Por primera vez desde que Miguel renunciara a pescar en el mar, los monstruos le atacaban cuando dormía. En su sueño era otoño y los alisos que bordeaban su río favorito se habían vuelto amarillos; el tiempo era fresco. Pero los fuegos del valle tenían un olor acre, como a productos químicos.
Las truchas se aferraban a su anzuelo con sorprendente firmeza y las sacaba con esfuerzo, pero cuando intentaba quitarles el anzuelo le mordían con unos dientes afilados, como los de los pequeños tiburones que a veces atrapaban en las redes. Cada uno le mordía la mano, royéndole hasta el hueso. Llamaba a Justo, pero éste no contestaba. Entonces oía a su madre cantando en la calle: «¡En nombre de Dios, levántate!». Ah, era hora de salir de la cama y dirigirse a misa antes de unirse al patroia y a Dodo en la barca. Pero era incapaz de levantarse.
Un ladrillo que había salido disparado de un edificio cercano le había dado a Miguel Navarro en la sien. La señora Arana lo había sacado a rastras del montón de madera y cemento.
La herida en la cabeza no era nada. De hecho, había sido una bendición, pues le había impedido seguir cavando en aquel edificio desplomado. Los dedos le sangraban mucho, pero no era una pérdida de sangre mortal. Más peligrosa era la sepsis de las heridas. Durante más de un día, Miguel yació en el sótano del convento de carmelitas, inconsciente y sordo a los gritos de las víctimas quemadas y a los estertores de los que ya no tenían salvación. El escaso personal médico salvó a muy pocos, y muchos estaban ya tan cerca del final que no merecía la pena desperdiciar con ellos los escasos anestésicos. Los que ya estaban condenados por haber perdido mucha sangre o por los daños en sus tejidos recibían una cura superficial y se les administraba la extremaunción en una sala trasera, donde los azulejos blancos de las paredes estaban manchados de sangre.
Tan anónimo como los demás que estaban recubiertos de ese estucado gris oscuro de sangre y cemento, el joven de las manos destrozadas no era una prioridad para los pocos médicos disponibles, y durante varios días se le permitió flotar entre su conciencia atribulada.
Cuando finalmente examinaron las manos de Miguel, el médico vio que en muchas zonas la piel y la fibra del músculo estaban desgarradas y el hueso, al descubierto, erosionado. El paciente no sufría quemaduras; los dedos no habían sido arrancados por ninguna explosión. No había visto nada igual.
—¿Alguien sabe qué le ha pasado a este hombre? —preguntó.
—Se abría paso entre los escombros de cemento y cristales para encontrar a su mujer —dijo una enfermera.
El médico miró a la enfermera por encima de su máscara y luego la cara del paciente.
—¿Se lo hizo él solo?
—Intentaba encontrar a su mujer —repitió la enfermera.
—Los dedos tienen más terminaciones nerviosas que los genitales —le dijo el médico a la enfermera con clínico laconismo.
Con los huesos abiertos hasta la médula, el riesgo de infección o embolia era evidente, al igual que la posibilidad de que algún fragmento entrara en su sistema circulatorio y creara una obstrucción fatal.
El médico volvió a examinar la cara del hombre; era joven, y amputarle las dos manos significaba condenarlo a una vida difícil. Decidió que los dedos más dañados, los dos primeros de cada mano, precisaban amputarse. Para los pulgares quizá pudiera crear unos toscos muñones cosiendo piel sobre el hueso que quedaba. Le quedaría lo bastante como para coger cosas, pero poco más. Los dos dedos exteriores de cada mano podían dejarse casi intactos, y con lo que le quedaría de los pulgares al menos podría asir cosas. El médico se dijo que ojalá no fuera alguien que construyera cosas con las manos.
* * *
Justo Ansotegui olió a su esposa Mariángeles en la cama, junto a él. Adoraba ese olor desde que comenzara a comprarle el jabón a Alaia Aldecoa. Olía igual que cuando volvía del prado o después de cocinar en Errotabarri.
—Justo, Justo —dijo Mariángeles. Debía despertarse pronto, pues había mucho que hacer, pero si se quedaba un rato más en la cama a lo mejor se levantaba con el olor de unos huevos fritos con chorizo. A lo mejor le hacía unos pimientos para comer, y luego cordero con su salsa de menta especial. Pero ahora pensaba en los huevos fritos con chorizo. Adoraba ese olor casi tanto como el de la nuca recién lavada de Mariángeles.
