Capítulo 2

La reputación de Justo Ansotegui alcanzó el pueblo de Lumo, donde Mariángeles Oñati oyó decir que era un defensor de los débiles y un bromista, aunque algunos sugerían que también era un celoso cultivador de su propia mitología. Mariángeles escuchaba a menudo que era en quien había que fijarse en las pruebas de fuerza de los días festivos. Un amigo afirmaba que había entrado en el pueblo con un buey a hombros y que luego había celebrado la proeza arrojando al animal al otro lado del río Oka.

—Sí —decía Justo cuando le preguntaban por la historia—. Pero era un buey pequeño, y casi todo el camino al pueblo era cuesta abajo. Y cuando lo arrojé me ayudó el viento.

Durante una de las fiestas, Mariángeles fue al baile con sus cinco hermanas. También decidió que había llegado la hora de presenciar las competiciones de los hombres, que habitualmente evitaba.

El hombre más voluminoso que estaba junto a un tronco descortezado al comienzo de la corta de troncos bromeaba con la concurrencia mientras se quitaba las botas y los calcetines grises. Descalzarse le pareció a Mariángeles un acto insensato para alguien que blandiría un hacha tan cerca de los pies.

—Después de tantos años de competiciones, aún tengo nueve dedos —dijo, meneando orgulloso los cuatro apéndices que le quedaban de un pie—. Pero éste es mi único par de botas, y no puedo permitirme estropearlas.

El hombre se dobló por la cintura y comenzó a hender el hacha en el tronco que tenía entre los pies. Cuando estaba a la mitad, dio un salto para volverse ciento ochenta grados y comenzó a trabajarse el otro lado. El tronco se partió debajo de él mucho antes que el de cualquiera de los demás que competían. Justo estaba sentado, con sus nueve dedos intactos, volviéndose a poner los calcetines y las botas, y el que acabaría segundo aún seguía dando hachazos.

En el concurso de bebedores de vino, Justo no impresionó tanto. Como tenía poca práctica en beber con bota, se derramó mucho vino por la cara. Después de toser y escupir, engulló lo que quedaba en la bota y lo echó a chorros en las botas de sus agradecidos amigos, que estaban con la boca abierta, como si esperaran el sacramento.

Pero con las txingas Justo no tenía rival. El «paseo del granjero» ponía a prueba la fuerza y resistencia del competidor, que iba y venía por un recorrido predeterminado con 50 kilos en cada mano hasta que se derrumbaba. El desplome solía ocurrir de manera parecida para todos los concursantes. En la segunda vuelta las rodillas comenzaban a doblarse aparatosamente, a veces en direcciones opuestas; en la tercera, la columna vertebral adquiría una peligrosa curva; y al final la gravedad atraía las pesas y al hombre al suelo.

Mariángeles se quedó cerca de la salida cuando llamaron a Justo. Éste cogió las anillas de las pesas, la cara tensa como si nunca fuera a levantarlas. Fue un falso momento de dramatismo, pues las alzó con facilidad y soltó un orgulloso irrintzi, el grito tradicional de la montaña, que fue subiendo de tono hasta convertirse en chillido con acelerados ululatos.

Justo marchaba sin esfuerzo, la espalda rígida. La espalda es el tronco del árbol, razonaba, los brazos tan sólo las ramas. Una vez rebasadas las marcas de donde los demás habían caído agotados, Justo Ansotegui le asintió a la multitud, haciendo gestos a los pequeños, quienes le elogiarían ante sus futuros nietos.

—¿No te duele? —le preguntó un muchacho al pasar.

—Pues claro, ¿cómo crees que he conseguido unos brazos tan largos? —le dijo Justo hablando como una metralleta, y en ese momento puso rectos los brazos contra los lados, un movimiento que hizo que se le subieran las mangas de la camisa y que sus brazos parecieran crecer un tercio en longitud.

El chico se quedó boquiabierto y aulló con la multitud. Justo se fue debilitando de una manera tan gradual que nadie lo notó. Ya era ganador por varias vueltas, así que decidió no demorar lo inevitable y dejó las pesas lentamente a sus pies.

Ocurrió que Mariángeles descubrió la necesidad de charlar con unos parientes cerca de la línea de meta después de la competición de Justo. ¿Y quién podía imaginar que una amiga diría algo tan gracioso, justo cuando Justo pasaba, que ella se descubriría dejando escapar su carcajada más femenina, como de campanillas al viento, y haría que Justo se volviera hacia ella? Y como aquello había sido tan divertido, era natural que ella aún tuviera en la cara su más amplia sonrisa, la que le marcaba más los hoyuelos de las mejillas, cuando Justo miró en la dirección donde se encontraba.

