Miguel pensó todo lo deprisa que fue capaz y afirmó que eran un par de pastores que se habían perdido y desorientado en la noche, que se tiraron al río cuando oyeron ruido de perros que les perseguían. ¿Había algún problema? ¿Acaso la ley prohibía dormir cerca del río? En Francia era legal. Si tenían que pagar una multa, lo harían de buena gana, aun cuando no fueran más que pastores necesitados de sueño, como todo el mundo.
A los guardias civiles les daba igual que fueran Charles de Gaulle y el mariscal Pétain: pasarían dos días en la cárcel de Irún, hasta el lunes por la mañana, cuando se notificaría su detención a los alemanes del otro de la frontera. Si los alemanes no querían saber nada de ellos, comparecerían delante de un juez. Si los alemanes deseaban que se los entregaran, tanto les daba a los guardias civiles lo que les pasara luego.
Los guardias los hicieron subir a la parte de atrás de un camión viejo que tenía la transmisión poco obediente y, entre saltos y sacudidas, llegaron a Irún. La vieja cárcel de piedra contenía en el sótano unas celdas de suelo de tierra. Antes de tenderse en el suelo, Miguel y Charley se sacaron del bolsillo las fotos aún mojadas de sus familias y las dejaron sobre una repisa de piedra que había al fondo de la celda. La una al lado de la otra. Ninguna se había echado a perder, pero estaban empapadas y las puntas aún más dobladas que antes.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó Charley. Se quitó la txapela prestada y se pasó una mano por el pelo negro.
—Esperaremos. Veamos si nos creen. Si comparecemos delante de un juez, puedes decirles quién eres y pedir que venga alguien del consulado británico.
—¿Eso es posible?
—Si llegan antes que los alemanes, sí.
—¿Y podría quedar libre?
—Sí… A lo mejor… Los españoles no están en guerra contigo.
—¿Y tú?
Miguel sabía que a algunos miembros de la red los habían detenido y enviado lejos de la frontera, probablemente a un campo de concentración. Otros habían sido declarados culpables de delitos menores y habían entrado a formar parte de los pelotones de trabajos forzados.
—A lo mejor el cónsul también me libera —dijo Miguel. No tenía sentido hacer cábalas acerca de su futuro delante de Charley. Lo mejor era ser optimista.
Aquel sábado resultó sorprendentemente agradable para el piloto. La fatiga y la posibilidad de que lo entregaran al cónsul le permitieron descansar y dormir bien.
Si Miguel iba a parar a una cárcel española, podría afrontarlo. No tenía a nadie. Ni nada. Pero la pérdida de Dodo le afectaba profundamente. A lo mejor había conseguido alejarse buceando de las patrullas, o tal vez lo habían capturado y estaba en alguna cárcel. Aunque por la manera en que había desaparecido, no parecía posible.
Los meses que había pasado con Dodo en San Juan de Luz y en las montañas le habían ayudado a cerrar sus heridas. Dodo, con su entusiasmo y su espíritu juguetón, le había ayudado a distanciarse de Gernika. Se habían vuelto a emborrachar juntos. Habían hablado de Lekeitio, de la familia, incluso del futuro. Miguel quería quedarse con ellos, ver cómo acababa todo, ayudar en la guerra, estar con su hermano, al que apreciaba más que nunca. Dodo, entre la madurez y su relación con Renée, se había despojado de su carácter pendenciero que a veces lo convertía en una persona difícil. Había encontrado su lugar y era más feliz de lo que Miguel nunca lo había visto.
¿Y ahora? ¿Quién podía saberlo? ¿Querría Renée que se quedara? ¿Y por qué iba a quererlo? ¿Por qué iba a querer tener cerca de ella a alguien tan cenizo? Miguel se dio cuenta de que a Dodo todo le había ido bien hasta su llegada.
—Solíamos ir nadando a una isla que estaba delante de nuestro puerto —le contó Miguel a Charley, sintiendo la necesidad de hablar de su hermano—. Dodo hacía lo que fuera para ganar. Nunca has visto a nadie como él.
—He visto cómo nos hacía cruzar las montañas y el río —dijo Charley.
—Nadie odiaba más la injusticia que él, incluso ya cuando éramos pequeños. Siempre intentaba hacerse el chulo. Siempre se apasionaba más que cualquiera por lo que hacía. Ya fuera trabajar, pescar o beber… o perseguir a las chicas. No había nadie como él. —Miguel se echó a reír, interrumpiendo su serio monólogo—. A veces te volvía loco —continuó—. Si un día la pesca iba mal, intentaba convencerte de que era culpa de la política del gobierno español. Si una chica guapa miraba en su dirección, estaba seguro de que estaba colada por él. Y si ésta no le quería, se debía a que era miembro del partido equivocado.
