Capítulo 15

Justo entró en casa de su hija igual que entraba en casi TT todas partes, con una exclamación. En este caso era un estentóreo saludo a su nieta en el día de su primer cumpleaños.

—¡Ca-ta-li-na!

La niña, galopando en su carnero de juguete, correteó en dirección a él para que Justo la levantara y la atrajera hacia su áspera cara. Lo que más alegraba a Catalina era sacarle la txapela y arrojarla al suelo, y luego agarrarle el bigote con las dos manos y tirar de él en todas direcciones, a lo que su atxitxa respondía con gruñidos de dolor.

Para su cumpleaños, Miguel le había construido una pequeña mecedora y Miren le había cosido un acolchado a cuadros para el culo y el respaldo. Miren había estado reservando azúcar durante semanas para hacer una tarta.

—Mira lo que te ha hecho tu amuma —dijo Justo mientras le entregaba una bolsa a Catalina para que la abriera. Ésta sacó de dentro un vestidito blanco, lo miró un instante, lo arrojó al aire y siguió tirando del bigote de su atxitxa.

—Catalina… —la riñó Miren, recogiendo el vestido que Mariángeles había hecho con ganchillo—. Es precioso, le encantará.

—Bueno, ya tenemos una ocasión en la que podrá llevarlo —dijo Mariángeles—. Justo ha hablado con Arriola, el fotógrafo, y os va a sacar una foto de familia a los tres para su cumpleaños. Haremos copias para vosotros y para nosotros.

* * *

Miguel se había puesto su traje de boda negro. Miren todavía cabía en el vestido blanco y negro que se había cosido antes de la boda. Ahora le apretaba en algunas zonas, pero seguía estando atractiva. Catalina estaba segura de que era la niña más excepcional del mundo, de pie, aún insegura, agarrándose a la falda de su madre y cubriéndose la cabeza con ella mientras soltaba un chillido.

—No, Cata —la corregía Miren, y le bajaba la falda.

—¿Qué hacemos con la, mmm…? —le preguntó Miguel a Miren, tocándose levemente la oreja derecha.

Miren intentó cubrir la oreja de Catalina con el pelo, pero tenía demasiado poco.

—¿Un sombrero? —preguntó Miguel.

—Entonces no le veremos la cara. Tampoco se ve mucho. Es una oreja tan pequeña…

Cuando en un susurro Miguel le hubo mencionado a Arrióla lo de la oreja de Catalina, éste asintió. No sería ningún problema. Colocó a Miren en una silla de madera oscura y respaldo alto, con Catalina sentada en el regazo, mirando a la derecha, hacia Miguel, que estaba de pie junto a la silla.

—Miren el pajarito —dijo Arrióla. Catalina se volvió ligeramente hacia la cámara cuando se iluminó el flash, captándola perfectamente de medio perfil, con la luz reflejándose en el diminuto lauburu de plata de la oreja izquierda.

* * *

Picasso arrojó los pinceles y la emprendió a patadas con las telas y caballetes recién extendidos, despotricando en su estudio. Los rebeldes de Franco habían tomado Málaga, donde él había nacido, y después de que la artillería y los bombarderos arrasaran la ciudad, habían ametrallado a los civiles. Suficiente. Anunció a sus amigos que crearía una obra para vender en auxilio de la causa republicana.

Sueño y mentira de Franco, en esencia un cómic, retrataba al líder fascista como un bufón, y como una mujer, y como un centauro destripado por un toro. A veces lo dibujaba con una mitra de obispo arrodillado ante la imagen de un mono.

Para acompañar las láminas, Picasso vomitaba imágenes escritas en un poema lleno de tanta rabia que no dejaba lugar a la puntuación o a la sintaxis hasta que alcanzaba un ritmo artístico.

«… gritos de niños gritos de mujeres gritos de pájaros gritos de flores gritos de maderos y de piedras gritos de ladrillos gritos de muebles de camas de sillas de cortinas de cacharros de gatos de papeles gritos de olores que se arañan gritos de humo picando en el morrillo de los gritos que se cuecen en el caldero y de la lluvia de pájaros que inunda el mar que roe el hueso y se rompe los dientes mordiendo el algodón que el sol rebaña en el plato que el bolsín y la bolsa esconden en la huella que el pie deja en la roca».

No, el artista no podía regresar a España a luchar. Pero podía recaudar dinero con su arte. Y con el arte podía hacer que el mundo oyera su rabia.

