Las comadronas reunidas en Errotabarri prestaban tanta atención a Justo Ansotegui como a su esposa, Mariángeles, de cuyo inminente parto ya se encargaban competentemente su madre y sus cinco hermanas. De complexión ligera, Mariángeles no sabía dónde colocar a todas las mujeres que rodeaban su cama.
Relegadas a la habitación principal, las señoras que habían ido a ayudar y ya no cabían preparaban infusiones de menta y acedera para Justo. Le aplicaban paños fríos y húmedos en la nuca, mientras otras le frotaban la parte carnosa de entre el pulgar y el índice. No tenía valor curativo, pero él no lo sabía y eso lo distraía. Todas tenían teorías acerca de cómo tratar y manejar a los angustiados padres primerizos. Pero su principal función era mantenerlo concentrado mientras, en el dormitorio, Mariángeles hacía toda la labor. Dos de aquellas comadronas habían atendido a la madre de Justo, Ángeles, y en otras habitaciones entre susurros evocaban tristes recuerdos. Pobrecilla. No es de extrañar que el padre esté tan nervioso. Vio a su madre, ¿verdad?
No hacía ni un año desde que Justo Ansotegui y Mariángeles Oñati se habían casado. No era una pareja perfecta, pero se respetaban mutuamente y estaban tan entusiasmados con su matrimonio que no pensaban en mucho más. Les encantaba asumir cada uno su papel —esposo trabajador, amante esposa—, y también disfrutaban desafiándolo. Él hacía de esposo bromista (ponerle un cordero bajo la cubierta de la cama una noche), y ella de esposa juguetona (montaba las vacas, saltaba alocadamente al almiar desde el tejado del cobertizo). El matrimonio y el caserío progresaban sin sobresaltos, y era el entorno ideal para producir niños equilibrados y felices. Aunque ése fue el origen de su primer desacuerdo.
Mariángeles jamás dudó de que Justo la protegería, cuidaría de ella, la alimentaría, no permitiría que le ocurriera nada y le daría una casa llena de niños fuertes y sanos. Mariángeles, que procedía de una gran familia por lo general feliz, había concebido una vida semejante para ella. Pero como el parto se había prolongado más de un día, Justo, agobiado por los fantasmas de su imaginación, expuso su primera exigencia cuando Miren tenía tres días:
—Ya está… No quiero más —dijo.
—¿No más qué?
—Niños.
Mariángeles estaba dando de mamar a Miren y aún se sentía dolorida por el parto y la falta de sueño, así que no se encontraba con ánimos para discutir.
—Es algo que te pone en peligro —explicó Justo—. No quiero que pases por esto diez veces más, ni cinco… ni dos. Puede que tú sobrevivieras, pero yo no.
—Justo, mi madre no tuvo ningún problema, y estoy segura de que yo no los tendré —respondió Mariángeles.
—Sí, tu madre no tuvo problemas —dijo él levantando la voz—. Y la mía tampoco, hasta que murió en esa cama.
Pasaron un día esquivándose y sin hablarse.
Volvieron a encontrarse cuando Miren se despertó de la siesta. Justo se la entregó a Mariángeles, que se echó en la cama para amamantarla. Por primera vez Justo le contó los detalles de cuando estuvo ahí mismo, viendo a su madre, viendo a Xabier llorando en el suelo, viendo cómo su padre se desvanecía en la distancia. Mariángeles extendió el brazo que no utilizaba para amamantar al bebé. Acercó a Justo hacia sí y él se tendió junto a ella, apoyando la cabeza en su hombro.
* * *
Manfred von Richthofen se despertó congestionado. El clima, húmedo y frío, no le ayudaba mucho, y soplaba un gélido viento de levante. Sus alergias complicaban el asunto, pues le atacaban todas las primaveras. Se medicaba para aliviar la congestión. Después de todo, no estaría bien que el Barón Rojo, que reivindicaba setenta y nueve derribos y ochenta la noche anterior, fuera por ahí sorbiendo por la nariz.
