Justo Ansotegui regresa al mercado para oír el idioma y comprar jabón. Por el día siempre coloca las pastillas en platos separados para poder captar el aroma, aunque no consiguen ocultar los olores del ganado que ha vivido en su casa durante generaciones. Cuando por la noche se sienta, casi sin pensar se lleva una pastilla a la nariz. Se acaricia el bigote con una, a fin de que el aroma se le pegue a los pelos negros y duros que le rebasan el labio superior y ocultan su expresión. Las muchas veces que se despierta en la noche, toca una pastilla de jabón que guarda en la mesilla y luego se huele los dedos, con la esperanza de que la fragancia transporte ciertos recuerdos a sus sueños.
Alaia Aldecoa, la fabricante de jabón del pueblo, explica que para elaborar las pastillas utiliza leche de oveja e ingredientes que mantiene en secreto, pero a Justo no le interesa cómo se hacen, sino sólo cómo le hacen sentir.
—Kaixo, Alaia. Soy Justo —dice acercándose a su puesto en el mercado.
Alaia acepta esa presentación innecesaria. Lo conoce hace años, y además el olor le precede. Justo saca una moneda resbaladiza del bolsillo de sus pantalones de lana con tirantes, que ahora le quedan por la cintura. La moneda tiene un olor agradable, pues está recubierta de residuo de jabón, que también guarda en el bolsillo.
—Me gustaría una pastilla con la «mezcla de Miren» —dice Justo.
La fabricante de jabón sonríe al oír el nombre de Miren y, como hace todas las semanas, guarda dos pastillas en un paquete aparte para Justo. No le vende esa mezcla a nadie más. Como siempre, ella rechaza su dinero y le vuelve a meter la moneda en el bolsillo. Todas las semanas, Alaia intenta pensar en algo que pueda decirle para alegrarle el día, pero, de nuevo, lo único que tiene es jabón.
Es lunes por la tarde, el día que tradicionalmente la gente sale a comprar, pero hoy el mercado tampoco está abarrotado. Las actividades se han reanudado a desgana en los últimos tres años, y el mercado ahora queda varias manzanas al este del antiguo emplazamiento, más cerca del río. Es más pequeño porque hay poco movimiento y escasea el dinero, y mucha gente se ha ido. Puesto que gran parte del comercio está restringido por el gobierno y el racionamiento, el día de mercado se dedica a otras cosas, aparte de comprar y vender.
Mientras Justo se aleja del puesto de Alaia, situado al borde de la plaza del mercado, escucha la cháchara de las amamak reunidas, como un puñado de gallinas, intercambiando lo único que les sobra: los chismorreos. En épocas anteriores, las abuelas negociaban la compra de lengua de ternera y espaldas de cordero, y los pimientos verdes que espolvoreaban con ajo y freían en aceite de oliva. Y olían las ristras de chorizos que colgaban del puesto del charcutero. Los chorizos picantes se doraban en una sartén con los huevos, que absorbían sus jugos rojizos y su fuerte sabor. Tentáculos de aroma procedentes de la comida atraían a la familia a la mesa sin que se dieran cuenta. El olor hacía que los pequeños se reunieran junto al regazo de la amuma y exhalaran en su cara el aliento de la felicidad perfumado de ajo.
En el mercado ahora nadie tiene prisa; hay poco donde elegir. De manera que examinan concienzudamente cada verdura y sopesan cada huevo.
—Éstos son demasiado pequeños —dice una, provocando un alud de críticas de las demás.
—Estas verduras no son frescas.
—No le serviría esto a mi familia.
—¿Hoy compramos, señoras, o sólo toqueteamos? —pregunta el vendedor.
Se burlan al unísono, pero se muestran reacias a devolver el producto. Es más fácil calificar la comida de inaceptable que admitir que no pueden pagarla. Incluso en los buenos tiempos las mujeres se mostraban quisquillosas en estas cuestiones, pues su cocina las definía. Más que la recolección, inflación y distribución del chismorreo, su misión es dar de comer. La edad puede cambiar muchas cosas, pero no puede menguar sus habilidades en la cocina. Y mejorar como cocinera es una manera de anexionarse territorio emocional dentro de la familia. Pero, con tan poca comida, ahora les resulta muy difícil ejercer su arte. Y el hambre que antaño les mordisqueaba como un perro hambriento ahora es más un invitado enojoso que simplemente se niega a marcharse.
