Capítulo 7

Queridísima Miren:

Espero que estéis todos bien, y que tu madre y tú hayáis puesto a mi hermano en su sitio. Cómo esa especie de oso engatusó a tu madre para que se casara con él es uno de los grandes misterios de nuestros tiempos.

Quería hablarte de un amigo mío que va a ir a vivir a Gernika. Se llama Miguel Navarro, y conozco a su familia desde hace muchos años. A lo mejor lo recuerdas de tus visitas a Lekeitio cuando eras más pequeña. Es uno de los chavales que vivían al otro lado de la calle, de la familia de mi amigo José María Navarro. Ya me he puesto en contacto con Mendiola en Gernika y me ha dicho que necesita un ayudante en la carpintería. A Miguel le vendrá bien un cambio de aires. Es un chico estupendo.

Espero que conozcas a Miguel y le ayudes a instalarse. Te escribo a ti, y no a tu padre, porque me temo que Justo acabaría asustando al muchacho. Confío en que le ayudes a hacer amigos y a conocer gente si te es posible. Miguel tiene más o menos tu edad, o un poco mayor, a lo mejor ya tiene 20 años, y mis hijas me han asegurado que no está de mal ver.

Gracias, Miren.

Mis saludos a tu hermosa madre y a mi hermano mayor.

Josepe

Captando por fin el mensaje de Alaia —que no es lo mismo ser caritativo que ser pesado—, Miren reprimió sus instintos de llevarle comida, ayudarla a cocinar y limpiar y en todas esas tareas que, estaba segura, le eran más fáciles a una persona que pudiera ver. Al final éste era el protocolo: visitaba la cabaña de Alaia sólo cuando ésta la invitaba o si habían quedado. Pero se veían todos los lunes en el mercado, donde Miren le ayudaba a dar el cambio y a envolver las pastillas de jabón cuando había mucha clientela. También ejercía de embajadora no oficial de Alaia, explicándole a todo el mundo las maravillas de sus productos. Una noche por semana comían juntas, generalmente en Errotabarri, donde Mariángeles cocinaba sus especialidades y Justo las entretenía con sus historias, siempre dispuesto a hacer teatro cuando tenía público. Y una vez por semana, Miren cocinaba en casa de Alaia, donde hacía pan y preparaba platos que pudiera ir comiendo durante la semana. Dentro de este acuerdo tácito, Alaia era cada vez más independiente.

Un lunes, en el mercado, Alaia invitó a Miren a ir a su cabaña.

—¿Hay alguna sorpresa? —preguntó Miren cuando llegaron.

—Sí, voy a hacerte un regalo. Tu propio jabón —dijo Alaia, y le entregó una pila de pastillas de jabón amarillo verdosas separadas con papel de cera. Miren aspiró y se quedó extasiada.

—Me encanta. ¿De qué está hecho?

—Es un secreto.

—Huele diferente a todos los demás jabones. Huele como a… ¿Errotabarri?

—Es lo que pretendía.

—Es tan diferente…

—Lo es —replicó Alaia—. Quería algo que dijera: «Miren». He probado con muchas combinaciones, y me decidí por ésta. A las mujeres mayores les gusta el olor a flores, los jazmines y las lilas; a las jóvenes les gustan los cítricos o las mezclas, avena y miel, o almendras y fresas. No son tan fuertes, pero sigue oliendo a jabón.

Miren aspiró de nuevo.

—No te lo guardes. ¿Qué es? Te prometo que no le hablaré a nadie de mi jabón.

—Te daré una pista —dijo Alaia, que disfrutaba de ese juego—. Contiene un extracto de aceite para que también sirva de crema hidratante y te mantenga la piel suave y húmeda.

—Hay algo más.

—Sí, ése es el secreto. Se lo oí contar una vez a un hombre muy sabio.

—Estoy impaciente por utilizarlo.

—He calentado agua. Quítate la blusa y pruébalo —ofreció Alaia.

—¡Alaia!

—Miren, soy ciega, no tendrías más intimidad ni en un convento. Además, no tienes nada que yo no tenga… excepto vista.

—Bueno, te diré que, a decir verdad, de hecho tengo menos que tú.

