Capítulo 8

Las mujeres hurgaban el suelo con sus palos como si arrancaran malas hierbas de un sembrado. Aunque Miguel nunca había visto a nadie trabajar en el campo con la gracia de esas bailarinas. De la docena de mujeres, sólo miraba a Miren, aunque la mayoría compartía su desenvuelta elegancia.

Un hombre solo, un tanto ebrio, se metió en el baile saliendo de un lado del patio. Llevaba un gran saco de harina al hombro. Mientras pasaba trastabillando, las mujeres se abalanzaron sobre él en una coreografiada reprobación, golpeando el saco con sus palos. Incluso en el baile se reforzaba la imagen del vengador matriarcado vasco.

Miren, en solitario, era el centro del siguiente baile, y se oyeron vítores cuando cogió un vaso de una mesa cercana, lo llenó de vino y lo colocó en medio de la zona de baile. A un ritmo cada vez más trepidante, revoloteó ligera por los lados del vaso. Sin bajar la mirada, lo saltaba y lo rodeaba, por los cuatro costados, rozándolo casi mientras sus pies entretejían unos complicados pasos. El grosor de la falda le impedía ver el vaso, que esquivaba en un acto de inmensa precisión. Luego, por imposible que pareciera, dio un salto y pareció flotar en el aire antes de aterrizar suavemente en lo alto del vaso, con una zapatilla en cada borde. Y se bajó, levitando, flotando a cada lado, y luego volvió a aterrizar sobre el vaso, posándose suavemente con las rodillas dobladas.

Miguel estaba estupefacto ante aquella muchacha tan ligera y diestra que era capaz de bailar sobre el borde de un vaso de vino. No era un cristal fino ni una delicada flauta, pero seguía siendo un cristal, y bailaba tan feliz encima de él, ajena a la posibilidad de que pudiera romperse. No sólo no lo rompió, sino que tampoco derramó una gota.

Un salto final, aterrizando sobre el vaso y enseguida en el suelo, coincidió con el último compás y un vítor aún mayor se extendió por el patio. Miren aceptó el aplauso con una profunda reverencia, recogió el vaso de vino y lo apuró de un trago. Saludó a la enfervorecida multitud con el vaso vacío y se pasó la lengua por los labios en un gesto teatral.

Miguel cerró los ojos y se recordó que tenía que respirar.

* * *

La noche había refrescado y los bailarines formaban ahora grupos más pequeños para una frenética jota, a la que se unió gente del pueblo de todas las edades. Miren se acercó a la mesa de Miguel, acompañada de la bailarina de más edad y directora de la agrupación.

—¿Cómo es posible bailar encima de un vaso? —le preguntó Miguel antes de que ella pudiera decir nada.

—Bueno, primero necesitas un vino muy fuerte —respondió Miren.

—De hecho —dijo la mujer de más edad—, supuestamente es una danza para hombres, pero ninguno de los muchachos es capaz de hacerla. Hemos derramado muchos vasos y mucha sangre para aprenderla.

Miren señaló a la mujer con un gesto formal.

Ama, éste es Miguel Navarro, de Lekeitio, un amigo del Osaba Josepe. Miguel, ésta es mi madre, Mariángeles Ansotegui.

—¿Ésta es tu madre? —preguntó Miguel sin la menor sutileza, echando la cabeza para atrás.

Bai, bai, bai, me lo dicen siempre, estoy orgullosa de admitirlo —dijo Miren, abrazando a su madre mientras reían como si fueran hermanas.

—Y tú eres ese joven que tanto sabe de las costumbres de los gitanos —bromeó Mariángeles.

Miguel hundió la cabeza en las manos, fingiendo más vergüenza de la que sentía. De hecho, le llenaba de satisfacción haber causado tan honda impresión en Miren que ésta le hablara de él a su madre.

—Bueno —continuó Mariángeles—, no me hace falta ser pitonisa ni gitana para predecir que vais a bailar juntos en el futuro. A ver qué sabe hacer con los pies, Miren.

Miren agarró de la mano a Miguel para llevarlo a bailar, pero éste se agarró a su silla, sin moverse por mucho que ella tirara.

