Capítulo 23

Annie Bingham, Charley Swan y la señora Esther Bingham contemplaban cómo el señor Harry Bingham sintonizaba delicadamente la radio. Cada uno extendía reflexivamente la mano derecha, rodeando con los dedos diales invisibles para poder captar una señal lo más nítidamente posible. Edgar hacía ejercicio, volando entre la puerta abierta de su jaula y el hombro de Annie. Había sido un día importante para los ingleses, sobre todo para aquéllos que tenían algún ser querido en el ejército, y estaban ansiosos por oír el histórico anuncio.

Aquella tarde, en la escuela de vuelo, había corrido la noticia del regreso del primer ministro Neville Chamberlain al aeropuerto de Heston tras su reunión en Múnich con el canciller alemán Adolf Hitler, el dictador italiano Benito Mussolini y el primer ministro francés Édouard Daladier. Varios radiotelegrafistas que trabajaban en su choza sin ventanas informaron a Charley de la declaración de paz de Chamberlain. Se cederían los Sudetes a Alemania. Hitler quedaría satisfecho y se evitaría una guerra que acabaría afectando a todo el continente.

—Igual que los españoles —protestó Annie—. Como no los conocíamos, daba igual lo que les pasara. Bueno, señor Chamberlain, ahora los conozco. Deberíamos haber hecho algo para ayudarles.

Sus padres y Charley, sorprendidos por su apasionamiento, fueron incapaces de contestar. Charley esperaba que las noticias de la noche mitigaran la ansiedad de Annie.

Procedente del número 10 de Downing Street, la voz de Chamberlain llenó el salón de los Bingham.

—Nosotros, el Führer y canciller alemán y el primer ministro británico, coincidimos en reconocer que la cuestión de las relaciones anglo-alemanas es de primordial importancia para los dos países y para Europa. Consideramos que el acuerdo simboliza el deseo de nuestros dos pueblos de no volver a emprender una guerra entre nosotros.

En la transmisión se oyeron los vítores de la multitud congregada en sus gritos de «hip-hip hurra por Chamberlain».

—… estamos decididos a prolongar nuestros esfuerzos por eliminar los orígenes de Muestras diferencias y contribuir así a la paz de Europa.

Charley y el señor Bingham se unieron a los vítores de la radio.

De manera más informal, sin leer ya la declaración que traía preparada, Chamberlain prosiguió:

—Queridos amigos: por segunda vez en nuestra historia, un primer ministro británico regresa de Alemania trayendo una paz honorable. Creo que es una paz para nuestra época. Y ahora… id a casa y dormid tranquilamente.

Los cuatro que estaban en casa de los Bingham respiraron. El primer ministro les aseguraba la paz y les prometía un sueño tranquilo.

Annie y Charley retiraron el servicio de té y las tazas del salón y se quedaron un rato a solas en la cocina. Obedeciendo a Chamberlain, el señor y la señora Bingham dormitaban en su butaca y su respiración se acompasaba al reloj que había sobre la chimenea, encima del cual se posaba ahora Edgar, también dormido como un tronco.

* * *

Emilio Sánchez nunca había aspirado a ejercer el poder político al servicio de Franco. Jefe de una guarnición en el sur de España, se unió a la rebelión de Franco porque vio que de lo contrario le pegarían un tiro. Las ideas políticas y las creencias no eran ningún factor, pues carecía de ambas. Aquel día tan sólo se dejó llevar por la comente. Los agentes rebeldes más fanáticos apuntaban sus armas al azar y disparaban a la menor provocación, de manera que habría sido absurdo protestar. Así surgieron muchos rebeldes indiferentes.

Al mando de la unidad de trabajos forzados de Gernika, Emilio Sánchez ahora apreciaba su trabajo. Le encantaba ese cargo de autoridad sin responsabilidades apremiantes. No había mucho que supervisar, pues a sus superiores tanto les daba la velocidad ni la cualidad de la reconstrucción. El mandato implícito era mantener a los presos ocupados, alimentarlos lo menos posible y no presentarse ante sus superiores pidiendo más recursos. Si los presos morían, se traían otros nuevos. Si protestaban, se les pegaba un tiro. Si los guardias necesitaban más comida, se confiscaba la de la gente del pueblo.

