Capítulo 4

Los animales que vivían en la planta baja de Errotabarri casi nunca molestaban a los habitantes del piso de arriba. La lumbre de la chimenea, con sus casi imperceptibles explosiones de perfumadas bolsas de brea, y los chorizos y los pimientos que se secaban en la cocina tapaban casi cualquier olor que pudiera subir del piso inferior. Eso no le impedía a Justo echarle la culpa al ganado de manera teatral siempre que sus intestinos cometían una indiscreción.

—Qué vacas tan vulgares —gritaba, mirando al suelo.

—Y bien vulgares que son —replicaba cada vez Mariángeles, provocando la risa de ambos, como si fuera la primera vez que compartían ese diálogo.

Miren disfrutaba compartiendo residencia con los animales, con los que mantenía una estrecha relación: ayudaba a ordeñar las vacas por la mañana y por la noche, apoyaba la cabeza en sus flancos gruesos y cálidos y les contaba cómo le había ido el día, entrando en detalles siempre que una de ellas giraba la cabeza para expresar interés.

Por la noche, los suaves gruñidos de los animales y el susurro de la paja se filtraban entre los tablones del suelo, ofreciendo un relajante sonido de fondo. Y a medida que Miren se iba quedando dormida, a veces confundía las estruendosas flatulencias del ganado alimentado a base de hierba con los truenos de una tormenta en las montañas. Eran animales pacíficos que contribuían a la empresa común que era Errotabarri.

Cuando Miren no podía dormir, a menudo se bajaba de la cama y en la oscuridad les susurraba a los animales a través de las fisuras de las tablas. Las ovejas, plácidas en cualquier circunstancia, ni se enteraban de lo que ella les confiaba, y nunca se pararon a pensar en la importancia de los mensajes que llegaban desde arriba. Dormían en esponjosos grupos, y una suave voz humana no podía despertarlas.

Las vacas, no obstante, eran afablemente curiosas. Miren las llamaba suavemente, a veces imitando su muuu, y la que estaba justo debajo inclinaba la cabeza, dejando que sus enormes ojos marrones escrutaran el origen de esa voz incorpórea. De haber sido su naturaleza reflexionar y elaborar sus pensamientos, esos momentos podrían haber sido la génesis de un movimiento religioso bovino.

A veces les susurraba sus secretos a esos amigos, percibiendo el alivio que procede de expresar las palabras en voz alta, aunque sea a unos animales. Pronunciaba el nombre del muchacho que le gustaba en ese momento, o les confesaba sus dudas y esperanzas. Las vacas eran generosas con su atención, y sus ojos, vueltos hacia arriba, se mostraban sensibles y algo comprensivos. Parecían decir: «Adelante, querida, te escucho». En los meses de calor, cuando el ganado pacía y dormía en los pastos del norte, Miren echaba de menos su compañía y durante semanas le costaba dormirse sin sus apagadas nanas.

Durante una época, Justo crió asnos, cuyas crías vendía en el mercado. Cuando las hembras parían, Mariángeles y Miren hacían de comadronas. El parto era terrible, pero los potrillos, con su zanquilargo retozar, tan juguetones y torpes, hacían las delicias de Miren. Llegaban al mundo como una cosa peluda de orejas desmesuradas y piernas temblorosas, y Miren no podía evitar besar constantemente su hocico de bigotes peludos y acariciar su melena, que era como un cepillo de cerdas.

Adoraba su vigor y la manera en que sus torpes carreras daban a entender que aspiraban a algo más que vivir como simples burros. Cuando apenas tenían semanas de edad, se amamantaban en los prados hasta que de pronto, como si un rayo invisible los hubiera golpeado, se soltaban con su rebuzno de bocina y silbato y, trastabillándose, se ponían a dar vueltas alrededor de la madre. Con la imaginación más rápida que las piernas, se despatarraban, rodaban, se empinaban y soltaban coces, cayendo redondos y levantándose sin vergüenza para volver a correr en círculos, quizá recordando su relación con lejanos antepasados cuya estirpe había dado lugar a los sementales árabes. Y tras un par de frívolas carreras, de repente se paraban y regresaban a la leche de sus madres, alimentándose para la próxima carrera imaginaria por las arenas de grandes dunas olvidadas.

