Alaia Aldecoa caminaba lentamente por el pequeño prado de la loma de la colina que quedaba encima de su casa y utilizaba su poderoso olfato para determinar cuál de las hierbas en flor había alcanzado la madurez y cuál podía aportar el perfecto aroma a los jabones que hacía y vendía todos los lunes por la tarde en el mercado. Las lavandas y brezos que tanto le gustaban maduraban en épocas distintas y en zonas y alturas diferentes. Al igual que la gente del pueblo, las hierbas vivían según sus preferencias individuales; algunas buscaban la luz y otras los rincones oscuros, y tenían flores que se adaptaban a la luz y las sombras a lo largo del día.
El proceso requería tiempo y una especial atención, pero para entonces Alaia ya era capaz de guiarse por aquellas tierras tan sólo con el olfato. Con los dedos comprobaba la turgencia del tallo y la flor para juzgar el contenido de humedad y los niveles de néctar o savia y el aroma que le parecían necesarios. Intercambiaba jabón por saquitos de avena con los vecinos, por lejía de cenizas con el carbonero que vivía valle arriba y por fresas y verduras con otro campesino. Y era capaz de utilizar las flores de las lilas, las mimbreras en flor y el cornejo de su propio jardín. Tenía ubicada su localización en la cabeza, junto con recetas para sus productos variados, algunos elaborados sobre la base cremosa de la leche pirenaica de oveja que recibía a cambio de algunos servicios de una viuda que tenía un caserío no muy lejos.
En el mercado cobraba tan poco por sus jabones que algunos que venían de fuera del valle se preguntaban cómo conseguía salir adelante. De todos modos, sería insultante sugerirle a esa mujer que subiera los precios. De manera que, por lo general, los clientes no hacían ningún comentario mientras compraban esos cuadraditos de jabón y llenaban el zurrón de pastillas para vender a sus vecinos del pueblo al doble de precio.
Para Alaia, sus ingresos no eran tan importantes como la aprobación de los clientes, que ponían la tersura y aroma del jabón por las nubes, un aroma tan relajante y que tanto les recordaba las colinas. Algunas mujeres explicaban que les había suavizado la arrugada piel de los codos, o que había conseguido eliminar eficazmente el hedor a pescado o a campo de sus maridos.
Los visitantes que entraban en su cabaña se quedaban atónitos ante la embriagadora mezcla de aromas. Si a eso le añadimos el constante murmullo y canturreo del arroyo cercano, la cabaña de Alaia Aldecoa ejercía una poderosa atracción.
Mientras Alaia, sentada a su mesa, comenzaba a enrollar hojas de menta entre los dedos, llegó una visita que dio unos golpes flojos en la puerta.
—Bai —dijo ella, y el hombre abrió un poco la puerta y se asomó. Cuando vio que ella no hacía el esfuerzo de volverse, llamó más fuerte.
—Bai —repitió ella en voz baja, sin apartar los ojos de la mesa.
El hombre volvió a llamar más fuerte.
—Entre.
Alaia supo quién era sin volverse. El hombre se detuvo y se fijó en el contorno de su vestido y en el pelo color nube de tormenta que la convertía en la mujer más provocativa del valle. Alaia, sin dejar de trabajar con los materiales que tenía en la mesa y sin llevar la mirada a la puerta, señaló hacia la cama.
El hombre se sentó y se quitó los zapatos, la camisa y los pantalones. Alaia manoseó una hojita de fragante menta y se la llevó a la boca, justo debajo de la lengua, y se acercó al hombre, quien contempló sus mejillas enrojecidas por el sol, sus labios de amapola, y apenas se fijó en los párpados oscurecidos de sus ojos cerrados. Lo que vio fue la forma y el pelo de las míticas lamiak que asediaban a los hombres desde las cuevas de las montañas. Y olió los ramos de flores, y oyó el murmullo del arroyo, y quedó embriagado por aquella conjunción sensorial. Ella se inclinó para ofrecerle los labios y él tembló al probar la menta fresca de su boca.
Alaia Aldecoa, ciega de nacimiento, educada en un convento de hermanas de clausura, satisfacía unos deseos mucho más personales e íntimos que los relacionados con la higiene de la piel. Era improbable que nadie tuviera más talento o se adaptara mejor a esa vocación.
