Abel no dijo nada más hasta que acabó de examinar minuciosamente ambas caras de la moneda con su lupa de joyero. Entonces la envolvió en el papel de seda y la metió en la caja, la cual introdujo a su vez en el sobre de papel de estraza. Tras dejar este a su lado, sobre la mesa, se levantó trabajosamente de la butaca y fue a coger otro trozo de pesadilla de nutricionista y otra jarra de café mit schlag. Se sentó, tomó un bocado, dejó el plato con su contenido a medio acabar, bebió un sorbo de café a través de la gruesa nata batida y me miró ceñudamente.
—¿Y bien? —preguntó en tono conminatorio—. ¿Es auténtica?
—Acabo de robarla —respondí—. No he comprobado su autenticidad. Supongo que podría haber pasado por casa de Walter Breen o Don Taxay para pedirles su opinión profesional, pero he pensado que sería tarde.
La mirada de Abel se posó en Carolyn.
—¿Sabes qué moneda es esta?
—Nunca me cuenta nada.
—Es una moneda de cinco centavos con la cara de la Libertad. La primera vez que se emitieron monedas de cinco centavos en este país fue en 1866. En el modelo original aparecía un escudo. En 1883 el gobierno se inclinó por este modelo, aunque en la primera tirada de monedas no figuraba la palabra «centavos» en el reverso. Por tanto hubo cierta confusión en torno a la denominación de la moneda, que aumentó gracias a aquellos que, ingeniosamente, limaron el canto de la moneda para remedar la gráfila de una moneda de oro y luego la bañaron en oro para hacerla pasar por una pieza de cinco dólares. —Se interrumpió, bebió otro sorbo de café y se limpió con una servilleta una delgada línea de nata en el labio superior—. La moneda fue emitida de forma ininterrumpida hasta 1912 —prosiguió—. En 1913 fue sustituida por la moneda de cinco centavos Búfalo. La Casa de la Moneda también tuvo problemas con esa pieza el primer año. En un principio el montículo al que está encaramado el bisonte tenía un relieve demasiado marcado y resultaba difícil apilar las monedas. El problema fue resuelto, pero entonces se descubrió que la fecha de la moneda tenía tendencia a desgastarse prematuramente. El diseño del modelo era de baja calidad… Pero seguramente no estéis interesados en todo esto. Las últimas monedas de cinco centavos con la cara de la Libertad o Nickel-V, como a veces se las llama, fueron acuñadas en Filadelfia, Denver y San Francisco en 1912. —Respiró hondo y expulsó el aire—. El ejemplar que habéis tenido la amabilidad de traerme esta noche está fechado en 1913.
—Eso la convierte en algo especial —comentó Carolyn.
—Por decirlo de alguna manera… Existen cinco ejemplares del Nickel-V, que se sepa. Evidentemente son obra de la Casa de la Moneda de Estados Unidos, aunque esta siempre ha negado haberlas emitido. Parece bastante claro lo que debió de ocurrir: seguramente se preparó un cuño para el Nickel-V de 1913 antes de que se tomara la decisión de sustituirlo por el modelo del búfalo. Es posible que se acuñaran unas cuantas piezas para probar el cuño, y también que un empleado emprendedor hiciera esas piezas de prueba por iniciativa propia. Fuera como fuese, el caso es que hubo cinco ejemplares que salieron de la Casa de la Moneda por la puerta de servicio.
Abel suspiró, se quitó una zapatilla y se dio un masaje en el empeine.
—Peso demasiado —comentó—. Dicen que es peligroso para el corazón, aunque lo cierto es que mi corazón no pone reparos y mis pies no dejan de protestar. Pero qué importa. Volvamos al año 1913. En aquel entonces un caballero llamado Samuel Brown trabajaba en la Casa de la Moneda de Filadelfia. Al cabo de poco tiempo se fue de la ciudad; el siguiente lugar donde se tuvo noticia de él fue North Tonawanda, un barrio residencial de Buffalo, donde publicó anuncios para comprar monedas de cinco centavos de 1913 en los que apareciera la cara de la Libertad, monedas de las que naturalmente nadie había oído hablar por aquellas fechas. Posteriormente informó que había conseguido comprar cinco monedas de tales características, las cuales fueron las únicas que llegarían a ver la luz del día. Quizá podáis imaginaros cómo se las arregló para hacerse con ellas.