Justo pasa de largo esa reunión de gente. Lo saludan y callan, y enseguida reemprenden la charla y los movimientos de cabeza, vigorizados por un nuevo tema. Picotearán los pormenores de la vida de Justo hasta que otro tema reclame su atención. De todos modos, la comunicación es una quimera, pues todas hablan a la vez.
Las campanas de Santa María dan la hora, y muchas dirigen la mirada hacia el cielo sin nubes.
Bajo los toldos de rayas azules de la taberna, los viejos juegan al mus, un concurso de insultos que se libra alrededor de un mazo de cartas.
—Ven, Justo, necesito un nuevo compañero, pues éste se asfixia bajo la montaña de mierda que tiene por cerebro —le grita un viejo amigo, suscitando reproches de los demás jugadores. Uno tras otro, todos murmuran la palabra «¡Mus!», y es unánime la opinión de que hay que cambiar de cartas. Si todos los jugadores están de acuerdo, se descartan y se vuelve a repartir.
—El mundo podría aprender mucho de este juego —dice uno de los jugadores, aliviado.
Justo declina el ofrecimiento de jugar, que, de todos modos, no es más que una cortesía. De las numerosas actividades que se le niegan a un hombre con un solo brazo, Justo ha descubierto que renunciar al mus es el sacrificio menos importante.
A continuación, los jugadores comienzan las señas a sus compañeros, actos no sólo permitidos, sino alentados. Los vascos, creativos ellos, han descubierto que hacer trampas sólo puede evitarse declarándolo parte legal del juego. En consecuencia, si uno nunca reconoce la existencia de la frontera, llevar bienes al otro lado no es contrabando, sólo comercio nocturno. Y si una raza cree que siempre ha vivido en su propia nación, entonces proteger sus fronteras imaginarias es una cuestión de patriotismo, no de separatismo.
Guiñarle el ojo a tu compañero de mus revela una información, y sacar la lengua en medio o por un lado revela otra, pero cuando las señas salen mal, uno especula que su compañero utiliza a los animales de su caserío para una diversión poco convencional.
—Dios, ojalá aún tuviera ovejas… por esa razón o cualquier otra —responde el compañero, burlándose del insulto.
Justo emite una carcajada de una nota y el sonido le sorprende. A veces surgen esporádicos arrebatos de humor. Algunos al menos lo intentan. En el menú escrito en la pizarra de la taberna, detrás de él, en letras pequeñas, debajo de la lista de platos con el precio hay una nota remarcada por un asterisco que parece un copo de nieve: «Si bebes para olvidar, no te olvides de pagar».
—Quédate, Justo, por favor —implora uno—. Puede que necesite los servicios del hombre más fuerte de Gernika para arrancarme el pie del culo de mi compañero. —Es otro comentario de cortesía a Justo, cuya renombrada fuerza física lleva tiempo sin demostrarse.
—Ningún Dios misericordioso habría puesto en Su tierra a tantos fascistas ni a compañeros tan ignorantes —dice uno de los jugadores en voz baja. Justo escudriña la zona para ver si alguien se ha ofendido.
No ha ido al mercado a jugar a las cartas ni a pasar el rato. Antaño fue uno de los personajes más visibles de la ciudad, y ahora pasa las horas vagando por calles y callejones. Observa, escucha los comentarios acerca de las nuevas de la población y desaparece.
Las amamak cloquean:
—Naturalmente, podría haberse trastornado, sabes, como su padre, teniendo en cuenta todo lo que…
—Oh, sí, podría, teniendo en cuenta…
—Creo que está… sí… ¿y quién no?
Justo ha oído esas murmuraciones y no le importa que le tachen de loco. Incluso es algo conveniente, en estos tiempos. La gente te hace menos preguntas.
