Siéntate, siéntate, mi nuevo amigo. Bienvenido a Errotabarri. —Justo le dio el indulto al muchacho; no se ofreció a estrecharle la mano, un gesto que utilizaba para medir el punto de rotura de los huesos de los dedos. Lo que hizo fue ofrecerle un abrazo lo bastante suave como para que Miguel pudiera seguir respirando, pero al mismo tiempo lo bastante firme para que Miguel percibiera que había escapado de un torno de banco que no había ejercido su máxima presión.
Eso estuvo bien.
Pero Miguel se sintió obligado a preguntarse: ¿cómo es posible que este hombre engendrara una hija así? No era más alto que Miguel, pero era recio como el tronco de un nudoso roble. Sus cejas indómitas le colgaban sobre los ojos como un par de toldos y el bigote, que le formaba un grueso guión en la cara, era prodigioso en sus tres dimensiones. El borde dentado de su oreja derecha sobresalía de debajo de su txapela. Los que le habían dicho a Miguel que Justo era como un cruce entre un «buey catalán y un oso de las cavernas» no habían exagerado.
—Veo que te gusta mi cara —dijo Justo.
Miguel soltó una carcajada con la boca seca y miró hacia Miren.
—Ya que sientes curiosidad, mi nuevo amigo, te contaré la historia de mi oreja —continuó Justo—. Me la arrancó un lobo mientras luchaba con él en las montañas cuando era joven. —Se levantó la txapela y volvió la oreja hacia Miguel para que la viera mejor—. Ja… Éste fue su último bocado. Se la hice escupir con su última boqueada. Quería volver a cosérmela, pero la había masticado un rato y no habría resultado tan atractiva como es ahora.
Miguel le echó otro vistazo a Miren; ésta asintió e inclinó la cabeza, afirmando en silencio: «Sí, lo sé. Sé fuerte».
La estrategia de Justo estaba clara; no se trataba de intimidación física. Mariángeles le había recalcado cuánto significaba Miguel para su hija, y Justo le había dado su palabra de que no atacaría al muchacho. Pero no dijo nada de no asustarlo.
—Puesto que naciste en un pueblo marinero y eres un recién llegado en las colinas, querrás saber cómo hacemos ciertas cosas —prosiguió Justo—. En primer lugar, antes de comer, antes de que reforcemos nuestra amistad con vino y comida, debo hablarte de una de las costumbres de nuestro baserri. Es algo que tiene que ver con nuestra estirpe.
Mariángeles, que no tenía claras sus intenciones, aunque no le hacían ninguna gracia, colocó una mano de advertencia en el peludo antebrazo de su marido, con las uñas a punto de arrancar sangre si hacía falta.
—Tenemos ovejas, no muchas, pero sí las suficientes para mantenernos ocupados. Las hembras las tenemos para criar y para la lana; guardamos un par de carneros, los más fuertes, para que las cubran. Pero los otros varones que criamos sólo para carne no tienen por qué molestarnos con su interés por engendrar. —Mariángeles le apretó más el brazo—. De manera que los libramos de su barrabil, ¿entiendes? —Su carcajada sacudió los muebles mientras ahuecaba las manos como quien sostiene dos objetos redondos. Mariángeles apretó—. Para ello algunos utilizan un cuchillo, pero se te puede resbalar y destruir otras partes, y a veces provoca desagradables infecciones —explicó Justo, haciendo caso omiso de la presión callada de su mujer—. Los más veteranos hemos descubierto que sangran menos si les arrancamos las pelotas de un mordisco.
Miguel soltó un grito ahogado. Las mujeres emitieron un gemido: habían oído hablar de ese repugnante proceso, pero ¿tenía que contarlo? Mariángeles retiró la mano del brazo de su marido. Ahora ya no tenía objeto.
—Es una costumbre —dijo Justo— que a lo mejor quieres tener en cuenta cuando comiences a cortejar a mi hija.
