La subida por el valle del río Nivelle siguiendo a su hermano aclaró la mente de Miguel y le permitió ordenar sus pensamientos. Dodo había estado extrañamente callado, pues había aprendido el valor del silencio cuando se encontraba en público. El camino hasta Sare estaba surcado de pisadas de la época medieval y seguía una suave pendiente entre pastos en barbecho y sombríos bosquecillos. No tenían razón para transitar una ruta más resguardada, pues no eran más que dos hombres dando un paseo y no llevaban contrabando ni tenían ninguna intención subversiva. Se trataba de una caminata de orientación.
—Sare es el centro de nuestro negocio —dijo Dodo—. Por cada pequeña divisoria de aguas sube un camino hacia la frontera. A veces quedamos con los pastores para que armen follón en un paso mientras nosotros cruzamos por otro.
—¿Tenemos que subir ahí? —preguntó Miguel, señalando con la cabeza la cumbre de La Rhune que sobresalía de una nube en lo alto.
—Sólo como último recurso. No te preocupes, tendrás suficiente terreno como para hacer trabajar el corazón.
Después de comer con los padres de Renée —más pimientos y salsas deliciosas, pollo asado y pastel—, Dodo siguió explicándole a Miguel cómo actuaban los contrabandistas de camino hacia la frontera.
—Te veo bien con la txapela —comentó Dodo.
—Me da ganas de vomitar.
—No, no… Nada de marearte aquí arriba —dijo Dodo. Tras una pausa añadió—: Me alegro de que estés aquí, Miguel. Necesitamos tu ayuda. Han derribado a más aviadores ingleses y quiero mantener a Renée en el pueblo y lejos de los caminos en la medida de lo posible, y yo también tengo que mantenerme lo más lejos posible del pueblo. A ella se le da bien recoger a la gente en la estación de tren y llevarlos a casas seguras. Es más importante que tenerla dando vueltas por las colinas. Cuando los nazis la ven nunca se imaginan que sea de la resistencia.
—¿Cómo puedo ayudar?
—Yo te guío y tú me sigues. A veces llevaremos a uno y otras a cuatro o cinco. Quiero que seas el que cierra la marcha, que procures que todos lleven el ritmo y vigiles por si aparece una patrulla por la retaguardia… sobre todo que te encargues de los rezagados.
—Creo que podré hacerlo.
—Lo primero que tuve que aprender fue a frenarme —recordó Dodo—. Aunque yo quería correr, la cuestión es que todos llevemos el mismo ritmo y vayamos juntos. Cualquiera que vaya con prisas llama la atención. La naturaleza no corre… tenemos que movernos a un ritmo constante.
Dodo guió a Miguel hasta la cara este de La Rhune, siguiendo un arroyo que formaba una pequeña cuña en la ladera.
—Debes seguir el curso del agua —le explicó Dodo—. Durante siglos ha sido el mejor camino, y normalmente está más resguardado. Pero la maleza a veces es más tupida. Si la noche es oscura y sin patrullas, ir por fuera del bosque y la maleza no es mucho riesgo si ganas tiempo. Si hay luna o patrullas, mejor mantenerte a cubierto o quedarte en casa.
—Pero tú guiarás siempre, ¿no?
—Eso espero —repuso Dodo—. Pero nunca se sabe. Aquí es donde la cosa se pone fea. —Dodo le llevó hasta un prado expuesto que ocupaba la mayor parte de la ladera oriental. Rocas de granito se amontonaban en la cuesta y parecían calaveras blanqueadas al sol de gigantes muertos mucho tiempo atrás, convirtiendo la subida en la pesadilla del caminante.
—Desde aquí casi no se ven, pero hay caminos entre las rocas —señaló Dodo con la mano—. Lo que es bueno para nosotros y malo para ellos. Te enseñaré las señales y las marcas. Nunca, nunca te apartes del camino, y procura que los demás tampoco lo hagan. Salirse del camino implica romperse una pierna o un brazo… o quizá peor, según cómo caigas o tropieces.
—¿Y vamos a ir por aquí en la oscuridad? —preguntó Miguel.
—En una oscuridad más negra de lo que crees. Y a veces también lloverá —contestó Dodo—. Cuando estamos más seguros es cuando la noche es más negra, lo que significa noches nubosas, lo que a veces significa lluvia. Las rocas resbalan con la lluvia, y si aquí arriba resbalas en una roca te irás rodando hasta Sare.
