Capítulo 21

Miren le llamaba desde el taller de esa manera juguetona que significaba que tenía una tarea para él. Miguel tenía la pata de una silla en el torno y olía a virutas de ciprés y sudor.

—¿Qué te parece este color? —le preguntaba Miren.

Kuttuna, estás toda manchada de pintura —contestaba Miguel—. No deberías pintar con el vestido de boda puesto.

—Me ha parecido que este amarillo es demasiado vivo —decía Miren—. El negro será mejor, ¿no crees?

—Es muy oscuro… pero es diferente.

—Exacto, es diferente —convenía ella. Motas de pintura le manchaban la cara.

—Me da igual cómo quede —decía Miguel—. ¿Quieres que haga la parte de arriba?

—No, ya llego yo.

Miren bajaba la brocha y se abrazaban. Bailaban al son de la sierra de Mendiola.

—No sabes cuánto te añoro —decía Miguel.

Ella asentía.

Miguel le acercaba la boca al oído.

—Te quiero. Te echo de menos.

Ella le susurraba las mismas palabras.

—Te he buscado —decía él.

—Lo sé, astotxo, lo sé. Gracias. Sabía que lo harías.

—Me sabe mal que discutiéramos —continuaba Miguel.

—No discutíamos —decía ella, apartando un poco la cara para mirarle a los ojos—. Nunca fuimos de los que discuten. Aquello fue muy poca cosa.

—Fue tiempo que perdimos.

—Puede que no. Eran cosas que teníamos que decirnos, y eso fue todo. A todas las parejas casadas les pasan esas cosas.

Giraban lentamente al compás de la música, moviéndose como un solo cuerpo conectado. Giraban, giraban, se abrazaban con fuerza.

Se dejaban llevar en un lento balanceo. Más cerca.

—Gracias, Miguel —decía Mariángeles. ¿La madre de Miren?

Se unió al baile, abrazándolos a los dos. El mismo tacto. El mismo olor.

—Ella también echa de menos el baile —explicaba Miren.

Giraban, los tres, y la música se hacía más lenta, y las paredes más oscuras, y al final completamente negras.

* * *

Al padre Xabier le resultaba más difícil intentar hacerle de padre a su hermano mayor que dirigirse a una persona mayor llamándola «hijo mío». Siempre había sido el hermano menor de Justo, y de pequeño estaba supeditado a él. Ayudarlo era complicado; guiarlo, imposible. La mejoría física de Justo había impresionado a los médicos, a las enfermeras y a la hermana Encarnación. Pero a todos les preocupaba su retraimiento emocional.

Xabier le había escrito a Josepe para ponerle al corriente del estado de su hermano. En el pasado, Josepe a veces zarpaba hacia Bilbao para visitar a Xabier en la basílica, pero los bloqueos y el minado del puerto impedían ahora esos viajes. Xabier razonaba que Josepe sería quien mejor podría aconsejarle acerca de cómo tratar a su hermano, por su edad y porque tenía más en común con Justo que un clérigo célibe. Cuando menos, lo había conocido un año más. Pero esa súplica de consejo recibió una lacónica respuesta:

Querido Xabier:

Hazme saber si puedo ayudar en algo —lo que sea—, aparte de aconsejarte en cómo tratar a tu hermano. A lo mejor por eso Justo te envió al seminario. Ahora puedes devolverle el favor. Buena suerte.

Josepe

Xabier, al no ver más alternativas, preparó un sitio para Justo en la rectoría de la basílica de Begoña. Al menos allí tendría comida y atención y estaría lejos del hospital y los médicos. Xabier cuidaría de él, lo mantendría lejos de los rebeldes que habían ocupado el pueblo. A Xabier le daba miedo cómo podría actuar Justo en presencia de los rebeldes, y poco podría hacer si su hermano decidía provocar un enfrentamiento.

Con los feligreses hablaba desde una posición de poder, y aunque hicieran caso omiso de su consejo, al menos fingían respetarlo. Decirle a su hermano cómo reaccionar ante la tragedia que le había azotado exigía una sensibilidad mayor. Pero también sabía que Justo no le toleraría que no fuera estrictamente honesto. Le exigiría franqueza y rechazaría la condescendencia. Pero si Justo no mencionaba a Mariángeles ni a Miren, ¿dónde estaba la honestidad de él?

Durante semanas, Justo se despertó antes del alba y trabajó en la rectoría, barriendo, quitando el polvo, recogiendo hojas del suelo.

—Tengo que ganarme los garbanzos —le decía a cualquiera que se acercara—. Puedo ayudar.