—Vamos, Miguel, es hora de bailar.

—Me temo que cuando era pescador no aprendí a bailar mucho —dijo.

—¿Qué aprendiste en el bote?

—A vomitar caramelos de limón.

Miren se quedó inmóvil y dirigió una curiosa mirada a su madre. No valía la pena seguir tirando de él. Miren le dio unos golpecitos con su palo, como para ordenarle que se pusiera en pie.

—Mejor que te vean torpe que no cobarde —le advirtió ella.

—Mejor verse cobarde que resultar un zote.

—Todo el mundo sabe bailar —dijo Miren—. Cualquiera.

—Detestaría demostrar que te equivocas. No conozco los pasos.

—No tienes que saber ningún paso. ¿Sabes chasquear los dedos? —le preguntó Miren, chasqueando los suyos sobre la cabeza con un aire flamenco.

—¿Chasquear? ¿Como un cangrejo enfadado? —dijo Miguel, y los chasqueó lenta pero sonoramente.

—¿Sabes dar patadas?

—Como una mula furiosa.

—¿Sabes saltar?

—Como… mmm… cualquier animal que salte mucho.

—¿Eres vasco?

—Aunque ya no lleve txapela, sí, soy vasco.

—Entonces sabes bailar —le anunció con total seguridad.

En esto último se equivocaba del todo.

* * *

Como bailarín, Miguel Navarro se mostró enérgico, entusiasta y tan vistosamente inútil que atrajo a la gente. Había compartido las celebraciones de los días de fiesta con toda la gente de Lekeitio, y —cuando no las prohibía la Guardia Civil— había ensayado unas cuantas danzas folclóricas. Mientras que su hermano Dodo aprendió a ejecutar unos cuantos pasos básicos, Miguel nunca conseguía relacionar la música con los movimientos, ni conseguía trasladar los pasos al baile. En otras cosas tenía coordinación y temperamento artístico, pero existía la posibilidad de que fuera peor bailarín que pescador.

Pero si Miren Ansotegui, la bailarina más diestra que había visto, encontraba apropiado invitarlo a ser su pareja, ¿quién era él para negarse? Así pues, Miguel se levantó, se dirigió al centro del patio y comenzó a moverse como si se encontrara en la bamboleante cubierta de una barca de pesca. No conseguía llevar el compás y daba coces como una cabra con parálisis. Varios de sus saltos acabaron con sus huesos en el suelo, pero se levantaba a continuación no sólo como si se hubiera tirado a propósito, sino como si la caída fuera fruto de mucha práctica y creatividad.

—Ostras, eso sí que es garbo —le pinchaba Miren.

—No he visto a nadie más que intentara este paso —contestaba Miguel.

—Desde luego.

Con una patada alta que pretendía imitar —aunque tarde— el movimiento de Miren, le cogió con el pie el borde de la falda, levantándola tan arriba que ella tuvo que bajársela para mantener el recato. En otra ocasión, tropezó con ella y le dobló la rodilla de la pierna de apoyo, haciendo que los dos cayeran.

Para ella la danza era algo serio, pero disfrutaba con la entusiasta actuación de Miguel. Era patético pero simpático y, además, él la había advertido.

—Bailas como un borriquillo que intentara correr —dijo ella riendo, recordando sus animales favoritos del baserri—. Ése eres tú, astokilo, el borriquillo.

—Hago lo que puedo —replicó Miguel mientras se agachaba con las manos en las rodillas para tomar aire—. ¿Crees que estoy a punto para el vaso de vino?

—Sólo para beberte lo que hay dentro.

* * *

José Antonio Aguirre entró furioso en el confesionario. Llevaba una página mecanografiada que un amigo suyo reportero le había traído del periódico. Comentaba la fundación de Falange Española en Madrid.

—No te lo vas a creer —comenzó a decir Aguirre.

—¿Y lo de «perdóneme, padre»? —preguntó Xabier.

—No hay tiempo.

—¿Que no hay tiempo para confesarse?

