A lo largo de casi todo el día anterior, los huérfanos habían sido transportados desde la estación de Portugalete, Bilbao, hasta el puerto principal de Santurce. Por la mañana, casi todos ellos habían cruzado la plancha del barco de vapor Habana, dándose la mano como si fueran recortables de papel. El Habana, un viejo barco de pasajeros de una sola chimenea convertido en barco de transporte de tropas, ahora estaba anclado en el muelle de Bilbao, un blanco perfecto para los bombarderos de la Legión Cóndor o para los italianos que servían a la causa rebelde. Aquella mañana las bombas rebeldes cayeron en el río, lo bastante cerca como para salpicar el Habana, pero los cuatro mil niños vascos subieron a bordo de todos modos, y parecían encantados de marcharse.
Se trataba de huérfanos de fallecidos en la guerra o de hijos de desplazados que estaban en peligro en Bilbao. Algunos eran bebés subidos a bordo por enfermeras y voluntarios de los orfanatos. Otros eran adolescentes. Esos pasajeros habían comido poco y habían visto demasiado; una combinación que sólo empeoraría con los efectos del bloqueo, los continuos bombardeos y la inminente ocupación rebelde. Tenían que evacuarlos. El gobierno inglés, escudándose aún tras el pacto de no intervención, consintió a regañadientes en evacuar a esos niños. Pero sólo a los niños.
Antes de que el Habana zarpara, Aguirre y el padre Xabier subieron a bordo. Aguirre, para asegurar a los niños que se iban sólo por poco tiempo y que eso sería una aventura memorable; Xabier, para bendecir el viaje y asegurarles que Dios los protegía.
Aguirre salió de allí animado por las caras felices de los niños, sobrecogido por su resistencia. Los habían bombardeado, matado de hambre, desarraigado, habían soportado la muerte de sus seres queridos, pero exhibían poco temor y ninguna tristeza. Les dijo que estuvieran orgullosos de ser vascos, porque todos los vascos estaban orgullosos de ellos. Aplaudieron al hombre del traje negro, aunque pocos sabían quién era.
—¿Crees que estarán fuera sólo unos meses? —le insistió Xabier a su amigo cuando bajaron al muelle.
—Sé que si se quedan aquí puede que en los próximos meses, o incluso en los próximos días, estén muertos.
—¿Junto con el resto de nosotros?
—Puede —reconoció el presidente forzando una sonrisa mientras despedía con la mano a los niños.
Aquellos chavales eran demasiado pequeños para comprender que el Habana era para ellos un bote salvavidas. Tenía otras cualidades que apreciaban de manera más inmediata. En él había comida. Muchos de aquellos niños habían pasado meses casi muertos de hambre. A bordo les daban huevos, carne y pan de cereales. Se atiborraban y se llenaban los bolsillos de comida. La comida era tan nutritiva y tanta cantidad que muchos enfermaron. Una borrasca de verano azotaba las aguas de la bahía de Vizcaya, y nada más iniciarse aquel breve viaje de cuarenta y ocho horas muchos niños ya estaban mareados.
La tarde del segundo día, el Habana fondeó delante de Fowley, cerca del puerto de Southampton, y subieron a bordo algunos médicos voluntarios para reconocer a los niños. Aparte de algún malestar sufrido durante el viaje, los pequeños estaban sanos y animados. Desde la cubierta veían las casas que bordeaban la ensenada, decoradas con flores y precedidas de jardines perfectamente atendidos. Parecía un mundo de fantasía, tan distinto de lo que habían conocido, y repetidamente gritaban: «¡Viva Inglaterra!». Al día siguiente, atracaron con el acompañamiento musical de la banda del Ejército de Salvación. A causa de sus uniformes, los niños las llamaban las «Señoras Policías».
En el campamento donde los recibieron habían desplegado una pancarta sobre un camino de tierra que proclamaba que era el «Campamento de los niños vascos». Un conjunto de quinientas tiendas circulares, con una pica en el centro, brotaba en el campo. A los niños los bañaron, volvieron a examinarlos y un grupo de voluntarios les dio de comer.