* * *
Picasso cayó de rodillas a los pies de Marie-Thérèse y de manera teatral le prometió divorciarse de Olga. Marie-Thérèse estaba embarazada. Pero la burocracia pronto le desanimó de tanto romanticismo. Descubrió que las leyes francesas exigían que repartiera equitativamente sus pertenencias con Olga, lo que significaba renunciar a cientos de cuadros de incalculable valor. Sí, vivir con pasión y dejarse llevar por el amor es la única manera de vivir, predicaba Picasso, pero en ese caso quizá habría que pagar un precio excesivo por el amor.
Se dejó de hablar de divorcio. Olga lo dejó para siempre, y Marie-Thérèse fue engordando durante todo el verano hasta dar a luz a María de la Concepción, a quien llamaban «Maya».
El humor de Picasso se ensombreció bajo el peso de los conflictos en lo que denominó la peor época de su vida y durante un año dejó de pintar. Escribió poesía y convirtió su dolor en un gran grabado. Creó mujeres que se asomaban de una alta ventana, un caballo herido y un minotauro que se acercaba a una joven, quien, valerosa, se enfrentaba al peligro con un brazo extendido que sostenía una vela.
Lo tituló «Minotauromaquia» (Batalla contra el minotauro), y esos personajes los guardaría como símbolos distintivos, utilizándolos en obras posteriores. Como siempre, los críticos intentaron descifrar su mensaje y casi todos dieron por supuesto que se trataba de otra oda al alma perpetuamente atormentada de España. En su crítica, Gertrude Stein coincidió en que se trataba de una oda a su país natal, porque Picasso «nunca podía olvidarse del todo de que era español».
* * *
Mendiola sabía que perder a Miguel perjudicaría a su negocio. A pesar de lo deprimido de la economía, la tienda de Mendiola había aumentado sus beneficios. De manera que cuando aconsejó a su amigo acerca de si debía montar su propio taller en casa no lo hizo pensando sólo en el bienestar de Miguel.
—La gente que trabaja en casa se aburre —le dijo Mendiola—. Tienen la impresión de que están siempre trabajando y nunca salen de casa. Al cabo de un año tu mujer estará harta de verte y deseará que tuvieras un lugar al que irte durante el día.
Miguel lo escuchaba, pero no creía que a él le fuera a pasar.
—¿Has visto a Miren? —preguntó.
Para un recién casado con una esposa como ella, cada rato que pasaba lejos del taller era una alegría. Con el tiempo, cada uno de los paseos de Miguel del taller a la casa era como una fiesta sorpresa.
—Tengo sed, querida. —(Un beso).
—Tengo que lavarme las manos, kuttuna. —(Un abrazo).
—¿No es ya hora de comer? —(Imperiosa cópula sobre la mesa, interrumpiendo la preparación del almuerzo).
De vez en cuando Miren irrumpía en el taller con motivos igualmente inventados.
—Astotxo, ¿puedes venir a bajarme una cosa?
Cada tarea acarreaba la tarifa de al menos un beso prolongado y un abrazo nada recatado.
Mendiola tenía razón en una cosa: la mente de Miguel, mientras trabajaba, a menudo estaba absorta en la imagen de Miren. Pero lo que le distraía también le inspiraba. Creaba productos más hermosos, con mayor detalle y acabado, con líneas sutilmente sensuales.
Mientras trabajaba las patas de una mesa, pensaba en sus esbeltos tobillos y sus pantorrillas de bailarina. Mientras biselaba la esquina del tablero de una mesa, le daba la forma de su hombro desnudo. Cuando configuraba un borde pensaba en el pliegue que había entre los magros músculos de la parte exterior de los muslos. Los brazos de las butacas se convertían en los brazos de ella, afilándose en la punta, y la muñeca caía en una elegante curva. Mientras untaba el tinte y la cera, imaginaba que le masajeaba el cuello, luego la espalda, el molde de su columna vertebral, los hoyuelos decorativos del sacro, el escultural trasero, con la carne color pino barnizado claro. Ensambladura de mortaja y espiga, se decía.
El taller olía a ciprés recién serrado y pegamento de madera. Y, tarde o temprano, rodeado de un montículo de serrín en el suelo, entre una nube almizclada de vapores de barniz, Miguel se detenía y se concentraba en el conjunto para darse cuenta de que la pieza estaba acabada. Era hermosa y parecía hecha sin esfuerzo.
—Hora de comer, querido. ¿Estás listo?
Ignorante de que Miguel había descubierto en la carpintería un elemento erótico, Miren de vez en cuando se sorprendía del impulso sexual de su marido cuando salía del taller, y tenía que admitir que su mente también pensaba en esas cosas mientras amasaba o lavaba las verduras. Y cuando Miguel llegaba con una intención precisa, ella estaba igualmente dispuesta.