Aquellas piruetas entretenían a Miren durante horas, y siempre quería ser ella quien se encargara de los burros. Una vez le preguntó a su padre si podría tener un potro para que durmiera con ella, en su cama. El padre no rechazó la idea porque el animal necesitara estar con su madre y le asustara esa situación. Conociendo el carácter enérgico de su hija, le tomó el pelo diciéndole que no dejaría dormir al potrillo con sus atenciones… y todo el mundo sabe que un burrillo, un astokilo, necesita descansar. Para Miren eso era sensato, y con su natural preocupación por el bienestar del potro, concedió que no sería juicioso.

La única parte realmente desagradable de compartir la casa con animales domésticos llegaba en los meses más fríos, cuando su padre sacrificaba los pollos en el primer piso en lugar de hacerlo fuera desafiando el tiempo inclemente. La decapitación era ruidosa y los pollos morían sin dignidad. Había sangre por doquier.

Había un muchacho que vivía al lado y que a veces ayudaba a su padre al que le encantaba recoger los pies de pollo amputados, agarrarlos por el tendón a la vista y perseguir a la pequeña Miren como un loco. Ésta sabía que se trataba tan sólo de pies cercenados de pollo, pero seguía saliendo al frío para escapar. Esas noches se despertaba atosigada por sueños de garras que la cogían. Se daba la vuelta, oía el confortador sonido de una vaca meando de manera infinita y regresaba suavemente al sueño.

* * *

Picasso divisó a la joven delante de un escaparate en las Galerías Lafayette del Boulevard Haussmann y deambuló por delante de los grandes almacenes hasta que salió la atractiva compradora de pelo claro. Se dirigió apresuradamente hacia ella antes de que pudiera cruzar la calle.

Mademoiselle, tiene usted una cara interesante. Me gustaría pintar su retrato —le propuso. Era una invitación que casi nunca fallaba—. Tengo la sensación de que haremos grandes cosas juntos.

Ella examinó a aquel hombre de alborotado flequillo de pelo ralo y ojos oscuros, que no se había molestado en presentarse antes de prometerle una relación futura y productiva. Él percibió su renuencia inicial y, como si eso lo explicara todo, añadió:

—… Soy Picasso.

Marie-Thérèse Walter era rubia, tenía diecisiete años y consintió en posar para el artista. Para celebrar su llegada a la mayoría de edad al año siguiente, consumaron su relación. Marie-Thérèse se convirtió en el rostro de muchos cuadros y su carácter amable y plácido quedó plasmado en numerosas obras. En su cuadro más famoso aparecería con el rostro afligido.

* * *

Dodo Navarro denominaba a su juego «El Circuito». A Miguel no le interesaba esa competición, pero era difícil rechazar el reto de un hermano mayor. Y en última instancia le proporcionó una primera victoria, una sensación de pez en el agua, y un conocimiento del puerto de Lekeitio que un día le haría conservar la libertad.

Cuando Dodo y Miguel eran adolescentes, el Circuito no era más que dar vueltas por el puerto. Cruzaban la boca del puerto, subían los peldaños del rompeolas, de poca altura, y corrían a través del peligroso guantelete de anzuelos voladores que arrojaban quienes pescaban en el puerto. Mientras Dodo se metía con Miguel a cada zancada, corrían a través de las familias que hacían vida social en la plaza de la Independencia, se lanzaban a toda velocidad por el trecho que estaba en lo alto del muelle, doblaban las cajas de redes y los carros de pescado que quedaban en la esquina norte, cerca de las fábricas de conservas, y hacían un último sprint bajando por la parte más alta del rompeolas. El primero en completar el circuito y zambullirse en el agua ganaba.

Dodo, más fuerte y maduro, dominaba al principio las carreras. Miguel le acusaba de hacer trampas, pues Dodo a menudo alteraba el trayecto o se saltaba algún tramo.