Que Justo no hubiera intentado asaltar alguna de las guarniciones rebeldes aliviaba a Xabier, que durmió mal las primeras noches que tuvo ajusto viviendo con él. Los soldados rebeldes no habían entrado en la basílica y Justo no había salido del edificio, de manera que no había existido la posibilidad de un encuentro. Por el contrario, Justo acometía las tareas diarias de la basílica tal y como había hecho siempre en Errotabarri.

Durante toda la misa permanecía sentado cerca de la puerta principal, haciendo de acomodador, ayudando a sentarse a los más ancianos, lo necesitaran o no. A veces levantaba a alguna anciana del reclinatorio si había rezado mucho y le costaba incorporarse. Luego recogía lo que pudiera haber caído entre los bancos y pasaba el mocho cerca de la puerta si había llovido. La basílica tenía un conserje, pero éste se mostraba muy cauto en su trato con Justo.

Justo se animó cuando vio aparecer a la hermana Encarnación y le gritó un poderoso:

—¡Hermana Txanpon, mire qué bien estoy! Venga, cierre el puño y golpee —le dijo a la menuda mujer al tiempo que se agachaba para que le llegara si decidía aceptar su invitación.

—No, Justo, no les pego a los pacientes, no está bien —dijo ella.

—Sí, pero míreme —insistió Justo—. ¿Eh?

—Sí, Justo, estás muy bien. Tu hermano me dice que le ayudas mucho.

—Tengo que ganarme los garbanzos —le aseguró—. Mire esto.

Justo esgrimió la escoba con una mano para demostrarle su adaptación.

—Eso está muy bien —dijo la hermana Encarnación como si le hablara a un niño.

La monja le siguió la corriente ajusto, aceptando que físicamente lo veía muy bien. Una alimentación decente y un mejor descanso lo habían ayudado a recobrar su vigor. Pero le parecía que aquélla mejoría de su envoltura externa sólo hacía resonar más el vacío de su interior.

—Creo… me parece que está preparado para acometer la tarea más difícil —le dijo la monja a Xabier—. Creo que si espera mucho más las paredes serán demasiado fuertes y no podrá penetrarlas. Él confía en usted, padre, me ha dicho muchas veces lo orgulloso que está de usted y lo maravilloso sacerdote y hermano que es. Si confía en sus instintos con él, incluso podría ayudarle a usted a tirar adelante.

Xabier confiaba en la hermana Encarnación, pues durante décadas había trabajado con gente que se recuperaba de algún trauma. Durante la cena, cuando los hermanos estuvieron solos, Xabier expresó la pregunta que no se había atrevido a formularle desde que se fuera a vivir con él.

—Te veo bien, Justo. ¿Has pensado en cuándo te gustaría volver a Errotabarri?

Xabier calculó mal el momento de la pregunta, pues Justo acababa de engullir un gran trozo de pan. Bajó la mirada, acabando el bocado. Xabier contempló cómo el bigote de Justo ondulaba rítmicamente.

—He pecado de orgullo, hermano —dijo por fin—. Me creí un dios entre los hombres y el Dios verdadero decidió enseñarme la verdad.

—Eso no fue ningún pecado, Justo. Fuiste tú mismo, el que has sido siempre. Tu fuerza nos hizo salir adelante. Tu fuerza nos permitió conservar Errotabarri. Tu fuerza te ayudó a encontrar a Mariángeles. Tu fuerza construyó a tu familia. Casi toda la gente del pueblo quería a tu esposa, a tu hija, incluso a ti. Esas cosas eran importantes.

—Sí —dijo Justo poco convencido—. Pero que te hagan comprender que eres un tonto es muy duro.

—No eres ningún tonto, Justo.

—Te diré lo tonto que soy. Después de aquel sermón que asustó a todo el mundo, me fui a casa y me pasé el día y la noche afilando el hacha en la piedra y las puntas de la laia. Fui un tonto.

—¿Qué puedo decir, Justo? —preguntó Xabier—. No es culpa tuya, tienes que saberlo. No puedo decirte cómo dejar de sufrir. En eso no puedo ayudar a nadie, y ése es mi mayor fracaso. Hace que a veces también me sienta como un tonto. Pero tienes que encontrar una manera de afrontar lo ocurrido que no sea fingir que no pasó.

—Oh, sé que pasó —dijo Justo—. Y estoy dispuesto a afrontarlo a mi manera.

Xabier temía adonde podía llevar eso.

—La venganza no te devolverá a Miren ni a Mari —le advirtió—. Si matas a unos cuantos fascistas, pronto te matarán a ti.

—¿Por qué crees que haría algo así?

