A las cinco y media dejé el libro que estaba leyendo y empecé a echar a los clientes de la tienda. El libro era de Robert B. Parker, y su héroe era un detective privado llamado Spenser que compensaba el hecho de no tener nombre de pila comportándose con un insensato despliegue de actividad física. Cada dos capítulos te enterabas de que estaba haciendo footing por Boston, levantando pesas o buscando algún otro modo de sufrir un infarto o una hernia. Por el mero hecho de leer su historia ya empezaba a sentirme agotado.
Mis clientes no tardaron en marcharse; uno de ellos se detuvo a comprar un libro de poesía que yo había estado hojeando, pero el resto se evaporó como una delgada capa de escarcha en una mañana soleada. Metí en la tienda el mostrador de ofertas («Todos los libros a cuarenta centavos. Tres por un dólar»), apagué las luces, salí, cerré la puerta, eché la llave, corrí las rejas plegables que protegían la entrada y las ventanas, les eché el cerrojo y dejé Barnegat Books preparada para la noche.
Mi librería estaba cerrada. Había llegado la hora de poner manos a la obra.
La librería está en la calle 11 Este, entre University Place y Broadway. A dos números en dirección este se encuentra La Casa del Caniche. Entré, anunciado por el campanilleo del timbre, y la cabeza de Carolyn Heiser surgió por detrás de la cortina que había al fondo.
—Hola, Bern —dijo—. Ponte cómodo. Salgo ahora mismo.
Me arrellané en un sofá con cojines y me puse a hojear un ejemplar de una publicación del ramo: El vendedor de animales de compañía, que era lo que uno podía esperar encontrarse allí. Se me ocurrió que tal vez pudiera ver una fotografía de un bouvier des Flandres, pero no tuve suerte. Todavía estaba en ello cuando Carolyn apareció con un perro pequeñísimo del color de un Old Crow con agua.
—Ese no es un bouvier des Flandres —le indiqué.
—Y que lo digas —contestó ella. Colocó al animalillo sobre una mesa y empezó a ahuecarle el pelo, pese a que ya lo tenía bastante ahuecado—. Te presento a Príncipe Valiente, Bernie. Es un caniche.
—No sabía que los caniches eran tan pequeños.
—Cada vez los hacen más pequeños. Este es una miniatura, pero es incluso más pequeño que una miniatura corriente. Creo que los japoneses han entrado en el sector. Me parece que están haciendo de las suyas con los transistores.
Carolyn no suele gastar bromas sobre personas bajitas por miedo a arrojar la primera piedra. Con zapatos de tacón es posible que se acercase a un metro cincuenta. Tiene el pelo castaño oscuro, con flequillo recto y melena corta, los ojos azules y un físico que recuerda a una boca de incendios, un aspecto muy a tener en cuenta cuando se trabaja en una peluquería canina.
—Pobre Príncipe —dijo—. Los criadores siguen escogiendo a los más enanos y cruzándolos para conseguir ejemplares como este. Y también los cruzan por el color, por supuesto. Príncipe Valiente no es sólo un caniche en miniatura; es además un caniche en miniatura de color albaricoque. ¿Dónde demonios estará su dueña, a todo esto? ¿Qué hora es?
—Las seis menos cuarto.
—Lleva un cuarto de hora de retraso. Un cuarto de hora más y cierro.
—¿Y qué vas a hacer con Príncipe Valiente? ¿Llevártelo a casa?
—Pero ¿qué dices…? Los gatos se lo comerían para desayunar. Tal vez Ubi accediera a convivir con él, pero Archie lo destriparía sólo para mantenerse en forma. No; si su dueña no aparece antes de las seis, lo siento por Príncipe pero tendrá que pasar la noche en una jaula.
Aquello debería haber sido motivo suficiente para que el perrillo soltase un pequeño y encantador aullido de protesta; sin embargo, se quedó como un pasmarote. Le comenté a Carolyn que su color se parecía más al del whisky con agua que al del albaricoque, y ella me respondió:
—Dios mío, no me lo recuerdes o voy a ponerme a babear como el perro de Pavlov.