Ahora él era la ley y él hacía y deshacía a su conveniencia. Emilio Sánchez no tenía problemas morales con la teoría del botín de guerra. Los suyos habían ganado. Le sorprendía, de hecho, dada la naturaleza de los tiempos, que el uniforme le quedara cada vez más apretado. Estaba ganando peso.

Los agentes de su unidad habían requisado una casa pequeña e intacta que quedaba en las afueras del pueblo como cuartel general. El despacho de Sánchez era la habitación más grande, en la parte de atrás, y contaba con un porche desde el cual tenía una agradable panorámica de las colinas. En ocasiones, al atardecer, se sentaba en una silla en el porche acompañado de una botella de vino confiscado, fumaba un cigarrillo y contemplaba el bucólico entorno para relajarse.

Una tarde sus reflexiones terminaron abruptamente. Lo descubrió a la mañana siguiente uno de sus ayudantes, que inmediatamente comprendió que en su muerte no había nada de accidental. Le habían clavado en el pecho una azada vasca de dos dientes, la laia, con tanta fuerza que había quedado clavado a la pared. La sangre caía en senderos paralelos por la pechera del uniforme. De la laia pendía un escapulario verde de la Virgen María, que se mecía a la brisa matinal.

* * *

Charley Swan meditaba acerca de su secreto. Antes de las vacaciones lo iban a mandar a Norwich para aprender a manejar los bombarderos Blenheim. Mientras sus compañeros se le acercaban para felicitarlo, él temía la reacción de Annie. Había decidido darle la noticia en algún momento en que la viera especialmente comprensiva, sólo que éste no llegaba nunca, y se guardó la noticia durante dos semanas.

Cada vez que Annie se encontraba con Charley después del trabajo, le hablaba de tener niños con tal entusiasmo que él nunca tuvo la opción de decírselo. Annie daba clase de conversación en inglés a los niños. A veces se llevaba algún grupo reducido al mercado, donde utilizaban lo que habían aprendido. Los días de sol a menudo iban a un parque cercano, donde no perder de vista a esos niños vocingleros suponía un reto a su energía, si no a su paciencia.

Cuando Charley llegaba al final del turno de Annie, ésta lo sepultaba con las nimiedades del día. ¿Cómo podía escuchar sus felices divagaciones durante media hora y luego soltarle la noticia importante que tenía que darle?

Pasaban casi todas las veladas juntos, medio cortejando. Transcurrieron semanas antes de que se cogieran de la mano y un mes antes de que se les viera caminar del brazo por el pueblo. Iban al cine una vez a la semana y allí, en la oscuridad, entrelazaban los dedos hasta que se les dormían. Tras apretarlos y estirarlos y secarse las palmas en la pernera del pantalón, Charley buscaba de nuevo la mano de ella y se sonreían el uno al otro.

Pero una tarde templada de mitad de otoño, Charley llegó a un punto en el que sería imperdonable seguir guardando silencio. Llegaría cuando ella acabara la jornada, pasearían por un parque cercano y él le comunicaría sus planes. Tras haber ensayado su discurso, Charley Swan se adentró en el caos. Los gritos de los niños resonaban por la vieja rectoría.

Un niño abrió la jaula de Edgar. El pájaro dio una vuelta por la habitación y se posó en el alféizar de una ventana abierta. Los niños gritaron: «Pajarito… pajarito». Annie corrió hacia él y colocó el índice horizontalmente en el aire, creando una percha que atraía a Edgar siempre que revoloteaba por la sala. Edgar contempló aquella muchedumbre vocinglera e inició una apresurada salida sin más que un «tictac, tictac» como despedida.

Annie Bingham no podía culpar a los niños ni a Edgar. Y contuvo sus emociones hasta que Charley la sacó de la rectoría. Primero comenzó sorbiendo por la nariz y al final llegaron las lágrimas. Charley sacó un pañuelo y la abrazó. Besó la copa de su gorro de punto y luego sus mejillas húmedas. Annie le devolvió el abrazo hasta que la energía de su proximidad le hizo superar la sensación de pérdida. Charley sacó la jaula vacía y pasearon lentamente por el parque de la mano. Charley decidió que ése no era el momento de decirle que él también se iría pronto.

