Casi ninguno había tenido nunca gran cosa, de manera que no era la pobreza lo que inquietaba a los del pueblo. A algunos ni siquiera les preocupaba la plaga de robos y hurtos en las tiendas, pues el hambre carcomía los principios de la gente. Muchos lo comprendían, lo reconocían como la naturaleza humana, e incluso se lo habían planteado en sus peores momentos. Sólo era para comer, de manera que el daño solía ser pequeño, una ventana o una puerta rota.
Pero ahora algo más amenazante inundaba la atmósfera; una amenazante incertidumbre que crepitaba en el aire, y en la suspicacia que recorría las calles y que hacía que la gente bajara la cabeza en lugar de mirar al frente, y en la noche, que llegaba en medio del sonido de cerrojos chasqueando tras las puertas.
A Miguel le parecía que muchos se retraían aún más, haciéndose más pequeños, impenetrables. Veía a esos tipos todos los días, aunque éstos no desearan ser vistos. Les hablaba todos los días, aunque no quisieran responder. Levantaban la vista como si hubieran estado inmersos en una nube de pensamiento, tosían un apresurado saludo y se alejaban en busca de un lugar donde desaparecer.
Otros no habían cambiado; lo paraban por la calle y bromeaban acerca de las circunstancias, y le preguntaban por el negocio y por su esposa.
—Hasta que la gente empiece a comerse los muebles, el negocio irá flojo —bromeaba Miguel cada vez, para ahorrarse la energía de inventar nuevas respuestas.
Miguel había conseguido seguir teniendo trabajo gracias a los pequeños pedidos: un arcón para regalar a unos recién casados, alguna vitrina, un aparador. Casi todos con un perfecto acabado, para aquéllos del pueblo que aún tenían un poco de dinero y deseaban objetos que duraran cuando llegaran tiempos mejores.
Cuando a Miren comenzó a crecerle la barriga, Miguel empezó a construir la cuna. Su esbelta mujer se adentró en el embarazo sin abandonar sus otras tareas, con generosidad y con una energía que se contagiaba a quienes la rodeaban. Su fina figura de bailarina comenzó a redondearse, y le encantaba cómo las blusas se le tensaban en la tripa. Si la gestación hacía que algunas mujeres estuvieran demasiado indispuestas o se sintieran incómodas con las relaciones íntimas, en Miren tuvo el efecto opuesto, pues se volvió cada vez más libidinosa.
Después de construir la cuna, Miguel pintó un pez que saltaba del agua en el cabezal. En el pie pintó una bailarina, las manos y una pierna levantadas.
—Y cuando nazca el bebé y veamos si es niño o niña, le pintaremos el nombre en la cabecera —le dijo Miguel a Miren una noche.
—Yo no lo haría —contestó ella.
—¿Por qué? Pasará de padres a hijos.
—Porque, querido, no quiero que cada uno de nuestros hijos tenga una cuna diferente.
Miguel sólo había pensado en el primero. Había estado tan concentrado en el proceso, tan obsesionado con el niño que iba a tener con Miren, que no había considerado que podrían venir otros. Desde que ella lo mencionó, le gustaba la idea.
—Muy bien —dijo pasándose la mano por el pelo y apretándose la nuca—. ¿Y si simplemente pongo «Navarro» en el cabecero? Así servirá para todos los que tengamos.
Esperaba que la paternidad alterara su vida, que añadiera responsabilidades y ciertas restricciones. Pero no se imaginaba que pudiera afectar a su negocio de carpintería. Se descubría apartándose de sus clásicos encargos y construyendo cosas para la futura Catalina, empezando con juguetes y muebles y pasando a cosas que seguramente no podría utilizar hasta pasados muchos años.
Cuando acabó la cuna, Miguel inició la construcción de una silla alta para que la niña pudiera sentarse con ellos a la mesa. Luego construyó una serie de sillas y una mesa para que la niña lo utilizara cuando invitara a sus amiguitos a tomar un imaginario té. Construyó un caballito de madera sobre ruedas para que la niña pudiera arrastrarlo, sólo que en lugar de un caballo hizo un carnero. Cogió un cráneo de carnero blanqueado por el sol con unos cuernos redondeados que había visto en Errotabarri, pintó el hueso de oscuro para que no diera tanto miedo, afeitó los cuernos para que no fueran tan peligrosos y lo pegó al armazón del juguete.
