Capítulo 24

Eduardo Navarro no poseía ni la competencia lingüística ni la crueldad necesarias para traducir el mensaje en latín grabado en el campanario de la iglesia. El refugiado polaco, al que ella sólo llamaba «Monsieur», le había señalado la frase a su mujer, a la que se refería como «Madame». El hombre era un sesentón con barriguita con aspecto de alguien que ha perdido mucho peso. Lo que quedaba de él era un vientre abombado y una orgullosa insistencia en proteger a su mujer, también menguada por los padecimientos que habían sufrido.

«Monsieur» se había despojado de ese residuo de altivez que a veces perdura en los ricos una vez que han perdido su dinero, aunque seguía ayudando a su apurada mujer con mucha ostentación, mientras él avanzaba cojeando, agarrándose a ese resabio de dignidad masculina como si fuera la última reliquia familiar. Y cuando Dodo o Renée les daban alguna instrucción, «Monsieur» le repetía las señales a su mujer, dando a entender que aprobaba el plan.

El camino de San Juan de Luz a Ciboure y luego Urrunge, a través de un paso cubierto de plátanos, era la parte más sencilla del viaje. Pero la pareja, ya muy decaída, necesitaba un descanso en la antigua iglesia de St. Vincent de Urrunge. Tras prolongados tragos de agua de una bota, entre resuellos, «Monsieur» señaló la inscripción que había debajo del reloj de la torre.

Vulnerant omnes

Ultima necat

Manifestaba una verdad expresada sin tapujos: todas las horas hieren, la última mata. Dodo no vio necesidad alguna de traducirlo.

Si por ellos hubiera sido, ni Dodo ni Renée hubieran considerado que valía la pena hacer pasar la frontera a una pareja judía en la nominalmente neutral España, desde donde saldrían hacia Inglaterra o América.

Desde la ocupación nazi de Francia, las numerosas patrullas que recorrían la frontera con España habían cortado las rutas de paso más fáciles. En la época en que introducir refugiados era una simple cuestión de colarlos entre guardias fronterizos españoles o franceses indiferentes, la cosa era bastante segura. Podían calcular los movimientos entre cambios de turno en un puente que cruzaba entre Behobie e Irún, o subirlos a un bote pilotado por el padre de Dodo y luego cubrir el corto trayecto en coche desde Hendaya o San Juan de Luz a cualquier puerto de España.

Pero los nazis consideraban la evasión de subversivos como un insulto y teman patrullas en el río que aparecían en cualquier momento, guardias instalados en puestos de control que nunca cerraban los ojos, y en cada población fronteriza contaban con una red de confidentes. Ahora, en todos los puertos se registraban concienzudamente las barcas, y una vez mar adentro las paraban y examinaban con mayor entusiasmo.

Los refugiados que capturaban eran enviados a campos de concentración, a menudo acompañados de gente del pueblo que había intentado hacerlos pasar o protegerlos. ¿Y si se topaban con resistencia? Bueno, volaban las balas y a veces el papeleo era menos exigente si se disparaba a la gente mientras intentaba «escapar».

Cuando Renée se enteró de la inminente llegada de una pareja judía, ella y Dodo dudaron. Sería la carga más frágil que habían transportado. Pero aquellos dos refugiados habían cruzado Francia a través de una serie de trenes de cercanías, permaneciendo el menor tiempo posible en el andén, intentando pasar de puntillas por la estrecha línea que separaba el escabullirse de manera eficaz y el que se te note que te escondes. Habían mostrado sus papeles media docena de veces, y sus documentos falsificados habían pasado una rápida inspección. Viajaban como pareja con un pastor que se mantenía a una distancia prudencial para intervenir como tercera persona interesada si detenían a la pareja. De este modo habían llegado hasta allí.

Para Renée y Dodo, ayudar a seres humanos a cruzar la frontera era mucho más fácil que pasar otras mercancías. La comida, el alcohol, las armas, las municiones eran pesados y visibles. Los humanos, hasta cierto punto, se transportaban solos. Pero también hablaban en los momentos de mayor peligro, podían caer y romperse un hueso, y podían ahogarse. Si tiraban al río una caja de fusiles, no se perdía ninguna vida. ¿Refugiados? Eso era otra cosa.