En un bancal de tierra que queda al oeste, el simbólico árbol de Gernika se levanta rígido e imperturbable. Los residentes relatan una y otra vez las historias de sus antepasados, reunidos bajo el árbol desde la prehistoria para hacer leyes o planes de defensa de la tierra contra los invasores. Ni los rebeldes ni los alemanes han conseguido dañar el árbol, aunque poco más ha escapado a su influencia.
En el mercado no se ve la ikurriña roja, blanca y verde, pues la bandera está prohibida en público. No hay juegos de pelota como antes, pues el frontón no se ha reconstruido. No hay bailes en la plaza por las noches, después del día de mercado, porque bailar en público la jota o el aurresku podría conllevar que te arrestaran.
Justo ya no contempla estas realidades, pues no le afectan. Está más allá de cualquier castigo. Notorio durante muchos años en sus alardes y bravuconadas, ahora Justo hace poco más que escuchar. Si la Guardia Civil está ocupada en otro lado, el mercado es el mejor lugar para oír su lengua. Desde que Miguel se marchó, Justo no tiene en casa más compañía que un añojo y unas cuantas gallinas suspicaces, y la conversación de éstas es muy predecible. Lo cierto es que hablan tan poco con él como Miguel en las semanas anteriores a su retirada a las montañas en busca de… algo.
Así pues, Justo viene a escuchar. El idioma ha sido siempre el acto más importante de separación, de todos modos; al igual que el vínculo son las palabras, más que la tierra. Puesto que nada en el mapa refleja su existencia, la extensión de su «país» es el ámbito de su idioma. Pero al igual que los bailes, la bandera y las celebraciones, las palabras también se han prohibido, y rezar en vasco es tan ilegal como invitar a la rebelión en la plaza pública.
Xabier, el hermano de Justo, el sacerdote y profesor universitario, le decía que la raza no había sido asimilada por los invasores a causa del aislamiento de su costa rocosa y las montañas que les rodeaban. Pero Justo le contestaba bromeando que han sobrevivido por ser incomprensibles para los demás. Es una defensa única.
Incluso los sonidos del mercado han cambiado. Los jugadores de mus arrojan sus naipes sobre la mesa tan fuerte y tan deprisa que parece que aplaudan, y entonces se detienen y miran a la espalda por si aparecen los del tricornio y la capa verde. Y las amamak, con sus vestidos y sus pañuelos negros —mujeres que son como rocas rodantes—, no temen a ningún hombre que lleve armas o censuras. Pero su parloteo es más bajo, pues hay menos mujeres que con sus palabras tapen las suyas.
En el mercado, los del pueblo se mueven de un puesto a otro al igual que un acordeonista entona un vals desde debajo de un entoldado, y las notas, apagadas, parecen venir de lejos, o del pasado. Muchos deambulan como si avanzaran entre un completo absurdo; intentan, como las amamak con las verduras, aferrarse a cosas que ya no son suyas. Reírse de los naipes o sacar provecho de un negocio es como un insulto para los que ya no pueden reír ni sacar beneficio alguno. Para ellos, la mengua de la voluntad es un acto de consideración. Compran lo que han de comprar y vuelven a casa.
Según los antiguos vascos, todo lo que tiene nombre existe. Pero Justo aduciría que ahora hay cosas que existen y resultan indescriptibles, inconcebibles para la imaginación: las explosiones, el olor de las cosas en llamas, la visión de los bueyes y los hombres formando minotauros de sangre entre los escombros. Existieron, pero son indescriptibles.
Y en el mercado, ahora, los hojalateros venden ollas de cobre usadas con cicatrices plateadas de reparaciones a base de soldaduras, y los granjeros cubren las mesas con variopintos ramilletes de verduras y pequeñas pirámides de patatas. Alaia Aldecoa vende su jabón que huele como los prados aledaños. El comercio, el pulso de la existencia normal, regresa lenta y respetuosamente esos lunes.
Justo Ansotegui extrae una moneda perfumada del bolsillo y compra patatas como excusa para oír otra voz. Por un momento, escucha el idioma, el ritmo de las frases y sus inflexiones melancólicas. Pero no hay palabras para describir lo que ha visto.