El cartel que había sobre la ruinosa rectoría rezaba: «Bienvenidos, niños». Los miles de niños vascos desplazados que pasaban un año en el campamento provisional de Southampton fueron distribuidos por la campiña inglesa en grupos más pequeños, y uno de ellos fue a parar a Pampisford. Como el gobierno no había cambiado su política de apoyo a los huérfanos, los ciudadanos de cada localidad reunían ayuda a través de una serie de hojas y anuncios en los periódicos. La gente de naturaleza caritativa comenzó a presentarse para ofrecer ayuda a los niños.
Annie Bingham, una muchacha tímida de pelo corto y rojo y una constelación de pecas en la nariz y las mejillas, quería ayudar en todo lo que pudiera. Era una más de la media docena de voluntarios que limpiaban y restauraban el edificio. Cuando Annie entró en la rectoría fría y polvorienta, ésta palpitaba con los ritmos de los martillos y la melodía de las sierras. Dado que llameaba como una tea cerca del techo, se fijó en el pelo de un muchacho encaramado a una alta escalera. Le salían los rizos de la gorra de carpintero. Si el cabello de Annie era más color cobre, el de él era más color fuego. El joven se subió al último peldaño de la escalera para colocar las varillas de las cortinas.
—Maldita sea. —El joven pelirrojo dejó caer un soporte que golpeó contra el suelo de madera con un eco. Annie se acercó a la base de la escalera, recogió el soporte y se lo devolvió al joven para que no tuviera que bajar. Tuvo que hacer tres intentos antes de acercarlo lo bastante para que no amenazara con derribar al joven de la escalera ni le quedara fuera de su alcance.
—Gracias, pelirroja —dijo el joven.
Ella asintió y sonrió.
Charles Swan acabó de atornillar el soporte de la cortina y bajó para presentarse.
—Mis amigos me llaman Charley —se presentó, tendiéndole la mano tras limpiársela en los pantalones.
—Annie Bingham —dijo ella estrechándole la mano—. De Pampisford.
—¿Y qué te trae a este santo tugurio?
—Debería decir que mi espíritu caritativo, y en cierto modo lo es, aunque la verdad es que algún día espero ser profesora de español. —El joven sonrió—. Pensé que podría ayudar con los pequeños y practicar el idioma al mismo tiempo. Hoy me he acercado para ver cómo iba todo.
—Maravilloso —dijo Charley.
—Hablas bien.
—Yo no hablo tan bien como tú[1].
—Y a ti, ¿qué te trae por aquí? —preguntó ella, y levantó la palma de la mano como para abarcar todo el trabajo que estaban haciendo.
—He acabado mi primer año de ingeniería en Cambridge —contestó él—, pero pienso tomarme un tiempo libre para aprender a volar. Un amigo de la universidad me contó lo que hacían aquí y me ofrecí a ayudarles para que el proyecto despegue.
—Volar, ¿el qué?
—Lo que estén dispuestos a enseñarme —dijo—. Quiero aprender a hacer volar algo.
—¿Dónde? ¿En la RAF?
—Buscan gente joven con conocimientos de ingeniería.
O con buena vista y pulso, se dijo ella.
—¿Y si hay guerra? —preguntó Annie.
Charley había considerado la posibilidad, desde luego.
—Siempre me ha interesado la ciencia más que ninguna otra cosa, desde que era pequeño —le dijo—. Es lo que más me atrae.
—¿Cómo despega un avión, por ejemplo?
—Y cómo se queda en el aire —repuso él, riendo.
Se contaron un poco la vida, y cuando llegaron los voluntarios con una vasija de sopa y Varias fuentes de sándwiches fríos, se sentaron juntos en un banco, ante el humo que salía de sus cuencos de sopa caliente.
—¿Volverás cuando el edificio esté acabado y lleguen los niños? —preguntó Annie con las gafas un tanto empañadas.
