Los servicios de inteligencia del continente advirtieron a los pilotos de la RAF de que las patrullas alemanas perseguían a los pilotos derribados con la energía de un perro tras un hueso. Había una alegría ceremonial en la cacería y miraban en todos los matorrales y huecos de los árboles, debajo de cada montón de hojas y cada almiar. Después de que Charley Swan tocara el suelo y examinara brevemente el origen de la sangre de sus pantalones, enrolló el paracaídas, lo enterró y se ocultó dentro de un espeso seto.
A lo largo de toda la tarde y ya entrada la noche, escuchó las patrullas que circulaban por las carreteras y se detenían a inspeccionar los campos, a veces tan cerca que podía oír los perros que ladraban. Se apretó todo lo que pudo contra las zarzas, y se esforzó tanto en permanecer inmóvil que las piernas se le acalambraron y le temblaron. Pero los perros no le olieron.
Varias horas después de anochecer, un campesino atento fue a buscar a Charley y lo llevó a un caserío dentro de un carrito que crujía bajo su peso. A Charley aquello le parecía un poco ridículo, pero no hizo preguntas; el granjero había llegado con agua, un trozo de pan y le había sacado de las zarzas. Sólo por eso ya era digno de confianza.
Tardó sólo un momento en comprender que ese trozo de metal le había arrancado un trozo de muslo al salir, cosa que en el futuro le haría un poco menos atractivo, pero que de momento era poco más que una molestia. La pérdida de sangre no le ponía en peligro de muerte, y si podía evitarse la infección, sería capaz de volver a volar tras un periodo de recuperación.
Un médico arriesgó su profesión y su vida yendo al caserío y limpiándole la herida. Tras coserla, le aplicó sulfamida. Una pareja belga que vivía en el pueblo se jugó también la vida alojándolo en su desván y compartiendo sus raciones con él hasta que recobrara las fuerzas. Después de un mes escondido y descansando, Charley Swan se pondría en manos de una red creada por cientos de belgas y franceses, que arriesgarían sus vidas para devolverlo a Inglaterra.
El día que llegó al desván, el agotamiento se apoderó de él. Se pasó casi tres días durmiendo, despertándose sólo para que le curaran la herida y para comer, cosa que hacía entre atontado y agradecido. Curiosamente, que le pegaran un tiro le trajo paz, y cuando se levantó se sintió descansado y dispuesto para emprender la huida.
Los que le cuidaban le entrenaron en el protocolo de la sutileza. Le identificaron las zonas de mayor peligro y le enseñaron cómo evitar la confrontación. Pero para alguien con una mente activa y una nueva reserva de energía, cada día que pasaba en el desván ponía a prueba su paciencia. De todos modos, no tenía más opciones, pues la Gestapo hacía registros al azar en las casas de casi todos los pueblos. ¿Y quién sabía si alguien vigilaba las ventanas de las casas del vecindario? De manera que Charley Swan se pasaba casi todo el día echado, mirando cómo el haz de luz que entraba por la ventana sucia se movía por las paredes y el suelo, proyectando formas cambiantes en la habitación, como un lentísimo caleidoscopio sin color.
Las moscas se reunían en el alféizar para morir, y un ratón recorría la pared con carreras y abruptas paradas. Charley escuchaba los aviones que sobrevolaban su cabeza e intentaba averiguar su dirección (¿Nuestros o suyos?, se preguntaba, tentado a asomarse pero demasiado disciplinado para hacerlo). Seguía el sonido de los camiones que pasaban por la calle, inquieto hasta que se habían alejado. Por las rendijas le llegaba un olor a col hervida.
Para ejercitar la mente inventaba problemas. Repasaba sus comprobaciones diarias de vuelo y volaba en misiones mentales, colocando los alerones, ajustando el acelerador, inclinando el timón, tirando de la palanca de mando. Estaría a punto para volar en cuanto regresara. Para aflojar los músculos, Charley se estiraba y ejercitaba en el suelo durante horas, boca arriba, abriendo y cerrando los brazos y las piernas y luego dándose la vuelta para hacer brazadas de natación en seco.
Las noches en que no había luna, caminaba y doblaba las rodillas para estirar las piernas. Previendo que tendría que salir por Gibraltar, procuraba recordar su español manteniendo conversaciones mentales.
Pero casi siempre pensaba en Annie. Una de sus primeras preguntas fue si podría enviarse una notificación a su casa para asegurarles que se encontraba bien. Le dijeron que lo mencionarían a los aviadores que estaban a punto de cruzar la frontera por si podían llevarle el recado. Pero los que se evadían ya tenían mucho en que pensar, y dicha información podría poner en peligro la red de apoyo a los aviadores si la Gestapo los interrogaba. De manera que no pudo enviar ningún mensaje. Su mujer se quedaría de lo más sorprendida cuando lo viera aparecer por la puerta, le razonaron, y así no sufriría otro disgusto si su huida iba mal y tenían que comunicarle su muerte por segunda vez.
Una vez lo suficientemente curado para iniciar el viaje, capaz ya de caminar sin cojear, Charley fue informado del plan. Le pusieron unos pantalones de algodón, una camisa tejana y una chaqueta ligera y le dijeron que se comportara como si fuera un estudiante que había ido de vacaciones al sur. La mujer que se encargaría de acompañarlo, a la que sólo conocería el día antes de la partida, se mantendría a cierta distancia mientras se desplazaban a París, cambiaban de tren para ir a Burdeos y luego cogían una línea de cercanías hasta zonas más meridionales como Dax, Bayona, Biarritz y San Juan de Luz.
Charley aprendió algo de francés en su mes de recuperación, pero fue incapaz de expresar lo agradecido que estaba a quienes lo habían cobijado. Les dijo unas pocas palabras y los abrazó. Lo comprendieron.
