Capítulo 10

José María Navarro amarró el Egun On en un muelle con marea alta cerca de Gernika y embarcó la dichosa carga: a su hijo rebosante de amor y acompañado por su futura esposa. Miguel ayudó a subir a bordo a Miren, de la mano para no perder el equilibrio, e hicieron el trayecto sin dejar de tocarse en ningún momento; siempre una mano en el hombro o en la cintura del otro para no perder el equilibrio. Hasta que avistaron la cima que daba a mar abierto de la isla de San Nicolás, con su blanco cinturón de olas que rompían, no comprendió Miguel que había estado tan ocupado presentando a Miren, hablándole orgullosamente de ella a su padre y señalándole a ella las características del barco, que había completado la travesía sin sentir náuseas.

—Caramba, jovencita, eres tan guapa como tu madre —proclamó Josepe Ansotegui cuando Miren y Miguel entraron en casa de su tío, que no estaba a más de cinco pasos cruzando la calle donde creciera Miguel.

—Vaya, es el cumplido más bonito que me podían hacer —dijo Miren, y abrazó a su tío.

—Es cierto, eres preciosa, y nuestro amigo Miguel es un hombre afortunado —declaró Josepe—. Dinos, ¿tu madre todavía no se ha hartado de este hermano mío?

—Lo disimula muy bien.

Aquella velada los Navarro dieron una comida para las dos familias. En ella, José María y Josepe se quitaron simultáneamente la txapela, revelando un color idéntico: unos cuellos arrugados y morenos, mejillas enrojecidas por el viento, una repentina línea blanquísima en el cuero cabelludo, encima de las orejas, creada por la invariable posición de las txapelas, que parecía nieve sobre la línea de árboles del alto Pirineo.

Hubo muchos brindis. Y, después, Miguel quiso presentar a Miren por todo el pueblo, empezando por los cafés, las tabernas y el muelle. La gente se les acercaba. Ninguno había visto a Miguel desde que abandonara Lekeitio; todos preguntaban por sus actividades actuales y elogiaban su suerte por haber conseguido una esposa.

Muchos pretendieron revivir su última noche en Lekeitio, un encuentro que Miguel nunca había compartido con Miren. Con tacto, ella se distanció de esas conversaciones, platicando con las chicas del grupo de cosas sin importancia, mientras de manera disimulada procuraba escuchar la reacción de Miguel, quien rápidamente quiso cambiar de tema, pues no sabía quién podía oírles, ni si entre su grupo habría alguien dispuesto a informar de su retomo a la Guardia Civil, quien estaría encantada de darle su propia bienvenida.

A Miguel también le preguntaron por el paradero de Dodo:

—No lo sé, no he sabido nada de él desde que se fue a América a hacer de pastor.

Era una práctica habitual entre los pescadores trasladarse a las montañas del oeste americano. Su vecino, Estebe Murelaga, les escribía a muchos desde Idaho. No sabía nada de ovejas, pero ya había ahorrado lo suficiente para tener su propio rebaño. Naturalmente, nadie creía la fingida ignorancia de Miguel: él y Dodo habían estado muy unidos como para que no supiera dónde se encontraba. Pero nadie le insistía.

Cuando Miguel y Miren completaron su paseo por el muelle, se besaron en la calle vacía, bajo las farolas que habían iluminado los paseos de Miguel hasta la iglesia antes del alba. Él le pidió a Miren que subiera a la ventana de la sala de la segunda planta de su tío antes de irse a la cama. Cuando Miren llegó arriba, Miguel ya estaba en la ventana de enfrente, extendiendo los brazos, empujando y tirando del tendedero.

—Así que hay cosas de tu pasado que te has olvidado de contarme —dijo Miren.

—Unas cuantas, sí, pero sólo porque pensé que no te interesarían.

—Que al hombre con quien voy a casarme le gusta estar fuera de la ley. Sí, eso es algo que podría haberme interesado.

—Fíate de mí, no fue el gran drama en que muchos pretenden convertirlo.

De manera inadvertida, cada uno tiraba del tendedero cuando hablaban.

—¿Debería saber si alguien resultó herido? —preguntó Miren.

