte una idea… Oye, creo que me debes unos cuantos pavos. ¿O acaso vas a cobrarme por el Chagall?
—Por supuesto que no.
—Pues bueno, me has dado mil doscientos, así que faltan cincuenta para llegar a la mitad. No quiero parecer tacaña, pero es que…
—Te olvidas de los gastos.
—Pero ¿de qué coño de gastos me estás hablando? ¿De lo que nos ha costado el taxi? Tú has pagado el de ida y yo el de vuelta. ¿A qué gastos te refieres?
—A los de la Ética de Spinoza.
—Creía que te había llegado con ese lote de libros que compraste por metros. ¿O acaso has calculado la cantidad basándote en el valor y no en el precio? Me parece justo, y al fin y al cabo me da igual, pero…
—Compré el libro en Bartfield, en la calle Cincuenta y siete. Me costó cien pavos, libre de impuestos porque soy vendedor de libros de segunda mano.
—¿Pagaste cien pavos por ese libro?
—Sí. ¿Qué sucede? No es un precio excesivo.
—Pero si le has dicho a Abel…
—Que casi no tuve que pagar nada por él. Creo que él también me ha creído, y además nos hemos sacado quinientos dólares extra por el reloj y los pendientes.
—Jesús… —exclamó—. Hay un montón de cosas que no sé sobre este negocio.
—Hay un montón de cosas que nadie sabe.
—¿Sabes de alguien que compre regalos a los peristas?
—¿Sabes de algún perista que cite a Spinoza?
—Tienes razón. ¿Estás seguro de que no quieres la última?
—Completamente seguro.
—¿Sabías que la moneda de cinco centavos valía tanto?
—Tenía una idea aproximada.
—Como estabas tan tranquilo cuando nos dirigíamos a su casa… No tenía ni idea de que valiera una fortuna.
—Sólo parecía tranquilo.
—No me digas —dijo ladeando la cabeza—. Me alegro de no haber zanjado el asunto aceptando los diez mil por cabeza. ¿Qué motivo tenemos para no arriesgarnos? No necesito diez mil dólares para pagarle a mi hermanito pequeño una operación. ¿Cuánto tiempo crees que le costará venderla?
—Vete tú a saber. Podría deshacerse de ella mañana o tardar medio año.
—Ya, pero tarde o temprano el teléfono sonará y nos enteraremos de que acaba de tocarnos la lotería.
—Más o menos.
Ahogó un bostezo y dijo:
—Creía que tendría ganas de celebrarlo esta noche, pero el asunto no ha acabado todavía, ¿verdad? Probablemente sea mejor así. Me parece que no tengo fuerzas suficientes para celebrar nada. Además, estoy segura que por la mañana voy a tener una resaca de azúcar de mil demonios.
—¿Una resaca de azúcar?
—Sí, por las pastas.
—¿Crees que el azúcar es el motivo de que vayas a tener resaca?
—¿Qué va a ser si no? —Cogió el gato del sofá y lo dejó en el suelo—. Lo siento, compañero —le dijo—. Pero es hora de que mamaíta se vaya a la cama.
—¿Estás segura de que no quieres la cama, Carolyn?
—Pero si no cabes en el sofá. Tendríamos que partirte por la mitad.
—Es que me fastidia sacarte de tu cama.
—Bern, tenemos esta discusión cada vez que te quedas a dormir. Algún día te dejaré dormir en el sofá: ya verás como no vuelves a hacerme la misma propuesta.
Así pues, ella se quedó con el sofá y yo con la cama. Yo dormí en ropa interior, y ella en su Dr. Denton. Ubi subió al sofá y durmió con ella. Archie, el gato birmano, estuvo inquieto al principio y se dedicó a pasear por las habitaciones del piso al abrigo de la oscuridad como si fuera un ranchero vigilando el vallado de su rancho. Cuando hubo dado varias vueltas, se subió a la cama, se dejó caer pesadamente sobre mí y encendió la máquina de los ronroneos. Le funcionaba de maravilla, aunque debe tenerse en cuenta que ha tenido toda la vida para ponerla a punto.
Carolyn había bebido unas tres copas por cada una de las que había bebido yo, lo cual le evitó pasarse mucho tiempo dando vueltas entre las sábanas. Al cabo de pocos minutos, su respiración me anunció que se había quedado dormida; unos minutos más tarde comenzó a emitir unos elegantes ronquidos.