Charley sonreía ante las historias de Miguel. Al no tener hermanos, nunca había experimentado esa relación. Se dijo que a lo mejor eso era bueno, pues le salvaba del dolor que ahora sufría Miguel.
—Sigue —dijo Charley—. Cuéntame más cosas de él.
—Bueno, nunca era aburrido —comentó Miguel, iniciando otro relato—. Para él la vida era un juego…
* * *
Unos minutos después de las ocho de la mañana, el teléfono del escritorio del carcelero resonó por toda la oficina de la planta principal. Preguntaban por el sargento de la Guardia Civil responsable de la escasa dotación del turno del domingo.
Unas palabras indescifrables, que parecían el gruñido de un perro enfadado, saltaron del auricular. Ah, un oficial alemán, dedujo. Entonces, en perfecto español, el oficial comenzó a poner verde al guardia civil.
—Sí… sí… ah… sí —intentó interrumpir. Dejó el auricular lentamente—. Mierda.
Tras recuperarse del rapapolvo, el sargento recobró su aire de autoridad antes de entrar en la celda de los nuevos presos.
Bajó al sótano y abrió la puerta. Acompañado de un subordinado, despertó a los prisioneros. Charley se dijo que el sargento no debía de pesar más que Annie. Llevaba el pelo rematado en punta y tenía un cuellecillo que no tocaba los bordes del cuello de la camisa. Adoptó una pose teatral: los pies separados y las manos en las caderas.
—Señores, acabamos de tener noticias de nuestros amigos de la Gestapo —dijo el sargento—. Les han identificado. Uno de ustedes es el famoso contrabandista vasco conocido como «La Garra» y el otro un piloto inglés fugitivo. Han exigido que les entreguemos para mandarlos a un campo de concentración. Los detalles llegarán dentro de una hora. Prepárense.
Cerró de golpe la puerta de hierro y echó la llave.
—¿«La Garra»? —dijo Miguel.
—Incluso saben quiénes somos —se maravilló Charley—. ¿Tienen un infiltrado?
Miguel asintió. Eso parecía, pero ¿quién?
El sargento regresó a su despacho y se aplicó más gomina en el pelo. A continuación se dirigió a la puerta principal a la espera de instrucciones. Un sedán negro con banderines con la esvástica sobre cada uno de los guardabarros delanteros derrapó delante de la puerta de la cárcel. Un soldado con gorra de campaña salió por la puerta trasera antes de que el coche dejara de moverse. Subió corriendo las escaleras, casi golpeando en la cara al sargento con su saludo nazi, y le entregó un documento sellado. Cuando el sargento levantó la mirada del sobre, el sedán se alejó a toda velocidad.
Bajo el membrete con el águila y la esvástica, el documento mecanografiado rezaba:
Los dos prisioneros capturados en la frontera serán trasladados a San Sebastián, donde se les procesará antes de mandarlos a Berlín. Me los entregarán para que los custodie en la estación de tren de Irún. Para pasar desapercibidos en la estación y eliminar las posibilidades de que sus compatriotas intenten liberarlos, nos encontraremos en el andén del tren que va a San Sebastián a las 13.00. Compre tres billetes para el viaje y entregue a los prisioneros poco antes de la salida del tren. No podemos tolerar ningún error.
Heil Hitler.
Comandante Wilhelm von Schnurr, SS
El sargento llamó a sus subordinados y les explicó la misión. Tendrían que limpiar sus armas y lustrarse las botas. Les advirtió que no quería meteduras de pata. Saldrían inmediatamente después del almuerzo, y deberían estar de vuelta para la hora de la siesta del domingo.
* * *
Tratando de llamar lo menos posible la atención, Charles Swan examinó la estación, considerando la geometría de los elementos —los viajeros, los guardias, las salidas, los bancos— como si fueran piezas de un juego de mesa, en busca de una vía de escape. Mientras el piloto concebía inteligentes estratagemas, Miguel repasaba a los dos guardias, preguntándose si sería posible reducirlos y desaparecer entre el gentío. El que fuera domingo por la tarde y hubiera tanta gente les favorecía. Seguramente ninguno de los civiles de la estación movería un dedo para detener a nadie que intentara escapar de la Guardia Civil. El sargento lideraba personalmente el pequeño grupo, y lo acompañaban sólo dos guardias. Los prisioneros no llevaban ni grilletes ni esposas para no llamar la atención, pero los dos fusiles automáticos de los guardias resultaban una cadena convincente.
