Capítulo 6

De vez en cuando, José María Navarro le imponía sus consejos a su amigo Josepe Ansotegui. En este caso, con relación a su hijo pequeño, Miguel.

—Cada día se marea más en el barco —le dijo Navarro a Ansotegui una tarde, mientras recorrían el muelle después de atracar.

—Lo sé. Todas las mañanas la tripulación hace apuestas acerca de cuánto tardará en echar las papas. Pero Dodo amenaza a cualquiera que se ría de él.

—Él no abandonará, Josepe. Sé que pensaría que me está decepcionando. Si no encontramos otra cosa para él, seguirá subiendo a la barca y mareándose el resto de su vida. Pero si le obligo a dejar la pesca, nunca me perdonará el insulto.

—He oído que Alegría, el del astillero, busca un aprendiz —dijo Ansotegui—. ¿Crees que Miguel sería más feliz construyendo barcos?

Navarro se rió ante lo evidente de la respuesta.

—Desde luego, aunque, conociéndolo, temería decepcionarme. Y supongo que tampoco quiero que parezca que pretendo librarme de él.

—Menciónale que has oído hablar de ese empleo. Si lo quiere, te lo hará saber. Yo hablaré con Alegría.

Aquella noche, mientras Estrella Navarro quitaba los platos después de la sobremesa, José María le mencionó a su esposa que Alegría buscaba un aprendiz para el astillero.

Miguel lo oyó.

—¿Un aprendiz del astillero tiene que ir embarcado? —preguntó.

—No, nunca, si no quiere. A lo mejor tendría que pasar cierto tiempo a bordo, acabando el trabajo en el puerto.

—Soy su hombre —gritó Miguel al tiempo que se ponía en pie y levantaba los brazos como si le hubieran conmutado una pena de cárcel—. Si te parece bien. Si puedes arreglártelas sin mí. Patroia, si te he de decir la verdad, salir a pescar me marea.

Aunque Miguel no había construido nada en su vida, era el hombre para esa labor. Al cabo de un año no sólo era tremendamente competente, sino que había desarrollado una gran afinidad con el proceso. Le encantaban las excursiones a los bosques de las colinas para ir a cortar y serrar los robles, y disfrutaba descubriendo maneras de cortar la madera según le conviniera. Comenzó a añadir sus propios toques, florituras quizá no necesarias para el diseño, pero que le añadían distinción.

Tallaba eses al extremo de las barandillas o las bordas y cogía fragmentos de aliso y fresno para crear incrustaciones decorativas con la rosa de los vientos en la madera cercana al timón. Esos extras se convirtieron en la marca distintiva de su trabajo. Los hombres de los barcos eran muy sobrios, pero teniendo en cuenta las horas que pasaban embarcados, un poquito de clase también era apreciado.

Pronto, algunos capitanes encargaron el trabajo artesanal de Miguel que habían visto en otras barcas. Además, Miguel introdujo su arraigado horario cotidiano en el astillero. Seguía asistiendo a la misa de los pescadores de las cuatro de la mañana, sentado junto a su padre y su hermano, y sólo se separaba de ellos cuando llegaban al puerto. En lugar de subir a bordo, seguía el muelle hasta el arsenal para comenzar a trabajar en las embarcaciones antes de que llegaran sus colegas. Le recordaba a su padre que construir barcas significaba permanecer en contacto con el oficio de la pesca. Sus manos no eran ajenas al legado familiar.

* * *

Un amigo de Miren le habló de una cabaña que sería perfecta para Alaia, emplazada en la linde del pueblo, en la parte de abajo del baserri del viejo Zubiri. El lugar llevaba muchos años sin habitar y era muy sencillo, poco más que una casita de pastor. El tejado estaba agrietado y cubierto de musgo, en una zona de turba, bajo una arboleda de alisos. Al principio costó separar la casa del bosque, pues las ramas estaban tan incrustadas en el tejado que parecía que los árboles pretendían abrazar la casita.

Cuando Miren se acercó a la cabaña, un sendero cubierto de maleza junto al río la condujo directamente a la puerta. Allí, al final del calvero, Alaia sólo tendría que elegir entre dos direcciones: colina arriba o colina abajo. Para subir tendría el prado adyacente, donde Alaia podría recoger hierbas y plantas para sus jabones; colina abajo, con el río a un lado, iría directamente y sin pérdida al pueblo y al mercado.