No se trataba de resignación, tal y como había llegado a creer por las conversaciones que les había oído a las ancianas. Sí, ella era recatada, pero también lujuriosa; sí, era lujuriosa, pero también respetuosa. Y su natural temperamento juguetón encontraba veredas interesantes cuando sorprendía a su marido con un esporádico y tierno mordisco, o cuando le pasaba la uña por la columna vertebral, o cuando él a veces le besaba el vientre y ella le pellizcaba la nariz con el índice y el pulgar, tal y como hacen las madres con los pequeños cuando fingen «robarles» la nariz.
Un día, Miguel entró en la casa y encontró a Miren haciendo pan. El sol de principios de la tarde se colaba por la ventana que daba al sur e inundaba a Miren de luz. Y el olor a levadura llenaba la habitación. Miguel se le acercó de puntillas por la espalda, le puso las manos en la cintura, acomodó sus caderas contra la espalda de Miren y hundió la cara en el olor de su pelo. Aspiró profundamente. Cautivador.
—Dios mío, qué bien hueles —dijo él.
—Dios mío, tú sí que hueles.
—Este jabón que hace Alaia es maravilloso.
—Sí, Miguel, deberías utilizarlo.
Ella se volvió dentro del radio de sus brazos, le lanzó un poco de harina a la cara sudada y le pasó un dedo por detrás de cada oreja, como si le aplicara colonia. Se echó hacia atrás para mirarlo, de modo que solamente les unían las entrepiernas.
—Mira cuánta harina has desperdiciado —dijo ella—. Hoy en día la harina es difícil de conseguir. Y cara.
—Bueno, entonces la devolveré.
Puso sus labios enharinados en el cuello de Miren.
—Te la pondré aquí.
Entonces se los puso al otro lado del cuello.
—Y aquí.
Se detuvo en el suave hueco en la base de su garganta.
—Oh, sí —dijo ella—. La receta dice que hay que poner más.
Miren se echó hacia atrás para permitirle el acceso y el pan tuvo que levantarse solo.
* * *
Después de la intimidad, siempre hablaban de cosas personales. Miguel le contaba de cuando era pescador, de su familia, de su infancia en Lekeitio, y de cómo siempre había tenido la esperanza de que en algún lugar hubiera una Miren para él. Miren le hablaba del baile, de sus padres, de la vida en el baserri, de que jamás se le ocurrió que existiera un Miguel para ella. Cuando la conversación renqueaba, él corría desnudo hasta la cocina y cogía un trozo de pan o una manzana que compartían, ahora mucho más deliciosa. Ya no había recato entre ellos, y él le entregaba la comida a Miren y se quedaba de pie al borde de la cama, orgullosamente masculino.
Y una tarde Miren hizo una observación que Miguel encontró curiosa.
—No sé si se puede saber, pero me parece que espero un bebé —dijo ella, rodando de cara a él.
Miguel esperaba que fuera así, pues un hijo daría más armonía a sus vidas.
—No se lo he oído comentar a ninguna mujer —continuó Miren—. Debería preguntarle a mi madre si se acuerda de cómo se dio cuenta.
—Por favor, no lo hagas, kuttuna, no quiero que piense que lo hacemos. —De todos modos, Miguel comenzó a planear la construcción de la cuna.
* * *
Amaya Mezo canturreaba con su suave voz de contralto por muchas horas que pasara en el campo con su marido, Roberto. Ayudaba a dormir a la criatura que llevaba colgando, delante del pecho, como si la tuviera en la cuna y la arrullara con sus nanas. La niña se llamaba Gracianna, tenía cinco meses y era su séptimo hijo. A Amaya no le costaba nada ir al campo a ayudar a Roberto, aunque fuera en el polvoriento calor del verano, ni cuando las ahechaduras sopladas por el viento se le clavaban en la cara y se le pegaban al sudor. Roberto le decía muchas veces que sus cantos aliviaban el trabajo. Para él eran como el canto de un pájaro.
El baserri de Mezo, Etxegure, era más grande que el vecino Errotabarri. Y en los buenos tiempos los Mezo habían tenido más ganado, aparte de los manzanos de los que obtenían fruta para comer y para hacer sidra. Pero, claro, los Ansotegui sólo tenían una hija, y ésta ahora se había ido con su marido.