—Sí, alguien resultó herido. Aunque no fue nada importante, y yo tampoco salí ileso del todo.

Miguel se meneó la mandíbula con la mano.

—¿Podrías tener algún problema?

—Nunca se sabe.

—¿Podrían meterte en la cárcel?

—Hoy en día meten en la cárcel a cualquiera.

—¿Y a ti?

—Depende de la buena memoria que tengan.

—¿Deberíamos irnos del pueblo?

—Con irnos mañana será suficiente. Creo que estamos a salvo.

—¿Alguien está a salvo?

—Si hasta ahora no nos han descubierto, creo que estamos a salvo.

—¿Estamos? ¿Debo deducir que cuando pasó todo eso ibas acompañado del mítico hermano Dodo?

—Sí, deduces bien.

—¿Y debo deducir que fue ese mítico hermano quien organizó el cotarro y que tú te viste metido sin comerlo ni beberlo?

—No deduzcas demasiado. Asumo la responsabilidad de lo que hice.

—¿Y cuándo conoceré a ese mítico hermano?

—Eso, kuttuna, no lo sé.

—¿Y me gustará ese tal Dodo?

—Te divertirá. Sé que tú le gustarás muchísimo.

—Oh, ¿cómo puedes estar tan seguro?

—Porque probablemente intentará conquistarte.

Astotxo, eso nunca sucederá.

—Bueno, no querría ponerme violento con mi propio hermano. Ya se basta él solo para meterse en líos.

El tira y afloja de palabras y tendedero cesó un instante, cuando una mujer gruesa pasó jadeando con andares vacilantes bajo sus ventanas. La mujer levantó la mirada al pasar, sonrió, sacudió la cabeza ante las locuras de la juventud y siguió su camino. Miren inclinó la cabeza a un lado, de manera que la trenza le rodeó el hombro y le quedó delante del pecho. Se quitó la cinta roja del extremo de la trenza, la besó, la ató al tendedero y se la mandó a Miguel para que la guardara durante la noche.

—Sé que es estúpido, pero guárdala esta noche —dijo Miren—. Te quiero.

—Buenas noches. —Miguel se metió la cinta en el bolsillo—. Yo también te quiero.

Vino octubre, se casaron, y las dos familias quedaron conectadas con un vínculo más poderoso que aquel tenderete móvil.

* * *

Miguel trabajaba solo en el trecho superior del robledal. Por la mañana y hasta primera hora de la tarde talaba madera, y al final del día, con la mula prestada, arrastraba los troncos colina abajo hasta el pequeño aserradero. Últimamente se había dado cuenta de que hacía más pausas, no por fatiga, pues talar troncos le había hecho más fuerte y estar más en forma. Los músculos fibrosos que le habían hecho tan buen nadador se habían desarrollado de tanto serrar y acarrear robles. No, sus pausas en el trabajo estaban causadas por una persistente inclinación a repasar su vida.

Rodeado de robles, Miguel escuchaba las ardillas, que sólo pronunciaban consonantes en una serie de hipos agudos. De las rocas le llegaba el relajante zureo de las palomas, siempre en parejas, pacíficas y prodigándose mutuamente sus atenciones. Sólo entonaban aquel canto apagado, pero era una balada que confortaba a Miguel.

Los humos de las chimeneas de principios de otoño generalmente enturbiaban el sol del valle, hasta que las brisas de mediodía limpiaban la atmósfera. Más arriba, veía cómo las montañas se solapaban y quedaban teñidas de una progresión de verde a azul y gris, hasta adquirir un tono espectral a lo lejos. Desde la ladera de la montaña veía las bolitas algodonosas de las ovejas moteando los prados de fieltro. Los almiares proyectaban sombras a la luz de la tarde, y en las tejas de las casas se reflejaba el sol, como las escamas de un salmonete.

En las marismas que había junto al estuario, bandadas de cigüeñas movían sus alas blanquísimas mientras se inclinaban para aterrizar. Siempre se había jactado de lo bonito que era Lekeitio, pero allí la vista siempre se encontraba con el mar o la orilla, y carecía de los sutiles cambios de estado de ánimo de aquellas montañas. Sí, estaba la isla de San Nicolás, y las hermosas playas cercanas al puerto. Pero los pescadores rara vez se relajaban en la playa; para ellos era como estar a punto de irse a trabajar.