Tímida contra lo que sería de esperar, Miren se dio la vuelta y poco a poco se quitó la blusa y se empapó el torso. Aspiró la fresca fragancia, se enjuagó, se secó con una toalla cerca del fregadero y se volvió a poner la blusa.

—Oh, me encanta. Muchísimas gracias —dijo Miren—. ¿Cómo podías saber que éste sería mi olor?

—Porque cuando lo olía pensaba en ti.

—Nunca había oído nada tan considerado —aseguró Miren mientras abrazaba a su amiga—. Ahora, cuando me acerque, me podrás identificar por el olor.

—Miren, normalmente te oigo hablando con alguien mucho antes de poder olerte.

—Pero ahora, cuando oigas hablar a esa gente, seguro que dirán: «Oh, ahí viene Miren Ansotegui. ¿No os parece que huele muy bien?».

Se abrazaron una vez más y Miren, sin pensar, comenzó a ordenar la mesa de trabajo de Alaia.

—Miren… basta.

—Lo siento. —Miren dejó sobre la mesa los cuencos para mezclas que Alaia había utilizado—. Tengo que hacerte una pregunta y quiero que me respondas que «no» si te incomoda. ¿Te importaría que compartiera este jabón con mi madre? Creo que le encantaría.

A Mariángeles le encantó el jabón. Y también a su marido, Justo.

* * *

Puede que por culpa de la Guardia Civil Miguel Navarro tuviera que abandonar Lekeitio, pero le hicieron un favor al darle la oportunidad de trabajar en Gernika. Raimundo Guerricabeitia, ayudante en la carpintería de Teodoro Mendiola, fue detenido por unos guardias armados mientras volvía a casa del trabajo. A su familia no se le dio ninguna explicación; simplemente no llegó a casa. Sin las formalidades de una acusación o un juicio, la Guardia Civil metió a Guerricabeitia en la cárcel. ¿Era un delincuente? ¿Un revolucionario? ¿O un vecino le denunció con una falsa acusación?

Mientras que no era nada fuera de lo corriente en otras zonas del País Vasco, esos secuestros no eran frecuentes en Gernika en aquella época, donde la Guardia Civil por lo general toleraba las manifestaciones culturales y sólo actuaba si había un chivatazo. Todo lo que Mendiola sabía era que Raimundo era un carpintero competente que nunca había dado señales de ninguna tendencia política. Pero quizá alguien había dicho algo, alguien que se la tenía jurada. Y desapareció como si se lo hubiera tragado la tierra.

Cuando Josepe Ansotegui le mandó a Mendiola un carpintero de ribera que necesitaba rápidamente un empleo, le llegó en el momento justo. A Josepe le alegró saber que llenaba una vacante laboral. De todos modos, Raimundo tenía experiencia, no era ningún aprendiz. Mendiola dirigía un negocio muy respetado. Su ayudante por lo general talaba los árboles y serraba la madera con una sierra de cortar al hilo y un cepillo, mientras Mendiola construía los muebles: armarios y revestimiento para suelos. La tala de los pinos y los cipreses que se utilizaban para los armarios y el mobiliario barato era sencillo, pero enfrentarse a los robles más viejos requería un mayor esfuerzo. Al menos, el muchacho que se presentó para el empleo parecía saludable y lo bastante fuerte para los retos de manejar madera dura y obstinada.

—Que te recomiende Josepe Ansotegui es suficiente para mí —le dijo Mendiola a Miguel cuando éste llegó—. Le conozco, y a sus hermanos Justo y Xabier, desde hace mucho tiempo. Justo es muy orgulloso y vanidoso, y Xabier muy beato. La palabra de Josepe… bueno, ésa es sólida como una roca. Y Josepe me dice que eres un buen carpintero de ribera que procede de una buena familia. Es todo lo que necesito saber.

Mendiola había previsto un periodo de aprendizaje con pocos beneficios. Pero no fue el caso, ni siquiera al principio. La experiencia de Miguel en los astilleros de Lekeitio se adaptó perfectamente a sus nuevos deberes. Miguel había trabajado con roble de corte radial cuando construía barcos, estaba acostumbrado y se sentía cómodo con el cepillado, el ensamblaje y el acabado de la madera.