Mendiola siempre reprendía a Miguel por construir demasiado, afirmando que sus proyectos obedecían más a la tolerancia de un astillero que de una carpintería. En parte para responder a la crítica de Mendiola, Miguel diseñó el cochecito de Catalina en forma de barco. Los lados estaban hechos de roble en tingladillo y los bordes superiores parecían la borda de un navio y se unían en la puntiaguda proa. A Miguel le gustaba el tema de la pequeña «embarcación», y le enseñó a Mendiola lo fácil que era empujarlo gracias a sus enormes ruedas.
—Y la capota puede bajarse para las tormentas marinas, ¿verdad?
—Es posible que haya que sacarla a dar un paseo en días de mal tiempo, desde luego —contestó Miguel—. ¿Por qué no construirlo para que dure? ¿Quién sabe cuántos niños van a acabar utilizándolo?
—Y si acaba habiendo una inundación, en lugar de llevarla a pasear la puedes llevar a navegar, ¿no es eso?
—Y pescar al mismo tiempo —dijo Miguel.
Pronto apenas se podía caminar entre la cantidad de muebles que había en la casa. Miren observaba cada mueble como un tesoro familiar y se maravillaba ante la habilidad de su marido, pero señalaba lo poco práctico que resultaba almacenar tanto mueble infantil. Cuando les mencionaba esa abundancia a otras madres que conocía, algunas expresaban interés en comprar lo que Miguel ya había hecho, o en encargar algo parecido para sus hijos.
Su negocio evolucionó, disminuyendo la demanda de armarios, arcones y sillas y aumentando la de muebles para niños. El que además grabara en cada cuna el nombre de la familia también despertaba el interés y le permitía cobrar precios más altos, pues se valoraban como posesiones que pasarían de padres a hijos. Miguel tenía que negarles con mucho tacto ese servicio a algunos clientes. Cuando Cruz Arguinchona le pidió una cuna para su bebé, Miguel tuvo que dividir el nombre en dos partes, cosa que Cruz comprendió y agradeció. Pero cuando Coro Cengotitabengoa le encargó la suya, Miguel le dijo que si quería grabar el nombre tendría que utilizar el cabecero, los pies y los laterales.
Se decidieron por una bonita incrustación de madera con el lauburu.
Antes de que Catalina cumpliera el mes, Miren ya ni se acordaba de cuando no era madre. Por las noches, Catalina lloraba o gemía unas pocas notas antes de que ambos padres se levantaran. Miguel a menudo se acercaba a la cuna, que estaba junto a su cama, cogía a Catalina, la cambiaba y la limpiaba, y a continuación se la daba a Miren para que la amamantara. A veces Miren se sentaba en la mecedora que Miguel había construido y le daba de comer mientras la arrullaba. Otras veces simplemente doblaba los almohadones en la nuca y se incorporaba. Entonces Miguel colocaba su almohadón detrás en forma de cuña y, sin importarle la hora y lo pronto que tuviera que ir al bosque, contemplaba aquel sublime vínculo.
—Astokilo, duérmete, no hace falta que estés despierto —le decía ella siempre a Miguel—. En este proceso no puedes hacer nada.
Pero siempre esperaba a que Catalina hubiera acabado y Miren le hubiera dado el golpecito en la espalda antes de devolverla a la cuna. Le besaba la frente, olía su finísimo pelo y el aliento a leche que exhalaba al dormir. Regresaba a la cama, besaba a su mujer, que a menudo ya se había vuelto a dormir, y le daba las gracias por amamantar a la niña.
Por las noches, Miguel y Miren se sentaban el uno junto al otro y le hacían fiestas a Catalina. Después de todo, no había nacido bebé más inteligente, hermoso y que se portara mejor. ¿Por qué nadie les había hablado de las maravillas de la paternidad? ¿Has visto cómo me ha agarrado el dedo? Eso debe de ser un signo de precocidad. Mira, fíjate en cómo sus ojos siguen mi cara cuando la muevo de un lado a otro. Y esa sonrisa. Cuántos corazones romperá en cuanto le salgan los dientes.
Miren enseñó a bailar a Catalina antes de que ésta sostuviera la cabeza. Colocaba a la niña sobre la hamaca de su falda y extendía las manos para que Catalina pudiera agarrarse a los pulgares. Entonces Miren levantaba los brazos de su hija por encima de la cabeza y los movía a un ritmo suave.
—Así es como se baila la jota —decía. Entonces le cogía los piececillos y le besaba los tiernos arcos hasta que Catalina emitía una risita que sonaba como campanillas. Retorcía los pies como si ejecutara una danza rápida.