Mientras escudriñaba el terreno, Miguel recordó la primera vez que llevó a Miren a esa colina. Evocó a Miren momentos antes del ocaso, en una zona de flores púrpuras, con pinchos, su cabello mecido por la brisa al tiempo que las plantas parecían inclinarse ante ella. Miguel cerró los ojos para fijar esa imagen. Cuando volvió a mirarla, Miren tenía en la mano una flor y le devolvía la sonrisa, como si le hubiera leído la mente. Siempre sospechó que ella tenía ese poder.

La mula resopló, devolviendo a Miguel al presente. Se acordó de su hermano. ¿Podría asistir Dodo a la boda? Con Dodo todo era posible. Pero ahora no sería prudente que lo visitara. Miguel reprimió una carcajada al imaginar a Dodo perseguido hasta la nave de la iglesia por la Guardia Civil, agachándose entre los bancos, escondiéndose en el confesionario.

Pero menuda sorpresa tengo para mi padre, se dijo Miguel: ahora soy un pescador empedernido.

A principios de verano, Justo había llevado a Miguel «a charlar» a las montañas cercanas. Miguel temía que le soltara una conferencia sobre alguna otra desagradable tradición de los baserritarrak. Cuando llegaron a un calvero sombreado por alisos y álamos, Justo extrajo del bolsillo un ligero sedal y un paquete de gusanos que había sacado del jardín recién arado.

—¿Qué es todo esto? —preguntó Miguel.

—Voy a enseñarle a pescar a un pescador —anunció Justo.

Lanzando y recogiendo el sedal a mano, hicieron flotar los rollizos gusanos por el río. En un remanso creado por un aliso derribado por el viento, los gusanos atraían truchas gruesas y duras. Cada vez que cogía una, Justo pegaba tal grito que retumbaba por las colinas. En aquellos momentos, detrás de todo su vello, su bigote y su jactancia, Miguel veía exactamente cómo había sido Justo de niño. Imitando su técnica en otro remanso que quedaba un poco más río abajo, Miguel pronto reunió media docena de truchas. Cada vez que alguno cogía un pescado, dejaba escapar una voz de triunfo.

Justo cortó una rama de aliso y ensartó las branquias y bocas de las truchas para transportarlas a Errotabarri.

—Una pregunta —dijo Miguel—. Estas truchas, ¿las limpiamos con un cuchillo o tenemos que arrancarles las tripas a bocados?

Justo soltó la carcajada más sonora del día.

—Puedes utilizar el cuchillo, hijo, pero me alegra saber que escuchas mis historias.

Miguel se dio cuenta de que era la primera vez que utilizaba la palabra «hijo» para hablar con él.

—Dímelo ahora, Justo, teniendo en cuenta que voy a casarme con tu hija y que la he tratado de manera honorable, y después de, espero, haberme ganado tu confianza. ¿De verdad castráis a los corderos a bocados?

Nuevas carcajadas que le estremecieron la barriga.

—Estás loco, muchacho —dijo Justo—. Una vez lo intenté porque oí que los viejos del pueblo lo comentaban y pensé que a lo mejor funcionaría. Pero fue asqueroso. Imagínatelo. ¿Crees que alguien querría meter la boca ahí abajo? Y si te crees que un cordero se va a quedar quieto y permitir que le arranquen las pelotas, estás muy equivocado. —Miguel sintió repulsión ante esa imagen—. Josepe intentaba inmovilizarlo por los cuernos y Xabier le sujetaba las patas traseras, y cuando me acerqué ahí abajo, el cordero pataleaba y chillaba. Y además, los viejos debían de afilarse los dientes con una piedra, pues tuve que pasarme cinco minutos royendo antes de que cayera el primero. Salí de allí como si hubiera participado en una pelea a cuchillo, y Josepe y Xabier no podían respirar de la risa. Todo el rato le habían estado dando ánimos al animal. Para el segundo utilicé el cuchillo, y nunca has visto a un cordero más feliz de que le arranquen un huevo de ese modo.