La construcción de barcos es un matrimonio entre la utilidad y la función, y la clave es la conservación del espacio y el peso. No había mucha necesidad de ornamentación, ni de darle a la madera formas agradables y placenteras. Hacer muebles era tan sólo eso y poco más. Pero el joven impresionó a su nuevo jefe con su carácter infatigable y el plus inesperado de su creatividad.

Mendiola, que tenía las manos color sepia de tantos años aplicando tinte, inició la enseñanza de Miguel con la construcción de un arcón tradicional vasco de roble, con pesados goznes y cerradura trabajada. Después de echarle un vistazo al plano para las medidas estándares, Miguel se puso a trabajar con total confianza.

—¿No parecerá un barco, verdad? —bromeó Mendiola.

—No, pero podría ser una caja de cebos muy atractiva —contestó Miguel.

Un día de la primera semana en que Miguel regresó a la tienda con unos recios maderos de roble, Mendiola comentó su tamaño y posibilidades para construir muebles grandes.

—Pensé que le gustaría —dijo Miguel—. Sé que soy nuevo aquí, pero me encontré este enorme roble rodeado de una cerca junto al edificio del ayuntamiento y pensé que mejor era cortarlo que subir a la montaña a buscar leña. La gente ha armado la marimorena, pero yo lo he talado de todos modos.

Mendiola tartamudeó de pánico antes de pillar el chiste de Miguel, y fue adornando la historia en cada una de las tabernas que visitó esa noche, comentando que estaba seguro de que iba a disfrutar de trabajar con su nuevo aprendiz.

Después de pocas semanas, Miguel dejó de consultar los dibujos de los muebles y comenzó a crear a partir de su propia imaginación.

—¿De dónde has sacado la idea para estas líneas? —le preguntó Mendiola a Miguel después de que acabara una silla con una atractiva curva en el respaldo.

—Se me ocurrió mientras talaba el árbol —dijo.

Para Miguel, una rama arqueada a veces pedía ser los brazos de una mecedora, y un recio tronco el pedestal central de una mesa de comedor. El ciprés, con su aroma delicado y persistente, pedía que lo convirtieran en cajonera para la ropa o para el revestimiento de un arcón. La madera también parecía hablar a aquéllos que compraban los muebles. Miguel practicaba una incisión en delicada curva en los brazos de una silla para invitar a que las manos reposaran, o labraba un bisel sobre el tablero de una mesa que insistía en que todos los que pasaban deslizaran la mano por el borde.

Mendiola se encontró con que las ganancias aumentaban gracias a la creciente clientela de Miguel. A su vez, Miguel descubrió un trabajo al que se adaptaba mejor que el del astillero. Podía mostrarse productivo, creativo y expresivo, y tener la satisfacción de que su trabajo perduraría cuando él ya no estuviera. Aspiraba el aroma de las virutas y el serrín recién cortados, de los barnices y los tintes, y no del pescado. Y la tierra por fin había dejado de girar bajo sus pies.

* * *

El txistulari, tocando su pequeña flauta negra con la mano izquierda y haciendo sonar el tambor con la derecha, creaba más sonidos de lo que parecía posible para una sola persona. La mujer del acordeón le acompañaba, sobre todo en las jotas, junto con un chico que hacía sonar la pandereta. Le ponían música sin parar, durante toda la tarde y toda la noche, a la erromeria dominical, atrayendo a todos los del pueblo.

Las familias llegaban juntas y bailaban, a veces tres o cuatro generaciones reunidas. Los abuelos ejecutaban los pasos que habían dominado sesenta años antes mientras los bebés protestaban en sus brazos. Viejas colchas y lonas llenaban el suelo de color en torno a la zona de baile, donde las familias estaban repantigadas y comían bocadillos de chorizo y lengua de ternera. Los que habían tomado demasiado vino dormitaban bajo los árboles. Otros jugaban al mus o al tute en pequeñas mesitas, o tan sólo disfrutaban del espectáculo de los bailarines.

La erromeria servía como crisol al aire libre para la forja de futuras parejas. Era domingo, todos habían ido a misa, habían comulgado y acababan de recibir la absolución, garantizando un entorno saludable y familiar en el que los curiosos y los aburridos podían estudiar a los que cortejaban.

