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El allanamiento de morada suscita menos sospechas si se comete bajo la cálida y benevolente mirada del sol. Los vecinos entrometidos que telefonearían a la policía si te vieran por la noche simplemente piensan que ya era hora de que aparecieras para arreglar el goteo del grifo. Denme una tabla sujetapapeles o una caja de herramientas y una hora cualquiera entre las doce y las cuatro de la tarde y el ciudadano más comprometido en la lucha contra el crimen me abrirá la puerta y me deseará los buenos días. De no variar las circunstancias, la mejor hora para robar una vivienda es el mediodía.

Pero ¿cuándo no varían las circunstancias? El manto de la oscuridad es un atuendo cómodo para el ladrón de pisos (no así para el propietario), y cuando uno tiene un negocio legítimo, duda antes de cerrarlo abruptamente a mediodía sin razón justificada. Además, el horario de los Colcannon aconsejaba hacer una visita nocturna. Sabíamos que iban a pasar la noche fuera y también que en la casa no habría mujeres de la limpieza ni técnicos de averías en cuanto el sol se ocultara tras el horizonte.

Hacía tiempo ya que el sol se había ocultado tras el horizonte y desaparecido en algún lugar de Nueva Jersey cuando nos aventuramos a salir. Tras abandonar el Bum Rap habíamos cogido un par de metros y recorrido una manzana para ir a mi casa (situada entre la calle Setenta y uno y el West End), donde me quité los vaqueros y el jersey que me había enfundado para ir a la librería y me puse unos pantalones de franela, una corbata y una americana. Me llené los bolsillos de chismes que podrían serme de utilidad, metí un par de cosas más en mi maletín Ultrasuede y me tomé la molestia de coger unas tijeras de manicura y cortar las palmas de un par nuevo de guantes de goma. Llevando guantes de goma evitas dejar por ahí huellas delatoras, y con las palmas al descubierto se mitiga la sensación de haberte olvidado las manos en una sauna. Si cuando estás metido en cuestiones de amor las palmas sudorosas resultan molestas, cuando vas a robar pisos es mucho peor. Evidentemente siempre existe la posibilidad de dejar por ahí una huella de palma delatora, pero si uno no asumiera ciertos riesgos ya no estaría hablando de robo de pisos, ¿no es así?

Estábamos a punto de reemprender la marcha cuando me acordé de cambiarme los zapatos. Me había puesto unos baratos mocasines Weejun para ir a la librería, tanto por una cuestión de nostalgia como por comodidad, y me los cambié por unas zapatillas de deporte Puma de aspecto competente. Desde luego no tenía pensado ir más rápido que a paso ligero, pero nunca sabes lo que la suerte te reserva y las Puma, con sus suelas de goma y sus suaves plantillas, me permiten moverme tan silenciosamente como… bueno, como una pantera, supongo.

Carolyn vive en Arbour Court, en una de esas callejuelas oblicuas situadas en una parte del West Village cuyo proyecto debió de hacerlo alguien que bebía algo más fuerte que agua de Perrier. Hasta hacía un par de meses había estado viviendo, por así decirlo, con otra mujer, una tal Randy Messinger; pero a principios de febrero había acabado la última de una serie de batallas y Randy se había trasladado con todas sus cosas a su piso de Morton Street. Ahora estábamos en marzo, finales de marzo para ser exactos, y cada tarde que pasaba al sol le costaba un poquito más ocultarse tras el horizonte, y la desavenencia no tenía visos de resolverse. De vez en cuando Carolyn conocía a alguien maravilloso en el Paula o el Duchess, pero el verdadero amor no había florecido todavía, y a ella no parecía importarle.

Preparó un poco más de café, aliñó una ensalada y calentó un par de porciones de quiche que le habían sobrado de alguna comida. Tanto ella como yo comimos frugalmente y bebimos abundante café. Los gatos dieron cuenta de su comida y se frotaron contra nuestros talones hasta que consiguieron que les diéramos los restos de quiche, que no tardaron en terminar. Ubi se tumbó sobre mi regazo y dio comienzo a una sesión de ronroneos. Su amigo Archie se puso a pasear por ahí con andares majestuosos y ejecutó unos cuantos estiramientos para lucir los músculos.

