Capítulo 1

El pequeño Xabier lloraba desde la cuna, y como Ángeles no se movía, Pascual Ansotegui acercó una cerilla a la lámpara de aceite de la pared y cogió al recién nacido para que se alimentara.

Kuttuna, es la hora —susurró, procurando no despertar a sus hijos, que dormían en la habitación de al lado. Pero, al cabo de un momento, el grito de Pascual despertó a Justo y al pequeño Josepe. A la luz de la humeante lámpara de aceite, Pascual había visto la cara de Ángeles, blanca como una sábana, y una mancha oscura sobre la ropa de cama.

Justo y Josepe se colaron en la habitación de sus padres y encontraron al pequeño Xabier aullando en el suelo. Justo recogió a su hermano y lo devolvió a la cuna. Josepe pugnó por meterse en la cama con su madre, pero sólo consiguió acercarse la sábana manchada de sangre a la cara. Justo tiró de él y le susurró algo. Los tres se quedaron de pie mientras un dolor comenzaba a socavar a Pascual Ansotegui.

Ángeles le había dado tres hijos robustos en cuatro años. Casi en el momento en que se recuperó del parto del primero ya quedó preñada del segundo. Los hombres del pueblo se reían de los apetitos de Pascual, y esas bromas alimentaban su orgullo. Bondadosa, acomodaticia y fértil como la planicie del estuario en el que vivían, Ángeles daba a luz sin complicaciones. Pero unos días después del parto sin incidentes del tercero, sencillamente no consiguió despertarse. Pascual se quedó con dos críos, un recién nacido y un carromato de culpa.

Los tres niños crecían juntos en una camada hiperactiva. Retozaban, luchaban y se retaban los unos a los otros desde que se despertaban antes del alba hasta que por la noche se derrumbaban, a menudo no en la cama, sino despatarrados en cualquier posición allí donde se les acabara la energía. Pascual, cada vez más ausente, les daba de comer, algo poco meritorio en aquel caserío próspero, aunque ellos se espabilaban con su propia iniciativa e imaginación. Ahora vivían cuatro varones en Errotabarri, el caserío familiar de los Ansotegui, sin ninguna influencia maternal ni femenina que no fueran los escasos recuerdos de la breve vida de Ángeles Ansotegui: un juego de peine y cepillo en el tocador, unos cuantos vestidos en el ropero y un delantal floreado con volantes que ahora se ponía Pascual Ansotegui cuando cocinaba.

A medida que Pascual se recluía en sí mismo, los chicos se iban haciendo cargo del caserío. Incluso un muchacho comprende que hay que dar de comer a las gallinas, que hay que recoger los huevos, de manera que llevaban a cabo las tareas sin que les parecieran trabajos. Incluso un muchacho entiende que el ganado necesita comida para el invierno, así que aprendieron a manejar la guadaña para cortar la almizclada alfalfa y a beldar el heno contra el alto huso que sustentaba el almiar.

Cuando uno de ellos encontraba un huevo podrido, se convertía en munición para tenderle una emboscada a un hermano desprevenido. Se lanzaban juntos dentro de la hierba segada antes de recogerla. Se escondían en los almiares antes de repartir el heno al ganado. Montaban las vacas a pelo antes de ordeñarlas. Los haces de leña eran fuertes antes de convertirse en combustible para la chimenea. Cualquier tarea era una competición: ¿quién podía lanzar el bieldo más lejos? ¿Quién podía llegar antes al pozo? ¿Quién podía acarrear más agua?

Como cada labor era una competición o un juego, rara vez se repartían el trabajo; los tres los compartían todos y pasaban al siguiente al unísono. Aunque prácticamente eran huérfanos, vivían contentos, y el caserío funcionaba en medio de un ambiente de caos juguetón sorprendentemente productivo. Pero a veces ni siquiera los instintos de los muchachos eran capaces de prever las amenazas al ganado o a las cosechas. Para tres muchachos que fácilmente se distraían con las posibilidades balísticas de un huevo podrido, a veces surgían las sorpresas.

De haber sido consciente Pascual Ansotegui del paso de las estaciones, les habría recordado que las ovejas que están a punto de parir en primavera necesitan la protección del cobertizo. Pero en las primeras tardes cálidas de primavera, el cobertizo no era más que una pared para que los muchachos jugaran a la pelota. Cuando Xabier, torpemente, mandó la bola sobre el tejado y se quedó incrustada entre dos tejas rotas, Justo cogió la escalera y se encaramó al cobertizo inclinado, colocando teatralmente un pie en la cumbre, como si hubiera alcanzado la cima del monte Oiz. Josepe intuyó en su postura el potencial de un nuevo juego.