Miren Ansotegui casi nunca estaba lo bastante quieta para que los jóvenes se le pegaran. Se unía a las danzas folclóricas con su grupo de amigas y luego compartía bailes con una azarosa sucesión de hombres y mujeres, quien fuera que tuviera cerca en ese momento. Pero de vez en cuando descansaba, ahora que ya tenía edad para refrescarse con el vino que había bajo los toldos, a la sombra.

Mendiola le insistió a Miguel para que asistiera a la función como manera de conocer a los del pueblo, que eran sus clientes. Aquél acompañaba a los músicos en los valses lentos con una sierra de través que hacía temblar con lastimeros golpes de arco. Miguel disfrutaba de la música y de los bailarines, aunque enseguida se fijó en una joven que llevaba una gruesa trenza que le rebasaba la V de su pañuelo blanco y que le iba dando en la espalda mientras giraba. Era una muchacha elegante y se movía con tal gracia que se quedó mirándola sin darse cuenta.

Después de varias danzas a la caída del crepúsculo, Miren se retiró hacia el toldo del café, donde se sentaba Miguel. En cuanto pasó junto a su mesa, se iluminó un farol sobre un poste cercano, y a Miguel le pareció que sólo iluminaba su cara. Éste se movió de manera involuntaria. Sin darle su nombre ni preguntarle el suyo, Miguel le hizo seña a la chica para llamar su atención.

—¿Puedes venir aquí? —le dijo, sorprendiéndose de verse actuar como su hermano Dodo—. Siéntate.

Todos los días se enamoraba varias veces sin esfuerzo, pero verla lo alteró igual que sus mañanas en el mar. Cuando el resplandor color miel del farol le dio en la cara, se quedó atónito.

Ella se volvió, se detuvo y lo repasó de arriba abajo. Vio la típica cara vasca, curtida de trabajar al sol; los típicos dientes, hechos para parecer más blancos en contraste con el rostro oliváceo; el típico pelo, negro y tremendamente independiente; el típico cuerpo, poderoso pero enjuto, con músculos nudosos forjados a base de tirar de las redes o trabajando en los astilleros. No llevaba txapela, pero era aceptable.

—¿Por qué no? —respondió ella; agradable, pero sin un entusiasmo que pudiera malinterpretarse. La postura de ella, en el borde de la silla, indicaba que la duración de su estancia dependería de su capacidad de seducción.

Miguel leyó las señales y sintió la presión.

—Tienes los ojos más bonitos que he visto —dijo sin más preámbulos.

Ella entrecerró los ojos con escepticismo; a continuación los abrió mucho y de manera sarcástica aleteó las pestañas como mariposas asustadas.

—¿Ah, sí?

—Tienes los ojos de… una pitonisa gitana.

Ella soltó un gruñido.

—¿Y qué sabes tú de las pitonisas gitanas?

—¿De verdad quieres oír hablar de ellas? —preguntó, ganando tiempo para que se le ocurriera alguna historia. Pero le distraían aquellos ojos grandes y oscuros, bajo aquellas cejas como alas de cuervo, y su delicioso aroma.

—Sí, cuéntame lo que sepas o me voy. —Miren se dejó resbalar hacia el borde de la silla.

—Muy bien, pues —dijo Miguel mientras giraba la silla para poder cruzar los antebrazos en la espalda—. Cuando la conocí yo era pescador en Lekeitio.

—¿A una gitana?

—Sí, se llamaba… Vanka… y trabajaba en la taberna del puerto.

La cara de Miren se relajó, pero no entregó ninguna sonrisa.

—¿Vanka?

—Yo la visitaba todas las noches después de que llegaran las barcas y de limpiar el pescado. Estábamos… —aspiración dramática— profundamente enamorados.

—Y era guapa, esa tal… Vanka.

—Oh, sí, pero ni mucho menos tanto como tú, aunque tenía unos ojos enormes y misteriosos… muy parecidos a los tuyos.

Las pestañas de Miren aletearon de nuevo. Adelante.