—¿Cuánto deben de haber pasado ya para haber llegado hasta aquí? —le preguntó Renée a Dodo.

—Lo han perdido todo… seguramente lo han perdido todo, familia, casa… todo —contestó él mientras los dos inflamaban su vínculo más fuerte: la indignación compartida.

—No estoy segura de que lo consigan. ¿Y qué ocurrirá con nosotros?

—Estoy casi seguro de que no van a conseguirlo —dijo Dodo con una sonrisita traviesa—. Intentémoslo.

Mientras la pareja se esforzaba por bajar del tren en la estación de San Juan de Luz/Ciboure, Renée soltó un gruñido fatalista en dirección a Dodo. Y ahora, cuando llevaban sólo unas horas de lentísimo trayecto, la pareja parecía incapaz de seguir. Después de un año viviendo de sobras en sótanos o desvanes, de subir y bajar de numerosos trenes y de entrar y salir de pisos francos, estaban al borde del desplome.

Era ya última hora de la tarde, y lo mejor que podían hacer era llegar a Behobie y la orilla del río Bidasoa cuando fuera noche cerrada. Su esperanza era poder cruzar el río a remo en el bote de un amigo durante el cambio de guardia. De lo contrario tendrían que entrar nadando en España, y aquella pareja de ancianos no parecía capaz de flotar. El camino por las resbaladizas piedras del río no era fácil para Renée ni Dodo, y para una pareja de más de sesenta años, sin apenas fuerzas, lindaba con lo imposible.

La pareja necesitaba un rato más de descanso en Urrunge, así que Dodo y Renée aprovecharon el tiempo para volver a recordarles unas cuantas cosas. Habían vestido a «Monsieur» con una piel de oveja, txapela y alpargatas. Parecía auténtico, pero ridículo. Ella llevaba una falda negra y gorro de lana. Incómodo y antinatural. Ya habían dado orden a la pareja de que no hablaran bajo ninguna circunstancia. Dodo y Renée serían sus nietos, que los llevaban a dar un paseo por el bosque, una idea absurda a las dos o tres de la mañana. Pero si los detenían, la pareja no debía hablar. Si les preguntaban, debían rodearse la oreja con la mano y decir sólo: «¿Eh?».

Para refrescarles la memoria, Renée se colocó delante de «Monsieur» e interpretó el papel de un guardia, apuntándole al pecho con un fusil invisible.

Papiers! —dijo.

—¿Eh? —contestó «Monsieur», no sólo acercándole el oído a Renée, sino también entrecerrando mucho los ojos, como si además de sordo tampoco viera muy bien.

Renée repitió el proceso con «Madame», que era tarda en comprender y soltó una resentida perorata de frases en polaco. Renée apretó el gatillo de su fusil imaginario y, con un convincente movimiento de labios, hizo «pum».

«Madame» lo entendió y se corrigió.

—¿Eh? —dijo.

Très bien —murmuró Renée, y se dio la vuelta. Había llegado la hora de seguir. El sol se hundía lentamente en la bahía de Vizcaya y les quedaban unos ocho o nueve kilómetros más de furtiva caminata antes de llegar a su punto preferido para vadear el río. Tardarían cinco horas en jugar de las dos previstas. Por la carretera que había debajo de ellos pasaron varios coches, quizá transportando nazis, aunque la oscuridad hacía imposible identificarlos.

Antes de la ocupación nazi, Dodo y Renée habían utilizado algunas veces esa ruta sin que los descubrieran. El río era más lento cerca de la desembocadura, pero más ancho y con menos posibilidades de esconderse. Al otro lado del Bidasoa había una serie de pisos francos donde sus conexiones vascas darían de comer a la pareja antes de llevarlos hasta el final del trayecto.

Casi amanecía cuando llegaron a una extensión de alisos cercana a la orilla, con lo que la opción de remar quedaba eliminada. Los nazis habían comenzado a utilizar una flotilla de esquifes de poco calado y habían ayudado a la Guardia Civil a instalar reflectores que podían dirigirse a las zonas del río más atractivas para cruzarlo.