Dodo se rió. Miguel no. Miró hacia abajo. El sinuoso valle, de distintos tonos de verde a la luz de la tarde, le hizo acordarse de cuando estaba en las colinas que rodeaban Gernika, de cuando pescaba con Justo, de cuando cargaba la mula de Mendiola. Y en el momento en que lo pensaba, oyó resoplar a su mula.
—Te presento al noble pottok —dijo Dodo, y señaló un grupo de recios ponis vascos que estaban al otro lado del prado. Habían corrido en estado salvaje por los Pirineos durante generaciones—. Los viejos los utilizaban a menudo para acarrear cargas pesadas. Los que trabajaban por la noche los adoraban. Trabajan duro, nunca se quejan, tienen el pie firme y la deliciosa habilidad de echarse un pedo siempre que se acerca un guardia fronterizo.
Un grupo de seis, incluido un potrillo, pacían sin hacer caso de la presencia de los humanos. Los recién nacidos retozaban alrededor de su madre, y Miguel se dijo que ojalá pudiera dejar de mirar.
—La primera vez que los vi estaba solo en la montaña, y me habían hecho creer que en la montaña había osos que podían matarme —comentó Dodo—. Me cagué de miedo.
Incluso a plena luz, y con su hermano guiando, a Miguel le resultaba difícil permanecer en el camino y no desviarse a los callejones sin salida de las rocas. Sin darle ninguna explicación, Dodo salió de la ladera y se internó en un bosque de hayas que a Miguel le pareció un parque urbano, sin sotobosque ni rocas en que tropezar. Era un lugar hermoso y fresco, y una mariposilla blanca revoloteaba delante de Miguel. En medio del camino apareció un rebaño de ovejas, con los cencerros amortiguados y unos melancólicos balidos que parecían un coro ambulante. De detrás de un árbol salió un pastor cuya presencia le había pasado inadvertida a Miguel.
—Ami —dijo el pastor, dirigiéndose a Dodo como «amigo».
—Eh, ami —replicó éste.
—¿Un nuevo pastor? —preguntó el hombre. Iba vestido exactamente igual que Dodo y llevaba una makila, una bota cruzada sobre el pecho.
—Oui, hermano —contestó Dodo. No utilizaban nombres—. Va a ayudarme a atender al rebaño. ¿Hay alguien más por ahí?
Asintieron y el hombre miró a los ojos a Miguel, puso el índice bajo el ojo derecho y le guiñó el ojo. Era para decir: Bienvenido a la hermandad, amigo, pero si me ves fuera de las colinas, no me conoces.
Tras subir otra loma y llegar a un calvero, Dodo se detuvo para enseñarle a Miguel una pequeña gruta oculta por las rocas en la que escondían botellas de Izarra y quesos. Si hacía falta podían esconderse dentro.
—Una vez pernoctamos en una gruta que se adentra más de medio kilómetro en las colinas —dijo Dodo—. Está ahí desde que los hombres de las cavernas la compartían con los osos. Nuestros invitados no se sienten muy felices cuando oyen gorjear a los miles de murciélagos que cuelgan del techo. Para que no piensen en ellos, les contamos que el espíritu de Mari y la lamia vivían aquí y que durante muchos años las brujas se reunían en este lugar hasta que las quemaron en la hoguera.
Como siempre, Miguel no sabía hasta qué punto creer las palabras de Dodo, pero se decía que ojalá que pasar la noche en una cueva infestada de murciélagos no formara parte de su nuevo trabajo.
—¿Por aquí hay peces? —preguntó mientras caminaban siguiendo el riachuelo.
—Me han dicho que donde hay la mejor pesca es en el bosque de Irati —respondió Dodo—. ¿Desde cuándo te interesa la pesca? Pensaba que la despreciabas.
—Me gusta cuando no he de ir en barca. Pescar en los ríos, en los arroyos —le explicó Miguel—. A lo mejor un día que no trabajemos podemos ir a Irati y te enseño cómo se pesca en el río.
—¿Y tú cómo es que sabes?
—Justo me enseñó.
—¿Cómo está Justo? —preguntó Dodo, interesándose por primera vez por Gernika y la gente que vivía allí.
—Sigue fuerte —contestó Miguel.
—¿Incluso con un brazo?