Amaya Mezo no pensaba en sus crecientes apuros mientras estaba absorta en su canción, ni en el movimiento rítmico de la laia de dos dientes que hundía en el suelo, ni en el sol que le daba en la espalda, ni en los suspiros que emitía la niña mientras dormía. Pero entonces Roberto profirió un sonido que nunca había oído.
Dos guardias civiles de uniforme habían agarrado al desprevenido Roberto, que forcejeó y fue reducido de un golpe de fusil en el abdomen. Cayó al suelo, y los dos guardias, tirándole de un brazo cada uno, lo levantaron.
—Amaya, corre —gritó Roberto—. Ve a buscar ajusto.
Pero ella sabía que no había tiempo de ir a buscar al vecino; ella les plantaría cara. Corrió hacia los dos números, la niña rebotando contra su pecho, blandiendo su laia afilada como si fuera una lanza medieval. Los dos guardias, viendo que pensaba ensartarlos, se echaron los fusiles al hombro y los amartillaron. Uno apuntó a la cabeza de Roberto, el otro al pecho de Amaya.
—Un paso más y os matamos a los dos —dijo uno con una calma paralizante.
Amaya se detuvo como si hubiera llegado al borde de un acantilado, helada al ver el arma apuntando a la cabeza de su marido.
La niña lloró.
—¿Qué ha hecho? —preguntó Amaya—. No es más que un campesino.
Los guardias no dijeron nada. A punta de fusil, uno de ellos guió a Roberto hacia la carretera mientras el otro reculaba sin desviar el arma del pecho de Amaya. Y desaparecieron.
Con la ayuda de Mariángeles, Amaya se pasaba el día pidiendo información en las oficinas de la Guardia Civil. Al cabo de un mes le dijeron que algunos «ciudadanos preocupados» habían acusado a Roberto de vender productos sin pasar por el control de racionamiento. Al preguntar cuándo sería el juicio para poder hacer frente a esas acusaciones, le contestaron que en aquellos tiempos tan difíciles esas formalidades no eran necesarias.
—¿Ciudadanos preocupados? —le preguntó Justo a Mariángeles aquella noche—. ¿A eso hemos llegado? ¿A la gente volviéndose contra los suyos? Voy a ver si descubro quién es el responsable de esto.
—No sé qué ha pasado, Justo —dijo ella—. Sólo sé que no tuvo la menor oportunidad, y que sin él Amaya lo va a pasar mal. Con tantos críos… Los problemas también están llegando aquí, ¿verdad? No quiero que hagas ninguna tontería. Intentemos obrar con inteligencia.
* * *
Un estado de ánimo sombrío se extendió entre los hombres de Gernika, por las calles, los cafés. Las mujeres se negaron a dejarse contagiar, quizá por su mayor sensibilidad o delicadeza, o quizá porque eran más fuertes. Mendiola le dijo a Miguel que sabía que los tiempos eran difíciles porque incluso los gatos del pueblo miraban a su espalda mientras recorrían las calles sigilosos.
El café era ahora posos recalentados sin azúcar; el pan era tosco y negro, y la carne un manjar ya olvidado. Los que tenían cerdos los sacrificaban por la noche y escondían la carne para que no los pillaran con cerdo sin racionar. Los que escondían sacos de trigo se metían en los molinos por la noche para moler lo que pudieran, jugándose el arresto. Otros comenzaron a comerse las semillas de maíz, y de algunos se decía que robaban avena de las bolsas de comida de los caballos, a medida que el forraje para el ganado se convertía en un producto esencial para la gente.
Miguel pasaba muchos días en los bosques talando leña y aprendió qué setas eran comestibles. Llevaba un saco para cogerlas. Seguía intentando pescar en el río, pues una trucha siempre reforzaba su magra dieta. De todos modos, muchos arroyos estaban sin peces. Se acordó de los miles de peces que había cogido cuando vivía en Lekeitio y le asombró que el proceso le hubiera parecido tan desagradable. Pensaba en los deliciosos besugos a la parrilla y en el sabroso bacalao.
Un día divisó un urogallo en una maleza de la colina y en silencio dejó la sierra en el suelo. Sin apartar los ojos de la presa, buscó una piedra en el suelo y se acercó lentamente a la distraída ave. Diez metros, cinco… Miguel levantó la piedra y la lanzó, dándole de pleno. Alzó los brazos y soltó un grito de alegría. No se lo podía creer, aunque de inmediato sintió remordimiento por haber cazado al animal de manera tan poco deportiva. Pero era un pájaro rollizo, y se lo llevó a casa con algunas setas. Miren fue corriendo a Errotabarri para invitar a comer a sus padres. Mariángeles había preparado sopa de patatas y puerros y la llevó para complementar el banquete.