Pas bon —susurró Renée.

Las esperanzas de llevar a buen puerto aquella misión, ya escasas al principio, se iban reduciendo. Lo mejor que podían hacer era retroceder, esconderse en la casa segura más cercana y considerar otros caminos. A lo mejor podrían volver a intentarlo la noche siguiente, comenzar a andar más temprano y remontar más el río.

Renée le dijo por señas a la pareja que se retiraban.

«Monsieur» negó frenéticamente con la cabeza. «Madame» no entendía lo que se debatía, pero comprendió a qué obedecía la cólera de su marido y comenzó a sollozar. El hombre puso a su esposa en pie y la llevó hasta la orilla pedregosa.

Dodo intervino de manera más enérgica cuando vio las luces que escudriñaban el río, extendiendo cintas de plata sobre las aguas onduladas.

—Tienen que detenerse —voceó Dodo con toda la autoridad de que fue capaz sin levantar la voz por encima de los sonidos del río—. Arrête! —gritó, imaginando que los polacos entenderían mejor el francés que el español o el vasco.

«Monsieur» se volvió y, tras desembarazarse violentamente de la mano de Dodo, se metió en el agua seguido de «Madame». Dodo se le acercó de nuevo, pero con las prisas resbaló en las piedras del río.

Arrête! —les chilló a la espalda.

«Monsieur», ahora con el agua por las rodillas y avanzando con su mujer agarrada a su zamarra, se volvió hacia Dodo, se rodeó la oreja con la mano y, fingiendo sordera, dijo:

—¿Eh?

A los dos pasos, la mujer había rodeado con los dos brazos el cuello de su marido, con lo que los dos perdieron el equilibrio y cayeron al agua. El río no era profundo y podrían haberse puesto en pie fácilmente, pero cabecearon juntos sobre la superficie y se les vio casi relajados mientras se alejaban flotando. Dodo corrió tras ellos por la orilla. Cuando cruzaron una zona de agua iluminada, vio que ni siquiera intentaban flotar, tan sólo se agarraban el uno al otro. Al día siguiente fueron encontrados, juntos, en la orilla, cerca de Hondarribia. Murieron en España.

* * *

A medida que sus amigos ya no regresaban de sus misiones y el fuego de los antiaéreos y los Messerschmitt le agujereaba su Blenheim, Charley Swan comenzó a entender la relación entre sus vuelos y los resultados de sus bombardeos. Comprendió el proceso de la guerra en cuanto aterrizó después de su primera misión. Ya no era cuestión de la física de los objetos que vuelan. Charley estaba en guerra y creía firmemente en la causa británica. Los bombardeos de Londres habían respetado a su familia, y su mujer estaba ilesa en la región de Cambridge. Pero a través de las cartas de su familia y de Annie se daba cuenta de lo que debía de ser aguantar dos meses de bombardeos nocturnos consecutivos.

Annie nunca se quejaba en sus cartas. Procuraba mandarle noticias de su familia y relatarle lo más relevante de su vida cotidiana.

… Hablando de Blennie, no te lo vas a creer, pero después de más de un año de decirle «pajarito», ha comenzado a hablar.

¿Dice «pajarito»? No, dice «tic-tac, tic-tac», igualito que Edgar. ¿Te lo puedes creer? No lo llevaré a la residencia de los críos porque me da miedo que le espere un destino tan aciago como a Edgar. Claro que, si se escapara, Blennie podría encontrarse en alguna parte con Edgar y los dos podrían sentarse y decirse sus «tic-tacs» mutuamente. Pájaro tonto.