—El número de brazos no tiene importancia.
Dodo dejó el tema mientras comenzaban a descender la montaña.
—Ahora estamos en España —dijo—. Ahí está el Bidasoa. El río es siempre el problema más importante. Los guardias españoles se pasan todo el tiempo sentados en el lado sur y esperan a que nosotros vayamos.
—¿El río?
—Abre un desfiladero al oeste de Vera, más cerca de su nacimiento, con laderas empinadas y fuertes corrientes —le explicó Dodo mientras le mostraba el terreno y señalaba el bosque que había debajo—. A medida que llega a Irún, se ensancha y se remansa, lo que depende también de la época del año y del caudal. Más abajo es más fácil cruzar, y por eso hay garitas de guardia en cada curva del río.
—¿Y cómo cruzamos?
—En un bote de remos que un campesino nos deja —repuso Dodo—, o nadando, o caminando. Ahora probablemente nadaremos o andaremos, pues una barca se ve demasiado.
—¿Dodo?
—¿Qué?
Miguel levantó lo que le quedaba de manos.
—No sé si me acuerdo de nadar.
Dodo no lo había pensado. Se le ocurrió retar a su hermano a repetir «El Circuito», pero no dijo nada.
* * *
Aparte de sus paseos solitarios por el pueblo a primera hora de la mañana y a la noche y de su trabajo por mantener a flote Errotabarri, Justo pasaba mucho tiempo en Bilbao, a poca distancia en tren. Disfrutaba ayudando a su hermano en la basílica de Begoña y visitando a la hermana Encarnación en el hospital. Les debía mucho a ambos y le alegraba estar cerca de su hermano pequeño y de la monja que tanto admiraba.
La hermana Txanpon le seguía la corriente ajusto permitiéndole imponer disciplina a los pacientes más tercos. Ayudar a su hermano Xabier era más difícil. Ahora que Justo estaba ya recuperado, al sacerdote no le parecía bien tenerlo barriendo la rectoría ni trabajando en el jardín.
Lo cierto era que Xabier había pasado a ser una figura política destacada a medida que su relación con el exiliado presidente José Antonio Aguirre le convertía en objeto de vigilancia de los servicios de seguridad e inteligencia de Franco. Xabier sabía que lo observaban y temía que eso pudiera poner en peligro a su hermano. Sería mejor que sus encuentros no llamaran tanto la atención durante una temporada. Pero disfrutaba tanto de la presencia de Justo que no se le ocurría una manera diplomática de decirle que no lo visitara tanto.
A Justo no le sorprendió que Xabier se metiera cada vez más en política. Se había convertido en un elemento esencial de la conciencia vasca, en una voz antifascista ahora que muchas estaban silenciadas. Aunque Xabier mantenía la política fuera de su púlpito, muchos feligreses iban a pedirle su opinión sobre el estado del País Vasco, de Vizcaya y España. Pero sobre todo le preguntaban:
—¿Ha sabido algo de Aguirre?
—No, no, no —respondía él—. ¿Por qué iba a hablar conmigo un hombre tan importante?
Pero tenía noticias de Aguirre, que había cruzado Europa corriendo un gran peligro, a veces escapando por los pelos de la Gestapo. Su hermana, Encarna, había muerto tiroteada por los alemanes mientras su familia estaba en Bélgica.
Cuando Aguirre quería saber cómo estaba el clima político o tener noticias de su país, hablaba con Xabier. Ya no era algo tan simple como presentarse en el confesionario del fondo de la basílica. Pero esas cosas aún eran posibles.
Xabier sabía sin preguntarlo que a Justo le encantaría involucrarse. Pero el sigilo no era el punto fuerte de Justo. Tenía valor para enfrentarse cara a cara con un batallón, pero ¿el disimulo? Ése no era Justo.
—Justo, eres muy amable viniendo a ayudarme, pero de verdad que no hace falta —dijo Xabier—. Sé que tienes mucho que hacer en casa y no quiero apartarte de tus quehaceres.
—No es ningún problema, excelencia —replicó el hermano mayor—. Tengo al día mi trabajo, y nuestra familia se está recuperando bien.
—Claro, claro, Justo. Entonces deja que te diga una cosa. A lo mejor no es bueno que te vean mucho conmigo.
—Hermanito, yo también tengo que decirte que a lo mejor no es bueno que te vean conmigo.