—Niña mía, algún día serás la mejor bailarina de Gernika.
Cuando Catalina, sobre el hombro de su madre, veía a Miguel, comenzaba a dar furiosas pataditas, emocionada.
—¿Siempre es igual? —protestaba Miren en un tono infantil—. Papá para la jarana, mamá para la comida.
—Pero le dejaremos a mamá las clases de baile —decía Miguel, con ese tono agudo de entusiasmo que encantaba a su hija.
Los padres nunca se cansaban de contemplar a su hija: su piel clara, el pelo negro y ensortijado, los ojos oscuros y almendrados que ya comenzaban a parecerse a los de su madre.
* * *
Todo comenzó con Josu Letamendi, un vecino que ayudaba a Alaia Aldecoa a reunir los aromas para sus jabones. Él disfrutaba tanto de su compañía que a menudo le cortaba leña, le encendía el fuego, le avivaba el agua y le limpiaba. Charlaban de muchas cosas mientras paseaban por el campo, o mientras él medía porciones de ingredientes para sus jabones.
Josu nunca había sido un chico apuesto, y tenía un gran cabezón enmarcado por dos orejas perpendiculares. Ni en la escuela ni en la erromeria las chicas le prestaban mucha atención, y él se sentía más cómodo con Alaia que con ninguna de las otras chicas del pueblo, aun cuando ésta fuera mucho más hermosa y exótica.
A veces, cuando estaban en la cabaña, a Josu le era mucho más fácil poner una mano en cada uno de los hombros de Alaia y dirigirla al tarro o recipiente que contenía el ingrediente que precisaba. Alaia en ocasiones deseaba sentir las manos de Josu. Una tarde, él la colocó delante de la leche y de una marmita. En lugar de tantear en busca de sus ingredientes, Alaia retrocedió un poco, lentamente, y su espalda tocó el pecho de Josu.
El nudo del delantal de Alaia rozó justo debajo de la cintura de él. Al instante él la atrajo hacia sí, más cerca, hasta que el pelo de ella le tocó la cara.
—Hum… —Fue la sílaba que Josu utilizó para pedir permiso.
—Sí —dijo Alaia.
Durante muchos días los jabones quedaron olvidados.
Sin embargo, al cabo de seis meses Josu tuvo que ir a Bilbao a trabajar en la taberna de su tío. Regresaba a Gernika varios días al mes para ver a la familia y también para ayudar a Alaia en sus proyectos, pero los dos sabían que la distancia impediría que la relación progresara más allá de lo que había sido: un gozoso descubrimiento.
Fue entonces cuando apareció el señor Zubiri y comenzó a ayudar a Alaia, para acabar proporcionándole una válvula de escape física sin más expectativas que el tacto y el sigilo. Con el paciente y agradecido señor Zubiri era diferente. Pero también satisfacía a Alaia, y desde luego eran los mejores momentos de la semana para el viudo Zubiri. Con el tiempo, un hombre que a veces le llevaba huevos comenzó a prodigarle las mismas atenciones.
Alaia sintonizó perfectamente con la delicadeza y la sincronización del contacto humano. Los hombres se mostraban agradecidos y sus gruñidos de aprobación la hacían ser más creativa y atrevida. Le importaba poco que fuera uno u otro, y el aspecto del hombre no le afectaba. Sus visitantes descubrieron que la actividad no era un acto social. Alaia tenía poca paciencia con las explicaciones, los comentarios, las quejas de anteriores relaciones, la política o la situación de las cosechas. No estaba dispuesta a oír confesiones ni a impartir la absolución. Aceptaba intercambios, servicios, pollos, huevos, pan, vino, leña o productos para hacer sus jabones.
En un pueblo de chismosos que valoraba la fidelidad, el suyo no era un negocio muy frecuentado, pero tenía algunos clientes habituales. La clientela de Alaia la componían sobre todo viudos, gente extraviada que se paraba a preguntar y jóvenes solteros cuyos pensamientos los dictaba el bullir de la sangre. Estos últimos prácticamente no llegaban a conocer las artes de Alaia, pues ésta antes los lavaba con agua caliente y uno de sus jabones especiales, una actividad que ya los dejaba satisfechos antes de pasar a mayores.
Si los más beatos del pueblo se enteraban de las actividades de Alaia, existía la posibilidad de que se reunieran para quemarle la casa, maldiciendo a los ciegos. Pero casi todos practicaban la ortodoxia más básica del pragmatismo. Si esa muchacha hubiera poseído todos los dones de Dios, habría sido vilipendiada, quizá lapidada en el mercado por las mujeres del pueblo.