Justo le echó una mirada y siguió adelante.

—Mmm —murmuró Mariángeles. Éste debe de ser el más arrogante de Gernika.

Entre bastidores, Mariángeles rápidamente se las ingenió para entregar el premio, una oveja, al ganador del concurso de txingas.

—Felicidades —le dijo ajusto delante de la multitud. Ella le entregó el cordero y se acercó a su mejilla para darle el beso ceremonial. Miró de cerca la oreja derecha de Justo, deformada y cercenada, retrocedió un poco y se aproximó para besarle la otra mejilla.

—Gracias —dijo Justo, y le anunció a la multitud—: Con tanto ganar premios voy a inundar el valle con mi rebaño.

Justo saludó con la mano y aceptó las felicitaciones mientras recorría la multitud, con la oveja asomando de la pechera de su sobretodo. Mariángeles rodeó el gentío para que Justo tuviera que volver a pasar a su lado.

—¿Te gustaría bailar? —le preguntó Mariángeles.

Justo se detuvo. Se miró de arriba abajo, vio su sobretodo sucio. La miró a ella.

—Podemos encontrar a alguien que te aguante el cordero.

Le cogió el escuálido cordero y se lo acercó a la cara.

—¿Alguien te ha dicho que hagas esto? —preguntó Justo.

—No, he pensado que a lo mejor te gustaría bailar, si no estás demasiado cansado de cortar troncos y levantar pesos.

Pero no bailaron. Se sentaron y charlaron mientras el cordero retozaba en torno a ellos y regresaba para «amamantarse» en el dedo de Mariángeles cada vez que ésta le acercaba un nudillo a la boca. Sus hermanas los contemplaban, y mientras regresaban a casa votaron unánimemente en contra de que volviera a ver a ese chico.

Sí, concedió ella, no era el más apuesto de los pretendientes. Era tan robusto que casi daba miedo, y le faltaba la parte superior de la oreja derecha. Y a pesar de tanto presumir delante de la multitud, se había mostrado tímido cuando habían hablado a solas.

—Es un bruto —dijo una de sus hermanas.

—Tiene carácter —arguyó Mariángeles.

—Es feo —declaró una hermana menos generosa.

—Tiene su propio baserri —comentó la madre de Mariángeles desde detrás del grupo de chicas.

La franqueza de su madre calmó la cálida adrenalina que se había apoderado de ella desde que se presentara ajusto, e incluso su paso se hizo más lento con la trascendencia del momento. ¿Era eso lo que la hacía interesarse por ese hombre? Mariángeles tenía casi veinte años y era la mayor de seis hermanas y un solo hermano de nueve. Su padre se había lastimado las dos piernas a causa de una caída en el caserío, lo que lo había dejado debilitado y postrado en su mecedora como una tapicería ya hundida. ¿Coqueteaba con Justo porque le había llegado el momento de tomar una decisión en la vida? Regresó a casa en silencio mientras sus hermanas comentaban las muchas carencias de Justo.

Otros jóvenes interesados en Mariángeles le ofrecían flores o dulces cuando iban a verla, o buscaban pasar un rato a solas con ella. Justo llegó con las manos vacías y con sus ropas de trabajo. Le dio un vigoroso apretón de manos a la madre, unos golpecitos en la espalda al padre e hizo una pregunta que al instante conquistó a la señora Oñati y a sus hijas:

—¿Necesitan que les eche una mano en algo?

—¿Una mano? —preguntó la madre.

—Ayuda… por si necesitan levantar algo pesado, cortar leña, alguna reparación… cualquier cosa que sea demasiado dura para ustedes.

La madre de Mariángeles se sentó e hizo una breve lista. Justo le echó un vistazo y asintió.

—Ven, Mari, ponte la ropa de trabajo y acabaremos esto antes de cenar.

Cuando Mariángeles entró en la zona donde dormían las hermanas para cambiarse, su madre la siguió.

—¿Sabes?, se aprende más de una persona trabajando una hora a su lado que en un año cortejando —dijo la madre.

Tras una tarde de trabajo, se sentaron todos relajados a cenar, y fue como si Justo ya formara parte de aquella familia. Las hermanas, que ahora ya no tendrían que reparar el tejado del cobertizo de las ovejas, coincidieron en que Justo era un pretendiente más interesante de lo que habían pensado al principio. No era apuesto, desde luego, pero sí un buen partido. Y, bueno, la belleza no lo es todo.

Un mes más tarde, en la siguiente feria del pueblo, Mariángeles estaba en la primera fila en la carrera de txingas. Justo hizo la clásica comedia previa a la competición, se paseó un poco por la pista antes de pararse justo en medio, girar bruscamente a la izquierda y dirigirse directamente hacia Mariángeles.