Miguel hizo como si tropezara y chocó con uno de los guardias con la intención de que centraran en él la atención, con la esperanza de darle a éste la oportunidad de huir si veía alguna opción. Pero éste se quedó helado al encontrarse con un fusil en la cara. La gente se apartaba de su camino, pues comprendían que no tenía sentido entrometerse.
Como no parecía haber ninguna manera de huir, los llevaron al andén cuando quedaban menos de cinco minutos para la hora de salida. A lo mejor el tren les proporcionaría una vía de escape, según cuánta gente los vigilara.
El agente de las SS que había en el andén resultaba inconfundible, con su abrigo de cuero negro hasta las rodillas y el cuello levantado casi tocando su sombrero, también negro, que llevaba con el ala baja. Se acercó a los guardias como si éstos no fueran a distinguirle entre los civiles que circulaban por el andén. Abrió el abrigo para sacar su identificación y en el proceso les reveló a los prisioneros la cartuchera negra y muy lustrosa de una Walter sobre la cadera derecha. Abrió su cartera de cuero para que el sargento de la Guardia Civil examinara la foto del agente con el mismo uniforme amenazador. El sargento le hizo un torpe saludo nazi.
—Idiota —gruñó el agente—. Intento no llamar la atención.
—Perdone —le replicó el guardia civil al tiempo que miraba a su alrededor.
El agente se abrió de nuevo el abrigo para recordarles que iba armado y condujo por el brazo a Miguel.
—¿Necesita ayuda? —preguntó el sargento—. ¿Podrá encargarse de los dos usted solo?
—¿Qué te hace pensar que estoy solo, estúpido? —El agente lo despidió con una mirada furibunda y aceptó los tres billetes. Miguel y Charley subieron al tren momentos antes de que hiciera un suave movimiento hacia delante que sacudió los enganches con un ruido metálico.
En la mente de Charley afloraron muchas posibilidades al ver que sólo un agente armado los vigilaría. Supuso que éste iba acompañado de otros agentes de incógnito, como había sugerido el de las SS, pero si conseguía reducirlo a lo mejor podría saltar del tren. Tendrían que actuar antes de que el agente se reuniera con los otros en San Sebastián.
Con el abrigo abierto y la mano en la cartuchera, el agente los condujo hacia un vagón que aún no estaba lleno y les hizo seña de que se sentaran delante de él.
—Me alegra ver que estás bien —le dijo Miguel al agente.
El agente inclinó la cabeza y se quitó el sombrero. Charley aspiró y se quedó boquiabierto. Era Dodo.
—¿Qué? —El piloto le dio un codazo a Miguel y enseguida abrazó a Dodo—. ¿Cómo? —Rió tan fuerte que se le oyó por encima del ruido del tren.
—En cuanto comencé a oír acercarse las balas, decidí que bajo el agua les sería más difícil darme y nadé lo más lejos que pude —explicó Dodo—. Salí río abajo y me reuní con unos amigos que tengo en Behobie, que hablaron con unos amigos de Irún, que se enteraron de que os habían capturado.
—¿De dónde has sacado este disfraz de la Gestapo? —preguntó Charley.
—¿Qué disfraz de la Gestapo? —se rió Dodo—. Cualquiera puede llevar un abrigo de cuero y un sombrero negro.
—¿Y la pistola? —preguntó Miguel.
—¿Qué pistola?
—La he visto, los guardias civiles la han visto.
—No —le aclaró Dodo—. Vieron una cartuchera de cuero reluciente. —Se quitó el sombrero y abrió la cartuchera, que estaba vacía.
—A los guardias les mandamos una carta mecanografiada en papel oficial que la madre de Renée le había robado a un agente. El sedán negro pertenece a un miembro de nuestra red. Incluso le pusimos un par de esvásticas en el guardabarros. Los nazis se las dieron a Renée cuando les pidió unas cuantas para poner en el hotel para decorarlo y hacerlo más acogedor para los oficiales.
—Es increíble —se maravilló Charley—. Eres brillante.
—Y eso no es lo mejor —dijo Dodo, sonriendo ante la astucia y con ganas de contarle todo eso a Santi Labourd.
—¿Que no es lo mejor?
—Lo mejor es que la Guardia Civil nos ha pagado los billetes.
* * *
—Por «La Garra» —brindó Dodo, y levantó el vaso en su apartamento.
—¡Por «La Garra»! —exclamó Renée, sumándose al brindis. A continuación abrazó a Miguel y lo besó en las dos mejillas.
—Vale, vale —dijo Miguel, ladeándose la txapela—. El auténtico mérito es del comandante Von Schnurr, aquí presente. De no haberme rescatado la Gestapo, ahora estaría en la cárcel.