A eso de las ocho sonó el teléfono. Carolyn lo cogió y se enzarzó en una larga conversación llena de chismorreos. Cogí un libro y me puse a hojearlo, pero no logré concentrarme. Si me hubiera puesto a leer el listín telefónico habría dado lo mismo.

Cuando Carolyn colgó, me puse efectivamente a leer el listín de teléfonos, al menos durante el tiempo suficiente para encontrar un número. Lo marqué, y Abel Cornejo respondió cuando el teléfono sonaba por cuarta vez.

—Soy Bernie —dije—. He encontrado un libro que tal vez te guste. ¿Vas a estar en casa esta noche?

—No tengo ningún plan.

—¿Qué te parece si paso por ahí a eso de las once o las doce?

—Estupendo. Últimamente me acuesto tarde. —Podía oír el acento centroeuropeo por el teléfono. Hablando con él cara a cara, apenas se le notaba—. ¿Vas a venir con tu encantadora amiga?

—Probablemente.

—Os atenderé como corresponde. Cuídate, Bernie.

Colgué. Carolyn estaba sentada en la cama apoyada sobre un pie, cortando con esmero las palmas de su par de guantes de goma.

—Abel nos espera esta noche.

—¿Sabe que yo también voy a ir?

—Me lo ha preguntado expresamente. Le he dicho que es probable que vayas.

—¿Qué significa «es probable»? Le tengo mucho aprecio.

Se levantó de la cama y se metió los guantes en un bolsillo trasero. Llevaba unos pantalones de tela vaquera cepillada gris teja y una camiseta de terciopelo verde, sobre la que se puso una chaqueta azul marino. Estaba estupenda, y se lo dije.

Ella me dio las gracias y se volvió hacia los gatos.

—No hagáis trastadas, ¿eh, chicos? Apuntad el nombre si telefonea alguien y decidle que ya le llamaré cuando vuelva.

Herbert y Wanda Colcannon vivían en la calle 18 Este, entre las avenidas Novena y Décima. Hasta hace poco visitar ese barrio era una idea estupenda si uno quería que le atracaran, pero en un momento dado Chelsea se convirtió en un barrio de moda, la gente empezó a comprar y adecentar las viejas casas de ladrillo rojizo, transformando así las pensiones en edificios de viviendas de planta entera y los edificios de viviendas en casas particulares. Las calles se llenaron de ejemplares recién plantados de gingkos, robles y sicomoros, hasta el punto de que los árboles impedían ver a los atracadores.

El número 442 de la Dieciocho era una bonita casa de ladrillo rojizo de cuatro pisos con tejado tipo mansarda y un mirador en la planta del salón. El número 444, era exactamente igual, y sólo se distinguía de ella por unos detalles arquitectónicos sin importancia y el par de faroles de latón que flanqueaban la puerta principal. Sin embargo, entre las dos casas había un pequeño soportal y una pesada puerta de hierro sobre la que se veía el número 442 bis. A un lado había un timbre y, bajo este, una tira de plástico azul con el nombre Colcannon escrito en relieve.

Había llamado previamente a la residencia Colcannon desde un teléfono público de la Novena avenida. Un contestador automático me había invitado a dejar mi nombre y número de teléfono, invitación que yo había rechazado. Llamé al timbre durante un buen rato, y a continuación esperé todo un minuto. Carolyn, que se encontraba a mi lado, estaba con las manos en los bolsillos y los hombros echados hacia adelante, descansando primero sobre un pie y luego sobre el otro.

Yo podía imaginarme cómo se sentía. Era sólo la tercera vez que lo hacía. Me había acompañado una vez a Forest Hill Gardens, un lujoso enclave situado en la zona más sombría de Queens, y, más recientemente, al robo de un piso de la calle 72 Este. Yo era un perro viejo en estos menesteres, ya que había pasado mi juventud metiéndome en las casas de los demás. A pesar de ello no había dejado de sentir el emocionante cosquilleo de inquietud que se apodera de uno en tales situaciones, y tengo la sospecha de que nunca dejaré de sentirlo.