—¿Qué te parece quedarte ahí hasta que uno te dé con una mierda de oveja? —dijo Josepe, tras haber recogido varias bolitas resecas.

Mientras apuntaba a su hermano, Josepe divisó una forma oscura que describía círculos cerrados sobre la colina.

—Justo, Justo, un águila. ¿Están ahí las ovejas? —gritó Josepe.

—Coge la escopeta —ordenó Justo, saltando a una bala de paja y rodando para ponerse en pie.

La escopeta de Pascual Ansotegui era ya vieja antes del cambio de siglo, y los muchachos nunca la habían disparado. A los trece años, Justo era tan fuerte como algunos hombres del pueblo, pero Pascual no le había enseñado a disparar. Josepe apenas pudo levantar el arma de hierro de los ganchos del cobertizo. La arrastró hasta su hermano con las dos manos en el extremo del cañón, la culata rebotando contra el suelo.

Justo la cogió, se la puso al hombro y desplazó el pesado cañón hacia el águila que bajaba en picado. Xabier se arrodilló delante de él y agarró la culata con las dos manos, intentando ayudar a su hermano mayor.

—Dispárale —chilló Josepe—. Dispárale.

Con el rifle a pocos centímetros de su hombro, Justo apretó el gatillo. El disparo estalló en el cañón y el retroceso tiró a Justo al suelo, donde quedó sangrando de un lado de la cabeza. Xabier quedó tumbado junto a él, gritando a causa del ruido. El disparo ni inmutó al águila, que en ese momento aplicaba la presión letal de sus garras al cuello de un corderillo, todavía húmedo.

Con Justo y Xabier fuera de combate, Josepe atacó al águila. Antes de que pudiera alcanzarla, el animal extendió las alas, golpeó varias veces el suelo con ellas y se lanzó en picado colina abajo justo por encima de la cabeza de Josepe.

Justo consiguió subir la colina hasta donde estaba Josepe. Xabier, gritando hasta quedarse sin aliento, la cara moteada con la sangre de su hermano, fue dando tumbos y corriendo a trechos hasta la casa de un vecino para pedir ayuda.

—Busca a los otros recién nacidos y metamos las ovejas en el cobertizo —gritó Justo, recuperando el control. No vieron más ovejas que fueran vulnerables y los dos condujeron a la oveja que acababa de parir, ajena a cuanto la rodeaba y aún arrastrando parte de la placenta, al cobertizo.

Los vecinos sujetaron a Xabier para calmarlo. ¿Dónde estaba su padre? ¿Cómo se le ocurría que sus hijos pudieran encargarse de todo? Unos muchachos de esa edad no deberían dedicarse a esas tareas, y desde luego no debían disparar la escopeta; es una suerte que nuestro ganado haya salido ileso, dijeron. No podía oírlos por culpa del doloroso pitido que le zumbaba en los oídos, pero veía el rechazo en sus caras.

—Bueno… de acuerdo —gritó Xabier, y regresó con sus hermanos.

Los afectados muchachos se reunieron en el cobertizo y cogieron a la oveja, a la que no molestaba tanto la pérdida de su cría, algo que ya había olvidado, como los violentos abrazos de los muchachos, uno de los cuales le manchaba de sangre la lana.

Cuando Pascual Ansotegui regresó aquella noche, los chicos estaban formados junto a la puerta, en orden de edad de mayor a menor, y Justo informó a su padre de lo ocurrido. Pascual asintió. Justo y Josepe aceptaron esa mínima reacción, pero Xabier se encendió de indignación.

—¿Dónde estaba? —chilló Xabier, un flacucho de nueve años ataviado con un sobretodo de tercera mano manchado de sangre.

Pascual se quedó mirándolo sin decir nada.

Xabier repitió la pregunta.

—Estaba fuera —contestó el padre.

—Ya sé que estaba fuera… Siempre está fuera —dijo Xabier—. Igual tiraríamos adelante si no volviera.

Pascual ladeó la cabeza, como si con eso viera mejor a su hijo pequeño. A continuación se dio media vuelta, cogió el delantal floreado del colgador y se puso a hacer la cena.