* * *
Miguel redistribuyó la comida en el plato. El plato principal había sido cordero, y Miguel se preguntaba taciturno si Justo ya habría mordido esa carne. Mariángeles y Miren consiguieron mantener una limitada conversación, aunque lograron sacarle a Miguel historias de su infancia. Justo, sin embargo, llenaba el aire con torrentes de palabras, y cuando vio que Miguel apenas había probado el cordero, le preguntó al muchacho si comía algo que no nadara en el mar. Cuando Miguel confesó que en ese momento no tenía mucho apetito, Justo le quitó la carne que tenía en el plato y la devoró.
—No podemos permitir que la carne se desperdicie —anunció—. Deja que ahora te hable de mi santa madre —prosiguió Justo, y pasó a relatar la muerte de su madre y el pesar que consumió a su padre, tan extremo que no tuvo que adornarlo—. El amor que mi padre sentía por mi madre permanecerá en el tiempo como un monumento a la devoción y a la entrega —concluyó con orgullo—. Era tanta su capacidad de amor que cuando la perdió murió con el corazón roto.
Justo hizo una pausa, como si esperara aplausos.
—¿Y vosotros, los hijos? —preguntó Miguel sin pensar.
—Nos hicimos hombres, orgullosos de su ejemplo.
Miguel negó con la cabeza.
—Miguel, ¿qué? —preguntó Mariángeles.
—Nada.
—Miguel, ¿qué? —insistió Mariángeles.
—Que es una historia muy triste.
Pero Justo remachó:
—Y que lo digas, hijo.
—No querría ser irrespetuoso —le dijo directamente a Justo, humillando un poco la cabeza en señal de respeto—. Pero creo que si tu madre hubiera tenido la oportunidad, no habría dicho: «Tu dolor demuestra la intensidad de tu amor», sino más bien: «Cuida de los chicos. Ahora tienes que quererlos por los dos».
—Cuidado, muchacho —advirtió Justo.
Se oyó un estallido en la lumbre y Miguel se sobresaltó, Fue el único sonido en el comedor en lo que parecieron minutos. Justo no apartó los ojos de Miguel. Al menos para alterar la fuerza de la mirada de Justo, Miguel añadió:
—Estoy seguro de que tu padre quería muchísimo a tu madre, pero creo que fue un egoísta al descuidar a sus hijos. Perdiste a dos progenitores en lugar de uno. Tu padre debería seguir vivo. En este momento debería estar a la mesa con nosotros. Yo debería haberle conocido; él debería haber superado su pérdida y seguir aquí con sus hijos. Ahora lo admiraría.
Justo se mordisqueó el bigote y toda la mesa quedó en un silencioso suspense. Nadie le había hablado así ajusto. Minutos más tarde, éste se puso en pie y rodeó la mesa hacia Miguel, que creyó que pretendía estrangularlo. Pero le tendió la mano. Miguel la aceptó y Justo la rodeó. Suavemente, esta vez.
—Josepe dijo que eras un buen hombre —declaró Justo—. Tenía razón. Al menos eres valiente. Me has dado mucho en que pensar. Eres bienvenido a nuestro hogar.
—¿Por qué no os vais los dos a dar una vuelta? Hace una tarde preciosa —les dijo Mariángeles a Miren y Miguel.
Cuando estuvieron fuera, Miren lo atrajo hacia sí. Rebosaba cariño y se sentía acalorada, como si tuviera demasiada sangre y no bastante oxígeno. Sin pensarlo, se besaron, los labios apenas tocándose.
Ella ejecutó un fulgurante paso de jota, un giro, y fue al lado de Miguel en el paseo más agradable de su vida.
* * *
En la casa estaban incrustados los excrementos de los animalillos y pájaros que se habían instalado en ella desde que su último morador se trasladara a Bilbao sin molestarse en arreglar las ventanas rotas. Olía a hongos y a moho por culpa de una alfombra empapada de lluvia que quedaba bajo el techo de tejas agrietadas. Las tablas que había debajo de la alfombra estaban alabeadas como olas.