Cambié el maletín a la mano izquierda y saqué el llavero con la derecha. La puerta de hierro no era moco de pavo. Una persona podía abrirla eléctricamente desde el interior de la casa apretando un botón o desde fuera con una llave. La cerradura era del tipo antiguo que acepta una llave maestra; llaves maestras no hay muchas y yo tenía un llavero lleno de ellas. Había examinado la cerradura unos días atrás y no me había parecido cosa del otro mundo, lo cual tuve ocasión de comprobar al instante. La tercera llave que probé no entró de milagro, y la cuarta hizo saltar la cerradura como si la hubieran fabricado para aquel preciso propósito.

Borré mis huellas de la cerradura y la superficie metálica que la rodeaba y abrí la puerta empujándola con el hombro. Carolyn la cerró al pasar y me siguió por una galería cubierta. Se trataba de un túnel estrecho y largo, de paredes de ladrillo y ambiente húmedo; al fondo, sin embargo, brillaba una luz y nos encaminamos hacia ella como si fuéramos polillas. Cuando salimos, nos encontramos en un jardín ubicado entre la casa de ladrillo rojizo que daba a la calle y la casa de los Colcannon. La luz que nos había conducido hasta allí cumplía satisfactoriamente su cometido de iluminarlo. El jardín consistía en un conjunto de arriates que bordeaban un patio central de losas. Los narcisos tardíos y los primeros tulipanes daban un gran colorido al conjunto, y supongo que cuando las rosas florecieran el lugar tendría un aspecto bastante espectacular.

Había un banco semicircular al lado de lo que parecía un estanque de peces en el que caía el agua de una pequeña fuente. Me pregunté cómo era posible que pudieran tener peces allí sin que se los comieran los gatos del barrio, y pensé que habría disfrutado sentándome unos minutos en el banco a contemplar al estanque y oír el sereno gorgoteo de la fuente. Sin embargo, el lugar estaba un tanto desprotegido para consentirme semejante comportamiento.

Además, el tiempo volaba. Eran las diez menos veinte; había consultado mi reloj antes de abrir la puerta de hierro. En realidad disponíamos de toda la noche, pero cuanto menos tiempo pasáramos allí y antes saliéramos de la casa para dirigirnos a la de Abel Cornejo, más contento me sentiría yo.

—Está iluminada como un árbol de Navidad —indicó Carolyn.

Miré. Concentrado como estaba en las flores y los peces, no había prestado mucha atención a la casa; si no parecía un árbol de Navidad, tampoco parecía la típica casa vacía. Tenía tres pisos; supongo que la planta baja habría servido de caballeriza y en los pisos de arriba habría vivido el servicio antes de que la reformaran para que pudieran vivir en ella inquilinos humanos. Había luces encendidas en los tres pisos y, aunque no eran la única fuente de iluminación del jardín (a pocos pasos de la fuente había un farol eléctrico), ellas eran probablemente el origen de la mayor parte de la luz que llegaba a la galería.

La mayoría de la gente deja una o dos luces para confundir a los ladrones, un pequeño pero valiente faro que brilla a las cuatro de la mañana para proclamar al mundo entero que no hay nadie en casa. Hay algunas personas que se organizan algo mejor e instalan unos pequeños e ingeniosos temporizadores que encienden y apagan las luces. Sin embargo, Herbert y Wanda se habían pasado de la raya. Quizá se habían puesto nerviosos ante la idea de llevarse a la noble Astrid y dejar la casa desprotegida. Quizá Herb tuviera una tonelada de acciones de la Compañía Edison y Wanda hubiera comprado una sobredosis de esas bombillas de cinco años de duración que los ciegos te venden por teléfono.

Quizá estaban en casa.

Subí al escalón de entrada y acerqué el oído a la puerta. Se oía ruido en el interior, una radio o una televisión, pero nada que pareciera una conversación real. Llamé al timbre y presté atención, pero no oí ningún sonido diferente en el interior. Dejé el maletín en el suelo, me puse los guantes de goma mientras Carolyn se ponía los suyos y recé una plegaria en silencio para que la casa no tuviera conectada una alarma antirrobo de cuya existencia no tuviera conocimiento. Dirigí la plegaria a san Dimas, que es el santo patrón de los ladrones y hoy en día debe de oír muchas plegarias.

Que no haya una alarma antirrobo, le supliqué al bueno de Dimas. Que el perro esté realmente en Pensilvania. Que lo que haya dentro sea el sueño dorado de todo ladrón, y a cambio te prometo que… Pero ¿qué voy a prometer yo?