Justo sabía que, como hermano mayor, algún día asumiría el control de Errotabarri, y sus hermanos comprendían que, de manera inevitable, tendrían que trabajar en otra parte. Aunque injusto con los que no eran el primogénito, esta tradición aseguraba la pervivencia de la cultura del baserri. Justo Ansotegui reclamaría lo que le correspondía por ser el primogénito y se convertiría en el último de una cadena de administradores de la tierra que se remontaba a una época en la que sus antepasados pintaban animales en las paredes de la cueva de Santimamiñe.

Legar el caserío al mayor no acarreaba ninguna garantía. El que lo hereda puede que nunca se vaya para descubrir otras oportunidades; embarcarse, quizá, o ir a una ciudad como Bilbao. Pero dirigir el baserri suponía echarse a los hombros la responsabilidad de la familia, consideraba Justo. No obstante, había esperado poder contar con un periodo de aprendizaje. Durante el año posterior a la muerte de la oveja, Pascual Ansotegui asistió todas las mañanas a misa sin entusiasmo, musitando las respuestas. Por la tarde volvía a la iglesia para rezar en silencio, entrando sin ser visto. Un día dejó de asistir a misa y desapareció.

Pasaron varios días antes de que Justo se diera cuenta de que su padre se había esfumado. Alertó a los vecinos y algunos grupos buscaron por las colmas. Como no dieron con ninguna prueba de que estuviera vivo o muerto, los hijos supusieron que se lo había tragado una grieta o un tragadero, o que quizá se le había olvidado dejar de andar.

Aunque los muchachos amaban a su padre y lo echaban de menos, su afecto por él era más costumbre que sentimiento. Su ausencia no fue muy distinta a su presencia: seguían llevando a cabo las mismas tareas y jugaban a lo mismo. Ahora Justo estaba al frente.

—Bueno, esto ahora es tuyo —le dijo Josepe ajusto, entregándole el delantal con volantes.

Eskerrik asko —replicó Justo, dándole las gracias a su hermano. Se echó la tira por encima de la cabeza y se hizo un nudo a la espalda en solemne ceremonia—. Lava los platos y cenaremos.

Tenía que llevar el baserri familiar. Tenía quince años.

* * *

Cuando eran muy jóvenes, los muchachos aprendieron la historia de Gernika, y también de Errotabarri. La aprendieron de boca de su padre, antes de que desapareciera, y de la gente de su pueblo que se sentía orgullosa de su legado. Desde la época medieval, Gernika fue una encrucijada de la antigua vía romana y la ruta del vino y el pescado que desde el mar iba tierra adentro serpenteando entre las colinas. Se encontraba con ambas la ruta de los peregrinos a Santiago de Compostela. Durante siglos, representantes de la región se reunieron bajo el roble de Gernika para dar forma a leyes que prohibían la tortura y el arresto sin orden judicial y otorgaban a las mujeres privilegios sin precedentes. Aunque se alinearon con el rey de Castilla, mantuvieron su propio sistema legal y exigieron que los monarcas castellanos, desde la época de Fernando e Isabel, juraran en persona bajo el roble de Gernika que protegerían las leyes vascas. Como la economía de la región no había evolucionado bajo el sistema feudal, los vascos eran propietarios de sus tierras y nunca se dividieron entre señores y siervos. Eran simplemente granjeros, pescadores y artesanos, libres e independientes de cualquier cacique.

A menudo algún baserri de Vizcaya obtenía un título, que a veces servía de apellido a los que vivían allí, como si la tierra y la casa fueran los auténticos antepasados. La casa, después de todo, sobrevivía a los habitantes y quizá incluso al apellido familiar. Suponían que una edificación bien estructurada, igual que las relaciones familiares, el amor verdadero y la propia reputación, sería intemporal si se protegía y se mantenía adecuadamente.

En la época en que Justo Ansotegui se hizo con el control de Errotabarri, un seto de espinos delimitaba el perímetro inferior del caserío y una patrulla de álamos flanqueaba la linde septentrional, expuesta a los vientos. Las cosechas crecían en el lado sur de la casa, bordeado de hileras de frutales. Los pastos quedaban más elevados que la casa, llegando hasta una extensión de recios robles, cipreses y cerosos eucaliptos de color gris azulado. Los árboles se hacían menos tupidos justo debajo de un afloramiento de granito que marcaba el límite superior de la propiedad.