Cogió las asas de las dos pesas con su enorme mano izquierda, casi sin tener ni que ladearse para mantener el equilibrio, y con la derecha sacó un anillo de oro del bolsillo del pantalón.

—¿Quieres casarte conmigo? —le preguntó a la estupefacta Mariángeles.

—Sí, naturalmente. —Se besaron. Justo repartió el peso en ambas manos y regresó a la competición. Mientras éste caminaba, un hombre que supervisaba la carrera se le acercó como asustado y anduvo a su lado.

—Justo, te has salido de la pista, estás descalificado —le informó el juez.

Justo cruzó la señal de meta para demostrar que podría haberlo hecho de todos modos y regresó con su futura esposa, disculpándose ante ella por no haber podido añadir otra oveja al rebaño.

* * *

Justo tenía razón, en el seminario los estudios se le daban bien a Xabier, que mostraba una excepcional memoria para los datos y los detalles. Y algo más importante para su futuro, una actitud que inspiraba la confianza de la gente. A medida que pasaba de los estudios laicos a los estrictamente clericales y se iba familiarizando con las tareas que debía desempeñar un sacerdote, se sentía más seguro de su vocación. Muchos seminaristas se plantean los costes personales, pero Xabier no tuvo ningún problema en ese aspecto. Lo que más despertaba sus dudas, por el contrario, era si poseía la capacidad de ayudar de verdad a aquéllos que se le acercaban tremendamente necesitados de consuelo.

Su mayor frustración procedía de la inestable relación que advertía en ocasiones entre lo que es el protocolo sagrado y lo que es la simple existencia humana, pues a veces se daba cuenta de que no era posible aplicar la doctrina a la realidad cotidiana. Descubrió que los sacerdotes pasaban muchas horas anestesiando las mentes de adultos inseguros y confortándolos con palabras basadas a veces en una fe vaporosa. No albergaba dudas de que su fe era profunda; estaba más seguro que nunca. Pero ¿cómo podía utilizarla en beneficio de los demás?

Le enseñaron que le dijera a la gente que la muerte y las penalidades eran pruebas. Y cuando la gente se atrevía a pedir razones y evidencias, había de sacar el definitivo as bajo la manga del clero: «Los designios del Señor son inescrutables». Xabier decidió que si alguna vez se oía repetir esa frase, que equivalía a la salida más fácil, abandonaría los hábitos y se haría pescador con Josepe. De manera que por la noche se ponía a prueba, concibiendo tremendos escenarios en los que se le acercaban unas caras atribuladas implorándole respuestas.

Una afligida madre imaginaria, detrás de un velo negro, levanta los ojos de la tumba de su bebé y pregunta: «¿Cómo es posible que un Dios bondadoso haya permitido que esta enfermedad se llevara a mi hija?».

Xabier decidía abrazarla y le susurraba su fe al oído.

—La verdad es que no sé cómo ha podido ocurrir, pero yo… yo creo que su hijita ahora está en brazos de Dios, donde ya no siente dolor, donde está sana y es feliz. Y permanece en nuestros corazones, de donde nunca la podrán arrancar. —Abrazaría a la mujer y escucharía sus sollozos y absorbería sus lágrimas con su hombro hasta que la mujer estuviera en condiciones de marcharse, por mucho que tardara.

Una mujer encorvada y sin dientes, apoyada contra la pared y con un olor a sepsis que sube de su mano agarrotada, pregunta: «¿Dónde está la misericordia de Dios para los pobres?».

En su imaginación, Xabier se sentaba en el suelo a su lado. «¿No tienes familia que pueda ayudarte?». Si la respuesta era sí, él la encontraría y los instaría a encargarse de ella. Si la respuesta era no, entonces él sería su familia. «Ven conmigo, hermana, y encontraré un lugar para ti». Aunque la mujer fuera pobre, estaría atendida.

Un hombretón de forma confusa y cara oculta le pregunta desde detrás de una esquina a oscuras: «¿Es pecado vengarse de una ofensa grave?».

Xabier le diría: «Si es una cuestión de orgullo, prívate de ella. Si es una cuestión de honor y autentica fe, entonces pregúntate: “¿Cuál es el coste de ese honor?”. Creo que descubrirás la respuesta».

Xabier sabía que se idealizaba al presentarse como irresistiblemente noble en esas situaciones imaginarias (también se presentaba considerablemente más alto y guapo), pero cuando repetidas veces llegaba a respuestas compasivas, se sentía seguro de que no había nada más que pudiera hacer con su vida que tuviera una influencia semejante en los demás. También se daba cuenta de que sus respuestas a menudo tenían poco o nada que ver con la fe, la religión, la doctrina, el catecismo o el decreto papal.