Saqué mi anilla de ganzúas y sondas y puse manos a la obra.

Las cerraduras eran bastante buenas. En aquella puerta había tres, dos Segal y una Rabson. Dejé la Rabson para el final porque sabía que iba a ser la más difícil, aunque luego me sorprendí despachándola en menos de un minuto. Oí el suspiro de Carolyn cuando se corrió el cerrojo; ahora ya sabe un poco sobre cerraduras: ha logrado abrir la de su casa sin utilizar la llave y también ha estado a punto de volverse loca practicando con la Rabson que le he dejado. Parecía impresionada.

Giré el picaporte, entreabrí la puerta y me hice a un lado para dejar pasar a Carolyn. Ella meneó la cabeza y me hizo una señal para que entrara yo primero. ¿La edad antes que la belleza? ¿La muerte antes que la deshonra? ¿Margaritas a los cerdos…? Abrí la puerta del todo y cometí allanamiento de morada.

¡Dios santo, qué sensación!

Doy gracias por que no haya nada más despreciable que el robo de casas que me produzca esa sensación, porque si lo hubiera probablemente sería incapaz de resistirme a ello. Bien, soy un profesional, de acuerdo, y me dedico a esto por el dinero, no nos engañemos. Pero cuando lo hago siento una descarga tan intensa que resulta extraño que las farolas de toda la ciudad no se apaguen cada vez que entro en el domicilio de otra persona.

Dios sabe que no me enorgullezco de ello. Tendría un concepto más elevado de mí mismo si me ganara la vida en Barnegat Books. Nunca cubro los gastos con la librería, pero tal vez pudiera conseguirlo si me tomase la molestia de aprender a ser mejor empresario. El señor Litzhauer pudo mantenerse durante años gracias a la librería antes de jubilarse, vendérmela a mí y trasladarse a San Petersburgo. Yo también debería mantenerme gracias a ella. Al fin y al cabo no vivo a cuerpo de rey. No me chuto caballo ni esnifo coca ni ando por ahí con la gente guapa. Tampoco me asocio con delincuentes conocidos como tiene el buen gusto de decirlo la junta que decide la concesión de la libertad condicional. No me gustan los delincuentes. No me gusta serlo yo.

Pero me encanta robar.

El programa de la radio era una de esas tertulias a la que llaman los oyentes para dar su opinión acerca de la fluoración, los dolores del parto y otros asuntos candentes. Al entrar me quedé allí parado, molesto porque me gritara de aquella manera. Las luces, en cambio, eran una muestra de amabilidad; estando encendidas no teníamos que encenderlas nosotros, lo cual hubiera podido llamar la atención, ni tampoco maldecir la oscuridad. Sin embargo me quedé parado en el vestíbulo y al final tomé la decisión de apagar la puñetera radio. Era una distracción. Hay que pensar de manera eficaz cuando se está robando una casa, y ¿quién podía hacerlo con todo ese ruido?

—Por Dios, Bern…

—¿Qué ocurre?

—Con lo elegante que viste, ¿quién se iba a imaginar que sería tal desastre en casa?

La seguí al salón para ver de qué estaba hablando. Parecía como si, a pesar de no ser la estación, una tormenta tropical se hubiera desviado de su curso con el único fin de colarse por la chimenea y ponerlo todo patas arriba. Los cojines estaban por los suelos. Alguien había sacado los cajones del escritorio y los había vuelto del revés, dejando su contenido desperdigado sobre una alfombra Aubusson. Los cuadros habían sido descolgados de las paredes y los libros arrojados de las estanterías.

—Ladrones —dije.

Carolyn tenía los ojos desorbitados.

—Se nos han adelantado —dije.

—¿Y si andan todavía por aquí? Será mejor que nos vayamos.

Volví a la puerta principal y eché un vistazo. Tras entrar en el piso había echado las llaves y había puesto la cadena que tenía el cerrojo de la puerta. Al llegar, sin embargo, nos habíamos encontrado con los tres cerrojos echados y la cadena suelta.

