Abel Cornejo vivía en uno de esos altísimos edificios de antes de la guerra que hay en Riverside Drive. Nuestro taxi nos dejó delante de la fachada, de modo que tuvimos que dar la vuelta a la esquina para llegar a la puerta, que estaba en la calle Ochenta y nueve.
El conserje, que estaba plantado en el vestíbulo, manteniendo su puesto como Horacio en el puente, tenía la cara negro brillante y lucía un uniforme de un vivo tono arándano adornado con más galones de oro que los que lleva un contraalmirante normal y corriente; por su porte, se diría que estaba por lo menos tan orgulloso de su rango como podría estarlo uno de estos. Echó un vistazo a Carolyn y luego me miró a mí de arriba abajo, incluidos el corte de pelo y las Puma. Al parecer no le habíamos producido una gran impresión. Mi nombre no le causó un efecto diferente, y aunque el de Abel Cornejo tampoco le suscitó la menor admiración, al menos limó parte de su hostilidad. Llamó al piso por el interfono y, tras decir unas palabras por el micrófono, nos informó que nos esperaban.
—Piso 10-D —dijo, indicándonos el ascensor con un gesto.
En muchos de estos edificios se ha prescindido del ascensorista con el propósito de reducir los gastos de la comunidad en nombre de la modernización; sin embargo, el edificio de Abel había pasado a ser de propiedad cooperativa unos años atrás y los inquilinos tenían el empeño de mantener las antiguas costumbres. El ascensorista llevaba un uniforme parecido al del conserje pero no tenía la misma percha. Se trataba de un joven pequeñajo y pálido con una cara que no había visto el sol en su vida, y en torno a él flotaba un aroma que desmentía al anunciante que asegura que el vodka te deja sin aliento. De todos modos, el joven hacía bien su trabajo, ya que nos elevó diez plantas por encima del nivel del mar y esperó a ver si íbamos al piso en cuestión y si su inquilino se alegraba de vernos.
De esto último no debió de quedarle ninguna duda.
—¡Mi querido Bernard! —exclamó Abel, agarrándome por los hombros—. ¡Y mi querida Carolyn! —Me soltó y abrazó a mi compañera de correrías—. Me alegro de que hayáis podido venir —añadió invitándonos a entrar—. Ya son las once y media. Empezaba a preocuparme.
—Te he dicho que pasaríamos entre las once y las doce, Abel.
—Lo sé, lo sé, Bernard, y aun así a las diez y media ya estaba mirando el reloj. Me parece que he estado mirándolo cada tres minutos… Pero pasad, pongámonos cómodos. Tengo la casa llena de delicias para comer. Querréis una copa, por supuesto.
—Por supuesto —dijo Carolyn con un gesto de asentimiento.
Tardó un segundo en cerrar, metiendo el enorme cerrojo de la cerradura Fox en la armella de la jamba. La casa Fox fabrica dos cerraduras de seguridad. La que yo tengo consiste en una barra de acero de metro y medio colocada en un ángulo de cuarenta y cinco grados entre la placa instalada en el suelo y la armella de la puerta. La de Abel tenía un mecanismo más sencillo pero ofrecía prácticamente la misma seguridad que la mía frente a alguien que tratara de echarla abajo con algo más ligero que un ariete. Consistía en un cerrojo de acero templado de medio metro de largo y más de una pulgada de anchura, firmemente sujeto a la puerta; corría hacia un lado para encajar en la armella de la jamba, que estaba instalada con la misma solidez. Durante una visita anterior me había enterado de que la otra puerta del piso, la que conduce al área de servicios y al montacargas, estaba asegurada con una cerradura idéntica.
No creo que la mayoría de los inquilinos de la casa se hubiera tomado la molestia de instalar cerraduras de semejante calibre, sobre todo tratándose de un edificio cuyo personal se cuidaba tanto de proteger. Pero Abel tenía sus motivos para ello.
Para empezar, su trabajo. Abel era perista, probablemente el mejor de la zona de Nueva York en lo tocante a colecciones de monedas y sellos raros de primera categoría. También aceptaba otras cosas, como joyas y objets d’art, pero los sellos y las monedas eran el tipo de objetos que receptaba con mayor alegría.
Los peristas son un objeto apetecible para los ladrones. Lo normal sería que estuvieran al margen, que los delincuentes se abstuvieran de morder la mano que les alimenta, pero el asunto no funciona de esa manera. Por lo general un perista siempre tiene algo en casa que merece la pena robar, sea un objeto comprado recientemente o el dinero limpio con que lleva a cabo sus transacciones. Pero quizá lo más importante sea que no puede ir a quejarse a la policía. En consecuencia, la mayoría de los peristas que conozco viven en edificios con servicio de escalera completo, instalan cerraduras de seguridad y suelen tener un par de armas al alcance de la mano.