—Bon chance —le dijo a Charley el hombre—. Bombardez les Allemandes.
Charley lo entendió. Buena suerte, vuelva lo antes posible y bombardee a los nazis hasta que se vayan de Europa.
Los anteriores intentos de huida habían enseñado a los miembros de la red que los momentos de mayor peligro se daban en las estaciones de tren, sobre todo en los andenes, donde los pasajeros eran encauzados a través de los puntos de control y donde los individuos sospechosos podían ser seleccionados al azar mientras pasaban. La Gare de Lyon de París, sobre todo, era un peliagudo cuello de botella.
Charley se sentía tan preparado para el viaje y tan confiado en su éxito que se quedó dormido en el tren a París. Pero cuando se apeó comprendió el problema. Una hilera de soldados alemanes bloqueaba el paso desde el andén hasta el vestíbulo, mientras un par de agentes de la Gestapo, sentados a una mesa, examinaban los documentos de identidad. La acumulación de pasajeros daba a entender que no se trataba de una búsqueda habitual.
Qué raro, se dijo. Llevaba más de un año combatiendo a los alemanes y ésa era la primera vez que los veía. Sin embargo, lo que debía hacer en ese momento era analizar las opciones, y tenía que procurar no mirar a su alrededor con demasiado descaro. Se volvió para subirse de nuevo al tren e intentar salir por el otro lado, pero miró por la ventanilla y vio soldados con armas automáticas recorriendo los vagones. Tranquilo. La persona que lo acompañaba sabría qué hacer. Haría cola y confiaría en que los documentos que llevaba pasaran la inspección. Tranquilo. Respira. Relájate.
—Pardonnez-moi —oyó decir Charley—. Pardon.
El grupo de pasajeros impacientes se abrió para dejar paso a un carrito sobrecargado de equipaje empujado por un hombre demasiado viejo para esa labor. La tambaleante carga parecía a punto de caer mientras el carrito de dos ruedas rodaba sobre el irregular cemento.
Charley probó a hablar en francés.
—Assistez? —dijo señalando la carga.
—Ah, oui! —contestó el anciano. Cuando el hombre se inclinó para apoyar el carrito en los dos pies, se le cayó la gorra azul de «mozo». Charley le reubicó el equipaje, recogió la gorra del hombre y se la colocó en su propia cabeza. Le guiñó el ojo y asintió para que avanzara. Echó a andar detrás del carro estabilizando con las manos la bamboleante carga.
La línea de soldados, con sus armas automáticas apuntando a los pasajeros, siguió hombro con hombro mientras se acercaba el carrito de equipajes.
—Pardon —dijo el anciano agobiado por la pesada carga.
Los soldados lo miraron de arriba abajo y se apartaron. Charley se concentró en mantener las maletas en equilibrio sin levantar la vista.
—Halt —gritó uno. El viejo mozo y Charley se quedaron tiesos.
Un oficial se bajó el arma del hombro y se acercó. Miró a Charley a la cara y éste lo miró directamente a los ojos, concentrándose en sus pupilas. El oficial avanzó hacia la carga y removió algunas maletas para asegurarse de que nadie se escondía en el montón. Satisfecho al ver que no había nadie, le hizo un gesto al viejo de que avanzara.
—Merci, monsieur —dijo el hombre cuando los dos «compañeros» llegaron a la sala de equipajes. Le hizo seña a Charley de que le devolviera la gorra.
—Merci beaucoup —respondió Charley, y le entregó la gorra. Se volvió hacia el vestíbulo, examinó la lista de salidas y, como si fuera un estudiante de vacaciones, se dirigió hacia el tren de Burdeos.
* * *
Había que hacer algo con el pelo. En una época en que no llamar la atención significaba sobrevivir, nadie quería arriesgarse a hacer pasar a un piloto con el pelo color de fuego por un pastor vasco de las montañas.
Renée Labourd recibió a Charley Swan en la estación de San Juan de Luz/Ciboure como si fuera un amigo que vuelve a casa de la universidad. Después de cruzarse con unos soldados nazis, Renée lo llevó por una calle lateral hasta el Pub de Corsaire, y por las escaleras de atrás subieron al apartamento de Dodo.
Cuando entraron en la habitación, Renée de inmediato señaló el pelo de Charley.
—Éste es nuestro nuevo pastor —dijo sarcástica.
—No creo que tengamos una txapela lo bastante grande como para tapar eso —comentó Dodo—. Nos irá mejor hacerle pasar por oveja.
—El polvo de carbón serviría, pero si llueve o cruza el río se le irá —apuntó Renée.
—El tinte que utilizaba para los muebles aguantaba mucho, seguro que irá bien —sugirió Miguel.
—¿Tienes? —preguntó Renée.
—En Gernika. Lo siento.
—A ver si encuentro algún tinte —dijo Renée.
Las tareas que requerían ir a buscar algo al pueblo recaían en Renée, pues su pequeño grupo había desarrollado una eficaz división de deberes. Era capaz de encontrar tinte para el pelo sin despertar sospechas. Dodo no. Ella podía comprar ropa de varias tallas para regalar, mientras que quedaría raro que Dodo lo hiciera. También podía fingir que ligaba con un joven en la estación, mientras que si Dodo iba a recoger a un hombre parecía el comienzo de una conspiración.
En su breve tiempo en las montañas, Miguel se adaptó a su nuevo trabajo sin dar un paso en falso. Su experiencia recogiendo leña en las colinas de Gernika le había preparado para las labores nocturnas de la frontera. Era capaz de andar toda la noche, de tener la boca cerrada y la mirada atenta. Y lo más importante, su pequeña banda no podría haber encontrado a nadie tan de fiar.
