Capítulo 5

Cuando Miren Ansotegui preguntó por la chica del convento, la hermana Teresa le relató la historia de la ceguera de Alaia Aldecoa y de cómo sus padres la habían abandonado. Y lo hizo con un motivo.

—Es muy independiente —dijo la hermana Teresa—. Tiene tantas preguntas que le da miedo formulárnoslas. Tenemos la esperanza de encontrar a alguien que se la lleve para ver cómo le iría en la ciudad. Nos sentimos felices de tenerla, y puede quedarse siempre que quiera, pero creemos que preferiría vivir fuera de estos muros.

De manera intencionada, las hermanas no adoctrinaban a Alaia acerca de su tipo de vida. Si ella sentía la vocación, pues bien, pero no la animarían. Estaba allí secuestrada por la negligencia de los demás, no por voluntad propia. Ellas habían renunciado al mundo; a ella se le había negado. Le enseñaron a fabricar jabón como futura profesión, y le enseñaron a valerse muy bien por sí misma. Tras haber sido criada dentro de un recinto sencillo y cerrado, Alaia no necesitaba otra guía que un bastón. Con esa experiencia dentro de un entorno cerrado, desarrolló un instinto para localizar obstáculos y peligros que le sería útil fuera del convento.

—¿Les importaría que la llevara al pueblo? —preguntó Miren.

La hermana Teresa había estado esperando esa oferta sin querer imponérsela.

Lo que Alaia descubrió en los primeros momentos fue que Miren Ansotegui era un reto mayor que los espacios abiertos y desconocidos. Fuera de los muros, Alaia hablaba con la misma deliberada lentitud que caminaba. Miren era lo opuesto, brincaba, daba vueltas, gesticulaba y planteaba opciones a una tremenda velocidad.

—Primero iremos al mercado y compraremos fruta —anunció Miren—. Ahora las manzanas están estupendas.

—Eso me… —dijo Alaia.

—Y luego iremos a visitar a algunas amigas, para que las conozcas. Y luego nos pararemos en el café a almorzar. Y luego podemos ir a la plaza.

—… encantaría —continuó Alaia.

—Quizá pueda encontrar a alguien con un acordeón y te enseñe algunos bailes.

Alaia se apartó de Miren, como si la distancia la protegiera de la avalancha de palabras. En el convento se pasaba meses sin tener que afrontar tanta conversación, y nunca había tenido que elegir entre tantas posibilidades. Sí, era emocionante, pero, por favor, ya era suficiente.

El que Alaia se apartara hizo que Miren hablara más fuerte.

—Y luego iremos a cenar a mi casa —añadió Miren—. Y conocerás a mi familia. Y puedes dormir en mi habitación.

—Miren… —la interrumpió Alaia—. No estoy sorda.

* * *

Gernika abrazó a Alaia Aldecoa. No la perjudicó ir a remolque de Miren Ansotegui, la grácil bailarina que era también la hija del conocido forzudo del pueblo y de la muy admirada Mariángeles Oñati. La curiosidad que les provocaba la ceguera de Alaia dio paso a la admiración cuando vieron cómo se abría a los demás, cómo se adaptaba y cómo compensaba su discapacidad. Parecía no tener miedo, ir por ahí como si nada. Cuando las dos chicas salían de una tienda o un café, los que estaban dentro a menudo se sometían a la prueba de la ceguera; cerraban los ojos e intentaban dar unos pasos hasta que se daban con el dedo o la pierna contra los muebles, o cedían a la tentación de entreabrir los ojos. Qué pena, decían, y en una chica tan guapa. ¿No asomaban ya las protuberancias femeninas dentro de ese vestido de tela de saco con una cuerda a la cintura?

Miren calificaba a Alaia como «la persona más extraordinaria de Gernika» y alardeaba de amiga como si fuera una posesión suya. Alaia, en lugar de sentirse ofendida porque la trataran como a una mascota, disfrutaba de abrirse al mundo, y no pasó mucho tiempo antes de que fuera capaz de ir por el mercado y diversos lugares sin tener que agarrarse del brazo de Miren, utilizando sólo el bastón que le habían tallado las hermanas. Cuando éstas se enteraron del éxito de sus salidas, se sintieron como si hubieran alimentado a un animal huérfano, le hubieran hecho recuperar la salud y estuvieran a punto de devolverlo a su hábitat.