—Lo acepto —replicó Dodo mientras hacía chocar los talones y levantaba el brazo en el saludo nazi—. Estaba guapo de negro, ¿no? No pareció extrañarles que hablara español tan bien. Ni por qué el comandante Von Schnurr se parecía tanto al soldado que había entregado las instrucciones.
—Todos los de la Gestapo parecen iguales —dijo Renée—. Es la verdad.
—Todo lo que vieron fue el traje —comentó Dodo—. Todo lo que oyeron fue el tono de voz. Les daba miedo mirar fijamente a la Gestapo.
—A mamá le encantará saber que su colección de objetos nazis ha servido para algo —aseguró Renée—. Le llevó meses reunir todo eso.
Tras la dificultosa travesía del río, Charley Swan había necesitado descansar unos días en una casa segura de San Sebastián antes de que lo llevaran en coche a Bilbao. Los amigos que le habían proporcionado el «coche de Estado Mayor de la Gestapo» en Irún introdujeron a Dodo y a Miguel de nuevo en Francia en un pequeño bote. Los hermanos ya llevaban un día en San Juan de Luz. Renée preparó una cena de celebración. Oían a los clientes bebiendo y cantando abajo, en el Pub de Corsaire, que ahora estaba infestado de soldados alemanes.
—Miguel —dijo Renée—, Dodo nos contó cómo te sacó, pero no cómo te cogieron. Si quieres contarlo…
—Ahora preferiría comer —contestó él, y se llenó la boca con un buen trozo de salmón y un pedazo de pan.
—Los dos se quedaron dormidos y la Guardia Civil los oyó roncar a un lado de la carretera —dijo Dodo—. Tuvimos suerte de que la famosa «Garra» no llamara a la puerta del cuartel y pidiera una habitación para pasar la noche.
—Calla, Dodo, o les contaré tu primer viaje por las montañas con el champán —le pinchó Renée.
—Tienes razón —repuso Dodo—. De todos modos, bromeaba. Miguel salvó la vida del aviador. Fue increíble. Lo que me preocupaba en la estación no era que los guardias se dieran cuenta del engaño, sino que Miguel me reconociera y comenzara a llamarme comandante Von Schnurr «Dodo» y me diera una palmada en la espalda o un abrazo delante de los guardias. Pero mantuvo la boca cerrada y siguió la farsa. Impresionante.
Miguel sonrió y guiñó el ojo. No podía decirle lo a punto que había estado de hacer exactamente eso.
—A lo mejor, después de todo, me convierto en un maestro del contrabando —dijo Miguel—. ¿Cuál es el próximo trabajo?
Dodo miró a Renée, que quitó los platos y comenzó a lavarlos de espaldas a ellos.
—Miguel, creo que podría haber un problema, al menos de momento —comentó Dodo.
—¿Cuál? ¿Por qué? Lo hicimos bien. Lo pasamos al otro lado. No soy muy buen nadador, pero me estoy acostumbrando a ir por la montaña.
—Sí, lo pasamos al otro lado, pero creo que la famosa «Garra» a lo mejor es demasiado conocida para volver a internarse en las montañas —dijo Dodo.
—Sólo me vieron los guardias españoles, y éstos pensaron que me habían despachado con la Gestapo. No son lo bastante listos para seguir esa pista, ¿no crees?
—¿Y si lo son? —preguntó Dodo—. Debemos asumir que habían contactado con la Gestapo para hablarles de vosotros antes de que nosotros apareciéramos. Me imagino que el sargento de Irún se llevó una sorpresa mayúscula cuando la Gestapo de verdad apareció el lunes por la mañana para llevaros con ellos.
—Pero no sabían quiénes éramos.
Dodo señaló las manos de Miguel.
—Creo que eso les permitirá describirte perfectamente.
—Puedo meter las manos en los bolsillos —replicó Miguel, más alto de lo que pretendía.
Reflexionó que Dodo no le diría todo eso si supiera lo importante que era para él. La amenaza de la Gestapo y los guardias, de que te cogieran o te pegaran un tiro, consumía toda su atención durante cada trayecto por la montaña. La concentración no le dejaba tiempo para pensar en otras cosas. Necesitaba todo aquello; necesitaba continuar más de lo que Dodo se imaginaba.
—No eres sólo tú, Miguel —recalcó Dodo—. Y no somos sólo nosotros. Somos un grupo de cientos de personas que llega hasta Bélgica. Y está Renée, su familia, los aviadores. No podemos arriesgarnos.
Miguel sabía que su hermano lo había reflexionado en profundidad. Ya no era el imprudente Dodo de antes. Ahora obraba con inteligencia. Pero Miguel no se imaginaba qué podía hacer más importante que eso.
