Capítulo 13

Miguel estaba en contra de la tradición porque le parecía una profanación. Pero Justo insistió y Mariángeles y Miren fueron cómplices de la conspiración. A Catalina le agujerearían las orejas, al igual que habían hecho con Miren a su edad.

Entre las muchas ventajas genéticas de ser vasco, les recordó Justo, estaba el contar con unos lóbulos bien grandes en las orejas. Los ancianos agujereaban los diminutos lóbulos de las niñas y les ponían unos adornos como declaración de su pureza vasca. Sin recato alguno a la hora de proclamar lo que percibían como una superioridad racial, desarrollaron una etiqueta desdeñosa para los forasteros: «Orejas cortas». Así pues, a Mariángeles y a sus hermanas les agujerearon los lóbulos cuando aún dormían en la cuna, y también a Miren. Y aunque Miren se sometió a la tradición, no sabía cómo llevar a cabo la operación y le dejó la tarea a la amuma Mariángeles, experta en la materia.

Se congregaron en Errotabarri para la ceremonia y Miren dejó a Catalina sobre la mesa, donde se retorció y balbució y levantó las manos, abriendo y cerrando los deditos para recordarles a aquellos seres grandes y ausentes que prefería que la cogieran en brazos.

El proceso era tan tradicional como el hecho en sí. Una pequeña aguja de coser desinfectada al fuego y un fino hilo de seda por el ojo. Se cortaba un trocito de patata cruda de manera que encajara detrás del lóbulo para dar resistencia. Se cogía al bebé en brazos para que no se moviera; se penetraba el lóbulo con la aguja y se dejaba el hilo para impedir que el agujero se cerrara. Todos los días se ponían unas gotitas de aceite de oliva que actuaban de lubricante y se tiraba del hilo adelante y atrás para mantener el conducto abierto hasta que curaba lo suficiente para poder insertarle un aro diminuto.

—Miguel, éstos son los pendientes que Miren y yo llevamos de pequeñas —dijo Mariángeles, y sacó de una caja los diminutos lauburus de plata que llevaban sujetos unos aritos finos como un hilo.

Aunque eran cuatro contra uno, Catalina se retorcía y casi podía con ellos. Justo le sujetaba la cabeza, pero se dedicaba más a acariciarle el fino pelo oscuro; Miguel le sostenía los brazos, pero no quería hacer fuerza para no dejarle marcas; Miren la agarraba por las piernas, pero, siempre que Catalina las movía, la resistencia de Miren tan sólo le daba un punto de apoyo para poder lanzarse contra Justo.

—Dios mío, ni que estuviésemos sacrificando un carnero —les riñó Mariángeles—. Pero si es un bebé…

Siguieron con su pasiva sujeción, aunque fingieron más energía poniendo una expresión más severa. Mariángeles siguió clavando la aguja, y cuando penetró en la oreja de Catalina, ésta chilló, aunque no se retorció con fiereza, y el hilo quedó colgando del orificio mientras Mariángeles limpiaba las pocas gotitas de sangre. Los sollozos apagados de Catalina provocaron la relajación de quienes la sujetaban, y cuando la aguja inició la segunda penetración, el forcejeo rebosante de adrenalina de la niña pilló desprevenidos ajusto, Miren y Miguel. Catalina retorció la cabeza dentro del suave abrazo de Justo y voló la sangre.

—¡Mierda! —Era la primera palabrota que le oían decir a Mariángeles.

Ésta intentó contener la sangre con la falda mientras los berridos de Catalina mortificaban a sus padres. Cuando la pequeña se calmó lo bastante para examinarla, quedó claro que la sacudida había causado que la aguja dejara un corte en el lóbulo.

—¿Se curará? ¿Quedará bien? —preguntó Miren, frenética.

—Quedará bien. Se curará. Creo —dijo Mariángeles—. Dentro de unos meses podemos intentar hacer el agujero un poco más arriba.

Agotada, Catalina gimoteaba y sollozaba en la mesa, y extendió los brazos en dirección a Miren. Mariángeles, con un profundo sentimiento de culpa y el temor de que su nieta la hiciera responsable toda la vida, le entregó el bebé a Miren.