Miren habló con Zubiri para que permitiera quedarse allí a Alaia sin cobrarle alquiler, sólo a cambio de jabón. Miren señaló que llevaba tiempo deshabitada y que, al ser viudo, y como sus hijos hacía mucho que se habían ido de casa, no necesitaba el espacio. De hecho le sería beneficioso, le prometió Miren, pues repararían y mejorarían su propiedad.

Miren se encargó de limpiar y reparar la cabaña con la ayuda de media docena de hombres del pueblo. Despejaron el camino; los peldaños de entrada, ya combados, se construyeron; colocaron un sólido pasamanos. Mariángeles donó una colcha con un encaje que ella misma había cosido, y Justo utilizó el carro de bueyes para transportar leña para todo el invierno. Amontonó los troncos justo delante de la puerta trasera, en el lado norte de la casa, donde también serviría de aislante contra los vientos que bajaban por aquel terreno irregular.

Mariángeles colocó unos cuantos cacharros de cocina encima de la chimenea y Miren ordenó las ollas, tarros y utensilios de Alaia sobre la mesa de modo que pudiera utilizarlos para fabricar jabón. Durante un día, Miren llevó a Alaia por la casa de una habitación, la acompañó por los campos y bajaron hasta el pueblo varias veces para que se le grabara el paisaje en la memoria. También pasó con Alaia su primera noche en la cabaña, con la esperanza de mitigar la angustia que ella pudiera sentir tras haber dormido casi todas las noches de su vida dentro de los muros del convento. Era un sitio tranquilo, y el arroyo creaba un relajante sonido de fondo. Y, a medida que el fuego calentaba la cabaña, el musgo exhalaba un intenso olor orgánico.

—Nunca habría hecho esto sin ti, Miren —dijo Alaia a la mañana siguiente.

Miren se encogió de hombros.

—Estoy feliz por ti. Vendré a visitarte todos los días.

—Miren…

—Dime.

—Por favor, no vengas todos los días —dijo Alaia—. Nunca me las sabré arreglar sola si siempre cuidas de mí. Sé que lo haces. Somos muy buenas amigas, pero puedo hacerlo sola.

—Pero yo quiero… —comenzó a rebatir Miren, mas el sonido de las palabras «yo quiero» la detuvo—. Tienes razón, pero es que soy así. Tú me dices qué puedo hacer y yo me encargaré de que tú te encargues de todo lo demás. Te irá muy bien. Pero pasaré a echar un vistazo, y nos veremos continuamente en el pueblo. Zubiri está en lo alto de la colina, y Josu Letamendi, un chico de tu edad, vive en el baserri que hay al otro lado del riachuelo. Estoy segura de que estarán encantados de venir a echar un vistazo.

* * *

José María Navarro grabó la señal de la cruz en la corteza del pan. Sus hijos, Eduardo y Miguel, y su esposa, Estrella, se santiguaron dibujando bien el gesto. Las dos hijas, Araitz e Itantzu, dejaron la esgrima de tenedores para la seriedad de la bendición. Siguiendo los ejes de la cruz, José María dividió la hogaza redonda en dos mitades y luego en rebanadas gruesas. Sacó el primer trozo, lo dobló y lo colocó al borde de la chimenea.

—Para aplacar los mares tormentosos —dijo, observando un tradicional gesto marinero.

Eduardo aceptó la fuente y colocó una rebanada en su plato, junto a la rodaja de besugo, y se metió otro en el bolsillo de la camisa.

—Por si lo necesito para calmar el estómago tormentoso —anunció—. Tú también deberías coger otro trozo para luego, Miguel.

—La misa es a medianoche —dijo Estrella—. Y os aviso de que no lleguéis en un estado que nos avergüence. Hemos trabajado muy duro para hacernos un nombre, y al menos uno de vosotros no parece darse cuenta de la necesidad de conservarlo.

Corpus Christi… Sanguis Christi —exclamó Dodo con exagerada devoción—. Sólo beberemos para presantificar el acontecimiento.

Et spiritus sancti —añadió Miguel, volviendo a persignarse y levantando la mirada de su burlona oración para ver si su madre se había levantado para darle un tortazo. Le había dado tantas collejas en el lado izquierdo, afirmaba Miguel, que por eso tenía allí un remolino de pelo ingobernable.