—Las únicas reglas son hacer lo que haga falta para ganar, hermano —respondía Dodo.

Pero cuando Dodo saltó por encima de un cochecito de niño en la plaza para sacar ventaja y aquella tarde, en el muelle, una agitada amuma le soltó un sermón a su padre, Dodo tuvo que disculparse. Rápidamente se inventó una nueva carrera. La ruta siguiente no fue más que una carrera nadando hasta la isla de San Nicolás, que se alzaba delante de la salida del puerto como una ballena jorobada inmóvil en mitad del hueco.

—Sólo tengo una pregunta —dijo Miguel—. ¿Por qué tienes que elegir tú?

—Porque soy el mayor. Yo he de tomar las decisiones. Así es como funciona. Si quieres correr con tus hermanas, tú eliges la ruta.

—Ni siquiera quiero correr contra ti —admitió Miguel.

La isla de San Nicolás, que recibía el nombre del patrón de los marineros, estaba recubierta de esbeltos pinos y algas enmarañadas arrojadas por el viento. Desde la boca del puerto, la isla era un trayecto de casi un cuarto de milla a nado y estaba protegida por una viva marea y la espuma blanca y ondulada.

La isla, en conspiración con la marea, poseía un secreto que parecía casi mágico. Como la marea subía y bajaba al menos tres metros y medio casi todo el año, la isla tenía dos personalidades. Exceptuando dos épocas del año, San Nicolás estaba tan protegida como cualquier isla costera. Podía visitarse en barco o a nado si uno estaba fuerte, pero su perímetro rocoso desalentaba incluso esas incursiones. Con la marea baja, sin embargo, el mar se retiraba para revelar un sendero umbilical que serpenteaba desde la playa de Isuntza hasta la punta más meridional de la isla. Durante poco más de una hora, dos veces al día, se podía acceder a la isla mediante un sendero resbaladizo de granito que parecía una invitación a explorar un lugar por lo demás protegido y prohibido. Si esa hora coincidía con un ocaso de verano en el que el sol se ocultaba sangrando al otro lado de las colinas que quedaban detrás del pueblo, mientras la brisa perfumada por el mar hacía susurrar la hierba, una atmósfera romántica inundaba a las parejas jóvenes que se aventuraban a ir a la isla en busca de intimidad.

Mientras la isla los seducía a quedarse y a conocerse mejor, el mar hacía de intolerante carabina. Si la pareja se abandonaba en exceso a sus devaneos, el sendero volvía a sumergirse y tenían la opción de nadar hasta la orilla o pasar allí una fría noche, rodeados del mar implacable, sin ninguna excusa que presentar a los padres, aparte de la evidente.

Incluso al principio de su adolescencia, Miguel era tan alto como Dodo y más delgado, con unos músculos fibrosos que accionaban las prolongadas palancas de sus brazos y piernas. Miguel llegaba a la isla y emprendía el camino de vuelta antes de que Dodo hubiera tocado las rocas de la isla. Cuando Dodo por fin llegaba junto a su hermano en el rompeolas, por lo general congratulaba a Miguel volviéndolo a tirar al agua de un empujón, un gesto que Miguel consideraba absurdo, pues ya había demostrado que sabía nadar, y, de hecho, mucho mejor que su hermano.

En una ocasión Dodo intentó sacar ventaja nadando a la isla y regresando a la carrera por el camino que quedaba al descubierto hasta la playa, pero resbaló en la superficie musgosa y acabó de nuevo en el agua, y por pocos centímetros su cabeza no dio contra el cemento. Había estado seguro de que la treta funcionaría y había programado la carrera para que coincidiera exactamente con la marea más baja, cuyo horario estaba grabado en la mente de cualquier hijo de pescador.

* * *

A Miren le preocupaba la opinión de Dios. Por mucho que adoraba bailar, hacerlo en un convento, delante de las hermanas enclaustradas, parecía un riesgo injustificado. La inquietaba que pudiera quedar como un demérito cuando tuviera que rendir cuentas al cielo.