La callada frustración de la sala sólo era interrumpida por los sonidos de los sorbidos de Catalina, hasta que Miguel se echó a reír, en voz baja al principio, luego a carcajadas. Los demás se quedaron mirándole.

—Miguel —dijo bruscamente Miren.

—Dios mío —exclamó él—. Mírala, nuestra perfecta hijita va a pasarse la vida pareciéndose a su atxitxa Justo.

Justo se pasó los dedos por los bordes de su oreja recortada y no pudo contener una sonrisa que le levantó tanto las mejillas que se le entrecerraron los ojos.

* * *

Jean-Claude Artola le dijo a Dodo que el socio con el que tenía que encontrarse estaría en un local de la Rué de la Republique, el Pub du Corsaire. El bar de los Corsarios. Sabía que San Juan de Luz tenía fama no sólo por ser el puerto de los renombrados balleneros vascos, sino por haber servido de guarida a los piratas y corsarios más codiciosos y sanguinarios que habían surcado los mares desde el siglo XVII. Dodo entró y se vio en el interior de un barco corsario de roble oscuro. Unos faroles dorados arrojaban luz entre las sombras. Una cubierta de roble y unas recias cuadernas unían los falsos genoles a la cubierta superior. En el medio, el mástil principal bajaba hasta la quilla. La barra discurría perpendicular al bao, hasta el lado de babor de mitad de la nave. Casi sentía el oleaje del mar.

—Me siento en casa —dijo hablando solo.

Había unas pocas mesas y reservados cerca de la «proa» y Dodo se sentó al final de ésta. Una mujer que estaba sentada con unos amigos enseguida se levantó para marcharse; tenía un perro dormido a los pies.

Allez, déjeuner —le dijo al animalillo de pelo hirsuto mientras se acercaba a Dodo.

¿Déjeuner? Almuerzo. Captó la divertida implicación.

—Debe de haber comido en España últimamente —le comentó Dodo. La mujer llevaba un amplio cinturón que ceñía su falda bajo una blusa holgada y parecía hacer juego con la decoración. No desentonaría paseándose por la cubierta con los corsarios, se dijo Dodo. Se la imaginó haciendo pequeños hurtos y maldades femeninas. Ésa era una mujer, se dijo, con la que un hombre podría armar muchos alborotos.

Al cabo de un momento descubrió que se trataba de Renée Labourd, la mujer con la que debía contactar. Transcurridas unas semanas eran compañeros, atraídos sobre todo por lo que de ellos mismos veían en el otro. Para Dodo, Renée tenía la insinuación de lo salvaje. Para Renée, Dodo era el espíritu de su padre en sus facetas más interesantes.

Renée percibió el potencial de Dodo y comenzó a instruirlo en las artes crepusculares, el travail de la nuit, que había sido el negocio familiar durante generaciones. Su madre y su padre regentaban un pequeño auberge en la carretera que salía de Sare. El pueblo, que quedaba al este de San Juan de Luz, estaba situado cerca de tantos pasos montañosos a lo largo de la frontera francesa que se consideraba la capital de los contrabandiers que se dedicaban a ese próspero comercio no autorizado de exportación e importación. Durante varias generaciones, la familia Labourd había alquilado habitaciones cuyas ventanas cubiertas por postigos y con jardineras daban a las montañas, sirviendo una exquisita cocina vasco-francesa a los del pueblo y a los huéspedes. Pero su verdadero trabajo era pasar mercancías al otro lado de la frontera.

Renée, tras oír el relato que le hizo Dodo de sus desastrosas primeras noches en las montañas, le instruyó en la práctica y la filosofía del negocio. La manera creativa de eludir impuestos ilegítimos, aranceles injustos y embargos absurdos no tenía connotaciones negativas entre los que vivían allí, subrayó Renée. Allí la frontera era un adorno; ninguno de los que residían a ambos lados la reconocía, pues sus familias eran anteriores a los repartos azarosos de los mapas.