* * *

Juan Legarreta recogió a los carpinteros Teodoro Mendiola y Miguel Navarro y los llevó a la Taberna Vasca, cerca del mercado, para tomar unos vasos de Izarra, el licor que sabía a menta y dejaba un cosquilleo en los labios. Legarreta, jefe del departamento de bomberos voluntarios, necesitaba ayuda. Los alemanes habían bombardeado Durango y el ayuntamiento de Gernika le había encargado la tarea de construir refugios en los que los habitantes pudieran esconderse si se daba un ataque similar.

Mendiola y Miguel habían oído hablar del ataque a las fábricas de municiones de Durango, pero no sabían nada de los daños concretos producidos por los explosivos de alta potencia, y no tenían ni idea de cómo unos carpinteros podían construir unos refugios que resistieran un ataque tan extremo. Además, los dos tenían muchos encargos esperando en el taller y con el dinero que sacaran podrían seguir alimentando a las familias.

—Lo sé —asintió Legarreta comprensivo—. A mí tampoco me pagan. Pero algunos del ayuntamiento piensan que hemos de construir esos refugios por si acaso. Algunos están seguros de que no tenemos de qué preocuparnos. Otros están convencidos de que si construimos refugios crearemos el pánico en la ciudad.

—¿Saben algo del peligro que nosotros no sepamos? —preguntó Mendiola.

—No creo que sepan gran cosa —respondió Legarreta, quitándose la txapela y pasándose los dedos por el pelo—. Coges a un par de viejos carlistas y a algunos republicanos, los mezclas con un par de monárquicos y comunistas, lo rocías todo con un aspirante a fascista y un anarquista y lo que sale de ahí seguro que no tiene ni pies ni cabeza. Pero es mejor tener cierta protección que no tenerla, y si eso consigue que la gente se pare a pensar en el posible peligro, pues a lo mejor no es tan mala idea. Aunque aquí no hay nada que puedan querer bombardear.

Mendiola y Miguel asintieron. Aun cuando supusiera un cierto sacrificio, los dos se comprometieron a ayudar.

—Y dime, Juan —le apremió Mendiola—, ¿puedes aconsejarnos cómo decirles a nuestras mujeres que vamos a dedicarnos a construir unos refugios que no sabemos construir para protegernos de un ataque que probablemente no ocurra y por lo que no recibiremos dinero alguno?

Miguel no había considerado el problema de explicarle eso a su esposa. Se rió al imaginar lo que le contestaría Miren.

—En cuanto le explique a Miren lo que hacemos, insistirá en venir a coser cortinas y poner alfombras, y prometerá reunir a sus amigas para tener los refugios antiaéreos más acogedores de todo el País Vasco.

Legarreta y Mendiola la conocían desde hacía muchos años y se imaginaban al pie de la letra lo que diría.

—¿Sabes? —apuntó Mendiola—, a lo mejor sería más fácil que ella reclutara a los que van a trabajar en las obras.

Legarreta los llevó al ayuntamiento y a varias de las residencias de más recia construcción y sugirió que reforzaran los sótanos con refuerzos adicionales. A Miguel rápidamente se le ocurrió reafirmar la inserción de cada pilar con las vigas mediante cuadernas parecidas a las que se usaban para unir la quilla a la cubierta y asegurar las juntas con tiras de metal. Otro refugio aislado se construiría en la calle Santa María, entre el ayuntamiento y la iglesia, y en el plano figuraban una serie de soportes de roble que sustentaban unas vigas cubiertas de capas de sacos de arena.

—No tengo ni idea de qué protege a la gente de una bomba —dijo Mendiola—. Sólo espero que este edificio nunca se ponga a prueba.

—Ya verás como no —repuso Legarreta, añadiendo una risita para tranquilizarlo. No obstante, le acosaban dos preocupaciones que no compartía. La idea que tenían en el ayuntamiento de lo que era un buen refugio consistía en una zona herméticamente cerrada que evitara la entrada de balas y fragmentos de bomba. Pero eso significaba que en esos sótanos entraría poco aire. Su segunda preocupación era más directa: su brigada de bomberos constaba de diez voluntarios mal entrenados y un pequeño carro, un auténtico problema en un pueblo en el que casi todas las casas eran de madera.

