El padre Xabier entró apresuradamente en el despacho del presidente Aguirre, al que llegó a las tres de la mañana del martes. Llevaba las ropas apergaminadas de fluidos secos y olía a azufre, humo y tejido medio putrefacto. Combatiendo la fatiga, las manos le temblaban y le flaqueaban las piernas.
—Dios mío —exclamó entrecortadamente Aguirre al tiempo que rodeaba su escritorio para abrazar al sacerdote e intentar calmar su parálisis.
—Lo sé… Lo siento —se disculpó el cura.
Los militares habían informado a Aguirre, pero éste no había hablado cara a cara con nadie que hubiera estado en Gernika durante el bombardeo.
—Tranquilo —dijo Aguirre—. Cuéntamelo todo.
Xabier se sentó en una silla de madera de respaldo duro; las piernas le temblaban tan violentamente que la silla vibraba contra el suelo. Sabía que Aguirre precisaba una cronología desapasionada, sin detalles sanguinarios, pero tenía que detenerse y tomar aliento a medida que lo invadían los recuerdos. Lo que había visto estaba almacenado en forma de imágenes inconexas, que se amontonaban en su mente como fotografías. Pero mientras le reconstruía a Aguirre lo ocurrido, su mente lo revivía como un noticiario. Tener que explicar la avalancha de acontecimientos le obligó a cristalizar todo lo que había dejado intencionadamente desenfocado. Y eso significaba asignarle palabras.
Aguirre lo interrumpió a los pocos momentos; ya le habían hecho un resumen antes. Necesitaba unos cuantos detalles inmediatos de alguien en quien confiara.
—¿Hay alguna posibilidad de que los aviones no fueran alemanes? —preguntó.
—¿Qué iban a ser, si no?
—Italianos, quizá nacionales.
Xabier se lo pensó. Claro que eran alemanes, pero podrían haber participado también los italianos.
—Un bombero me enseñó en la calle una bomba incendiaria sin explotar cubierta de insignias con el águila alemana.
—Eso es importante. No me imagino qué mentiras utilizará Franco para explicar todo eso. Si ha habido algún argumento contra el Pacto de No Intervención, es éste. El mundo no lo tolerará. Sigue habiendo una oportunidad de ganar esta guerra si este bombardeo saca a los franceses, los ingleses y los americanos de su neutralidad.
—¡Política! —chilló Xabier—. ¿Es que esto es política?
Pero antes de que el sonido de su voz se apagara en la habitación, comprendió que sí, claro que eso era política.
—Lo sé… lo sé… lo sé, y lo siento —dijo Aguirre.
Tras acabar su informe, Xabier volvió a acordarse de su familia: ¿están a salvo? ¿Qué puedo decirles? ¿Quién quedará? Sabía que Aguirre tenía que verlo desde la perspectiva más general de cómo afectaba a los vascos. Él también tenía familia.
Y de todas las preguntas que le rondaban por la cabeza, Xabier formuló una en voz alta:
—¿Qué quieres que haga?
—Cuéntale al mundo todo lo que me has contado a mí.
Aguirre regresó detrás de su escritorio abarrotado de papeles y comenzó a redactar unos documentos que permitieran que el padre Xabier saliera rápidamente de Bilbao.
—Necesito que vayas a París, que le cuentes a la prensa lo ocurrido —dijo el presidente—. Quiero un testigo presencial… un sacerdote con sotana… que le cuente la verdad a la gente. Cuéntales lo que ha pasado. Diles quién fue el responsable. Cuéntalo todo. Cuanto antes, mejor. Escribe un discurso de camino y no omitas nada. He oído tus sermones, padre, ve a predicar al mundo.
—Muy bien, puedo ir más tarde. Tengo que lavarme y cambiarme.
—Padre —le interrumpió Aguirre—. No.
Xabier lo comprendió.
—¿Puedes hacer algo por mí? ¿Puedes hacer que alguien encuentre a mi familia?
