Miren durmió plácidamente, pero Miguel apenas echó alguna cabezada: pasó casi toda la noche haciendo planes mientras estudiaba el perfil de su mujer en la oscuridad. Temía que existieran ángulos y formas que aún no hubiera memorizado. Mentalmente, dibujó los diversos escenarios de los días que se avecinaban y proyectó las reacciones posibles ante cada uno, con el único objetivo de proteger a Miren y Catalina. Haría frente a cualquiera que se acercara a su hogar o amenazara a su familia.
Pero perdía concentración. (Su pelo tiene más ondas desde que se lo había cortado, como si antes el peso lo estirara y alisara y ahora se le permitiera encogerse y contraerse. Antes, su trenza descansaba sobre el almohadón como un grueso cable oscuro. Ahora era más crespo y le enmarcaba la cara cuando dormía).
Si las tropas aparecían por su casa, lucharía. Nacionales, alemanes, italianos, moros. Cualquiera, le daba igual.
(Respira con tanta calma que apenas hace ruido, y está totalmente inmóvil, menos los pies, que a veces sufren como un espasmo, como un cachorro dormido que sueña que corre).
Si las fuerzas se acercaban antes de que se fueran a Bilbao, llevaría a las chicas a las montañas, tras haber explorado grutas y bosques tupidos, para protegerlas. Pero decían que las tropas estaban a cincuenta kilómetros, y aunque avanzaran de manera continuada, no llegarían a las afueras de Gernika hasta el fin de semana.
(Ella siempre dormía sobre el lado izquierdo, de cara a la cuna de Cata, con las dos manos bajo la mejilla izquierda, las rodillas dobladas como en ángulo recto).
Una vez cubiertas las opciones, se concentró en almacenar las imágenes de Miren. Sólo estaría allí otra noche. Se le formó un nudo en la garganta.
Catalina tenía más de un año y sólo se despertaba una vez por la noche pidiendo comida. Lo hizo antes del alba, y Miguel la sacó de la cuna y se la dio a Miren.
—Kuttuna, tiene hambre —susurró con la esperanza de despertar a su mujer—. Miren…
Sin llegar a despertarse del todo, Miren se quitó el almohadón que tenía detrás de la cabeza, se incorporó y creó un canasto con los brazos donde colocar a Catalina, quien inmediatamente se puso a la labor. Catalina era encantadora. A veces, cuando se paraba para tomar aliento, levantaba la mirada hacia su madre y le sonreía agradecida. Miren dormitaba, percibiendo el alivio de liberarse de la leche, la proximidad de su hija y la relajante sensación de Miguel frotándole la nuca en la noche. Miren regresó a su plácido sueño en cuanto Catalina estuvo llena y Miguel se la retiró. Pero, como ocurría a menudo cuando Miguel la cogía, Catalina comenzó a patalear y a retorcerse, con ganas de jugar.
Miguel la colocó en la cuna mientras se iba a atizar el fuego de la habitación principal, donde podrían jugar sin molestar a Miren.
—No debería hacer esto, ¿sabes? —le dijo Miguel a la niña mirándola a la carita mientras la sentaba sobre su pierna—. Ahora, cada vez que te despiertes a comer por la noche, pensarás que es hora de jugar.
—Ba-pa-ba-pa —contestó ella.
—Pero te irás por una temporada y cuando vuelvas ya ni te acordarás. —Ella no dio más respuesta que coger el labio superior de su padre y acercárselo a la nariz—. Eh, tú, ugh. —Tras quitarse aquellas pinzas de la boca, Miguel le cogió las dos manos y la hizo trotar sobre su pierna. Fue recompensado con un eructo que habría llenado de orgullo a su abuelo Justo.