* * *

El padre Xabier comprendió por qué lo habían mandado a Gernika cuando se encontró con los refugiados, cuyas pertenencias iban en hatillos raídos, arracimados en una masa informe en la explanada que había delante de la estación. Vio llegar las ambulancias en escalonada sucesión para verter su carga de soldados destrozados en el hospital militar provisional instalado en el convento carmelita, cerca del río.

Cuando Xabier salió de Bilbao, la ciudad estaba inundada por la oleada de refugiados que huían del ejército invasor. Pero la llegada de gente sin hogar a Gernika evocaba una sensación ominosa. Bilbao, hasta cierto punto, tenía defensas; Gernika estaba en un valle desprotegido inundado por una marea humana.

Cuando llegó Xabier, oyó hablar de casas donde habían entrado a robar y el rumor de que los soldados en retirada habían irrumpido en el convento de Santa Clara y tomado posiciones allí. Contempló las nubes de tormenta que manchaban el cielo antes del crepúsculo. En lo alto del convento de las carmelitas, unas figuras en movimiento llamaron su atención. Dos imágenes sombrías y espectrales ejecutaban una danza angustiosamente lenta. Cuando se acercó a través de la abarrotada calle, distinguió sotanas negras y griñones blancos. Eran monjas que, en el tejado, con la ayuda de unos binoculares, escrutaban los cielos en busca de intrusos.

El presidente Aguirre había estado siguiendo los movimientos de tropas de las fuerzas republicanas, en esa región mayoritariamente vascas, durante las tres semanas posteriores al bombardeo de Durango. Sabía que sus fuerzas habían luchado bien, pero habían sido derrotadas en frentes sucesivos. Se habían retirado hacia la protección de Bilbao, lo que exigía que muchas de ellas pasaran a través de Gernika. Hubo que formar otra línea de batalla para frenar a las tropas rebeldes y ganar tiempo para poder reforzar las fortificaciones del «Cinturón de Hierro» de Bilbao.

A finales de semana, Aguirre visitó el confesionario del padre Xabier. Xabier supo que Aguirre estaba al otro lado de la celosía antes de oír su voz, por su olor. Normalmente un fumador empedernido, ahora el desasosegado Aguirre encendía uno con la colilla del otro, y todas sus ropas estaban cubiertas de una gruesa película de tabaco.

—¿Estás fumando en el confesionario? —preguntó Xabier.

—Perdóneme, padre, porque he fumado.

—Apágalo, es blasfemo.

—Ya lo he confesado. Absuélveme y pasemos a otra cosa —dijo Aguirre. Se santiguaron al mismo tiempo—. No te lo vas a creer —comenzó a decir, con la voz más tensa que le había oído Xabier—. Nuestro ingeniero, el gran capitán Alejandro Goicoechea…

—¿El que proyectó el Cinturón de Hierro?

—Sí, ése —asintió Aguirre—. Ha desertado. Se ha pasado a los rebeldes, se ha llevado todos los planos. Todos los detalles. Todos los detalles donde las zanjas son estrechas y las alambradas están desprotegidas.

—Dios nos asista —fue todo lo que pudo decir Xabier—. Y ahora ¿qué?

—Necesito que vayas a tu pueblo —contestó Aguirre—. Necesito que hables en misa y les adviertas de lo que pasa, que les digas todo lo que sabes del peligro que corren.

—¿Yo? ¿Y por qué no tú?

—Te conocen y confían en ti. Eres uno de ellos. Voy a enviar a otros asesores y consejeros a todos los demás pueblos.

Xabier no necesitaba sopesar los factores; sabía que era lo mejor. Aguirre, arrodillado en el confesionario, le detalló las siniestras amenazas que se cernían sobre ellos.

—¿Entiendes ahora por qué necesito que se lo cuentes?

Xabier, percibiendo un reto mayor que todo lo que había imaginado cuando era seminarista, le mandó un recado al sacerdote de Santa María, en Gernika, y comenzó a redactar su mensaje de advertencia.

* * *

Llegó a Errotabarri un sábado por la noche para cenar una feculenta mezcla de pan y potaje de garbanzos. No quiso ni oír las disculpas de Mariángeles. Su hermano y su mujer estaban chupados.

—Quiero avisaros de que mañana por la mañana voy a decir misa —les explicó—. Lo que diré va a asustar a la gente, pero es por su bien. Tienen que saber lo que les podría suceder si las cosas siguen como hasta ahora.