—Justo, Justo. —Justo volvió la cabeza hacia el olor de Mariángeles y abrió los ojos para ver, a través de una ventana parcialmente abierta, el árbol que florecía fuera.
—Justo, Justo.
Era Xabier.
Miró de nuevo en dirección a aquel olor y se dio cuenta de que no estaba en su dormitorio. Tampoco Mariángeles se encontraba a su lado. Y tenía los sentidos embotados, como si se hubiera emborrachado en un día de fiesta, y lo único que quería hacer era seguir durmiendo y perderse en el olor de Mariángeles y los chorizos.
—Justo.
Xabier seguía sacudiéndolo para apartarlo de Mariángeles. La luz que llegaba de una bombilla desnuda que estaba sobre su cabeza le hacía daño en los ojos y el sabor del éter le quemaba en la garganta.
—Justo.
Su hermano estaba apoyado en la cama, con el hábito completo. ¿Iba a administrarle la extremaunción? Se sentía bastante mal.
—¿Qué ha pasado?
—Justo, Dios te bendiga, vas a recuperarte.
—¿Qué ha pasado?
—Te quedaste atrapado debajo de un edificio.
Eso fue bastante para evocar los recuerdos del bombardeo y la mujer con la cabeza hacia atrás, y la mujer del panadero. Pero nada más.
—Justo, han tenido que amputarte el brazo, no había manera de salvarlo —explicó Xabier.
Justo miró hacia el lado izquierdo. Aunque sentía los dedos, la mano y el brazo y mandaba instrucciones mentales para que se movieran, no veía nada a ese lado. Eso le dio que pensar.
—No era mi mejor brazo —dijo Justo.
Xabier casi se rió.
—¿Lo sabe Mariángeles?
—Justo… Lo siento… —Xabier sabía que lo único que podía hacer era decírselo—. La mató una bomba.
La mató una bomba. Tenía que seguir preguntando, acabar con eso.
—¿Miren?
—Justo… Lo siento…
—¿Catalina?
—Justo, había tantos niños en el mercado… Sí, murió.
Justo volvió la cabeza hacia la ventana y miró hacia el exterior. Había sido un estúpido al pensar que por ser tan fuerte podría proteger a su familia.
Xabier había regresado de París inmediatamente después de su encuentro con la prensa, y los ayudantes de Aguirre ya habían localizado a Justo y redactado un informe sobre el destino de su familia. Resultó que Xabier había entrado en la plaza de la estación de tren a tiempo para presenciar la muerte de Mariángeles, aunque no tuviera ni idea de que ella se encontrara entre ese primer grupo de víctimas. Luego habían encontrado a Miren, a la que habían identificado enseguida porque todo el pueblo la conocía. Para tranquilizar a Justo le dijo que no había sufrido.
Legarreta le habló del valor insensato de Justo. Permaneció muchas horas atrapado y sangrando, con el brazo descoyuntado detrás de la cabeza a causa del peso de una viga de roble. Con la ayuda de los bomberos de Bilbao, Legarreta colocó una serie de soportes y puntales y extrajo a las víctimas y a los supervivientes.
—¿Dónde estoy? —preguntó Justo. Le daba igual donde estuviera, pero si hablaba y escuchaba no tenía que pensar.
—En el hospital de Bilbao. En Gernika te estabilizaron y te anestesiaron para el viaje. No se podía hacer gran cosa, y los médicos dijeron que no había otra opción que amputar.
Justo miró de nuevo a su izquierda, donde la sábana estaba lisa.
—¿Y mi anillo?
—Te lo he traído —dijo Xabier. Había llegado de Francia la mañana misma de la amputación de Justo. El médico le preguntó si deseaba bendecir a su hermano antes de la operación. Así lo hizo, y cuando examinó el apéndice grotescamente deformado, vio carne morada e hinchada en torno al anillo.
—¿Puede sacarle el anillo? —le preguntó al cirujano.
—Tendré que cortarlo y arrancarlo, porque el tejido está muy hinchado y dañado.
—No haga eso —dijo Xabier, a quien desagradaba ese simbolismo—. Una vez le haya cortado el brazo, ¿podría cortarle el dedo para llegar al anillo?
El cirujano asintió.
—No sentirá nada.
Mientras Xabier esperaba a que acabara la operación de Justo, recorría los pasillos abarrotados e impartía bendiciones a los pacientes. Después de varias horas, apareció el médico con el anillo, intacto y recién esterilizado.
—¿Ha ido bien la operación? —preguntó Xabier.