—Bueno, si veis a Olentzero por ahí, por favor, mandadlo a nuestra casa con algo dulce —dijo Estrella, refiriéndose al «carbonero de la Navidad» (Josepe Ansotegui), que iba por el pueblo con un cesto y arrojaba dulces a los pequeños.

—¿Y dónde tendrá lugar esta presantificación? —preguntó José María.

—En el bar Guria… Vamos a ensayar las armonías de los himnos de esta noche —dijo Dodo.

—Ojo con lo que dices —le advirtió José María.

No era un consejo contra la profanación, era una advertencia de que vigilara con quién hablaba vasco, algo que podía llevarte a la cárcel según de qué humor estuviera la Guardia Civil.

Dominus vobiscum —replicó Dodo.

* * *

El viento que llegaba del mar revoloteaba por los angostos callejones del barrio de pescadores con un silbido helado. Ciñéndose las chaquetas, Eduardo y Miguel se dirigieron hacia la procesión que acompañaba a Olentzero por debajo de las luces de colores del muelle. Cuatro hombres fortachones levantaron una silla de mimbre sobre los hombros y transportaron a Olentzero de casa en casa. Un grupo de cantantes de villancicos y de niños lo escoltaba de cerca, arrimándose más en busca de calor cuando se paraban para cantar y arrojar dulces.

—Olentzero, esperamos que en esta noche tan fría lleves una bota —le gritó Eduardo a su amigo—. Asustarás a los pequeños si llegas congelado.

—A lo mejor podrías traerme algo más si me quedo corto. Con tantos niños por ver, va a ser una noche larga —replicó el alegre carbonero, al tiempo que bajaba la voz y asentía con la cabeza hacia los que le seguían—. Mira, esta noche tenemos unos ayudantes especiales.

Al extremo de la reunión, merodeaba una pareja de guardias civiles.

—A uno de nuestros cantantes ya le han pedido amablemente que observe la festividad de esta noche entre rejas —dijo Olentzero.

* * *

El vino alimentaba la furia de Eduardo Navarro. En el bar Guria se hablaba habitualmente de mujeres, y se exageraban las aventuras sexuales. Pero, mientras en dos mesas de mus se proferían enérgicos insultos entre oponentes y entre parejas, y otros cenaban de pintxos y se reían mientras tomaban un vino, Dodo parecía bastante ajeno al espíritu navideño de paz y hermandad.

—Esta noche, Iker Anduiza está en la cárcel —protestaba Dodo en voz lo bastante alta como para que sus compañeros de mesa agacharan la cabeza—. A Domingo Laca se lo llevaron la semana pasada porque un vecino lo denunció por enseñar nuestra historia a los niños de la escuela.

Sus amigos Enrique y José Luis Elizalde habían oído perorar a Dodo en numerosas ocasiones en el muelle y en los bares. Hablaban de la Segunda República y de las esperanzas de nuevas libertades, incluso de ser una nación. Pero nadie podía negar que poder expresarlas o no dependía de los caprichos de cualquier demagogo que a base de empujones hubiera alcanzado una posición de influencia.

—A nosotros aún no nos han cogido —predicaba Dodo—. Nos encierran por colgar nuestra bandera. ¿Qué será lo siguiente? ¿Cortarnos las pelotas para que no engendremos más vascos? ¿Será entonces cuando nos rebelemos? Nosotros ya nos gobernábamos cuando ellos les comían los flácidos chorizos a los moros.

—Vale, Dodo, pero no empecemos la guerra esta noche —le instó Miguel.

La idea de echarse atrás ofendió a Dodo.

—¿Por qué no? Sé que a ti también te molesta. ¿Cómo puedes ser tan tolerante?

—Me doy cuenta de que tienes razón —dijo Miguel en voz baja pero firme—. Me doy cuenta de que tienes razón, vale. Pero que tengas razón no implica que quiera ir a la cárcel en este momento. Lo que más nos conviene ahora es seguir adelante hasta que podamos echarlos.

—Te estás escondiendo, hermanito. No te enfrentas a la verdad.

—Dodo, me enfrento a la verdad. No voy a negarla antes de la misa.