—¿No irán los rebeldes directamente a Bilbao? —preguntó Mariángeles—. ¿Qué hay en Gernika que pueda interesarles?

—Nadie lo sabe —respondió Xabier entre bocado y bocado—. Las tropas de Franco están masacrando a los vascos, y los alemanes son impredecibles. Y para Franco no es sólo eso. Cada vasco del que se libre ahora será una preocupación menos para él cuando gobierne España.

—Si nuestras escasas tropas se retiran a Bilbao, entonces los rebeldes entrarán aquí sin tener que hacerle daño a nadie. ¿No es ésa una posibilidad? —preguntó Mariángeles con una inflexión aguda.

—Todo es posible —dijo Xabier—. Podría ocurrir, o puede que maten a muchos. No hay reglas en este caso.

Justo interrumpió a Xabier levantando una mano abierta; quería comentar algo.

—Conocen la historia del pueblo. Saben lo que significa para nosotros; saben que es el corazón del país. Si atacaran Gernika sería un sacrilegio, podría tener un efecto contrario al que desean.

Xabier fijó la mirada en la cara de Justo.

—Exacto —dijo Xabier—. Conocen la importancia de este pueblo.

* * *

Cuando las campanas de Santa María llamaron a misa, Xabier contempló los bancos llenos de gente a la que conocía desde que era niño. No había un sitio vacío, y sin embargo apenas se oían saludos susurrados y las excusas de los que tenían que molestar a otros feligreses para sentarse. Cuando Xabier subió al altar, un murmullo de reconocimiento recorrió la iglesia. ¿Qué le habría traído desde Bilbao? ¿Sabías que el padre Xabier iba a decir misa hoy? Está delgado, ¿no crees?

Todos se levantaron.

—Lectura del salmo número 30 —dijo abriendo su Biblia por la cinta color púrpura que señalaba la página—. Yo te ensalzo, Yahvé, porque me has levantado, no dejaste reírse de mí a mis enemigos. —Con solemnidad, más lentamente, repitió el pasaje, recalcando—:… No dejaste reírse de mí a mis enemigos. —Hizo un gesto para que todos se sentaran—. Casi todos vosotros me conocéis a mí y a mi familia —continuó—. Y espero que no penséis que he venido a asustaros para que tengáis más devoción. El presidente Aguirre en persona me ha pedido que venga a hablar con vosotros. Me ha pedido que os diga que a medida que la guerra se acerca, os amenaza un gran peligro. Está tan cerca que algunos de nosotros ni deberíamos estar aquí hoy, en misa. Algunos deberíamos estar en las montañas y en los campos luchando contra el enemigo que nos amenaza. Deberíamos estar preparándonos para proteger a nuestras familias, a nuestros seres queridos, nuestra propiedad, nuestra patria. —Los feligreses no apartaban los ojos de él—. Hombres, mujeres y niños están siendo masacrados por los rebeldes nacionales en toda España —prosiguió Xabier—. Os hemos fallado al no deciros lo peligroso que es. Los rebeldes matan en nombre de Dios. Y la Iglesia, con su silencio, parece que apruebe estos crímenes. No puedo callarme.

Xabier escrutó los primeros bancos, intentando calibrar el efecto de sus palabras. Deseaba asustarlos para que estuvieran alerta, pero no aterrorizarlos hasta el punto de que no asimilaran su mensaje.

—Lo sé, aquí debería haber un sacerdote que os dijera que está mal quitarle la vida a alguien, que es un pecado mortal. Pero no es pecado mortal dar la vida para proteger todo lo que es importante, ni por una causa justa. Proteger a tu familia con la vida no es pecado.

Una mujer del primer banco soltó un grito ahogado. El sacerdote que había crecido diciendo misa en esa iglesia, que como sacerdote había dado consejos a muchos del pueblo, había cometido una atroz apostasía.

