Las monjas que daban vueltas por el tejado del convento los vieron primero, gracias a un reflejo de luz, como si fueran las alas de unas grullas lejanas. Hicieron repicar las campanas, como si ese melódico sonido pudiera despertar la atención de un pueblo atestado de refugiados. A continuación, las campanas de Santa María amplificaron la alerta, pero crearon más confusión. Ya habían dado las cuatro, y eso no era una llamada a misa. ¿Qué era?
Mientras las monjas observaban con sus binoculares, el bombardero de vanguardia aminoró la velocidad para permitir la inspección visual del artillero. Para cuando casi todos comprendieron el significado del repique, éste quedó apagado por el rugido de los motores sobre sus cabezas. Unos cuantos corrieron a los refugios, otros hacia Santa María porque era la casa de Dios. Otros se quedaron helados.
Pero el avión no dejó caer ninguna bomba. Cobró altura y dio media vuelta. Los que estaban en el mercado lanzaron vítores. El diablo sólo estaba de visita.
Mariángeles Ansotegui reaccionó a las campanas, a la visión del aeroplano y al caos generalizado permaneciendo fiel a su tarea: hacer cola. A su alrededor, los refugiados buscaban protección y proferían palabrotas desconocidas para Mariángeles. La mujer que estaba delante de ella desapareció, y sólo quedó el saco que acarreaba. Mariángeles se inclinó para cogerlo; su Biblia familiar seguía allí. La guardó para que estuviera a buen recaudo. Mariángeles comenzaba a pensar que la aparición del avión había sido beneficiosa. Muchos habían abandonado la cola y ella había avanzado un buen trecho. Las campanas seguían repicando. Deben de decir que estamos a salvo.
* * *
Miren y Catalina abandonaron los corrales y comenzaron a inspeccionar las escasas verduras, en bastante mal estado, que había a la venta. Lo único que había visto que mereciera la pena eran patatas, pero Miguel podría hacerlas durar, sobre todo si conseguía matar un conejo o una ardilla, como había pronosticado. Sonrió al imaginarlo acechando la caza. Más probable sería que acabara compartiendo su comida con los conejos y las ardillas.
Las campanas de Santa María comenzaron a sonar con inesperada insistencia. Miren llevó la mirada hacia la iglesia. Oyó el rugido de un motor al norte del pueblo y entonces lo vio aparecer en su campo de visión.
—Cata, mira —dijo señalando el cielo.
Catalina miró a donde apuntaba el brazo levantado de Miren. Pero la voz de su madre sonaba alterada, lo que significaba que quería que viera algo interesante, y se puso a dar patadas y a reír en el cochecito. Se incorporó en el borde para asomarse.
* * *
Mientras el conductor doblaba la curva que salía del valle en dirección a Bilbao, el padre Xabier vio una sombra negra como de pájaro bajando la colina y cruzando la carretera. Desde la ventanilla distinguió cómo el aeroplano cambiaba de dirección detrás de una montaña. El presidente Aguirre había compartido con él que la presencia aérea republicana era escasa, así que Xabier supo que tenía que ser alemán. Ordenó al conductor que buscara un sitio donde dar media vuelta para volver a Gernika. A lo mejor no era más que un vuelo de reconocimiento, pero sabía que el pueblo estaría sumido en el pánico.
El conductor, que se había quedado horrorizado al oír el sermón del día anterior, ahora estaba más seguro que antes de que el cura estaba loco. Aparcó a un lado de la carretera antes de entrar en el pueblo y se negó a seguir, sin molestarse en cerrar la puerta mientras abandonaba el coche y al sacerdote y se metía en el agua hasta las rodillas en una zanja de desagüe para ser un blanco más difícil cuando las fuerzas del Apocalipsis arrasaran Gernika.