—¿No se te ha ocurrido?

—Xabier, creo que no te he hablado de la noche que conocí a Miguel —dijo Justo—. Vino a Errotabarri y por la noche me dijo que nuestro padre le parecía un egoísta. —Xabier no sabía la historia y le sorprendió—. Tal cual me lo dijo. Tuvo las pelotas de sentarse a nuestra mesa y decirme eso el día que nos conocimos. Dijo que si nuestro padre hubiera querido de verdad a nuestra madre, no la habría llorado hasta morir. El amor verdadero habría consistido en superarlo, y en vivir, en cuidar de nosotros.

—Nunca se me ocurrió pensarlo porque éramos muy pequeños, Justo, pero creo que tiene razón. Si uno de mis feligreses estuviera en la misma situación, le daría el mismo consejo.

—Me pidió que me preguntara qué le habría dicho nuestra madre a nuestro padre, y dijo que pensaba que ella le habría pedido que la llorara con todas sus fuerzas, sí, pero que luego tuviera entereza y pasara página.

—Justo, ¿qué crees que te diría ahora Mariángeles?

—Creo que diría: «Sigue adelante, Justo, llórame hasta decir basta, pero luego sé fuerte…» —contestó Justo, y agachó la cabeza.

—Creo que tienes que escucharla, hermano —dijo Xabier al tiempo que le cogía la mano a Justó.

* * *

En otoño habían retirado los escombros de casi todos los edificios quemados y destruidos para iniciar la reconstrucción. Los trabajadores metían los escombros de cemento dentro de los cráteres de las bombas, los compactaban y lo allanaban. Los agujeros de bala y metralla aún se veían en muchos de los edificios en pie, y posteriormente los taparían casi todos para borrar las huellas de lo ocurrido. Ésas fueron las cicatrices más fáciles de curar.

Para un carpintero, aquello habría sido época de vacas gordas. El ayuntamiento le solicitó a Mendiola que supervisara algunas partes de la construcción. Le pidió a Miguel que le ayudara, y éste le recordó que la última vez que participó en una iniciativa cívica fue para construir un refugio. ¿Qué normas de construcción se requerían ahora? ¿Iban a reconstruir los edificios en los mismos lugares como si nada hubiera ocurrido? ¿O todo sería nuevo y distinto para evitar comparaciones con lo de antes?

Casi todo lo hacían soldados republicanos —muchos de ellos vascos— condenados a trabajos forzados y obligados ahora a reconstruir el pueblo que habían sido incapaces de proteger. Pero los franquistas que ahora dominaban el ayuntamiento también contrataban a gente del pueblo, a los que pagaban una miseria. Miguel eludió que lo contrataran recordándoles que casi todas sus herramientas se habían perdido o estaban dañadas. Podría haber puesto sus manos como excusa, pero ahora las llevaba en el bolsillo. Había encontrado unas pocas herramientas manuales entre los escombros de su casa y también, oxidándose en la colina que quedaba sobre el pueblo, la sierra de través que había soltado la tarde del bombardeo. Decidió que prefería pasar hambre antes que trabajar junto a los condenados a trabajos forzados que podían haber sido sus vecinos.

Miguel puso a prueba sus manos con algunas tareas ligeras en Errotabarri, sobre todo para mantener la casa y el cobertizo. No había entrado en la habitación donde Miren dormía de pequeña. No había matado el conejo ni se lo había comido, y el no hacerlo encontró su recompensa en la aparición de algunos más que fundaron una colonia en el sótano. De repente apareció un pollo esquelético, como si acabara de salir de un huevo que hubiera quedado aletargado bajo la paja medio podrida. A lo mejor era el último pollo del País Vasco, se dijo Miguel. ¿El País Vasco? ¿Podía seguir llamándolo así?

Se tomó con calma su regreso al trabajo. No por la pena que aún sentía, sino porque lo que se podía conseguir en Errotabarri tenía sus límites. En verano brotó espontáneamente algo de maíz, y casi todo lo guardó para sembrar al año siguiente. Como no había ganado que alimentar, dejaba crecer la hierba con la esperanza de que se regenerara y rebrotara con más fuerza.

Descubrió que su arroyo favorito aún conservaba algunos peces que aceptaban gusanos y larvas, y con éstos preparaba un buen platillo, que acompañaba de setas que aún crecían en los barrancos de la umbría de la colina. Tuvo que reaprender el arte de la pesca a base de mucho probar. Sobre todo aprendió a adaptarse. Era capaz de manejar torpemente la sierra de través y la sierra de arco, y el berbiquí y la barrena. Se trataba de un trabajo agotador y cundía muy poco, pero lograba hacerlo si se lo tomaba con calma.