Y Miguel no podía estar más feliz. El deplorable estado de la casa la hacía más barata, y también le proporcionaba una excusa para reconstruirla a su propio gusto. Ahora podía dejar sólo las paredes y hacerla suya.
Igual de importante era el pequeño cobertizo adyacente, cuyas puertas hendidas daban a poniente y donde podría instalar su propio taller. Después de trabajar todos los días en el taller de Mendiola, Miguel se pasaba gran parte de la noche reconstruyendo su casa. Al mes había reemplazado los tablones del suelo dañados con roble pulimentado, había construido armarios de pino con puertas con relieves y había fabricado cornisas de madera dura y zócalos que clavaría cuando hubiera repintado las paredes.
Miren imploraba ayudar en la rehabilitación, y los dos conspiraron para pintar el interior un día que Miguel no tenía que ir a trabajar con Mendiola. No era sencillo. Que una joven se viera dentro de una casa con un hombre a solas podía alimentar chismorreos durante meses.
La casa de Miguel se encontraba en el extremo del pueblo, ya entre las últimas residencias, justo dentro del anillo de caseríos que se extendían fuera del núcleo. Después de recorrer el pueblo y llevar a cabo una paciente vigilancia, Miren decidió que el encuentro era seguro. La casa inmediatamente le pareció acogedora, y no le costó nada imaginarse viviendo allí: removiendo la olla sobre la lumbre, remendando las ropas de Miguel, barriendo el suelo, metiéndose en la cama.
Un Miguel sin camisa tenía la pata de una silla en el torno cuando Miren llegó, y estaba cubierto de finas astillas.
—Hola. ¿Qué te parece?
Se obligó a desviar la mirada.
—Creo que papá me mataría si supiera que he venido.
—No te mataría. Me mataría a mí —la corrigió Miguel—. ¿Preparada para trabajar?
—A sus órdenes, señor. —Le hizo el saludo militar.
Miren se había puesto traje de faena, con un pañuelo en la cabeza, delantal y varias blusas una encima de la otra para poder quitarse la de encima si quedaba salpicada de pintura. Pero a los pocos minutos estaba toda ella moteada de amarillo de las salpicaduras de las rígidas cerdas del cepillo.
Miguel sugirió que él pintaría la parte de arriba subiéndose a la escalera y que ella pintara la zona inferior y las molduras hasta donde llegara. Lograron una técnica eficaz, y suavizaron los brochazos allí donde los de ambos se solapaban. Puesto que ella debía cubrir una zona más pequeña y más fácil de alcanzar, iba muy por delante de Miguel y su escalera, así que se tomó un descanso casi después de una hora de trabajo.
Mientras trabajaban se lanzaban miradas furtivas cuando creían que el otro no se daba cuenta. Pero a menudo sus ojos se encontraban, lo que provocaba sonrisas avergonzadas. A ella le gustaba mirar las manos de Miguel mientras trabajaba; la habían atraído desde que él sostuvo la suya entre ellas. Eran poderosas, y ella quería trazar con los dedos el sendero a las venas que recubrían los músculos. Esas manos le permitían crear hermosos muebles que podrían durar siglos. Era una especie de poder que ella admiraba.
Cuando Miren se agachó para mojar su brocha y lo pilló por tercera vez, Miguel abandonó la timidez.
—Lo siento, no puedo evitarlo —confesó.
Ella sonrió pero no contestó.
—Claro, todas las vascas son guapas —dijo él para romper un silencio que se había vuelto incómodo.
—¿Es algo sabido?
—Los marineros de Lekeitio han recorrido los mares del mundo y no han encontrado mujeres más hermosas.
—¿Cómo sabes que no encontraron mujeres más hermosas y decidieron callárselo?