Los padres de Renée la habían utilizado de señuelo o para distraer a la Guardia Civil o a los gendarmes desde que ella era pequeña, cuando los engatusaba con un baile, una canción o un cuento mientras mère y père pasaban junto a ellos con cualquier cosa más pequeña que un elefante acarreando un piano. Algunas noches era algo tan sencillo como transportar cajas de vino francés y queso; otras veces algo tan complicado como llevar una manada de caballos por empinados pasos.

Una noche, tras haber dejado su entrega, Dodo y Renée cruzaron de la mano el puesto fronterizo francés como si fueran dos amantes que disfrutan de la luz de la luna. Mientras pasaban, llamaron a los guardias fronterizos para que fueran a investigar alguna actividad sospechosa en una zona cercana. Dodo y Renée se detuvieron y vieron cómo los dos guardias cogían sus armas y se adentraban en la oscuridad. Cuando los guardias se hubieron marchado, los dos se adentraron en la garita, ahora vacía, se embolsaron todos los impresos en blanco para utilizarlos en algún momento, recogieron toda la munición que pudieron e hicieron el amor sobre el escritorio del capitán.

* * *

Miguel caminó despacio, sin hacer ruido, y cuando estuvo cerca del arroyo se acurrucó cubierto por unas matas. Tenía que coger peces, pero aquello ya no era un pasatiempo. Ahora se trataba de matar el hambre. Así que, como casi todas las demás cosas de la vida, ahora era un trabajo más serio, más duro. Pero aquel día había seis truchas que había sacado de un arroyo en el que hacía tiempo que no pescaba. Dos le servirían de cena, dos serían un bonito regalo para Mendiola para complementar la alimentación familiar, otra alegraría la cena del viudo Uberaga, su vecino, y le sobraría una.

Miren agradeció la consideración de su marido, y en cuanto acabaron de comer se dirigió a la cabaña de Alaia con la esperanza de entregarle la trucha antes de que se preparara la cena. Miren nunca había oído quejarse a Alaia, pero seguro que la escasez de comida la afectaba tanto como a los demás. Vender pastillas de jabón baratas en el mercado no podía proporcionarle muchos ingresos.

—Alaia, mira qué te ha traído Miguel para… —comenzó a decir Miren mientras entraba por la puerta.

Pero cuando entró no vio a Alaia, sino un culo pálido y arrugado subiendo y bajando.

—Aaaaajjj. —Era el viejo Zubiri, al que no reconoció hasta que el grito lo hizo desmontar presa del pánico y subirse los pantalones, que llevaba por los tobillos. Como no se había quitado las botas, todo lo que Zubiri tuvo que hacer fue ponerse en pie, subirse los pantalones y salir pitando por la puerta que Miren había dejado abierta. En ningún momento se le había movido la txapela de la cabeza.

Miren no dijo nada. Se quedó helada con el pescado en la mano.

Alaia se incorporó en la cama, aspirando profundamente, y se preparó para el inevitable interrogatorio de Miren. Pero ésta se había quedado muda.

—¿Miren?

Ésta se encontraba paralizada por dos revelaciones: que alguien de la edad de Zubiri practicara el sexo y que su amiga, que ahora estaba desnuda junto a su cama, fuera tan hermosa que no pudiera dejar de mirarla. Tenía una figura exuberante, de curvas armoniosas y abundantes, y unos pezones tan redondos y morenos como castañas.

—Miren… oh. —Alaia percibió el desconcierto de Miren y recogió su vestido. Tanteó despacio el cuello hasta encontrar la abertura que identificaba con la parte de delante y se lo metió por la cabeza.

—¿Miren? —dijo mientras se alisaba el vestido.

Miren consiguió mantener la compostura y dejar el pescado en la mesa.

—Te he traído una trucha —anunció—. Si tienes hambre, te puedo ayudar a freírlo.

—Dilo, Miren.

—Alaia, ¿cómo puedes estar enamorada del viejo Zubiri?

La carcajada de Alaia dejó petrificada de nuevo a Miren.

—No estoy enamorada de Zubiri —dijo—. No somos más que socios comerciales.

—Entonces, ¿por qué…? No parecía que tratarais de… negocios.

—Él me trae comida, cosas que necesito para hacer jabón, y leche y madera para la estufa —contestó Alaia.

—¿Y tú?

—Le ayudo con cosas que necesitaba hace mucho tiempo.