En sus primeras salidas, Alaia descubrió que Miren era tan frenética como contenidas eran las hermanas, y que su hiperactividad estaba tan lejos de su propio ritmo como las meditaciones y oraciones de las hermanas. Había pasado de la compañía de corderos soñolientos a ser guiada por un cachorro juguetón. Miren, tras percibir que Alaia a veces se retraía, comprendió que su amiga necesitaba que aflojara el paso y hablara más bajo, y sus paseos se hicieron más relajados. No obstante, Alaia intuía que el espíritu de Miren vibraba en un tono que casi podía oírse de lejos, igual que las vísperas de las hermanas

* * *

Ni una fracción de segundo separó el devoto «amén» de Justo Ansotegui de antes de comer del comienzo de su detallada biografía personal, que le relataba a la nueva amiga de su hija.

—Deja que te explique una cosa, muchacha —dijo mientras comenzaba a cortar la hogaza de pan.

Mariángeles y Miren rezongaron a coro.

—Todos saben que soy el hombre más fuerte de Gernika, y sospecho que casi todas las mujeres coincidirían en que también soy el más apuesto del País Vasco.

—¡Papá!

—¡Justo!

—Un momento, señoras. Esta muchacha bien tiene que comprender la importancia del momento —alegó—. Pero debe prometer no informar a las hermanas de mi atractivo, o por la mañana el convento estará vacío y Errotabarri estará lleno de mujeres ataviadas de hábito negro venidas a glorificar mi forma masculina.

—¡Justo, eso es un sacrilegio!

—¡Papá, eso es muy desagradable!

—Alaia, no le prestes atención a este hombre —dijo Mariángeles mientras ponía otro plato de verduras en la mesa—. Si es el más «algo» del país, es el más presuntuoso.

—Ven aquí, mujer, déjame oler esas manos —le pidió Justo a Mariángeles.

Justo enterró la cara en las palmas de su mujer y aspiró, alejándolas enseguida como si se hubiera embriagado.

—Me encanta el olor de una mujer que acaba de cortar perejil —declaró. Alaia identificaba cada uno de los olores que llegaban de los platos que Mariángeles ponía en la mesa. Intentaba memorizar los olores del cordero con salsa de menta, el pan untado de mantequilla casera, las judías, las patatas con pimentón, los espárragos y los pimientos empapados en aceite de oliva y ajo. Y, para postre, devoró el flan que varias veces se le escapó de la cuchara antes de poder localizarlo.

A Mariángeles le encantaba lo mucho que Alaia disfrutaba comiendo. Era una de las cosas que siempre le atrajo de Justo. Incluso sus eructos parecían un cumplido.

—Alaia, encanto, puedes venir a cenar cuando quieras —dijo Mariángeles.

—Sí, tienes que volver —añadió Justo, eliminando concienzudamente los restos de comida de su bigote—. Tengo muchas proezas de fuerza que contarte.

—¡Papá!

—¡Justo!

Alaia no se sintió ofendida. De hecho, fue esa cena lo que más la convenció de que debía abandonar el convento. Ese cordero. Esa salsa de menta. Esas verduras. Mantequilla. Más mantequilla, por favor. Y ese flan. Dios mío, qué flan. ¿Conocían el flan las hermanas? ¿Cómo podía alguien renunciar al flan?

Cuando Miren se levantó para conducir a Alaia a su habitación, Justo se puso en pie y las abrazó a las dos, una en cada uno de sus poderosos brazos. Las apretó contra sí, cerró las manos a su espalda y las meció rítmicamente. Miren se retorció como haría cualquier hija, pero Alaia le devolvió el abrazo.

—Nos sentiremos muy decepcionados si no vienes a menudo a compartir nuestra comida y nuestra amistad —dijo Justo, besando a Alaia en la coronilla—. Mi pequeña necesita la compañía de alguien que no sea su presuntuoso padre y sus vacas y burrillos.