Agresivo y letal en la cabina de mando, el Barón Rojo era admirado sin embargo por su caballerosidad, heredada de las costumbres decimonónicas que guiaban su casta de nobles prusianos. Se contaba que escribía cartas de sincero pesar y condolencias a las viudas de las víctimas. Un piloto inglés herido fue conducido por Von Richthofen a una base alemana para quedar prisionero. El segundo día que estaba en el hospital de campaña alemán, el piloto inglés recibió media docena de puros… regalo del Barón Rojo.
Su «Circo Volante» recientemente había añadido otro Richthofen. Además de su hermano Lothar, un as veterano que se había ganado su propia fama, Von Richthofen ahora también comandaba a su joven primo Wolfram von Richthofen. Aunque novato a la hora de volar, a Wolfram le habían dado un precioso Fokker triplano.
—Si nos tropezamos con los «lores», da vueltas por encima de la acción —le dijo el Barón Rojo a su primo, utilizando el sobrenombre que se aplicaba a los aviadores ingleses—. Fíjate y aprende. —Los veteranos les decían a los nuevos pilotos que podían volar por encima de las escaramuzas para no ser atacados; así era como los jóvenes pilotos de los dos bandos se acostumbraban al combate.
Los aviones de la Royal Air Forcé del aeródromo de Bertangles, cerca del río Somme, en el norte de Francia, detectaron nueve Fokkers triplanos y entablaron combate. Cuando los pilotos se encontraron y se separaron formando parejas letales, el Barón Rojo cogió la cola de un Sopwith Camel inglés y abrió fuego, pero le fallaron las ametralladoras. Encima de él, Wolfram von Richthofen se había acercado demasiado a la batalla, y un joven e impaciente piloto enemigo no pudo resistirse a atacarlo. Al ver a su primo en peligro, el Barón Rojo se separó de su pareja para quitarle de encima al atacante inglés, que viró bruscamente hacia el canal del Somme.
El Barón Rojo, quizá incapaz de accionar sus armas, quizá lento a causa de la medicación que había tomado, no consiguió abatir la presa. El habitualmente omnisciente Von Richthofen tampoco se dio cuenta de que un Camel aparecía a su espalda y se lanzaba en picado hacia él. A poco más de cien metros del Fokker rojo de Von Richthofen, el piloto de la RAF abrió fuego. El Barón Rojo, herido, se dirigió hacia un terraplén que se alzaba a su derecha.
Ya fuera por el fuego del avión o por los disparos de las fuerzas de infantería aliadas de las inmediaciones, el Barón Rojo estaba herido de muerte. Consiguió aterrizar el Fokker en un prado cercano a la fábrica de ladrillos de Saint Collette. Los soldados ingleses y australianos corrieron hacia el avión mientras Von Richthofen se quitaba las gafas y las arrojaba a un lado de la cabina. Apagó el motor para reducir el peligro de incendio. Cuando los soldados llegaron, el afamado Barón Rojo los miró con resignación y pronunció su última palabra.
—Kaputt.
* * *
Naturalmente oían a su hija Felicia colarse todas las noches en la habitación de Josepe Ansotegui, y reconocían los sonidos de los frustrados intentos de los frenéticos amantes por no hacer ruido. Los gemidos amortiguados por almohadones no se pueden confundir con ningún otro sonido. Alberto Barinaga y su esposa reconocieron que Felicia se acercaba a los dieciocho años y que Josepe era un buen hombre, de modo que procuraron no referirse a sus acoplamientos y consiguieron aparentar sorpresa cuando los dos anunciaron sus planes de casarse.
Todas las tripulaciones de Lekeitio asistieron a la ceremonia. Al lado de Josepe estaban sus hermanos, Justo y Xabier, con la ropa limpia y planchada, ataviados con camisas blancas y almidonadas que Justo había comprado para la ocasión.