¿Cómo era posible que Alaia trocara su cuerpo por cosas que ella le habría dado encantada? Si necesitaba ayuda o comida, sólo tenía que pedírselo. Miguel le cortaría y le apilaría leña. Sus padres la ayudarían. No tenía por qué recurrir a eso.

—Miren, no es sólo Zubiri. Hay otros. Y no voy a decirte quiénes son porque no quieren que se divulgue. Algunos, de hecho, prefieren no pensar que sé quiénes son.

—¿Tienes muchos socios?

—Miren, sé lo que hago. No tengo que pedir disculpas, pero te recordaré que pasé dieciocho años en un convento. Crecí con docenas de monjas. —Miren farfulló algo tan bajito que Alaia no pudo oírla—. Miren… soy mayor. Lo hago porque quiero. Si te preocupas por mí, te lo agradezco, pero te lo puedes ahorrar.

Miren tampoco era una experta en las relaciones sexuales y sabía que era más cándida que mojigata. Y si Alaia quería saberlo, gozaba del sexo, tanto que pensaba en ello casi todo el día mientras Miguel trabajaba. Pero lo de Alaia era otra cosa.

—¿Incluso con un viejo? —preguntó Miren—. ¿Te gusta?

—Sigue siendo algo íntimo —le explicó Alaia—. A él le satisface una necesidad, y te prometo que, aunque a lo mejor no te lo creas, teniendo en cuenta la relación que tienes con Miguel, a mí también me ayuda.

—¿Lo haces con cualquiera?

—No hago preguntas porque no quiero que me hagan preguntas a mí —repuso Alaia—. Sé quiénes son. Los oigo en el mercado. Los reconozco a casi todos, aunque ellos prefieren pensar que no. Si sé que el hombre que aparece en la puerta es un hombre casado, me comporto como si viniera a comprar jabón y le digo que sólo vendo los lunes en el mercado. Pero tampoco los juzgo. No soy quién para ello.

Miren se había puesto roja: los olores, el murmullo del arroyo, el darse cuenta de que su mejor amiga era una… ¿qué? ¿Cómo llamarla?

—Espero no haberlo espantado para siempre —dijo al fin—. Detestaría ser responsable de que tu negocio vaya mal. A lo mejor te costaría encontrar más clientes buenos.

—Creo que volverá —especuló Alaia—. He de acordarme de echar el pestillo cuando tengo un invitado. Creo que eso le proporcionará la suficiente seguridad. Te pediría que cuando veas al señor Zubiri por el pueblo no lo señales con el dedo. No quiero que lo que pasa aquí traspase las paredes del convento.

Miren se acordó de que Alaia no podía tener hijos, cosa que respondía a una de las muchas cuestiones prácticas que despertaban su curiosidad. ¿Cómo se enteraba la gente si ella lo mantenía en un estricto secreto? ¿Cómo evitaba que coincidieran más de uno en su casa? ¿Tenía un horario? ¿Luego les vendía el jabón? Luchó por contener su curiosidad y recordó las palabras de su tío Xabier una vez que ella le pedía que le explicara el carácter débil de alguien del pueblo.

—Bueno, estamos aquí para ser testigos, no para juzgar —le dijo Miren a Alaia, haciéndose eco de las palabras de Xabier.

—Buena chica —replicó Alaia—. No espero que lo entiendas, sólo que confíes en mí.

—Tengo que decirte, Alaia, que he sido testigo de imágenes que quizá nunca olvide.

—¿No ha sido una visión agradable?

Miren no lo dijo, se sentía demasiado dolida para intentar un comentario ingenioso, pero pensó que era la primera vez que envidiaba la ceguera de Alaia.

* * *

El sacerdote corrió la celosía que aseguraba el anonimato del confesor.

—Bienvenido, hijo —dijo, y se sintió un poco ridículo al saludar así a un hombre que ya había cumplido los cuarenta. Pero era el protocolo.

—Perdóneme, padre, porque he pecado —pronunció una voz en el habitual tono bajo y serio que exige la situación—. Ha pasado ya una semana desde la última vez que me emborraché con mi sacerdote.