A la mañana siguiente, el Southern Daily Echo publicaba un artículo bajo el siguiente titular: «Un saludo cordial y sincero».
… nos hacemos cargo de todo lo que deben de haber pasado estos muchachos en las últimas semanas, y esperamos que en los tranquilos y verdes campos de Hampshire encuentren descanso, alegría y —lo más importante— paz.
En contraste con la posición de su gobierno, la generosa gente de la zona se alegró de poder «intervenir». Después de todo eran niños, bebés. Muchos recibían ropas nuevas de Marks & Spencer y chocolate de Cadbury. Transcurridos pocos meses, no fueron repatriados al País Vasco, sino trasladados a campamentos más permanentes en Stoneham, Cambridge, Pampisford y otras docenas de poblaciones que prestaban apoyo a las colonias de niños vascos. Iban a la escuela y jugaban, y comenzaron el proceso de recuperarse de lo que habían visto.
La Guerra Civil seguía asolando su país mientras Inglaterra estaba en paz, aunque en plena zozobra. Devolverlos a España sería condenarlos a muerte, o a una privación peor que la de antes. Los niños se integraban rápidamente, excepto los que vivían en un campamento cercano a una base aérea, donde las enfermeras y los supervisores repetidamente tenían que prometerles que los aviones que los sobrevolaban no arrojarían bombas.
* * *
El padre Xabier necesitaba un confidente. Su cómplice era una vieja amiga llamada hermana Encarnación. De un metro y cuarenta centímetros de altura, no pesaba más que un saco de plumas, tenía una edad indeterminada entre cincuenta y noventa años y era tan bondadosa como cualquiera de los santos mártires representados por las estatuas que había en el hospital. La hermana Encarnación era una ayudante de enfermería que también solía pasar unas horas en la basílica de Begoña, donde se encargaba de algunos pacientes que buscaban el consuelo de un altar o un confesionario. Allí conoció al padre Xabier, quien admiraba tanto su energía que en una ocasión le preguntó a la hermana si alguna vez se paraba a descansar.
—Las que somos pequeñitas no necesitamos descansar —le dijo—. ¿Alguna vez ha visto un colibrí dormitando en una rama? Un pestañeo ya nos descansa.
Justo, tras una serie de operaciones que le amputaron el brazo izquierdo hasta el hombro, fue trasladado al pabellón de rehabilitación. Cuando Xabier se dio cuenta de que no podía visitarlo todos los días, encargó a la hermana Encarnación que hiciera de vigilante. Justo, a quien le encantaba el vigor de la hermana, la adoptó y comenzó a llamarla «hermana Txanpon». Le cabía en el bolsillo.
Soldados y civiles heridos, pacientes amputados y quemados en diversos grados de rehabilitación, llenaban los pabellones. Eran las víctimas que se esperaba que sobrevivieran, si aún querían tomarse la molestia. Al hospital se le habían agotado las piernas de madera, y los pedidos de muletas y bastones llegaban con muchísimo retraso. Con la guerra, los fabricantes y distribuidores de esos productos no daban abasto.
Mientras tanto, la hermana Encarnación ayudaba a los heridos a aprender a adaptarse a su nuevo estado de mutilación. A los que les faltaba una pierna les enseñaba a ir con muletas, a subir escaleras, a adaptarse a su nuevo centro de gravedad. A otros les mostraba los trucos de vivir con un solo brazo; a bañarse y vestirse, a utilizar otras partes del cuerpo como una segunda mano para coger objetos. Enseñaba a enhebrar la aguja y a coser a las mujeres que les faltaba un brazo. A los campesinos que habían perdido una pierna les ilustraba cómo utilizar la guadaña mientras se apoyaban en las dos muletas. Equilibrio y punto de apoyo, repetía. Equilibrio y punto de apoyo. El mundo está lleno de perros de tres patas y gaviotas de una, afirmaba. Si ellos, con el cerebrillo que Dios les ha dado, lo consiguen, tú también puedes.