Se miraron a los ojos. Miguel advirtió el peligroso fervor de su hermano. Dodo percibió la desconcertante paz interior de Miguel. Asintieron para firmar una tregua silenciosa y Dodo le dio a su hermano una palmada conciliadora en el hombro.

—Vamos a tomar un poco el aire y a echar una meada —dijo Dodo—. A lo mejor encontramos un «picoleto» que necesita que lo rieguen.

* * *

El viento entumecedor que llegaba con las olas no despejó demasiado al tambaleante Dodo, y aún faltaban varias horas para que comenzara la misa en Santa María de la Asunción.

—Cómete el pan que te has traído, Dodo —dijo Miguel—. Así estarás un rato con la boca cerrada.

Pero Dodo no se comió el pan y utilizó la boca para cantar una canción acerca de los pescadores que zarpan temprano para irse muy lejos. Era en vasco. Miguel le echó el brazo por el hombro para acallarlo.

—Sí, Dodo, qué paz hay junto al muelle, y allí hay una barca blanca y hermosa flotando en el agua.

De un callejón cercano al ayuntamiento aparecieron dos guardias civiles con rifles y capa verde. En sus tricornios de charol se reflejaban las luces festivas de los árboles de la plaza. Al instante, Miguel le puso a su hermano una mano en la boca.

—Feliz Navidad —dijo Miguel, con fingida alegría navideña.

Los guardias inflaron el pecho y apretaron la mandíbula. Enrique y José Luis empujaron a los dos hermanos Navarro hacia la calle antes de que Dodo se enfrentara a ellos. Los dos guardias se alejaron desafiantes.

—Deberíais quedaros y aprender la belleza de las canciones vascas —les gritó Dodo—. ¿O preferís escabulliros para ir a tocaros el culo?

Dodo lo dijo en castellano, para asegurarse de que le entendían.

—Dodo, cállate —le ordenó Miguel.

—No, quiero hablar de política con ésos… caballeros.

La plaza estaba llena de aquéllos que llegaban temprano a misa, o iban a visitar a algún amigo, o se dirigían a la taberna de fiesta. La procesión que rodeaba a Olentzero se había ampliado.

Los dos guardias se volvieron y miraron a Dodo desde varios metros de distancia. Éste se inclinó en dirección a ellos, intentando liberarse de Miguel, arrugó los labios exageradamente y les lanzó un beso. Las risas sonoras de los grupos de la gente del pueblo, protegidos por su superioridad numérica, obligaron a los guardias a dar media vuelta y salvar la cara.

El guardia más bajito dio un paso adelante y empujó el fusil en el pecho de Dodo.

—Ven, García —dijo llamando a su pareja—. Tenemos un subversivo.

Dodo les había dicho tantas veces a sus amigos lo que pensaba de la Guardia Civil que éstos lo podrían haber repetido con él: no tienen inteligencia ni para limpiar pescado, ni dignidad para remover estiércol, y en lugar del imprescindible órgano masculino tienen un fusil.

Se aclaró la garganta antes de iniciar su arenga a los guardias.

—Cállate. Ahora mismo —ordenó el guardia más bajito al tiempo que elevaba el fusil hacia la cara de Dodo—. Contaré hasta tres.

—Ah, es eso. Me preguntaba qué hay que saber hacer para ser guardia civil —le soltó Dodo—. Ya lo sé. Sabe contar hasta tres. A ver cómo lo haces. Uno… dos…

Miguel fue a interponerse entre ambos y el guardia más bajito, intuyendo una amenaza, movió la culata del fusil hasta golpear su mandíbula. Miguel cayó redondo, pero en el momento en que el guardia acabó el gesto, Dodo le arrebató el fusil de las manos y le golpeó igual que él había hecho con Miguel. El guardia más alto levantó el arma hacia Dodo, pero se quedó helado al ver a su compañero cubierto de sangre. Indeciso, prefirió no disparar. Sopló el silbato para que vinieran refuerzos. Detrás, Miguel consiguió ponerse de rodillas y se lanzó contra él, derribándolo al suelo.

De manera instintiva, los dos hermanos echaron a correr y se separaron. Miguel se escabulló entre los edificios y se perdió entre las sombras de la enorme iglesia. Dodo, ileso y más veloz que los guardias, cruzó osadamente la plaza. El gentío que se había reunido en torno a Olentzero se separó por un instante y lo engulló.