—Escucha —dijo Aguirre al tiempo que inclinaba el papel para que le llegara más luz por la celosía—. José Antonio Primo de Rivera, hijo del ex dictador Miguel Primo de Rivera, proclamó orgulloso que éste era un paso en el camino hacia el totalitarismo implantado por el dictador italiano Benito Mussolini.

—Oh, no. ¿Quiere ser Mussolini? —refunfuñó Xabier—. Como si el mundo necesitara otro Mussolini.

—… La imperiosa tarea colectiva de todos los españoles es reforzar, elevar y engrandecer la nación. Todos los intereses individuales, de grupo o clase deben subordinarse sin la menor vacilación al cumplimiento de esta tarea —leyó Aguirre.

—A quienes se opongan se les pegará un tiro —se burló Xabier con una voz autoritaria.

—… España es una unidad de destino en lo universal. Todo separatismo es un crimen que no perdonaremos…

—A los catalanes y vascos se les pegará un tiro —anunció Xabier.

—… El nuestro es un estado totalitario. El sistema de partidos políticos se abolirá por completo…

—También se pegará un tiro a los votantes.

—… Una rigurosa disciplina evitará cualquier intento de corromper o dividir al pueblo español, o de incitarles a ir contra el destino de la Madre Patria…

—También se pegará un tiro a las madres.

—… Rechazamos el sistema capitalista, que no tiene en cuenta las necesidades de la gente, deshumaniza la propiedad privada y transforma a los trabajadores en masas informes destinadas a la miseria y la desesperación…

—Se pegará un tiro a las masas informes.

—… Nuestro Movimiento integra el espíritu católico, que ha sido predominantemente glorioso y mayoritario en España, en la reconstrucción de la nación.

Aguirre y Xabier se miraron y negaron con la cabeza, incapaces de encontrar una réplica inteligente.

Eran dos católicos, sentados en un confesionario, en el interior de una basílica, y se preguntaban cómo era posible que los fascistas anunciaran sus planes de suprimir prácticamente a todo el país y seguir venerando el «espíritu católico».

* * *

En un pueblo, el amor entre los jóvenes rara vez se desviaba del camino fijado. Una pareja podía bailar junta un par de veces en la erromeria. Y si la química entre los dos prosperaba, en la siguiente erromeria ya sólo bailarían juntos, y la tercera semana uno de los dos se sentaría en la mesa de la familia del otro o sobre una manta para compartir la comida y el vino y permitiría que lo interrogaran.

Antes de eso, tampoco es que la comunidad hubiera dejado de vigilar todos sus movimientos en el baile. En ese momento ya había habido sutiles interrogaciones acerca del muchacho o la muchacha y se habían llevado a cabo minuciosos estudios de sus familias.

El avance de la pareja por el camino del cortejo podía acelerarse si durante la semana, en el pueblo, tenían lugar encuentros «accidentales». Ése fue el caso cuando Miguel convenció a Mendiola de que necesitaba estar en el pueblo a mediodía para entregar una silla que le habían llevado a reparar, y Miren informó a su madre de que necesitaba estar en el pueblo a mediodía para comprar hilo. Ambos llevaron a cabo las tareas prometidas, y nadie podría sospechar que había sido otra cosa que la pura casualidad lo que los había llevado, mientras cumplían sus recados, a un café concreto poco antes de mediodía.

Miren, después de saludar, como hacía siempre, a todos los que estaban en el café, se sentó a una mesa que daba a la calle. Pidió un café, saludó con la cabeza a todos los que pasaban y respiró el aire de los tubos de escape de los coches como si estuvieran perfumados.

—Tenía que venir al pueblo a por hilo y he pensado que me sentaría bien un café —le dijo al camarero. Tras haber declarado el motivo de su parada en el café, exageró su sorpresa ante la aparición de Miguel.

—Qué alegría verte —exclamó Miren, mirando a su alrededor—. Siéntate.

—Gracias. Me iría bien un cafelito.

A su espalda, el camarero sonrió ante su artificio. Miguel se sentó a la mesa de al lado, que también daba a la calle. Mirando en direcciones opuestas cada vez que pasaba alguien, los dos consolidaron su relación a través de esa conspiración compartida. Hacer planes para encontrarse de nuevo en el pueblo era una inversión mutua. Estar juntos en el café los convertía en cómplices; los unía en un pacto contrario al decoro absoluto.