Fueran cuales fueran las limitaciones de las manos de Miguel, no le resultaban ningún impedimento a la hora de guiar a los pilotos que huían a la frontera española. Dodo observó, sin comentarlo, que parecía andar más erguido, mirando a su alrededor más que al suelo.
El ejercicio y el peligro habían llenado de energía a Miguel, pero lo que más regeneraba su espíritu era el ansia de venganza. Cada piloto que regresara a Inglaterra arrojaría más bombas sobre los nazis. No era un pensamiento cristiano, pero descubrió que podía vivir con esa culpa hasta su próxima confesión. La idea de la confesión le activó otras conexiones mentales que lo llevaron por un camino predecible: el padre Xabier; el hermano del padre Xabier, Justo; y la hija de Justo, Miren. Miren y la tristeza. Tenía que volver al trabajo, encontrar algo que le alejara de esos pensamientos. Pero todo lo llevaba de vuelta a esas cavilaciones.
Desde la ocupación nazi de Francia, Renée, Dodo y Miguel habían conseguido devolver a su país a docenas de aviadores. Algunas veces habían escapado por los pelos, y en numerosas ocasiones habían tenido que improvisar y a veces ir literalmente por en medio del río. Varias veces fueron obligados a dar media vuelta y dirigirse a paso ligero a otros pasos. Tuvieron que pasar una noche en la gruta con unos pilotos intranquilos. En una ocasión cruzaron el Bidasoa apoyándose en un tronco a la deriva bajo la luz de los reflectores, mientras algunos disparos de prácticas de tiro se clavaban en la madera. Agarrados a las ramas submarinas, vadearon el río más fácilmente de lo que podrían haberlo hecho sin la ayuda del tronco flotante.
Durante un tiempo, los guardias españoles dedicaron más interés a los contrabandistas que a los refugiados o a los pilotos que huían. A los españoles se les consideraba neutrales, por lo que se refería a la guerra y a sus participantes, pero siempre se habían mostrado muy estrictos —aunque a veces indolentes— con el transporte ilegal de bienes o la entrada ilegal en su país.
No obstante, los nazis tenían mucha influencia sobre Franco y la Gestapo había comenzado a adiestrar —e intimidar— a los guardias responsables de las fronteras. Habían llegado a un acuerdo por el cual los españoles debían detener a cualquiera que intentara huir a Francia, para poder enviarlo a Alemania y procesarlo. Como consecuencia, los évadés, como llamaban los franceses a los fugitivos, ya no teman garantizada la libertad una vez llegaban a España. Y los españoles, con las nuevas órdenes, bajo ningún concepto deseaban molestar a los imperiosos nazis.
Pero desde la muerte de los refugiados polacos, su grupo no había tenido que lamentar más bajas en la frontera, un récord impresionante dada la creciente presencia de nazis. El atractivo de las playas y de las poblaciones de la Cote Basque hacía que a los alemanes cada vez más les gustara ir de permiso a sitios como Biarritz y San Juan de Luz en Francia, y Hendaya y San Sebastián en España. De manera que la pequeña unidad de Dodo no sólo tenía que enfrentarse con la creciente presión de los bosques y las montañas, sino también en las poblaciones en que los nazis de permiso iban a la caza de mujeres y pastelería.
Y a tan difíciles circunstancias se añadía ahora un aviador británico con un pelo que gritaba: «Achtung, verboten».
—Vale, trae algún tinte —le dijo Dodo a Renée.
—¿Y para la piel? —preguntó ella.
—Supongo que tendremos que ensuciarlo —contestó Dodo encogiéndose de hombros.
* * *
Los oficiales alemanes frecuentaban la posada de Labourd cerca de Sare. A la hora de cenar solían pedir varias porciones de gâteau Basque, y nunca se preguntaban de dónde salían los huevos, el azúcar y otros ingredientes racionados.
—Me podría cagar en él —bromeaba Santi Labourd—. Pero entonces pensarían que es ciruela y pedirían más del que puedo darles.
Por cada oficial que se alojaba allí, se añadía un pequeño recargo que no aparecía en la factura final. Cuando la señora Claudine Labourd los hacía salir para limpiar las habitaciones, rebuscaba en los bolsillos de las guerreras y en sus portafolios por si había información, botones sueltos, insignias de más… cualquier cosa que pudiera quitarles sin que se dieran cuenta.
A veces encontraba tres puros en un bolsillo, uno de los cuales le vendía al mismo oficial al que se lo había quitado después de que éste se diera cuenta de que se le estaban acabando.
—Ah, tiene mi marca preferida, qué suerte —afirmaban invariablemente, y doblaban la propina.
Aunque la señora Labourd tenía ya esa figura redondeada de matrona, seguía comprendiendo la importancia de coquetear con los oficiales e insinuarles los placeres que compartiría con ellos sólo con que tuviera veinte años menos. Algunos eran lo bastante descarados como para manifestar que no les importaba la edad que tuviera y le pedían que subiera a su habitación. Ella se hacía la sorprendida ante su virilidad, les tanteaba los bíceps y pronunciaba un vibrante «Formidable», y a continuación rechazaba la propuesta aduciendo «cosas de mujeres». El oficial asentía, con una mirada cómplice, sin tener ni idea de qué podía ser eso. Tampoco se imaginaban que en los bolsillos de la señora Labourd había documentos de identidad que podían convertirse en falsificaciones aceptables, cien francos en billetes, una insignia para el cuello, una foto del Führer, sellos alemanes de su correspondencia y su gorra de campaña extra.