Con el birrete afianzado en la cabeza, con las piernas corriendo ocultas bajo la sotana negra, el padre Xabier parecía flotar a toda velocidad hacia el centro del pueblo. La poderosa corriente de personas que huían en dirección contraria apenas le hacía frenar. La visión de un sacerdote corriendo hacía apartarse al gentío cuando él se acercaba y dejaba a su paso una sólida masa negra. Algunos estaban seguros de haber presenciado un milagro, pero no estaban dispuestos a quedarse y dar testimonio para su canonización. Recordando la muchedumbre de la estación, el padre Xabier decidió que iría allí primero, con la esperanza de poner orden ante lo que preveía iba a ser una peligrosa estampida.
Volvió a oírse el rugido por el norte, y ahora sonaba más fuerte y más cerca, haciendo vibrar el suelo. Mariángeles Ansotegui entrecerró los ojos hacia el cielo casi sin nubes de la tarde. En torno a ella, los que permanecían en la cola echaron a correr en desbandada. Un silbido agudo añadió un nuevo registro al caos musical de la plaza. Caían objetos del avión, silbaban y caían.
La primera bomba explotó en mitad de la plaza. Los cuerpos de varias docenas de personas se alzaron intactos a diversas alturas antes de abrirse como flores de crisantemo.
El padre Xabier había llegado al borde de la plaza cuando fue derribado por la explosión. Dios mío, está ocurriendo. Hazme fuerte. Haz que Tu fuerza sea mi fuerza, rezó en voz alta, volviéndose a colocar el birrete que se le había caído de la cabeza.
El primer reparto de muerte al azar afectó sobre todo a mujeres, entre ellas una refugiada con un delantal blanco y ojos fatigados que había intentado huir y una preciosa mujer que hacía cola y llevaba en la mano una Biblia familiar que no era suya, que fue incinerada en el aire por el calor de la explosión.
* * *
En un cobertizo en el caserío de los Mezo, Justo Ansotegui, concentrado en la reparación de unas herramientas, oyó las campanas de la iglesia. Pero sólo les prestaba atención cuando quería saber la hora, o si era domingo por la mañana y llamaban a misa. Pensó que debían de ser las cuatro.
Pero seguían repicando, y se preguntó por qué habría misa un lunes por la tarde. Cuando las explosiones mandaron sus ondas expansivas a través del valle y hacia las colinas, Amaya Mezo apareció en la puerta del cobertizo y le contó que había visto aviones, señalándole la cúpula de polvo que se levantaba en el centro del pueblo.
—No —dijo Justo—. No.
¿Dónde estaba Mariángeles? ¿Dónde estaban Miren y Catalina?
En el pueblo. Un avión está bombardeando el pueblo.
Justo salió corriendo del cobertizo y cogió una laia para protegerse. Había llegado la hora de luchar.
Estaba a más de un kilómetro del pueblo y corría con la laia delante de él como un vengador primitivo, gritando:
—Mari… Mari… Mari…
Cuando frenó la carrera por falta de aliento, sus gritos se acompasaron al repique de dos notas de las campanas:
—Ma… ri… Ma… ri… Ma… ri.
* * *
En una ladera cercana, la sierra de través de Miguel emitía una irregular melodía mientras penetraba en el ancho tronco de un roble. También él oyó las campanas a lo lejos, amortiguadas por la distancia, y no prestó atención. Sin embargo, a los pocos momentos sintió fuertes retumbos bajo sus pies, como cuando cae un árbol. Le llegaron oleadas de sonido y se volvió hacia el valle. Por encima de los edificios se levantaba polvo y humo.
Oh, Dios mío, una explosión. Corrió tan deprisa colina abajo que no podía controlar las piernas. Cayó y rodó y se levantó y siguió corriendo en un solo movimiento, impulsado por el instinto y el tañido de las campanas.
* * *
Cuando las explosiones sacudieron la tierra a sólo dos manzanas, Miren bajó la capota del cochecito de Catalina para protegerle los oídos. Empujando el cochecito, echó a correr no hacia el refugio, tal y como le había dicho Miguel, sino hacia la estación, en busca de su madre. Mientras subía la calle de la Estación, hacia la plaza humeante, se convirtió en un borrón de movimiento.
Delante de ella se oían gritos ahogados a causa del velo de polvo que flotaba. Detrás seguía oyéndose el tañir de las campanas.