—Y ahora ¿qué? ¿Qué puede hacer «La Garra»?
Renée acabó de fregar los platos y regresó con ellos, poniendo una mano en el hombro de Miguel.
—Vuelve a España —le dijo Dodo.
A Miguel se le ocurrió una alternativa.
—Puedo ayudar con las barcas.
—Ahí también existe el riesgo de que te vean —replicó Dodo—. Por no mencionar que te mareas. Creo que lo mejor es que regreses a Errotabarri y pases una temporada desapercibido. Dejaremos que la cosa se calme y pensaremos qué podemos hacer contigo en unos meses.
Miguel echó otro trago de vino. Era rojo sangre y fuerte. Echó otro y cogió otro trozo de pan del cesto. Tenían razón. Su presencia era un riesgo. Pondría en peligro todo el sistema. Lo echaría de menos. Echaría de menos a Dodo y a Renée. Y, sobre todo, echaría de menos la comida.
A la noche siguiente, patroia y Josepe Ansotegui atracaron en una pequeña ensenada cerca de Ciboure. Miguel regresó a España a bordo del Egun On, cubierto de anchoas hasta la cintura, preparado para zambullirse debajo de ellas y contener la respiración si detenían la barca. Lo dejaron en el mismo embarcadero desde el que se dirigió hacia Gernika la primera vez, una mañana de Navidad, antes de que su vida se volviera tan maravillosa y terrible.
* * *
Cuando, en Gibraltar, Charley Swan subió al barco con dirección a Inglaterra, la herida se 1c volvió a abrir un poco y se infectó. Había tardado una semana en llegar a Bilbao y en recorrerse toda España en un coche conducido por un hombre del consulado británico. Por todas partes había puestos de control y registros, pero los documentos diplomáticos abrían todas las puertas. Le habían dado de comer y lo habían atendido, pero no había descansado, ansioso por cubrir el último tramo del viaje, que le llevaría por aguas expuestas al fuego enemigo hasta Inglaterra. Durante la travesía los médicos lo suturaron, limpiaron y medicaron, y cuando llegó a Southampton, lo mandaron dos meses a casa para que se recuperara. Primero visitaría la casa de las familias de su tripulación y luego iría a curarse.
El cónsul de Bilbao le escribió a Annie y a los padres de Charley para decirles que estaba bien y comunicarles su paradero. Todos imaginaban que estaba vivo y oculto, y no habían mencionado ninguna otra posibilidad. Annie pasó una semana en Londres con los padres de él después de enterarse de que había desaparecido, y la angustia compartida los había unido. Posteriormente, Annie les había escrito todas las semanas, compartiendo pensamientos positivos, percibiendo que eso alimentaba y reforzaba su relación con Charley. Ahora los padres de éste planeaban visitarlos cuando Charley regresara a Pampisford y hubiera tenido tiempo de instalarse.
Annie comenzó a preparar su fiesta de bienvenida en cuanto se enteró de que Charley había llegado a España. Encontró un pisito para los dos en la misma calle donde vivían sus padres. En las tres semanas que Charley tardó en regresar a Inglaterra, Annie lo amuebló lo mejor que pudo, dada la escasez que había. Compró una cama de matrimonio de madera usada, unos cacharros de cocina desportillados y tomó prestada parte de la vajilla más vieja de su madre. No eran más que dos habitaciones con un baño al final del pasillo, pero para ellos era más que suficiente. Y a Blennie lo colocaron en un lugar cerca del radiador, que emitía un ruido metálico cuando lo atravesaban bolsas de aire.
Cogieron un taxi desde la estación hasta la casa de los padres de Annie, pero se detuvieron una manzana antes y Annie le dijo a Charley que se bajara. Annie lo llevó lentamente hasta la segunda planta, sacó la llave y abrió la puerta. Charley había pensado que pasaría los dos meses en la habitación de Annie de casa de sus padres y le encantó la idea de tener un piso propio, fuera cual fuera su tamaño.
—Siempre pensé que saldrías con vida —le dijo Annie posteriormente—. El momento en que estuve más preocupada fue cuando nos dijeron que estabas vivo. Me daba miedo que bombardearan o torpedearan tu barco, o te marearas.
Después de la emoción de los primeros días, Charley se quedó en cama agotado y durmió gran parte de la semana siguiente. Cuando se levantó declaró que se sentía en forma y con ganas de seguir con su vida. Visitaban a los padres de Annie, a veces comían con ellos, y él les habló a todos de aquellas personas tan valientes que le habían salvado. Pero, sobre todo, Charley y Annie pasaban el tiempo juntos en su nuevo hogar, haciendo planes.