Ante la posibilidad de toparse con nazis de vacaciones, Dodo siempre se acercaba al hotel con los ojos bien abiertos. Renée había decidido que este viaje llegara hasta Sare. Ella iría delante con Charley, mientras Dodo y Miguel cerrarían la marcha quedándose bastante atrás y fuera del camino. Lo único que verían sería dos enamorados paseando del brazo por el valle, compartiendo un paseo tranquilo. Nada podía resultar más natural.
Cuando aquella noche Renée descubrió que en casa de los Labourd no se alojaba ningún nazi, el grupo llegó a mediodía para tomarse un cordero con verduras, regado por un excelente burdeos.
—El vino perfecto, papá —dijo Renée.
—Ah, este vino tenía que entrar en España una noche, y por el camino se perdieron algunas botellas —explicó con fingida consternación.
El plan era echarse una siesta hasta bien entrado el ocaso a fin de estar descansados para la caminata de cinco o seis horas. Como de costumbre, Dodo se acostó con Renée en la antigua habitación de ésta, una idea que los Labourd encontraron aceptable. Los dos vivían juntos en el pueblo, trabajaban juntos y se querían; ¿por qué andarse con formalidades? Además, admiraban a Dodo y le consideraban una pareja más que idónea para su enérgica hija. La juventud hay que aprovecharla, le comentaba siempre Santi a Claudine: «Agua pasada no mueve molino», le decía antes de que ella le diera una palmada en el hombro.
Miguel y Charley —ahora moreno— se dirigieron a la parte de atrás de la posada para comprobar la comodidad del pajar del granero. La pierna herida de Charley no le causó problemas durante la caminata de diez kilómetros hasta Sare. Con su «nuevo» pelo, sus pantalones de algodón, su chaleco de pastor, las alpargatas de cáñamo y la txapela, parecía un vasco, aunque tuviera la cara cubierta de pecas.
Lo que más compensaba ese hándicap era la fluidez de Charles Swan en español. Le permitía hablar fácilmente con sus guías, y aquella noche sobre todo con Miguel. También significaba que era capaz de comprender y contestar adecuadamente si tenían algún encuentro en la frontera.
En el caserío de los Labourd había una mula, dos pottokas domesticados que eran veteranos de muchos pasos a medianoche y más de una docena de ovejas. Como era el caso con los invitados especiales que habían pasado por allí, Miguel y Charley fueron alojados en el pajar, donde los ratones eran lo bastante amables como para tan sólo mordisquear los cordones de las botas y no algo más valioso. Entre los montones de anea seca, el pesebre lleno de avena y las ovejas, a Miguel todo aquello le olía igual que Errotabarri. Ovejas, Errotabarri, Justo, Mariángeles, Miren.
Aunque sabía que descansar algunas horas era importante, Charley era incapaz de relajarse y constantemente estiraba y ponía a prueba la pierna. Había transcurrido mes y medio desde que recibiera el disparo. El saber que se encontraba a apenas unas horas de un país neutral le hacía sentirse como si casi estuviera en casa.
Miguel tenía muy poco en común con los aviadores. No entendía a la mayoría de ellos y, además, nunca se sabía si alguno acabaría denunciándolos a los guardias de la frontera. Si alguien era capturado, cuanto menos supiera, mejor. Pero también se sentía solo. Compartieron una botella de Burdeos que Santi les había dado.
—Lo peor —dijo Charley estirándose sobre la paja— es que mi esposa probablemente piensa que he muerto. No creo que pueda saber que me recogieron y me han cuidado. —Miguel negó con la cabeza, comprensivo—. Llevamos menos de dos años casados —le explicó el piloto—. Ella también es pelirroja.
—¿Tienes algún pequeño pelirrojo? —preguntó Miguel.
—Aún no —dijo Charley—. ¿Y tú? ¿Tienes familia?
—Sí, tengo familia.
Charley soltó una risita.
—No sé tu mujer, pero la mía es tonta. —Sacó una foto del bolsillo. Cuando hablaba de ella la sentía más cerca.
—¿Eso es un pájaro? —preguntó Miguel al ver la foto.
—Se llama Blennie. Es un periquito, uno de ésos que hablan.
—¿Tu pájaro habla?
—Sólo imita los sonidos que oye —dijo Charley—. Annie siempre intenta que diga «pajarito».
—¿Y dice «pajarito»?
—No, todo lo que dice es «tic-tac, tic-tac».
—¿Tic-tac, tic-tac?
—Por eso te digo que es tonta. Éste es el segundo pájaro que tiene que sólo dice «tic-tac, tic-tac». Ella todo el día le repite «pajarito», pero siempre pone la jaula en la repisa de la chimenea, junto a un reloj que hace mucho ruido. El pájaro oye el tic-tac todo el día. Tic-tac, tic-tac. Tic-tac. Por eso es lo único que sabe decir, y ella no tiene ni idea de por qué.
La explicación de Charley justificaba una sonrisa, quizá incluso una risita. Y ese humor tan burdo atravesó en ambos una especie de muro interior y, mientras recordaban lo que era la risa, ésta iba ganando impulso, hasta que los dos tuvieron que enterrar la cara en los brazos cruzados para amortiguar el ruido. Las carcajadas alarmaron a los pottokas, que agitaron las patas y se despertaron, pero Miguel no podía parar. La cara sonrosada de Charley se fue tornando encarnada, divertido por la reacción de Miguel.
—¿Por qué no se lo dijiste? —preguntó éste cuando recuperó el control.
—Porque me daba miedo hacerle quedar como una tonta.
Miguel miró la foto de aquella mujer que tenía los ojos ampliados por las gafas, los ojos vacíos del pájaro, y volvió a reírse:
—Tic-tac, tic-tac —dijo.
—Tic-tac —replicó Charley, lo que provocó otra cascada de carcajadas. Miguel le devolvió la foto—. ¿Qué me dices de la tuya?