Me tumbé boca arriba, con las manos debajo del cuello y los ojos abiertos, y me puse a repasar los acontecimientos ocurridos aquella noche. Dejando aparte el tiempo que le costara a Abel vender la moneda de cinco centavos y el dinero que acabáramos recibiendo, el robo de los Colcannon había concluido y estábamos sanos y salvos. Teniendo en cuenta lo poco prometedor que me había parecido a primera vista, cuando había comprendido que no éramos los primeros ladrones en visitar el piso, las cosas habían salido bastante bien. Los objetos robados ya no obraban en nuestro poder, excepto una anónima litografía de Chagall sin importancia, cuyo robo quizá ni siquiera llegara a ser denunciado dado el caos reinante en la casa de los Colcannon. Además, si lo denunciaban, ¿qué podía ocurrir? La litografía pertenecía a una serie de doscientas cincuenta. ¿Quién iba a buscarla en la pared de Carolyn?
Aun así, la metí en su armario cuando me desperté a la mañana siguiente. Eran aproximadamente las nueve y media y ella ya había desayunado, había dado de comer a los gatos y se había ido a su cita con el schnauzer. Tomé una taza de café y un bollo, escondí la litografía y dejé que mi maletín le hiciera compañía para no tener que llevarme las herramientas al trabajo.
Brillaba el sol y el aire era fresco y límpido. En lugar de luchar con el metro, podía ir andando a la librería. Podría haber corrido, si vamos a eso, ya que tenía el calzado adecuado para ello, pero ¿qué razón había para echar a perder una hermosa mañana? Avancé a grandes zancadas, inhalando bocanadas de aire para llenarme los pulmones y dejando que los brazos oscilaran como péndulos. Hubo un momento en que me sorprendí silbando. No me acuerdo de la melodía.
Abrí la librería a eso de las diez y cuarto y atendí a mi primer cliente unos veinte minutos más tarde, un fumador de pipa con barba que se llevó un par de volúmenes sobre la historia de Inglaterra. Luego vendí unos cuantos ejemplares del mostrador de ofertas, tras lo cual las ventas descendieron lo suficiente para poder reanudar la lectura del libro que había estado leyendo el día anterior. El bueno de Spenser seguía buscando la manera de herniarse. Esta vez estaba haciendo flexiones boca arriba en una máquina Universal. Aún estoy esperando que me aclaren qué son ambas cosas.
Dos hombres de cuarenta y pico años entraron en la librería poco antes de las once. Los dos llevaban traje oscuro y zapatos fuertes. A uno de ellos no le habría venido mal afeitarse las patillas un poco más cortas. Fue él quien se dirigió al fondo de la tienda, mientras su compañero mostraba un interés repentino pero poco convincente en la sección de poesía.
Tenía los mil trescientos dólares de Abel en la cartera, así como los mil dólares que siempre llevo cuando voy a trabajar por si tengo que sobornar a alguien. Esperaba que se conformaran con el dinero de la caja. Y también que el bulto que tenía el de las patillas en la chaqueta no fuera una pistola y, si lo era, que no tomara la decisión de dispararme. Dirigí una oración breve y urgente a san Juan de Dios, el santo patrón de los libreros; el señor Litzhauer había dejado una imagen enmarcada de él en la oficina. No tenía sentido rezar a san Dimas ahora. Estaba vendiendo libros, no robando casas.
No había nada que pudiera hacer excepto esperar a que dieran el primer paso. No tuve que hacerlo durante mucho rato. El de las patillas volvió del fondo de la tienda y se acercó al mostrador junto con su compañero, que todavía tenía en la mano un volumen de los poemas de Robert W. Service. Por un fugaz instante imaginé que uno me disparaba mientras el otro recitaba «La incineración de Sam McGee».
Llegaron al mostrador juntos. El aficionado a Service dijo:
—¿Eres tú Rhodenbarr? ¿Bernard Rhodenbarr?
No lo negué.
—Será mejor que cojas la chaqueta. Queremos hablar contigo en el centro.
—Gracias a Dios —dije.