A los pacientes con quemaduras les sugería que afrontaran el dolor y la realidad de vivir desfigurados. El pelo de un lado de la cabeza podía peinarse sobre la zona quemada del otro lado de la cara. Manga larga, guantes y sombreros también ayudaban a disimular, si eso era lo que querían. Tenían que recordar que las miradas que recibían de la gente con la que se cruzaban eran de curiosidad, no malintencionadas ni un insulto. Y de ser así, se trataba de gente estúpida, y daba igual lo que pensaran.
Además de la destreza física, la hermana Encarnación pretendía mejorar la actitud de los inseguros, inculcar ánimo a los que lo habían perdido. A aquéllos que necesitaban un empujoncito, les imponía una disciplina férrea. Con los que necesitaban consideración, era paciente y compasiva. Y con aquéllos que sólo buscaban que los compadecieran, se mostraba totalmente indiferente. No estaba allí para recompensar la autocompasión.
A los que se quejaban siempre les decía lo mismo: «Mira a tu alrededor». Piensa en todos aquéllos que ya no están con nosotros. Descubre el valor de lo que permanece. Equilibrio y punto de apoyo, señoras y señores, equilibrio y punto de apoyo.
No le costaba nada estar al corriente de las actividades de Justo. Con esa monja que era más o menos un tercio de su tamaño, Justo sentía una fraternidad espiritual. Su energía era magnética. Y puesto que a Justo la falta de un brazo no le impedía moverse entre operación y operación, la seguía a todas partes.
—Todo el día lo tengo como mi sombra —le informó la hermana a Xabier—. Me quiere llevar las cosas, si he de levantar peso lo hace él. Está impaciente por demostrar que está sano, fuerte, entero. Si ve alguna tarea para alguna persona con dos brazos, intenta demostrar que puede hacerla. Y ha empezado a ponerse duro con otros pacientes, a empujarlos. Amenazó a uno con sacudirle si me volvía a contestar mal o no hacía exactamente lo que yo le decía. Un soldado herido al que tuve que poner en su sitio me dijo que lo trataba como si fuera una fascista. Justo casi lo mata.
—¿Así que le crea problemas?
—Bueno, no necesito un alguacil —dijo la hermana Encarnación—. Y los médicos están hartos de que los rete a echar un pulso. —A Xabier no le sorprendía—. Constantemente me pide que le dé un golpe en el brazo derecho para que vea lo mucho que aguanta —añadió la hermana.
—Así pues, ¿hemos de presumir que está curado y a punto para irse a casa?
—No, no, en absoluto, ése es el problema —exclamó la monja—. Los médicos han hecho lo que han podido con su brazo, y pronto podrán darle el alta. Pero está tan ocupado convenciéndonos a todos de que está sano, que todavía no ha afrontado el hecho de que ha perdido un brazo. Se comporta como si hubiera nacido así.
—Hermana, el problema no es la pérdida del brazo, eso se lo garantizo —dijo Xabier—. Justo lo ve como un reto. Cuando lo ve queriendo trabajar y ayudar a los demás a curarse, aunque tenga que estrangularles para ello, no le quepa duda de que es así. No es el brazo lo que me preocupa. ¿Qué ha dicho de su familia?
—Ni una palabra. Por las noches se queda callado y triste. Le he echado un vistazo y sé que finge dormir, aunque casi nunca lo consiga. Padre, las enfermeras y yo nos hemos dado cuenta de que es el único paciente que ha llegado a ese punto en la rehabilitación y no suplica que lo mandemos a casa. Cuando llega ese momento, suelen estar hartos de nosotros y quieren volver con sus vidas. Él no ha dicho una palabra de su casa ni de querer volver. Parece que le haga feliz quedarse aquí y seguirme a todas partes.
—¿Alguien le ha asesorado?
—Padre, estamos esperando que venga a llevárselo.
—¿Yo?