* * *
Coincidieron en que Miguel no trabajaría por la mañana; por la tarde, cuando Miren y Catalina se fueran al mercado, subiría a las colinas. Al caer la noche abandonaría la tala y se encontrarían en Errotabarri para cenar con Justo y Mariángeles antes del viaje del martes a Bilbao. Madre e hija se instalarían en el alojamiento temporal que el padre Xabier les había encontrado y esperarían a ver qué les deparaba el futuro.
Todavía despierto al alba, Miguel dejó dormir a su mujer y a su hija y se fue a la panadería de la calle Santa María con la esperanza de encontrar algo que no fuera ese pan negro y granuloso para el desayuno. Los forasteros llenaban la calles, forasteros hambrientos y asustados, sucios y sin casa.
En la panadería, donde no vio nada que mereciera la pena, le dijeron que la noche antes habían entrado a robar en una casa, la primera vez que tenían ese problema. Algunos que aquella mañana estaban sentados delante de la fachada de la panadería, encontrando consuelo en la incertidumbre de los demás, hablaron de centenares de heridos de guerra que habían sido trasladados al convento de carmelitas para pernoctar. Hombres del batallón Loyola habían sido quemados y desfigurados por bombas de fósforo, otros habían perdido un brazo o una pierna o se habían desangrado antes de que el médico pudiera atenderles.
Miguel se dijo que probablemente se trataba de historias contadas por los más alarmistas, una exageración, como tantas otras cosas que se contaban. Fuentes más fiables afirmaban que el mercado de por la tarde se cancelaría, así como los partidos de pelota. En el último momento el ayuntamiento decidió que a la gente se le haría muy difícil pasar la semana sin que hubiera mercado y que sería imposible informar a los campesinos de la periferia, que ya debían de estar conduciendo su ganado al pueblo. Y cancelar los partidos de pelota podía causar más alarma de la necesaria.
Las noticias de que todo seguiría como siempre tranquilizaron a Miguel, que regresó a su casa sin el pan que quería comprar.
* * *
Wolfram von Richthofen se levantó antes del alba, hizo sus ejercicios de calistenia, se pasó una esponja con agua fría y se afeitó al ras. Se peinó el pelo hacia atrás y se puso la gorra de la guarnición, tan calada que el águila alemana extendía las alas sobre su frente a poca distancia de sus ojos. Escrutando el cielo en el breve trayecto hacia el aeródromo, Von Richthofen vio que la claridad daba paso a una fina película gris sobre las montañas del norte.
La sola posibilidad de abortar una misión por el mal tiempo originaba problemas. Los aviones que se quedaban en tierra no hacían nada para que la guerra avanzara. A las 9.30 los aparatos de reconocimiento aterrizaron en el aeropuerto de Vitoria y los técnicos entraron apresuradamente para revelar, fijar y positivar las fotos para el impaciente Von Richthofen. Los informes eran concretos y alentadores: nubes ligeras entrarían en la región hasta mediodía, pero se esperaba que se disiparan por la tarde, dejando unas condiciones ideales.
* * *
El padre Xabier asistió sin prestar mucha atención a una serie de asuntos irrelevantes en el presbiterio de Santa María, y cuando se vio quitando el polvo a los pies de un Cristo de un crucifijo colgado en la pared, por fin admitió que todo lo que estaba demorando su regreso a Bilbao no obedecía más que a sus pocos deseos de volver. No tenía manera de saber si su enardecedor sermón había llegado a oídos de sus superiores en Bilbao. No había pedido la aprobación de éstos antes de aceptar la misión que le había encargado el presidente Aguirre, la cual, en sí misma, podía considerarse como una ruptura del protocolo. Temía que ya se hubiera puesto en marcha la rueda para apartarlo del sacerdocio.
Poder oír desde su cama en el presbiterio la música de baile del domingo por la noche en la plaza de las Escuelas le convenció de que su mensaje había hallado oídos sordos. Si los feligreses hubieran comprendido cabalmente la amenaza, no habrían organizado un baile, sino que habrían huido del valle a un lugar seguro; no habría habido más música que el constante murmullo de las ruedas de las carretas en la carretera de Bilbao.