Aguirre le prometió que lo haría y lo acompañó a la puerta. Ahora tenía que concentrarse en el crucial comunicado radiado de esa mañana. La gente tenía que convencerse de que ése no era el final. Seguía habiendo una opción de salvar Bilbao, que era el principal objetivo rebelde en Vizcaya. Ahora necesitaban que su líder les infundiera ánimos. Que los tranquilizara. Estaba seguro de que ese ataque no aplastaría la determinación de los vascos, sino que la reforzaría.
Horas más tarde, en Radio Bilbao, anunció:
La aviación alemana al servido de los rebeldes españoles ha bombardeado Gernika, arrasando esa histórica población tan venerada por todos los vascos. Han pretendido herirnos en nuestro sentimiento patriótico más sensible, dejando claro una vez más qué puede esperar Euskadi de aquéllos que no vacilan en destruirnos a nosotros y al santuario emblemático de nuestra democracia y nuestra libertad. El ejército invasor debe saber que los vascos responderán a esta terrible muestra de violencia con una tenacidad y un heroísmo desconocidos hasta ahora.
* * *
Al final de una fresca tarde de abril, Pablo Picasso paseaba por un terreno conocido para él. Se había dirigido hacia el sur desde su estudio en la Rué de Grands-Augustins, rumbo al bullicioso Boulevard Saint-Germain. Pasó junto a la antiquísima iglesia de Saint-Germain-des-Prés en su paseo hasta el Café de Flore, acompañado por su perro afgano.
Aquel día, una marcha en pro de los derechos humanos recorría París y una pasión cívica surgía para los inminentes desfiles del Primero de Mayo. Era improbable que muchos se fijaran en un suelto de las ediciones vespertinas de los periódicos que contenía los primeros detalles del bombardeo de Gernika. Dora Maar, su musa del momento, llevó los periódicos al café y de manera deliberada inflamó a Picasso con el relato de las atrocidades cometidas en su país natal.
—Éste —lo animó Maar, dando golpecitos sobre el papel— es el tema de tu mural. —Pero en aquel suelto no había mucha información.
A la mañana siguiente, mientras el artista hacía una pausa en su estudio, Maar le leyó los titulares que encabezaban las crónicas más exhaustivas de L’Humanité: «TERRIBLE BOMBARDEO EN LA GUERRA DE ESPAÑA» y «LA AVIACIÓN REDUCE A CENIZAS LA POBLACIÓN DE GERNIKA».
—Sigue leyendo —le pidió Picasso mientras recorría el estudio.
Picasso oía sólo frases sueltas mientras Dora le leía el Times de Londres:
Gernika, la población más antigua de los vascos… destruida por las incursiones aéreas insurgentes…
… los cazas se lanzaban en picado para ametrallar a los que se refugiaban en los campos…
… algo sin precedentes en la historia militar… destrucción de la cuna de la raza vasca.
Dora pasó a una descripción aún más gráfica que aparecía en otro periódico:
… un pequeño hospital, volado con sus cuarenta y dos ocupantes heridos…
… un refugio antiaéreo en el que más de cincuenta mujeres y niños quedaron atrapados y se quemaron vivos…
Picasso agarró el montón de periódicos que Maar tenía delante. Imposible. Otras crónicas de Le Jour y L’Echo de Paris y Action Frangaise minimizaban los daños. Algunas incluso sugerían que pirómanos vascos habían participado en la destrucción de su propio hogar espiritual.
Picasso conocía y admiraba a muchos vascos. Eran más recios que la corteza de los árboles, decía, y defensores naturales de su tierra. Nunca habrían incendiado su propia tierra. Y tampoco se rendirían, le dijo a Maar.
* * *
A primera hora del jueves por la mañana, el padre Xabier Ansotegui llegó a la Gare de Lyon de París y se reunió con los periodistas dispuestos a escuchar un relato presencial creíble de la destrucción de Gernika. Los informes que llegaban de diversas fuentes españolas eran contradictorios y el pueblo estaba cerrado a los forasteros.