—Eso espero —respondió él, aunque la verdad es que no lo había considerado. Había planeado regresar a casa de sus padres en Londres y pasar unos meses antes de ingresar en la Escuela de Adiestramiento de Vuelo de Reserva de Cambridge—. Si puedo, me encantaría ayudar a esos niños.
—A mí también —dijo Annie.
—¿Te importa si me acerco a verte de vez en cuando? —preguntó Charley.
Anne Bingham no había hecho nada para atraer a los chicos en la escuela. Pero ahí había uno que sabía lo que quería. Además, a ella le gustaba su pelo.
Chocó su taza metálica con la de él para brindar por esa posibilidad.
* * *
Justo comenzó a desaparecer. Miguel se despertaba temprano y descubría que Justo ya se había ido. Mendiola le dijo varias veces a Miguel que había visto a Justo en el pueblo, caminando o sentado tranquilamente en los bancos de calles secundarias a horas intempestivas.
Sin embargo en lugar de hacerse más distante, las esporádicas desapariciones de Justo lo hacían más resuelto. Había recobrado algo de vigor y cuando estaba en casa se le veía más centrado. Aún pasaba gran parte del día apagado, y ya no era tan fanfarrón ni vocinglero, pero hacía sus labores en Errotabarri con más energía.
—Tienes que salir más, Miguel —le dijo Justo un día. Miguel no se habría sorprendido más si Justo le hubiera sugerido que se apuntara a la Guardia Civil.
—¿Salir más?
—Sí, salir más. Salir de esta casa. Encontrar algún proyecto, algo que te mantenga ocupado.
—Estoy fuera de casa desde antes del alba hasta que anochece —le recordó Miguel—. Y trabajo.
—Toma, huele esto —dijo Justo al tiempo que le entregaba una pastilla de jabón del bolsillo, como si eso explicara su renovada vitalidad.
—Sí, lo huelo —replicó Miguel—. No hay ningún rincón de la casa donde no lo huela. —Y cuando lo olía le venían esos pensamientos que tanto le costaba controlar. Quería decirle a Justo: A lo mejor a ti esto te consuela, pero a mí me está matando; allí donde voy en esta casa encuentro estos jabones, huelo este olor, me acuerdo del nacimiento de su cuello, en cómo olía después de lavar a Catalina. Para Miguel no era más que otra razón para irse de Errotabarri.
En una de sus visitas, el padre Xabier observó la mejoría en la actitud de Justo. Felicitó a su hermano por lo bien que lo veía. Le daría un buen informe a la hermana Encarnación.
—¿Le ronda algo por la cabeza? —le preguntó Xabier a Miguel cuando Justo salió.
—Todavía sigue igual de callado, pero se mantiene ocupado, y eso es importante para él —dijo Miguel—. No he oído decir que pase el rato con la gente del pueblo, pero al menos trabaja y sale. Parece que eso ayuda.
—Y a ti, ¿cómo te va, Miguel?
—Hago mi trabajo.
—¿Has visitado a Alaia, la amiga de Miren? —preguntó el sacerdote.
—Vino una vez, pero no la he visto.
—¿Debería ir a verla, Miguel? Sé que Miren querría que alguien la visitara de vez en cuando.
* * *
Tras el bombardeo, el nuevo ayuntamiento de Gernika tenía ahora una composición y una misión completamente distintas. Los antiguos partidarios de la República y el nacionalismo vasco estaban exiliados o en campos de trabajo, reemplazados por hombres nuevos en el pueblo o por gente con talento para la maleabilidad política y la lealtad al régimen.
A lo largo de los años Ángel Garmendia se había mostrado tan ambiguo en su posición política que era imposible atribuirle una creencia o una adscripción políticas. A veces carlista, en alguna ocasión vasquista, era ahora concejal del ayuntamiento y franquista convencido. Al igual que casi todos los conversos, Garmendia siempre estaba a punto para demostrar la fuerza de sus convicciones. Hizo que el ayuntamiento declarara que algunos de los negocios que seguían en pie en Gernika tenían que ser entregados a empresarios franquistas por el bien de la reconstrucción.