A pesar de su seriedad, Xabier se rió.
—Lo digo en serio. Ahora me consideran un personaje político, y otros sacerdotes de todo el país han sido encarcelados o asesinados, ya lo sabes. Me preocupa que intenten perjudicarme atacándote si te dejas ver demasiado.
—¿A mí? —Justo alzó su voz grave y levantó la escoba que llevaba en la mano—. Puedo ser el colmo de la discreción. Puedo ser una voluta de humo. Soy un pensamiento, un recuerdo. Voy y vengo sin que me vean.
Xabier se rió más fuerte.
—¿Lo ves?
—Ya hablaremos en otro momento, eminencia —dijo Justo, y dejó la escoba en el armarito—. Ahora me voy a ver a la hermana Txanpon.
Justo bajó la colina hacia el río hasta llegar al hospital y pasó la tarde ayudando a la diminuta enfermera con sus pacientes de rehabilitación.
—Estoy encantada de verte, Justo —le confió la hermana Encarnación—. Eres uno de nuestros mayores éxitos. No sabes cómo anima a los pacientes ver lo bien que has aprendido a adaptarte.
Justo se amoldaba a las necesidades de la hermana Encarnación: aquéllos que necesitaban consuelo aprendían de la paciencia y bondad de Justo; los que necesitaban que los sacaran de su autocompasión se ponían en marcha asustados por ese hombre poderoso.
—Cualquier cosa que pueda ayudarla, hermana —se ofrecía Justo.
—Me estás ayudando mucho, Justo —decía ella—. Propagas un buen mensaje y eres un buen ejemplo.
* * *
Bueno, esto ya es un progreso, decidió Annie Bingham: ahora tengo dos trabajos y en ninguno me pagan. El pequeño estipendio de su trabajo con los niños vascos se había agotado. Ahora ya sólo tenía a la mitad, pues unos habían sido repatriados y otros adoptados. Muchos de los mayores ya eran adultos y, en gran parte gracias a las enseñanzas de Annie, habían acabado formando parte de la comunidad.
Aun sin cobrar, seguía ayudando a los que quedaban; eran como de la familia. Y ahora, tras haberse unido al Servicio Voluntario de Mujeres, Annie Bingham pasaba las noches bien abrigada en su puesto, manejando un reflector. Pensó que su vista sería un problema cuando se presentó voluntaria, pero el reclutador estuvo encantado de poder asignarle cualquier tarea. El trabajo nocturno no interfería en su labor con los niños, y tampoco necesitaba mucho dinero, pues vivía con sus padres.
Quería escribirle a Charley para contarle los pormenores de su nuevo trabajo, cómo contribuía al esfuerzo de guerra, cómo practicaba enfocando las gaviotas con su reflector y cómo las pobres aves confusas surcaban el cielo seguidas del potente foco. Pero le advirtieron que su ubicación se consideraba un secreto y que no debía decírselo a nadie.
A los niños de la residencia, sin embargo, les sugería de manera un tanto misteriosa que participaba en el sistema de defensa antiaéreo. Los niños, sin acabar de entender el concepto, pensaban que todo el proyecto recibía su nombre y que toda Inglaterra estaba ahora protegida por el sistema «Annie Aéreo».
A Annie le gustaba cómo sonaba eso y no los corregía. Los niños llevaban ya varios años sin pensar que podían morir bombardeados. Cuando llegaron a Inglaterra les aseguraron, y de hecho les prometieron, que estarían seguros para siempre. Pero los alemanes habían seguido a esos niños hasta Gran Bretaña, y por las noches se veían de nuevo encerrados en los refugios.
Al menos su amiga Annie Aéreo los protegería.
Y por lo que se refería a su marido, Annie sufría. No se podía creer que la separación resultara tan dolorosa. Después de la boda, habían decidido vivir con los padres de ella, pues Charley se iría pronto. Se irían a vivir a una casa solos cuando él regresara. Para que Annie se mantuviera optimista y esperanzada, Charley le decía que comenzara a buscar piso. Nadie sabía cómo estarían las cosas en el futuro, pero ella quería estar perfectamente preparada para su regreso… fuera cuando fuera. ¿Alguno de los dos volvería a la universidad? ¿Tendrían ingresos? ¿Tendrían un hijo de inmediato? Eso estaría bien. Sí, eso sería estupendo. No tenía por qué esperar más.