—Conociste a mi madre… —comenzó a decir Miren hablando por un lado de la boca mientras miraba hacia delante.

—Sí, y es una persona encantadora —replicó Miguel—. Pero no quiero ni imaginarme lo que debió de decir de mi manera de bailar.

—Dijo que nunca había visto nada parecido. Se preguntó si tu gitana te habría lanzado una maldición.

—Oh, bueno, ella piensa que estoy maldito.

—Bromeaba. Le caíste muy bien.

Intuyendo que a ese paso se estarían allí toda la tarde, Miren abandonó la charada y se volvió de cara a Miguel.

—Puesto que le has causado tan buena impresión a mi madre, me gustaría que vinieras a Errotabarri… a conocer a mi padre.

—Lo dices como si eso se me fuera a atragantar —dijo Miguel, girándose para mirarla a los ojos.

—No, no tiene por qué ser un trago tan amargo. Es sólo que en Gernika es muy conocido. Probablemente sea el hombre más fuerte del pueblo… quizá intimide un poco… a veces pega algún grito… y algunas personas te dirán que les da miedo, aunque nunca le he visto hacer daño a nadie.

Miguel consideró todas las posibilidades. El prolongado silencio inquietó a Miren, que temió haberle ahuyentado.

—El problema es que soy hija única, y suele mostrarse bastante protector conmigo.

—No esperaría menos —dijo Miguel, mostrando las palmas de las manos—. No admiraría a un hombre que no protegiera a su hija. Es su deber. Es evidente que te han educado para ser una buena persona. Nada puede hablar mejor de los dos que tu carácter.

Bueno, se dijo Miren, tiene buenos instintos. Pero, Dios mío, ¿está preparado para conocer a papá? ¿Debería advertirle? ¿Debería prepararle? ¿Debía confiar en que su madre interviniera para impedir que Justo lo echara con cajas destempladas? Sí, eso era lo más prudente: suplicarle a su madre que controlara a Justo. Pero ¿había alguna esperanza de que eso bastase?

Miguel ya había conocido a hombres con carácter, y se sentía con ánimos para el encuentro. Miren valía la pena.

* * *

Miren entró en Errotabarri y antes de que dejara en el suelo su saco de hilo, su madre le preguntó cómo le había ido el encuentro con Miguel.

—¿Con Miguel?

—La señora Jausoro ya se ha pasado por aquí.

—Fue pura casualidad. ¿Qué tiene que decir? ¿Dijo que habíamos quedado?

Mariángeles se inclinó ligeramente y dobló el cuello para formar una falsa joroba en la espalda antes de imitar la voz de la anciana mientras comunicaba su dramático chismorreo:

—Tengo que decirte que he visto a Miren en el pueblo, tomando café con ese joven que acaba de llegar de Lekeitio, el de la familia de pescadores, el que no lleva txapela, pero que también trabaja en el taller de Teodoro Mendiola. Sí, desde luego que es apuesto, pero eso no dura, y estaban sentados uno al lado del otro en la calle Mayor, a pleno día. No, no se tocaban, pero puesto que intentaban aparentar que no maquinaban nada, es evidente que maquinaban algo, y una madre, por si no lo sabes, tiene que saber estas cosas, porque ni mil ojos bastan cuando una hija llega a cierta edad y un hombre apuesto, aunque eso no dura, viene de otro pueblo donde sólo Dios sabe qué clase de educación ha recibido.

—Pasó por allí por casualidad y se quedó a tomar un café —dijo Miren, en un tono más agudo de lo normal, intentando inconscientemente asumir el habla de una niña inocente incapaz de toda culpa. Mariángeles puso los ojos en blanco—. Ama, quiero que conozca a papá.

Mariángeles se echó a reír, y siguió hasta el punto de que Miren la miró casi a punto de echarse a llorar.

Ama, por favor, ¿no podrías hablar con papá? ¿No puedes hacerle prometer que sea amable y no me lo espante?

—Ese chico te gusta de verdad, ¿no? —preguntó Mariángeles.

—Sí, me gusta de verdad.