—Es difícil comprender la brutalidad de esta guerra —prosiguió—. Quiero recordaros los padecimientos de santa Inés, que fue violada y asesinada. No debéis permitir que eso les ocurra a vuestras mujeres ni a vuestros hijos. Defended todo lo que es preciado para vosotros, aun cuando signifique dar la vida o quitarla. —Ahora algunos sollozaban abiertamente—. Os lo digo porque tenéis que saber la verdad —continuó—. Y no se ha contado la verdad. No estoy hablando de antiguas atrocidades bíblicas. El presidente Aguirre me enseñó un informe de lo que le pasó hace poco al párroco de Eunari. Las tropas moras de los rebeldes llegaron mientras decía la misa. —Xabier tragó saliva y sus propias emociones—. Le cortaron la nariz… y se la ensartaron en la lengua; le rebanaron las orejas y lo dejaron morir colgado del campanario de la iglesia. Esas tropas, esos asesinos y profanadores, luchan en las tropas de Franco unos cuantos valles más al sur. Vuestras vidas, vuestras familias, vuestro país, puede que dependan de que huyáis de vuestro pueblo o luchéis para defenderlo.

* * *

La planificación de los ataques implicaba decisiones rutinarias en relación con el personal, el material, la carga de las bombas, los objetivos y el horario. Pero Wolfram von Richthofen, de estirpe guerrera y casta noble, era algo más que alguien que lleva el inventario del material, algo más que un capataz que mira el reloj para asegurarse de que las operaciones tienen lugar a la hora prevista. Von Richthofen los consideraba un vehículo para el virtuosismo y la creatividad. En los ataques había que planear, sí, pero también orquestar. Cualquiera podía señalar con el dedo la encrucijada de un mapa. Pero conseguir un contrapunto al timbal de fuertes explosiones con el pizzicato de las metralletas de los cazas sólo estaba al alcance de un maestro.

Las fotos de reconocimiento revelaron tropas republicanas en retirada cerca del pequeño pueblo de Markina, sin armas antiaéreas que ofrecieran resistencia. Von Richthofen ordenó que los escuadrones de bombarderos atacaran en oleadas de veinte minutos, entre las que se intercalarían ataques de cazas. Después de que las primeras bombas obligaran a las tropas a huir por carreteras abiertas, los cazas al acecho los ametrallaron y los que pretendieron refugiarse para protegerse de los cazas fueron blanco de la siguiente oleada de bombarderos.

El número de bajas entre los leales a la República, casi todos ellos soldados vascos, fue imposible de calcular, pues estaban muy desperdigados por los lados de las carreteras y en las colinas. Algunos sufrieron el impacto de bombas de doscientos kilos, otros se convirtieron en antorchas a causa de las bombas incendiarias de fósforo que producían una llama color rosa cuando quemaban la carne. Muchos más fueron ametrallados por los cazas.

Von Richthofen superponía mentalmente los informes de sus pilotos al mapa de Vizcaya que tenía delante. El mapa adquiría un relieve tridimensional mientras visualizaba diminutas columnas de hombres en retirada, siguiendo los caminos más fáciles, fluyendo como un río en predecibles afluentes, reuniéndose en un punto de poca altura o canalizándose en un desagüe topográfico. La intersección de esos caminos, que hizo que Gernika se convirtiera en pueblo siglos antes, la convertía en una cuenca de agrupamiento para las tropas. Si los soldados huían desde el sur o el este hacia la protección de lo que quedaba del «Cinturón de Hierro» de Bilbao, se encontrarían detrás de un estrecho paso, el puente de Rentería de Gernika, sobre el estrecho río Oka.

—¿Saben algo de Gernika? —les preguntó a sus compatriotas.

Todos negaron con la cabeza.

Alrededor del punto azul del mapa que simbolizaba la histórica aldea de Gernika, el teniente coronel Wolfram von Richthofen trazó un círculo amarillo. El próximo objetivo de la Legión Cóndor.

* * *

El baile fue idea de Miren. Quería montar una velada como si no hubiera guerra, ni Franco, ni peligro a varias montañas de distancia. Se colgaron luces de los árboles en la plaza de las Escuelas. La música recordaba otras ocasiones; el txistu y la pandereta llevaban el ritmo, a los que se añadían un violín y un acordeón. A veces Mendiola hacía sonar su sierra, que cuando la tañía con su arco de violín emitía un gemido casi sobrenatural. Miren era incapaz de oír música y quedarse sentada, de modo que bailó varios valses mientras sus amigos le vigilaban a Catalina, que estaba en el cochecito.

Eso era parte del acuerdo. Tras escuchar el sermón del padre Xabier, Miguel insistió en que Miren y Catalina se fueran a Bilbao, que recibía esporádicas visitas de los bombarderos, pero que estaba fortificada y preparada para ser el último bastión seguro a largo plazo. Xabier lo preparó todo. Miren protestó; su lugar estaba con su marido; opinaba que no había que fragmentar a la familia. Miguel la convenció de que era lo mejor para las dos, sobre todo para Catalina. Él se quedaría a vigilar su hogar y se reuniría con ellas en Bilbao si llegaban los rebeldes.