—Siempre regresaban a casa.
Miren dejó la brocha y se le acercó con un meneo que obligó a Miguel a cerrar los ojos.
—¿Me estás diciendo que no soy sino una más entre muchas? —preguntó ella—. Una vasca más.
—No… no… no… Si existiera una mujer más hermosa que tú, habría oído hablar de ella. Circularían canciones, poemas.
—Entonces, ¿por qué no escribes un poema sobre mí?
—Ya he creado un nuevo baile en tu honor. —Regreso al humor.
—Cierto, pero a una chica le gustan los poemas. —Presionando.
Confundido, Miguel se rindió. El movimiento de aquellos pasos, su sonrisa, y esos condenados ojos oscuros. Le habían dado guerra desde el principio. Había pasado varias semanas imaginando todo lo que podrían hacer juntos. Volvió a cerrar los ojos y se sintió mareado.
—Esto probablemente no sea un poema —dijo Miguel—. Nunca he estudiado estas cosas, así que no lo sé. Pero sé lo que quiero hacer. Allí donde estés conmigo, quiero hacer que te sientas como cuando bailas.
Se abrazaron tan fuerte que el sudor de él le mojó el delantal. Sin pedir permiso, una de las piernas de Miren se enredó en la pantorrilla de Miguel, apretando las caderas contra las de él. Y allí se quedaron, cada uno respirando el aliento del otro.
—¿Compartirías esta casa conmigo? —preguntó Miguel—. ¿Pasarías tu vida conmigo?
—Nada me haría más feliz.
—Te quiero —dijo él—. Te quiero de verdad.
—Yo también te quiero.
Se quedaron en silencio. De pie y respirando.
—¿Qué crees que dirá tu padre cuando le pida tu mano? —preguntó en voz baja Miguel mientras se separaban para mirarse a los ojos.
—Ala Jainko! Ningún hombre es lo bastante bueno para mi pequeña —dijo ella con una sorprendente voz de barítono—. El único hombre digno de mi hija soy yo, y ya estoy ocupado.
—Pero ¿lo permitirá?
—Miguel Navarro, me da igual lo que diga. Vamos a casarnos.
* * *
Justo eructó tan fuerte que le tembló el bigote.
—Maldita vaca —dijo señalando el piso de abajo.
—Justo, esta excusa sólo vale cuando los animales están en la casa. Ahora es verano, y están pastando.
—En ese caso, te ruego me perdones. Pero si no es culpa de la vaca, entonces es tuya. Me has obligado a comer demasiado.
Aquella tarde Mariángeles había ido al mercado y había comprado una merluza entera, que había preparado después a la vasca. Los pescadores de Lekeitio o Elantxobe en ocasiones llevaban pescado fresco a Gernika para venderlo o cambiarlo por verduras o cordero. Justo lo había devorado todo menos el trocito que Mariángeles se había apartado para ella.
—Mi glotonería es sólo para recordarte que aprecio tu cocina —dijo Justo—. Y para que sepas que eres la mejor cocinera del País Vasco.
—Gracias, nunca me cansaré de oír repetírtelo —replicó ella.
—Yo me encargaré de ello —contestó él mientras quitaba los platos.
—Justo —dijo ella, esperando a que él la mirara antes de continuar—. Estoy orgullosa de cómo has reaccionado ante la noticia de Miren. Esperaba que fueras comprensivo.
—La verdad, Mari, es que estoy encantado. Miguel es un hombre… Tonto como cualquiera de su edad, pero un buen partido para nuestra hija. Miren no podría encontrar nada mejor. Obré con sensatez al no matarlo.
Mariángeles se rió.
—Hacen una pareja estupenda.
—Nos darán unos ilobas estupendos.
—¿Más de uno? ¿No te importará que tengan más de uno? —Mariángeles se quedó sorprendida por el uso del plural con relación a sus nietos.
—No me importa. Espero que tengan una docena. Espero que llenen el pueblo de hermosos bebés.