—Entonces, ¿por qué quieres verlo muerto?

* * *

—¿Cómo te ha ido el café con Miren Ansotegui? —preguntó Mendiola en cuanto Miguel entró en el taller.

Miguel soltó un gruñido.

—Este pueblo…

—Alguien ha venido al taller y me lo ha contado —dijo Mendiola.

—Desde luego. Nos encontramos en el café por casualidad. Eso es todo. Tomamos un café. Hablamos un poco. Ni siquiera nos sentamos a la misma mesa.

—Evidentemente, eso ha hecho que nadie sospechara —replicó Mendiola—. Hijo, ¿sabes lo que haría Justo Ansotegui si te comportaras de manera deshonesta con su hija?

—No pienso actuar de manera deshonesta. Me gusta estar con ella y voy en serio —objetó. Pero su curiosidad pudo más que su falta de ganas de hablar del tema—. Muy bien, ¿qué haría?

—Es el hombre más fuerte de Vizcaya. Te partiría en dos sobre una rodilla como… una espiga —dijo Mendiola, cogiendo la fina maderita que llamaban espiga. Se le ocurrió partirla para añadir dramatismo, pero le había llevado media hora darle esa forma, de manera que sólo la dobló un poco.

De todos modos, Miguel comprendió el mensaje.

* * *

Cuando Dodo se echó a la espalda las seis botellas de champán que llevaba en la mochila y otras cuatro al hombro en una bolsa, se dijo que la carga pesaba más de lo esperado.

—Deberíais pagarme el doble —afirmó cuando se dispuso que llevara el vino a través de un paso de montaña para encontrarse con un compatriota en una venta al otro lado de la frontera española—. He de ir cuesta arriba.

Aunque sólo fuera eso, Dodo daba el pego, con un jersey de lana, chaleco de pastor y alpargatas con suela de cáñamo… todo rematado con una txapela. Llevaba la apreciada makila de los contrabandistas, de madera de níspero, con mango de asta y acabado en punta para poder usarse también de espada.

Jean-Claude Artola se lo había llevado ya a dos trabajitos en las montañas y Dodo se consideraba preparado para unirse a la fraternidad del silencio. Ésa sería su primera misión en solitario, y la carga no era tan pesada como muchas otras que llevaban.

Al ocaso cruzó el valle y se adentró en un pinar hasta que encontró el arroyo que tenía que seguir en la primera parte del trayecto. Cruzó manchas de sol poniente que amarilleaban las hojas caídas en un sendero de oro. Sí, se dijo, ésta sí es manera de ganarse la vida. Tiene cierto romanticismo, incluso en el nombre que utilizan los contrabandistas: los travailleurs de la nuit, los trabajadores de la noche.

Al anochecer llegó a un ramal de un arroyuelo más pequeño que le llevó a un roquedal elevado, la frontera del bosque, y luego al punto de encuentro del paso. El arroyuelo se bifurcaba más adelante, y al cabo de un kilómetro el agua desaparecía bajo una densa maleza. Se dio cuenta de que ése no era el camino. Volvió sobre sus pasos, buscando un sendero que lo llevara hacia lo alto de la cordillera. Dos agotadoras horas más tarde le rodeaban unos rosales silvestres que se le agarraban a los pantalones, le tiraban de las alpargatas y le arrancaron varias veces la txapela. No había ningún arroyo, ni sendero, y desde luego no se veía nada. Tampoco sabía por dónde tirar; y como había ido varias veces de un lado a otro, su instinto básico de orientación no le servía de nada.

Una ruta que parecía prometedora le dejó batallando contra una maleza más alta que él. Lo que llevaba a la espalda ahora le pesaba el doble, y el sudor le empapaba el jersey y apelmazaba la piel de cordero de su chaleco. Las telarañas se le pegaban a la cara y al cuello, y se imaginaba que unas arañas gigantes le subían por encima dispuestas a comerle los ojos y dejar sus huevos dentro de sus orejas. Si había algo que odiara más de lo que odiaba a los españoles eran las arañas. Mientras caminaba, arañaba el aire que tenía delante con las dos manos, intentando romper sus hebras elásticas. Por primera vez en la vida le picaba el culo; imaginó que de la tensión y de ese maldito queso francés.