Una noche, tras una cena sencilla, Annie rompió el hielo y le habló de tener niños. Antes del matrimonio los dos habían comentado la idea, y ambos querían descendencia. Mientras Annie esperaba su regreso, había decidido que quería ponerse manos a la obra de inmediato.
—Querido, algunos chicos de la residencia se han hecho adultos y se han ido —le contó a Charley.
—Eso es maravilloso —comentó él, imaginándolos con edad suficiente para encontrar su propio camino. Habían pasado cuatros años y los adultos, desde luego, ya estaban listos para independizarse.
—Algunos han vuelto a España, a reunirse con lo que queda de sus familias, aunque desde luego va a ser una vida dura, al menos durante una buena temporada —dijo ella mientras llevaba los platos sucios al fregadero—. Algunos de los que no tienen padres han sido adoptados por parejas inglesas.
Con ese comentario, Charley comprendió adonde quería llegar Annie. Deseaba adoptar a un huérfano vasco. Charley se acordó de Miguel, Dodo, Renée, de los Labourd, de los simpáticos muchachos que había conocido en la residencia.
—Hagámoslo —dijo él, intentando mantenerse sereno a pesar de lo que le entusiasmaba la idea—. Hagámoslo ahora.
Los platos quedaron olvidados cuando ella lo rodeó con un abrazo que casi lo tiró al suelo, silla incluida.
—He estado pensándolo —comentó Annie—. Y me siento incapaz de elegir a uno de entre todos. Parecería que tengo un favorito y los otros quedarían decepcionados. Ya son como mi familia. Si no puedo llevármelos a todos, no puedo llevarme a ninguno.
Charley comprendió a qué se refería y le sugirió coger a uno de los más pequeños, que estaría con ellos más tiempo y no se independizaría tan pronto.
Annie sacó una carpeta del cajón de la cómoda. En ella figuraban los nombres de los centenares que aún estaban en campamentos y hogares por toda Inglaterra, con sucintas biografías y descripciones de cada uno. Aquella noche, mientras tomaban el té, repasaron las listas.
Primero se fijaron en los más pequeños, de cinco o seis años.
—Es más difícil de lo que imaginaba —dijo Charley.
—Creo que en cuanto lo veamos lo sabremos —replicó ella.
Ponían una señal junto a los nombres de los que más les interesaban. En la lista de Stoneham, Charley la encontró.
«Angelina»
Nombre auténtico desconocido.
Llegó a Bilbao desde Gernika como refugiada tras el bombardeo.
Sus padres murieron.
Señales identificativas: le falta parte de la oreja derecha. Arete de plata en la oreja izquierda.
—Annie, Dios mío, Annie —gritó Charley antes de quedarse callado.
* * *
—Encantada de conocerle —dijo la niña en inglés al tiempo que le tendía la mano.
La niña vaciló un momento, a continuación dejó caer la bolsa y dio unos pasitos hacia el hombre sonriente que, decían, era su padre. La niña levantó los brazos, avisándole de que quería un abrazo. Era alta, de piernas largas, y unas rodillas pálidas y huesudas le asomaban entre la falda y unos calcetinitos blancos bajados.
El hombre que sólo tenía un brazo rodeó a padre e hija con él.
—Yo soy Justo, tu atxitxa —dijo. Ella tampoco lo recordaba. Miguel la dejó en el suelo, pero la niña no le soltaba la mano, sin preguntarle qué le había pasado en ella.
Si la fiesta que le dieron en Errotabarri la abrumó, no lo demostró. Desde el principio se había enfrentado a todo el proceso con menos preocupación que los demás. Cuando aquella pareja pelirroja llegó a Stoneham, no la impresionó lo más mínimo averiguar que tenía familia en España y que a ésta le encantaría tenerla de vuelta. Siempre había experimentado la sensación de que la esperaba y algún día la encontraría. Mientras tanto, había circulado entre tantos campamentos, refugios y residencias que se sentía cómoda en el proceso. Se había adaptado a sus nuevos amigos, a su nueva «familia», desde que tenía uso de razón, y lo aceptaba como norma.
Nunca le habían dicho que fuera huérfana, al menos no directamente. Siempre la habían clasificado como «persona desplazada». Ella lo interpretaba como persona «desubicada» y se imaginaba que la habían puesto de manera temporal en el sitio equivocado, asumiendo que en algún momento la encontrarían y la devolverían a donde pertenecía. Cuando llegó la pareja pelirroja, al principio pensó que eran sus padres. Corrió a colmarlos de abrazos, que ellos aceptaron sin queja alguna.
Después de que Charley confirmara su identidad, telegrafiaron al consulado inglés de Bilbao. El padre Xabier fue informado por los amigos que tenía allí y se fue a Gernika a decírselo personalmente a Justo y a Miguel.