—Eso creo, pero hemos tardado el doble de lo que pensaba —dijo el médico—. Nunca había visto un brazo como ése. Era como serrar un hueso de jamón. Pero debería estar bien. Debería considerarse afortunado, esa viga podría haberle arrancado la cabeza. De hecho, esa herida habría matado a cualquier otro hombre.
Junto a la cama de su hermano, Xabier se sacó el anillo del bolsillo y lo puso en el anular de la mano derecha de Justo. No, se dijo, no creo que Justo se considere afortunado.
* * *
Cuando llegó el lienzo y lo extendieron sobre el bastidor, una extraña casualidad sorprendió a Picasso. Aquel caro estudio no tenía problema alguno para dar cabida a los ocho metros de largo de tela, pero los cuatro metros de altura no cabían verticales. Lo que hizo Picasso fue incrustar el bastidor contra las vigas formando un leve ángulo y mantenerlo así con una serie de calces que él mismo talló. Pero le preocupaba que el ángulo alterara la perspectiva.
Picasso comenzó a trasladar a esa tela inclinada los estudios a lápiz. Los esbozos sobre el papel habían pasado de la vaga geometría del mural a las detalladas explicaciones de cada componente. Un caballo como de dibujos animados cobraba vida junto a una madre con un bebé muerto en brazos; los ojos del bebé estaban abiertos y mostraban unas diminutas pupilas. El artista dibujaba repetidamente el caballo, la mujer y el guerrero caído, a veces a lápiz, a veces con pincel.
El toro estaba girado y transmutado, con la cara gruesa, unas fosas nasales gigantes y unas mejillas enormes y musculosas sobre unos labios humanos. Sobre el surco prominente de la frente se veían unas cejas enmarañadas, gruesas como las de los vascos. Comenzaron a aparecer lágrimas por todas partes: narices con lágrimas, ojos con lágrimas, junto con lenguas y orejas marcadamente cónicas.
Con un fino pincel y tinta negra, Picasso esbozó las imágenes sobre la tela. Utilizaba una escalera larga o un palo largo para llegar con el pincel a la parte superior. Con la camisa arremangada hasta el codo y un cigarrillo en la izquierda, Picasso se acuclillaba para trabajar en las zonas inferiores. El pelo, peinado en una larga cortinilla sobre el lado derecho para cubrirse la calvicie, le resbalaba y le caía sobre la frente.
* * *
La ceguera de Alaia Aldecoa le salvó la vida. Mientras huía trastabillando de sucesivas explosiones, la tierra se abrió y la engulló. Cayó dentro del cráter de una bomba de varios metros de profundidad, una depresión que la protegió de la fuerza de una bomba que la hubiera vaporizado de haber estado al nivel de la calle. Atónita y casi inconsciente, sangrando a causa de la caída, se aovilló en el fondo del cráter hasta mucho después del ataque. Se despertó tosiendo, ahogándose del polvo que aspiraba. Los equipos de rescate la oyeron en el fondo del hoyo y la llevaron a un centro de asistencia que habían instalado en el convento de las carmelitas.
La herida de poca importancia en la cabeza y la conmoción producidas por la caída tuvieron unos misericordiosos efectos narcóticos, y apenas percibió los ruidos de los incendios y los edificios que se desplomaban, ni los olores de los animales carbonizados. Cuando las dos monjas comenzaron a lavarla con agua fría, recobró la conciencia.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde…?
—Ha habido un ataque aéreo —contestó una monja—. No te muevas, tienes una herida.
—Mi amiga Miren, ¿la has visto? ¿Está bien? Miren Ansotegui.
La hermana que limpiaba la cara de Alaia con un trapo desvió la mirada hacia la monja de al lado. Negó levemente con la cabeza.
—Aún no lo sabemos —mintió la primera hermana—. Ahora deberías descansar.
A Alaia no le importó perder la conciencia.
Varios días más tarde, un grupo de monjas la llevó hasta el convento de Santa Clara, donde sus viejas amigas volvieron a recoger a la huérfana abandonada.
* * *
Con los dos meñiques asomando de las manos vendadas, Miguel forcejeaba con la puerta de Errotabarri para abrirla. El dolor le hacía aspirar profundamente y le cerraba los ojos hasta que lloraban. Había entrado gente. Tropas, quizá, o a lo mejor sólo refugiados hambrientos, causando cierto desorden. No se habían llevado ni roto nada importante. El delantal estampado aún colgaba del clavo. La trenza oscura de Miren colgaba del rincón de la repisa de la chimenea.