Miguel no pasaba más tiempo del necesario en el pueblo, pues aún había soldados de la Falange y era incapaz de saludarlos con la cabeza cuando se cruzaba con ellos. A medida que transcurrían las semanas, el número de tropas era menos numeroso, pero seguía habiendo fascistas y números de la Guardia Civil en una cantidad suficiente como para hacerle sentir incómodo.

Pasear por el pueblo conllevaba el riesgo de tener que hablar con alguien, y se daba cuenta de que eso le costaba una enormidad. Aparecer en público le obligaba a salir a la superficie, mientras que el resto del tiempo permanecía en los niveles subterráneos, extraviado en sus pensamientos, en sus ensueños. Si podía permanecer lejos de la gente, sus días eran menos complicados. No más fáciles, porque su vida era como avanzar en medio de un crepúsculo viscoso, pero menos complicados. Durante largos periodos no se daba cuenta de lo lejos que estaba de su conciencia hasta que intentaba decir algo, a las ardillas o al pescado que acababa de coger, y le sorprendía que las palabras le llegaran como en una tos, como si tuviera la garganta recubierta de polvo y telarañas.

El día que salió del hospital preguntó cómo estaba Alaia. Le habían dicho que había salido ilesa y que las hermanas la atendían. Preguntar más detalles habría implicado más charla, más tiempo en el pueblo. Había cumplido con su obligación.

Era mejor quedarse en las montañas, en el baserri. Aún podía talar un árbol y blandir un hacha. Era mucho más lento, pero en las colinas tenía tranquilidad, y el agotamiento le embotaba la mente. Hasta que eso no ocurría, era vulnerable a los recuerdos. ¿Qué edad tendría ahora Catalina? ¿Ya andaría? ¿Jugaría con los juguetes más grandes que le había construido? ¿Sería momento ya de tener otro hijo?

Vaciaba la mente e intentaba concentrarse en el murmullo de la sierra, talando un árbol tras otro hasta que el agotamiento le libraba de los recuerdos. A veces, cuando Mendiola le prestaba la mula, él le pagaba llevándole una carga de leña, y ganaba lo suficiente como para ir tirando, para comprar semillas con que replantar y comprar nuevas herramientas.

* * *

Alaia Aldecoa se sentía de nuevo enclaustrada ahora que el silencio se unía a la oscuridad como una constante en su vida. Había buscado con tanto afán abandonar el convento, y luego había gastado tantas energías convenciendo a Miren de que necesitaba ser independiente… Y ahora, de nuevo en su cabaña, no tenía nada aparte de independencia, y su vida antaño vacía se volvía más vacía.

No tendría más socios comerciales, como Miren llamaba a sus clientes. Había acabado con eso. La intimidad que buscaba había resultado ser otra cosa. Nadie llamaba a su puerta, y de todos modos no los habría dejado entrar. Muchos habían muerto; muchos buscaban otras cosas más urgentes. Se quedó con la hachuela que Zubiri utilizaba para partirle la leña. Si llegaban soldados con malas intenciones, la blandiría hacia donde se oyera su voz hasta que impactara o la mataran.

Tampoco acudía nadie a comprar jabón, y el mercado seguía cerrado.

Por la manera en que le colgaba el vestido se daba cuenta de lo mucho que había adelgazado. Zubiri aún la ayudaba como podía. Estaba solo y podía compartir la magra subsistencia que obtenía de su pequeño baserri. Zubiri sabía que su acuerdo había cambiado. Ahora eran sólo amigos, y ayudaba a Alaia por esa razón. Hablaban más, y eso parecía importante. Había conseguido esconder una cabra en una cabaña de pastor que tenía en las montañas, lo que significaba que podían disponer de leche fresca y queso. También tenía abejas, y compartía la miel con Alaia. Era una intimidad distinta.

A menudo se acordaba de Miren. Recordaba el olor del desayuno en Errotabarri y cómo Justo las obsequiaba con abrazos y exageradas historias mientras Mariángeles procuraba que no le faltara de nada. Se acordaba de Miren y de Mariángeles, de cómo parecían dos generaciones de la misma persona. Y cuando se iba a dormir recordaba a Miren, evocando las noches en su cama, compartiendo sus pensamientos, riñendo en broma.

Alaia ya no necesitaba saber qué hora era. Dormía cuando se le antojaba y todo lo que podía. Ahora sólo existía el dormir y el despertar, y en su oscuridad solitaria ambos eran muy parecidos.