Y es que, como ya habrás adivinado y yo debería haber adivinado, no eran ladrones. Eran polis. Aunque es posible que los polis te roben alguna que otra vez, no es habitual que lo hagan a punta de pistola, y si algo no me gusta es que me apunten con una pistola.
—Se alegra de vernos —dijo el de las patillas.
Su compañero hizo un gesto de asentimiento.
—Probablemente sea una carga que se quita de encima.
—Claro. Seguro que se ha pasado toda la noche en vela por culpa de los sentimientos de culpabilidad, muriéndose por confesar.
—Creo que estás en lo cierto, Phil. Este ladronzuelo ha perdido los papeles. Basta con mirar sus antecedentes para comprender que el muy mamón se ha asociado con un tipo duro.
—Tienes razón, Dan. Malas compañías.
—Es siempre lo mismo. Seguro que ahora se siente consumido por la culpabilidad y los remordimientos. Puede entregarnos al socio, cargarle el muerto a él, aportar pruebas que le condenen y llegar a un acuerdo con el fiscal para obtener una sentencia favorable. Si consigue a un buen abogado y se comporta como corresponde, ¿qué te apuestas a que está de nuevo en la calle dentro de tres años?
—No hace falta apostar, Phil. Cuatro años a lo sumo. ¿Quieres cerrar la puta librería, Bernie? Daremos un paseo hasta el centro.
La niebla se levantó lentamente. Me había sentido tan aliviado al comprender que no me iban a robar que me había costado un par de minutos darme cuenta de que me estaban arrestando, lo cual no es ningún placer se mire por donde se mire. Estaban hablando como si yo no estuviera en la tienda, pero era evidente que yo era el tema central de su alegre charlita de tú a tú. (Phil era el de las patillas y Dan el amante de la poesía). Según su guión particular, yo debía de estar temblando en aquel mismo momento.
Pues bien, así era.
—¿A qué viene todo esto? —conseguí decir.
—Hay unas personas que quieren hablar contigo —contestó Dan.
—¿Sobre qué?
—Sobre la visita que hiciste anoche a una casa de la calle Dieciocho —dijo Phil—. Una visita sorpresa.
Mierda, pensé. ¿Cómo habían conseguido relacionarnos con los Colcannon? Los primeros síntomas de desesperación me retorcieron las tripas. Resulta especialmente descorazonador que te acusen de un delito cuando se trata de uno que has cometido tú. Hay bastantes menos oportunidades de salir bien librado.
—Vamos, en marcha —dijo Dan. Dejó el libro de poemas sobre el mostrador.
De pronto deseé que se apellidara McGrew y que Phil le pegara un tiro. Acababa de abrir la tienda y ya estaba cerrándola.
—¿Estoy arrestado? —pregunté.
—¿Quieres estarlo, tío listo?
—No sufro insomnio por ello.
—Pues bien, si nos acompañas como un buen chico no tendremos que arrestarte.
Parecía razonable. Phil me ayudó a meter el mostrador de las ofertas dentro del local, por lo que supuse que Dan era su superior. Cerré la puerta con llave y corrí la reja; mientras lo hacía ellos hicieron las previsibles bromas sobre el ladrón que cierra la puerta de su casa pero que no tiene que preocuparse si se le olvidan las llaves. Para desternillarse, os lo aseguro.
Su coche era un bólido azul y blanco de la policía. Phil se puso al volante y yo me senté detrás con Dan. Cuando ya nos habíamos alejado dos manzanas de la librería, pregunté:
—A todo esto, ¿qué se supone que he hecho?
—Como si no lo supieras, tío…
—Exacto, como si no lo supiera. Da la casualidad de que no lo sé, así que portaros bien conmigo. ¿De qué se me acusa?
—Ya se ha calmado —le comentó Dan a Phil—. ¿Te fijas en cómo ha puesto en juego la actitud profesional? Antes estaba temblando y ahora está como si nada. —Se volvió hacia mí y dijo—: No se te acusa de nada, tío. ¿Cómo te vamos a acusar de algo si no te hemos arrestado?
—Si me arrestarais, ¿de qué se me acusaría?
—¿Sólo hipotéticamente?
—Sí.
—Robo con escalo y homicidio con premeditación. —Meneó la cabeza—. Pobre gilipollas… —añadió—. Es la primera vez que matas a alguien, ¿verdad?