El teniente coronel Wolfram von Richthofen, de la Luftwaffe alemana, descubrió que incluso los españoles entusiastas de la revolución consideraban la guerra como algo a lo que se jugaba entre un lento desayuno y una prolongada siesta. No eran esporádicamente feroces, sino crónicamente ineficientes. Eran capaces de matar, pero no de planificar. Comprendían la rabia, pero no la urgencia. No había abandonado el servicio diplomático en Roma para ser aliado de una nación de gente torpe, que dejaba las cosas para más tarde, y aún aferrada a las ideas de la guerra del Viejo Mundo. Además, constantemente querían besarlo en la mejilla y le preguntaban qué parentesco tenía con el Barón Rojo, como si no estuviera ya harto de eso.
A Von Richthofen no le interesaban los conflictos internos de los españoles, aunque la invitación de Franco para que participara le ofrecía un terreno de pruebas de escaso riesgo. Como siempre, sería un oficial diligente sin importarle las circunstancias o la naturaleza de los aliados. No obstante, Von Richthofen se había instalado bien nada más llegar. Era otra manera de reforzar su posición entre sus hombres. Su cómoda suite en el hotel Frontón, cerca del aeródromo de Vitoria, simbolizaba su rango.
El nombre de su escuadrón era ridículo, pero a sus aviadores les gustaba el nombre de Legión Cóndor y les encantaban los nuevos bombarderos experimentales de los aeródromos de Vitoria y Burgos. Sus hombres se enorgullecían especialmente del emblema de la legión situado cerca del morro de sus aviones, en el que aparecía un cóndor cuyo cuerpo era una bomba color rojo sangre con unas alas negras y desplegadas dentro de un círculo negro muerte. No parecía importarles el hecho de que los cóndores fueran carroñeros.
El propio Führer le había mandado a Von Richthofen otro capricho que había llegado en barco: un Mercedes-Benz nuevo y descapotable. Cuando tenía que ir a reunirse con el Estado Mayor en Burgos, Von Richthofen lo conducía como si fuera un caza, volando bajo y rápido por las sinuosas carreteras, cubriendo los más de cien kilómetros en menos de una hora.
Todos los días se levantaba antes del alba, observaba la foto de su mujer que tenía en la mesilla y hacía un poco de calistenia: flexiones, estiramientos, carrera en el sitio. Su comandante, Góring, estaba como un cerdo, lo que aún acuciaba más a Von Richthofen a mantenerse en forma. Tenía cuarenta y un años y físicamente se sentía como los pilotos más jóvenes. No era sólo un oficial, sino un arma militar en sí mismo, y comprendía que tales cosas requerían un mantenimiento diario para funcionar bien.
* * *
Miren se pasó más de una semana angustiada, sopesando si debía contarle a Miguel lo que había descubierto de Alaia y si el no revelarlo equivalía a una traición en el matrimonio. Decidió ponerle a prueba, dar vueltas en torno a la cuestión con delicadeza cuando estuvieran en la cama.
—Cuando le llevé la trucha a Alaia…
—¿Estaba sola o con algún invitado?
Miren se quedó callada, esperando a que su corazón se calmara.
—¿Con un invitado? —preguntó Miren.
—A lo mejor no estaba sola. A lo mejor había alguien ayudándola en algo, dándole algo que necesitaba.
—Lo sabías, ¿verdad?
—Sí.
—¿Cómo?
—La gente habla.
—¿Y qué dijiste?
—Le dije al que me lo contó que no quería saber nada más, ni de él ni de nadie.
—¿Por qué no me lo contaste?
—Porque no sabía si era cierto y no quería repetir habladurías malintencionadas.
—¿Y bien?
Miguel tardó en contestar, porque se esforzaba en analizar todas las implicaciones.
—Te quiero, eso no va a cambiarlo nada —dijo Miguel. —Ella frunció el ceño a la espera de la siguiente frase—. Pero hay un problema…
—Miguel, Alaia tiene tan poca cosa…
—Tiene tu amistad, y diría que eso es algo que hay que proteger. Tiene una reputación, como los demás. Lo que ella haga te afecta.
Silencio.
—No tiene nada que ver conmigo.
—Tiene que ver contigo, y con nosotros, más de lo que crees. Tiene que ver con todos nosotros.
Silencio.
—O sea, lo que te molesta es lo que la gente piense o pueda decir, ¿no?