En aquel momento sonó la campanilla de la puerta y una mujer de pelo canoso con reflejos azules entró contoneándose para recoger el animal.
Proseguí la lectura de El vendedor de animales de compañía mientras ellas liquidaban la cuenta de Valiente. Cuando hubieron acabado, su dueña le sujetó al collar una correa tachonada de diamantes de imitación y salió con él de la peluquería. En la acera, se encaminaron hacia el este, probablemente en dirección a Stewart House, un gran bloque de apartamentos por el que se ven muchas señoras de pelo canoso con reflejos azules con o sin caniches de color albaricoque a su lado.
—¡Vaya con los caniches…! —comentó Carolyn—. No tengo perro por los gatos, aunque si no tuviera gatos tampoco tendría perro. Y si lo tuviera, no sería un caniche.
—¿Qué tienen de malo los caniches?
—No lo sé. Los caniches normales y corrientes no tienen nada de malo. No tengo nada en contra de los típicos caniches negros y con el pelo sin cortar. Aunque, naturalmente, si todo el mundo tuviera un típico caniche negro y con el pelo sin cortar, más me valdría colgar las tijeras y cerrar el negocio, lo cual, pensándolo bien, no sería tan mala idea. ¿Podrías vivir con uno de esos, Bernie? ¿Con un caniche en miniatura?
—Bueno, yo no…
—Por supuesto que no —me interrumpió ella—. Ni tú ni yo podríamos. Sólo hay dos clases de personas que pueden tener un perro así, y nunca he conseguido comprenderlas.
—¿A cuáles te refieres?
—A los hombres homosexuales y las mujeres heterosexuales. ¿Por qué no nos largamos de aquí? Creo que me gustaría tomarme un licor de albaricoque; una vez tuve un amante al que le gustaba… Tampoco me importaría tomarme el whisky con agua del que acabas de hablar, aunque lo que realmente me apetece es un martini.
Lo que se bebió al final fue una Perrier con lima.
Aunque no sin protestar. La mayor parte de las protestas las soltó al aire libre, y para cuando dimos la vuelta a la esquina y llegamos a la mesa del Bum Rap en la que solemos sentarnos, Carolyn estaba más tranquila e incluso de buen humor. La camarera preguntó si queríamos lo de siempre, a lo que Carolyn respondió con una mueca y pidiendo un agua de Seltz francesa, que no era en absoluto lo que solía tomar. También yo pedí una Perrier, que no es lo que acostumbro a beber al final de una jornada de trabajo, pero el trabajo del día todavía no había acabado. La camarera se alejó rascándose la cabeza.
—¿Ves, Bern? Este comportamiento atípico despierta sospechas.
—No creo que sea motivo de preocupación.
—No entiendo por qué no puedo tomarme una copa como Dios manda. Para lo de esta noche todavía faltan muchas horas. Si me bebiese una copa, tendría tiempo de sobra para recuperarme.
—Ya conoces las reglas.
—Las reglas…
—Sin ellas la sociedad se vendría abajo y todo sería una anarquía. Las calles se llenarían de delincuentes.
—Bernie…
—Claro que siempre puedo hacerlo en solitario —añadí.
—Venga ya…
—El trabajo no resultaría mucho más complicado si lo hiciera uno en lugar de dos. Podría arreglármelas.
—¿Quién lo ha encontrado?
—Tú —contesté—, y te vas a llevar el cincuenta por ciento suceda lo que suceda, incluso si prefieres quedarte en casa esta noche. ¿Qué motivo hay para correr riesgos adicionales? Además, así podrás beberte tu martini, incluso dos o tres y…
—Ya he comprendido el mensaje.
—Sólo pensaba que…
—Te repito que mensaje recibido, Bern.
Dejamos de hablar mientras la camarera depositaba las dos Perrier sobre la mesa. En el tocadiscos sonaba un dueto de Loretta Lynn y Conway Twitty cuya letra hablaba sobre una mujer de Misisippí y un hombre de Luisiana. O quizá fuera al revés. Da igual.