El sacerdote vasco se presentó ante los reporteros sin lavar y con un aspecto terrible. Tenía el pelo enmarañado, la sotana estaba rígida en muchas zonas y el crucifijo de oro se encontraba cubierto de una materia marronosa. Se presentó como alguien que había nacido en Gernika y ahora vivía en Bilbao. Su credibilidad era irrebatible.
Había esbozado una presentación en el tren, pero no la leería, pues sabía que era mejor dejarse llevar por sus sentimientos.
—Era uno de esos días claros, preciosos, el cielo límpido y sereno. Las calles estaban invadidas por el ajetreo de un día de mercado.
Hablaba con serenidad, y algunos periodistas estaban tan impresionados por su aspecto que tardaron en comenzar a tomar notas.
—… mujeres, niños y ancianos caían a montones, como moscas, había lagos de sangre por doquier.
Xabier tragó saliva, mirando a los ojos de los periodistas.
—… vi un viejo campesino solo en un campo, una bala de ametralladora lo había matado… El sonido de las explosiones y de las casas que se derrumbaban es inimaginable.
Les explicó cómo habían sido los bombardeos, las oleadas de aviones barriendo el valle, los cráteres que se habían abierto en el pueblo, cómo las bombas incendiarias convirtieron la ciudad en «un inmenso horno».
—… éramos totalmente incapaces de creer lo que veíamos.
Respetuosamente, los periodistas levantaron la mano e intentaron que el sacerdote pasara de su emotivo relato a detalles más concretos. Querían que definiera el suceso con un número de bajas. Pero el padre Xabier Ansotegui fue incapaz.
—¿Cuántos? —le preguntó un reportero que quería tener una estimación del número de víctimas.
—¿Cuántos? —replicó el padre Xabier—. ¿Cuántos qué? ¿Cuánta gente? ¿Cuántos pedazos? ¿Cuántas vidas? ¿Cuántos niños?
¿Cómo podía explicarlo? Su amigo Aguirre conocía la política de los números. Pero para él era como amontonar cadáveres en una báscula para pesar las pérdidas.
—Cuando ves niños quemados en la calle, carbonizados… derretidos, no los cuentas —dijo Xabier—. Cuando ves un grupo de chavales fusionados en una masa negra, no haces inventario. ¿Cuántos murieron? ¿Cuántos? La muerte era infinita.
* * *
En la edición del viernes de L’Humanité, Picasso leyó la crónica del conmovedor relato del sacerdote. Era capaz de imaginarse el cielo que describía. Podía sentir el miedo de la gente, oír las explosiones.
En el periódico de aquel día aparecía la primera declaración escrita del presidente vasco, José Antonio Aguirre, haciendo un llamamiento al mundo libre para que ayudara a salvar un pequeño país que pronto se vería invadido por el fascismo: «… Hoy le pregunto al mundo civilizado si va a permitir el exterminio de un pueblo cuya primera preocupación ha sido siempre la defensa de su libertad y su democracia, que el árbol de Gernika ha simbolizado durante siglos».
En la mente de Picasso las imágenes se formaban y se hacían añicos, con los símbolos clásicos de España anclados en su conciencia, desgarrados por un tormento sin precedentes. Ése sería su mural, su «Gernika».
* * *
Miren se volvió hacia Miguel y le besó en el cuello, detrás de la oreja, demorándose lo suficiente como para darle un travieso mordisquito. Dios, qué bien olía, se dijo Miguel. Era estupendo tenerla de vuelta. Había estado tan preocupado.
Estaban sentados en el espejo de popa del Egun On. A Miguel se le hacía extraño sentirse tan cómodo a bordo de un barco. Pero así era como se sentía con ella, igual que en su primer viaje, cuando la llevó a conocer a su familia en Lekeitio. Sólo que ahora es mayor, se dijo, y lleva el pelo más corto. Está más guapa que nunca.