* * *
Alaia Aldecoa oyó el bombardero antes que nadie lo percibiera. Las ventanas temblaron violentamente en sus marcos. Pero no había nada que invitara a la alarma. Ya les habían pasado aviones por encima; ella los había oído. Le pareció otra mala vibración en un día en que éstas no faltaban. Pero la amenaza fue evidente cuando las campanas iniciaron su tañido impaciente y el gentío echó a correr en torno a ella. Nadie se acordó de guiarla al refugio ni de explicarle aquella locura.
En su mente se dibujaron las historias que contaban las hermanas del aterrador fin de los tiempos. Tal y como éstas habían predicho, las explosiones le succionaban el aire de los pulmones mientras el suelo se levantaba y ondulaba. El infierno se abría paso a través de la corteza terrestre para engullirlos. El azufre olía exactamente como le habían descrito.
Lo mejor que podía hacer era quedarse donde estaba; Miren volvería a por ella. Pero cuando se abrió la tierra, su instinto la impulsó a correr. Algo que no había hecho nunca.
Comenzó a trotar con los pies planos, como si intentara tantear con los dedos de los pies, los brazos extendidos delante como antenas rígidas. No tenía el bastón en la mano.
Los gritos llegaban de su derecha, así que corrió hacia la izquierda, cerca de un bordillo.
Volvió a oírse el ruido en el cielo, sólo que más fuerte, con mayor vibración, más imperioso. Había más aviones.
El silbido era más intenso. A los pocos momentos, más gritos de muerte.
Con los brazos extendidos, tocó la fachada de un edificio y siguió la áspera superficie de ladrillo hasta doblar la esquina.
Volvió a correr cuando llegó a la calle.
Una explosión la derribó.
Volvió a correr.
La gente la tiraba al suelo. Se levantaba. La volvían a tirar.
Se arrastró por debajo del humo que lo invadía todo. El pueblo estaba en llamas.
A la siguiente explosión, Alaia Aldecoa desapareció.
* * *
Amaya Maezo, tras haber hecho entrar a sus hijos en casa y contemplar cómo Justo corría hacia el pueblo, regresó al campo que había en la ladera de la loma para ver qué era el ruido y el pánico que se oía a lo lejos. Su hija mayor desobedeció la orden de no salir de casa, pensando que su madre podría necesitarla. Vieron aquellos grandes aviones que llegaban en sucesivas formaciones, con otros aviones más pequeños volando en rumbos erráticos, como golondrinas en medio de una bandada de gansos migratorios.
Uno se separó encima de la linde del pueblo y se lanzó hacia ella como si pretendiera hacerla picadillo con las hélices.
Unos remolinos de polvo rectilíneos y paralelos avanzaron hacia ella con el sonido de unos rápidos sones de tambor. Su hija echó a correr al verlo, gritándole a su madre que se tirara al suelo. Pero Amaya no tenía noción del peligro y se quedó de pie chillándole al aparato, haciéndole señas de que se alejara de sus tierras y sus seres queridos.
Una bala se le incrustó en el hombro derecho. El piloto voló tan cerca de ella que Amaya vio su cara mirándola. Llevaba un gorro de cuero y los ojos cubiertos por unas gafas redondas que reflejaban el sol de la tarde.
* * *
Al padre Xabier las imágenes le llegaban en destellos mientras buscaba dónde hacer la obra de Dios. Acuclillándose entre carrera y carrera, se dirigió al mercado cuando llegó el segundo aluvión de bombarderos.
Pasó junto al puesto de bomberos, donde una bomba había destruido el único carro de bomberos del pueblo, matando al mozo de cuadra y a los enormes caballos de tiro en sus caballerizas. La sangre de los caballos y la del mozo se juntaban en la entrada en pendiente, caía por la alcantarilla y corría por la cuneta.
A su izquierda, varias bombas incendiarias habían alcanzado el establo provisional y un toro en llamas blancas y azules mugía mientras rompía la cerca, lanzándose contra la multitud.
Las ovejas se incendiaron y la lana se carbonizó mientras intentaban salir del aprisco.