De todos modos, es posible que Abel hubiera sentido la misma preocupación por su seguridad si se hubiese ganado la vida de otra manera. Había pasado la Segunda Guerra Mundial en Dachau, no de guardia precisamente. No me resulta difícil de comprender que la experiencia pueda dejarle a uno con una saludable tendencia a la paranoia.
El salón de Abel, cuyas paredes estaban suntuosamente revestidas de paneles de madera oscura y cubiertas de estantes llenos de libros, da al oeste, a Nueva Jersey, y desde él se puede ver Riverside Park y el río Hudson. Casi un año atrás, el Cuatro de Julio, nos habíamos reunido los tres para ver desde su ventana el espectáculo de fuegos artificiales de Macy’s, escuchar el programa de radio de música clásica con el que los fuegos artificiales estaban en teoría coordinados y zamparnos ingentes cantidades de pastas.
Ahora estábamos sentados de igual manera: Carolyn y yo con sendos vasos de whisky escocés y Abel con una jarra de café exprés coronado con nata recién batida. La WNCN estaba emitiendo un cuarteto de cuerda de Haydn para nosotros, y en el exterior no había nada más espectacular para ver que los coches de la autopista del West Side y las personas que estaban dando vueltas al parque haciendo jogging. Seguramente alguna de estas tendría unas zapatillas iguales que las mías.
Cuando Haydn dio paso a Vivaldi, Abel dejó la jarra vacía sobre la mesa y se recostó en su butaca con sus rosadas manos entrecruzadas sobre su voluminoso abdomen. Sólo tenía la tripa gorda; las manos y los brazos los tenía delgados y en su cara no sobraba mucha grasa. Pero tenía una panza estilo Santa Claus y unos muslos que abultaban en su pantalón de gabardina azul, atributos acordes con el ilimitado entusiasmo que manifestaba hacia los postres dulces.
Según me había dicho, antes de la guerra nunca había estado gordo.
—Cuando estaba en el campo de concentración —me había explicado en una ocasión—, pensaba constantemente en carne y patatas. Soñaba con salchichas gordas, enormes solomillos de ternera, coronas de cerdo de primera, cabritos enteros asados en un espetón… Entretanto me fui quedando chupado y la piel se me encogió sobre los huesos como el cuero que se deja a secar al sol. Cuando las fuerzas americanas liberaron los campos, nos pesaron, Dios sabrá por qué. La mayoría de los gordos dicen tener los huesos grandes y no me cabe duda de que así es en algunos casos. Yo, en cambio, los tengo pequeños: según la balanza, pesaba cuarenta y dos kilos. En consecuencia, abandoné Dachau con una idea: iba a comer y engordar. Sin embargo, para mi asombro descubrí que no me apetecían nada la carne y las patatas con las que me había alimentado de pequeño. El hecho de que las culatas de las SS me hubieran dejado sin dentadura no era más que una de las causas, ya que lo que sentía hacia la carne era verdadera aversión: no podía hincarle el diente a una salchicha sin tener la sensación de estar mordiendo un dedo teutón regordete. No obstante tenía apetito: un apetito insaciable, aunque específico y selectivo. Yo quería azúcar. Me moría por los dulces. ¿Hay algo que cause la mitad de la satisfacción que produce saber con exactitud lo que uno desea y poder obtenerlo? Si pudiera permitírmelo, Bernard, contrataría a un pastelero para que se quedara a vivir en casa y estuviese ocupado las veinticuatro horas del día.
Se había comido un trozo de torta Linzer y nos había ofrecido una selección de media docena de pastas tan dulces como decadentes que nos habíamos abstenido de comer mientras dábamos cuenta de las copas.
—Ah, Bernard —dijo Abel entonces—. Y mi querida Carolyn. Me alegro tanto de veros… Pero se hace tarde, ¿verdad? ¿Me has traído algo, Bernard?
Tenía el maletín al alcance de la mano. Lo abrí y saqué un pequeño volumen de la Ética de Spinoza, una edición inglesa publicada en Londres en 1707 y encuadernada en piel de becerro azul. Se lo pasé a Abel, y él le dio varias vueltas en las manos, acariciando el suave y viejo cuero con sus largos y estilizados dedos, observando la portada y hojeando las páginas.