¿Para qué ir al pueblo? Habían cambiado muchas cosas y no tenía a nadie que la guiara por las nuevas calles que rodeaban las nuevas construcciones. De manera que se quedaba en casa y sobrevivía sin objeto. A veces hacía jabones, aun cuando no hubiera mercado donde venderlos. Recogía hierbas del prado para perfumar el jabón y para hacer té, y verduras para hervir y comer.

Se descubrió pensando en Miguel y en la enormidad de su pérdida. Habían sido una familia perfecta. Pero Miguel había pasado casi dos años con Miren. Tenía a Justo y a su familia. Ella sólo tenía jabones y pensamientos, y le parecía poco motivo para vivir. Pero también contaba con una pequeña y ajada muñeca de trapo que se había vuelto más importante de lo que podía haber imaginado.

* * *

La madera en espinapez que formaba el suelo de la basílica de Begoña parecía empinarse en el trecho que iba de la entrada al altar. La hermana Encarnación ayudaba a una mujer con muletas a llegar hasta el primer banco, le enseñaba a hacer la genuflexión en su estado actual y luego regresaba a la intimidad de sus oraciones. Al final de la nave principal encontró a Justo Ansotegui, que la había estado observando.

—Tienes buen aspecto, Justo —susurró la monja.

—Gracias. —Justo le hizo seña de que se sentara—. Quiero disculparme con usted, hermana. No fui honesto. He hablado con mi hermano Xabier y hemos aclarado unas cuantas cosas.

—¿No has sido honesto con qué, Justo?

—Con mi familia, con mi vida, con todo lo que me pasaba por la cabeza —contestó—. Creía que no sería capaz de hablar de ello sin derrumbarme, sin mostrarme débil. No quería que me viera así.

La monja le dio unas palmaditas en la rodilla.

—Al no hablarle de mi mujer y mi hija le impedí que las conociera —dijo Justo—. Y para mí es importante que entienda quiénes eran.

—Justo, la gente ha de encontrar su propio camino —replicó la hermana Encarnación—. Eso lleva tiempo, y no es ser deshonesto. Es sólo que no estabas preparado.

—Hermana, mi esposa y mi hija eran mi vida —aseguró él—. Sé que constantemente se lo repiten. Lo único que podía hacer era convencerme de que estaban vivas en alguna parte a la que iba a regresar. De manera que sí, fui deshonesto con usted, y probablemente conmigo mismo. Me disculpo. Pues por lo mucho que se esforzó conmigo merecía algo más.

—Justo, yo conocía a tu familia —dijo la monja—. El padre Xabier me había hablado de ella. Sólo que no podía mencionarlos hasta que no estuvieras preparado. Sabía que cuando llegara el momento le dirías al padre Xabier cómo te sentías y que él te ayudaría a pasar por esto.

Se quedaron callados un momento, contemplando las velas del altar, que parpadeaban y se reflejaban en las columnas de piedra mientras los feligreses se dirigían a las capillas laterales para rezar. Era un lugar concurrido, pero solemne.

—Quería decirle que pronto volveré a casa —anunció Justo—. Espero que no pierda de vista a mi hermano. En nuestra familia tenemos el problema de creer que podemos salvar al mundo.

—Justo, eso es exactamente lo que él me dijo de ti —replicó la hermana Encarnación. Los dos rieron tan fuerte que algunos que rezaban se volvieron ceñudos, regresando a sus oraciones al ver que uno de los dos era una monja.

—Me preocupa que convierta los problemas de todos en los suyos, que quiera compartir su sufrimiento —dijo Justo.

—No te preocupes por él, eso es lo que le hace ser tan buen sacerdote —aseveró la monja—. Me dijo que eras tú quien le veía así a él.

—Hermana, sólo quería que se fuera de casa.

—Justo —dijo la hermana Encarnación con severidad—, estás en la casa de Dios, y aquí no deberías mentir.

Del bolsillo sacó un pequeño medallón de tela verde unido a una cuerda para llevar al cuello que llevaba estampada la imagen de la Virgen María y la inscripción: «Inmaculado Corazón de María, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén».

—Justo, quiero que lleves este escapulario.

—Gracias, hermana, lo haré.

—Nunca se sabe cuándo puedes necesitar ayuda de la Virgen.

—Desde luego.

Abrió la cuerda del pequeño medallón para que le cupiera la cabeza, se lo puso al cuello y se lo metió debajo de la camisa.

Los dos se levantaron, hicieron una profunda reverencia al salir al pasillo y se santiguaron. La hermana Encarnación comprobó que su paciente del primer banco aún seguía rezando y se dirigió a la entrada acompañada de Justo.