—Es bailarina —dijo, y se sacó del bolsillo de la camisa la foto de su familia tomada en el primer cumpleaños de Catalina. Justo sabía que la foto de Miguel había ardido cuando su casa fue destruida, y antes de que Miguel se marchara a las montañas le regaló la copia que tenía en Errotabarri, sobre la chimenea.
—Qué guapos son todos —dijo Charley. No había visto una familia más estupenda—. Las chicas son preciosas… perfectas.
—No del todo perfectas —dijo Miguel sin pensar, dejándose llevar por el entusiasmo.
—¿Por qué no? —Miguel, aún riendo, vaciló—. ¿Por qué no? —volvió a preguntar Charley.
Sí, ¿por qué no?, se dijo Miguel. Nunca volvería a ver a ese desconocido, a ese aviador. Le explicó por qué Catalina no miraba directamente a la cámara.
—Le estábamos disimulando las orejas —contestó—. Los cuatro intentamos mantenerla inmóvil mientras le agujereábamos la oreja, pero se soltó y se desgarró un trozo de oreja.
Se rió al acordarse de los cuatro, tan reacios a sujetar a aquella niñita que se retorcía.
—De todos modos, en la oreja izquierda lleva un bonito aro —dijo Charley
—Es el lauburu, el emblema vasco.
¿El emblema vasco? Charley había supuesto que Renée, Dodo y Miguel eran franceses o españoles, y ni se le había ocurrido pensar que pudieran ser vascos. Llevaba con ellos menos de un día y nadie se lo había mencionado, pues habían estado ocupados planeando los detalles de la huida.
—Mi esposa conoce a muchos niños vascos —le explicó Charley, entusiasmado por la relación—. A muchos, muchos niños vascos. —Miguel no podía entender por qué—. Durante vuestra Guerra Civil, miles de niños vascos fueron enviados a Inglaterra. Mi esposa los adora y los ha estado ayudando. Está aprendiendo vasco, al menos un poco. ¿De dónde eres?
—De Gernika —dijo Miguel.
—¿De Gernika? —Dios mío. ¿Debía decirle que había visto el cuadro? ¿Llegaría a saber que existía un cuadro?—. ¿Estabas allí… cuando ocurrió? —preguntó.
—Sí, estábamos allí.
—¿Tu familia?
—Sí, murieron.
Charley cerró los ojos. Se había fijado en la deformidad de las manos de Miguel, pero no había sacado ninguna conclusión; en aquellos días podía ser consecuencia de cualquier desastre de la guerra. Evocó las imágenes del cuadro y recordó a la mujer que chillaba llevando en brazos al bebé de ojos vacíos. Ojalá Miguel nunca lo viera.
El aviador se concentró más en la foto que tenía en la mano, sin saber qué decir.
—Son guapas —afirmó.
Siguieron hablando en el granero, en la creciente oscuridad, como protección del silencio. El piloto le habló de la sensación de volar y de que su mujer tenía miedo de que se fuera a la guerra. Miguel le relató su fracaso como pescador, y que sólo podía imaginarse cómo se marearía en el avión si ya tenía tantos problemas en un barco.
Intentó explicarle lo que sentía al ver bailar a Miren, y le contó la absurda historia de Vanka, que de nuevo hizo reír a Charley y darle un golpecito en la espalda.
Y cuando otra vez se impuso el silencio, lo único que pudo añadir Charley fue:
—Lo siento.
Miguel le había contado cosas a ese desconocido que jamás había sido capaz de decirle a Justo ni a Dodo. Eran demasiado cercanos, tenían su propio sufrimiento, y no podía esperar que también acarrearan con el suyo. Había hecho falta ese desconocido para conseguir que hablara de todo eso.
—Estaba en las colinas… No pude llegar junto a ellas —contó Miguel—. Me dijeron que la primera bomba mató a mi suegra, y que Miren, mi esposa, quedó sepultada bajo un edificio que se derrumbó.
—¿Y la pequeña?
A Miguel se le apagó la voz, pero tenía que decirlo, ahora, mientras pudiera.
—No se pudo hacer nada…
—¿Y tus manos?
—Fue mientras intentaba encontrarlas.
Silencio.
La esposa de Miguel podría haber sido Annie. El bebé podría haber sido el suyo. La vida de Miguel podría haber sido la suya. Y aún podía serlo.
—Tengo que regresar —dijo Charley. Una frase que nada tenía que ver con lo que habían hablado, pero que Miguel comprendió.
El granero se fue oscureciendo y los tenues sonidos del ganado en su sueño los calmaron, pero ninguno durmió. Al cabo de pocas horas Charley estaría con su familia, y en su mente comenzó a planear todo lo que quería decirle a Annie.
* * *
La orden llegó a través de una cadena de mando poco habitual. La hermana Teresa les dijo a los sacerdotes de Santa María que cuando Alaia Aldecoa fue al convento se la veía débil, como si no comiera bien. Un sacerdote de Santa María le comunicó al padre Xabier, en Bilbao, que Alaia Aldecoa se moría de hambre.
—Deberías llevártela a casa, eso sería lo caritativo —le dijo Xabier ajusto cuando éste visitó la basílica aquella semana—. Ya sabes cuánto significaba ella para todo el mundo. No podemos permitir que eso ocurra. No podemos darle la espalda.
Justo no podía negar que Alaia había sido como un miembro de la familia, y le importaba mucho su bienestar. Pero ¿llevársela a vivir a Errotabarri?
—¿No podría limitarme a darle de comer? ¿Tengo que tenerla por casa?
—A lo mejor tiene bastante comida, pero no se cuida. Tal vez necesita a alguien que se preocupe por ella.