—¿Estás segura de que quieren que bailemos en el convento? —le preguntó Miren a su madre por tercera vez aquella mañana.

—La hermana Teresa nos ha invitado —le contestó Mariángeles Ansotegui—. No nos lo habría pedido si estuviera prohibido.

Teresa, la prima de Mariángeles, era una hermana ya veterana en el convento de Santa Clara, situado detrás de la Casa de Juntas, el edificio del parlamento, y del roble de Gernika, en la colina que se encontraba tras el mercado. Entre sus mejores recuerdos del mundo laico estaba el ver bailar a su prima. Teresa había bailado con ella en grupos, y aunque sabía los pasos y conocía el ritmo, nunca era capaz de seguir a Mariángeles, que parecía formar parte de la música. Su talento no se había desvanecido con el tiempo y era un don que había pasado a su hija Miren.

La hermana Teresa opinaba que presenciar bailes folclóricos durante una tarde sería una diversión aceptable para el ritual monástico del convento. Además, hacía meses que no veía a Miren, que ahora tenía catorce años.

—¿Es que no puedes bailar sola? —le insistió Miren a su madre mientras se acercaban a la verja del convento.

—No seas tonta. ¿Es que crees que Dios no puede ver-te bailar en cualquier parte? Casi no hay un momento del día en que no bailes. ¿Cuándo no bailas? ¿Cuando duermes?

—No, bailo en sueños. En sueños bailo mejor.

—Bueno, si a Dios no le ha importado hasta ahora, entonces no creo que a las hermanas les moleste.

Se vistieron con el traje tradicional: chaleco de terciopelo negro y mandiles de satén sobre una blusa blanca de manga larga; falda de satén escarlata con franjas negras horizontales en el dobladillo. Llevaban el pelo echado hacia atrás y sujeto por un pañuelo blanco. Las cintas de sus zapatillas de campesina se enroscaban por sus medias blancas hasta el extremo de las pantorrillas y se anudaban bajo las rodillas, acentuando su delgadez.

La hermana Teresa las guió por el patio exterior hasta una antecámara vacía del edificio principal. Siguiendo el muro interior, una puerta doble con rejas dejaba pasar la luz hacia el comedor de las hermanas. A través de la verja de hierro forjado en arabesco, Miren pudo ver las figuras borrosas y oscuras… un grupo de sombras mudas y ominosas, inmóviles como estalagmitas. Miren había bailado en las fiestas delante de todo el pueblo; había bailado sin angustia alguna delante de borrachos y desconocidos, y en medio de las fijas miradas de los jóvenes. Pero temía que hacer girar las faldas para las Esposas de Jesús era otro cantar.

Cuando María Luisa, una de las hermanas de Mariángeles que la acompañaban al acordeón, sacó las primeras notas de los fuelles, Miren dejó de pensar en el público y en las consecuencias. Si algún día san Pedro le pedía explicaciones, le bailaría una jota y le dejaría que él mismo juzgara.

Madre e hija giraban en órbitas simétricas, cobraban velocidad, daban la triple patada y giraban, daban la patada lateral y giraban, con los brazos levantados y chasqueando los dedos. A cada giro las faldas se levantaban, y sólo volvían a bajar cuando se paraban y cambiaban el sentido del giro, creando remolinos de satén rojo.

Entre baile y baile, Miren observaba a una chica, quizá de su misma edad, que había entrado en la sala por una puerta lateral del fondo. Vestida con camisa de trabajador y falda de campesina, con un delantal lleno de lamparones, la chica comenzó a moverse cuando se reanudó la música. No giraba, ni daba patadas, ni chasqueaba los dedos, sino que se meneaba en un ritmo sensual. No era monja ni novicia, y Miren tampoco la había visto en la escuela ni en el pueblo.