* * *

Después de que la Inmaculada Madre de Dios mandara a tres fascistas a la tumba, la Señora cambió de táctica. El mensaje ya estaba enviado y había quedado bien claro: aquéllos que habían participado en la destrucción de esa histórica población eran vulnerables a la muerte a manos de un espíritu vengador.

* * *

Ángel Garmendia, concejal del ayuntamiento de Gernika, se había ahogado en el río. Julio Menoria, jefe de la Guardia Civil, fue encontrado muerto en un hoyo. Y al comandante de la unidad de trabajos forzados lo encontraron ensartado por un apero de labranza. Todos llevaban un escapulario del Sagrado Corazón de María.

La gente del pueblo sabía que eso era obra de un vengador divino. Ningún mortal podía causar el fallecimiento de los tres sujetos más repugnantes del pueblo sin dejar rastro. Los escapularios lo decían todo. Los milagros ocurren. En misa se mencionaban continuamente. ¿Qué mejor lugar para que la Señora se apareciera? La Madre de Dios lo ve todo, decían, y coincidían en que Ella estaba allí, y sin duda de muy mal humor.

Lo que acabó de convencer a la gente del pueblo de que eso era obra de la Virgen fue que su venganza tuvo fin. Tras mermar la grey de la Falange, las singulares muertes acabaron. Pero no los mensajes.

No habían transcurrido más que unas pocas semanas cuando ciertos individuos comenzaron a recibir unos recordatorios que hicieron crecer el mito. Una mañana en que un capitán de la Guardia Civil se dirigía al trabajo, descubrió un medallón colgando en la puerta principal de su casa. Se encerró en el dormitorio durante tres días.

Un concejal abrió el cajón de su escritorio y se encontró un escapulario con la siguiente inscripción: «Ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte». Su reacción inmediata fue dimitir de su cargo.

Entre su correo diario habitual, el comandante de la guarnición local del ejército encontró un sobre sin nombre ni dirección. Con un abrecartas que parecía un sable en miniatura desgarró el sobre y se encontró con un colgante religioso.

Las amenazadoras intrusiones pronto fueron de dominio público en aquel pueblo pequeño y chismoso, fomentando más miedo y suspicacias entre los opresores, así como una considerable satisfacción entre los lugareños. En una época en la que aquella gente tenía pocos motivos de felicidad, la noticia de que una deidad protectora había asustado tanto a un mequetrefe fascista que se había meado en su despacho era suficiente para alegrarte enormemente el día.

* * *

La cola que se había formado para ver el cuadro serpenteaba por varias manzanas de Whitechapel High Street y no avanzaba más que unos pasitos cada vez, entre los que se intercalaban largas pausas. A excepción de su plan de proponerle matrimonio a Annie Bingham, Charley Swan se había concentrado totalmente en los mecanismos concretos físicos y mentales de pilotar el bombardero Blenheim.

Después de dos semanas de vacaciones, incluso de camino a esa exposición, su mente no dejaba de darle vueltas a las exigencias de volar. Doblaba las esquinas como si hiciera virar el avión; sentía la dirección del viento y calculaba cómo su velocidad afectaría a su velocidad relativa de vuelo. Aquellos meses de adiestramiento le habían cambiado. Pero no más que Annie, que inexplicablemente había florecido durante su ausencia. No podía evitar pensar en ella como en un motor que ahora iba al ralentí a más revoluciones por minuto.

Tratar todos los días con los niños vascos la llenaba de energía. Absorbida por el torbellino que creaban varias docenas de niños, Annie no estaba para comentarios ahogados ni expresiones reservadas. Charley comprendió la diferencia cuando regresó a Pampisford antes de que los dos iniciaran su viaje de placer a Londres. Descubrió a una mujer con carácter en lugar de la tímida muchacha que había dejado meses antes.