Miguel, sin aliento de tanto reír por la historia de Justo, utilizó la manga para secarse los ojos.

—Y luego dices que no cuentas mentiras.

—Nunca te he dicho que no contara mentiras. Lo que dije es que no exageraba —puntualizó Justo—. Apuesto a que te lo he dicho diez mil veces.

Los dos sonrieron y bajaron el valle, sujetando cada uno un extremo de la rama con los peces.

—De todos modos, es una buena historia, ¿no crees?

—No es fácil olvidarla.

La mula volvió a resoplar y Miguel abandonó sus recuerdos. Se dejó llevar por una emoción muy cercana a la nostalgia, sólo que acerca de hechos que aún habían de suceder. Se imaginó dentro de muchos años, trabajando en su oficio, casado con Miren, criando una familia en ese lugar. Volvió a recorrer el valle con la vista; era hora de echar otro trago a su cantimplora antes de bajar los troncos al aserradero.

* * *

Aguirre anduvo a paso vivo entre las hileras paralelas de árboles delante de la basílica de Begoña, dejando un rastro de humo de cigarrillo como si fuera una locomotora de tren. Se metió en la rectoría después de medianoche, en busca de un vaso de vino y la confianza de un sacerdote, y encontró al padre Xabier ensayando y puliendo la presentación del domingo.

Xabier sirvió Madeira.

—Te he traído una cosa —anunció Aguirre, y puso un libro sobre la mesa. Era de su poeta favorito, Lauaxeta.

Nuevas direcciones —dijo Xabier, leyendo el título—. Espero que sea un mapa de tiempos mejores.

Chocaron los vasos.

—Lo dudo —replicó Aguirre—. Por eso estoy aquí.

—¿Qué? ¿Hay algo más que pueda hacer Madrid, después de cancelar nuestras elecciones y revocar nuestro derecho a recaudar impuestos y…

—Ha habido una revuelta minera en Asturias —le interrumpió Aguirre—. Han llevado a Franco para que la sofoque. Y lo ha hecho.

Xabier se inclinó hacia él, invitándole a dar detalles.

—Torturas, ejecuciones. Mataron a hombres y mujeres en el pueblo fueran huelguistas o no.

—Los huelguistas, ¿eran socialistas?

—Supongo —dijo Aguirre—. Socialistas, anarquistas, rojos… probablemente tan sólo obreros hartos de sus condiciones de trabajo.

—Sigo la política. Intento estudiarla. Y tú me pones al día regularmente. Pero cada vez me resulta más difícil saber quién es responsable cuando ocurre cualquier cosa. Cada vez me vienen más feligreses que quieren que se lo explique. Pero no sé por dónde empezar.

Aguirre asintió, se acabó el vino e intentó simplificarlo para su amigo. Comenzó varias veces, se interrumpió y al final dijo:

—Padre, no estoy seguro de entender todo lo que ocurre. O no nos llegan noticias o nos llegan sesgadas. Y parece que todo cambia de semana en semana, de región en región. Cambian las alianzas, los partidos cambian de nombre y vuelvo a estar confuso. Me imagino lo que debe de ser para el campesino o para el trabajador de la mina.

—Me temo que no es muy reconfortante —dijo Xabier.

—Lo único seguro es que en los demás países de Europa donde ha habido una lucha por el poder como ésta, a los fascistas les ha resultado más fácil hacerse con el poder.

* * *

Un par de bueyes marrones, envueltos en chales de piel de cordero y con una guirnalda de flores enredada en sus cuernos, lideraban la procesión. Los cencerros sonaban al unísono al caminar y tiraban de un carro que transportaba la dote y las posesiones de Miren. Entrechocaban cazos de cobre mientras el carro rodaba por los adoquines. Un fuelle de madera y cuero, sujeto por un asa, producía exhalaciones sincopadas cada vez que el carro saltaba. Un gran crucifijo destinado al dormitorio estaba apoyado reverencialmente en un rincón, con un pesado rosario envolviendo el eje vertical como un collar en torno a un espantapájaros.