Justo extendió los brazos, como para invitar a su mujer a dar fe de su mente abierta.
—Bien hecho.
Después descolgó el delantal del colgador, se lo ató y comenzó a echar las sobras en un cubo para su cerdo.
—Gracias —dijo ella—. Iré al pueblo a ayudar a María Luisa en ese proyecto musical en el que está trabajando.
—Tu hermana hace magia con ese acordeón —comentó Justo, ejecutando dos aceptables pasos a la música que recordaba—. Pero es la tercera vez que pasas la velada con María Luisa. Si no supiera que estás casada con el hombre más codiciado de Vizcaya, sospecharía que me la estás pegando.
—Estás muy seguro de ti mismo.
—¿Y por qué no?
Mariángeles cogió el bolso y una chaqueta por si refrescaba.
—Querida —dijo Justo en voz baja—. Recuerda, tienes mi corazón en tus manos.
—Sólo hago una obra de caridad.
Justo se volvió a hinchar como un pavo.
—Ajá. Lo que imaginaba. Sería una tonta si se fijara en otro teniendo a Justo Ansotegui en casa.
Flexionó el bíceps derecho hasta formar una bola de cañón que quedó adornada con las flores del delantal y el cubo para el cerdo.
—Mari. Esta vez ten cuidado.
—¿Cuidado?
—Sí, la última vez te hiciste daño.
Ah, sí, es cierto. Aquella noche le había contado que, volviendo a casa, había metido el pie en un hoyo.
* * *
Miren, que volvía de tomarse las medidas para un vestido, la vio salir precipitadamente de casa.
—¿Cómo se lo está tomando papá? —le preguntó.
—La verdad es que me está sorprendiendo. Acabamos de hablar de ello, y está muy contento con tu elección. Cree que dice mucho a su favor.
—¿Adonde vas con tanta prisa?
—A ver a María Luisa.
—Ama, ¿hay algo más que tengamos que hacer en la casa antes de la boda, ahora que va a venir toda la familia?
—Creo que podríamos pintar un poco por dentro —dijo Mariángeles—. Estaba pensando en un color más vivo, como el que Miguel ha elegido para su casa.
Miren asintió y a continuación comprendió lo que quería dar a entender su madre.
Mariángeles leyó la expresión ausente de su hija.
—Miren, el día que volviste de casa de Alaia ibas cubierta de pintura. Sé que no estabas pintando su cabaña. ¿Adonde ibas a ir, si no? No te juzgo. Confío en ti y confío en Miguel. Pero la gente del pueblo no es tan generosa. Ten cuidado. Y ten paciencia. Y la próxima vez límpiate mejor la pintura. Estoy segura de que a tu padre el color no le gustaría tanto como a mí.
* * *
Miren Ansotegui necesitaba juntar a las dos personas más importantes de su vida por muchas razones, pero, sobre todo, por lo mucho que se enorgullecía de ambas. Si todo iba como esperaba, Alaia y Miguel estarían cerca de ella el resto de su vida, y se imaginaba a los tres envejeciendo juntos. Si surgían celos entre ellos, o la menor animosidad, sería difícil para ella aceptarlo.
Los preparaba a los dos, contándole a Miguel las necesidades y todo lo relacionado con Alaia e insistiéndole en que procurara evitar los malentendidos verbales en los que ella había caído, a pesar de que Alaia nunca parecía ofenderse. E iba con cautela al hablarle a Alaia de lo apuesto que le parecía Miguel, pues no quería que su amiga se sintiera postergada o dejada de lado. Sí, le confesó que pensaba casarse con él, pero le dijo que eso no tenía por qué afectar a la relación con su mejor amiga, su hermana.
—Quiero que la ames y que ella te ame a ti —le dijo Miren a Miguel.
—Sé que adoro cómo consigue que huelas —replicó Miguel.