—Se marchó de la Casa de la Moneda —dije—, y los anuncios fueron su manera de explicar que las monedas obraban en su poder.
Abel hizo un gesto de asentimiento.
—Y su manera de darles publicidad al mismo tiempo. ¿Os suena el nombre de E. H. R. Green? ¿El coronel Edward Green? Su madre era Hetty Green, la conocida bruja de Wall Street. Cuando su hijo heredó la fortuna de su padre, pudo dar rienda suelta a sus excentricidades, una de las cuales era la numismática. No le bastaba con tener sólo un ejemplar de una rareza; quería todas las que pudiera conseguir. En consecuencia, compró los cinco Nickel-V de Samuel Brown. Las monedas permanecieron en su poder hasta su muerte; espero que disfrutara de ellas. Cuando murió, sus bienes se dispersaron y las monedas acabaron en manos de un tratante llamado Johnson. Creo que vivía en el medio oeste, en San Luis, o tal vez en Kansas City.
—No tiene importancia —comenté yo.
—Probablemente no —dijo Abel haciendo un gesto de asentimiento—. Fuera como fuese, el caso es que Johnson las vendió una a una a coleccionistas privados. Mientras hacía esto, un tratante de Fort Worth llamado B. Max Mehl se encargaba de convertir el Nickel-V de 1913 en la moneda rara más famosa del siglo por el mero hecho de ofrecerse a comprarla. Publicó anuncios en todas partes en los que ofrecía cincuenta dólares por la moneda y daba a entender que uno podía encontrársela entre los cambios del bolsillo. Esto lo hizo con idea de captar clientes para un catálogo de monedas raras que estaba vendiendo de casa en casa. Aunque no me cabe duda de que vendió un buen número de esos catálogos, lo cierto es que al hacerlo aseguró el futuro del Nickel-V de 1913. Jamás una moneda norteamericana ha sido objeto de tanta publicidad. Los estadounidenses que no sabían nada de monedas sabían sin embargo que el Nickel-V de 1913 era valioso. Prácticamente todo el mundo lo sabía.
Yo lo sabía. Me acordaba de los anuncios de los que Abel estaba hablando. Todavía los publicaban cuando yo era un muchacho, y fui uno de los ingenuos que pidió el catálogo. Ninguno de nosotros encontró un Nickel-V de 1913 entre los cambios del bolsillo, ya que no estaban ahí para que alguien los encontrara, pero muchos empezamos a coleccionar monedas y al hacernos mayores engrosamos las filas de la fraternidad numismática. Otros nos convertimos en ladrones al hacernos mayores, y buscamos nuestra fortuna en el cambio existente en los bolsillos de los demás, por así decirlo.
—El valor de la moneda no tiene una explicación lógica —prosiguió Abel—. En el mejor de los casos se trata de una pieza de muestra, y en el peor de un capricho no autorizado. Como tal no debería valer más de unos miles de dólares. La Casa de la Moneda emitió monedas de cinco centavos regulares en 1881 y 1882 en diferentes metales y con modelos diversos. Algunas son tan raras como el Nickel-V de 1913 o más, y sin embargo uno puede comprarlas por unos cientos de dólares. En 1882 se emitió una moneda regular cuyo modelo era idéntico al del Nickel-V y que estaba hecha del mismo metal, pero con fecha de aquel año. Es una moneda muy rara y en cualquier caso debería ser más apetecible que la de 1913, aunque sólo fuera porque su existencia es legítima. Con todo, bastan un par de miles de dólares para comprarla, suponiendo que puedas encontrar un ejemplar en venta.
El rostro de Carolyn reflejaba en aquel momento una gran emoción, lo cual no me extrañaba. Si había una moneda que valía un par de miles de dólares y que en comparación con la que nosotros estábamos ofreciendo sólo era de segunda categoría, entonces nuestra situación era inmejorable. Sin embargo, Carolyn no sabía en qué medida lo era, y esperaba que Abel se lo dijese.
Ella hizo esperar. Acercó la mano a su plato, se comió su pasta, cambió de plato para coger la jarra y bebió café. Carolyn se sirvió más Armagnac, bebió un poco, observó cómo Abel bebía café, cerró las manos, se puso los puños sobre las caderas y dijo:
—Venga, Abel. ¿Cuánto vale?
—No lo sé.
—Pero…
—Nadie lo sabe. Tal vez deberíais echarla a un parquímetro, Bernard. ¿Por qué me habéis traído esto?