Era la cuestión de la necesidad lo que la hacía diferente. La posición de Alaia Aldecoa, si no honorable, se consideraba al menos práctica y era tolerada por casi toda la comunidad, que prefería mirar hacia otro lado. Cuando sus actividades empezaron a comentarse en el pueblo, se la mencionaba siempre como la jabonera, casi nunca como otra cosa. ¿Cómo iban a pasar por alto las chismosas amamak la existencia de una prostituta, cuando la menor mirada insinuante de un vecino podía provocar décadas de hostilidad? Porque Alaia Aldecoa, entregada a un convento cuando sus padres descubrieron que era ciega, era uno de los hijos necesitados de Dios.
Que fuera capaz de ganarse el sustento a pesar de su minusvalía era considerado tan admirable en cuanto que logro como censurable en su inmoralidad. Muchos de los que conocían el secreto la esquivaban de manera no declarada, dándole la espalda sin decir nada. Pero casi todos razonaban que la muchacha proporcionaba alivio a los viudos y a los jóvenes que, de otro modo, podrían acabar asaltando a sus inocentes hijas y nietas.
Había otro factor que también contribuía a la tolerancia de la comunidad: todos sabían que Justo Ansotegui la tenía en alta estima y que no toleraría injurias. Todos conocían y respetaban a Mariángeles Ansotegui sin reservas. ¿Y Miren Ansotegui? Era como una hermana para la joven invidente, y decir algo desagradable de Alaia sería como poner en duda la reputación de Miren. A pocos se les pasaba por la cabeza.
Alaia no tenía manera de saber que el pueblo había llegado a un consenso sobre su estilo de vida, al igual que no acababa de entender lo mucho que confortaba a los hombres que no pudiera ver. Equivalía al don del anonimato en una época en que la segunda prioridad de un hombre era que no te reconocieran. Alaia sabía quiénes eran, o al menos, la mayoría. Lo adivinaba por la voz, tras habérselos encontrado muchas veces en el mercado. Pero nunca se pronunciaba ningún nombre, ni se hablaba de nada, a veces ni se decía palabra. Un hombre aparecía en la puerta con una gallina desplumada, un cucurucho de huevos, una ristra de chorizos.
Si el hombre deseaba entablar conversación, ella tenía algunos medios eficaces para hacerle callar.
* * *
Con gran ceremonia, Justo Ansotegui descorchó el vino y le sirvió un poco a su esposa, a su hija y a su yerno. Mientras el vino gorgoteaba en la abertura, Justo se hizo eco de su sonido: «Glu, glu, glu». Otro vaso: «Glu, glu, glu».
—Puede que ésta sea la última botella de txakoli que veamos en mucho tiempo —anunció mientras se llenaba su vaso—. Con la siguiente botella a lo mejor celebraremos la gloriosa derrota de esos cerdos de la Falange.
—No los llames cerdos, papá, que me haces pensar en comida —dijo Miren, alargando la palabra «comida» como si pudiera saborear cada sílaba. Hacía meses que no se sacrificaba ningún cerdo en los alrededores, y las vacas de Miren se habían sacrificado, una por una, en los años anteriores. Esa dieta de limitadas proteínas creaba caras demacradas y hombros hundidos entre los ciudadanos más robustos del pueblo.
Dieron breves sorbos al vino claro y afrutado para hacerlo durar.
Por lo general, en ese momento, con el primer roce del vino en la garganta, Justo comenzaba a contar sus historias. Pero Miren no le dio a su padre la oportunidad de iniciar un relato que podía durar una hora antes de que finalmente lo relacionara con un ejemplo de su propia fuerza o poderes míticos.
—Papá, Miguel está hablando de alistarse en el ejército y quiero que le saques esa idea de la cabeza —dijo.
—Es un hombre, y yo diría que tú tienes más influencia sobre él que yo —replicó Justo—. Y en cuanto a la fuerza física, kuttuna, ¿de qué serviría que te devolviera a tu marido hecho un guiñapo?
—No, no quiero alistarme en el ejército —intervino Miguel, y dejó el vaso en la mesa con una fuerza inesperada—. No quiero luchar contra nadie. Quiero que me dejen en paz, pero no creo que eso sea posible.
—Bien dicho —aseveró Justo—. Yo tampoco permitiré que eso ocurra.