Ella lo recibió al grito de «Pelirrojo», le dio un prolongado y efusivo abrazo y un beso en los labios seguido de una inspección y otro beso enérgico. Aunque se habían escrito todos los días desde que Charley se fuera a la base de la RAF, Annie se pasó charlando todo el viaje en tren a Londres, hablándole a Charley de los niños y de su entusiasmo por pasar las vacaciones con la familia de él.

Y si ella era locuaz, él se mostraba reservado, pues ahora había más pensamientos que no podía revelar. Aprender a hacer volar los «Blens» ya no era una cuestión de física y geometría, sino que consistía en el estudio y la práctica de arrojar bombas. Se trataba, ni más ni menos, de la guerra y de matar al enemigo. La realidad de una guerra inminente le hizo plantearse su próximo alto en el camino. Quería casarse con Annie antes de que cayeran las bombas y volaran las balas.

Le propuso que se casara con él en Nochebuena, después de la misa. Annie gritó «Sí» antes de que Charley pudiera abrir la cajita del anillo, y se pasó varios minutos gritándoselo. Decidieron que una buena fecha sería a comienzos de verano, pero el lugar y el momento estarían sometidos a los dictados de la RAF.

Antes de ofrecerle el anillo, Charley camufló su misión más importante con otro regalo meditado: un nuevo periquito. Era joven, azul y amarillo, y Charley lo llamó Blennie. A Annie le encantó.

—A lo mejor puedo conseguir que Blennie diga unas cuantas cosas —dijo.

—Deberías procurar tenerlo dentro de la jaula en tu habitación, allí podrás enseñarle a hablar siempre —sugirió Charley.

—Pero a mamá y papá les encanta tener un pájaro en el salón —replicó ella.

Una semana después de haberse prometido, Annie decidió que quería asistir a una exposición en la galería de arte Whitechapel, donde se exhibía el mural de Picasso titulado Guernica.

—Algunos de mis niños son de allí —le explicó a Charley.

Éste no había oído hablar del cuadro y accedió a ir sólo para estar con Annie. Una vez dentro de la galería, comprendieron por qué la cola se movía tan despacio: a la gente le costaba seguir avanzando cuando se encontraban delante del mural gigante.

Annie había pensado que el cuadro sería muy sangriento, pero se encontró con un retrato en blanco y negro que parecía casi una caricatura. Y cuando se fijaron más, oyeron los gritos silenciosos y el bramido del caballo; y sintieron el calor procedente de aquel disco blanco de luz. Se quedaron paralizados, hasta que el empujón de los que venían detrás les hizo moverse. Y entonces salieron a la calle por una puerta entreabierta. Transformados.

—¿Ésos podríamos ser nosotros? —preguntó Annie, acercándose a él.

Charley la abrazó. De haber hablado, podría haber dicho: «Desde luego que sí. Podría sucedemos a cualquiera de nosotros. No tienes ni idea de lo corto que es un vuelo al otro lado del Canal de la Mancha, ni de qué clase de bombas utilizaron los alemanes en España».

Pero aparte de reprimir ese comentario, Charley Swan también contuvo un pensamiento que no se había permitido considerar del todo. En algún momento sería él quien arrojaría las bombas que arrasarían un pueblo.

* * *

Miguel disfrutaba del ejercicio mecánico de talar y serrar troncos, arrullado por el sonido de la sierra de través, trabajando tan ensimismado que se sorprendía al ver caer el árbol delante de él. Tardaba mucho más que antes, pero en su vida actual el tiempo no le preocupaba mucho.

Las altas colinas boscosas, donde podía estar solo con las ardillas y las palomas, le proporcionaban un entorno más relajado que el pueblo, incluso que Errotabarri. Los árboles no exigían explicaciones. Exudaban un aroma a brea y savia y lanzaban esas astillas de madera que se le quedaban en el pelo y en la pechera de la camisa. El trabajo consumía la energía que de otro modo su mente podría haber aprovechado. Era un agotamiento bien recibido y por la noche, tras todo un día talando y serrando, dormía sin que le sobresaltaran pesadillas ni sueños.