* * *

—Alaia, te presento a mi queridísima amiga, Floradora —dijo Miren, poniendo en las manos de Alaia la muñeca de trapo que compartía su cama desde que era pequeña—. Tiene un reluciente pelo rubio [hilo marrón], un esbelto cuello [delgado de tanto abrazarlo por la noche], un cuerpo bien formado [trapos dentro de un calcetín], una piel preciosa [lana raída de tanto acariciarla], una hermosa sonrisa [pintura roja] y unos bonitos ojos oscuros [abalorios negros].

Alaia tocó los abalorios.

Se colocaron en la cama, una en cada punta. Miren con la cabeza apoyada en el cabezal y Alaia en ángulo, con un almohadón contra el pie. Un brasero pequeño lleno de brasas traídas de la chimenea de la cocina calentaba la habitación y emitía una fina columna de incienso que perfilaba las vigas. Miren quería saber cosas de la ceguera y Alaia de lo que era ver. Miren, sensaciones; Alaia, visiones. Miren, sonido; Alaia, colores. Miren, la soledad del huérfano; Alaia, el consuelo de las cosas familiares.

Miren: ¿Qué es lo peor de ser ciego?

Alaia: Tener que explicarle a la gente lo que es.

Miren: ¿Tienes mejor oído que los demás?

Alaia: ¿Qué?

Miren: ¿Tienes mejor… mmm, olfato?

Alaia (inclinándose hacia los pies de Miren): Sí, y tus pies huelen fatal.

Miren: ¿No ves ninguna luz?

Alaia: No, sólo algunas sombras.

Miren: ¿Ves todo el día oscuro?

Alaia: La verdad es que no distingo la oscuridad de la luz.

Miren: ¿Te molesta no poder ver?

Alaia: Molestar no. Me alegra poder hacer otras cosas.

Miren: ¿Cómo perdiste la vista?

Alaia: Las hermanas me dijeron que nací antes de hora, y que probablemente ésa sea la razón. Todavía no estaba desarrollada. Mis ojos no son la única parte que no funciona. Tampoco tengo las visitas mensuales de las que me hablaron las hermanas.

Miren: Tienes suerte.

Alaia: Las hermanas me han dicho que eso significa que no puedo tener hijos.

Miren: Oh, no. Lo siento. Pues yo sí quiero tener, pero me da miedo. Mi amuma murió después de tener un bebé.

Las dos chicas se quedaron hablando gran parte de la noche. Alaia nunca se atrevía a decirles a las hermanas lo limitada que se sentía en el convento, que para ella era como vivir dentro de una caja. Pero podía compartirlo con Miren. No podía preguntarles a las hermanas cómo era ella físicamente, si era guapa, pero podía preguntárselo a Miren. No podía contarles a las hermanas lo maravilloso que resultaba ir al pueblo y conocer gente, y saber que su ceguera la hacía especial para ellos. Eso podría provocar que comenzaran a plantearse su decisión de renunciar a la calidez de los demás. Sabía que cuando la gente la conocía, ya no la olvidaba. Pero no podía contárselo a las hermanas, pues haría que se sintieran como olvidadas una vez se metían tras esos muros.

Y luego hicieron una guerra de almohadones y mantas.

—Eh, no es justo —dijo Alaia—, tienes que cerrar los ojos.

Y Miren lo hizo, para ser justos.

Aquella guerra fue una relación bien recibida por ambas, una excusa para sentir otro cuerpo como el suyo pero que no era el suyo; para juzgarse en comparación con otra mediante el tacto, el tamaño, el peso, la fuerza; para sentir la suavidad de la piel y el pelo de la otra. Dos chicas no podían tocarse la una a la otra de esa manera si no era disfrazándolo de un juego. Alaia comenzó cogiendo el pie que tenía al lado y sacudiéndolo, y Miren la imitó vacilante una vez quedó claro que luchar así con una ciega no sólo se toleraba, sino que se agradecía.

Mientras se calmaban, Alaia se concentró en la colcha de Miren, palpó las variadas texturas de los cuadros de colores, la lana, el lino, el algodón, el terciopelo, todos juntos mediante nudos de hilo almohadillados. En el convento dormía con sólo una manta de lana.