Pájaro tonto, y que lo digas, pensó Charley. A veces se llevaba las cartas de Annie con él a las misiones, para leerlas mientras esperaba un taxi o durante los momentos tranquilos en que cruzaba el Canal, pero en el Blenheim se estaba tan apretado que sólo se concedía el lujo de llevar la única foto «familiar» suya y de Annie, con Blennie en su jaula sobre el regazo de ella. De todos modos, una vez te aposentabas en el aparato, no había mucho tiempo para pensar en nada que no fuera lo que se traían entre manos. Era responsable de los otros dos tripulantes del aeroplano, por no hablar de la devastación que podía provocar una bomba lanzada en el sitio equivocado, o de lo que podía ocurrir si se demoraba una fracción de segundo a la hora de detectar la amenaza de los cazas.

Los «Blens» se habían quedado desfasados. Eran lentos y pesados, y presa fácil para los cazas enemigos porque era imposible que los superaran en velocidad. La palanca de mandos le impedía la visión de algunos instrumentos, y otros del panel quedaban tan altos que le resultaba imposible ver la pista cuando se acercaba al punto de aterrizaje. Pero tenían una gran autonomía, y eso le permitía a Charley adentrarse bastante en el continente.

Su tripulación lo elogiaba (por cautela o superstición) debido a su capacidad de prever los ataques de los cazas alemanes. Sus esperanzas de esquivarlos eran escasas, pero Charley parecía poseer un don para bajar en picado o inclinarse ligeramente para reducir el perfil que el bombardero ofrecía a los cazas. Con ello esquivaban lo peor del ataque.

No había misión de la que volvieran intactos, y pocas veces aterrizaba Charley sin «un par de abolladuras», tal y como él lo expresaba, en el ala, la cola o el fuselaje. Pero mientras que otros aparatos eran derribados o volvían en pedazos, el avión de Charley Swan era relativamente fácil de reparar y preparar para la próxima misión. Su tripulación lo llamaba un don. Charley no lo llamaba de ninguna manera.

* * *

Fue idea de Renée que Dodo engatusara a su hermano para ir a las montañas. La invitación de Dodo obligó a Miguel a enfrentarse a su necesidad de alejarse de Gernika. Le preocupaba que abandonar Errotabarri implicara abandonar a Justo. Juntos no eran más que una colección de pedazos rotos que, en la mayoría de los casos, conseguía funcionar. Miguel había imaginado que dos manos dañadas podrían reemplazar un brazo perdido en una lenta ensambladura.

Miguel le habló ajusto de su intención de declinar la invitación de Dodo, como si ésta fuera una cortesía, el pago tácito de una deuda.

—No seas idiota —dijo Justo—. Ve a ayudar a tu hermano. Yo estoy bien aquí.

Para demostrarlo, Justo se puso de rodillas, se apoyó sobre la mano derecha e hizo diez flexiones.

—Ven, súbete a mis hombros y añade peso —le invitó Justo.

Miguel rehusó. Justo tenía razón, había pocas ovejas que atender y una parcelilla de verduras. Hasta un hombre con un solo brazo podía encargarse de esas tareas. De todos modos, Miguel tampoco estaba nunca en el caserío.

¿Pero cuáles eran sus responsabilidades con Alaia Aldecoa? ¿Había cambiado algo la noche que habían pasado juntos? Miguel se dijo que Alaia podía contar con la ayuda de Zubiri. Justo también le echaría un vistazo de vez en cuando. Si Justo había estado al corriente de sus otras actividades, nunca lo comentó, y jamás mostró animadversión hacia ella. Era parte de la familia, decía siempre Justo.

Pero si le obligaban a expresar sus razones para marcharse, distanciarse de Alaia sería la primera. Después de esa noche, Miguel había sido cauteloso con sus visitas, procurando que fueran breves e impersonales. Que hubiera pasado una vez era algo excusable, pues los había pillado por sorpresa. Una segunda no sería sólo casualidad.

Renée lo hizo sentirse cómodo en San Juan de Luz desde el primer momento. Mientras alardeaba de la perfecta adaptación de Dodo a las costumbres de los travailleurs de la nuit, Renée inadvertidamente desvió la concentración de Miguel sirviéndole comida con aromas y sabores que le hicieron centrarse en su plato. Miguel escuchaba a medias mientras olía un plato de pimientos rojos rellenos de bacalao. Su atención menguó más con la llegada de un filete de salmón con espárragos, y se desconectó del todo cuando Renée le presentó el gâteau Basque por el que su familia había obtenido cierto renombre en la región.