Después de varias danzas, la hermana Teresa le hizo seña a María Luisa de que una más era suficiente. Por primera vez, Miren se concentró en las figuras que había detrás del arco con rejas. Cuando sus giros las dejaban dentro de su campo de visión, Miren detectaba movimiento detrás de la reja. Las hermanas ya no eran sombras negras y ominosas, sino destellos de movimiento, los brazos levantados, bailando. La hermana Teresa no le había hablado de eso. Sí, eran monjas, totalmente devotas y dispuestas a renunciar al placer y acatar una vida de privaciones. Pero también eran vascas, y cuando se tocaba una jota en un acordeón, se veían obligadas a girar ataviadas con sus hábitos, el griñón tembloroso, chasqueando los dedos.

Con esa imagen, Miren se sintió absuelta; no estaba ofendiendo a las hermanas, estaba actuando delante de otras bailarinas. Le dijo a su madre que estaría encantada de volver a bailar en el convento siempre que se lo pidieran. Miren se sintió especialmente impaciente por volver a actuar, y decidida a saber más de la curiosa muchacha que bailaba siguiendo su propio ritmo en un rincón del cuarto.

* * *

El pez atacó mientras Miguel dormía. Caballas gigantes abrían sus fauces y lanzaban chorros de cieno cáustico y fétido. Fantasmas de criaturas marinas sacrificadas lo visitaban con formas exageradas y distorsionadas. Pulpos provistos de docenas de tentáculos adhesivos lo agarraban y lo envolvían con sus enormes cabezas blandas, y cuando se despertaba se encontraba atenazado por sus propias mantas, la cabeza enterrada en el almohadón.

Nunca se lo dijo a su familia, pero a Miguel Navarro le repugnaba el pescado, vivo o espectral.

Después de esos ataques le era imposible volver a dormirse, sabedor siempre de que al poco rato tendría que salir de la cama y enfrentarse a una realidad que era sólo un poco menos grotesca que sus pesadillas. Más que el olor que subía de la bodega, donde cientos de peces se deslizaban en su propio cieno, lo que le desasosegaba eran las aguas onduladas desde el momento en que el Egun On pasaba junto a la isla de San Nicolás, a pocos minutos del malecón del puerto de Lekeitio.

Cuando había mala mar y el barco llegaba a lo alto de una ola, Miguel se quedaba flotando en un instante de ingravidez antes de verse impulsado de nuevo al suelo con una fuerza que le doblaba las rodillas en el momento en que el barco caía al seno de la ola. Casi todos los marineros aprendían a absorber el movimiento con las piernas, como los que montan a caballo. Y después de regresar a tierra, durante varias horas parecían caminar con un ligero meneo que compensaba el movimiento del que carecía la tierra. Eso no le ocurría a Miguel, sin embargo, y en la primera media hora en que estaba en el barco se paseaba por el espejo de popa y se inclinaba una y otra vez, como el mango de una bomba, para echar el desayuno a las turbulentas aguas de la bahía de Vizcaya.

—No mires las olas ni la cubierta —le había dicho su padre—. Mantén los ojos en el horizonte.

Pero el horizonte bailaba y se inclinaba sobre los balancines.

—Reza a san Erasmo —decía Dodo, tras intentar ayudar a su hermano preguntándole al sacerdote el nombre del patrón de los que tenían el estómago revuelto.

—San Erasmo, por favor, ayúdame —comenzaba a menudo Miguel, pero a veces tenía que irse corriendo al espejo de popa antes de poder acabar la breve oración. El único alivio de Miguel procedía de los caramelos de limón que su padre le daba, que no le impedían vomitar pero le daban a la bilis un sabor más soportable mientras salía disparada hacia el mar.

A Miguel todo eso le parecía de una angustiosa monotonía. Cuando miraba las manos de su padre, con los surcos de quemaduras blancas causadas por los sedales y las redes y las cicatrices rojas de cuando se le había resbalado el cuchillo, y las zonas resecas que, como percebes, tenía en la piel a causa de los vientos salobres, dudaba que ningún rasgo físico revelara más acerca del oficio de una persona que las manos de un pescador.

Que todo aquello le perturbara hacía que Miguel se sintiera como un traidor a su apellido y a su raza.

—Los vascos no se marean —decía Dodo—. Igual que los españoles no son valientes ni los portugueses inteligentes. Son cosas que no pasan.