De haber sabido durante la misa del domingo que las fuerzas republicanas estaban siendo bombardeadas y ametralladas desde el aire en Markina, habría destacado ese hecho durante el sermón. De haber sabido que el hospital provisional del convento de las carmelitas estaría a rebosar por la noche de agonizantes y desfigurados, habría instado a la grey a que fueran a verlo por sí mismos. Hablar de sangre es algo teórico; verla, pisarla, olería mientras formaba charcos oscuros sería infinitamente más ilustrativo.
Pero lo que habían hecho era bailar. De haber sido los peligros menos inminentes, eso le habría divertido. Si va a celebrarse un baile, es una estupidez pensar que algo puede impedirles bailar. Si va a haber pelea, pelearán… y luego bailarán. Nadie podía discutir que las circunstancias no merecían batirse hasta la muerte, pero para ellos no eran lo bastante graves como para renunciar a un baile.
Dominus vobiscum.
Xabier bajó la calle Santa María, pasó junto al horroroso refugio de la calle, hacia la estación. En la plaza de la estación se encontró con centenares de personas haciendo cola para los trenes de pasajeros que circulaban siguiendo un horario impredecible. Aunque tenía muy pocas ganas de regresar, birrete en mano, para enfrentarse a sus superiores, comprendió que no podía posponerlo otro día. Regresó a Santa María, donde un joven sacerdote le consiguió un coche y un chófer para recorrer aquella tarde los treinta y dos kilómetros hasta Bilbao. Cuanto antes, mejor, se dijo Xabier.
* * *
Justo estaba acostumbrado a hacer una pausa al mediodía, aun cuando ahora hubiera poco que comer. En junio se cumpliría el vigésimo tercer aniversario de su boda y aguardaba con impaciencia las charlas que mantenía con Mariángeles durante el almuerzo, aunque sólo llevaran una mañana separados.
Había estado azadonando y quitando las malas hierbas de las primeras siembras, y cuando entró en la casa se encontró a Mariángeles remendándole un par de pantalones ya tan remendados que sólo era el hilo que ella ponía lo que sostenía el mosaico de fina tela. El desinterés de Justo por su aspecto siempre le hacía gracia. Si ella no le decía que los fondillos de los pantalones estaban abiertos y le exigía que se los diera para zurcirlos, Justo era capaz de pasarse meses llevándolos.
Las ovejas nunca se han quejado, siempre respondía Justo, aun cuando ya no tenían ovejas. Mariángeles también se había ofrecido para coser unos pantalones que Miguel había rasgado mientras talaba árboles, pues Miren estaba muy ocupada con Catalina.
—Voy a echar de menos a la pequeña —dijo Justo, ya nostálgico—. Dale un besote de parte de su atxitxa cuando la veas en el mercado.
—Podrás dárselo tú mismo. Esta noche vienen a cenar para que comamos juntos antes de irse a Bilbao.
—¿Tenemos migas de pan y trocitos de ese queso rancio que les hemos robado a los ratones para poder compartir con ellos? —preguntó sarcástico—. ¿O hemos tenido suerte y podemos comernos a los propios ratones?
—¡Justo! Comeremos sopa, verduras y pan, y nos haremos compañía —dijo Mariángeles, mordiendo el extremo del hilo antes de preguntar—: ¿Crees que deberíamos invitar a Miguel a quedarse aquí cuando esté solo?
—Aquí no estaría tan solo —dijo Justo—. Pero si no tuviera que trabajar en el taller o en el bosque, se iría con ellas a Bilbao. Además, si se quedara con nosotros se vería en la obligación de ayudarnos en lugar de ocuparse de su trabajo.
—A lo mejor podemos convencerle de que aquí estará más seguro que en el pueblo —añadió Mariángeles.