—Muy bueno —dijo Miguel cuando acabó. Los residentes en Gernika vivían de sardinas viejas, garbanzos y pan de serrín. Esta comida no la había probado ni en los mejores tiempos. Mientras chupaba el plato de pimientos del piquillo, Renée le explicó que en San Juan de Luz también pasaban privaciones, pero los que se dedicaban a su negocio tenían maneras de proveerse de casi todo.

Tampoco tenían que ir muy lejos a buscar nada, pues muchas de sus reuniones de negocios tenían lugar en el Pub de Corsaire de abajo. Una vez Dodo aprobó el bar y descubrió que era el sitio predilecto de Renée, encontró un apartamento barato en el piso de arriba del edificio. La renta se la pagaban en especias al propietario del bar. Sí, tras algunos percances en las montañas, aprendió el negocio del contrabando de Renée y su familia. Y luego empezó a hacer sus propias aportaciones.

—Dodo ha nacido para este trabajo —le dijo Renée a un distraído Miguel.

—Eso no fue lo que dijo tu padre —protestó Dodo—. Dijo que yo era demasiado grandote y que mi aspecto no era lo bastante anodino.

Los mejores contrabandistas, le contó Santi Labourd a Dodo, eran de un aspecto tan vulgar que resultaban casi invisibles. Eran como una imagen de fondo, un paisaje insignificante. Necesitaban ser lo bastante fuertes como para llevar mucho peso y ser capaces de pasar la noche caminando por la montaña sin cansarse, pero lo suficientemente pequeños como para ser ágiles y poder deslizarse por pasos entre la maleza y las rocas por los que apenas cabría una liebre.

—A lo mejor físicamente no eras perfecto, ¿pero mentalmente? Bueno, tienes un don, hasta mi padre lo dice —afirmó Renée con orgullo mientras colocaba otro cesto de pan sobre la mesa, pues Miguel se había comido la primera barra y ahora estaba enfrascado en rebañar las abundantes salsas.

—Al principio, su experiencia y relaciones con la gente del mar nos fueron muy útiles —añadió Renée—. Durante un tiempo, intercambiamos servicios y excedentes por grano y toda la comida que podíamos recoger y se la llevábamos a tu padre, que la embarcaba hacia Vizcaya. Luego nos pusimos con las armas y las municiones.

Miguel levantó los ojos del plato y miró a Dodo. No tenía ni idea de que el patroia estaba implicado.

—Discreto, ¿eh? —dijo Dodo.

—Una vez lo mencionó, pero no sabía hasta qué punto estaba metido.

—Ahora ya no tanto —comentó Renée, y puso su plato, aún coloreado de salsas, en el suelo para que Déjeuner lo limpiara—. Si por él fuera aún seguiría trabajando con nosotros, pero las cosas se han puesto demasiado peligrosas. No obstante, cuando tan sólo necesitamos información, sigue siendo muy valioso.

—¿Información? —preguntó Miguel, distraído por el ruido que hacía el perro al lamer el plato.

—Despliegue de tropas, movimientos, defensas, cosas así —dijo Dodo—. Por mucho que las patrullas registren las barcas, si la carga que lleva está en la cabeza del patroia no pueden detectarla ni confiscarla.

—Entonces, ¿qué?

—Entonces, a lo mejor se va a Bilbao a descargar la pesca…

—¿Y?

Dodo sabía que el siguiente eslabón en la cadena dejaría a Miguel de una pieza.

—Entonces, lo más normal sería que el patroia visitara a su sacerdote favorito, el padre Xabier, y también sería de lo más normal que ese buen sacerdote oyera la confesión de hombres que, digamos, son de origen británico, que quizá trabajan en el consulado, quienes a lo mejor pueden transmitir algunos fragmentos de su divino mensaje.

Miguel sacudió la cabeza como atontado, aún sin comprender a Dodo.

—¿Cómo consigues esa información?

—Igual que lo consigue todo —se rió Renée—. Es listo.