Carolyn rodeó el vaso con la mano y me miró con gesto iracundo.
—Voy a ir —dijo.
—Si tú lo dices.
—Pues claro que lo digo, joder. Somos socios, ¿no? Estoy metida en esto hasta el final. ¿Te piensas que porque soy mujer tengo que encargarme de que parezca que nada altera la jodida normalidad?
—Yo no he dicho eso…
—¡Y no quiero un martini, coño! —exclamó. Levantó el vaso—. Por la delincuencia, joder.
Se la bebió como si fuera ginebra.
Todo el plan había sido urdido en el Bump Rap, en aquella misma mesa. Carolyn y yo tenemos costumbre de tomar una copa después de trabajar, a menos que uno de los dos tenga algo que hacer, y un par de semanas atrás habíamos brindado levantando también un par de vasos, con la diferencia de que ninguno de los dos contenía agua Perrier.
—Es gracioso el tipo de perros que elige la gente —había dicho Carolyn—. Tengo una clienta que se llama Wanda Colcannon y tiene un bouvier.
—Sí, es graciosísimo…
Ella me había mirado fijamente.
—¿Quieres que te lo cuente o no, Bernie?
—Lo siento.
—El asunto es que la primera vez que la vi entrar con el perro pensé que eran tal para cual. Ella es una rubia alta y seria que parece salida del sueño de un masoquista. Lleva vestidos de modista y tiene los pómulos típicos de la gente del registro social. Le sale la clase por los poros.
—Ya.
—El bouvier, por su parte, es un perro con mucha clase. Actualmente está muy de moda. Hace sólo un par de años que la Asociación Canina Norteamericana reconoció la raza. Son perros caros, y tienen un aspecto muy elegante incluso si no sabes lo que cuestan. Así que imagínatelos: una rubia de piernas largas con un abrigo de cuero y un bouvier negro azabache a su lado. Tal para cual.
—¿Y por qué resulta gracioso?
—Eligió al perro por el nombre.
—¿Cómo se llama el perro?
—Bueno, en realidad no es un perro sino una perra.
—Eso de ser una perra también está muy de moda.
—Eso nunca pasa de moda. Bueno, la perra se llama Astrid, aunque ese es el nombre que le dio Wanda. Lo que le hizo inclinarse por ella fue el nombre de la raza.
—¿Por qué?
—Porque el apellido de soltera de Wanda es Flandres.
—El apellido de soltera de Jackie Kennedy es Bouvier —había comentado yo—, aunque no sé qué tipo de perro tiene… Bueno, lo cierto es que tampoco sé la importancia que tiene esto. Me he despistado. ¿Qué tiene que ver Flandres con Bouvier?
—Oh, creía que lo sabías. Los Bouvier son originarios de Bélgica. El nombre completo de la raza es bouvier des Flandres.
—Ah…
—De modo que eso fue lo que le llamó la atención de la raza. Acabó comprándose un cachorro hará un par de años. Resultó una elección perfecta. Está loca por Astrid, y la perra muestra verdadera devoción hacia ella. Por si fuera poco, Astrid no sólo es un animal con clase, sino que además es inteligentísima y un gran perro guardián.
—No sabes cómo me alegro por ellas —había dicho yo.
—Deberías alegrarte. Llevo casi un año cuidando a su perra. Ella la trae cada dos meses para el baño y el cepillado de rutina; cuando va a ir a una exhibición le hago todo el tratamiento. No la exhiben con frecuencia, sólo de vez en cuando, y aún así ya ha ganado un par de cintas, incluso una o dos azules.
—Me alegro por ella.
—Alégrate también por Wanda y Herb. A Wanda le encanta sacar a la perra a pasear. Se siente segura en la calle cuando va con Astrid. Y ella y su marido se sienten seguros cuando la perra está vigilando la casa. De ese modo no tienen que preocuparse por los ladrones.
—Lo comprendo perfectamente.