—Mi madre siempre nos decía que lo más importante que tenemos es nuestro buen nombre.
—Miguel, no lo entiendo. Yo estoy más afectada que tú —dijo Miren, tocándole el brazo—. A mí tampoco me gusta. Y también estoy enfadada. No sé por qué. Sé que durante muchos años Alaia no tuvo a nadie y ahora busca un contacto más íntimo.
—La intimidad te la puede proporcionar un solo hombre —replicó Miguel, levantando la voz por primera vez—. Lo que te dan muchos hombres es otra cosa. —Miren le apartó el brazo y se dio la vuelta hacia la pared—. He pensado en ello —prosiguió—. Pensé en exigirte que no la vieras más. Pero esperaba que tomaras esa decisión por ti misma. Sé que yo voy a mantenerme alejado de ella. Y no creo que deba venir por aquí. —Miguel sintió que la cama temblaba con el llanto de Miren—. Kuttuna, si fuera otra mujer, no diría nada —aseguró él, y se acercó para tocarle la espalda. Ella lo esquivó con una sacudida—. Si se tratara de otra chica ciega, incluso en cierto modo podría admirarla. Pero no lo es. Es tu mejor amiga. Es la chica… la mujer… con la que pasas más tiempo. Sí, se trata de las apariencias. Y se trata de Catalina. Y también se trata de mí. Me pone furioso tener que hablarte así cuando es algo que no debería tener nada que ver con nosotros. Mi tarea es protegerte a ti y a Catalina. Y lo haré.
—¿Estás diciendo que tengo que elegir?
—No he dicho eso.
Permanecieron en silencio mientras ella le daba vueltas a ese comentario. ¿Miguel había recalcado la palabra «no» o «dicho»? ¿Quería dar a entender que no pensaba darle un ultimátum? ¿O significaba que esperaba que dejara de ver a Alaia sin que tuviera que pedírselo?
Miguel se volvió y se quedó mirando la pared opuesta. Estaba furioso con Alaia, con Miren. Y estaba furioso consigo mismo, porque sabía que nunca podría decir que no fue coincidencia que aquella noche la enviara a ver a Alaia con un pescado.
* * *
—El Director —le dijo Picasso al grupo reunido en una mesa negra situada en un café de la Rive Gauche—. Podéis llamarme el Director. —Todos se rieron, pero para Picasso ni por asomo aquello fue una broma.
Llevaba más de treinta años viviendo en París, pero nunca quiso la ciudadanía francesa. España era su hogar, en su mente y en su arte. Sin embargo, nada le había llevado a tomar partido en el caos que reinaba en su país, ni cuando Franco se alzó contra la República, hasta que una simple carta lo involucró en la compleja política española. El puesto que le ofrecían era nominal y absurdo —director del Museo del Prado—, pero de gran importancia sentimental. No podía calcular cuántas horas se había pasado memorizando las obras maestras de Goya, Velázquez y El Greco mientras estudiaba en el Prado de adolescente.
Aceptó el puesto, que asumió un inesperado papel funcional a los dos meses, cuando los rebeldes de la Falange rodearon Madrid. Las bombas de los Heinkel y de la artillería de tierra estaban dañando el museo. Los combates cuerpo a cuerpo dejaban cadáveres debajo de los plátanos que flanqueaban el paseo del Prado, delante del museo. En las calles, las escenas de devastación eran casi tan inquietantes como el tríptico de El Bosco titulado El jardín de las delicias, que Picasso había devorado durante horas cuando era estudiante.
El museo estaba cerrado al público, pues los madrileños tenían asuntos más urgentes que atender que el arte. El personal del Prado había descolgado los cuadros de las plantas superiores y los había amontonado en habitaciones revestidas de sacos de arena. En aquella lucha cruenta, las tropas leales habían conseguido rechazar el ataque a Madrid mientras los miembros del gobierno huían a Valencia. Cuando Picasso se enteró, exigió que se evacuaran las obras maestras del Prado. Desde París organizó el traslado de cientos de cuadros a Valencia.
El Director se encontró con que ya no era un observador no comprometido con los sucesos de su país. Los rebeldes masacraban a sus compatriotas y amenazaban las obras maestras. Eso afectó a Picasso, y como artista y como español le indujo a atender a la invitación en cuanto llegó. Le pidieron que pintara algo para el Pabellón Español de la Exposición Universal que se inauguraría en París al verano siguiente. Si completaba un mural, serviría de pieza emblemática del pabellón.