Luego los hermanos posaron para la fotografía: Felicia sentada con su traje de boda, Josepe de pie junto a ella, la mano en el hombro, y Justo y Xabier a los lados. El protocolo exigía expresiones serias para esas fotos, pero los tres hermanos pusieron esas típicas sonrisas Ansotegui que les dejaban los ojos en poco más que dos oscuras ranuras.
—Miren el pajarito —dijo el fotógrafo, juntando los dedos de la mano derecha con el pulgar para llamar su atención. Era la primera foto que les tomaban.
Varios años después, la pandemia de gripe mató a Alberto Barinaga. Tras haber sido un aplicado aprendiz, Josepe Ansotegui pasó a ser el propietario del barco de Barinaga, cosa que no aseguraba de manera automática que el terco grupo de pescadores lo aceptara. Que con el tiempo acabaran considerándolo patroia de patroiak fue un gesto de respeto hacia la buena disposición hacia el trabajo de Ansotegui, engendrada en el caserío, que no le iba a la zaga a ninguno de la tripulación cuando estaba a bordo, y hacia su sensatez y visión en las cuestiones relacionadas con su colectividad.
Aunque era de los capitanes más jóvenes, muchas veces demostró que le preocupaba el bienestar comunitario. Pero Josepe reconocía motu proprio que él no poseía la formación en el negocio de la pesca de que gozaban muchos otros patroiak. Descubrió que no tenía que ir muy lejos para encontrar una inagotable reserva de sabios consejos: sólo tenía que cruzar la estrecha calle Arranegi, de hecho, hasta la casa de José María Navarro.
Navarro era el patroia del Egun On («Buenos días»: un nombre estimulante para los pescadores que se levantaban temprano). Desde niño, Navarro había pescado con su padre, quien desde que era niño había pescado con su padre, en una ininterrumpida madeja de filamentos genéticos que se remontaban a tiempos inmemoriales. Cuando llamaban a Josepe por cualquier cuestión administrativa que requería saber algo que escapaba a su comprensión, lo consultaba con José María Navarro, a bordo del Egun On, o por la noche cruzaba la calle con una botella de vino.
José María nunca pretendió tener mayores responsabilidades en la comunidad. Ansotegui fue bien recibido a la hora de cargar con la tarea de ser el líder de la flota, pues Navarro estaba ya bastante ocupado, en concreto con la educación de dos hijos y un par de hijas más pequeñas.
Eduardo era el polvorilla de la familia, y su hermano Miguel, cuando estaba aprendiendo a hablar, lo llamaba cómicamente «Dodo». Las dos hijas, Araitz e Irantzu, llegaron en la segunda oleada.
Mientras Josepe Ansotegui y José María Navarro juntaban sus fuerzas de manera complementaria para guiar a la comunidad, sus respectivas esposas, Felicia y Estrella, llegaron a ser tan íntimas como hermanas. Los maridos fabricaron unas poleas sujetas a los marcos de las ventanas del segundo piso que permitían a Felicia y Estrella tender y recuperar la colada en tendederos adyacentes por encima de la calle, y charlaban a través de las ventanas del pasillo acerca de niños, sus maridos y las noticias que venían de la ciudad.
—Oh, tengo que empezar a hervir las judías para esta noche —decía una, y la otra coincidía en que ya era hora de comenzar a hervirlas. Acababan alguna tarea y se encontraban en la calle para ir al mercado, donde veían acelgas o alguna col que les gustaba y las dos compraban el mismo producto. De misa diaria, se sentaban la una junto a la otra. En tándem, del brazo, se paraban en la plaza para visitar a otras madres. Cuando una hablaba, la otra asentía permanentemente. Eran como gemelas conectadas por el tendedero. Y en los días de viento, las sábanas, las camisas, los pantalones y las faldas de los Ansotegui y los Navarro flotaban juntas como banderines rebosantes de color.