—Eso te costará diez padrenuestros y otra botella para el sacerdote. Pero, por ser nuestro nuevo presidente, se te conmuta la penitencia.

A veces, cuando no encontraba a Xabier en la rectoría, Aguirre se arrodillaba en otro confesionario y hablaba con otro sacerdote. Esa posición de confianza se había hecho más importante en meses recientes. El gobierno republicano, en una medida que le garantizara la ayuda de los vascos en su lucha contra los rebeldes, les había otorgado el estatus de nación. Como era de esperar, Aguirre había sido nombrado presidente, y juró el cargo en Gernika en una ceremonia que quiso ser sobria. No tenía mucho sentido anunciar el acontecimiento a los posibles asesinos franquistas, a quienes ese día no les habría gustado su mensaje.

—Servidor de Dios, sobre suelo vasco, en recuerdo de mis antepasados vascos, bajo el árbol de Gernika, juro cumplir fielmente mi cargo —dijo Aguirre antes de leer su declaración sobre la guerra—. Nos declaramos en contra del movimiento rebelde, que es subversivo y contrario a la autoridad legítima y hostil a la voluntad de la nación, y a ello nos obliga la profundidad de nuestros principios cristianos. No creemos que Cristo predicara la bayoneta, la bomba o el explosivo de alta potencia. Hasta que el fascismo sea derrotado, el nacionalismo vasco permanecerá en su puesto.

En una época en que los espías, los confidentes y los adversarios políticos podían arrojar sombras sobre alguien en la posición de Aguirre, sus encuentros con el padre Xabier en el confesionario de la parte de atrás, medio oculto por una columna de cemento, ofrecían una anhelada intimidad.

—Malas noticias —anunció en voz baja Aguirre.

—¿Es que esperábamos otras?

—Los obreros y los campesinos intentan defender Badajoz contra los rebeldes de Franco, y, sorprendentemente, lo hacen bastante bien —continuó Aguirre—. Pero las tropas africanas que luchan con los rebeldes estaban tan hartas de la resistencia que los llevaron a todos a la plaza de toros y los ametrallaron.

—Malditos sean —dijo Xabier, olvidando dónde estaba.

Aguirre calló.

—Cuatro mil muertos.

—Dios bendito. En el nombre de la Iglesia, claro —añadió Xabier, sarcástico.

—Claro. El devoto de Franco.

Oyeron acercarse unas fuertes pisadas y callaron.

Reemprendieron la conversación, y Xabier susurraba ahora tan cerca de la rejilla que olía el tabaco del aliento de Aguirre.

—No es una cuestión de devoción. La Iglesia cuenta con mucho poder, por lo que Franco ondea la bandera del catolicismo. No me sorprende que él intente explotarlo, lo que me sorprende es que la Iglesia sea cómplice.

—¿El Vaticano entiende realmente lo que Franco está haciendo?

—Ésa es la guerra que yo libro: el frente romano —dijo Xabier—. Los obispos de Vitoria y Pamplona han divulgado una carta en la que condenan a los católicos vascos que apoyan nuestra causa, pero, por suerte, el vicario general rechazó la carta. De manera que nos enfrentamos a una división que podría tener desagradables consecuencias.

—¿Les has dicho algo a los obispos? —preguntó Aguirre.

—Yo no soy más que ayudante del párroco, y los prelados no van a renunciar a la mitra sólo porque yo se lo pida.

—¿Eso te crearía problemas con los superiores?

—¿Te refieres al Vaticano o a Dios?

Aguirre se rió más fuerte de lo que debía. Se callaron y aguzaron el oído por si oían pisadas.

* * *

Miren no podía advertir a Miguel ni alertar a su padre, pues temía que los dos sintieran repugnancia y la reprimieran físicamente. Nunca entenderían los problemas a los que se enfrentaba, el trastorno que le causaba y el dolor que había soportado. Miren estaba segura de que esa crucial decisión debía tomarla sola y atenerse a las consecuencias. No tenía más opción que cortarse el pelo.