Miguel estaba orgulloso de la historia marinera de la familia; la dedicación diaria de su padre, la capacidad de Dodo de trabajar sin cansarse, sin congelarse, sin vomitar, continuamente cantando y contando chistes y gastando bromas a todos los del barco.

Incluso la relación de su madre con el negocio lo inspiraba. Todos los días, a las dos de la mañana, el hombre del tiempo del pueblo escrutaba el horizonte oscuro y oliscaba los vientos para decidir si el mar estaría lo bastante calmado como para mandar a la flota a faenar sin peligro. A veces se reunía un pequeño comité de jubilados para dar su opinión. No tenían mucho más en que basar sus opiniones que la época del año, las nubes y el valor meteorológico que pudiera tener chuparse un dedo y sostenerlo pensativamente en el aire. Cuando se llegaba a un consenso, se transmitía a los que iban a llamar a la tripulación, quienes se dirigían hacia la húmeda oscuridad de sus residencias y les salmodiaban:

—¡En nombre de Dios, levántate!

La madre de Miguel, Estrella Navarro, era una de ellos. Su poderosa voz rebotaba por las fachadas de las casas y las aceras de unas calles tan estrechas que sólo se podía andar de tres en tres. Su «llamada de despertar» la cantaba en un agradable vibrato que daba ganas de levantarse. A menudo, de todos modos, Miguel ya estaba despierto antes de la llamada, desenmarañándose del pulpo de su cama.

Apenas era un secreto que Miguel no estaba destinado a ser un futuro capitán de barco. Una mañana, las contracciones de su estómago fueron tan fuertes que no consiguió llegar a tiempo a la borda. Vomitar sobre la cubierta de su padre sería una imperdonable profanación. Miguel no tuvo más opción que sacarse la txapela de la cabeza y echarlo dentro. Cruzó la cubierta y arrojó el sombrero hinchado por la borda. Se alejó flotando como una amenazante medusa negra. Pasaría mucho tiempo antes de que volviera a llevar txapela.

* * *

José Antonio Aguirre le confesó unos cuantos pecados vulgares al padre Xabier Ansotegui, un joven sacerdote de la basílica de Begoña de Bilbao. Pero antes de que el sacerdote pudiera imponerle las avemarías, Aguirre comenzó a hablarle de la inestabilidad política de España.

—Los esbirros de Primo de Rivera en la Guardia Civil gozan de demasiada libertad —dijo—. En algunas zonas son ellos quienes se encargan del orden en lugar de la fuerza nacional de policía, y llevan décadas odiándonos y acosándonos. Y a este ritmo nunca habrá derechos para los obreros, ni para las mujeres, ni, desde luego, para los vascos. Dios te asista si eres una obrera vasca.

—Creo que yo soy aquí quien pronuncia los sermones —dijo Xabier, mirando por la celosía—. ¿Quién es usted?

Aguirre se presentó y el padre Xabier reconoció el nombre. Aguirre, un antiguo astro del fútbol nacido en una familia de fabricantes de chocolate de Bilbao, era alcalde de la vecina Getxo, y se rumoreaba que era el principal candidato a presidente si los vascos lograban alguna vez la independencia.

—Lo siento, me he dejado llevar —contestó Aguirre.

Xabier reconoció que ése era también uno de sus defectos.

Cuando Aguirre se enteró de que el sacerdote era de Gernika, emprendió un discurso digno de pronunciarse en campaña electoral.

—Hace más de cuatro siglos, los vascos celebraron su consejo bajo el árbol de Gernika —comenzó a un volumen demasiado alto para un confesionario—. Declararon que todos los vascos eran iguales ante la ley sin excepción. Y que cualquier ley, ya fuera dictada por un rey o una corte, debía ser desacatada si iba en contra de la libertad…

—Sí, lo sé —le interrumpió el sacerdote—. ¿Tiene algún otro pecado que debamos discutir?