Una gran bomba había matado a varios bueyes y campesinos, y Xabier procuraba no resbalar con los viscosos restos.
Las balas de los cazas silbaban e impactaban en hombres y animales.
Todo ardía.
Una mujer con tres niños se había acurrucado en la protección de un portal, y el sacerdote se colocó ante ellos en toda su anchura. Cuando un paréntesis en el bombardeo les permitió cierto respiro a los oídos, que les zumbaban, la familia escapó de las faldas del sacerdote y echó a correr por en medio de la calle.
—¡Esperad! —gritó Xabier.
No habían cubierto ni veinte metros cuando un caza taladró la calle con su ametralladora, derribando a tres de los cuatro en una ráfaga. La niña que sobrevivió, herida, se lanzó hacia su madre, chillando e intentando levantarla y hacerla correr.
Los cazas pasaban en todas direcciones, atacando a cualquiera. Por la mente de Xabier pasó la imagen de perros pastores corriendo de un lado a otro y llevando a la gente a la muerte.
A una manzana, un grupo de bombas incendiarias atravesó el tejado de la fábrica de caramelos y lanzó una gran llamarada cuando la bomba de termita incendió la sustancia más combustible, el pelo de las mujeres que trabajaban dentro.
A otra manzana, un grupo de adolescentes que jugaban cerca del frontón de pelota buscaron refugio en un conducto subterráneo de cemento. Cuando una bomba explotó a pocos metros de ellos, la carne de todos se fundió en una masa irreconocible.
En la Residencia Calzada, un asilo de ancianos, una bomba vaporizó a muchos de los viejos que allí vivían, junto con las monjas que intentaban sacarlos como podían.
Un hombre, al no ver otra manera de escapar de la segunda planta de un edificio en llamas, saltó por la ventana, agitando los brazos para apagar las llamas que le brotaban de la espalda, o quizá esperando volar.
En el refugio de un sótano, dos docenas de cadáveres componían un mosaico. Estaban intactos, sin heridas ni sangre: habían muerto asfixiados.
Bajo el techo en arco de la iglesia de Santa María se congregaban cientos de personas, rezando frenéticamente ante las estatuas de los santos.
Una bomba incendiaria acuchilló el tejado y empaló el suelo. El fuego que debería haberlo incinerado todo nunca ardió. La bomba no estalló.
* * *
Miren dejó de buscar a Mariángeles para proteger a Catalina. En su carrera calle arriba empujando el cochecito se vio perdida en su pueblo. Las ruedas del cochecito levantaban salpicaduras de un fluido oscuro. Se enfrentaba al torbellino del tráfico humano que abandonaba la plaza de la estación y se veía arrastrada al flujo igualmente desencaminado de los que pretendían abandonar la plaza del mercado.
Iría más deprisa con Catalina en brazos, pero los escombros caían en ráfagas calientes, como granizo. La multitud casi la había derribado, por lo que Catalina estaba más segura dentro del cochecito. No dejaba de hablarle, de decirle a través de la capota que todo iba bien. Todo va bien, Cata.
El rugido de los bombarderos volvió a apagar los gritos de auxilio.
Miren se ahogaba en el polvo, en el calor, en el olor. Cuando pasó por delante del hotel Julián, vio a varias madres que metían en la entrada a un grupo de escolares que no dejaban de chillar.
Miren se dirigió hacia la entrada para seguirlos, pero un silbido la hizo fijarse en el aire lleno de humo cuando una bomba partió en dos el pequeño hotel. La explosión arrojó una columna de aire a través del embudo de la entrada y a los pocos segundos la fachada de cemento del hotel se desmoronó, sepultando a aquéllos que estaban debajo con toneladas de escombros en llamas.
Cuando los cazas se fueron a por otras víctimas, Xabier se arrodilló para examinar a aquella familia que había sido ametrallada. La más pequeña, una niña de cuatro años, sangraba por un costado, pero seguía tirando de su madre como si quisiera despertarla de la siesta.
Xabier la apartó de su familia muerta y la llevó al refugio más cercano. La puerta se abrió rápidamente y Xabier entró en otro nivel del infierno.