—Si le decimos que aquí estará más seguro, eso sólo le llevará a pensar que su casa y sus pertenencias corren auténtico peligro, y eso, sin la menor duda, le hará quedarse en su casa —replicó Justo, sentado a la mesa, examinando el maíz seco que Mariángeles había transformado en sopa—. Con tanto forastero por aquí, seguro que preferirá quedarse allí y proteger sus cosas.
La imagen de los rebeldes y los mercenarios moros paseándose por Gernika les helaba la sangre. ¿Era posible que se adentraran en las colinas y los caseríos y se llevaran lo que quisieran? ¿Tendrían que combatir a los intrusos con laias, azadas y guadañas?
—Mari… —dijo Justo.
—Sí…
—¿No has pensado en irte con Miren y Catalina? Podría ser bueno que os fuerais las tres. Sé que aquí estarás a salvo y que nos podríamos proteger mutuamente, pero podrías ayudar a Miren con Catalina.
—¿Intentas librarte de mí? No hemos pasado ni una noche separados. Mi sitio está aquí… contigo. Miren estará bien con Cata. Ella también se quedaría con Miguel si no fuera por la pequeña.
—Es joven, y Bilbao es un lugar muy grande y no siempre seguro, incluso en época de paz —insistió Justo—. Me preocupa que esté sola con Catalina.
—Justo, no es sólo por Miren, y lo sabes. Te preocupa que me quede aquí. Creo que los dos necesitamos quedarnos en Errotabarri… juntos.
—Esto me preocupa, Mari.
Justo se acabó la mitad de la sopa y le ofreció el resto a su mujer, con el pretexto de que estaba lleno a reventar. Mariángeles rechazó el plato de sopa de su marido y, sin levantarse, lo abrazó y besó aquellas mejillas que siempre pinchaban.
* * *
La intolerancia de Von Richthofen con los errores le hizo comprobar dos veces las fotos de reconocimiento y la información de los servicios de inteligencia antes de entrar en el centro de operaciones.
Que un solo bombardero sobrevolara la zona sería suficiente para atraer el fuego de las defensas antiaéreas, lo que permitiría detectarlas y eliminarlas. El avión de vanguardia volvería describiendo un círculo y conduciría a los bombarderos hacia el sur a través del valle. Los pilotos de los cazas tenían órdenes de atacar todo lo que se moviera por esas carreteras y se considerara hostil.
Los informes de la inteligencia aseguraron a Von Richthofen que el monte Oiz estaba bajo el control de las fuerzas del general Mola y que sería un palco perfecto desde el que observar el bombardeo. La montaña se alzaba a mil metros de altura y se consideraba el mirador de Vizcaya. Los habitantes de la zona afirmaban que en las montañas moraba una poderosa divinidad, Mari, que controlaba las fuerzas del trueno y el viento. A veces asumía la forma de una nube blanca o un arco iris, o se decía que montaba sobre bolas de fuego entre las cumbres de las montañas, o que cruzaba el cielo sobre un carro tirado por carneros que resoplaban.
Acompañado de un ayudante, Von Richthofen aceleró su Mercedes por la empinada y sinuosa carretera de la ladera occidental de la montaña a velocidad de ataque. Llevaba su pesado gabán, el cuello subido atrás y guantes de lana.
Después de aparcar, Von Richthofen encendió un cigarrillo y admiró la templada tarde.
—El tiempo no podría ser mejor —dijo, y aspiró profundamente su cigarrillo. Arrojó la colilla entre un brezal, soltó una columna blanca de humo y escrutó las espectaculares colinas hacia el norte.
* * *
Miguel jugó con Catalina toda la mañana, tirando del carnero de cartón y paseándola por toda la casa, tomando las curvas lentamente para que la niña no saliera disparada. Miren hizo el equipaje, luchando contra la indecisión, colocando una cosa en la bolsa y luego quitándola mientras meditaba si era útil. ¿Qué se lleva uno cuando se convierte en refugiado? Cada decisión era como poner a prueba su fe en el retorno. Debo acordarme de limpiarlo y recogerlo todo, se decía antes de comprender lo absurdo que era adecentar su casa para una posible invasión.