Seguían al carro los txistularis, que aportaban cierta música al estrépito. La procesión se agrupaba en parejas, no distintas a la de los bueyes: Miren y Miguel, los padres de ambos, los miembros de la familia y luego los amigos, y cada una de las mujeres llevaba un cesto de mimbre con regalos o flores.

Dada la creciente penuria de los tiempos, los regalos eran casi todos hechos a mano o cultivados en casa, tan elaborados como un bordado reliquia de la familia o tan sencillos como una madeja de lana recién acabada de hilar y teñida de un bonito color.

Miguel no sería capaz de recordar gran cosa de la misa y las lecturas nupciales del padre Xabier, centradas casi enteramente en Miren. La señora Arana le había cosido un vestido de satén blanco, con abalorios como perlillas decorando el entallado corpiño vasco que acentuaba la esbelta cintura de Miren. En el punto inferior del corpiño, por detrás, justo antes de que comenzara la falda, la señora Arana le había bordado una mariposilla de plata en honor al apodo que le había puesto a Miren. Miguel vio la mariposa y su mente ya no dejó de pensar en ella.

Con su hermano Dodo imposibilitado de asistir, Miguel escogió a su padre como testigo, algo a lo que accedió orgulloso por varias razones: no podía sentirse más feliz por su hijo, y además estaba encantado de acompañar al testigo de la novia, Alaia Aldecoa, hasta el altar. Durante semanas, Mariángeles y Miren habían llevado a Alaia a la tienda de la señora Arana, donde eligieron la tela, hicieron repetidas pruebas y le cosieron su primer vestido a medida. También tenía una cintura estrecha, pero el de Alaia era de un otoñal color teja y acentuaba el pelo más claro de Alaia y su generosa figura.

El sermón del padre Xabier incluyó referencias personales a Miren y un homenaje al poderoso vínculo del matrimonio —entre Justo y Mariángeles— que él había unido. Xabier sonreía mientras hablaba; Justo también, aunque más abiertamente, bajo el bigote.

—Vale la pena haberle enviado al seminario aunque sólo sea por este momento —le susurró Justo a Mariángeles.

A Miren, a quien sólo faltaba un mes para cumplir veinte años, le costaba tanto como a Miguel concentrarse en la ceremonia. En cierto momento, cuando el cura dijo a la concurrencia que se pusiera en pie, Miren volvió la mirada hacia sus padres. Su madre, hermosa, feliz e inmaculadamente vestida, se inclinó hacia Justo, aseado pero arrugado. Sin que Justo se diera cuenta, Mariángeles le puso la mano detrás y le colocó bien el cuello de la camisa, que llevaba doblado, y le tiró un poco del faldón del frac para que le resultara más cómodo cuando volviera a sentarse. En ese momento, Miren se dio cuenta de qué clase de esposa deseaba ser. No fue una revelación procedente de la misa ni de los votos ni de los ensalmos del padre Xabier: quería cuidar tanto a su marido que, incluso después de más de dos décadas de matrimonio, siguiera arreglándole el cuello mal colocado o la chaqueta arrugada. Quería que esas atenciones fueran su segunda naturaleza. Ése fue el voto que, ese día, hizo ante sí misma en el altar.

* * *

El primer baile de la fiesta nupcial no lo protagonizaban los novios, sino que lo ejecutaba un dantzari en honor a la pareja. Domingo Abaitua, uno de los bailarines del viejo grupo de Miren, dio un paso adelante e hizo una reverencia a los recién casados mientras los demás le hacían sitio. Se enderezó, se quitó la txapela con una floritura y la lanzó hacia la pareja. Comenzó la música y ejecutó el aurresku con una destreza admirable, provocando el entusiasmo de los invitados en cada paso. Acabó con una profunda reverencia a la pareja y abandonó la pista.

Miren extendió los brazos hacia el novio. Era algo que le había preocupado durante semanas. Miguel encontró poca resistencia a la hora de abrazarla, rodeándola con el brazo derecho. Sonaron cuatro notas y al siguiente compás Miguel dio un paso adelante con el pie izquierdo, seguro de sí mismo, pillando a Miren desprevenida. Había juntado los pies para concluir sus primeros tres pasos de vals antes de que ella se uniera al baile. Su sonrisa se transformó en sorpresa cuando Miguel le apretó con fuerza la zona lumbar con la mano derecha para llevarla en los giros. Girando en espirales dentro de un círculo, se deslizaron por la pista. Él contaba los pasos en voz alta, pero era capaz de bailar.