—No empieces con eso, papá. Miguel ahora es padre —dijo Miren, señalando a Catalina, que dormía en el cochecito—. Ahora buscan a hombres solteros para ir a luchar.
—No te engañes, se llevarán a todos los que puedan —replicó Mariángeles—. Quiero que los dos me prometáis no cometer ninguna estupidez.
—¿Alguna vez he cometido alguna? —protestó Justo.
—Sois hombres —dijo Mariángeles.
Los cuatro asintieron.
—Papá, Miguel está pensando en cambiar algún mueble por una escopeta. Le he dicho que eso sólo puede meterle en líos —prosiguió Miren.
Justo estuvo de acuerdo con ella.
—Yo tuve una mala experiencia con una escopeta.
—Miguel también tuvo una mala experiencia con una txapela —dijo Miren.
—No, hijo, no necesitas ninguna escopeta, ni yo tampoco —aseguró Justo, cerrando las manos como si estrangulara a algún fascista de cuello fino—. Si alguien pone el pie en Errotabarri no necesitaré ningún arma.
—Probablemente, Roberto Mezo también pensaba lo mismo —dijo Mariángeles.
Miren había oído hablar de atrocidades y se daba cuenta de los peligros y las amenazas, aunque no acabara de comprenderlos del todo. Esas cosas pasaban, pero no a ella, ni allí. Estaba demasiado avergonzada para decirlo, pero le parecía que si pudiera hablar con Franco, sentarse con él, podría arreglarlo todo. Haría que se diera cuenta de la importancia de parar la guerra, sobre todo contra los vascos. Lo convencería. Él la vería como un ser humano que merecía salir ileso. Podría enseñarle a bailar la jota.
—Nunca hemos invadido el territorio de los demás —dijo Miren con la esperanza de que le pagaran con la misma moneda.
—Xabier ha estudiado estas cosas y me ha contado que cuando vinieron los romanos los toleramos porque construyeron puentes —replicó Justo—. Les dejamos que se quedaran un tiempo, que construyeran carreteras, y luego vimos cómo se fueron cuando perdieron interés.
—¿Pasará lo mismo con Franco? —preguntó Miren—. ¿Podría llegar sin lucha y que nada cambiara? —Todos sabían que no era así como se habían comportado los rebeldes en otros lugares.
Mariángeles veía las cosas con más claridad:
—Éstos no son romanos, son españoles, y nos guste o no, estamos en España, al menos ellos lo ven así. Franco ha dejado claro que quiere librarse de los vascos.
Justo se puso a la defensiva:
—Siempre hemos luchado en los bosques y en las montañas y hemos derrotado a todos los que nos han invadido, hasta que llegó un punto en que lo que querían de nosotros no merecía la incomodidad de que te apuñalaran mientras dormías o te empujaran por un acantilado.
—Franco es el demonio —continuó Mariángeles—. He oído decir en el mercado que hizo ejecutar a su primo el primer día de la rebelión. Y casi toda la Guardia Civil está ahora con los rebeldes. Quizá podríamos conseguir detener a los fascistas en España. Pero si se les unen los alemanes y los italianos y nadie se toma un verdadero interés en ayudarnos, la cosa es diferente; no se puede apuñalar a un avión mientras duerme.
Miguel sintió un ataque de ira y terquedad. Comenzó a comprender lo que Dodo había intentado decirle años antes, que algún día llegaría el momento de combatir.
—O sea, ¿que tenemos que dejar que vengan aquí y nos invadan?
—Aquí hay gente que no sólo va a tolerarlo, sino que les dará la bienvenida —le recordó Mariángeles—. En el pueblo hay falangistas, lo sabes. Creen que apoyar a Franco es la mejor manera de protegerse. ¿Quién crees que denunció a Mezo? Casi todos los curas de España apoyan a Franco. En Roma tiene el apoyo del Vaticano.
Miren estaba atónita.
—¿La Iglesia quiere que Franco gane?
—Xabier dice que es cierto, son órdenes que vienen de Roma —contestó Justo—. Pero muchos sacerdotes vascos hacen caso omiso del Vaticano y apoyan al ejército republicano.
Los cuatro volvieron su atención a los vasos mientras Justo servía equitativamente los restos del vino.
Justo levantó el vaso para brindar y poner punto final a la discusión.
—Recordad uno de mis dichos favoritos —declaró Justo—: Ni tirano ni esclavo: hombre libre nací y hombre libre moriré.
Entrechocaron los bordes de los vasos, que resonaron delicadamente dentro de Errotabarri.