Mientras Miren le daba de comer a Catalina, Miguel talló una rama ahorquillada de roble que había cortado días antes. Con una tira de cuero que había quitado del viejo torno fabricó un tirachinas. Tras haber derribado aquel sabroso urogallo, quería cobrar otra pieza.
—Oh, ésta sí que es buena —dijo Miren en broma—. El gran cazador.
—Estoy preparado por si me atacan unos conejos o ardillas rebeldes —proclamó, poniendo a prueba la tensión del tirachinas y apuntando a un objetivo imaginario que le pasara por delante.
—¿Por qué no me puedo creer que seas capaz de darle a un conejo?
—Lo haré si se queda quieto un buen rato y es lo bastante paciente para que le dispare tantas veces como hagan falta para darle —dijo Miguel—. Las ardillas son demasiado rápidas, se esconden detrás de los árboles y se ríen de mí. Admito que tengo reparos en matar palomas. Me gustan demasiado.
—Así pues, ¿hoy no he de comprar carne en el mercado, pues vas a traer suficiente caza de las colinas?
—Como si hubiera carne, o pudiéramos permitírnosla… o tuviéramos el valor suficiente para comernos lo que venden —contestó Miguel.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Mendiola me ha contado que un vendedor ambulante le tradujo qué significan las palabras que corren hoy por los mercados: a los perros pequeños se les llama «conejos», y a los perros grandes, «corderos». Y a las gaviotas…
—No… —Miren puso una mueca de desagrado mientras esperaba la horrorosa traducción.
—Pavos.
—Miguel, empiezas a hablar como mi padre —aseguró Miren.
—Ya verás, volveré de la montaña con algo que añadir al puchero de Errotabarri de esta noche. Y tu padre, con toda justificación, podrá contarnos sus magníficas experiencias como cazador de cuando era joven. —Miren acabó de dar de comer a la niña y preparó el cochecito—. No te preocupes por la comida —prosiguió Miguel—. No me faltará de nada, y seguro que tu madre se pondrá muy pesada intentando cuidarme. ¿No ha pensado en irse contigo?
—No se lo he preguntado porque no quiero que crea que la necesito —dijo Miren—. La verdad es que su ayuda y su compañía no me molestarían. Nunca he estado en Bilbao. Pero si viene se sentirá culpable por estar lejos de papá. Sé que ella cree que no podría dejarlo solo, que acabaría yendo descalzo vestido con harapos.
—Bueno, no te preocupes por mí. Tendré tanta carne fresca que todos los días les llevaré algo —dijo Miguel, tensando y soltando el cuero del tirachinas, con un ojo cerrado para facilitar la puntería.
Cuando Catalina estuvo instalada en el cochecito, Miren se acercó a Miguel para un beso rápido antes de marcharse.
—Ten cuidado allá arriba, astotxo —bromeó Miren, pellizcándole el culo—. No dejes que te muerda una ardilla.
—Miren —dijo él muy serio—. Ten cuidado, hay muchos forasteros en el pueblo.
Volvieron a besarse y Miguel se inclinó para oler el pelo negro y dulzón de la coronilla de su hija.
—¿Le has lavado el pelo con el jabón de Alaia?
—Claro, tiene que empezar pronto, todas las Navarro lo utilizan.
Miren abrió la puerta y sacó el cochecito.
* * *
El líder de la escuadrilla miró su reloj. Como le habían ordenado, las ruedas comenzaron a rodar a las 3.45 de la tarde, y al poco despegaba el nuevo bombardero Heinkel de la pista de aterrizaje. Puso rumbo al norte, a una altura predeterminada sobre el pueblo de Garay, donde le recibiría su escuadrón con los seis cazas Messerschmitt que cubrirían la primera oleada de bombarderos. Desde Garay volarían hacia el norte, hasta la bahía de Vizcaya y la aldea de pescadores de Elatzobe, un poco más arriba de Lekeitio. Una vez en la bahía se dirigirían al sur siguiendo el camino del estuario de Mundaka y luego el río Oka hasta Gernika. Von Richthofen había trazado una ruta indirecta para evitar que los detectaran demasiado pronto.