No tenía más pecados, pero durante media hora comentaron los problemas laborales, las cuestiones sociales, los mandatos de la Iglesia, la graduación alcohólica del vino de misa, los mejores lugares para comer a ambos lados del Nervión, y hablaron de poesía. Aguirre era amigo del poeta y periodista local Lauaxeta; el padre Xabier admiraba al poeta y dramaturgo andaluz García Lorca. A través de la celosía, Aguirre citó a Lauaxeta de memoria, y el padre Xabier le soltó un verso de Lorca en el que el poeta quiere «comprender el alfabeto Morse que habla al corazón desde su corazón».

—Sí, pero no es vasco, por lo que desgraciadamente es inferior —dijo Aguirre.

—Pareces mi hermano. —Eso les llevó a hablar de Justo, de los caseríos, del fenómeno de los hermanos mayores y la influencia que tiene el lugar que ocupas entre los hermanos.

Cuando Aguirre se marchó, tras haber cumplido su penitencia, la anciana que esperaba para entrar en el confesionario negó desdeñosa con la cabeza. ¿Qué pecados habría cometido ese hombre para estar ahí tanto rato?

* * *

A Miguel le encantaba el ritual de ser pescador aun cuando apenas tolerara la práctica. Incluso disfrutaba de levantarse antes del alba e ir andando a la misa de Santa María de la Asunción por los resbaladizos adoquines, con el rocío de la noche que se alzaba del puerto.

Una sensación de paz invadía a Miguel cuando cruzaba la puerta de aquella iglesia que tenía siglos de antigüedad. Los suelos de madera respondían a sus pisadas con un gruñido en el mismo dialecto que hablaban las planchas de cubierta de su barco. La tripulación de los Navarro se reunía en la parte delantera de la iglesia, cerca de una pequeña capilla lateral dominada por un retrato de san Miguel sometiendo a una temible serpiente marina. A su izquierda, el arcángel Rafael sostenía orgulloso un gran pez como trofeo. Los Navarro lo consideraban como un recordatorio diario de su meta, coger peces grandes, y reflejaba su esperanza de que las divinidades controlaran cualquier amenaza que se les pudiera presentar en el mar. La devoción no garantizaba nada, pero antes de marcharse, todas las mañanas, Miguel le hacía una reverencia a san Miguel, se hacía la señal de la cruz en el pecho, se besaba el pulgar y señalaba al cielo.

Todas las mañanas, en el breve trayecto de la plaza hasta el puerto, Dodo se echaba un pedo orgulloso, como si representara una comedia, pero los demás estaban demasiado dormidos para protestar. En la oscuridad, incluso las parlanchínas gaviotas dormían, posadas juntas cerca de la cúspide de la isla de San Nicolás. Pero sin ellas ya había bastante ruido con el gruñido de las jarcias y los neumáticos con sus chillidos de goma cuando los hombres subían a bordo y balanceaban la embarcación.

Desde diversas partes del puerto, en una primitiva comunicación sin palabras, llegaban las toses de los marineros. Años de húmedas mañanas y días en la mar inflamaban sus sistemas respiratorios. Cada tos era distinta y, sin levantar la cabeza de lo que estuviera haciendo en el frío de antes del alba, Miguel reconocía quién estaba a bordo de las diversas embarcaciones por su rúbrica bronquial.

Mientras los hijos de José María Navarro se encargaban del trabajo físico de la preparación de las redes, él se sentaba en la regala aspirando profundamente su último cigarrillo antes de arrojarlo. Cada aspiración encendía la punta, que lanzaba un resplandor rojo sobre la extensión de su cara. A la luz ámbar se veían sus ojos entrecerrados de placer y contrastaba con las arrugas que le salían de las comisuras de los ojos, como estelas de diminutos botes, profundamente labradas después de años mirando al sol que rebotaba en el agua.

Mientras soltaban amarras, Miguel ya oía el llanto de las olas. Y pasado el rompeolas las veía alzarse, rizarse y morir blancas contra las rocas costeras de la isla. El Egun On salía del puerto dejando una estela que se extendía y desvanecía mientras se dirigían al mar aún oscuro. En ese momento, una oleada de temor comenzaba a hincharse en el estrecho desfiladero de la garganta de Miguel.