—Sus padres habían muerto en una reyerta tribal entre gitanos…

—Una reyerta tribal… Son las peores.

—… Sí, y como era huérfana, llegó al puerto, a la taberna de la que eran propietarios unos tíos suyos.

—¿Eran vascos y ella gitana?

—Sí, estaban emparentados por un matrimonio celebrado mucho tiempo atrás.

—Y tu deber era hacer que la huerfanita se sintiera bien recibida.

—Después de todo, soy un caballero. —Leve inclinación de cabeza.

—Claro. ¿También la saludaste y la invitaste a sentarse sin que nadie te la hubiera presentado?

—No. Tus ojos son hermosos, como ya he dicho, pero a lo mejor eres dura de oído… Te he dicho que ella trabajaba en la taberna, me servía la cena. —Miguel lo dijo con una sonrisa, para que ella supiera que no pretendía insultarle las orejas, que se veían preciosas y funcionales—. Y después de un tiempo prudencial, comenzamos a vernos, y nuestra relación se hizo más estrecha hasta que ya íbamos a casarnos.

—Pero ahora no estarías aquí hablando conmigo si tú y la hermosa Vonda…

—Vanka.

—Vanka. Decía que no estarías aquí sin tu gitana de ojos oscuros si ese gran amor no se hubiera topado con algunos problemas.

—Cierto. Por alguna razón, aunque era gitana y se suponía que había de poseer ese don, nunca me quería mirar la palma de la mano ni leerme el futuro…

—¿No has pensado que a lo mejor no quería tocar la mano de alguien que se pasaba el día trajinando pescado?

—… hasta que la noche antes de casarnos…

Miguel se acercó a ella, le tocó la mano y, con delicadeza, pasó la punta del dedo por el suave valle de su palma.

—… a la luz de las velas de la taberna de su tío, finalmente me miró la palma. Se quedó callada un momento, pero sus enormes ojos de gitana se humedecieron, y una única y gruesa lágrima cayó en mi mano.

Miguel vaciló, dejando que la imagen cobrara forma en la mente de Miren, y también porque no quería soltarle la mano.

—Me dijo que estaba destinado a encontrar un gran amor, a una chica hermosa, de ojos oscuros, que no era ella. A continuación salió corriendo de la taberna y nunca volví a verla —concluyó en un tono tristemente triunfal—. Esto es lo que sé de las pitonisas gitanas… y lo que sé de los secretos de sus hermosos ojos.

Miren retiró la mano.

—Esto es una bobada, claro, pero es un buen relato. Y siendo quien es mi padre, sé juzgar estas cosas. —Se puso en pie y dijo—: No te muevas, traeré vino.

Miguel giró otra vez la silla y se reclinó con las manos detrás de la cabeza. ¿Vanka? Dios del cielo… ¿Vanka? ¿Cómo se le había ocurrido?

Antes de que Miguel acabara de felicitarse, la chica regresó con barquillos dentro de un papel de cera y una pequeña garrafa de vino.

—Gracias, es justo lo que Vanka solía traerme —le soltó Miguel. Miren puso mala cara—. ¿Eres de Gernika?

—De Errotabarri, un baserri que está en la colina que queda sobre el pueblo —dijo ella, señalando con el dedo en dirección a su casa—. Me llamo Miren Ansotegui.

¿Miren Ansotegui? ¿Ansotegui? Pariente de Josepe, sin duda. A lo mejor hasta la había conocido cuando eran niños. Pero la recordaría.

—¿Eres capaz de contar una verdad y decirme tu nombre? —preguntó Miren.

—Soy Miguel Navarro, acabo de llegar de Lekeitio. He empezado a trabajar en la carpintería del señor Mendiola. Estoy aprendiendo.

Los dos mordieron sus barquillos y tomaron un sorbo de vino, reagrupándose, analizando su estrategia y preguntándose si habían dicho lo correcto. Preguntándose qué podían decir ahora. Miren sabía una cosa que no diría, que haber ido en dirección a él aquella tarde no había sido una coincidencia.