—¿Cómo? ¿Cuándo? —Miren apenas conseguía formular las preguntas—. ¿Quién?

Miguel no le hizo caso, satisfecho con sonreír ante el asombro de ella. Y responder le haría perder la cuenta.

Se movían al unísono como si no hubiera nadie más. No oyeron los vítores de sus familias y apenas se dieron cuenta de que la música había acabado, aminorando el ritmo suavemente en lugar de detenerse con brusquedad. ¿Cuánto tiempo habían bailado? ¿No llevaban bailando toda la vida?

Sin tomar carrerilla, y a pesar de las limitaciones que le imponían el vestido y el decoro, Miren saltó hacia Miguel, se sujetó con las manos detrás de la nuca y le besó en la boca con una fuerza que le echó la cabeza hacia atrás. Miren después apartó la boca con tanto ímpetu que el velo cayó el suelo, y soltó un irrintzi Tras el primer chillido, Justo se unió a ella, al igual que Josepe y el padre Xabier, y luego el resto de invitados.

Cuando se oyeron las primeras notas de una jota, Miguel se apartó de su esposa y se retiró un poco para hacerse sitio.

—¿Qué? —Miren estaba inmóvil.

Pasos de jota, giros, vueltas. Si la jota de Miguel era más estudiada que natural, destacaba por la falta de magulladuras y derramamiento de sangre. Miren se unió a él, al igual que una sonriente Mariángeles.

—¿De dónde ha salido este bailarín que tanto se parece a mi nuevo marido? —le preguntó Miren a su madre.

—Ha sido un proceso lento —contestó Mariángeles.

Kuttuna, tu madre, con infinita paciencia, amabilidad y arrojo me ha estado dando lecciones durante meses —explicó Miguel, un tanto sin aliento.

—Madre… —dijo Miren entre giros—, debes de ser… la mejor profesora de baile… del mundo.

—Me lo pidió con tantas ganas que no pude negarme —replicó Mariángeles—. Y se ha esforzado tanto… Tuve que mentirle a tu padre para proteger el secreto.

Miguel abrazó a su suegra.

—Gracias —le susurró, aspirando el mismo aroma que emanaba su esposa: ese jabón—. Siento lo de los pisotones.

—Ha valido la pena —dijo Mariángeles, y retrocedió para dejarles bailar otra vez.

—¿Me tienes preparada alguna otra sorpresa, astokilo? —preguntó Miren cuando iniciaron otro vals.

—Espero que haya muchas.

Miguel retrocedió lentamente para mirarla a los ojos.

—Tengo algo que decirte, pues creo que no debemos edificar nuestro matrimonio sobre nada que no sea la verdad. —Miren se quedó inmóvil—. Quiero que sepas que no he conocido a ninguna pitonisa gitana llamada Vanka.

—Tonto —gritó ella, y le dio una colleja sin fuerza—. Me desharía de ti ahora mismo —dijo agarrándolo del brazo—, si no fueras tan buen bailarín.

* * *

Mientras los padres de Miguel bailaban y Miren se paseaba entre sus amigos y cumplía con la obligación de bailar con todos los hombres asistentes a la boda, Miguel se sentó con los hermanos de su suegro.

Cuando Miren bailaba con Simone, el fabricante de chorizos que siempre olía a ajo, y luego con Aitor, el corpulento panadero, Miguel no podía dejar de mirarla.

Josepe y el padre Xabier levantaron su vaso hacia Miguel.

Osasuna —brindaron.

Osasuna —respondió Miguel.

—Eres un hombre afortunado, Miguel —dijo Josepe.

—Lo sé, amigo mío —contestó Miguel, sin apartar la vista de los movimientos de su esposa—. Todos esos años que fuimos vecinos, ¿pensaste alguna vez que acabaría formando parte de tu familia?