De todos modos, tampoco había mucho tiempo para divagar. Annie dormía desde el alba hasta las siete de la mañana, hora en que se levantaba y se dirigía a la rectoría para estar con los niños. En cuanto oscurecía, ella ya estaba en su sitio, en las colinas que había al borde de la ciudad, a la espera de que le comunicaran por radio que llegaban bombarderos enemigos por el cuadrante este.
Una mañana, cuando el cielo ya se teñía de rosa, mientras iba en bicicleta a su casa, dobló la esquina y en el portal vio aparcado un coche negro. Había unos hombres que querían verla.
* * *
Justo Ansotegui se acercó. Alaia Aldecoa podía olerlo: nadie más llevaba esa combinación de olor a caserío, a sudor y a jabón.
—Xiaxo, Alaia, soy Justo Ansotegui —dijo. Sí, lo conocía. Todas las semanas se presentaba de la misma manera. Era una cortesía, pues Justo creía que su ceguera no le permitía darse cuenta de su llegada.
—¿Quieres un poco más de jabón?
—Sí, me gustaría una pastilla de la «mezcla de Miren» —dijo.
Alaia sacó de una bolsa las dos pastillas que todas las semanas le apartaba. Justo intentó pagarle, pero ella rechazó el dinero. Justo visitó otros puestos, tal y como era su costumbre en los días de mercado, que ahora estaba situado más cerca del río. Intentaba comportarse como el Justo de antes del bombardeo, del que ya habían pasado tres años, pero ella percibía la profunda tristeza que lo rodeaba, al igual que a muchos otros del pueblo. Incluso cuando hablaba de nimiedades e intentaba bromear, había pesadumbre en su voz. No mucha, pero ella la oía.
Mientras Justo avanzaba, oía charlar a las matronas y a los hombres que jugaban al mus en el café, y a un hombre que tocaba el acordeón bajo el toldo de la esquina. Sabía que en el pueblo se hablaba mucho de Justo, que se especulaba si, entre esas burbujas que a veces le salían del bolsillo y sus extraños paseos por el pueblo, habría perdido la chaveta igual que su padre. No obstante, por lo demás parecía normal. Había sufrido, como todos los demás. Pero él lo afrontaba a su modo. Llega, compra unas patatas y desaparece por una calle lateral en sus curiosas rondas.
Lo ha superado mejor que yo, se dijo Alaia. Fabricar jabón estaba lejos de ser estimulante. Casi todo lo hacía para Justo. Por lo demás, no salía de su cabaña, pues tenía pocos motivos para aventurarse sola. Exceptuando una persona con la que volvía a verse.
La hermana Teresa, del convento de Santa Clara, le mandó una invitación. Las hermanas necesitaban jabón. En todos aquellos años nadie había sido capaz de reemplazar a Alaia, y muchas monjas lo habían mencionado. No se habían quejado, desde luego, pues habría parecido una petición frívola. Pero la hermana Teresa se había preocupado por Alaia. Sabía que su prima, Mariángeles Ansotegui, y Miren, la hija de Mariángeles, habían sido importantes para Alaia. Ahora que ellas no estaban, ¿dónde estaba su apoyo?
Alaia encontró un inesperado consuelo en el interior del convento, donde entraba cada vez que llevaba jabón a las devotas hermanas. Éstas parecían satisfechas con su vida, tan seguras de adonde iban, tan aisladas de las incontrolables fuerzas externas. Era un sitio protegido y ordenado, y se preocupaban por ella. A excepción de algunos momentos breves e incómodos con Justo en el mercado, cuando quería animarlo un poco, la única relación realmente estrecha que experimentaba era cuando visitaba a las hermanas.
La partida de Miguel había resultado muy dolorosa. Un día, como solía hacer cuando iba a visitarla, le llevó un pescado. Tras ponerlo encima de la mesa, le anunció su intención de ir a Francia a vivir con su hermano.
—¿Y Justo? —le preguntó. Pero lo que quería decir era: ¿Y yo?
—Estará mejor sin mí. Le recuerdo demasiado el pasado —dijo Miguel, hablando de Justo pero refiriéndose a Alaia.
—No es cierto —le espetó ella. Lo que quería decir: No, no estaré mejor sin ti.
Pero antes de que ella pudiera decirle lo que pensaba, él ya había desaparecido.