—Justo, nunca he tenido a un paciente como tú —dijo.

—¿Es un cumplido?

—Creo que sí —afirmó ella con una risita de pajarito—. Quiero que hagas lo que te diga tu hermano. Escúchale. Eres un buen hombre, y hoy en día no abundan.

—Hermana, le prometo que haré lo que pueda para volver a ser yo mismo.

—Bien, Justo —dijo—. Porque no me gustaría tener que ponerme dura contigo.

La menuda monja se le acercó como para abrazarlo. Pero lo que hizo fue extender los brazos todo lo que pudo y darle un puñetazo en el hombro derecho.

* * *

Como lo pasaban mejor ahora era pescando; en las colinas, en la tarde, con el frescor del arroyo bajo los alisos. Ninguno de los dos gritaba cuando cogían un pez, aunque ahora significaba más para ellos. Pero una reacción instintiva afloraba cuando sentía el tirón en el sedal. La relación le parecía a Miguel muy diferente a cuando subían centenares en una red.

La primera vez que regresaron al río, Miguel no sabía si ofrecerle ayuda a Justo a la hora de poner el cebo. Aunque Miguel sólo tuviera dos dedos y parte del pulgar en cada mano, en algunas cosas era más rápido que Justo. Poner el cebo en el anzuelo era una. Después fie mutilar a docenas de larvas y gusanos mientras probaba diferentes maneras de clavarlos en el anzuelo, Justo dio con un método que repugnaba a Miguel, aunque tampoco le sorprendía. Cuando Justo encontraba un gusano gordo debajo de un tronco medio podrido o de una rama caída, se lo metía en la boca. Lo inmovilizaba con los dientes y los labios. A continuación se acercaba el anzuelo a la boca y le atravesaba el cuerpo. En una ocasión se lo clavó en el labio y pegó un berrido. A menudo Miguel veía sangre o tripas de gusano en el bigote de Justo y tenía que apartar la mirada.

—¿Qué? —exclamaba Justo cuando Miguel soltaba un gruñido.

—Nada.

—No sabe tan mal, Miguel. No es peor que algunas cosas que nos comemos para cenar. Si hoy no pescamos nada, puede que acabe siendo nuestra cena.

Pero quedaban algunos peces. Sacarles el anzuelo era un poco menos desagradable, aunque tampoco muy ingenioso. Justo ponía el pez en el suelo, lo pisaba con la izquierda y le arrancaba el anzuelo con la derecha. A veces la cuerda se rompía, el anzuelo se doblaba o con el anzuelo le arrancaba el labio al pez. El peso del pie ablandaba al animal, dejándole una textura harinosa. Pero ninguno de los dos era muy melindroso.

Miguel era un poco más diestro, pero algunas veces, cuando intentaba desenganchar el pez, le resbalaba de las manos y volvía al agua.

—Menuda pareja estamos hechos —decía Justo.

—Desde luego —contestaba Miguel—. Entre los dos una mano y puede que nueve dedos.

—Y tres orejas —añadía Justo—. ¿Tienes todos los dedos de los pies?

Sí, la oreja de Justo. Miguel no había esperado que la oreja de Justo le afectara tanto. Cuando el padre Xabier mandó recado a Errotabarri de que lo llevaba a casa, Miguel hizo todo lo que pudo para limpiar la casa y que todo pareciera igual que como lo recordaba. También quiso prepararle la comida. Miguel se fue a casa de los Mezo por si éstos podían ofrecerle algo, pero la casa estaba vacía. Suponía que Roberto probablemente seguía en alguna cárcel, pero no sabía nada del destino de Amaya ni de sus siete hijos. Cuando se acercaba al baserri, vio en el jardín un montículo de tierra con una cruz de maderos encima. Con carbón habían escrito sobre el madero horizontal: Ama.

Madre.

Lo que les había pasado a los niños era otro misterio. Miguel buscó por toda la casa para asegurarse de que no quedaba nadie. Y al encontrarla desierta, buscó algo que le ayudara a sobrevivir. No había comida, pero, sorprendentemente, encontró una botella de vino en un cajón de la cocina.

La guardó para la comida con que celebrarían el regreso de Justo. Uno de los conejos que había en la parte de abajo fue sacrificado. Miguel había encendido la lumbre y tenía la olla al fuego cuando llegaron los hermanos Ansotegui. Al principio fue un desastre. Justo vio la trenza de Miren y se derrumbó. Miguel vio la oreja de Justo y al instante pensó en Catalina. Sollozaron abrazados al unísono y Xabier los rodeó con sus brazos y recitó algunas oraciones. Esperaba que eso los calmara, que quizá les prestara auxilio espiritual, pero en realidad rezaba porque no se le ocurría otra cosa que decir.