—Creo que es estupendo. Miren no podría haber encontrado un marido mejor —declaró Josepe—. Y ahora que oficialmente formas parte de la familia, ¿quieres conocer todos los secretos? Pregunta lo que quieras. Aquí el padre Xabier está acostumbrado a contestar a todo tipo de cuestiones, así que no le queda mucho por oír.

—Oh, no te creerías lo que oigo en el confesionario…

—¿Justo se confiesa contigo? —dijo Miguel, preguntándose por primera vez si estaría obligado a confesarse con el tío de su esposa.

—Justo no se me acerca ni como fiel —respondió Xabier—. Estoy seguro de que le preocupa que le imponga alguna penitencia por aquella vez que me metió la cabeza en el abrevadero del ganado.

—Vamos, Miguel, pregunta —le animó Josepe.

—Muy bien, esto es lo que quiero saber. Creo que Justo me aprecia y tenemos una buena relación. Me llama «hijo», cosa que considero una buena señal. ¿Debo tenerle miedo el resto de mi vida?

Su preocupación divirtió a los hermanos.

—Si me prometes no decírselo a nuestro hermano, te diré un secreto sobre Justo Ansotegui —dijo Xabier—. No es diferente a los demás. Todo el mundo actúa guiado por lo que más desea. Imagínate lo que es y comprenderás quién es esa persona. Casi siempre es evidente, pues todos estamos tan obsesionados con lo que queremos que casi nunca nos paramos a pensar en los motivos de los demás. —Miguel asintió, aunque sólo fuera para que Xabier se saltara la parte filosófica—. Vemos lo que te hace feliz a ti: no has apartado los ojos de la novia desde que te has sentado, incluso cuando has intentado mirarnos a los ojos. Has encontrado lo que querías, lo supieras o no.

Miguel asintió. El diagnóstico había sido exacto.

—¿Y qué es en el caso de Justo? ¿Vas a revelarme el gran secreto?

Xabier dio otro trago de vino antes de empezar.

—Cuando nuestro padre murió, Justo consideró que su deber era hacer de padre. Para los pequeños, el padre es el más fuerte, el más listo y el más grande, el hombre que controla todas las situaciones. Casi todo el mundo acaba dándose cuenta de que sus padres no son más que personas con las mismas debilidades que los demás. Justo nunca lo entendió. En algunos aspectos, sigue siendo un chaval de quince años que intenta estar a la altura de la imagen de lo que piensa que ha de ser un padre. Con el tiempo, acabó ere-yendo que podía ser el padre de todos… el padre de todo el pueblo.

Miguel asintió: eran palabras sensatas.

—He de admitir que ya no lo veo tan amenazante como al principio. Sin embargo, no quiero hacer enfadar a un hombre que mató a un lobo con sus propias manos.

Josepe y Xabier entrecerraron los ojos al tiempo.

—¿Qué lobo?

—El lobo —contestó Miguel—. El que le arrancó media oreja.

Miguel unió sus cuatro dedos y con el pulgar hizo el gesto del mordisco junto a su oreja derecha, como si fueran las fauces del despiadado lobo.

—Ya sabéis… el lobo.

—Lobo… No recuerdo ningún lobo —dijo Josepe—. Justo perdió esa parte de la oreja cuando era joven e intentó dispararle a un águila con una escopeta oxidada. Aquel trasto le explotó y le lanzó la culata hacia la cabeza. Hace más de treinta años que le falta ese trozo de oreja.

—Así que un lobo, ¿eh? —dijo el padre Xabier con un gesto de censura sacerdotal—. Necesitará al menos diez padrenuestros para expiar esa mentira.

Miguel se sintió a la vez aliviado y entristecido por la devaluación de ese mito clásico de Justo Ansotegui.

—¿Al menos mató al águila?

—No —respondió Josepe solemnemente—. Apareció de repente y no pudimos hacer nada. Éramos muy pequeños.

Josepe y Xabier intercambiaron una sonrisa. Ése era Justo. No era más que una anécdota, claro, pero los dos sabían que si un lobo hubiera atacado a Justo, fácilmente podría haberlo asfixiado con sus propias manos, incluso mientras le arrancaba parte de la oreja. Si era ficción, se debía tan sólo a que la situación nunca se había dado.