Qué extraño…

Si los ladrones habían entrado por aquella puerta y la habían cerrado con llave tal como yo lo había hecho, ¿por qué no habían puesto la cadena? Y si ya se habían ido, ¿se habían molestado en echar las llaves al salir? Yo suelo hacerlo por una cuestión de rutina, claro que no tengo la costumbre de salir de una habitación dejándola como si hubieran pasado por ella los cerdos poseídos de Gádara. La persona que había destrozado aquella habitación pertenecía a las que abren una puerta a patadas, no a las que se toman la molestia de cerrar con llave al salir.

A menos que…

Había un montón de posibilidades. Empecé a buscar la radio guiándome por el sonido. Crucé el comedor, donde un aparador y un armario de caoba con estantes y puerta abatible habían sido objeto del mismo tipo de saqueo que el escritorio del salón, y entré en una cocina que también había sufrido aquella clase de trato. Sobre la encimera de madera había una Panasonic vaciándose los transistorizados pulmones a gritos. Me volví hacia Carolyn, me llevé un dedo a los labios en señal de silencio y apagué la radio interrumpiendo un enardecido discurso en torno a la última subida del precio del petróleo.

Se hizo el silencio. Cerré los ojos y agucé el oído. Habría podido oír el vuelo de una mosca, y llegué a la conclusión de que no había ninguna.

—Se han ido —dije.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Si estuvieran aquí los oiríamos. Sean quienes sean estos sujetos, no son del tipo silencioso.

—Será mejor que nos larguemos.

—Todavía no.

—Pero ¿estás loco, Bern? Si se han ido, significa que la poli tiene que estar al caer, y aunque no sea ese el caso, ¿crees que vamos a encontrar algo que nos podamos llevar? Los causantes de este estropicio ya lo habrán robado todo.

—No tiene por qué ser así.

—Bueno, pues se habrán llevado la cubertería de plata de ley. ¿Qué quieres? ¿Que birlemos la de acero inoxidable? —Me siguió hasta la cocina y subió conmigo un tramo de escaleras—. ¿Qué esperas encontrar, Bern?

—Una colección de monedas. Y quizá algunas joyas.

—¿Dónde?

—Buena pregunta. ¿En qué habitación está la caja de seguridad?

—No lo sé.

—Entonces tendremos que buscarla, ¿no te parece?

La búsqueda no nos supuso un gran esfuerzo, ya que nuestros predecesores en el delito habían descolgado los cuadros de las paredes. Echamos un vistazo en la biblioteca y otro en la habitación de invitados de la primera planta, luego subimos otro tramo de escaleras y encontramos la caja de seguridad en el dormitorio principal. El onírico paisaje pastoral que servía para ocultarlo a la vista se hallaba ahora en el suelo junto con el contenido de las dos cómodas y algunos fragmentos de cristal procedentes del tragaluz del techo. Aquel era el lugar, sin lugar a dudas, por el que habían entrado. Y también por donde, con toda seguridad, se habían ido, acarreando el botín por los tejados hasta perderse en la oscuridad de la noche. Aquellos payasos no habían cerrado la puerta principal con llave porque ni siquiera la habían abierto. Les habría crecido barba tratando de hacer saltar aquella Rabson.

Tampoco habían logrado abrir la caja de seguridad. No sé si se habían esforzado mucho. En torno al disco de la combinación había marcas de alguien que había utilizado un punzón con la esperanza de acabar con la cerradura. No se veía ninguna huella que indicase que hubieran empleado un soplete, aunque de haberlo hecho, tampoco les habría servido de mucho. La caja era sólida como una roca y la cerradura una preciosidad.

Comencé a hurgar el disco. Carolyn se encontraba a mi lado, observando con algo más que mera curiosidad; sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que nos pusiéramos nerviosos y empezásemos a meternos el uno con el otro. Antes de que se me ocurriera sugerírselo, ella dijo que se iba a echar un vistazo por ahí. Le prometí que la llamaría en cuanto consiguiera abrir el chisme.

Me costó un poco de trabajo. Me quité los guantes de goma; aunque ese numerito que se monta Jimmy Valentine frotándose las manos con arena para sensibilizarlas es una estupidez, no tiene sentido complicar las cosas más de lo que ya lo están. Hice un poquito de esto y un poquito de lo otro, sirviéndome de esa combinación de conocimiento e intuición que uno ha de tener si desea aspirar a algo en el mundo de las cerraduras, y averigüé el último número en primer lugar, como siempre sucede cuando uno trabaja con cerraduras de combinación. Uno a uno saqué los otros tres números; volví a ponerme los guantes, limpié las superficies que había tocado, respiré hondo y llamé a Carolyn con un silbido.