Xabier vio el vino sobre la mesa, se apartó del abrazo y sirvió tres vasos. No hubo brindis, ningún osasuna. Y tampoco hablaron mucho. Miguel se acercó a la chimenea y quitó la olla en la que se cocía el conejo con unas cuantas verduras que había recogido. Justo se levantó para ayudar, mirando el delantal que colgaba del clavo.

Cuando llegó la hora de acostarse, los tres durmieron en la habitación principal. Recién llegado del hospital, Miguel había metido un catre pequeño y destartalado del cobertizo de las ovejas y había dormido en él. Se lo ofreció al padre Xabier, que no quiso discutir. Miguel y Justo durmieron en las dos butacas acolchadas.

A la mañana siguiente, antes de regresar a Bilbao, Xabier visitó la iglesia de Santa María, instando sutilmente a sus amigos y colegas a que le echaran un vistazo a su hermano. En ausencia de Xabier, Justo y Miguel tendrían que encontrar la manera de compartir su aflicción.

* * *

Los padre de Renée Labourd, Santi y Claudine, aún eran lo bastante activos e inteligentes para trabajar, pero tenían menos trabajo ahora que la Guerra Civil española había hecho que los guardias fronterizos estuvieran acompañados por las fuerzas militares de Franco, así que no tenían reparos en llevar a cabo ejecuciones improvisadas por deporte. El contrabando era más valioso ahora, pues los refugiados vascos, catalanes y republicanos buscaban una manera de pasar la frontera hacia la relativa paz de Francia. Pero la frontera era cada vez menos permeable, y los Labourd eran reconocibles pues la cruzaban frecuentemente.

Ahora quien operaba mayoritariamente era Renée, acompañada de su nuevo socio, Eduardo Navarro, que una vez superado su desastroso aprendizaje descubrió un talento innato.

—Papá, estarías muy orgulloso de Dodo, siempre se le ocurren nuevas ideas —dijo Renée a la hora de cenar.

—Dinos, hijo —contestó Santi Labourd—. No somos demasiado viejos para aprender.

—No… vosotros sois los héroes de la montaña —objetó Dodo—. Yo soy nuevo en esto. La única ventaja que tengo es que conozco mejor la manera de pensar de los guardias españoles. Vosotros, los vascos franceses, intentáis utilizar la lógica con ellos, pero la lógica no funciona.

—¿Por qué? —preguntó Santi.

—Los guardias españoles son previsibles —dijo Dodo—. Si hace calor, puedes estar seguro de que en las zonas con sombra habrá agentes y estarán impecablemente vigiladas. Así, donde dé el sol podéis hacer lo que queráis. Si llueve, vigilarán las zonas resguardadas de la lluvia. Si hace frío, rodearán la estufa y la protegerán con todo su contingente. Así, podéis ir un paso por delante y esquivarlos. Se reúnen en los pasos más fáciles, por donde suponen que pasaréis. No conciben que a nadie se le ocurra recorrer un sendero rocoso y empinado si puede transitar un camino sencillo.

—¿Y en el pueblo? —preguntó Claudine Labourd.

—Creo que comprendes su pensamiento; la gente se deja llevar por lo que ve y puedes hacerles creer lo que quieras…

—¿Sí?

Renée se rió.

—Deja que yo se lo cuente —le pidió—. Se ha inventado el engaño de la baguette —les explicó la joven—. Es muy sencillo y nunca falla. Puedes llevar un saco a rebosar de pistolas y munición, pero si pones una barra de pan encima, no eres más que alguien que va de compras.

—Me he fijado en la gran cantidad de gente que se pasea por la frontera con pan, y que de lo único que sospechan de ellos es que tienen hambre —dijo Dodo—. Es el disfraz más fácil imaginable.

—Y es comestible —añadió Renée—. Cuéntales lo de los cencerros de las ovejas, a mi padre le encantará.

Dodo sonrió.

—Habíamos intentado introducir paquetes a través de algunos de nuestros pases favoritos, pero habían instalado puestos de control. La última oportunidad que teníamos aquella noche era intentar pasar la garita de vigilancia en uno de los puertos donde hay muchos pastores que se desplazan de una zona de pastoreo a otra.

—¿Cómo lo conseguisteis?

—¡Con los cencerros de las ovejas! —exclamó Renée.