* * *

José María Navarro esperó a que su hijo, entre bailes y charlas con sus nuevos parientes, tuviera un momento libre para llevárselo aparte y expresarle su felicidad y su orgullo. También tenía noticias de Francia.

—Eduardo te manda recuerdos y dice que está muy celoso por que hayas pescado una novia tan guapa —dijo el padre—. Le he hablado de Miren, le he dicho que es la sobrina de Josepe y que es una pareja perfecta para ti.

Miguel sonrió cuando mencionó a Dodo.

—¿No había la menor oportunidad de que pudiera venir a la boda?

—Ninguna —respondió el padre—. Quería, y sabía lo importante que era para ti, pero te sorprendería saber que ha aprendido a ser cauto en muchos asuntos. De vez en cuando me envía un mensaje a través de los pescadores de San Juan de Luz. O a veces viene en una barca y nos encontramos en el mar.

—O sea, que pesca.

—No, su actividad está en las montañas —dijo José María—. Pero a veces quedamos y él se presenta en la barca de unos amigos que ha hecho en Francia.

—En las montañas, ¿eh? ¿Qué hace? ¿Está en un caserío, trabaja de pastor? —preguntó Miguel, incrédulo—. No veo a Dodo haciendo nada de eso.

—No, no está de pastor. —José María le acercó la boca al oído—. Está con unos contrabandistas.

Miguel rió tan fuerte que el sonido se oyó por encima de la música y muchos se volvieron hacia él. Su padre le hizo callar con un brusco chitón.

—Vale —dijo Miguel bajando la voz—. Pero eso es perfecto para Dodo. Estoy seguro de que se lo pasa de maravilla y se le da muy bien, siempre y cuando consiga no provocar a demasiados guardias fronterizos.

—Bueno, parece ser que al menos ha sido lo bastante listo como para que no lo descubrieran. Es un negocio peligroso, y algunos de sus amigos han terminado en la cárcel. Si lo pillan y lo relacionan con lo que pasó en el pueblo, la cosa podría acabar mal.

—Me asombra oír que se anda con cautelas. ¿Cuánto tiempo piensa estar así?

—Eso no lo sé —contestó José María—. Pero más le vale comportarse.

—¿Por qué ahora? ¿Por qué ahora más que en el pasado?

José María le susurró al oído:

—Porque ahora Josepe y yo le ayudamos.

* * *

Cuando los recién casados llegaron a su nueva casa, los amigos ya habían descargado el carro y decorado el interior con ristras de chorizos y pimientos. Ayudarían a la joven pareja a alimentarse sin salir de casa durante una semana para que su matrimonio tuviera un comienzo agradable. Sobre la mesa había un regalo de la madre de Miguel: un bote transparente de caramelos de limón.

Miguel y Miren entraron, agotados, y comenzaron a besarse sin ni siquiera cerrar la puerta. Los graciosos que descargaban los regalos amontonaron muchos encima de la cama.

Miguel recogió uno para enseñárselo a Miren.

—Mi padre debe de haber hecho éste. —Era un barco de madera con las palabras Egun On pintadas en la popa—. Lo pondré sobre la repisa de la chimenea para comenzar nuestra colección de cosas especiales.

Astotxo! —dijo ella al ver el arcón de roble que había al pie de la cama. En la parte superior tenía una incrustación que era un lauburu de álamo blanco y debajo un par de emes que se entrelazaban.

—Tu regalo —dijo él. La tarea de despejar la cama se hizo acuciante y apagaron la lámpara antes de desvestirse.

Se conocían desde hacía casi un año y estaban convencidos de lo verdadero de su afecto, pero nunca habían traducido esos sentimientos en algo físico, conteniéndose por una mutua decisión tácita. Ninguno de los dos tenía experiencia, pero eso no era importante. En ese momento, lo más importante fue el carácter de cada uno: paciente y atento al detalle el de él; complaciente y agradable el de ella. Él era un artesano, ella una artista. Fueron inagotablemente tiernos y totalmente transparentes. Él era la fuerza y ella la gracia. Él sólido, ella líquida. Luego los dos fueron líquidos.