Cuando ya se dormían, Miren preguntó:

—¿Qué se siente al no tener familia?

Alaia tardó tanto en contestar que Miren supuso que no la había oído. Cuando Miren comenzaba a dormitarse, Alaia respondió en voz baja:

—Nadie te toca.

Por la mañana, cuando Alaia se preparaba para volver al convento, Miren le puso a Floradora entre las manos.

—Ahora es tuya —dijo Miren solemnemente—. Necesitas compañía más que yo.

Alaia abrazó la muñeca y le tocó la cara.

Aquella mañana Miren había quitado los abalorios, dejando sólo unas puntadas horizontales donde habían estado los ojos.

* * *

La camarera tenía cuarenta y pocos años, y aunque su prominencia en la cubierta de proa atraía a los miembros más jóvenes y ligones de las tripulaciones que acudían al Café del Marinero de Lekeitio, la mujer estaba fuera del alcance de los afectos de aquellos muchachos. Inexpertos en los matices románticos, la acribillaban con sugerentes referencias, y se les rechazaba con unas picaras burlas que formaban parte del juego. Les servía como práctica de cortejar, pues ponían a prueba tácticas que podrían utilizar cuando el objetivo fuera una mujer realmente casadera. Pero aquellos jóvenes estaban más familiarizados con la práctica de arrojar redes que con el uso sutil de los cebos.

—Podría hacerte la camarera más feliz de Lekeitio —decía Dodo.

—¿Cómo? ¿Dejando propina?

Dodo le guiñaba un ojo y fruncía los labios como para un beso.

—Amigo mío, tu olor se parece demasiado al de mi marido —continuaba ella—. Y estás demasiado hambriento. Las mujeres olemos la desesperación… incluso en un pescador.

Se volvía y señalaba la nuca de Miguel.

—Pero tú, el silencioso, romperás muchos corazones cuando te llegue el momento.

Dodo soltaba un fuerte gruñido y le daba un puñetazo a su hermano en el hombro, envidioso del comentario de la camarera.

—Tú —le indicaba la camarera a Dodo— deberías aprender de él.

Miguel se sonrojaba azorado, algo que, sabía, nunca le pasaba a Dodo.

—Sólo bromea para darte celos —decía Miguel.

Eduardo se reía de su cándido hermano.

—Éstas no son aguas para encontrar mujeres, Miguel —racionalizaba Dodo.

Miguel había sido testigo de la breve y triste historia de Eduardo con las muchachas de Lekeitio. Era travieso como un cachorro hasta que comenzaba a echar fuego con sus ideas políticas. Su flexibilidad emocional erosionaba las relaciones rápidamente.

La camarera regresó con un cestillo de pan y puso una mano conciliadora en el hombro de Dodo, el cual, malinterpretando el gesto, como era habitual, le rodeó las caderas con las manos. La camarera le soltó una bofetada tan fuerte que los demás se volvieron. Dodo dejó escapar una sonora carcajada para dar a entender que había sido en broma. Pero había recibido el mensaje.

Rechazado, Dodo pasó a su segundo tema favorito, la política española, y le soltó un sermón a su hermano pequeño acerca de los diversos programas de socialistas, republicanos, fascistas y anarquistas.

Miguel le escuchaba al tiempo que comía, mientras que Dodo utilizaba el tenedor sobre todo para gesticular, especialmente cuando reiteraba la narración de los conflictos que se estaban haciendo cada vez más ponzoñosos en toda España.

—Esto no ha salido en los periódicos, pero me lo contó una tripulación del sur —dijo Dodo entre bocado y bocado—. La Guardia Civil disparó contra una multitud de campesinos que se manifestaban en Extremadura. Mataron a un hombre e hirieron a dos mujeres, y el resto de la gente rodeó a los guardias civiles y los mató con piedras y cuchillos. ¿Te lo imaginas?

No, Miguel no se había enterado de eso, y se preguntaba si podía ser cierto. Dodo era capaz de contar cualquier cosa para apoyar sus argumentos.