Apareció con un grabado enmarcado en las manos.

—Es una litografía de Chagall —me explicó—. Firmada con lápiz y numerada. Supongo que valdrá unos cuantos cientos de dólares. ¿Merece la pena que nos la llevemos?

—Si le quitas el marco…

Me lo mostró y dijo:

—Creo que cabrá en el maletín. ¿Qué? ¿Sacas algo en claro con ese cacharro?

—Voy a probar un par de números al azar —contesté.

Marqué los cuatro números en el debido orden, oí un leve clic en mi cabeza y quizá también en el mecanismo de cierre en el momento en que las gachetas se alineaban, giré la manilla hacia la izquierda y abrí la caja de seguridad.

Salimos de la casa tal como habíamos entrado. Supongo que también podríamos habernos ido por el tejado, pero ¿qué sentido habría tenido? Al pasar por la cocina me detuve para encender la radio. Un anuncio estaba ofreciendo en aquel momento una colección de tres elepés con las cien rumbas y sambas de mayor éxito. Había un número de teléfono de llamada gratuita, pero se me olvidó apuntarlo. Descolgué la cadena y abrí las tres cerraduras; salimos, y mientras Carolyn me sostenía el maletín yo me serví de la anilla de ganzúas y sondas para dejar la puerta cerrada con llave. En el colegio me enseñaron la importancia de hacer bien las cosas, y las lecciones que se aprenden de pequeño no se olvidan nunca.

La fuente continuaba gorgoteando y el jardincito seguía tan encantador como antes. Me quité los guantes de goma y me los metí en un bolsillo trasero. Carolyn hizo lo mismo con los suyos. Cogí el maletín y atravesamos la galería hasta llegar a la pesada puerta de hierro. No hacía falta llave para salir, ya que para tal fin había un tirador que no se podía alcanzar desde la calle. Lo giré y salimos; la puerta volvió a su sitio y quedó cerrada con el pestillo.

En la acera de enfrente había un joven delgado con un pañuelo de papel en la mano que se estaba agachando para limpiar los excrementos que había dejado su airedale. No se fijó en nosotros, que echamos a andar en la dirección contraria.

Cuando llegamos a la esquina de la Novena avenida, Carolyn dijo:

—Las personas que han entrado sabían que los Colcannon se iban de viaje y que se iban a llevar el perro y todo lo demás, a no ser que alguien estuviera andando por los tejados y haya tenido suerte.

—Eso es poco probable.

—Cierto. Wanda ha debido de decírselo a otra persona. Yo no se lo he dicho, Bernie.

—La gente habla mucho —repuse—. Y un buen ladrón aprende a escuchar. Si hubiéramos sido los primeros en llegar, habríamos dado un golpe más importante, pero de este modo podemos viajar ligeros de equipaje. Además estamos sanos y salvos; míralo desde este punto de vista. Esos payasos han pasado por esa pobre casa como Cromwell por Drogheda; a la poli no le costará mucho dar con ellos. Nosotros no hemos dejado ni una huella, así que les echarán el muerto a ellos.

—Ya he pensado en eso. ¿Qué opinas del Chagall?

—Apenas me he fijado en él.

—Me pregunto cómo quedaría en mi piso.

—¿Dónde?

—Quizá encima de la silla de mimbre.

—¿Dónde tienes ahora el póster de Air India?

—Exacto. Estaba pensando que ya va siendo hora de que supere la época de los pósters de viajes. Tal vez tenga que ponerle un paspartú a la litografía, pero eso no tiene mucha importancia.

—A ver qué tal queda.

—A ver… —Tres taxis pasaron lanzados por nuestro lado, todos con la luz verde encendida—. La he cogido sólo porque quería llevarme algo, ¿sabes? No quería irme con las manos vacías.

—Lo sé.

—Tenía pensado registrar los cajones mientras tú abrías la caja de seguridad, pero esos cabrones se me han adelantado y me he quedado sin nada que hacer. He tenido la sensación de estar como excluida.

—Comprendo.

—Por eso he robado el Chagall.

—Ya verás qué bien queda encima de la silla de mimbre, Carolyn.

—Bueno, ya veremos.