Cuando llegaron media docena de guardias civiles, con el temple flaqueándoles al ver la sangre de su compañero helándose en rectángulos en torno a los adoquines, a Dodo ya lo transportaban dentro de un cesto grande, ataviado con el sombrero y la chaqueta de Olentzero, el alegre carbonero. Josepe Ansotegui, vestido ahora con la chaqueta de otro, le había entregado su disfraz a Dodo para que escapara.

Los guardias civiles se separaron en parejas en busca de los delincuentes. Dos se dirigieron al centro del pueblo, dos hacia la playa de Isuntza y dos vigilaron el muelle. A pesar de haber quedado medio inconsciente, Miguel sabía qué hora era y cómo estaba la marea. Tras escabullirse y poner tierra de por medio con los guardias, recobró el aliento y aflojó el paso.

No hacía mucho que la marea había abandonado su punto más bajo, lo que le permitía dirigirse a la isla de San Nicolás sin mojarse los pies. La subida de la marea sumergió su camino casi en cuanto puso el pie en la orilla sur de la isla. Desde una roca a sotavento observó el frenesí de la plaza. La Guardia Civil había colocado puestos de vigilancia cerca de la entrada y las salidas de la iglesia y examinaba a todos los que asistían a misa. Incluso con las agujas heladas que le lanzaba el viento y la queja artrítica de los pinos helados, Miguel oía a lo lejos el sonido del órgano y del canto de los himnos.

—Feliz Navidad —murmuró para sí, escupiendo sangre y sacándose de un bolsillo la rodaja de pan que Dodo le había metido. Tuvo que partir el pan en trozos pequeños para metérselo entre las doloridas mandíbulas. Tembló en medio de la gélida noche y se resguardó en una hendidura de las rocas cubierta de heces de gaviotas. Poco antes del alba, llegó el Egun On por la parte de la isla que daba a mar abierto, invisible desde tierra, y recogió a Miguel. A bordo estaban su padre y un Dodo sorprendentemente jovial, feliz de haber derramado sangre en la escaramuza. Habían deducido el paradero de Miguel y se disculparon por no haberle recogido antes.

El gélido viaje a San Juan de Luz, en la vecina costa francesa, no calmó a Dodo, que estaba tan excitado que quería buscar gresca en la antigua población pirata. Incluso a resguardo dentro del puerto las olas hacían rebotar el Egun On contra los parachoques del puerto mientras Dodo aceptaba un inestable abrazo de su padre y su hermano menor.

—Procura no meterte en líos —dijo José María Navarro mientras le entregaba un pequeño sobre a Dodo.

—Quédatelo, patroia, me las arreglaré —protestó Dodo, bajando la vista a las manos surcadas de cicatrices de su padre.

—Ya lo sé, pero tendrás que instalarte y buscar empleo.

Miguel se acordó de los chistes que hablaban de que en Francia el vino era más caro y las mujeres más exigentes, pero tenía la boca hinchada y le dolía al hablar. Al vomitar se le habían abierto los cortes de la boca. Estaba demasiado enfadado para contar chistes.

Dodo subió al muelle y, al darse la vuelta para despedirse, vio el estado crítico de su hermano.

—Miguel… lo siento —dijo sinceramente, pero enseguida le dirigió una sonrisa a su hermano—. No me cabe duda de que te he hecho un favor. Ahora te vas tierra adentro. El mar nunca fue lo tuyo.

Miguel, por primera vez, enumeró las consecuencias: abandonaría su casa, perdería su trabajo y tendría que mudarse a una población desconocida, siempre mirando a la espalda por si rondaba la Guardia Civil.

—Gracias —contestó moviendo la boca lo menos posible—. Te lo agradezco.

José María Navarro pilotó el Egun On de vuelta al mar.

—Menudo ejemplo de pescador debo de haber sido para vosotros —dijo—. Parece que ninguno de los dos estará a bordo conmigo durante una buena temporada.

Miguel no contestó; dio unas palmaditas a su padre en la espalda y luego le pasó un brazo por el hombro para abrazarle mientras los dos miraban por la proa.

Por la noche, patroia había llevado a su hijo lo más arriba posible del estuario. Miguel desembarcó en un embarcadero con marea alta, y aunque sabía que estaba en tierra firme, la tierra seguía moviéndose debajo de él a cada paso.