Había cientos de personas en un espacio concebido para decenas, y a medida que entraba más gente, comprimían a los que estaban atrás.
Los primeros que habían llegado, ahogándose en aquel aire tan caliente, imploraban a los de delante que dejaran las puertas abiertas para ventilar.
—Sacadnos —gritó una mujer.
Pero cuando abrieron las puertas dobles, una bomba de percusión estalló justo delante y su violenta aspiración de aire sorbió a cuatro personas dentro de su bola de fuego. Asustados, los demás intentaron cerrar las puertas, pero éstas quedaron bloqueadas por una pierna sin cuerpo que aún llevaba una alpargata negra.
En la parte de atrás, en la oscuridad, la gente lamía las paredes intentando chupar la condensación para aliviar el sofocante calor.
Tropezaban, y en la oscuridad sus pies notaban que ya no pisaban el suelo, sino los cuerpos de los que se habían desplomado.
De vez en cuando se oían chillidos desaforados de los que sucumbían a la claustrofobia, que arañaban a los demás para abrirse paso hacia la puerta.
Preferían enfrentarse a las bombas y el fuego a morir pisoteados o asfixiados.
Con toda la serenidad que pudo, junto a aquella puerta que separaba dos infiernos, con la niña agonizante en brazos, el padre Xabier les ofreció oraciones de absolución.
—Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte…
* * *
Wolfram von Richthofen y su ayudante, en la cara norte del monte Oiz, admiraban las precisas oleadas de aviones que se cernían sobre el valle. Pero ni siquiera desde esa posición privilegiada, a unos quince kilómetros al sur de Gernika, podían ver el pueblo propiamente dicho. Una masa de humo y polvo que se alzaba por encima de los tejados era la prueba de la destrucción que se había infligido. Pero Von Richthofen no podía ver la destrucción tan claramente como esperaba.
Lanzó su cigarrillo y bajó la montaña para iniciar el trayecto en coche hasta Vitoria.
* * *
Mientras el pueblo se vaciaba, Miguel corría hacia el centro de la devastación. Su instinto era abrirse paso entre el tumulto y llegar al mercado.
Miren y Cata estarían con Alaia. Se habrían metido en el refugio más cercano en mitad de la calle Santa María, el que Miguel les había enseñado.
¿Por qué se había dejado convencer para que se quedaran otro día?
La reñiría cuando la viera.
No, no la reñiría.
Las bombas seguían cayendo de los aviones en formación en V que zumbaban sobre el pueblo. En medio del humo y el polvo, Miguel ni se daba cuenta de las explosiones, ajeno a cualquier impulso de huir de la destrucción.
Cerca del mercado, la señora Arana estaba inclinada, como si estuviera rezando ante una masa de escombros de cemento y ladrillo que antes fueran una tienda. Vio a Miguel correr en dirección a ella y gritó:
—Están aquí, ayúdelas.
Miguel se arrojó sobre el montón de escombros. No podía saber que se hallaba a varias manzanas de su familia. No podía entender que eso no servía para nada, que los cadáveres de debajo ni estaban vivos ni eran sus seres queridos.
No se le ocurrió ninguna de esas posibilidades. «Están aquí», había oído.
Miguel levantaba cemento, fragmento tras fragmento, quitaba de en medio los ladrillos y se abría paso entre montones de cristales rotos con las manos desnudas.
Las bombas caían y los edificios se incendiaban. Él no oía nada.
Excava para encontrarlas. Excava para salvarlas.
Miren. Miren y Cata.
Arrancó más bloques de cemento y más cristales, que se le clavaban. La sangre lo hacía todo resbaladizo y le costaba coger hasta los ladrillos más pequeños.
No había aire.
Las bombas caían, el suelo se estremecía, las metralletas disparaban. No oía nada. No oía a la señora Arana, que le decía que parara y se mirara las manos.
No tenía manos, no tenía sensibilidad; cavaría hasta que las rescatara. Cavaría porque lo había prometido. Cavaría hasta que las encontrara.
Hasta que una explosión lo arrancó del montón de escombros.