—Para ser honesta, los médicos le tienen un poco de miedo —dijo la hermana Encarnación—. Nadie quiere hacerle enfadar. Cuando se pone huraño, es como si no oyera lo que le decimos. Sabemos que algo le ronda por la cabeza, pero ignoramos qué.
* * *
El mural proyectaba caos, y en ese aspecto casaba perfectamente con el taller del artista. Picasso, una auténtica urraca, apenas podía dar un paso en su estudio sin tropezar con una máscara tribal africana, un molde de bronce antiguo, esculturas de sus amigos, esbozos de obras inacabadas, valiosísimos cuadros de Matisse, Modigliani, Gris y otros desperdigados entre ese museo de la confusión. Intercalados entre los objetos artísticos había un caos de zapatos, libros, sombreros, correo sin abrir, botellas de vino vacías y comida sin acabar. Al otro lado del mural estaba el detritus de su arte, tubos arrugados de pintura y una alfombra de colillas aplastadas. Había un fuerte olor a humo y pintura, aceite de linaza y al afrutado perfume de Dora Maar.
Picasso había cambiado de posición los personajes. El toro, que había llegado demasiado tarde para ser el salvador, se enroscaba en una pose protectora en torno a la mujer con el bebé muerto. Había utilizado la imagen del minotauro en numerosas obras, pero ése no era el mito del hombre-toro, ése era un animal anatómicamente completo, listo para la corrida.
Borró las diminutas pupilas del bebé y dejó un inquietante vacío. El brazo levantado del guerrero había caído. El girasol estallaba como una lámpara incandescente que proyectaba rayos zigzagueantes de luz a la escena. Sutilmente, Picasso encerraba todo el sufrimiento humano y animal y el exterior en llamas de un edificio dentro de una habitación con iluminación eléctrica, creando un diorama del dolor. A la derecha había pintado una puerta en este mundo al revés, ligeramente entreabierta.
A través de sucesivas encarnaciones, eliminó lo más patentemente sangriento. Muchos de los primeros estudios y de las primeras figuras esbozadas mostraban agujeros de bala de los que salía una sangre negra y trozos de cuerpo esparcidos al azar. Coqueteó con la idea de añadir textura con técnicas de collage y pegarle a una mujer un pañuelo en la cabeza, y en una ocasión pegó con cinta adhesiva un trozo de papel que parecía una lágrima roja a la mejilla de la madre, con lo que era el único punto de color en esa escena acromática. Demasiado evidente. Desasosegar a la gente es fácil; hacerla pensar resulta más difícil.
* * *
La culpa consumía a la penitente que estaba en el confesionario. Le explicó los detalles al cura, cómo se había metido una hogaza de pan bajo el delantal en el mercado. No era para ella, sino para sus hijos. Que ella no comiera no tenía mucha importancia, pero no podía hacer caso omiso de las lastimeras súplicas de sus hijos.
—Sí, he robado —dijo—. Y por una tarde los niños han tenido algo de pan rancio en la tripa. Estoy arrepentida ante Dios. Estoy arrepentida ante el panadero. Cuando acabe la guerra, le pagaré el doble de su valor. Dios lo comprende, ¿verdad?
El padre Xabier se enfrentaba todos los días a relatos como ése, junto con otras preguntas más difíciles de los feligreses acerca de cómo seguir adelante, cuántas plegarias quedarían sin atender. Habían perdido a sus padres en un bombardeo, o sus hermanas habían muerto de hambre, o, lo más frecuente, los maridos habían perecido a causa de un obús a medida que el frente se estrechaba en torno a ellos.
Le pedían explicaciones al padre Xabier, pero éste no podía ser el intérprete de lo inexplicable. De haber seguido la rutina, Xabier le habría recordado a la mujer que las pruebas difíciles eran un tema bíblico corriente y que los fuertes que tenían una fe profunda sobrevivían y luego conocían las recompensas de la virtud. Pero no dijo nada de eso al ver a través de la celosía la cara demacrada que hacía que una madre aún joven pareciera prematuramente envejecida. Lo que le dijo fue que no tenía que sentirse culpable por intentar alimentar a sus hijos. Era su tarea más importante.