Cuando vio la trenza, sintió una presión en el pecho. Percibió el contorno exacto de su propio corazón y casi no pudo respirar. Era incapaz de mirarla, e incapaz de quitarla. Tendría que decidir qué hacer con ella antes de que llegara Justo. Sería lo primero que vería. Pero ¿qué le dolería más, su presencia o su ausencia? En algún momento lo hablarían. O quizá nunca.
Las semillas que se secaban sobre la viga habían desaparecido; las hierbas medicinales, también. Al menos alguien engañaría el hambre. Salió y miró a su alrededor. En el corral no quedaba ningún animal, claro. En un destello de gris y blanco, Miguel vio a un conejo buscando refugio tras una gavilla de paja podrida. Podría matarlo con el tirachinas… Vaya, se lo había dejado en la montaña cuando empezó el bombardeo. Todavía estaba ahí, junto con la sierra. Iré a por ellos luego, se dijo, como si pudiera utilizarlos.
Tras abandonar el hospital, Miguel fue primero caminando a su casa para descubrir que el fuego había destruido el interior, lo que había provocado el desplome del tejado, dejando un estucado de paredes calcinadas rodeando un montón de tejas destrozadas. En su taller quedaban algunas herramientas intactas, pero los muebles, lo que había construido para Cata… la cama… todo había desaparecido. Poco más que los goznes carbonizados y el cierre quedaba del arcón que le había regalado por su boda a Miren. El día de su boda. Miren.
Las astas pintadas del carnero de cartón de Cata estaban intactas, pero no encontró mucho más.
En las calles veía a otros deambulando igual que él, buscando cosas que ya no existían. Todos inspeccionaban el suelo mientras caminaban. A sus pies, Miguel vio unas cartas. Muchas cartas y papeles. Y trozos de vajilla rota. Unas gafas rotas. Zapatos sueltos. Zapatos por doquier, pero nunca con su pareja. Manchas de color entre el gris. Manchas de color sobre el papel. ¿Cómo podía haber habido tanto papel? ¿Es que los bomberos arrojaban papel para apagar el fuego? El agua negra de los bomberos formaba charcos y olía a ceniza húmeda. Vio una cinta para el pelo con el lazo aún anudado. Y más papel, quemado en los bordes, mojado en los charcos.
Había numerosas tropas rebeldes en el pueblo, pero no mostraban hostilidad ni amenaza, y ninguno le dirigió nada más que un gesto casual. Se daban cuenta de que Miguel no estaba en condiciones de ofrecer resistencia. Llevaba las manos vendadas en una posición protectora, sobre el pecho, al igual que las ardillas que solía ver en el bosque. Inconscientemente doblaba el torso para protegérselas de los empujones y caminaba encorvado como un anciano. Miguel no sentía rabia hacia las tropas. No era a ellos a quienes consideraba responsables de aquel daño. Ellos no habían arrojado las bombas. Tenían una expresión tan adusta como casi todos los del pueblo; no emanaban ninguna sensación de victoria. Deambulaban igual que los que no tenían casa; algunos estaban heridos y también sufrían.
Cuando Miguel se cruzaba con alguien que conocía, se saludaban con la cabeza, diciendo poco o nada. ¿Qué decir? ¿A quién beneficiaría comparar sus sufrimientos? He perdido un marido, dos hijos, el negocio y una pierna. Oh, es terrible. Yo he perdido a mi esposa, a mi suegra, dos manos, un hogar… y una hijita. Una niña pequeña. Basta, se dijo.
Al principio quería encontrar a alguien a quien preguntar lo que les había pasado a Miren y a Catalina, dónde y cómo habían muerto. ¿Estaban enterradas o tan sólo habían desaparecido? Pero cuando vio lo que quedaba del pueblo, comprendió que era absurdo. Los detalles serían una carga más. Para él, habían desaparecido tras dejar su casa aquella tarde. Las recordaría como eran en ese momento.
Antes de salir del hospital, Miguel decidió que se quedaría en Gernika, en Errotabarri, y ayudaría a Justo todo lo que pudiera. Puesto que en el pueblo todos conocían a Justo Ansotegui y habían oído cómo «había levantado un edificio entero para salvar a la mujer del panadero», a Miguel le habían contado lo de la pérdida del brazo nada más recobrar la conciencia. «Los médicos tuvieron que utilizar una sierra de través para amputar ese brazo gigante», decían.