—Tenemos una red de gente que nos ayuda… simpatizantes… la resistencia —dijo Dodo—. A veces es la camarera de un bar que oye a unos nazis borrachos, o un oficial que intenta impresionarla. En ocasiones es una camarera de hotel en el que hay un oficial de permiso y que después de hacerle la cama le revuelve los papeles. Otras veces hay información en una carta que un soldado manda a casa y que alguien abre en correos. Te asombraría la cantidad de información que podemos recoger.

¿Patroia? —preguntó Miguel, que aún no había acabado de asimilar la información.

—Sí, sí, Miguel —dijo Dodo—. Y ahora trabajamos con un grupo belga que está intentando devolver a Inglaterra a aviadores de la RAF que han sido derribados. Son muy valientes. Recogen a la tripulación, les curan las heridas si tienen alguna, los esconden y falsifican papeles que son lo bastante creíbles para que crucen París y lleguen hasta aquí. Luego les hacemos cruzar la frontera. Una vez han atravesado el río, otros los llevan hasta el consulado de Bilbao, donde consiguen que puedan coger un barco hasta Lisboa o Gibraltar.

La ocupación alemana había cambiado muchas cosas de su trabajo. Pusieron fin a las reuniones en el apartamento de Dodo a medida que el círculo de confianza se reducía por cuestiones de seguridad. La oportunidad de añadir a un pariente digno de confianza como Miguel era una bendición. Pero también una gran responsabilidad. A pesar de ser mayor, Dodo había considerado a Miguel como un igual desde que eran adolescentes a causa de la madurez física y emocional de éste. En algunos aspectos, Miguel era el prudente hermano mayor. Sin embargo, ése era el mundo de Dodo, y aunque sabía que Miguel era capaz de cuidar de sí mismo, quería hacer todo lo posible para evitarle más dolor a su hermano.

—Por todo esto mi padre está tan contento con él —dijo Renée, volviéndose a Miguel—. A pesar de ser tan grande y llamar tanto la atención, nunca se cansa y siempre tiene recursos. —Dodo aceptó el cumplido con un largo beso. Miguel se quedó perplejo—. Enseguida aprendió los caminos y las señales que siempre habíamos utilizado —continuó la chica—. Amontonar piedras o hacer una muesca en el tronco de un árbol. Y se le ocurrió un identificador perfecto para nuestra «hermandad»: la txapela. Todos los contrabandistas llevan txapela. Eso no significa que todo el que lleva txapela sea contrabandista, pero desde luego no es un guardia ni un patrullero. Podría ser alguien que se haya vuelto un confidente, cierto, pero los guardias españoles y los nazis nunca llevan.

—Así que… —intervino Dodo— tendrás que volver a llevarla.

—No la he llevado desde que pescábamos juntos —protestó Miguel.

—Lo sé, pero volverás a ponértela y te acostumbrarás, o de lo contrario a alguno de nuestros amigos podría ocurrírsele dejarte caer una roca en la cabeza si te ve alguna noche por las montañas. —Dodo llamó a su perro y se lo colocó en el regazo—. También hemos puesto a trabajar a Déjeuner —dijo Dodo mientras acariciaba al animalillo, fruto evidente de mil cruces—. Si me paseo en público con un aviador, otra persona sana, eso resulta sospechoso. Las autoridades podrían preguntarse: si estos dos no están en el ejército, a lo mejor es que son de la resistencia. Si Renée y un joven llevan un perro de una correa, a lo mejor tan sólo disfrutan mutuamente de su compañía y sacan a pasear a le petit chien. Y Déjeuner es el perro perfecto de la resistencia.

—¿Ah, sí?

—Sí, todo el tiempo finge no saber nada de la charada —se rió Dodo—. Hay otra cosa. Es una buena idea cojear, o encorvarte como si tuvieras un problema de espalda. No es probable que un cojo pase cosas ilegales por las montañas. A la gente le despierta compasión.

—Al menos a los franceses y los españoles —dijo Renée—. En el caso de los nazis, no cuentes con ello.

—¿Y qué me dices de unas manos tullidas? —preguntó Miguel.