—Volvió a ocurrir en una protesta, una protesta pacífica, en Arnedo —prosiguió Dodo—. Los guardias civiles mataron a cuatro mujeres y un bebé e hirieron a treinta personas que sólo estaban allí mirando.

—¿Y por qué no nos hemos enterado? —preguntó Miguel.

—Porque no quieren que te enteres, por eso. La gente tiene miedo de hablar. Tiene miedo de lo que les pueda suceder. Y por eso tenemos que estar preparados.

La camarera, de pie detrás de Dodo, escuchaba sus historias. Negó lentamente con la cabeza y le dijo a Miguel:

—No le escuches, cariño, no se enfadará tanto cuando encuentre una chica.

* * *

Si los ciudadanos de Gernika hubieran tenido que votar a la persona más popular del pueblo, Miren Ansotegui no habría tenido rival. Sólo tenía dieciséis años, pero parecía animar a la gente a compartir su juventud más que a envidiarla. Les recordaba cómo era la vida antes de parecer tan complicada.

Era algo más que su manera de caminar como si flotara por las calles del pueblo, tan esbelta y con tanto desparpajo, su trenza negra como un péndulo que le iba de una cadera a otra a cada paso. Más atractiva era aún su habilidad para desarmar a la gente, para ganárselos, como si los iniciara en el club de los que siempre tienen buenas intenciones.

Su única arma era la bondad. Mientras esparcía cálidos saludos a todo aquél que pasaba, era asombroso cómo conseguía preguntar a cada uno por la parte de su vida de la que más orgulloso se sentía. Siempre abría la puerta a ese lugar que cada uno desea visitar. Y entonces escuchaba.

—¿Le quedan pimientos de ésos tan buenos, señora Aldape? —le preguntaba a la anciana verdulera—. La última vez que le compré no podía parar de comer. Los mejores pimientos que he probado.

O se acercaba a la tienda de ropa de Arana y decía:

—Señora Arana, vi a su nieta el otro día en el mercado y debe de ser el bebé más precioso que he visto. ¿Ya anda? —Daba pie a que los demás alardearan sin caer en la inmodestia. Era ella quien había preguntado, caramba, y sería grosero contradecirla o no contestarle. Mientras Miren se iba encontrando con uno y con otro, su sendero de amables preguntas dejaba una estela de buena voluntad. Sus conocidos se sentían mejor después de que ella se hubiera ido, e impacientes por volver a verla. Después de todo, ella querría saber muchas más cosas de ellos.

Podía mencionar los pormenores de cualquiera con quien se mostrara caritativa en ese momento. Si Miren Ansotegui iba a estar presente, sería divertido, y quedaba garantizado que muchos otros se verían seducidos por sus planes, y el hecho de que éstos participaran les permitiría relatar su generosidad, al día siguiente, en las tabernas y los cafés, y también, presumían, les colocaría en la lista oficial de Colaboradores de las Causas de Miren.

Cuando la casa de Aitor Arrióla ardió hasta los cimientos después de que una brasa de la chimenea volara hasta la pila de astillas, los vecinos contribuyeron a que la familia volviera a levantar cabeza. Pero, debido a las quemaduras que Aitor había sufrido mientras intentaba combatir el incendio, sus intentos de reconstrucción se demorarían hasta después del otoño, cuando comenzara el mal tiempo.

Miren se puso a buscar a todos los hombres solteros de la ciudad, fuera cual fuese su edad, y les prometió un baile especial en la próxima erromeria si trabajaban una hora ayudando a los Arrióla. Engatusó a una docena de hombres de entre quince y setenta y cinco años. Cuando llegaban con sus herramientas, Miren anotaba ostentosamente sus nombres en una lista, haciéndoles prometer que asistirían al baile del domingo por la noche para ser recompensados. Aunque algunos llegaron tímidamente, todos los que ayudaron a la reconstrucción aparecieron para hacer efectiva la promesa. Los que no bailaban dijeron que sólo habían venido a pasar un rato con ella, aun cuando hacía años que no asistían a la erromeria. Y Miren arrastró a la pista de baile a algunos, enseñándoles con paciencia los pasos más elementales del vals.