Hacía poco más de un mes que Miguel había regresado de Francia y él y Justo llevaban una coexistencia más tranquila. No mantenían conversaciones serias, nada que les hiciera expresar los tristes pensamientos que aún les acompañaban. Pero las charlas superficiales fluían sin esfuerzo. Ninguno había comprendido lo mucho que se echaban de menos hasta que volvió Miguel. No entró en detalles a la hora de contarle a Justo lo ocurrido en la frontera, y Justo no le habló de sus diversiones. Le dijo que olía a pescado, y Miguel replicó que Justo olía a jabón de mujer. Los dos rieron, pero éste no le contó que había invitado a la fabricante de jabones a vivir con ellos en Errotabarri. Se lo mencionaría a su tiempo. Lo que tenían que hacer ahora era concentrarse en llevar juntos el baserri.
Hasta que llegó Xabier.
Una tarde, Xabier entró por la puerta sin aliento, la cara sonrosada, y les ordenó que se sentaran. Tenía «noticias importantes y maravillosas».
—Catalina está viva —dijo—. Uno de los nuevos amigos de Miguel en la frontera la encontró en Inglaterra y vio que coincidía con la descripción que Miguel le había dado de ella. Está a salvo, goza de buena salud y quiere volver a casa.
Justo, entre lágrimas, lo acribilló a preguntas, y Miguel se quedó sin habla, a punto de desmayarse, preguntándose cómo era posible, temeroso de que fuera un error. Tenía que ser un error… ¿cómo había sobrevivido? ¿Cómo podía haber acabado en Inglaterra? ¿Cómo era posible que un aviador, al que sólo había conocido durante unos días, encontrara a su hija? Le había dicho que conocía a niños de Vizcaya, cierto, y había visto su foto. Pero ahora tendría… ¿cuatro años?
—¿Le han mirado la oreja? —preguntó Justo—. Por la oreja lo sabrán.
—Sí, tiene un corte en la oreja derecha y llevaba el lauburu en la izquierda —dijo Xabier—. Y aquel día la encontraron en Gernika… y la edad coincidía… es ella… es ella… no hay duda. Ya está en un barco.
Xabier les relató todo lo que le habían contado, todo lo que habían podido averiguar de cómo había ido a parar a Inglaterra. Un refugiado asustado la recogió entre los escombros y la llevó a Bilbao en el tren nocturno. Otra persona la dejó en un orfanato. Puesto que nadie conocía su nombre, los anglais acabaron llamándola Angelina.
Angelina. De algún modo, aquel nombre estableció una conexión en la mente de Miguel y le hizo creer que era ella. Nunca se la había imaginado muerta, nunca había imaginado qué había ocurrido. Su mente no podía concebirlo. Todos los días pensaba en ella, pero sólo en que ya no estaba, en que había desaparecido, suspendida en un limbo, siempre con la misma edad de la última vez que la viera. Pero ahora… Angelina. Era el nombre que deberían haberle puesto desde el principio. Habría sido un homenaje perfecto a su amuma, Mariángeles, y a la madre de Justo, Ángeles. Angelina. El pequeño ángel. Era perfecto.
—Deberíamos llamarla así —dijo Miguel—. Si es que ahora se ha acostumbrado a ese nombre. Ya tendrá que enfrentarse a otros muchos cambios.
—Deberíamos… Angelina —dijo Justo, probando el nombre—. Angel-ina.
Impresionados, estupefactos, los dos prepararon la vieja habitación de Miren. Al día siguiente se lo comunicaron al resto de la familia y todos quedaron invitados a una fiesta en Errotabarri el día de la llegada de la niña.
Acudieron todos los Navarro de Lekeitio. El padre Xabier trajo a la hermana Encarnación de Bilbao, junto con la pequeña invitada de honor, que recogieron en el muelle de Santurce. Justo invitó a Alaia y aquella mañana la acompañó a Errotabarri. Ésta llevó un regalo para Angelina: la muñeca de trapo que Miren le había regalado. José María contribuyó con pescado y Xabier aportó varias botellas de vino, persignándose para autoabsolverse por haber desviado vino destinado a futuras comuniones.
—Dios lo comprenderá —proclamó.
La mujer del panadero, que había perdido las dos piernas en el bombardeo y a la que Justo había salvado la vida, mandó una tarta de dos pisos en la que se leía: «Ongi etorri».
Bienvenida.
Justo y Miguel la colocaron entre ambos, sin querer perderse una palabra de lo que decía. Le explicaron prolijamente a la niña quién era cada uno y qué parentesco guardaban con ella. A la tarde ya todos la saludaban diciéndole kaixo en lugar de «hola» o «encantado de conocerte».