—Justo me ha dicho que empezáramos sin él, que vendría cuando acabara no sé qué trabajo —dijo Mariángeles al llegar.
—¿Qué hace que es más importante que una buena cena con caza fresca? —preguntó Miguel.
—No quiere que cuente nada, pero desde que arrestaron a Roberto Mezo se ha pasado varias horas al día intentando ayudar a Amaya y a su familia —contestó Mariángeles mientras colocaba su olla de sopa sobre la mesa, procurando que no se le derramara por los lados—. Si alguien no la ayuda con las tareas más pesadas, Amaya no podrá salir adelante. Justo procura levantarse un poco antes y hace su trabajo más deprisa para ir a ayudarla luego.
Miren atendió el ave, que se asaba en la chimenea, y Miguel cortó las setas para mezclarlas con algunas verduras silvestres que había recogido.
—Amaya siempre le da huevos o grano a Justo como pago, pero él los rechaza —añadió Mariángeles—. Eso nos vendría bien, pero tienen tan poco que no podríamos aceptar nada de ellos.
Se sentaron, y cuando acabaron sus oraciones llegó Justo, con la cara y las ropas sucias, su carácter bullanguero bastante apagado. Hasta el bigote parecía caído.
—¿Alguien ha mencionado un pájaro rollizo? —preguntó.
Miguel trazó la señal de la cruz en la hogaza de pan y lo cortó siguiendo los dos ejes. Cogió el primero y lo colocó sobre la repisa de la chimenea «para calmar los mares tempestuosos». Justo afirmó que no era época de observar tradiciones que desperdiciaran comida, sobre todo estando a tantos kilómetros del mar.
Incluso las comedidas Mariángeles y Miren emitieron sonidos de placer mientras se comían la jugosa ave cubierta de salsa y hierbas. Y durante un rato, la agradecida ingestión fue el único sonido que se oyó en la mesa.
—Papá.
—Sí, kuttuna.
—Está bien lo que haces… ayudar a los Mezo.
Justo le echó una mirada a Mariángeles, la informante.
—Necesitan ayuda. Además, estaba perdiendo mi fuerza, de modo que me conviene trabajar un poco más —bromeó—. Apuesto a que no os ha dicho quién ha estado cada día en casa de los Mezo ayudando con los pequeños y haciendo la limpieza y casi todas las tareas de la casa.
Miren sonrió a su madre, que lo admitió encogiéndose de hombros.
—¿Te has enterado de lo que le ha pasado a Roberto? —preguntó Miguel.
—Al parecer, en el pueblo hay más ratas de las que se capturan y se cocinan —respondió Justo.
—¿Alguien del pueblo? —preguntó Miren—. ¿Cómo es posible que la gente le haga eso a sus vecinos?
—Estas cosas cambian a la gente… al menos, a algunos —dijo Justo—. Pon muchas gallinas en el corral sin comida y verás lo que pasa. Se picotearán entre ellas hasta matarse.
Comieron en silencio.
—Es fácil tener carácter con la tripa llena —añadió Justo—. Ahora es más difícil. Y lo va a ser aún más.
Era la primera comida suculenta que tomaban en bastante tiempo, pero la conversación los dejó insatisfechos, y Justo y Mariángeles se despidieron entre breves abrazos y palabras de agradecimiento después de quitar la mesa. Los dos estaban agotados, y tenían la costumbre de acostarse en cuanto oscurecía.
* * *
A primera hora de la tarde siguiente, mientras Justo acababa su trabajo en Errotabarri para irse a casa de los Mezo, Miren y Miguel aparecieron para ayudarle. Sin dar más explicaciones, cada uno cogió una guadaña y comenzaron a segar las altas hierbas y a esparcirlas para que se secaran.
—Gracias —le dijo Justo a Miguel.
—No es nada. Yo tampoco quiero perder la fuerza a mi edad.
Amaya Mezo, tras preparar la comida para sus hijos, picó alguna cosa y salió de la cocina para unirse al trío que trabajaba en el campo. Mientras segaban y esparcían el heno, comenzó a canturrear. Sus tres ayudantes aceleraron el ritmo. Les sonaba como el canto de un pájaro, sereno y despreocupado.