—La fuerza futura de nuestro pueblo depende de nuestra relación con los nacionales —dijo Garmendia ante el pleno del ayuntamiento, pues a las fuerzas de Franco ya no se las llamaba «rebeldes» ni «Falange».
Garmendia disfrutaba de extender su influencia en el pueblo, y en los cafés, o tomando un vino, impartía improvisados seminarios sobre las maravillas del nuevo gobierno de Franco, si, naturalmente, su público no estaba compuesto de desafectos al régimen o de heridos en el bombardeo.
Predicaba que las leyes referentes al vertido de residuos industriales en el río debían relajarse. En estos tiempos, decía, lo importante es procurar que los negocios prosperen. También resultaba crucial confiscar ciertos negocios, para liberar al país de los izquierdosos y rojos, que eran quienes habían originado todos los problemas, la gente que había dejado entrar el socialismo en el país con su preocupación por los así llamados derechos de los trabajadores.
Una noche, durante uno de esos discursos, Garmendia consumió una gran cantidad de vino. Cuando salía solo a la oscuridad, dio un traspié en el umbral del café.
Así pues, nadie se sorprendió cuando, al día siguiente, corrió la noticia de que Garmendia había tenido un trágico final. Garmendia, ese concejal que tantas ideas tenía para la nueva Gernika —y a quien tanto gustaba compartirlas— se había caído del puente de Rentería y se había ahogado.
Puesto que muchos le habían visto ebrio, no se investigó más cuando se le encontró muerto en las rocas que había un poco más abajo del puente. No obstante, no se sabía que Garmendia fuera un hombre particularmente devoto, por lo que resultó curioso que lo encontraran con un escapulario religioso verde colgándole del cuello roto. Rezaba: «Ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte».
* * *
Los niños procedían de hogares del auxilio social de Bilbao. Muchos habían perdido a sus padres en la guerra o a sus madres en el bombardeo. Reverenciaban a Annie Bingham por su sentido de la unidad y su espíritu. Ésta no se imaginaba las cosas que habían visto, y no obstante los veía felices y con ganas de jugar. Bromeaban acerca de los bombarderos fascistas que sobrevolaban Bilbao, sobre todo «El Lechero», que les visitaba todas las mañanas a primera hora. Le contaron a Annie el chiste de la Fuerza Aérea Vasca, compuesta por un solo avión de tan escasa potencia que los niños lo aceleraban con sus bicicletas mientras se esforzaba por despegar.
Annie se preguntaba cuántos nativos de un país cálido se adaptarían al ambiente frío y lluvioso de East Anglia. Cuando lo preguntó, todos manifestaron un unánime amor por ese clima. Un chico mayor lo explicó. «Los bombarderos no pueden volar cuando llueve», dijo. «Las nubes nos permitían jugar en la calle. Nos encantan los días lluviosos».
Cuán distinta había sido la vida de Annie de lo que ellos habían experimentado. Había vivido en una ciudad tranquila, con padres tranquilos, en una casa tranquila. Por las noches, a veces los tres ponían la radio para oír las noticias y los programas. Pero a menudo se sentaban en la sala, su madre bordando, su padre leyendo el periódico, Annie concentrada en sus estudios, con el paso del tiempo marcado por el hipnótico tictac del gran reloj Westminster de la repisa de la chimenea. Apenas se imaginaba, en aquel pacífico entorno, que unos niños, en otro lugar del mundo, tenían que enfrentarse a los efectos de unos bombardeos regulares.
Y así era como desarrollaban ese carácter complaciente que Annie tanto admiraba. La comida era abundante pero bastante sosa. No había quejas; no eran garbanzos ni sardinas podridas. Las camas crujían a causa de los cabezales de hierro sueltos. No había quejas; tenían colchones y mantas sin piojos ni chinches hambrientos. Los chicos jugaban a la pelota o al fútbol en el patio cenagoso. No había quejas; las bombas no interrumpían sus juegos. Las niñas se reunían para bailar en los estrechos pasillos y chillaban cuando los chavales llenos de barro las perseguían. No había quejas; no eran la Guardia Civil ni la Falange. Cuando los pequeños lloraban por la noche, un adolescente se les sentaba en la cama para consolarles. No había quejas; era su familia.