—Procura hacerlo sin robar. Recuerda que los hijos del panadero también tienen hambre —dijo el padre Xabier, consciente de que a la mujer no le quedaban muchas opciones—. Intenta encontrar un cobijo. Y ten fe.
—Lo haré, padre.
—Entonces vete, hija. —Volvió a sentirse ridículo con esa expresión de paternalismo.
—¿No hay penitencia, padre?
Xabier sabía que la mujer ya había sufrido suficiente como para imponerle nuevos deberes, pero también estaba seguro de que no se sentiría absuelta de verdad sin sus oraciones de penitencia.
—Sí… reza.
—¿Rezar? ¿Cuántas oraciones?
—Todas las que puedas.
—Ya lo hago, padre.
* * *
Picasso adoraba y detestaba las ceremonias de inauguración: la manera en que todos se quedaban boquiabiertos aun cuando no tuvieran ni idea de si lo que veían era arte o una mierda. Pero aquel cuadro se daba a conocer enseguida, pues no había cortina lo bastante grande para ocultarlo. Cuando los invitados entraron en la sala, se dieron de bruces con el cuadro.
La pintura era un aullido, y lo oyeron de inmediato, aunque tardaron un poco más en captar los susurros. Vieron el guerrero caído antes de detectar una pequeña flor junto a la espada rota. Vieron el toro antes que el pájaro de alas rotas que había sobre la mesa, en un segundo plano más oscuro. La herida del caballo sólo era perceptible tras apartar la atención de la expresión de dolor de la boca. El público se quedaba mirándolo, lo recorría de un extremo a otro, descubriendo cosas nuevas mientras pasaban de un ángulo a otro.
A casi todos les impactó la obra, aunque sólo fuera la extensión y su alcance. No había asomo de color, y todo era puro blanco y negro, con algún apagado toque de gris. Necesitaron muchos minutos para asimilarla, mirándola primero de lejos y luego de cerca, de derecha a izquierda, a continuación retrocediendo para verla de nuevo en su conjunto. Su motilidad no se descubría enseguida; cosas ocultas en las sombras, formas medio borradas y progresivas, que crecían y se desdibujaban con el movimiento.
El toro ahora miraba al espectador, exhibiendo el ano arrugado y los testículos colgando, y los pezones de las mujeres parecían chupetes. En las palmas de las manos visibles se cruzaban una serie de líneas que presumiblemente predecían su desgracia común.
Cuando se inauguró en el Pabellón Español, muchos cuestionaron el simbolismo y el significado. Le dijeron a Picasso que esperaban un retrato más literal del bombardeo. El mensaje está claro, aseguró él.
Una mujer intentó explicar su reacción ante el mural y sólo pudo decir: «Me siento como si alguien me cortara en pedazos».
Al preguntarle a Picasso cómo creía que se vería su obra con el tiempo, éste no se quiso comprometer. Dependería del transcurrir de la historia.
—Si la paz vence en el mundo —dijo—, la guerra que he pintado será cosa del pasado.
* * *
El presidente Aguirre alertó al padre Xabier de que necesitaba hablar con él en la rectoría, lo que significaba que no aparecería de repente en el confesionario. Las tropas rebeldes casi habían rodeado Bilbao y el único medio de escape era la carretera a Santander.
—¿Cuándo? —preguntó el sacerdote.
—Anoche estaba reunido en mi despacho con algunos ministros, planeando la evacuación, cuando estalló la ventana —le explicó Aguirre a Xabier—. Los rebeldes de monte Artxanda se encontraban lo bastante cerca como para dispararnos. Tres balas dieron en el escritorio y en la pared. Una rompió un cristal delante de mí. No sólo sabían dónde estábamos, sino que nos hallábamos al alcance de sus disparos.
—¿Ahora están tan cerca? —dijo Xabier, más como expresión de alarma que como pregunta.