—Bueno, al verla me pareció que sería buena idea, Abel. Si quieres me la llevo a casa.
—¿Y qué harás con ella?
—Como no tengo coche, supongo que no la echaré a un parquímetro. Tal vez le haga un agujero en el centro para que Carolyn la lleve colgada al cuello.
—Casi preferiría que lo hicieras.
—También cabe la posibilidad de que me la compre otra persona.
—¿Quién? ¿A quién se la ofrecerías? Nadie te ofrecerá un trato más equitativo que el que te ofrezco yo, Bernard.
—Por eso te he traído a ti la moneda, Abel.
—Sí, por supuesto. —Dejó escapar un suspiro, sacó un pañuelo del bolsillo y se enjugó la frente—. La moneda me ha puesto nervioso. ¿Que cuánto vale? ¿Quién sabe lo que vale eso? Sólo existen cinco ejemplares. Si no recuerdo mal, cuatro de ellas se encuentran en colecciones de museos y sólo una está en manos de un particular. Recuerdo haber visto un Nickel-V de 1913 una sola vez en mi vida, hará quizá quince años. La tenía un caballero llamado J. V. McDermott; le gustaba exhibir su tesoro. La exponía en ferias de numismática siempre que se lo pedían, y el resto del tiempo solía llevarla en el bolsillo y enseñársela a la gente. Pocos coleccionistas obtienen tanto placer de la posesión de sus monedas como el que obtenía McDermott de su Nickel-V. Cuando la moneda pasó a otras manos, su precio ascendió a cincuenta mil dólares, si no recuerdo mal. Ha habido otras ventas desde entonces. Creo que fue en 1976 cuando un Nickel-V de 1913 cambió de propietario por el precio de ciento treinta mil dólares. No me acuerdo de si se trataba de la moneda de McDermott o no. Es posible que lo fuera. En fecha más reciente se ha efectuado una venta privada; la cifra que se ha hecho pública es de doscientos mil dólares.
Carolyn se llevó la copa a los labios. No parecía haberse dado cuenta de que no había nada en ella. Tenía los ojos puestos en Abel; yo jamás se los había visto tan grandes.
Dejó escapar un suspiro.
—¿Cuánto quieres por esta moneda, Bernard?
—Riqueza superior a los sueños de la avaricia.
—Una frase acertada. ¿Es tuya?
—No. Samuel Johnson la dijo antes.
—Ya decía yo que tenía cierto aire clásico. Spinoza dijo que la avaricia no es más que «una especie de locura, pese a no estar incluida entre las enfermedades». ¿Estás lo bastante loco para tener un precio en mente?
—No.
—Es difícil poner precio a la puñetera moneda. Cuando vendieron la colección de John Work Garrett, un doblón Blasher alcanzó la suma de setecientos veinticinco dólares. ¿A cuánto podría llegar esta moneda en una subasta? ¿A medio millón? Es posible. Es una insensatez, se mire como se mire, pero aun así es posible.
Carolyn se sirvió más Armagnac. Tenía los ojos vidriosos.
—Pero no puedes enviar esta moneda a una subasta para que la vendan —prosiguió Abel—. Y yo tampoco. ¿A quién pertenecía?
Titubeé, aunque sólo por un instante.
—A un hombre llamado Colcannon. Hasta hace un par de horas.
—¿Herbert Franklin Colcannon? Lo conozco, aunque no sabía que hubiera comprado el Nickel-V. ¿Cuándo la adquirió?
—No tengo idea.
—¿Qué más le habéis sacado?
—Dos pendientes y un reloj. No tenía nada más en la caja de seguridad, aparte de documentos y títulos de acciones, que se han quedado donde estaban.
—¿No había más monedas?
—Ni una más.
—Pero… —Abel frunció el entrecejo—. El Nickel-V… ¿no la tenía enmarcada o guardada en el típico estuche portamonedas de plexiglás?
—Estaba tal como te lo he dado: envuelta en papel de seda dentro de una caja con bisagra que había en un sobre de papel de estraza.
—Asombroso.
—Eso mismo pensé.