—Intenté encontrarte —dijo Miguel.
—Lo sé —contestó ella.
—No pude.
—Lo sé. No te preocupes.
La barca se movía tan suavemente sobre el mar sin oleaje que a Miguel no le costaba nada concentrarse en Miren, cuyo tupido pelo azabache absorbía la luz y cuyos grandes ojos azabache emitían su propia luz.
—Te he echado de menos —dijo Miguel.
—Yo también.
—¿Por qué tardaste tanto en volver?
—No sabía por dónde tirar. Había tanta confusión… Había tantos…
Miren se fijó en una bandada de gaviotas que sobrevolaban el agua.
—Estás estupenda —dijo él.
Miguel la atrajo hacia sí y se la sentó en el regazo, alisando las capas de la falda de su vestido de novia para que se sintiera cómoda. Volvió a abrazarla con fuerza y aspiró el aroma de su nuca. Se pusieron en pie y bailaron un vals lento en cubierta. Se movían sin hablar.
Mariángeles, que pilotaba la barca, se volvió hacia ellos y sonrió… Sí, sí, Miren, yo le enseñé a bailar. La barca comenzó a bambolearse con sus pasos, más fuerte a medida que la música se aceleraba, hasta el punto de que las olas salpicaban la borda por los dos lados. Miguel comenzó a sentir un nudo en la garganta, como si hubiera de marearse pronto.
—¿Dónde está Cata? —preguntó.
Miren se quedó mirándole y le cogió la mano.
—Mira —le dijo—. Mira allí.
Señaló dos líneas que formaban un sendero paralelo y otro que convergía en ángulo.
—Mira allí —repitió.
Él miró. Parecían las manos de su padre.
—Sigue mirando.
Miró las líneas con más concentración.
Una gruesa lágrima aterrizó entre las dos líneas y bajó por el pulgar, extendiéndose como mercurio.
—Sigue mirando —dijo ella.
Él siguió mirando, pero lo que había caído no era una lágrima. Era ácido cáustico, y mientras caía iba disolviendo la carne, corroyendo la carne de su mano, deshaciendo los huesos, que caían sobre cubierta.
—¡Miren! —gritó Miguel.
Pero ya no estaba.
* * *
Un toro cegado por el fuego había asolado el mercado antes de desplomarse y morir sobre la pila de madera en llamas que había sido el puesto del carbonero. El toro se estuvo cociendo ahí durante un día y sus gases internos se calentaron y expandieron; el cadáver se hinchó al doble de su tamaño. Cuando reventó, fue como el eco de una bomba, y Teodoro Mendiola quedó atrapado en un torrente de entrañas y restos chisporroteantes. Se quitó la chaqueta y se limpió la porquería de los ojos y la boca con desagrado antes de reemprender el trabajo.
Acompañado de la mayoría de hombres de Gernika que no habían quedado lisiados por el ataque, Mendiola combatía los incendios, llevaba a los heridos a refugios y hospitales provisionales y buscaba entre las víctimas. Una vez le aseguraron que su familia estaba a salvo, Mendiola trabajó un día y medio sin parar. Su repugnancia ante la espeluznante tarea se apagaba con las horas, permitiéndole continuar una labor para la que nadie estaba preparado. Aunque eran más los cadáveres irreconocibles, a veces se encontraba con una cara conocida que lo miraba cuando volvían a colocar un trozo de cemento o una viga caída. La reacción instintiva era decir: «Eh, José», como si lo saludara. Pero al cabo de varias horas ya había comprendido que ninguno de los que aparecían de ese modo había sobrevivido, y la visión de la cara de un amigo sólo provocaba más tristeza, que se acumulaba sobre tanta que casi lo aplastaba.