—Ajá… Astrid es su seguro antirrobos. Dentro de un par de semanas empezará a estar en celo, y ellos quieren aparearla. A Wanda le preocupa que la experiencia de la maternidad merme su habilidad como perro guardián, pero lo va a intentar de todos modos. El perro semental es un famoso campeón. Vive en el campo, en el condado de Berks, Pensilvania. Creo que eso queda por Reading. Le envían perras de todo el país y le pagan por ello. Es decir, pagan al dueño del perro.
—Aun así, el perro se pega la buena vida.
—¿Verdad que sí? Wanda no va a enviar a Astrid, sino que la va a llevar con su marido. Cuando se quiere que dos perros se apareen, se les deja juntos un par de días seguidos, para tener la seguridad de que coinciden en el momento culminante de la ovulación. De modo que van a llevar a Astrid en coche hasta el condado de Berks y se van a quedar a pasar la noche para dejarles copular por segunda vez al día siguiente. Luego volverán.
—Seguro que los tres disfrutarán del viaje.
—Sobre todo si hace buen tiempo.
—Eso es siempre un factor a tener en cuenta —había comentado yo—. Tengo la impresión de que me estás contando todo esto por un motivo concreto.
—No se te escapa ni una. Van a estar una noche fuera, y Astrid también. Astrid es su alarma antirrobo. Son lo bastante ricos para permitirse el lujo de comprar ropa de diseño y el perro pura-sangre que esté de moda. Y también para que él pueda darse la satisfacción de dedicarse a su pequeño pasatiempo.
—¿Cuál es su pequeño pasatiempo?
—Coleccionar monedas.
—Oh —había exclamado yo frunciendo el entrecejo—. Ya me has dicho su apellido. No es Flandres; ese es el apellido de soltera de Wanda, que coincide con el del perro… Colcannon. Pero no me has dicho su nombre de pila. Un momento; sí, sí que me lo has dicho: es Herb.
—Tienes buena memoria para los detalles, Bern.
—Herb Colcannon… Herbert Colcannon… Herbert Franklin Colcannon. ¿Se trata del mismo Herbert Colcannon que el que supongo?
—¿Cuántos te crees que hay?
—El otoño pasado estaba en una subasta de Bowers y Ruddy comprando ejemplares de prueba en oro y hace unos meses compró algo en una venta organizada en Stack’s. No me acuerdo qué era. Leí algo sobre ello en El mundo de la moneda. De todos modos lo más probable es que lo guarde todo en el banco.
—Pero si tienen una caja de seguridad empotrada en la pared. ¿Qué tiene eso que ver con las «probabilidades»?
—Las reduce un poco. ¿Cómo te has enterado de todo esto?
—Wanda me lo mencionó en una ocasión. Me dijo que una noche había querido ponerse una joya y no había podido hacerlo porque estaba guardada en la caja de seguridad; se había olvidado de la combinación y Herb estaba fuera de la ciudad. Estuve a punto de decirle que tenía un amigo que podía ayudarle, pero decidí que sería mejor que no supiera nada sobre ti.
—Sabia decisión. Quizá no tenga todo guardado en el banco. Quizá tenga unas cuantas monedas haciendo compañía a sus joyas…
La cabeza estaba funcionándome a toda marcha. ¿Dónde vivían? ¿Cómo era el sistema de seguridad? ¿Cómo podía burlarlo? ¿Qué podía llevarme de allí y qué persona podía ofrecerme sus buenos oficios para transformarlo de la manera más ventajosa en dinero anónimo, limpio y en efectivo?
—Viven en Chelsea —había proseguido Carolyn—. En una casa discretamente alejada de la calle. Su nombre no figura en el listín telefónico, pero tengo su dirección. Y el número de teléfono.
—Siempre es conveniente tenerlo.
—Ajá. Disponen de toda la casa para ellos solos. No tienen niños y la asistenta no vive con ellos.
—Muy interesante.
—Eso mismo pienso yo. Y también que parece un trabajo perfecto para el Dúo Dinámico.
—Bien pensado —había dicho yo—. Te invito a una copa. Te la mereces.
—Ya iba siendo hora.