La señora Arana, conmovida por que Miren fuera de tienda en tienda y de amigo en amigo recabando ayuda, la apodaba Tximeleta: «Mariposa». Fue una imagen de la que Miren se despojó durante un baile de finales de verano.

Tenía un grupo de una docena de bailarinas que se habían reunido en una placita que había detrás de un café para ensayar su inminente actuación. Los amigos de las bailarinas estaban sentados en bancos debajo de los plátanos y en algunas mesas situadas bajo el toldo a rayas que cubría el patio trasero del café y les aliviaba del calor de la tarde. Miren había colocado a su amiga Alaia Aldecoa en una silla en el patio y le había pedido un vaso de sidra fresca.

El grupo ensayó una danza en la que las chicas tenían que moverse cada vez a mayor velocidad, haciendo chocar sus aros de bambú cada vez con más fuerza a medida que los pasos se complicaban. Alaia se levantaba a menudo para cimbrear el cuerpo sin moverse del sitio cuando la música sonaba, pero aquella noche parecía estar esquivando a un hombre del café que no paraba de hablarle. Miren no lo conocía, y se acercó a los dos en una pausa.

—¿Hay algún problema, Alaia?

—Sólo le pedía a esta señorita que bailara conmigo —dijo el hombre, volviéndose hacia Alaia.

Miren contempló a Alaia, que parecía incómoda, tras haberse alejado un poco de él.

—Y ella, ¿le ha dicho que no quería bailar?

—Eso ha dicho.

—Es mi amiga, señor, y por si no lo ha notado, es ciega.

—Pues yo no le veo ningún defecto.

Miren reprimió su cólera y sonrió para aliviar la tensión.

—Señor, quizá ha tomado demasiado vino, así que estoy segura de que prefiere marcharse, ¿verdad?

—Mira, chavala, tu amiga ya es lo bastante mayor para cuidarse sola.

La sonrisa falsa de Miren se desvaneció. Entrenada involuntariamente para ello a causa de sus prácticas de baile, Miren golpeó la mesa con su aro, haciendo que el hombre se pusiera en pie.

—¡Eh! —gritó el hombre al tiempo que daba un salto.

Miren retrocedió y volvió a golpear tan rápidamente que el bambú silbó en el aire. Pero no le tocó con el arma decorativa. El bambú impactó en la mesa que tenía delante, luego en la pata de la mesa, acto seguido en el respaldo de la silla y después en el soporte del toldo que quedaba justo detrás de la cabeza del hombre. Golpe tras golpe, con el bambú restallando como fuego de fusil, Miren repitió el circuito de golpes alrededor del hombre mientras éste se arredraba, con la intención de reducir la superficie que ocupaba. Dada la energía del ataque, Miren podría haber despellejado al hombre de haberlo querido tocar.

—Llame a la Guardia Civil —chilló el hombre cuando Miren retrocedió.

—¿Y qué les digo? —preguntó el dueño del café—. ¿Que una chica que pesa cincuenta kilos le ha asustado con el arco con el que baila?

—No me importa lo que les diga. Hay que hacer algo.

—Le haré un favor, amigo, puesto que no es de aquí. Y es decirle esto: su padre es Justo Ansotegui, el hombre más fuerte de Gernika, quien alegremente le arrancaría las entrañas con sus propias manos si se enterara de lo que ha pasado.

El propietario del café le entregó a aquel aturullado sujeto un paño de cocina para que se secara el sudor de la cara. Cuando el tipo dio media vuelta y se marchó, con el paño en la cabeza, el resto de compañeras prorrumpió en irrintzis y vítores. Mientras las bailarinas se congregaban en torno a ella y le expresaban su respeto por su valentía, Miren sintió el mareante abandono de la adrenalina después de un conflicto. Le avergonzaba no haber podido encontrar una solución mejor. Debería haber sido más inteligente, se dijo. No le mencionó el incidente a su padre, por temor a que buscara al hombre y lo descuartizara. Pero a la mañana siguiente la mención de su arrebato era la comidilla del pueblo.

Y, si era posible, la comunidad adoró a Miren Ansotegui aún más que antes. Con una diferencia: ya no la llamaban «Mariposa» tanto como antes.