—Realmente asombroso. Debe de haberla comprado. ¿Y dices que la has encontrado en su caja de seguridad? Seguramente tendrá sus posesiones valiosas en una cámara acorazada. ¿Sabes si se trata de la moneda de McDermott? Tal vez se la haya vendido uno de los museos. Los museos no se quedan con las obras de forma indefinida, ¿sabíais? No sólo compran, también venden de vez en cuando, aunque ellos prefieren llamarlo «desadquisición», lo cual es todo un ejemplo de neologismo, ¿no te parece? ¿Dónde consiguió esta moneda Herbert Colcannon?
—No sabía que la tenía hasta que la encontré en su caja de seguridad.
—Ya. —Cogió el sobre, lo abrió y desenvolvió la moneda de cinco centavos que valía medio millón de dólares. Con la lupa en un ojo y el otro cerrado, dijo—: No creo que sea falsa. Los ejemplares falsos existen, ¿sabíais? Se coge una moneda de cinco centavos de 1903, por poner un ejemplo, o de 1910, se borra la cifra que sobra y se suelda en su lugar el número apropiado, el cual ha sido extraído previamente de otra moneda. Pero tal manipulación deja marcas visibles en una moneda de prueba acuñada con troqueles limpios, y aquí no veo ninguna marca de este tipo. Además, costaría cientos de dólares retocar un Nickel-V de prueba con fecha normal. Estoy prácticamente seguro de que es auténtica. Una radiografía serviría de ayuda, o el consejo de un numismático experto. —Dejando escapar un suave suspiro, añadió—: A una hora más propicia podría determinar la legitimidad de la moneda sin salir del edificio. Pero, dada la hora que es, será mejor que supongamos simplemente que es auténtica. ¿A quién podría vendérsela? ¿Y a qué precio? Tendría que quedársela un coleccionista dispuesto a guardarla en el anonimato o que aceptara que una venta pública sería imposible. Los coleccionistas de arte de esta ralea abundan; el placer que obtienen de sus cuadros parece incrementarse por la ilegitimidad de su procedencia. En cambio, los coleccionistas de monedas no atienden tanto a la belleza estética de una pieza como al prestigio y a los beneficios que la acompañan. ¿Quién podría comprar esta moneda? Oh, hay coleccionistas que estarían encantados de poder adquirirla, sin embargo, ¿a cuál de ellos podría dirigirme y cuánto podría pedirle por ella?
Me serví más café. Empecé a echarle un chorro de Armagnac para aderezarlo un poquito, pero entonces me dije que el Armagnac era demasiado bueno para recibir semejante trato. A continuación me recordé que acababa de robar una moneda que valía medio millón de dólares, así que, ¿por qué habría de contenerme con un coñac francés de treinta dólares la botella? Reforcé el café con el coñac, bebí un sorbo y me templé de la cabeza a los pies.
—Tienes tres opciones —dijo Abel.
—¿Ah, sí?
—La primera: llevarte la moneda a casa y disfrutar de la secreta posesión de un objeto que vale más de lo que posiblemente llegues a ganar jamás. Esta moneda vale al menos un cuarto de millón, quizá el doble de eso y es posible que aún más. Y pensar que la he tenido en mi mano… Es algo extraordinario, ¿verdad? Por unas horas de trabajo, puedes tener el placer de sostenerla en tus manos siempre que quieras.
—¿Y las otras dos?
—La segunda: vendérmela a mí esta noche. Te daré dinero en efectivo, billetes limpios de cincuenta y cien. Saldrás de aquí con el dinero en el bolsillo.
—¿Cuánto, Abel?
—Quince mil dólares.
—¿A cambio de una moneda que vale medio millón?
Abel pasó por alto mi pregunta.
—La tercera: dejarme la moneda. La venderé por el precio que pueda y te daré la mitad de lo que obtenga. Lo haré con calma, aunque por supuesto me esforzaré por deshacerme de ella lo antes posible. Quizá encuentre un cliente. Quizá esté asegurada por una compañía de seguros con una póliza para objetos robados revendidos. Es un asunto delicado negociar con esas compañías. Uno no se puede fiar siempre de ellas. Si se trata de una adquisición reciente, es posible que Colcannon aún no la haya asegurado. Quizá no asegure nunca sus monedas y considere que su caja de seguridad es suficiente protección. —Extendió las manos y soltó un profundo suspiro—. Quizá, quizá, quizá… Docenas de quizá. Soy un hombre mayor, Bernard. Llévate la moneda y ahórrame un dolor de cabeza. ¿De qué me sirve complicarme la vida ahora? Ya tengo bastante dinero.