* * *

Una calma se apoderó de Charles Swan. Se sentía como si se hubiera escapado de las tormentas del infierno y ascendiera pacíficamente al cielo. Sólo que iba en dirección contraria, hacia la tierra, a través de la sublime tranquilidad que aguarda al final del caos. Una escuadrilla de Messerschmitt lo había cazado en medio de un fuego frenético y su Blenheim había quedado destrozado al tiempo que el metal chillaba a su alrededor como el aullido mortal de un animal mecánico gigante.

Ahora flotaba en un cielo inmaculado sin más ruido que su pulso martilleándole las orejas. Silencio. Un silencio repentino, se dijo, que extrañamente le recordó una de sus partes favoritas de Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll, de cuando era joven:

Y ante el silencio que de pronto impera,

en su imaginación persiguen

a la niña soñada que recorre una tierra

de nuevas y singulares maravillas

donde pájaro y animal charlan amistosos,

y casi creen verlo con sus ojos.

Nunca le había recitado esos versos a Annie, la que hablaba con los pájaros, pero decidió que se los repetiría cuando volviera a casa. Annie, sí. A casa. El lugar donde no hay guerra. Aunque no hay lugar donde no haya guerra. Pero al menos hay una vida que acompaña a la guerra. La vida con Annie. Por primera vez miró hacia abajo. No había señal de su avión ni de su escuadrón ni de los cazas como mosquitos que habían llegado en un zumbido letal.

La misión no era nada extraordinario; tenían que bombardear tropas y formaciones de tanques en el sur de Bélgica. Pero había más cazas de defensa de lo que Charley había visto nunca y la mitad de su escuadrilla había sido derribada u obligada a dar media vuelta antes de que atacaran su Blenheim. La primera oleada debía de haberle arrancado la torreta dorsal, pues no oía que su avión disparara. Esquivó la segunda remesa, pero el instinto que le permitía reaccionar ante la amenaza de un ataque le hizo inclinarse ligeramente hacia el fuego directo de otro par de cazas que llegaban del otro lado, y oyó cómo las balas mordían la piel metálica del fuselaje. Al cabo de pocos instantes el avión se desintegró. Hizo seña a la tripulación de que saltara en paracaídas, pero el bombardero y al artillero estaban muertos, y entonces el avión comenzó a descender en espiral y supo que no podría mantener el control.

A medida que la tierra se le acercaba, evaluó rápidamente la situación. La tripulación estaba muerta. Ya no se podía hacer nada por ellos. Fisher era soltero, hijo de un vicario (Pescador de hombres[2], bromeó), pero Maplestone tenía esposa en Dover. En algún momento tendría que contactar con sus familias, se dijo, y ojalá pudiera ir a verlas en persona en lugar de contarles las noticias mediante una impersonal carta.

El aire que se oponía a la caída del paracaídas hacía susurrar las cuerdas. Aquella noche no volvería a casa. Y mucho menos Fisher y Maplestone. Las tripulaciones que aquella noche volvieran a casa dirían cosas buenas de ellos, brindarían y harían broma para mitigar el dolor. Lo hacían siempre, intentando poner cierta distancia entre sí mismos y los amigos que habían muerto el mes pasado, la semana pasada o el día anterior. Si te ponías a llorarlos nunca volverías a despegar. Después de la guerra ya los recordarías a todos, y por mucho tiempo.

Céntrate, Charley, céntrate. Debajo había un paisaje bucólico tomado por el enemigo. No tenía armas, ni equipo de supervivencia, ni comida ni agua. Un cuchillo, un mapa y una foto de Annie y Blennie. Intentando calcular la desviación causada por el viento, tiró de las cuerdas de su paracaídas para llegar a las inmediaciones de una pequeña arboleda. Ahí podría esconderse o partirse el cuello si quedaba atrapado en una rama. No obstante, consiguió dejarse caer cerca, y cuando chocó con el suelo, una punzada de dolor le hizo abrir otra entrada en su inventario mental.

Una bala alemana acababa de abrirle un profundo surco en el muslo derecho.