Annie ayudaba al pequeño grupo de enfermeras y maestros que habían acompañado a los huérfanos, cocinando y limpiando e intentando mantener el orden entre los enérgicos niños. Jugaba con los pequeños en el suelo, aconsejaba a los mayores, y a todos ellos les daba un motivo de asombro: su pelo. Los vascos de pelo negro y piel olivácea nunca habían visto ese cabello ni esas pecas. Le dieron el nombre de «Pelirroja», que le gritaban al unísono cuando la veían, y se sentía como si la hubieran adoptado en su familia numerosa. Annie abandonaba su casa contenta todas las mañanas porque sabía que en la «colonia» sería recibida con docenas de abrazos y besos de los niños agradecidos.
Algunos días, Annie traía a su periquito, Edgar; en la jaula.
—Qué piernas más flacas. No tiene comida —bromeaban muchos cuando veían a Edgar por primera vez, y hacían girar el pulgar y el índice delante de la boca como si mordisquearan un diminuto e invisible palito de tambor. No mucha carne.
Desde el día que comprara a Edgar; Annie lo asaltaba con un torrente de «Pajarito… pajarito… pajarito» en un tono nasal de pajarito, intentando enseñarle la frase mientras él se posaba en su jaula del salón familiar. En dos años, el periquito había respondido al recitado de Annie produciendo sólo una especie de tableteo con el pico.
Como Annie decía tan a menudo «pajarito», los niños asumieron que ése era su nombre y se lo gritaban cada vez que los visitaba.
La única respuesta de Edgar era: «Tictac, tictac».
Annie Bingham aguardaba con impaciencia sus días con los niños por otra razón. Charles Swan había decidido quedarse en Cambridge e ir a las clases de verano en lugar de regresar a Londres, tal y como había planeado, para pasar una temporada con sus padres antes de comenzar el servicio activo. Charles, a menudo, llegaba al final del día y la llevaba a casa o cenaban en algún pequeño café de la zona. Atraían las miradas de los locales: esas dos personas de piel clara y pelo rojo que tomaban el té mientras conversaban en un español rudimentario. Qué españoles más raros, decidían.
Pero casi todos sabían que estaban ayudando a los niños vascos, cosa que se consideraba una buena acción. Además, eran jóvenes y estaban borrachos o enamorados, de manera que imaginaban que eran forasteros.
* * *
Miguel conocía a Josepe Ansotegui casi desde que tenía uso de razón y lo consideraba un hombre de la máxima integridad. Desde que era joven, había oído a Josepe hablar de su hermano mayor, Justo Ansotegui de Gernika, como si fuera un gigante, el hombre más grande del mundo que tenía la mujer más hermosa. Cuando al final conoció ajusto en Errotabarri, se quedó intimidado, pero un poco decepcionado de que no fuera más alto. Era recio e inmensamente poderoso, pero Miguel era tan alto como él.
Cuando conoció ajusto, comprendió por qué Josepe y Xabier le tenían en tan alta estima. En cualquier caso, Justo impresionó aún más a Miguel por su herida. Seguía intentando hacer más que cualquiera con dos brazos y ocupaba el día con tareas aun cuando el estado del baserri no exigiera tanto trabajo. Era la determinación de Justo lo que más asombraba a Miguel. Aunque rara vez mencionaban a Mariángeles y a Miren, y nunca a Catalina, Justo encerraba su dolor en alguna parte, sin que pudiera salir de ahí. Era eso lo que Miguel quiso decirle a Josepe cuando visitó Errotabarri.
Josepe Ansotegui rara vez visitaba Gernika, pero aquella ocasión fue especial, pues llevó una remesa de bacalao salado, suficiente para varias semanas.