A veces, los equipos de rescate miraban las cavernas de bordes recortados de metal fundido y madera astillada que se habían derrumbado dentro de los cráteres dejados por las bombas más pesadas. Veían la parte de atrás de un vestido blanco, y una pierna con el zapato y una pierna sin el zapato. Llamaban: ¿hay alguien vivo? ¿Hay alguien ahí abajo? Necesitarían equipo pesado para levantar y desenredar esas madrigueras, y la mujer del vestido blanco tendría que tener otro día de paciencia.
Los cadáveres que podían recuperar los depositaban en el suelo, hombro con hombro, cubiertos hasta el cuello con lonas o tela. Dejaban la cabeza al descubierto para que se pudieran identificar. Los vivos pasaban arrastrando los pies, miraban las caras, rezaban para encontrar a sus seres queridos y también para no encontrarlos.
Muchos de los que habían quedado sin identificar habían sido enterrados rápidamente en fosas comunes, con lo que un recuento exacto de víctimas y su completa identificación sería ya imposible. Pero el verdadero trabajo de retirar los escombros aún no había comenzado. En distintas partes del pueblo, los edificios que se tambaleaban en ángulos delicados se acababan derrumbando, y los medrosos equipos de rescate levantaban los ojos al cielo pensando que los aviones habían regresado.
Al otro lado de la calle, en lo que había sido el hotel Julián, Mendiola vio el armazón del cochecito de madera que su amigo Miguel Navarro había construido para su hija. Lo puso en pie lentamente. Calcinado y vacío. Se volvió hacia el hotel y casi tropezó con el cadáver de un niño. No, eran varios. No sabía decir cuántos.
Juntó un equipo de rescate y excavó las toneladas de cemento de lo que antaño había sido el hotel. Fue el que la encontró. Todavía pensaba en ella como Miren Ansotegui, la hija de Mariángeles y Justo, aunque ahora la conocía más como la esposa de Miguel. Cerró los ojos y se concentró. Los recuerdos cruzaron su mente como páginas. Miren bailando; Miren con sus padres en las festividades; Miren el día de su boda; Miren bailando de nuevo. Con todo el respeto de que fue capaz, sacó el cadáver de Miren —pesaba muy poco— y lo alineó con los demás. Regresó a los escombros en busca de Catalina. Pero allí había muchos niños, docenas, de la escuela que habían llevado al hotel, que habían quedado atrapados en la entrada. Ya nunca serían identificados.
Entonces se puso a llover, lo que ayudó a los que luchaban por apagar los fuegos más tercos. Mendiola, a punto de derrumbarse, se sumó a un pequeño grupo de hombres agotados que subieron trastabillando la colina hasta uno de los pocos sitios intocados por el fuego y las bombas. Se desplomaron en el suelo y se quedaron dormidos de inmediato cobijados por las hojas del anciano roble.
* * *
Hizo los primeros esbozos sobre papel azul, desgarrándolo como si dibujara más con un cuchillo que con un lápiz. En esos arrebatos, la conexión entre la pasión y el arte era directa. Tomaba forma un caballo herido, seguido de un toro furioso con un pájaro de largas alas en el lomo. De una ventana, una mujer se asomaba y proyectaba la luz de un farol sobre la escena.
Aquel primer día, los elementos fundamentales de lo que acabaría siendo la composición definitiva ya ocuparon sus lugares. Eran puzles que resolver, problemas de ángulos y perspectivas, con el añadido de lo oculto y lo misterioso. Pero el caballo, el toro, el guerrero caído, la madre con un niño muerto, la mujer sosteniendo un farol: todo eso ya estaba ahí. Esos elementos serían las piedras angulares, y los presentarían en un descarnado vocabulario de blanco y negro y gris. Habría un fondo y un primer plano, sombras y luces, y narración, pero no explicaciones.
Su segundo día de trabajo en el proyecto fue una larga y frenética repetición del primero. Al final, exhausto y vacío, el artista dejó los lápices para que sus personajes recién nacidos pudieran descansar tras aquellos partos tan difíciles.