—El monte Pagasarri está cayendo en este mismo momento —contestó Aguirre—. Nos quedan tres batallones, que se encaminan a las montañas sin nada más que fusiles de cerrojo y granadas. Les he escuchado cantar himnos en los camiones: «Somos soldados vascos; para liberar Euskadi estamos dispuestos a derramar nuestra sangre por ella». —Aguirre recitó la letra. Xabier emitió un gruñido de simpatía—. Hemos embarcado a más de diez mil refugiados a Francia en los últimos dos meses, pero todavía quedan muchos…
—Amigo —le interrumpió Xabier—. Quiero decirte que me pareció admirable que liberaras a los prisioneros rebeldes. Sé que fue una decisión dura y que te granjeó críticas, pero hiciste lo que debías.
—Me daba miedo que los mataran por venganza antes de la llegada de los rebeldes —dijo Aguirre—. No lo lamento. A cambio obtuvimos un alto el fuego de unas horas para preparar su regreso a las líneas rebeldes.
—Eso es algo que ellos no habrían hecho —señaló el sacerdote.
—Nosotros no nos dedicamos al asesinato. La guerra es horrible, pero el asesinato es otra cosa distinta.
—Yo soy el sacerdote, pero he vilipendiado a los rebeldes mucho más que tú. Sobre todo después de lo que le hicieron a Lorca.
Los rebeldes habían capturado al poeta favorito del sacerdote y, como tenían entendido que era homosexual, le habían disparado repetidamente en el recto antes de rematarlo de un tiro en la cabeza.
—Lo sé —dijo Aguirre—. Pero los dos bandos tenemos mucho de que avergonzarnos.
—¿Cuánto falta antes de que entren en Bilbao?
—Depende de las ganas que tengan. En este momento les conviene más rodearnos y matarnos de hambre. Conseguirán lo mismo gastando menos munición.
—Y entonces, ¿qué?
—En lugar de hacer que las tropas luchen aquí hasta el último aliento, vamos a trasladar nuestras últimas divisiones al frente de Barcelona. Aquí no podemos hacer nada más, pero allí las tropas pueden seguir combatiendo por la República.
—¿Y tú?
—Por eso estoy aquí. Esta noche me voy a Santander —dijo Aguirre—. Hemos considerado mantener aquí las tropas y el gobierno y luchar hasta la muerte, pero la sensación es de que nuestro destino ya está decidido. Vamos a exiliarnos.
—Me alegro de que te vayas, y me alegro de que vinieras a verme antes de irte —dijo Xabier—. Echaré de menos tus confesiones.
—Volveré —aseguró Aguirre—. Puede que tarde un poco, pero intentamos mantener el gobierno unido para no tener que remodelarlo del todo. Finalmente conseguimos la autonomía, y por eso vale la pena volver. Además, tengo que regresar porque no puedo perder de vista al sacerdote radical de Begoña.
—Vete con Dios, hijo mío —le despidió Xabier por costumbre, antes de enmendarse y decir—: Hasta pronto, amigo mío.
Aguirre salió de la rectoría, pero dejó un rastro de olor a tabaco.
Aquella noche, Aguirre y su familia subieron a un avión mientras el aeródromo de Santander sufría un fuerte bombardeo y el aparato despegó cuando las fuerzas rebeldes irrumpían en la pista. En los meses siguientes, los Aguirre fueron perseguidos por toda Europa, y a menudo tuvieron que ir disfrazados. Varios miembros de su familia fueron tiroteados y muertos.
Aguirre, sabedor de que su regreso a España significaría una ejecución inmediata, no podía volver mientras Francisco Franco fuera el dictador. José Antonio Aguirre, el primer presidente vasco, que juró su cargo bajo el sagrado roble de Gernika, nunca regresaría a su país.
Lo primero que hizo Franco después de la caída de Bilbao fue declarar ilegal el uso del euskera. A los vascos se les decía que «hablaran en cristiano», y a las dos semanas la jerarquía católica española emitió unas proclamas en las que condenaba a los sacerdotes vascos por haber hecho caso omiso de «la voz de la Iglesia».