—¿Y qué me dices de la hermana Teresa, del convento, o de María Luisa de Lumo?
—Justo, ¿crees que esa chica debería volver al convento? ¿O vivir con alguien que no conoce?
—Pero es que allí estoy yo solo —dijo Justo.
—¿Qué? ¿Te importan las apariencias? —le reprochó Xabier.
Justo se lo pensó. Había oído los chismorreos en el pueblo antes del bombardeo, pero nada desde entonces. ¿Acaso eso importaba?
—¿Desde cuándo te importan las apariencias? —preguntó Xabier.
—No lo sé. Necesito estar libre para irme donde quiera. Hago trabajo de misionero.
Xabier no entendió muy bien a qué se refería, pero no comprendía cómo una chica ciega podía impedirle ajusto hacer lo que quisiera. De todos modos, había consentido en hablar del asunto sólo por caridad cristiana hacia la chica. Le parecía que tener a otra persona en Errotabarri, alguien a quien Justo apreciara, alguien que hubiera conocido a Mariángeles y a Miren, le obligaría a quedarse en casa en lugar de pasarse los días y las noches vagando por ahí. La relación con lo que le había ocurrido a su padre era demasiado obvia para pasarla por alto.
—Justo, mira —dijo Xabier—. Sé que siempre sospechas que tengo una especie de motivo oculto. No digo que tenga que venir a reemplazar a tu hija, y desde luego no digo que vaya a reemplazar a tu mujer. Lo único que te digo es que es una buena amiga que quizá en este momento no tiene ningún lugar mejor al que ir. Eso es todo. Necesita ayuda.
Justo se dirigió al armarito para sacar la escoba y comenzar a barrer la rectoría. El primer impulso de Xabier fue detenerle, pero Justo necesitaba tiempo y había decidido barrer mientras pensaba. Al principio quizá sería incómodo tenerla en casa, pero eso sería pasajero. Y no, no le importaba lo que dijera nadie del pueblo. De hecho, eso era una buena razón para hacerlo: darle filo a las lenguas. Pero ¿en Errotabarri? Tenía un deber hacia Errotabarri. Sería mejor llevarla cuando Miguel regresara. Eso tendría más sentido. Pero ¿volvería Miguel?
Justo abrió la puerta de atrás y barrió el polvo que había acumulado al fondo, que era el método que utilizaba ahora que no podía coordinar escoba y recogedor con un brazo.
—Deja que te pregunte una cosa, Xabier —dijo Justo mientras volvía a colocar la escoba en su sitio—. ¿Qué piensa Alaia de todo esto?
Xabier se puso a pensar en la cadena de información tal y como le había llegado. De hecho, por lo que podía recordar, nadie le había preguntado.
* * *
Charley resbaló, refunfuñó y percibió un olor.
—Mierda de pattock —susurró Dodo tras una rápida olfacción—. Está por todas partes.
Decirle a Charley que vigilara por dónde pisaba mientras se abrían paso a tientas entre ese túnel de oscuridad habría sido del todo fútil. Se movían bien en la noche, a través del suelo irregular de los roquedales y por los arroyuelos flanqueados de zarzas. Una vez arriba, bordearon la línea de árboles del paso montañoso que los llevaría a España. Después de un breve descenso por ese sendero, cruzarían la frontera. Pero para llegar a Irún, y a la costa, tendrían que desviarse al oeste, de nuevo a través de la frontera invisible, y vadear el Bidasoa allí donde servía de tangible barrera.
Una vez cruzaran el río y llegaran a Irún, Miguel y Dodo dejarían a Charley con otros miembros de la red, que le trasladarían en coche a San Sebastián. Desde allí, con un enorme riesgo, Charley subiría a un tren hasta Bilbao, donde el consulado británico acabaría de encargarse de todo.
Con Charley siguiendo su ritmo fácilmente y Miguel alerta por si les seguía alguien, Dodo les llevó por un paso poco utilizado y comenzó a cruzar la ladera de una colina hacia el oeste. Se detuvieron en una ocasión a beber agua y unos tragos de Izarra que guardaban en un escondite cerca del paso, y para comer algo de pan que Dodo llevaba en su mochila.
—Para calmar los mares tempestuosos —le susurró Dodo a Miguel al arrojar un trocito en dirección a las rocas. Miguel asintió. Era el momento de respetar todas las supersticiones.
Miguel se puso rígido y le hizo seña a Charley y a Dodo de que no se movieran. Todos contuvieron el aliento. A los pocos momentos, Dodo oyó también un cencerro amortiguado. Cerca de allí estaban acostando un rebaño y un carnero había hecho sonar el cencerro.
—Ovejas —susurró Dodo—. No pasa nada.
La verdad es que Charley no había oído nada, y apenas lo que había dicho Dodo. No se había dado cuenta hasta ahora, pero tantas horas junto a los motores del Blenheim le habían dañado el oído.
Avanzaron. Al parecer la elección de esa ruta había sido acertada y el paseo extra hacia el este de la zona donde había más patrullas había valido la pena. Pero lo más difícil sería cruzar el río, y Dodo había planeado hacerlo a casi diez kilómetros río arriba de Behobie. Allí la pendiente era suave y protegida por árboles en el lado francés, y aunque había puestos de vigilancia en la orilla española, los recodos del río creaban puntos ciegos en algunos lugares.
Puesto que no habían visto ninguna patrulla alemana y seguían protegidos por la oscuridad, Dodo esperaba tener tiempo de examinar la orilla norte para descubrir la mejor manera de esconderse de los reflectores españoles y un buen sitio para vadear las aguas.
La anchura del río no le preocupaba tanto como la velocidad de la corriente y la profundidad. Aunque las rocas eran resbaladizas e inestables, si los hombres eran capaces de no caerse, resultaba mucho más fácil cruzar una distancia mayor haciendo pie que nadar un trecho más breve en medio de la corriente.