Aquella noche, tras abandonar su casa, la joven pareja se sentía incómoda. Habían visto cómo los refugiados y los inquietos soldados se retiraban hacia el pueblo, y bailar en su presencia parecía insensible. Coincidieron en que su estancia sería breve. Pero la música arrastró esos pensamientos y el baile hizo que ambos se adentraran en una agradecida fuga que atenuaba todo lo demás.

A Miguel, que ahora era un bailarín aceptable, le encantaba bailar con Miren, se sentía parte de algo especial. Le divertía recordar lo estupefacta que se había quedado al verlo bailar el día de su boda. Nunca fue un bailarín muy seguro de sí mismo, pero al menos se mantenía vertical. Sentía el ritmo de la música y conseguía que sus movimientos respondieran a él. Era incapaz de mirar los pies de su mujer ni el movimiento de sus caderas porque eso perturbaría su impreciso sentido del ritmo. Se concentraba en su cara, en sus ojos.

—Sólo una más —pidió Miguel al tiempo que sacaba a Catalina del cochecito. Colocaron a la niña entre ellos y bailaron un lento—. Papá va a echar de menos a su pequeña —dijo mientras besaba a Catalina en la mejilla y abrazaba suavemente a Miren—. Y a su chica grande.

Era un vals lento, en el que Mendiola emitía unos lastimeros gemidos. Miren lloró al oírlos. Es la segunda vez en las últimas semanas, se dijo Miguel, y la atrajo más hacia sí. Miren desvió la mirada hacia las luces y le parecieron estrellas deformes, alineadas en constelaciones en forma de árbol. Mientras daban vueltas, todo lo demás giraba en torno a ese núcleo; la confusión, el desorden, el hambre, la guerra, el dolor estaban en todas partes. Todo lo que estaba fuera quedaba difuminado por las lágrimas.

—No será por mucho tiempo, kuttuna —dijo Miguel, y le besó la mejilla húmeda—. Esto acabará pronto y volveremos a estar juntos.

Miguel intentó volver a poner a Catalina en el cochecito, pero estaba demasiado dormida y se agarraba a la camisa de su padre. Miguel volvió a besarla y ella lo soltó. Miguel y Miren regresaron a casa abrazados, entre la inquietante visión de un pueblo lleno de forasteros desesperados.

Miren iría al mercado la tarde siguiente para comprar provisiones para Miguel. A lo mejor tenía que estar solo una buena temporada. Miren no quería que además de sentirse solo pasara hambre. Cuando estaba en el mercado, Miren sabía sacarle el máximo provecho al dinero, y Miguel consintió a regañadientes. El martes por la mañana madre e hija subirían al tren que debía llevarlas a la seguridad que pudiera ofrecerles Bilbao.

* * *

Wolfram von Richthofen se acomodó en la cabina de su descapotable y lo pilotó rumbo al sur, hacia Burgos, y en esa hora de viaje puso en orden sus pensamientos. Consultaría con los líderes militares nacionales acerca de cuál era el siguiente paso para conquistar Bilbao.

Delante de la reunión de capitostes de Burgos, Von Richthofen esbozó el plan de bombardear el lunes un pueblo que sabía que carecía de defensas antiaéreas y tampoco tenía más importancia militar que contener un pequeño puente tras el cual, creía, las fuerzas enemigas podían haberse agrupado. Ahora los planes dependían de los informes meteorológicos de los aviones de reconocimiento que sobrevolarían Vizcaya por la mañana.

Von Richthofen escribió en su diario: «El miedo, que no puede simularse en el adiestramiento de tropas en época de paz, es muy importante porque afecta a la moral. Para ganar una batalla, la moral es más importante que las armas. Los ataques aéreos continuos, repetidos y concentrados tienen un poderoso efecto sobre la moral del enemigo».

En el piso de abajo, en la sala de oficiales, dos pilotos celebraban la incursión aérea sobre Markina y se relajaban a base de copas de coñac.

—¿Has oído adonde vamos mañana?

—A un lugar llamado Gernika.

—Nunca he oído hablar de él.

—Otro estercolero español.