Hacía mucho que debería haber llegado al paso, pero no estaba dispuesto a abandonar. Retirarse es imposible, de todos modos, cuando no tienes ni idea de dónde estás. Lo que temía era ir andando en círculos y recorrer siempre el mismo terreno. De manera que cogió la dirección de la ladera de una colina y la siguió sin hacer caso de los impedimentos, y al cabo de media hora había llegado al final del roquedal.

Entonces Dodo comprendió que podía avivar el paso. Al instante dio con la pantorrilla contra un afloramiento recortado. Sintió el aire frío y la humedad en la pierna, pero estaba demasiado oscuro para examinar la herida. Bueno, se dijo, tengo veinte cerillas, así que encenderé una cada diez o quince pasos hasta llegar a un calvero. Cada cerilla sólo ardía unos segundos, y luego la oscuridad parecía aún más negra.

A continuación oyó un chirrido que pareció el de las ratas que solía espantar de las cajas de redes en el muelle. Pero había tantas que parecían flotar en el aire, y algunas chocaban contra la punta de la txapela. Dios mío, odiaba los murciélagos más que a las arañas y a los españoles. Los espantó a ciegas, intentando alejarlos de su cabeza, y en una ocasión le dio a uno tan de pleno que sintió el pelo y sus alas fibrosas. Se sentó, encendió una cerilla y vio miles de esos demonios voladores lanzándose en picado hacia él en gruesas láminas negras. No encendería más cerillas.

—Puedo hacerlo —se dijo en voz alta—. He pasado por cosas peores. Soy un Navarro.

Sus palabras de ánimo le hicieron ganar velocidad, cosa imprudente en una colina de granito con dientes de sierra, terreno inestable y grandes tragaderos. Resbaló, pero no llegó a caer, y perdió elevación para rodear un gran afloramiento que llevaba a un prado más llano. Caminando con mucho cuidado, le fue mejor por los espacios abiertos. Pero tocó algo blando con sus alpargatas de tela, le pareció vivo, se apartó medio paso y encendió una cerilla.

La repentina luz despertó a una camada de osos que dormían.

—¡¡Cristo bendito, mierda!! —gritó cuando los animales asustados le derribaron—. ¡¡Cristo bendito, mierda!!

El corazón le apaleaba las costillas. Esgrimió su makila como si fuera un espadachín, sin darle a ninguno pero arañándose la pierna a través de los pantalones. Notó la sangre entrándole en las alpargatas. No había caído sobre una roca dura, sino sobre la mochila llena de botellas.

Encendió una cerilla; sí, estaba sangrando.

Encendió otra; Dios bendito, ahora no eran osos, sino una especie de caballos pequeños y peludos que se habían reagrupado y acostado de nuevo a unos metros de él.

—No os acerquéis —les advirtió a través de la oscuridad.

Encendió otra; sí, el crujido que había oído y el olor a vino significaba lo que creía que significaba. Aún sentado, sacó con cuidado los cristales rotos de su mochila y vio que casi todas las botellas estaban hechas añicos.

—Mierda y más mierda —farfulló.

Se quitó la mochila del hombro y se sentó donde había caído. Sólo unas cuantas botellas estaban ilesas. Quitó el alambre del gollete de una de las botellas que no se habían roto y con los pulgares arañados fue empujando el corcho del champán. El corcho de aquella botella tan sacudida estalló en la oscuridad con un «pop» que pudo oírse a kilómetros de distancia.

Cuando ya se había bebido la mitad de la primera botella, decidió que si se echaba alcohol en la herida la desinfectaría. De todos modos, la mayor parte del resto del champán ya le empapaba las ropas y éstas se le pegaban al cuerpo. El olor dulce y afrutado sólo servía para atraer a más murciélagos. Ahora era completamente inútil intentar ahuyentarlos.

Ya había dado buena cuenta de la segunda botella cuando perdió el sentido sobre el talud de roca. Los murciélagos se reunieron sobre él, chuparon todo el champán que quisieron e intentaron volver a casa borrachos antes del alba.