Había zarpado en un barco inglés y atravesado unas aguas infestadas de submarinos alemanes. Había pasado una noche en la rectoría de Begoña y luego había cogido el tren a Gernika. Ahora saludaba a docenas de nuevos amigos, y no paraba, y de lo que más disfrutaba era de ser el centro de atención.
—¿Qué te parece esto? —le preguntó José María.
—Me gusta mucho —contestó ella—. Me encanta no tener que preocuparme por los bombardeos de los alemanes. Los alemanes bombardean constantemente Inglaterra. Eso siempre nos daba miedo. Aquí me siento más segura.
Miguel y Justo se miraron. A continuación dirigieron la vista a Xabier.
Colocaron a Angelina presidiendo la mesa que habían colocado bajo los frutales. El asiento era demasiado bajo y tuvo que levantar los codos para colocarlos sobre la mesa.
—Te haré una silla de tu tamaño —le dijo Miguel.
—¿Una silla para mí? —preguntó Angelina—. Me gusta, eskerrik asko.
* * *
Al atardecer, después de que todos hubieran hablado por separado con Angelina, los invitados se despidieron, pues la niña estaba cansada. Abrazó y besó a todos, procurando llamar a todos los que pudo por su nombre. Justo y Miguel no se movieron de su lado hasta haberla acostado en el antiguo dormitorio de su madre, agarrada al raído cuello de la muñeca de Miren.
En la mesa de la cocina quedaba media botella de vino. Justo llenó dos vasos.
—Osasuna. —Chocaron los vasos.
—¿Qué es lo primero que necesitará? —preguntó Miguel.
—Tendremos que encontrarle algunos vestidos.
—La llevaremos a la señora Arana.
—Lo primero.
—¿Y la escuela?
—¿Ya tiene edad?
—No creo que le haga falta empezar la escuela, pero le preguntaré a alguien —contestó Miguel—. Creo que deberíamos esperar, de todos modos. No quiero que se vaya todavía. —Justo asintió—. Es tan lista…
—Por supuesto —proclamó Justo.
—Tenemos que encontrar otras niñas que puedan jugar con ella.
—Les organizaremos una fiesta.
Justo sirvió el último vaso de vino y bebieron en silencio. Los dos se pusieron a planificar el día siguiente, y el posterior.
* * *
Todos los días estallaban miles de escaramuzas verbales en los cafés. Los soldados alemanes que ocupaban París actuaban como si pasaran unas vacaciones a lo grande. Los pequeños actos de resistencia mantenían la moral de los parisinos: cobrar de más a los ocupantes por un flojo café au lait o escupir en el suflé. Más a menudo, la rabia y la impotencia ante una fuerza tan superior se traducía en miradas hoscas y algún comentario hiriente en un idioma que los invasores no comprendían.
«Vous etés un cochon», decían con una sonrisa, por lo que a un alemán le sonaba como un agradable saludo si iba acompañado de una reverencia de falsa sumisión. Los soldados alemanes tenían órdenes de no provocar a los ciudadanos, de manera que las chispas del conflicto oral no causaban ningún incendio.
Pablo Picasso, el pintor más famoso del mundo, era un personaje inconfundible en París y a menudo la gente lo reconocía y se le acercaba en los cafés de la Rive Gauche que frecuentaba, cerca de su estudio.
Los nativos estaban acostumbrados a Picasso y a sus amigos artistas que se habían reunido durante décadas en esos cafés. Pero para los alemanes que conocían a las celebridades contemporáneas, ver o sentarse cerca de Picasso era un suceso digno de mención en la próxima carta a casa, a los parientes o a la novia.
Al igual que ocurría con muchos jóvenes de aspecto militar, los soldados alemanes quizá entendieran poco de pintura, pero sin duda habían oído hablar de Picasso. Era la fama de su arte, no su arte propiamente dicho, lo que les impresionaba. Algunos se enorgullecían al ver que el famoso pintor miraba con sorna en su dirección; podrían contarlo en el biergarten: «Liebschen, hoy el viejo Picasso me ha lanzado miradas despectivas en el café Les Deux Magots. Iba con un perro flaco y una joven».
Un oficial que se consideraba culto se acercó al artista mientras éste se tomaba un café bajo el toldo verde de la acera. El oficial le enseñó una reproducción del Guernica, no más grande que una postal.
—Perdone —le dijo, y le puso la reproducción delante—. Usted pintó esto, ¿verdad?
Picasso dejó la taza en el platillo, se volvió hacia la reproducción, luego hacia el oficial y le contestó:
—No. Ustedes lo pintaron.