* * *
Almas vestidas de harapos, con las bocas abiertas y los ojos en blanco, se cruzaban con Justo mientras las calles se convertían en salidas de humos. Soltó la laia al entrar en el pueblo, tras comprender que su vieja herramienta no le serviría de nada contra los aviones que volaban sobre su cabeza.
Legarreta, el bombero, lo paró agarrándolo por los hombros y le habló a la cara. Justo forcejeó con él, buscando con la mirada dónde podría haber intentado encontrar protección su mujer.
—Aún hay gente con vida en este edificio, Justo, tienes que ayudarme a sacarlos —le dijo Legarreta con una calma fuera de lo corriente, apenas apartando la mirada de Justo cuando un hombre con las piernas destrozadas pasó junto a ellos reptando con los brazos.
—¿Has visto a Mariángeles o a Miren? —gritó Justo, y una bomba explotó a una manzana de distancia.
—No, Justo. Necesito que me ayudes a mover escombros. Necesito gente —insistió Legarreta con la cara tan negra como la de una oveja—. Hay gente ahí dentro.
—¿Y Mariángeles y Miren?
—Te lo prometo… Te prometo que te ayudaré a buscarlas si me ayudas a sacar a esta gente.
Una bomba había caído sobre una pensión y las vigas y las viguetas de madera, al derrumbarse, habían quedado de tal manera que la gente podía respirar, pero no huir. Legarreta sabía que entrar y levantar vigas al azar sin soportes y puntales haría que la estructura se desplomara sobre todo aquél que hubiera sobrevivido.
Pero cuando Justo entró arrastrándose y descubrió a una joven con la cabeza retorcida sobre el cuello y los huesos asomando de su vestido azul lavanda, no respetó el consejo de Legarreta de que tuviera cuidado.
—Ayúdame —llamó otra mujer en un hilo de voz. Estaba más hundida en los escombros, empotrada debajo de una maraña de vigas, la cara cubierta del polvo que se le había acumulado sobre los afluentes de sangre que le brotaban de un corte en la cabeza.
Justo la reconoció: era la mujer del panadero. Los escombros se esparcían como un puzle, y los ojos de Justo subieron desde sus piernas atrapadas, siguiendo el dibujo de las vigas de carga.
—No muevas nada, Justo, tenemos que entrar ahí y apuntalarlo… —La voz de Legarreta quedó enmudecida por una bomba que sacudió más polvo y trozos más grandes de madera.
—Socorro… —volvió a llamar la mujer. La voz era más débil, más imperiosa—. Justo… ayúdame.
La clave para soltarla era mover una viga de roble que quedaba oblicua con el montón. Si pudiera alzarla sólo unos centímetros, levantaría la pila de escombros y la mujer podría salir.
Ésa era su especialidad, se dijo mientras colocaba la espalda bajo la viga y probaba la resistencia del suelo y el punto de apoyo.
Hinchándose mentalmente mientras encontraba un buen punto de apoyo entre los escombros, Justo empujó la viga con el hombro izquierdo, la cabeza ladeada lo más posible a la derecha, mientras con el brazo izquierdo la agarraba con fuerza.
Al principio la empujó suavemente, para probar, y notó que se movía.
Puedo hacerlo. Nadie más puede, pero yo sí.
Con un grito, empujó hacia arriba con los músculos de las piernas, la espalda y el hombro. La viga crujió y se separó de las piernas de la mujer del panadero, y el crujido de detrás fue reemplazado por un chirrido procedente de arriba. Una vigueta atravesada sobre la viga en ángulo se soltó y cayó hacia Justo como si la hubieran engrasado.
Justo no la vio deslizarse por la viga más grande con el peso del edificio detrás y no se frenó cuando le arrancó el brazo que tenía en lo alto de la viga y lo dejó colgando detrás de la cabeza. Se desplomó bajo la confusión de madera, cemento y huesos.