Ahora avanzaban furtivamente y con largas pausas, pues habían llegado a un terreno llano creado por la cuenca del río, y al poco vieron una gran garita de vigilancia. Desde esa posición, el porche a tres vientos dominaba un arco de río que formaba una curva de unos centenares de metros. Los reflectores barrían lentamente el agua y los tres se tiraron al suelo.
Delante, el río se alejaba de la garita formando una media luna, y Dodo señaló el punto por donde iban a cruzar. Charley estaba cansado y la pierna herida le dolía. Las semanas de inactividad en el desván le habían dejado sin fondo físico. Ver el agua lo revitalizó, y cuando Dodo se detuvo y señaló el río, Charley se dio cuenta de que no estaban a más de treinta metros de España.
Dodo evaluó el terreno. Una orilla rocosa en suave pendiente llegaba desde el bosque en el lado francés. A medida que el río, a lo largo de los siglos, había erosionado las rocas en la parte exterior del arco y acumulado detritus en el interior, había ido penetrando en la orilla opuesta. En ese lado el agua era más empinada y abundaban los rosales silvestres y la cola de caballo. Sería un ascenso difícil, pero al menos quedaba oculto.
Dodo tiró de ellos y se arrodillaron echando el brazo en el hombro del otro, formando una piña.
—No servirá de nada ir demasiado pegados, tendrás que ir a tu aire en la misma dirección —le dijo Dodo a Charley—. Da pasos cortos. Afianza bien el pie en la siguiente roca antes de cambiar de pie de apoyo. Una vez estés en el agua, ve todo lo agachado que puedas. La corriente te llevará río abajo. No pasa nada, pero procura que no te arrastre demasiado lejos. Nos reuniremos en cuanto hayamos subido la pendiente de la otra orilla.
Charley escuchó atentamente y obedeció las instrucciones al igual que cuando empezó a volar solo en el Tiger Moth, tan entusiasmado que se creía capaz de volar sin el avión. Archivó la información en su organizada mente: pasos cortos, afianzar el pie. Ir agachado. Puedes hacerlo.
—En el mismo orden. Id despacio —dijo Dodo—. Esperad a que me acerque a esa roca grande del medio y entonces poneos en marcha.
Dodo no hizo ningún ruido. Sus alpargatas de suela de cáñamo se adaptaban a las rocas de la orilla mientras mantenía los ojos fijos en la garita que había río arriba. Mientras Dodo se adentraba en el río, Charley vigilaba su paso y por dónde iba, veía cómo la corriente se aferraba a la pernera de sus pantalones, cómo se movía despacio y doblado por la cintura, del mismo modo que habían aprendido a hacer de niños cuando se colocaban sigilosamente detrás de un amigo de la escuela. La roca que sobresalía en la mitad, ligeramente río abajo, era el límite hasta donde podían ver, y cuando Dodo desapareció, Charley se adentró en el agua tal y como le habían dicho.
La corriente era más fuerte de lo que esperaba y casi lo derribó cuando apenas le llegaba por los tobillos. Pasos cortos… pasos más cortos, se dijo. Se imaginó volando contra un viento fuerte y ladeó el cuerpo para intentar contrarrestar el empuje. Cuando el agua le llegó por la cintura, se dio cuenta de que la pierna derecha estaba perdiendo fuerza, derrotada por la corriente. Cada vez que levantaba la pierna izquierda para dar un pasito, la derecha amenazaba con ceder y entregarlo al río.
Su mente analítica ideó un método mejor; pasos cortos con la izquierda, largos con la derecha, volverse hacia la corriente y avanzar de lado apoyándose sobre todo en la pierna más fuerte. Varias veces resbaló hacia delante y cayó sobre las manos, y el agua era tan profunda que acabó con la cabeza sumergida antes de ponerse en pie y recuperar el equilibrio. Las inmersiones en el agua fría lo dejaron sin aliento y salió jadeando a la superficie, mareado por el esfuerzo y la falta de aire y por el dolor que le recorría la pierna.
Los reflectores españoles rompieron su ciclo de exploración regular y apuntaron la luz en su dirección. Miguel, que estaba a punto de meterse en el agua, retrocedió lentamente hacia los árboles, a la espera de que el foco se alejara.
Cerca de la orilla opuesta, Dodo oyó ladridos procedentes de río abajo, en la margen francesa. La curva del río que les protegía de los españoles los dejaba al descubierto en el lado francés. Los ladridos podían pertenecer a un perro pastor, o al de un granjero, pero también podía ser una patrulla alemana.
Dodo le hizo seña a Charley de que retrocediera, pero éste casi no podía con la corriente y ya había sido arrastrado río abajo. Cayó en un hoyo que no había visto, y cuando emergió a la superficie, salpicando y escupiendo agua, los reflectores formaban serpentinas arrugadas por la superficie del agua. Escrutaban la oscuridad al igual que las luces de los antiaéreos habían surcado los cielos en busca de su avión cuando arrojaba bombas.
Charley volvió a sumergirse y Miguel salió de su escondrijo en la orilla. Se metió en el agua a la carrera, tal y como había hecho muchas veces en Lekeitio mientras hacía carreras con Dodo. Movía los pies y las manos en el agua, pero sin resultado. No conseguía empujar el agua ni propulsarse.
—Yo lo sacaré —le dijo Dodo a Miguel—. Procura llegar a la orilla.
Charley, que había sido entrenado en técnicas de supervivencia, no se entregó al pánico e intentó alcanzar la orilla meridional pataleando y chapoteando mientras mantenía la cabeza fuera del agua.