Mientras corregía el rumbo para compensar un viento lateral, el piloto contempló las verdes colinas y la sombra transfiguradora de su avión, contrayéndose hasta formar una nítida cruz mientras ascendía la empinada topografía y ensanchándose hasta formar una imprecisa nube oscura al alcanzar el fondo de los valles. Aquella campiña poseía una belleza natural, se dijo el piloto, una mezcla entre los Alpes y la Selva Negra.
José María Navarro, mientras halaba las finas redes que utilizaban para las anchoas delante de la costa de Elantxobe, el pueblo que daba su nombre a ese pequeño pez, estaba a punto de rematar una jornada de trabajo sin incidentes. Primero oyó los aviones, gruñendo furiosos sobre la costa, y luego observó cómo ladeaban las alas justo encima del Egun On antes de dirigirse tierra adentro.
* * *
Alaia Aldecoa estaba pensando en volver a casa. Mientras se acercaba a la linde del pueblo, se sentía cada vez más incómoda con el denso tráfico humano. Del gentío escapaba un sonido discordante que creaba una desasosegante vibración que le cerraba el estómago. Ni siquiera en los días normales de mercado de primavera, cuando los campesinos de las colinas y los pueblos cercanos se unían a los compradores del pueblo, se creaba un murmullo tan ominoso. La costumbre del pueblo, siempre que alguien veía a Alaia acercarse por la acera o por la calzada, era apartarse un poco y saludarla, lo que la alertaba de su presencia y la ayudaba a determinar su posición.
Ahora las calzadas y las aceras estaban demasiado pobladas para poder hacerlo, y un buen número de los que se cruzaban con ella ni la conocían ni sabían que era ciega. Muchos sólo miraban al suelo, y en el camino al mercado sufrió numerosos empujones. Olía a los soldados por los sucios uniformes de lana impregnados de sangre y sudor. A muchos les acompañaba el olor más inquietante del fósforo y el miedo. No se molestaban en dejarle paso, de hecho algunos se inmiscuían en su radio de seguridad, aprovechando la oportunidad de arrimarse a una hermosa muchacha después de meses en el campo de batalla. Uno golpeó la bolsa que llevaba al hombro y mientras Alaia intentaba impedir que cayera, dio con el bastón en el soldado. Hasta que el bastón no se alzó en dirección a él, éste no se dio cuenta de que era ciega. Los compañeros de la víctima se metieron con él por ser tan torpe que no había podido evitar ser golpeado por una ciega. ¿Cómo esperaba evitar las balas fascistas, si no podía esquivar el bastón de una muchacha ciega?
—Hoy hay mucha gente. No estoy acostumbrada a esta multitud —les explicó Alaia a Miren y Mariángeles cuando llegó a su puesto en el mercado.
—¿Cómo podemos ayudarte, querida? —preguntó Mariángeles.
—Estoy bien, gracias. La verdad es que no tengo mucho que vender, y no creo que hoy a la gente le interese comprar jabón —contestó Alaia, y sacó dos pastillas envueltas aparte para ellas—. Éstas son para vosotras.
—Gracias —dijo Mariángeles—. El otro día Justo me preguntaba por el jabón. Lo echaba de menos.
—No creo que papá se fije en esas cosas.
—Nota si falta el jabón de Alaia.
Alaia oyó farfullar a Catalina en el cochecito, palpó el borde del interior y con cuidado avanzó la mano hacia la pequeña. Catalina le agarró el pulgar y el índice y comenzó a estirarlos como si ordeñara una vaca. A continuación se incorporó y se puso en pie al borde del cochecito. Éste pronto le quedaría pequeño. Miren ya le había dicho a Miguel que se pusiera a trabajar en uno de paseo, pero, por favor, ¿lo harás más pequeño que una carreta de bueyes?