—Te acuerdas de cómo se prepara, ¿no? —le preguntó a Miguel.
Éste había visto numerosas veces realizar a su madre el prolongado proceso de desalado, y ya casi podía oler el bacalao.
—Ojalá pudieras quedarte unos días con nosotros —dijo Miguel, sabedor de que era improbable.
—Oh, mi hermanito tiene que coger más peces —comentó Justo.
—No es tan difícil como llevar un baserri, pero lo bastante como para que me tenga que marchar —replicó Josepe.
—Cuéntale, Miguel, cuéntale los peces que cogemos. Algunos son así de grandes —dijo Justo intentando hacer el gesto, aunque comprendiendo que con un solo brazo era imposible.
Miguel separó lo que le quedaba de manos poco más de quince centímetros, lo que hizo reír a Josepe.
A Miguel le fascinaba la manera en que Josepe, quizá el hombre más influyente de Lekeitio, asumía el papel de hermano pequeño cuando estaba con Justo. Su relación no había cambiado en cuarenta años. Miguel envidiaba ajusto porque sus hermanos podían ir a visitarlo cuando querían. Y se preguntaba cómo habría sido de distinta su vida de haberse ido a Francia con Dodo. O de haberse quedado en Lekeitio. Pero no habría cambiado por nada su decisión de vivir en Gernika.
—Tengo que irme —dijo Josepe abrazando a su hermano—. Disfrutad del bacalao. Ven conmigo, Miguel, quiero contarte cosas de tu familia.
Pero no tenía ninguna noticia de los Navarro, únicamente quería que Miguel le contara más cosas de su hermano.
—¿Está tan bien como parece?
—Tiene sus momentos —contestó Miguel—, y aún está distante, pero es más fuerte de lo que ninguno de nosotros imaginaba.
Josepe se daba cuenta de eso. La sorpresa de aquel viaje, sin embargo, la supuso Miguel, al que Josepe ya no veía como un joven. Miguel llevaba las manos en los bolsillos, lo que le daba un aspecto encorvado, como si fuera un viejo. Josepe habría creído que una persona joven sería más resistente y que sería Justo el que se vería más acabado. Pero Miguel parecía agotado, menguado.
—¿Y tú? —preguntó Josepe—. ¿Qué le digo a tu padre?
—Que voy tirando, con la ayuda de Justo —repuso Miguel, incómodo con el tema—. ¿Has visto a Dodo?
—Lo veo, sí —dijo Josepe—. Tu padre y yo lo vemos regularmente.
—¿Tenéis negocios juntos?
—En cierto modo, sí.
—¿No estáis metidos en ningún lío?
—Seguimos vivos, lo que significa que no estamos metidos en ningún lío. Aunque, con Dodo, desde luego eso es raro. No meterse en líos no es su fuerte. Pero parece haberse vuelto más sensato. Tiene gente que le ha enseñado mucho. Sobre todo una persona muy especial para él.
—¿De verdad?
—Sí, una persona muy inteligente —aseguró Josepe, y le guiñó un ojo a Miguel, gesto que éste no supo interpretar. Miguel esperó que le dieran más información, pero cuando Josepe hizo un silencio, supo que no debía insistir—. Tengo una pregunta más —dijo—. Quería hacérsela a Justo, pero no quiero que se enfade. ¿Qué es ese olor?
—Lleva jabón en el bolsillo —contestó Miguel—. Es el mismo que utilizaban Miren y Mariángeles. Hace que se sienta mejor.
—¿Y a ti qué te parece?
—A él le va bien.
Josepe nunca se tomaría a la ligera a su hermano. Y de hecho, el olor significaba una gran mejoría. Imaginaba que a Miguel se le haría muy duro oler el perfume de su mujer cada vez que Justo pasaba.
* * *
Aquella noche Miren bailaba para él, en el dormitorio de su casa, girando tan deprisa con la música que las faldas le volaban en una órbita enloquecida y la tela roja se hacía tiras que parpadeaban como llamas de satén.