—¿Por cuánto intentarás venderla?
—Ya te he dicho que no lo sé. ¿Quieres una estimación aproximada? Voy a darte una cantidad elegida al azar: cien mil dólares. Una bonita cifra exacta. El precio final podría ser mucho más o mucho menos, según las circunstancias, pero me estás pidiendo una cantidad y esa es la que me viene a la cabeza.
—Cien mil.
—Quizá.
—Y nuestra parte sería cincuenta mil.
—Vaya, has conseguido hacer la cuenta sin lápiz y papel…
—¿Y si nos llevamos el dinero esta noche?
—¿Qué suma os he ofrecido? Quince mil. Más los dos mil quinientos de los pendientes y el reloj: diecisiete mil quinientos dólares. —Él tampoco había necesitado lápiz y papel. Éramos un par de genios de las matemáticas—. Bien, negociemos con números redondos esta noche: veinte mil dólares por todo.
—O dos mil quinientos ahora más lo que consigas por la moneda, ¿correcto?
—Si consigo algo por ella. Hay que demostrar su autenticidad y encontrar a alguien que la quiera.
—¿Qué te parecería tres mil por el reloj y los pendientes y la mitad de lo que saques por la moneda?
Abel consideró la propuesta por un momento.
—No —respondió—. No me parece bien, Bernard.
Miré a Carolyn. Podíamos marcharnos de allí con diez mil cada uno por una noche de trabajo o quedarnos con algo más del diez por ciento de aquella cantidad más una cifra indeterminada superior a los sueños de la avaricia, etcétera… Le pregunté qué opinaba.
—La decisión es tuya, Bernard.
—Me preguntaba simplemente si…
—No. La decisión es tuya.
Coge el dinero y corre, susurró una voz en mi cabeza. Coge el dinero en efectivo y olvídate de los plazos. Más vale pájaro en mano que ciento volando. La voz que susurra en mi cabeza no es precisamente original, pero suele ir al grano.
Pero ¿quería que se me conociera por ser el hombre que había sacado diez de los grandes por el Nickel-V de Colcannon? Lo feliz que me iba a sentir con mis diez mil dólares cada vez que pensara en que Abel Cornejo se había embolsado una cantidad de seis cifras…
Podría haber redondeado la cita de Spinoza diciendo: «El orgullo, la envidia y la avaricia son las tres chispas que han prendido fuego a los corazones de todos». Es del sexto canto del Infierno de Dante.
En mi corazón ardía el fuego de las tres chispas, sin contar el relámpago de chocolate y Armagnac.
—Nos llevamos los dos mil quinientos —dije.
—Si quieres tiempo para pensártelo…
—Si hay algo que no quiero es tiempo para pensármelo.
Abel sonrió. Volvía a tener aspecto de abuelo benevolente, tan honrado como el que más.
—Tardo un segundo —dijo poniéndose en pie—. Hay más comida y café. Y bebida en abundancia. Servíos vosotros mismos.
Mientras él estaba en la otra habitación, Carolyn y yo brindamos con una pequeña copa por el trabajo de aquella noche. Abel volvió a continuación y contó un fajo de billetes. Nos preguntó si nos importaba que nos diera billetes de cien. En absoluto, le aseguré. Ojalá tuviera un millón de ellos. Él rio educadamente.
—Cuida de nuestro Nickel-V —le insté—. Hay ladrones por todas partes.
—Nunca podrán entrar en esta casa.
—Gordio pensaba que nadie podía desatar el nudo, ¿recuerdas? Y los troyanos se dejaron engañar con un caballo.
—Y el orgullo precede a la caída, ¿no? —Abel apoyó una mano tranquilizadora sobre mi hombro—. Los porteros de este edificio son muy meticulosos en cuestiones de seguridad. En el ascensor siempre hay alguien de servicio. Y ya has visto las cerraduras de seguridad que tengo en las puertas.
—¿Y qué me dices de la salida de incendios?
—Está en la fachada del edificio, donde cualquier persona que la utilice puede ser vista desde la calle. La ventana por la que se sale a ella tiene rejas de hierro reforzadas. Te aseguro que nadie podría entrar por ahí; sólo espero que pueda salir yo el día que se produzca un incendio. —Sonrió—. En cualquier caso, Bernard, voy a esconder la moneda en un lugar al que no se le ocurriría a nadie ir a buscarla.