* * *

Al volante de su potente y espacioso Hispano-Suiza, Picasso salió de París hacia España siguiendo la ruta de la costa. Tras decirle a su amante, Marie-Thérèse, que esperara su regreso, el artista iba acompañado de su esposa Olga y su hijo Paulo. Cruzaron el País Vasco, se detuvieron en San Juan de Luz antes de pasar el Bidasoa y de nuevo entraron en España por Irún.

—Conozco a muchos vascos —le dijo a su hijo, que tenía quince años—. No hay quien trabaje más duro ni esté más entregado a su familia. Antes se decía: «Alto y erguido, ése es el vasco». Los que conozco a veces eran tozudos y suspicaces, pero si tienes un amigo vasco, es para toda la vida.

En San Sebastián, Picasso y su familia cenaron en el café Madrid, donde se vio asediado por los partidarios del movimiento derechista del gobierno español. Añadir a Picasso a su lista de aliados significaría mucho para ellos, dijeron. Se referían a su renombre e influencia, aunque tampoco se molestarían si deseaba donar algo de lo que se consideraba una enorme fortuna.

Sólo les importaba el bien de España, recalcaron, devolverla a su esplendor de antaño. Ellos eran los más adecuados para conseguirlo. Le prometieron que lograrían que España volviera a ser lo que había sido. La convertirían en una nación de la que Picasso se sentiría orgulloso. Querría regresar a vivir allí.

Picasso disfrutó de su comida en la hermosa ciudad costera, pero rechazó las invitaciones a meterse en política. Era un artista y no quería saber nada de política. El arte era otra cosa. La política, les dijo, le aburría más que cualquier otro tema de conversación.

Dejaron el asunto, pero Picasso recordaría ese viaje hasta su muerte; fue la última vez que visitó España.

* * *

Dodo nunca había tenido que esforzarse tanto para meterse en una pelea de bar. Pero así eran esos vascos franceses, había oído, blandos y sumisos. No estaban endurecidos por años de opresión española.

Cuando vivía en Lekeitio, Dodo tenía muchos contactos fortuitos con vascos franceses, pues las tripulaciones de Lekeitio, Bermeo o San Sebastián a menudo se encontraban en el mar con las de San Juan de Luz o Biarritz. Si ya hacían caso omiso de la frontera de tierra, menos frontera había aún en el mar.

Le habían dicho que eran simpáticos y amables con sus primos españoles, siempre que no les supusiera un gran sacrificio personal. A Dodo le encantaba oír los relatos de piratería y contrabando de la historia de San Juan, y apreciaba una población en la que la rentable anarquía era fuente de un gran orgullo ciudadano. Pero no le fue fácil aclimatarse a su nuevo entorno. Protestaba ante la veneración que sentían los franceses por la degenerada realeza, pues la mitad de la población de San Juan de Luz se llamaba Luis, debido a que Luis XIV se había casado allí casi trescientos años antes.

Mientras comía y bebía en un mohoso antro de pescadores junto al muelle de la Place Louis XIV, Dodo se sentía impelido a ponerse en pie y animar la velada compartiendo sus reflexiones con los locales.

—Un auténtico vasco jamás le pondría a su hijo el nombre de un rey —proclamó—. Para un vasco de verdad, todo hombre es su propio rey.

Fue recibido por un coro de gritos indescifrables y le arrojaron unas cuantas migas de pan. Se volvió ceñudo cuando una le dio en la nuca.

—¿Es que tiene que venir un español a decirnos cómo hemos de vivir? —gritó uno desde el fondo del bar.

—El que me ha llamado español debe morir ahora mismo —les dijo Dodo, sacando un poco de saliva al pronunciar «español». Todos rieron—. Es normal que los españoles quisieran al menos intentar controlar nuestras provincias: tenemos grandes riquezas minerales y madereras, e industria. Los franceses no tienen ninguna razón para codiciar este lugar, pues sólo sois famosos por vuestros pasteles. Sois buenos pasteleros, os lo concedo, pero tampoco es para montar una invasión armada. —Todos volvieron a reír—. Es evidente que os habéis ablandado, pues aquí no hay nadie que sea lo bastante hombre para luchar conmigo. —Más carcajadas—. Que alguien… quien sea… luche conmigo.

Le alcanzaron más migas de pan.

Frustrado pero seguro de su superioridad, Dodo regresó a su mesa.