—Hacía frío y llovía un poco —dijo Dodo—, y sospechaba que los guardias de la garita estarían vigilando la estufa. Pedí prestados unos cuantos cencerros a un amigo que tiene un rebaño. Pasamos despacio por delante de la garita, haciendo sonar los cencerros cada pocos pasos como si «paciéramos», y nadie salió.

* * *

Para Justo, Miguel era culpable de una imperdonable cortesía; para Miguel, Justo era cruel en su inflexible consideración. Se sentían tan incómodos como en un baile formal entre dos desconocidos. No había manera de que uno comenzara la tarea más sencilla sin que el otro se preguntara si un ofrecimiento de ayuda se tomaría como un insulto.

Excepto la apagada alegría que compartían pescando, lo más fácil era evitar la compañía del otro. En cuanto volvieron a celebrar otra vez mercado, Justo se iba allí sólo para oír hablar a los demás. Miguel se quedaba en las colinas incluso después de haber acabado de talar. Con el tiempo Justo se fue a dormir a la vieja cama de Miren y Miguel se quedó en el catre en la habitación principal.

Los dos se levantaban pronto, pero Miguel solía prepararse un té flojo y se marchaba antes de que Justo saliera de su habitación. Justo trabajaba en Errotabarri, lo suficiente para mantener a los dos, pero no demasiado para que los demás no pensaran que había algo que valiera la pena confiscar. Miguel y Justo sabían por instinto que cuanto menos contacto tuvieran con los saqueadores, más oportunidades tenían de permanecer lejos de la cárcel.

Por la noche los dos solían reunirse para una cena escasa con todo lo que habían conseguido durante el día, ya sea cazando o pescando o comprándolo con los magros ingresos que conseguía Miguel con la madera. Después de varios meses, incluso la cortesía más elemental desapareció y a veces pasaban días sin que se dijeran más que:

—Buenos días, Miguel.

—Buenos días, Justo.

Una noche, una llamada a la puerta trajo un cambio.

—Justo… Miguel… Soy Alaia —oyeron al otro lado de la puerta—. ¿Estáis en casa? ¿Puedo entrar?

Corrieron a la puerta. Justo tiró para abrirla en su mitad y Miguel empujó para abrirla del todo. Alaia había llegado a Errotabarri ayudándose de su bastón, tras haber recordado el camino.

—¿Has comido? Nos queda algo de comida… si se la puede llamar así —le ofreció Justo.

—Ya he comido —dijo ella—. Ya no como gran cosa. Nada parecido a esas comilonas que preparaban Miren y Mariángeles, con cordero, espárragos y pimientos.

—Pues antes tenías un buen saque —recordó Justo—. A Mariángeles le encantaba alimentarte porque disfrutabas mucho comiendo. Ni siquiera hablabas porque no querías perder el tiempo abriendo la boca como no fuera para comer.

—Miren se burlaba de mí todo el rato, pero mientras ella se dedicaba a cotorrear, yo me tragaba un plato tras otro —dijo Alaia mientras Miguel la guiaba hasta una silla de las que rodeaban la mesa—. Y ese flan, Dios mío, qué flan.

—Vaya flan —coincidieron Justo y Miguel en armonía—. Oohhh.

Alaia sólo llevaba unos momentos en Errotabarri y los nombres de Mariángeles y Miren habían sido pronunciados por primera vez en meses desde el regreso de Miguel y Justo. Mientras hablaban con Alaia, no se sentían incómodos. Ella, de algún modo, amortiguaba la conexión entre ambos; eran incapaces de pronunciar los nombres entre ellos, pero sí podían hablar de sus amores e incluso recordar historias agradables de ellas cuando salía el tema.

—Tú me dabas esos maravillosos abrazos de oso —dijo Alaia, extendiendo los brazos en dirección ajusto, quien la abrazó y la rodeó todo lo que pudo con el brazo derecho. Ella lo atrajo hacia sí—. Justo, espero que no te importe, pero te he traído algo —continuó la chica, y colocó un paquetito en la mesa—. Si no lo quieres, lo entiendo. Me dije que a lo mejor a los dos os gustaría tenerlo por casa.

Justo supo lo que era al verlo. Desenvolvió el papel de cera y sacó una de la media docena de pastillas, quizá.

—Es su mezcla —explicó Alaia, aunque estaba segura de que Justo y Miguel reconocerían el olor—. Ya no es tan fácil conseguir los ingredientes, pero no la prepararé para nadie más.

Justo le entregó una pastilla a Miguel. Los dos se llevaron las pastillas a la nariz un momento, aspirando profundamente, y se quedaron mirando a la joven que había devuelto a su casa el aroma de la vida.