Miguel nadó como pudo hacia la gran roca, donde podría recuperar el equilibrio y el aliento mientras el ruido de Charley y Dodo atraía la atención de los reflectores. Ahora eran varios los perros que formaban un coro cada vez más sonoro de aullidos.
Dodo llegó hasta donde estaba Charley y los dos recuperaron el equilibrio mientras flotaban casi a la misma altura de las patrullas, aunque a pocos metros de la orilla española. Mientras Charley comenzaba a escalar la orilla hacia los espesos matorrales, Dodo se detenía en la rocosa orilla sur y regresaba río arriba para ayudar a Miguel.
Las balas salpicaban en el agua, con chasquidos en las rocas. Una hilera de columnitas de agua avanzó hacia Dodo cuando éste comenzó a nadar. Y desapareció, engullido por la corriente.
Mientras las luces y la atención se centraban en Dodo, Miguel había pataleado hacia la orilla, río arriba. Trepó como pudo por la ladera y se reunió con Charley, y los dos subieron por el sendero que quedaba por encima de la orilla en busca de Dodo, con la esperanza de encontrarlo ya en la orilla y dispuesto a unirse a ellos. Pero no había salido a la superficie. No se le veía en la orilla ni en el sendero.
Los disparos alertaron a los guardias españoles, y ahora había patrullas a ambos lados del río. Miguel y Charley dejaron de buscar a Dodo y se escondieron. Hacían cortos desplazamientos y pasaban largo rato escondidos, y en un momento se ocultaron en un agujero en las rocas mientras los guardias se hallaban a pocos pasos de ellos. Dodo había desaparecido dentro del agua… ahogado o herido por una bala. Lo único que podía hacer Miguel era llevar al piloto a Irún tal y como habían planeado. Y Charley, que les había seguido el ritmo durante el agotador camino desde Sare, había agotado sus fuerzas con la travesía del río y cojeaba mucho.
Necesitaban permanecer a cubierto, pero también tenían que poner un poco de tierra de por medio. Avanzando en etapas, siguieron el borde de una carretera que ocupaba la primera meseta de tierra que quedaba por encima de las interrupciones del río hasta Irún. Patrullas motorizadas pasaban junto a ellos a intervalos irregulares, rara vez separadas por más de cinco minutos. Algunas se detenían y peinaban la margen del río en pequeños pelotones, a menudo disparando a los matorrales si detectaban movimiento.
Cruzar la carretera y avanzar por el otro lado les proporcionaría un terreno llano, pero no resguardo. Así pues, lo único que podían hacer era abrirse paso por el monte bajo o las zonas inundadas que había en los bordes de la ladera que descendía hasta el río, con la esperanza de que ninguna patrulla se detuviera exactamente donde ellos se ocultaban en ese momento.
—Así no vamos a ninguna parte —le dijo Miguel a Charley—. Y si salimos de aquí cuando sea de día, nos verán enseguida. —Charley, sin aliento, asintió—. Escondámonos y descansemos hasta que pase una patrulla; luego caminemos todo lo que podamos por la carretera hasta que volvamos a oír los motores, y entonces nos volvemos a esconder.
Charley volvió a asentir, aunque no sabía si resistiría. Y cuando hubo pasado el primer camión, Charley no consiguió dar más de diez pasos por la carretera antes de caer.
—Lo siento —dijo—. Vete. Ya me las arreglaré.
Miguel vio luces en la carretera que venía del oeste y arrastró a Charley hacia una zona de sotobosque. Incapaz de agarrarlo de la chaqueta y tirar de él, tuvo que rodearle el pecho con las dos manos y levantarlo.
—No creo que ahora pueda continuar. Si descansamos un rato me encontraré mejor. Sólo unos minutos.
—No tenemos tiempo —dijo Miguel lo bastante fuerte como para que Charley lo oyera.
El camión pasó en medio de un petardeo y, mientras los humos del tubo de escape aún enturbiaban el aire, Miguel volvió a levantarse.
—Ponte en pie —le ordenó.
Charley obedeció, tambaleante. Miguel hundió el hombro en la cadera del piloto, se lo echó a la espalda y lo levantó. A continuación entrelazó las manos detrás de las rodillas de Charley y echó a andar haciendo eses por un lado de la carretera.
Cuando al cabo de unos minutos oyeron el zumbido de otro camión, Miguel y su carga se dejaron caer en la maleza. Charley protestó la segunda vez que Miguel hizo ademán de levantarlo, pero sabía que así avanzaban más. Confiaba en la fuerza y el criterio de Miguel. Siguieron los intervalos de esconderse y correr hasta que Charley ya no pudo soportar que lo levantaran.
Poco antes del alba se escondieron entre unas hayas derribadas por el viento y se desplomaron. No habían avanzado más de tres kilómetros.
El pez regresaba para mordisquear las manos de Miguel; el viejo pulpo de su cama de Lekeitio se le enroscaba por las piernas y se las apretaba hasta que le dolían. Después de un buen rato, el pez comenzó a reírse de él, a extender sus enormes labios para dejar al descubierto sus hileras de dientes puntiagudos. Reía, reía. Y luego hablaba.
Levántate, le chillaba el pez. Levántate. Sintiendo que algo se le clavaba en el pecho, Miguel abrió los ojos.
Un guardia civil, con su tricornio de charol y su capa, le hundía el fusil en el pecho. Se rió y emitió un ronquido exagerado.
¿Ronquido? Miguel miró a Charley, que era despertado por otro guardia. Negaron con la cabeza, viendo la inutilidad de la huida. ¿Cómo iba a contarle a alguien que después de haber cruzado las montañas y vadeado el río, después de haber perdido a su hermano, los habían capturado porque habían oído sus ronquidos en la maleza?