* * *
Los cadáveres estaban destrozados y Gernika calcinada. A las seis de la tarde el ataque duraba ya casi dos horas, pero el grueso de los bombarderos de la Legión Cóndor apenas estaba despegando. El escuadrón más numeroso, casi dos docenas de Junkers, daba vueltas sobre el aeródromo de Vitoria antes de dirigirse hacia el norte.
Los cazas Messerschmitt volvieron a unirse a ellos para cumplir con su cometido de rematar a los que intentaban huir a los campos o a los bosques. A las 19.00 regresaron más Heinkel para completar el ciclo de bombardeo-repostaje-bombardeo. A las 19.30, más de tres horas después de que cayera la primera bomba, los aviadores se retiraron.
Las campanas de Santa María repicaron a las 20.00, en un eco que atravesó el humo de los incendios que consumían los edificios del pueblo.
Se formó una cadena de cubos de agua que se extendía hasta el río y llegaron camiones y bomberos de Bilbao. Pero las bombas habían destrozado las tuberías, y las mangueras no tenían presión, y lo único que podían hacer los bomberos era quedarse mirando los fuegos. Se unieron a la cadena de cubos de agua.
Cuando los cubos acababan de pasar por docenas de manos, sólo quedaba un culo de agua y los incendios habían alcanzado una temperatura tal que el último hombre de la cadena no podía acercarse lo suficiente como para que aquellas pequeñas cantidades de agua tocaran los edificios que se desmoronaban. Los que estaban cerca de las llamas se daban cuenta del absurdo de la empresa, pero sabían que eso ayudaba a que los que se encontraban en la cola tuvieran la sensación de que hacían algo útil, con lo que prosiguieron con la charada hasta que los incendios consumieron todo lo que podía arder.
El padre Xabier iba de un grupo a otro de gente, dando consuelo a los que sufrían, ayudando con las camillas de heridos y uniéndose a los equipos de rescate. Todo el rato gritaba: «¡Justo!», buscando a su hermano y a su familia. Veía a hombres que, respetuosos, alineaban a figuras ennegrecidas, inidentificables de tan calcinadas. Otros intentaban reconstruir las partes, intentando encontrar algo, lo que fuera, que ayudara a los vivos a llorar a las víctimas.
El padre Xabier se daba cuenta de que había sido un ataque al azar. Casi todo el pueblo estaba destruido o en llamas, pero sobre un montón de cascotes se veía una tarta de cumpleaños que había conseguido quedar intacta, aunque todos los que se habían reunido para la celebración estaban muertos. Vio a niños ilesos, corriendo y persiguiendo a otros cerca de los restos despedazados de sus compañeros de clase. Sobre la colina vislumbró que el parlamento había quedado indemne y que, gracias a Dios, no habían alcanzado el árbol de Gernika.
En el periodo posterior al ataque, que parecía eternizarse, siguió buscando, inclinándose para rezar sobre los heridos y los muertos cada varios metros. Pero seguía buscando. Y cuando llegó a la plaza de la estación, un tren que traía trabajadores de rescate llegaba de Bilbao. Xabier sabía que tenía que contarle la atrocidad al presidente Aguirre. Quizá éste no consiguiera comprender la enormidad del ataque si no se lo relataba alguien de su confianza, alguien que lo hubiera visto en persona. Decidió que podría regresar a Gernika en el próximo tren para seguir buscando después de informar a Aguirre.
Xabier se subió al tren con centenares de atónitos refugiados, y los heridos, los ancianos, los ensangrentados. Avanzaba como podía de vagón en vagón, buscando a algún familiar. A medida que se alejaban de Gernika, Xabier veía el resplandor ambarino de la ciudad en llamas, y su mente de sacerdote se preguntaba si el cielo nocturno se estaba llenando de humo por las llamas o por las almas de los que habían muerto innecesariamente en su ascenso a los cielos.
* * *
Las tripulaciones que ya habían aterrizado aplaudían cada vez que se ponían los calzos a un avión y desembarcaban los aviadores. Los pilotos que habían ido y venido toda la tarde por el norte de España habían regresado exultantes a sus aeródromos de Burgos y Vitoria.