Entonces dijo:
—Escuchad esto, si no os importa: «El hombre sabio ha de tener el talento de alimentarse con cantidades moderadas de alimentos y bebidas agradables y de disfrutar con los perfumes y la belleza de las plantas vivas, la indumentaria, la música, el deporte, los teatros y otros lugares similares que el hombre pueda emplear sin causar perjuicio alguno a sus prójimos». Si Baruch Spinoza estuviera en esta habitación le serviría un generoso trozo de torta Linzer; no me cabe duda de que le encantaría. —Volvió a la portada—. Esto está muy bien —reconoció—. Es de 1707. Yo tengo una edición temprana en latín publicada en Ámsterdam. La primera edición es de… ¿1675?
—De 1677.
—El ejemplar que yo tengo está fechado en 1683, si no me equivoco. El único ejemplar en inglés que poseo es la edición que publicó Everyman’s Library de la traducción de Boyle. —Se humedeció el dedo y pasó unas páginas más—. Está muy bien… Tiene algún desperfecto a causa del agua, unas cuantas páginas manchadas, pero aparte de eso está muy bien. —Leyó durante un momento y luego cerró el libro de golpe—. Podría encontrarle un sitio en mi biblioteca —dijo como de pasada—. ¿Cuánto pides, Bernard?
—Es un regalo.
—¿Para mí?
—Si puedes encontrarle sitio en tu biblioteca.
Se sonrojó.
—¡Pero yo no esperaba una cosa así! ¡Y he sido lo bastante mezquino como para indicar que tiene desperfectos a causa del agua y alguna que otra página con manchas, preparando el terreno para un duro regateo! Tu generosidad me llena de vergüenza, Bernard. Es un librillo espléndido, la encuadernación es preciosa… Estoy emocionado. ¿Estás seguro de que no quieres dinero por él?
Negué con la cabeza.
—Me ha llegado a la tienda junto con un montón de ofertas para decoradores con buenas encuadernaciones pero sin nada sustancioso entre las tapas. No te puedes imaginar lo que la gente ha considerado oportuno forrar con cuero en el transcurso de los años. Puedo vender cualquier cosa que tenga una buena encuadernación. Estaba ordenando el lote, me he fijado en el libro de Spinoza y he pensado en ti.
—Eres muy amable y considerado —dijo Abel—, y te lo agradezco. —Respiró hondo, dejó escapar el aire y se volvió para dejar el libro sobre la mesa al lado de la jarra vacía—. Pero no ha sido sólo Spinoza lo que te ha hecho venir aquí a esta hora. Me has traído algo más, ¿no es así?
—Tres cosas, en realidad.
—Y no son regalos.
—Pues no.
Saqué una pequeña bolsa de terciopelo del maletín y se la entregué. Él la pesó con una mano y luego dejó caer su contenido sobre la palma. Eran un par de pendientes de esmeraldas, sencillos y elegantes. Abel sacó una lupa de joyero del bolsillo del pecho y se la puso en el ojo. Mientras los miraba, Carolyn se acercó al aparador donde estaban las botellas y las pastas y se sirvió otra copa. Cuando Abel terminó de examinar los pendientes de esmeraldas, ella estaba sentada de nuevo en su butaca y ya había vaciado su tercera copa.
—Buen color —dijo—. Tienen algún defecto. No son ninguna porquería, aunque tampoco nada del otro mundo. ¿Tenías pensada alguna cifra?
—Nunca tengo pensada una cifra.
—Deberías quedártelos. Que se los ponga Carolyn. Haz de modelo y preséntanoslos, liebchen.
—No tengo agujeros en las orejas.
—Pues deberías tenerlos. Todas las mujeres deberían tener los lóbulos perforados y unos pendientes de esmeraldas para adornárselos. Bernard, yo no pagaría más de mil por estos pendientes. Y creo que es una cantidad elevada. Para sacar esa cifra me baso en una estimación del precio al por menor de cinco mil, aunque es posible que el verdadero precio se acerque a cuatro. Mil, Bernard.
—Pues mil y no se hable más.
—Hecho —dijo. Metió los pendientes en la bolsa de terciopelo y dejó esta sobre la Ética de Spinoza—. ¿Tienes algo más?
Asentí y saqué una segunda bolsa de terciopelo del maletín. Esta era azul (la de los pendientes era del mismo color que el uniforme del portero), más grande y provista de un cordón. Abel tiró de él y sacó un reloj de pulsera de mujer, con estuche rectangular, esfera redonda y una pulsera de malla de oro. No sé para qué necesitaría la lupa, pero el caso es que se la puso en el ojo y examinó el reloj minuciosamente.
—Un Piaget —dijo—. ¿Qué hora tienes, Bernard?
—Las doce y siete minutos.
—El señor Piaget coincide exactamente contigo. —No me sorprendió; había dado cuerda al reloj y lo había puesto en hora tras sacarlo de la caja de seguridad—. ¿Me perdonáis un momento? Quiero consultar un catálogo reciente. ¿No queréis una pasta? Tengo relámpagos de chocolate, tortas de Sacher y Schwarzwälder Kuchen. Venga, comed algo dulce. Vuelvo ahora mismo.
