Los niños juegan en la plaza que hay cerca del mercado. Son tantos los nacidos después del bombardeo que Justo Ansotegui tiene la sensación de que Dios está replantando el pueblo. En algún momento, por fortuna, superarán a los que estaban allí antes de la catástrofe.

Cada vez que va al pueblo encuentra algo que se lo recuerda. Los nuevos edificios y calles son lo de menos. Probablemente habrían acabado apareciendo con el tiempo y su presencia cubre las cicatrices cívicas. Pero la gente que ha quedado en el pueblo es más difícil de reemplazar que los edificios.

Justo los ve: la anciana que intenta comprar apoyada en muletas de madera; el viejo amigo que parece llevar una máscara de arlequín: la mitad de la cara como era antes y la otra surcada de cicatrices y sin pelo por las quemaduras; otro al que se le cae la piel y cuyos brazos parecen un plátano mudando la corteza.

¿Le miran ellos de la misma manera, como si fuera sólo una parte de lo que fue? ¿También a él lo define lo que perdió? No importa lo que vean ahora. Le queda mucho por hacer.

Los jugadores de mus siguen con su duelo de palabras y las amamak se reúnen para inspeccionar las limitadas provisiones, que quedan, casi todas, fuera de sus posibilidades económicas. Apenas es una razón para reunirse y charlar.

Justo Ansotegui no se molesta en decirle a Alaia Aldecoa que es él cuando se acerca a su puesto. Ahora ella vive en Errotabarri, junto con Justo, Miguel y Angelina, y fabrica todo el jabón que puedan llegar a necesitar, tanto que la casa prácticamente no huele a otra cosa, tanto que Justo ya no guarda sus preciadas pastillas en el bolsillo durante el día.

Miguel y Justo convencieron a Alaia de que no tenía sentido que viviera en su cabaña cuando su compañía sería beneficiosa para todos. No era Miren, ni tampoco Mariángeles, pero de algún modo formaba parte de la familia. Les ayudó a curar las heridas, como si hubiera aplicado un vendaje en ellas. También es importante para Angelina. Ahora las dos duermen en la antigua habitación de Miren y todas las noches charlan un rato antes de dormirse.

Es un grupo de lo más completo. Justo aprendió de Miguel que si pierdes a alguien a quien amas, tienes que redistribuir tus sentimientos en lugar de renunciar a ellos. Los diriges a las personas que te quedan y luego te aferras a algo que te haga seguir adelante.

La opresión política es peor que nunca. Tras haber conseguido el poder a base de sangre, Franco ha prohibido todo lo que es vasco. Los domingos no hay erromeria, no se permite ninguna bandera vasca y el idioma es agresivamente reprimido, aunque la gente a menudo se reúne en sitios tranquilos e intercambian palabras como los contrabandistas que comercian en las montañas.

Aunque, si te hallas en un lugar seguro, aún es posible realizar alguna de las actividades de antaño. Los cuatro se adentran en las montañas: Justo y Miguel pescan truchas y Angelina juega y ayuda a Alaia a recoger flores y hierbas. Alaia le permite a la niña guiarla de la mano mientras hablan en esa lengua que une a los tres y que la niña conoce tan bien como cualquier otra del pueblo.

Ahora Angelina se dirige al mercado entre Justo y Miguel, de la mano de ambos. Se detiene para que los dos la adelanten dos pasos y entonces corre y los dos la levantan y la balancean en el aire. A la niña le parece estar volando. Le compran una manzana, o un barquillo. Le encanta estar en el puesto de Alaia, saludar a la gente que va a comprar jabón, hablar con ellos, preguntarles cómo han pasado el día, conocerlos.

Trabajan juntos en casa, con las ovejas y el pequeño huerto. Lo mejor son las veladas. Después de cenar, Miguel enseña a Angelina a bailar. Intenta transmitirle lo que aprendió de Miren y Mariángeles. Trastabilla y hace reír a todos, sobre todo a Angelina, que ya se mueve con facilidad. A veces le dice a Miguel qué es lo que hace mal y él intenta corregirlo.

Algún día esto cambiará, les dice Justo. Ya no hablan mucho de política. Pero Justo afirma que Franco no puede permanecer en el poder para siempre. Ha mentido al mundo y el mundo le ha creído porque le convenía. Franco será una tortura durante un tiempo, pero Justo se jacta de que los vascos siempre lo han resistido todo.

Cuando menos, los vascos le sobrevivirán, igual que sobrevivieron a los romanos y a los demás que llegaron a sus tierras a lo largo de los siglos. Franco prometió utilizar todos los medios necesarios para sojuzgarlos, pero el roble de la colina sigue en pie. Errotabarri salió indemne. Y Franco no puede verlos bailar por la noche, ni sus risas a la luz de la lumbre.