Aquel día llevaba una carga mucho menos pesada colina abajo. Alaia Aldecoa le había pedido que le recogiera cualquier flor aromática que encontrara en el bosque. Miguel agradecía ese cambio, y encontró flores suficientes para llenar un cestillo que llevaba junto con su sierra, su hacha y su cantimplora.

Mientras bordeaba el riachuelo, vio la cabaña de Alaia, casi camuflada por los árboles que ahora la abrazaban. Miguel se dijo que podría ir un día a repararle el tejado y cortar las ramas que parecían envolver la casa. Pero eso sería otro día.

Desde la noche que Alaia llevara el jabón a Errotabarri, Miguel sólo la había visto fugazmente en el pueblo. ¿Qué podía decirle? ¿Qué debía decirle? ¿Debía contarle que Miren había excusado su comportamiento? ¿Que le había sido leal sin cuestionarla? ¿Que ahora, más de dos años después de su muerte, Miren todavía hablaba bien de ella en sus sueños?

Ella estaba junto a la jofaina y esperaba su llamada, y en cuanto entró se volvió. Intuyó dónde estaba situado y caminó hacia él, colocándole una mano en cada mejilla.

Recién lavada, olía a jabón de lilas.

—Estoy aquí, Miguel —dijo mientras le rodeaba con los brazos.

Miguel aspiró hasta que sus pulmones ya no pudieron más y oyó el arroyo canturreando fuera, y volvió a aspirar hondo el olor de su piel. Estaba agotado por el día de trabajo, consumido por dos años de tristeza, socavado por constantes e incomprensibles pensamientos. Y ahí estaban aquellos olores, diferentes pero aún maravillosos. Y los sonidos, y el tacto olvidado. Eran cuatro ojos que no veían, cuatro manos torpes, y le hicieron el amor a un recuerdo al que los dos le tenían un gran cariño.

—No he…

—Lo sé —dijo Alaia—. Yo tampoco…

Miguel volvió a cerrar los ojos y Alaia sintió su aliento errático. Miguel lloraba en silencio, como si pudiera disimular ante ella.

—Lo sé, Miguel, lo sé. —Le acarició la cabeza.

Ella no era Miren, y él lo sabía. No había confusión alguna. Eso era distinto; era una urgencia, un recuerdo.

—Dime, dilo, puedes compartirlo conmigo —dijo ella al tiempo que le acariciaba el pelo.

—Justo y yo no podemos hablar… de nada… de nada —dijo Miguel—. Nos vemos y nos acordamos de ellas.

Alaia lo abrazó con más fuerza.

—Cuéntamelo, cuéntamelo a mí.

—Todos los días los dos vemos esa trenza colgada de la repisa —dijo Miguel.

Alaia lloró con él y él enterró su cabeza en el almohadón de su pelo. El arroyo canturreaba y el día se hizo tarde antes de que pudieran separarse y volver a hablar. En la oscuridad fue más fácil. Hablaron de Miren, y un embalse de pensamientos anegó la habitación. Miguel le recordó a Alaia la energía, la gracia y la exuberancia de su mujer. Ella habló de su voz, de lo cariñosa y bondadosa que era. Se contaron cómo habían conocido a Miren y repasaron sus momentos favoritos con ella. Hablaron de Mariángeles y su sabiduría. Juntos pudieron hablar de ellas superando la emoción que los embargaba.

Ninguno mencionó a Catalina. Eso era demasiado.

Hablaron toda la tarde y gran parte de la noche, y luego se durmieron abrazados en la colcha que Mariángeles había cosido para Miren. Cuando por la mañana Miguel se dispuso a marcharse, ninguno dijo nada y los dos analizaron lo que habían hecho.

—Miguel —dijo ella—. Antes de… debería decirte por qué…

—No —la interrumpió él.

—Yo…

—No. —El segundo fue más enérgico.

Pasó otro momento sin palabras. Alaia abrió un cajón del armarito que tenía junto a la cama.

—Miguel, ven aquí, por favor —dijo Alaia—. Quiero enseñarte una cosa.

Alaia le puso en las manos la muñeca hecha con el calcetín viejo. Tenía otra historia que contarle.