Me rendí y cogí un relámpago de chocolate. Carolyn escogió un trozo de tarta de siete capas con suficiente chocolate para que toda una clase de colegio hiciera novillos por ella. Llené dos jarras de café y dos copitas de un Armagnac color ámbar oscuro que tenía más edad que todos nosotros. Abel regresó, visiblemente satisfecho de vernos comer, y anunció que el precio al por menor era de 4950 dólares. Aquello era algo más de lo que yo esperaba.
—Como puedo pasarlo rápidamente y sin problemas —dijo—, te puedo pagar mil quinientos. ¿Hecho?
—Hecho.
—Eso asciende a dos mil quinientos hasta el momento. Has dicho tres artículos, ¿no es así, Bernard? Los dos primeros son buen género, aunque espero que no representen una gran inversión de tiempo y dinero por tu parte. ¿Estás seguro de que no prefieres quedártelos? No cuesta nada perforar unas orejas, y no hace nada de daño, según tengo entendido. ¿No crees además que el reloj embellecería tu muñeca, Carolyn?
—Tendría que quitármelo cada vez que lavara un perro.
—No había pensado en eso. —Nos dirigió una sonrisa de oreja a oreja y añadió—: Lo que debería hacer es guardar estos dos artículos y regalároslos cuando os caséis. También tendría que encontrar algo para ti, Bernard, aunque los regalos de boda son en realidad para la novia, ¿no crees? ¿A ti qué te parece, Carolyn? ¿Los guardo?
—Tendrás que esperar mucho tiempo, Abel. Sólo somos buenos amigos.
—Y socios, ¿verdad?
—También.
Soltó una carcajada, volvió a sentarse y una vez más entrecruzó las manos sobre la tripa con cara de expectación. Dejé que esperara. Entonces dijo:
—Has dicho tres artículos.
—Dos pendientes y un reloj.
—Ah, me he equivocado. Creía que los pendientes contaban como una unidad. Entonces queda por dos mil quinientos dólares.
—Bueno, hay algo más que tal vez te interese mirar —dije como de pasada, y saqué del maletín un sobre marrón de papel de estraza de unos diez centímetros cuadrados.
Abel me lanzó una mirada y cogió el sobre de mis manos. En su interior había una pequeña caja de plexiglás con bisagra en cuyo interior había a su vez un taco de papel de seda. Abel lo deshizo con prudencia, moviendo los dedos con la precisión de alguien acostumbrado a manipular monedas raras. Cuando se sabe que una muesca o un arañazo puede reducir el valor de una moneda sustancialmente y una marca de dedo puede desencadenar el fatídico proceso de la corrosión, uno aprende a coger monedas por el canto y a sujetarlas con suavidad y firmeza a un tiempo.
El objeto que Abel Cornejo sujetaba con suavidad y firmeza entre el pulgar y el índice izquierdos era un disco metálico de un diámetro inferior a la séptima parte de una pulgada o a dos centímetros, si vamos al sistema métrico. Era, en resumidas cuentas, del tamaño y forma de una moneda de cinco centavos, el tipo de moneda que cuesta el cigarro puro de calidad que este país supuestamente necesita. También tenía el mismo color que una moneda de cinco centavos, aunque su grabado mate y su fondo pulimentado estaban muy lejos de parecerse a cualquier cosa que uno pueda llevar alguna vez en el bolsillo.
En resumen, se asemejaba a una moneda de cinco centavos. Y bien que podía asemejarse, ya que eso era precisamente lo que era.
Lo único que le faltaba era la cabeza de Thomas Jefferson en una cara y su casa en la otra. La cara que Abel había mirado en un primer momento mostraba una gran V nimbada por una corona de laurel abierta por la parte superior y la palabra «centavos» inscrita justo debajo de la V. En torno a la corona se podía leer el nombre y la leyenda de la nación que la había emitido: «Estados Unidos de América» arriba y «E Pluribus Unum» debajo.
Abel enarcó las cejas y, tras lanzarme una nueva mirada, dio diestramente la vuelta a la moneda entre sus dedos. El anverso mostraba la cabeza de una mujer vuelta hacia la izquierda; en su diadema estaba inscrita la palabra «Libertad».
—Gross Gott —exclamó Abel Cornejo.
Cerró los ojos y dijo una larga frase que no comprendí, posiblemente en alemán, aunque también podría haber sido otro idioma.
Carolyn me miró con cara de perplejidad.
—¿Eso es bueno o malo? —inquirió.
Le contesté que no estaba seguro.