Al menos Justo había conseguido algo, se dijo: hacer crecer su leyenda.
Otra opción era volver a Lekeitio: sus padres lo atenderían y lo alimentarían. Sus hermanas lo cuidarían. Podría comer pescado. Pero si lo hacía sería la víctima de la familia, y sabía que eso no podría tolerarlo. Araitz le abriría la puerta todos los días, Irantzu querría darle de comer. Los Ansotegui estarían al otro lado de la calle, y habían conocido a Miren… Miren… desde mucho antes que él; comprenderían su dolor y serían serviciales hasta el agobio. En Lekeitio también habría muchas cosas que le recordaran a Miren.
A lo mejor podía irse a América y volver a empezar. Tal vez encontraría a aquel antiguo vecino que se había ido allí. Sí, en América seguro que había una gran demanda de carpinteros con cuatro dedos. No, no se iría a ninguna parte; el dolor no es una cuestión de geografía. Necesitaba quedarse en Gernika. Sería el único lugar en el que no era un forastero. Ahora todos estamos forjados en la misma aleación, se dijo.
Pero lo que antes era Gernika ahora estaba irreconocible. Un hondo cráter ocupaba la plaza a la que iban a bailar. Las calles estaban obstruidas debido a los escombros que los trabajadores apilaban para llevarse. Se cruzó con un hombre que antaño le había comprado una cómoda para su mujer.
¿Qué decirle? ¿Qué decirle a nadie? Nada.
Se dirigió lentamente a Errotabarri sin levantar la vista del suelo, procurando no pisar los papeles y las cartas, ni los zapatos desparejados. Tenía que prepararlo todo para el regreso de Justo, y conseguir algo para comer. Juntos intentarían curar esa herida. A lo mejor entre los dos tendrían suficientes brazos y piernas para ir tirando lo que les quedaba de vida.
Mientras se encaminaba a Errotabarri, intentó evocar a Miren, pero no pudo. ¿Qué diría ella ahora? Miren siempre leía sus pensamientos, se los robaba. Así fue desde el principio. ¿Y ahora? ¿Qué diría ella ahora? «Estamos bien, astokilo; cuida de mi padre», y «Ahora cuida de Alaia, te necesita».
¿Está viva Alaia? ¿Cómo iba a estarlo?
¿Y qué diría Miren de la trenza? ¿Qué querría que hiciera?
* * *
Dodo tuvo noticias del ataque a través de los pescadores del puerto. La crónica de éstos, exagerada por ser de enésima mano, era que el pueblo había quedado reducido a cenizas y que aquéllos que no habían muerto por las bombas o bien se habían quemado o bien los habían abatido las ametralladoras. Dodo pensó primero en el bienestar de su hermano, luego en la venganza. Instó a sus amigos pescadores a que le organizaran un encuentro con su padre y Josepe Ansotegui lo antes posible. No se le ocurría otra manera de saber quién vivía realmente y quién no.
Al cabo de un día, un amigo lo llevó en un pequeño esquife hasta el Egun On. Josepe y José María habían intentado llegar a Gernika nada más enterarse del bombardeo, pero la carretera estaba bloqueada y no se enteraron de lo ocurrido hasta que el padre Xabier contactó con ellos. Entrelazaron sus brazos con los de Dodo y le contaron lo ocurrido.
—Envidiaba a Miguel por haberse casado con Miren —dijo Dodo—. Nadie lo merecía más que él. Pero lo envidiaba. Pensaba que tenía todo lo que había deseado.
—Lo tenía, hijo —contestó José María—. Tenía una familia maravillosa.
El hablar en pasado los pilló a todos de improviso mientras seguían con los brazos entrelazados en la cubierta de la barca.
—La verdad es que no sabemos cómo ha quedado —continuó José María—. Perdió algunos dedos mientras intentaba desenterrar a Miren y a Catalina de entre los escombros.
—Tendrías que haberlo matado para pararlo, de eso estoy seguro —aseveró Dodo—. ¿Ha vuelto a casa?
—No, quiere quedarse en Errotabarri y ayudar a Justo.
Dodo los abrazó a ambos e hizo ademán de regresar al esquife.
—Coméntale que en cuanto se cure, si quiere marcharse de Gernika, podemos darle trabajo en las montañas —dijo Dodo mientras se disponía a abordar la lancha.
—Eso le llevará algún tiempo, hijo —contestó José María.
—Bueno, sé que va a sufrir —dijo Dodo—. Y seguro que se me ocurre alguna manera de ayudarle con eso.