Picasso nunca había pintado nada de ese tamaño; la idea le parecía chabacana y no le gustaba que, como artista, le hicieran ese tipo de encargos. Aunque apoyaba la causa republicana y despreciaba la manera en que Franco estaba hundiendo su espada en el cuello de España, temía que todos esperaran que produjera algo que fuera más un manifiesto político que una obra de arte. El arte surgía de las tripas, no de los encargos, dijo.
Pero había más cosas que tener en cuenta. El Director se comprometió tan sólo a pensárselo, pues no había nada malo en esperar a ver si surgía algún tema adecuado.
* * *
A Miren le costaba reconocer a algunas personas del pueblo que conocía de toda la vida. Pasar hambre los había hecho encogerse desde dentro, dejándoles sólo el pellejo, como una ropa vieja que ya no les sentara bien. En la cola formada para recoger los alimentos racionados casi todo eran mujeres, pues pocos hombres tenían la paciencia de estarse allí horas pasando frío, y casi todos los que hacían cola eran viudos, o tan viejos que la pareja necesitaba cuatro manos para transportar los escasos y preciados paquetes de comida.
En aquella cola no se hablaba mucho, y cuando se hacía era en voz baja. Dos años atrás, si se hubiera juntado esa gente habría comenzado un baile, se dijo Miren. Ahora apenas hablaban. No obstante, ella sonreía y saludaba a todos los que se cruzaban con ella, preguntándoles por su familia y su negocio. Pero sabía que ya no podía decir: «Me alegro de verte, tienes buen aspecto». No, no tenían buen aspecto. Ni: «Este año tus chorizos son estupendos». Porque ya no había chorizos. Pero sonreír no costaba nada ni obligaba a nada.
Aunque casi todos habían visto muchas veces a Catalina en el pueblo, Miren seguía pensando que valía la pena pasearla, convencida de que pasar unos minutos con una alegre criatura era beneficioso para cualquiera. Catalina ya era capaz de incorporarse y quedarse levantada al borde de su cochecito, saludando a todos los que pasaban. La gente se le acercaba. «Quiero presentaros a mi hija», decía Miren. No: «Quiero que veáis a mi hija». Lo decía como si el ver a aquella gente fuera un privilegio que su hija hubiera de recordar hasta que fuera adulta. Era una sutil diferencia, pero Miren consideraba que expresar cierto respeto no estaba fuera de lugar en una época sembrada de indignidades.
Según la tienda, la cartilla de racionamiento te permitía comprar saquitos de garbanzos o arroz, un poco de azúcar, quizá cien gramos de pan y una botella de aceite de oliva o de salsa de tomate.
Dos mujeres que había delante de Miren eran madres de chicas que habían bailado en su grupo.
—Aquí no estamos tan mal como en Bilbao —le dijo una a Miren—. Todavía podemos conseguir algo en los caseríos y en el mercado de los lunes. En Bilbao, que está lleno de refugiados y no tienen caseríos cerca, haces cola y al final no te dan nada.
—Sí, tenemos suerte —convino Miren.
Para las dos mujeres tampoco era para tanto.
Al cabo de unos minutos de silencio, Miren oyó que Catalina decía algo en su idioma particular y se incorporaba.
—¿Cómo se llama? —preguntó una chica acercándose al cochecito.
—Hola. Ésta es Catalina.
La niña, que tendría unos ocho años y llevaba una falda larga de algodón y un pañuelo blanco descolorido, lentamente dio un paso hacia Catalina, procurando que no pareciera que se estaba colando.
—¿Qué le ha pasado en la oreja?
Miren le contó la historia.
—A mí también me agujerearon las mías cuando era pequeña —comentó la niña, enseñándole una oreja a Miren.
—Y a mí —dijo Miren, y se inclinó para enseñarle las suyas.
La niña dijo que su madre estaba con «los bebés».
—Ya soy lo bastante mayor para que me den las raciones —dijo la niña.
Le sonrió a Miren y se fue con Catalina a dar palmas, cantando un estribillo que hizo que la pequeña riera y sacudiera el recio cochecito. Ayudaba a matar el tiempo, y las risitas de Catalina hicieron más llevadero el lento avance de la cola.