Tenía el plato vacío. Alguien se había comido su pescado.

—¡Eh!

Consciente de ser observado, apuró la cerveza de un trago largo y con un golpe dejó la jarra sobre la mesa.

Esto también les pareció muy gracioso a los parroquianos del bar.

Dodo se levantó para marcharse, con la esperanza de que el camino hasta la puerta fuera lo bastante ancho para dar cabida a su paso arrogante.

Arrête, monsieur —gritó el barman—. Hay que pagar.

Dodo se metió la mano en el bolsillo y no encontró nada. Probó con el otro bolsillo. Vacío. Habría perdido los billetes.

—Volveré con el dinero —dijo Dodo—. Puedes confiar en un vasco de verdad.

Tal y como había prometido, regresó al cabo de una hora con el dinero del pescado y la cerveza. Se había calmado y estaba un poco más sobrio, y cuando entró en el bar le vitorearon. Tres hombres que le habían arrojado migas de pan le invitaron a sentarse a su mesa.

—Gracias por el pescado —dijo el más alto, relamiéndose—. Estaba delicioso.

Dodo asintió y puso una sonrisa.

—Gracias por el dinero que me he encontrado —añadió otro mientras se sacaba la pipa de la boca— sentado aquí en tu bolsillo.

—¿Cuándo ha ocurrido todo esto?

—Mientras nos contabas lo débiles y blandos que éramos —contestó el alto.

Dodo pidió otra botella de vino para todos y hablaron sin hostilidad de la vida a ambos lados de la frontera.

—Que te pusieras en pie y pretendieras pelearte con todos los del bar nos ha dicho algo de ti —comentó el alto.

—¿Que soy idiota?

—No, que somos diferentes —dijo el alto—. Ninguno de nosotros habría desafiado a todos los demás. Y quiero advertirte que el hecho de que decidamos no pelear no significa que no podamos.

Metió la mano debajo de la mesa y sacó de la bota un cuchillo de plata que a Dodo le pareció una espada pirata en miniatura. Apuntó al ombligo de Dodo y lo movió hacia arriba en el aire, delante de su pecho, en un gesto que imitó el destripamiento de un pez.

—Lo que debes preguntarte cuando te enfrentas a aquéllos que te quieren mal, o con la Guardia Civil o los gendarmes, es lo siguiente: ¿me es más provechoso hincharle los morros o robarle la cartera? Creo que te sorprendería averiguar que es más satisfactorio y menos arriesgado robarles. Además, hace que se sientan como unos tontos, y les va minando la dignidad.

—Me gusta lo que dices —admitió Dodo—. Creo que puedo aprender unas cuantas cosas de vosotros.

—Más vino, monsieur.

—Así pues, ¿me vais a devolver el dinero? —les preguntó Dodo a sus nuevos amigos.

El de la pipa negó con la cabeza.

—Eso, ami, es el precio de la primera lección.

El alto se presentó: Jean-Claude Artola.

—Mi amigo el de la pipa se llama Jean-Philippe, y este petit homme es J. P. También se llama Jean-Philippe, pero sería un lío llamarlos a los dos igual.

Los tres le dieron unas cuantas lecciones más, y coincidieron en que Dodo, por sus relaciones con los pescadores del lado español, podría ser de gran valor para su comercio internacional clandestino. Pero el líder de su grupo tenía que darle el visto bueno.

—Hay otra persona a la que debes conocer, pero aún no —dijo Jean-Claude—. Después de unos cuantos viajes de prueba por las montañas, si tienes lo que hay que tener, ella te pasará revista.

—¿Ella?

Artola sonrió y asintió. Dodo les dio las gracias estrechándoles la mano y con exagerados abrazos antes de marcharse, poco antes del alba.

—Me gustaría darte las gracias por no comerte mi pescado ni robarme el dinero —le dijo Dodo al pequeño J. P., que no había dicho nada en toda la noche.

Los tres volvieron a reírse, aún más fuerte.

—¿Dónde está la gracia esta vez? —preguntó Dodo.

—Mientras estabas en pie retando a todo el mundo —le explicó Artola—, nuestro pequeño amigo se meó en tu cerveza.