Colgaba sobre zonas molestas cada vez que se inclinaba sobre Catalina para cambiarla. Y siempre que se echaba el bebé al hombro para darle unas palmaditas y que se durmiera, la niña agarraba puñaditos e intentaba escalar ayudándose del pelo. El dolor le llegaba a Miren a lo más hondo. Además, perder el tiempo en vanos esfuerzos para mantenerlo parecía imperdonable. Mariángeles lo comprendió y le sorprendió que Miren hubiera tardado tanto en decidirse. Se ofreció para cortárselo.

—Estás casada, tienes un marido bueno y comprensivo —le recordó Mariángeles cuando a Miren le entró el canguelo al ver las tijeras—. Te encontrará igual de guapa con el pelo corto. A lo mejor hasta piensa que tiene una nueva esposa.

—Mejor que no —protestó Miren—. Me pregunto si debería haberle pedido permiso.

—Ahora ya es demasiado tarde —dijo Mariángeles mientras cortaba casi dos palmos de trenza de un tijeretazo—. Bueno, ya está. ¿Te sientes más ligera?

—Y más alta —aseguró Miren mientras recogía el pelo y hacía ademán de deshacerse de él.

—Espera, tengo una idea. —Mariángeles cogió otra cinta y ató el extremo que había cortado, de manera que la trenza quedara asegurada en ambas puntas y no se deshiciera. A continuación cortó y alisó los bordes de lo que quedaba de la melena, colocándola en torno a la cara de su hija. Miren parecía una matrona joven, guapa y madura.

Aquella noche, cuando Miguel volvió de las colinas, Miren fue corriendo a recibirlo, levantando las puntas del pelo hacia el costado de la cara para que Miguel lo viera enseguida. Dio un giro para que volara el pelo, se detuvo de cara a él y le dedicó su sonrisa más seductora.

—Me gusta —dijo Miguel—. Me gustaba largo. Me gusta corto. Me gusta.

—Temía que te enfadaras —comentó Miren, aliviada—. Pensaba que no querrías saber nada de mí hasta que volviera a crecerme.

—Ahora es diferente —replicó Miguel—. Antes éramos jóvenes y ahora somos padres. Las cosas han cambiado. Está precioso. Incluso mejor. Más fresco y más fácil de cuidar.

Miren temía que su padre fuera menos comprensivo. Cuando era joven y tenía el pelo demasiado largo y tupido para poder manejarlo con sus manitas, se echaba sobre la mesa de la cocina, con el pelo colgando del borde y llegando casi hasta el suelo. Justo se sentaba en una silla, cepillaba los mechones y le hacía trenzas, y todo el rato le decía en broma que era como si almohazara el caballo de un picador. Incluso cuando Miren era adolescente, entraba en la habitación principal en camisón y le daba el cepillo y la cinta para el pelo a su padre.

—Papá, ¿me arreglas el pelo?

Él nunca dejaba pasar la oportunidad.

Cuando ella y Miguel llegaron a Errotabarri aquella noche, Catalina dormía en la popa del carrito y Miren supo enseguida que se enfrentaría a un público difícil.

Jainko, maitea! ¿Qué te has hecho? —gritó Justo cuando llegaron.

—Papá, es que Catalina siempre me tiraba del pelo y me dolía, y he tenido que cortármelo.

—Pero era precioso. Me encantaba tu pelo —dijo él, con una inmediata nostalgia—. ¿Tenías que hacerlo?

—Lo he hecho, papá. Pero tengo un regalo que espero que te haga feliz y te ayude a perdonarme.

Miren le entregó a su padre una pequeña caja rectangular que Miguel le había hecho para guardar cuatro cadenitas y pendientes. Ahora la rodeaba una cinta y la remataba un lazo. Justo la abrió como si fuera Navidad y se echó a reír.

—Gracias —dijo—. Es perfecta. —Sacó la larga trenza de la caja—. Gracias por guardármela —repitió—. Estoy emocionado. Me sorprende que Miguel renuncie a esto.

—Tengo el resto del pelo, la cabeza que hay debajo y la mujer que lo hizo crecer —replicó Miguel—. Esta parte te pertenece a ti. Por lo que he oído, invertiste mucho tiempo en su crecimiento.

Justo cogió un clavo y un martillo y clavó la trenza en la repisa de la chimenea.

—La guardaré en este lugar de honor —dijo.