Dios mío, gruñó sin abrir la boca.
—¿Qué pasa, me echas de menos? —le preguntó ella con una sonrisa coqueta mientras giraba de nuevo de manera que su falda hecha jirones mostrara un trozo de muslo—. Yo también te he echado de menos.
Giró varias veces más mientras se acercaba a los pies de la cama y a continuación se subió al arcón que él había construido para que ella guardara sus objetos más preciados.
La música se tornó más lenta y las notas del acordeón se ensamblaron con la triste melodía del arco de Mendiola, hasta que todo se convirtió en un medido murmullo y suspiro, murmullo y suspiro.
Miguel nunca había visto a Miren moverse de ese modo, meneándose más que bailando, arrastrando los pies más que saltando, moviendo las caderas como si instara a un caballo a ir a un medio galope.
Las cintas de sus zapatillas formaban un sendero por sus esbeltas pantorrillas hasta encima de las rodillas, donde se anudaban. Era más alta y su cara emitía una luz como la primera vez que la viera.
De repente hacía calor.
—Me encanta este baile —dijo Miguel.
—Me lo enseñó Alaia —replicó Miren, con su larga melena revelando la brisa que mecía las silvestres flores granate que de pronto brotaban a su alrededor—. Me ha dicho que te gustaría.
Alaia, sí, Alaia. El problema con Alaia.
—Siento que discutiéramos —dijo Miguel.
—Yo también, astokilo —respondió ella.
—No fue por nosotros.
—No fue importante.
Miren se mecía al ritmo de los tallos en flor.
—Intenté encontrarte —dijo Miguel.
—Lo sé. Sabía que lo harías. Me amas.
Miguel sonrió. Ahora le miraba las caderas, se concentraba en ellas, y entonces sentía que se le acercaban. Le tocaban. Le rodeaban.
Pero la mano que le agarra es incompleta y marchita, dolorida, y no puede agarrarlo. Y se despierta y ya no quiere volver a dormirse nunca.
* * *
La ciencia no le suponía ningún problema. La física del vuelo emocionaba a Charley Swan. Pasaba ligero entre los estudios de meteorología, navegación avanzada y las clases de comunicación, aprendiendo métodos que iban desde el Morse hasta radiotelegrafía avanzada.
Por suerte, como piloto novel no tendría que padecer el duro entrenamiento físico de los soldados de infantería. Había sido siempre un hombre de estudios y no había mostrado la menor aptitud para el fútbol ni el criquet. No obstante, pilotar un avión requería un talento físico que era más cuestión de destreza que de coordinación. Y desde el principio quedó claro que Charley lo tenía.
Su primera experiencia en vuelo fue con un Havilland Tiger Moth. A quienes hacían prácticas se les permitía familiarizarse con el timón y la palanca de mando en vuelo horizontal antes de dejar que practicaran el despegue y el aterrizaje. Los instructores recalcaban que un avión en el aire no entrañaba mucho riesgo; los obstáculos surgían cuando el aparato se colocaba tangente a la tierra. «Arriba no hay muchas cosas con que chocar», le decían a Charley. Con cinco horas de vuelo estaba a punto para despegar, y unas pocas salidas después ya le permitieron aterrizar. La primera vez pegó algún salto, la segunda se quedó corto y a partir del tercer aterrizaje se posó suavemente en el suelo.
—Casi todos los pilotos tiran de la palanca como si intentaran estrangular a una serpiente —le dijo el instructor—. Ha de ser algo más suave, como ordeñar a un ratón.
La clase de Swan eran una mezcla de ingleses, australianos y canadienses, todos inteligentes, jóvenes y atraídos por el romanticismo de volar. Por la noche hacían incursiones en los pubs del pueblo y Charley Swan se iba a Pampisford antes de que sus colegas comenzaran a hacer la ronda. Éstos iniciaron unos rumores intencionadamente exagerados acerca del amor secreto de Swan que vivía en las afueras del pueblo.