Miren traía un saco para transportar los paquetes y las botellas, que colocó en la proa del cochecito de Catalina tras entregar la cartilla. La chica que estaba detrás de ella recogió el pan, las judías y el arroz y las colocó en el hueco de su falda. Pero cuando le entregaron la resbaladiza botella de aceite, se le escurrió y se hizo añicos en el suelo.
La niña soltó un chillido y los sacos de arroz y judías se le cayeron de la falda, junto con el pan, hasta que todo quedó desparramado alrededor de la botella rota. Miren se volvió al oír el ruido de cristales rotos y recogió los demás alimentos para impedir que se estropearan en el aceite vertido.
—Mi madre —le gritó la niña a Miren—. Mi madre.
—No pasa nada —dijo Miren en voz baja—. Venga, lo arreglaremos.
—Mi madre… el aceite… —se lamentaba la niña.
Miren vació el saco que había traído y dejó sus raciones en el cochecito. Le entregó el saco a la niña para que transportara los paquetes.
Un poco más calmada, la niña seguía negando con la cabeza, con profusión de lágrimas y moco.
—Gracias —dijo—. Mi madre…
—Ahora ten cuidado —le advirtió Miren, empujando el cochecito hacia su casa.
Mientras ponía las bolsas de arroz y judías dentro del saco, la niña vio dentro una botella entera de aceite de oliva.
—¿Qué? —chilló cuando Miren ya se había alejado. Ésta la saludó con la mano y continuó.
Desde que hablara con Miguel de Alaia, a Miren le había inquietado la tensión que existía con su marido. Ahora se preguntaba cómo reaccionaría cuando le contara que el aceite de oliva que tenían para pasar la semana se le había caído en el suelo de la plaza.
* * *
Aunque eficaz, el bloqueo rebelde de los principales puertos vizcaínos no pudo ahogar por completo la entrada de armas y alimentos en España ni la evacuación de refugiados a Francia. Al otro lado de la frontera, en San Juan de Luz, Dodo Navarro cultivaba contactos solidarios que donaban cereal, patatas y otros alimentos, mientras los dos patroiak no tenían el menor problema en encontrar a gente dispuesta a salir de España ante la llegada del ejército fascista. José María Navarro y Josepe Ansotegui a veces desembarcaban la carga en Lekeitio, o desafiaban el bloqueo rebelde y subían el Nervión hasta el comienzo de Bilbao, donde la afluencia de refugiados había incrementado enormemente el problema del hambre.
Durante un tiempo, las cañoneras rebeldes rara vez se paraban a inspeccionar los barcos más pequeños de la flota de Lekeitio. Pero ahora que el contrabando ya no era tanto de comida como de armas y municiones se mostraban más insistentes.
Josepe Ansotegui ideó una manera eficaz de ocultar el contrabando. Las barcas llegaban a las peladas grutas cercanas a San Juan de Luz y otros puertos de las inmediaciones, donde Dodo y sus amigos cargaban en la bodega sacos de patatas o cereal, o cajas de rifles y munición. Mientras pescaban en el camino de regreso a través de la bahía de Vizcaya, rumbo al bloqueo, Josepe, José María y la tripulación cubrían la carga de la bodega con anchoas o lo que hubieran pescado.
Unas pocas redadas de anchoas o sardinas bastaban para desanimar a los que subían a inspeccionar sus barcas. Algunas veces el Egun On o el Zaldun eran abordados para una inspección, pero ni la armada rebelde ni la Guardia Civil se metía en una bodega para ver lo que había debajo de la pesca de un día.
Si la carga que llevaban aquel día eran personas, se les decía a los pasajeros que se taparan la nariz y se quedaran bajo el pescado. Muchos respondían con un gruñido de desagrado, pero cuando les detenía la cañonera rebelde no les costaba nada sepultarse bajo el hediondo pescado.
En una ocasión, un guardia, con el arma automática ante el pecho, le ordenó a Josepe que abriera la bodega. El guardia observó la escotilla mientras Josepe y José María intercambiaban una mirada, rezando en silencio por que los refugiados contuvieran el aliento y no se movieran bajo el peso de las sardinas.
El guardia aspiró suavemente, se estremeció y le hizo seña a Josepe de que cerrara la escotilla.
—Estúpidos vascos —dijo, y se dirigió hacia su lancha, amarrada al lado.
—Sí, sólo somos pescadores —replicó Josepe.
—Y además feos —añadió José María.
—Y olemos a pescado —prosiguió Josepe mientras el guardia desembarcaba.
—Pobres de nosotros —se lamentó José María.