Tras oír el informe inicial de la misión, Von Richthofen mandó un rápido mensaje a sus superiores: «El ataque aéreo concentrado sobre Gernika ha sido un éxito rotundo». Von Richthofen sabía que la guerra es impaciente e imposible de apaciguar; no te da mucho tiempo para saborear la victoria. No obstante, estaba más que satisfecho de cómo había transcurrido la jornada. Nunca había gastado tantos recursos en la destrucción de un solo objetivo, y el pueblo de Gernika había quedado arrasado sin una sola baja de la Legión Cóndor.
Siempre había sido cauto en sus informes a Berlín, sabedor de que más valía ser exacto y conservador con la evaluación de los daños que granjearse una reputación de hiperbólico entre los capitostes. Pero sí, no tenía ningún problema en informar de que los sucesos del día habían sido «un éxito rotundo».
Las tripulaciones estuvieron toda la noche celebrándolo en el hotel Frontón, bebiendo y cantando. Imitando las alas de los aviones con las manos planas, los pilotos de los cazas imitaban las inclinaciones laterales y los descensos en picado con los que ametrallaban a los campesinos que huían, haciendo unos oclusivos ra-ta-ta-ta-ta-ta para representar el sonido de los disparos.
Von Richthofen no se había equivocado: la gente se había comportado como borregos, agrupándose en patrones predecibles, exponiéndose en los recodos de la carretera y en las lindes de los bosques, como si las hojas y el follaje pudieran detener el fuego de ametralladora. Les había enseñado un arte. En la guerra que vendría después habría pruebas más difíciles, pero ahora estaban aprendiendo el oficio.
Von Richthofen decidió no unirse a las celebraciones, sino que prefirió dar su paseo nocturno entre los aparatos del aeródromo, llevando a cabo su rutinaria inspección mientras formulaba el informe oficial más detallado que enviaría a Berlín. Se dijo que aquél era un momento genesiaco. Había sido una acción inesperada, instantánea, arrasadora, irresistiblemente letal y sin prejuicios entre militares y civiles. Eficaz. Moderna. La nueva guerra.
Naturalmente, no podía estar seguro de que las fuerzas de infantería de Mola actuaran debidamente y ocuparan el pueblo rápidamente, antes de que los vascos pudieran atrincherarse físicamente o recuperarse emocionalmente del bombardeo. Su experiencia con los españoles era más bien la contraria: siempre encontraban razones para demorar su avance y reducir la efectividad de toda la campaña.
Sabía que el siguiente objetivo sería Bilbao, y eso precisaría un enfoque distinto, que exigiría mayor precisión. Bilbao sería la batalla final del frente septentrional y los vascos se retirarían con todos los recursos que les quedaran. Acabar de expulsarlos llevaría tiempo, aunque el bloqueo naval y el asedio terrestre socavarían su determinación. Pero ¿cuánta moral les quedaría después de los sucesos de aquel día?
Entró por una puerta lateral y ascendió las escaleras del hotel para evitar los festejos del salón. En su suite, Von Richthofen redactó el informe oficial que mandaría a Berlín:
La población de Gernika ha quedado literalmente arrasada. El ataque se llevó a cabo con bombas de doscientos cincuenta kilos e incendiarias, y éstas supusieron más o menos un tercio del total. Cuando llegó el primer escuadrón de Junkers, ya había humo por todas partes (del ataque de vanguardia); nadie pudo identificar como objetivos carreteras, puentes o barrios de las afueras, de manera que los aviones dejaron caer todas las bombas en el centro. Las bombas de doscientos cincuenta kilos derribaron las casas y destruyeron las cañerías. Entonces pudieron lanzarse las incendiarias, ganando en efectividad. El material de las casas —techumbres de teja, porches de madera y entramados de madera— quedó totalmente arrasado. En las calles se veían los cráteres de las bombas. Sencillamente terrorífico.
No explicaba por qué una potencia de fuego aerotransportada superior a la que se había gastado en toda la Primera Guerra Mundial se había dedicado a destruir un único objetivo de importancia militar: el pequeño puente de Rentería. Tampoco revelaba por qué el puente de Rentería no sólo seguía en pie, sino que estaba intacto.