Sólo una fracción de los compañeros de clase de Swan progresaría en su adiestramiento. Algunos eran negados para los estudios, otros nunca se sintieron cómodos con las sutilezas del vuelo y periódicamente aterrizaban fuera de la pista. Casi todos éstos abandonaban por la noche, sin decir nada, y como explicación sólo dejaban una cama vacía.
* * *
El nuevo comandante de la Guardia Civil del pueblo, Julio Menoria, siempre tuvo una visión muy estrecha de los derechos de los ciudadanos en España, sobre todo en el País Vasco, donde la gente era periódicamente incapaz de comprender la futilidad de sus pretensiones de autonomía. Si eran lo bastante afortunados como para vivir en esa zona de España, con su orgullosa tradición, ¿por qué iban a desear tener un país propio?
Ahora que Franco controlaba el gobierno de Salamanca, la aversión que Menoria sentía por los vascos podía expresarse abiertamente, y amplió sus poderes a la búsqueda e incautación de propiedades y tortura recreativa siempre que era necesario promover y proteger al nuevo gobierno.
En su currículum constaba el arresto del poeta y periodista vasco Lauaxeta, cuyas palabras quedaron silenciadas por un pelotón de fusilamiento. Fue un notable logro para Menoría, del que a veces alardeaba mientras tomaba unos vinos.
El agente atendía a sus deberes todas las mañanas a primera hora y trabajaba hasta media tarde, hora en que se iba a cenar. El camino desde su despacho al café donde comía todas las noches estaba cubierto de andamios y materiales que se utilizaban para reconstruir el pueblo. Aún se veían los cráteres de las bombas y otros agujeros excavados para instalar nuevos cimientos.
Quizá concentrado en su plan de trabajo para el día siguiente, Menoría al parecer no vio el cartel de aviso y se cayó en un agujero que se había excavado para reparar la conducción del agua. Era un agujero pequeño, pero profundo, y se tardó varios días en descubrir el cuerpo del guardia civil, sólo después de que los trabajadores notaran un desagradable olor.
Julio Menoría era católico, pero debía de haber sido más devoto de lo que recordaban sus agentes, pues cuando lo descubrieron encontraron que llevaba un escapulario del Inmaculado Corazón de María alrededor del cuello.
La gente del pueblo, siempre dispuesta a atribuir las coincidencias o lo inexplicable a las fuerzas de Dios, del demonio, de las hadas o de los espíritus, comenzó a responsabilizar de los recientes acontecimientos a un poderoso espíritu vengador.
—Es la Virgen María —le dijo un día Mendiola a Miguel en el aserradero—. Los dos llevaban el símbolo del Inmaculado Corazón de María. ¿De verdad te parece una coincidencia?
—¿No es posible que los dos llevaran escapularios? —preguntó Miguel—. A lo mejor son órdenes de Franco.
—¿Y los dos mueren en un accidente? —replicó Mendiola—. ¿Y los dos llevan un escapulario? Eso es obra del Espíritu Santo.
—¿Un milagro? ¿Y por qué aquí?
—Mata fascistas porque arrojaron bombas en su iglesia, Santa María —dijo Mendiola—. Lo ves, Santa María. Puede que no te hayas enterado de lo que pasó en la iglesia con… con tantas cosas como ocurrieron, Miguel, pero una bomba incendiaria atravesó el techo y cayó en el suelo. No explotó, Miguel. Muchos dicen que vieron la imagen de la Santa Madre en el polvo que bajó flotando del techo.
—¿Los sacerdotes han dicho algo de los escapularios?
—No van a negar un mensaje tan evidente. Después de todo, estos días los bancos están llenos y se encienden muchas velas.
—¿Alguien ha mencionado esta teoría a los concejales del ayuntamiento?
—Algunos lo han intentado —dijo Mendiola negando con la cabeza—. Pero después de esta segunda muerte, cada vez es más difícil encontrarlos.