—Hablo en serio. Para mí es una persona y una amiga muy especial —insistió Miren—. Me ha hecho más comprensiva con la gente. Me ha hecho comprender mejor lo mal que lo pasan algunas personas. Es increíble lo fuerte y valiente que es. Imagina lo que debe de ser estar ciego.
—Si ella es tan importante para ti, entonces lo es para mí. ¿Puedo hacer algo por ella? ¿En su casa? ¿Alguna reparación? ¿Llevarle leña?
—No creo, es muy independiente.
—O construirle algún mueble.
—Oh, astotxo, eso sería maravilloso, a lo mejor un bonito arcón para sus cosas.
—¿Necesita ayuda para venir aquí? —preguntó Miguel.
Miren le explicó el talento de Alaia a la hora de orientarse y los hitos que utilizaba para no perderse cuando iba al café a encontrarse con ella. Ahora que Miren y Miguel estaban prometidos, era aceptable que estuvieran juntos en público, e incluso que se mostraran cariñosos.
Alaia llegó al café, utilizando discretamente el bastón para ver si en la puerta había algún peldaño o impedimento. Entró y se quedó en la puerta, sabedora de que Miren estaría atenta y la recogería para llevarla hasta su mesa. Se abrazaron y se besaron en las mejillas, como siempre, y Miren la llevó hasta donde, ahora de pie, estaba Miguel.
Miren tenía razón: era asombrosa; muy bien proporcionada, con el pelo castaño claro y la piel del color del duramen de ciprés. De no haber sabido Miguel que era ciega, no podría haber advertido nada que la hiciera diferente de cualquier encantadora jovencita que simplemente anduviera con los ojos cerrados. Se movía con lentitud, aunque eso sólo le daba una cualidad onírica, se dijo Miguel. Y cuando Alaia y Miren se le acercaron cogidas del brazo, ninguna de las dos amortiguó el impacto de la aparición de la otra.
Cuando se la presentaron, Miguel le dio un beso en la mejilla y luego la abrazó. Le susurró algo al oído y luego volvió a abrazarla con más energía. Miren contuvo el aliento, asombrada.
—Oh, Miguel, eres tan fuerte… —exclamó Alaia.
—Oh, Alaia, he soñado tantas veces con una mujer como tú… —replicó Miguel.
Miguel observó la cara perpleja de Miren.
—Sí, ha picado —le dijo a Alaia—. Deberías ver su expresión.
Los falsos amantes suponían que Miren había advertido a ambos lo importante que era que se cayeran bien. A los dos les había hecho gracia tanta preocupación.
—Hay que ver cómo sois. Estaba a punto de levantarme y separaros.
—Nos amenazaste para que nos lleváramos bien. Pensamos que esto te haría feliz —explicó Alaia.
Una vez más se abrazaron cortésmente, en un saludo más auténtico.
—Esperaba que olieras como Miren —dijo Miguel.
—Ese jabón es sólo para ella. Es la «mezcla de Miren».
—Alaia, recuérdame que coja más para mi madre —pidió Miren—. No te lo vas a creer, pero ahora mi padre también lo utiliza. Dice que durante el día le recuerda a mi madre. La verdad es que no le pega nada, pero es una mejora en relación con el que utilizaba las pocas veces que se molestaba en bañarse. Siempre está diciendo: «Ah, Alaia. Esa chica tiene poderes».
—Creo que mientras no salga de la familia, todo irá bien. Miguel, ¿ya has conocido a su padre?
—Sí. Fue una velada muy interesante.
—¿No huiste por piernas deseando no volver?
—De momento no —dijo Miguel—. Pero no bajo la guardia.
Estuvieron charlando durante la cena, y cuando acabaron de contarse historias, y Alaia y Miguel hubieron compartido todas las anécdotas divertidas que recordaban sobre la chica que los dos amaban, Miren consiguió relajarse. No, no parecía que hubiera ningún problema entre Miguel y Alaia.