—Oh, se está poniendo fuerte —dijo Alaia.
—Ella y yo nos vamos a Bilbao por la mañana —anunció Miren—. Nos dirigíamos a la estación a comprar los billetes.
—Miren, cuando pasé por delante la cola era muy larga —intervino Mariángeles—. No quiero que Catalina y tú estéis horas allí. Acaba la compra y yo conseguiré los billetes.
—Gracias —dijo Miren—. Si de verdad no te importa.
—Claro que no me importa. —Mariángeles besó a su hija en las dos mejillas y acarició la cabeza de Catalina.
* * *
En el extremo del mercado, Miren levantó a Catalina para que ésta pudiera tocar las orejas largas y blandas de los burros aparcados. Lo hizo por Cata, pero también por ella, porque le encantaba estar cerca de ellos. Los campesinos utilizaban los burros para transportar cajas de pollos al mercado. Miren acariciaba el hocico peludo de los burros mientras Catalina les movía las orejas adelante y atrás. Miren le enseñó los pollos que estaban dentro de las cajas, recordando cuántos había matado y desplumado en Errotabarri antes de que se volvieran algo tan preciado. Las aves enjauladas estaban inquietas y su roce contra el alambre hacía que una ráfaga de plumas acabara formando un charco blanco en el suelo de la jaula.
Más allá de los carros de burros estaban los corrales donde los ganaderos dejaban los poderosos y simpáticos bueyes, y los temibles y grandes toros. Miren no llevó a su hija muy cerca de los toros, pero, como siempre, se paró en el siguiente aprisco, en el que las ovejas y las inquisitivas cabras mascaban sin cesar con sus ojos amarillentos.
Desde el borde del mercado, Miren podía ver la extensión de la multitud que se movía a empujones, gente ansiosa por llegar a alguna parte mezclada con otra que no tenía destino aparente. Y, aunque la mitad de los puestos habían cerrado temprano, Miren nunca había visto a tanta gente allí reunida. Los hombres que vendían los barquillos que siempre compraba para Cata ya se habían ido. En el frontón, un cartel escrito a mano anunciaba que los partidos de pelota se habían suspendido y que no habría baile. No habría baile. La gente se iba del pueblo.
* * *
Mariángeles no había exagerado la longitud de la cola que había delante de la estación; podía pasarse allí horas. Aunque llamar cola a esa confusión humana era otorgarle más orden del que tenía. Nunca había visto una congregación tal de almas afligidas. Algunos habían encendido una hoguera con maderas que habían encontrado y cocinaban mezclas irreconocibles de sobras. El movimiento continuo de grupos informes parecía crear una fricción, y con ella una carga eléctrica que se percibía a punto de estallar. Se alegró de que Miren y Catalina no hubieran ido. Por abarrotado y caótico que estuviera el mercado, eso era peor, aquello era más turba que gente.
A la desaliñada mujer que había delante de Mariángeles, quizá un año mayor que ella, se le cayó del saco algo envuelto en un papel. Mientras la mujer luchaba por que no se le cayera nada más, Mariángeles se lo entregó.
—Gracias —dijo la mujer, tras decidir que Mariángeles no pretendía robarle. Sus ojos enrojecidos lanzaron esa mirada de cauta suspicacia que muchos compartían en la plaza—. Es nuestra Biblia familiar.
—Supongo que no querría perderla —comentó Mariángeles solemnemente.
—Lleva escritos todos los nombres de nuestra familia.
—¿De dónde sois? —preguntó Mariángeles con toda la simpatía que pudo, para demostrarle que no era una amenaza.
—De Durango.
Mariángeles sabía lo que significaba: bombardeo rebelde. No tuvo ánimo para preguntarle nada más. La una junto a la otra, las dos avanzaron unos pasos para no perder el contacto con la masa que tenían delante.
—En el pueblo teníamos una tienda de ropa —le dijo la mujer motu proprio—, pero quedó destruida durante el primer ataque. Mis dos hijas mayores se habían ido a San Sebastián, gracias a Dios que estaban fuera.
Mariángeles asintió.
—¿Perdiste la tienda?
—Sí… y a mi marido.
Lo dijo con una voz neutra, como el final de una lista de posesiones perdidas. La acumulación de pérdidas de aquellas semanas la había dejado vacía. Cuando dijo «mi marido» igual podría haber dicho «mi cómoda». Todo era ya secundario comparado con la mera supervivencia.
En aquel momento ésa era también la guerra de Mariángeles. Esa mujer demacrada y despojada podría haber sido ella. Ella misma podría estar ahora sin casa, con su vida reducida a todo lo que pudiera transportar y a todo lo que no pudiera olvidar. Podría estar intentando encontrar una manera de vivir sin su marido. Qué cruel podía llegar a ser la vida cuando un matrimonio, después de décadas de momentos compartidos, podía destilarse en ese seco comentario: «Sí… y a mi marido». Mariángeles sufrió un estremecimiento. Sollozaba cada vez que aspiraba aire. La mujer le puso la mano en la manga y Mariángeles la apretó desesperadamente.
—Lo siento, lo siento —dijo ésta, consciente de la ironía de que fuera la otra quien la consolara. Nunca se había derrumbado así. Siempre se había considerado una persona fuerte.
Cuando Mariángeles consiguió recuperar la compostura, la mujer le contestó a todas las preguntas que aquélla no le había hecho por lo afectada que estaba. Su marido había muerto en el primer ataque a Durango. Su casa estaba situada en la segunda planta, encima de la tienda, y todo el edificio se había derrumbado después de que una bomba estallara en la calle. Ella escapó porque se encontraba en la trastienda recogiendo material. La explosión la tiró al suelo, pero consiguió levantarse y hacerse cargo de la situación. La tienda se hallaba hecha añicos a su alrededor y su marido estaba enterrado debajo de todas sus pertenencias. Se quedó sentada junto a su cadáver todo el día, pues nadie se paró a ayudarla a quitar los pesados cascotes. Cuando oyó que los rebeldes se acercaban al pueblo, comprendió que nada la retenía en Durango y se unió a un grupo de gente que se encaminaba al norte como si siguieran el cencerro de una vaca.
Pasó muchos días aturdida, llorando, avanzando sólo arrastrada por la marea humana. Cuando empezó a tener hambre, lloró menos y dejó de pensar en lo que había perdido. Llevaba el mismo delantal que el día del bombardeo, con la misma lista de productos que necesitaba reponer en el bolsillo. Dijo que ya había pasado un mes de eso.
Un domingo le vendió el anillo de boda a un joven soldado que tenía proyectado casarse con su novia. Aunque no le pagó mucho, consiguió lo suficiente para comprar el billete a Bilbao.
—¿No has pensado en ir a San Sebastián a estar con tus hijas? —preguntó Mariángeles—. ¿Es porque los rebeldes ya han llegado?
—Tienen sus propios problemas —dijo—. Además, no fueron los rebeldes quienes nos bombardearon, sino los alemanes. No eran aviones españoles. Las tropas rebeldes llegaron luego.
La cola apenas se movía. Mariángeles sintió cómo le afloraba de nuevo la emoción. Le hablaría ajusto de esa mujer, le diría que había reconsiderado su plan de quedarse. Quizá lo mejor sería que todos abandonaran Gernika, que se fueran a Bilbao, a Lekeitio; quizá incluso conseguirían que Josepe los pasara a Francia. Sabía que Justo nunca abandonaría Errotabarri, pero Errotabarri estaría allí donde fueran.