La casa se parecía a otras de Gernika. Todos los años los muchachos se veían obligados a encalar los laterales de estuco que quedaban sobre la base de piedra y mortero y a repintar las molduras y postigos color sangre de toro. Cada alféizar de piedra acomodaba jardineras de geranios, lo que daba toques de rojo en ambos niveles. Incluso cuando era joven y soltero, Justo mantenía esos toques florales que tan importantes habían sido para su madre.

Como tantos baserris enclavados sobre una colina, la casa se situaba en la ladera. El piso de abajo, con amplias puertas dobles en la parte inferior, albergaba el ganado en los meses de invierno. El piso superior, que quedaba a ras del suelo en la parte de atrás, albergaba a la familia. El cobijar a las vacas y las ovejas en el mismo edificio protegía a los animales del frío, y ellos les devolvían el favor calentando el piso de arriba con el calor que emitía su cuerpo.

En el interior, una gran estancia central albergaba la cocina, el comedor y las zonas diurnas, con toscas columnas de roble sustentando las vigas de corte radial. La chimenea se extendía hacia dentro, en forma de L, desde un rincón de la cocina. En las vigas había clavadas semillas de maíz para que se secaran, y hierbas medicinales y para cocinar se curaban al calor encima de la chimenea. Ristras de pimientos rojos entrelazadas colgaban de la columna de apoyo más cercana a la cocina, junto a hileras de chorizos que perfumaban de ajo la sala.

Un antepasado desconocido había tallado el lauburu en el dintel que había sobre la puerta principal de la casa. Este símbolo de su raza, que tenía cuatro hojas, como una hoja de trébol que girara, enmarcaba sus vidas y aparecía en todas partes desde la cuna a la lápida.

Todos los antiguos amos de la casa le habían legado algo a Justo. Seguía apilando el heno en torno a altos palos de madera tallados muchas generaciones antes. Y las tijeras de esquilar que utilizaba en el cobertizo habían cortado la lana de las ovejas durante un siglo. Algunos objetos más pequeños ofrecían misterios sin palabras desde el borde de la repisa de la chimenea; había un pequeño caballo de bronce con la cabeza echada hacia atrás y una moneda de hierro que mostraba símbolos desconocidos.

Mientras Justo fue propietario, el delantal pasó a ser parte de esa memoria, colgado de un clavo sobre la repisa. Y antes de que él falleciera, la repisa también daría cabida a un mechón de pelo humano tan oscuro que absorbía la luz.

* * *

Azotando la grupa de un terco asno para que se decidiera a subir un sendero empinado, Pablo Picasso se rió entre dientes al pensar en cómo reaccionarían sus amigos parisinos si le vieran en esa situación. Que se acordara de ellos ahora, en los Pirineos, era un síntoma del problema. Había demasiadas cosas que se entrometían en su arte en París. Y ese sendero de montaña hasta Gósol, con la encantadora Fernande montada en burro a su lado, era el camino que le alejaba de todo eso.

Se hablaba demasiado de arte. Y cuando se hablaba tanto, el arte surgía de la cabeza, no de las tripas, y tanta cháchara acababa influyendo demasiado en su pintura.

Ahora no necesitaba París; necesitaba España. Necesitaba la gente y el calor y esa inquebrantable sensación de pertenecer a la tierra.

Ahora Fernande posaría para él y no le hablaría de sus cuadros. Sabía que no era el momento. Picasso había vuelto a España a tomarse un descanso; se dirigía a esa tranquila población de las montañas para despedazar el arte, para hacer algo que no se había hecho nunca, o que quizá se había hecho mucho tiempo atrás. Era un lugar donde podía sentir el arte. Le llegaba de la tierra y bajaba en oleadas desde el sol. Había llegado el momento de hacer trizas el arte y darle una nueva forma, como harías con los trozos de un cristal roto.

* * *

Justo les prometió a sus hermanos que nadie trabajaría más duro. Pero mientras hacía esa promesa, tuvo que reconocer que sabía muy poco de cómo llevar un caserío. De modo que comenzó a visitar a los vecinos, llevando las conversaciones hacia cuándo había que plantar ciertas cosechas o podar los frutales o cómo manejar el ganado. Casi todos los vecinos se mostraban comprensivos, pero no tenían mucho tiempo para preocuparse del caserío de otro… a menos que tuvieran una hija que fuera de su edad. Casi todos consideraban que Justo estaba lejos de ser bien parecido, pero había que reconocer que el muchacho poseía su propio baserri.

Justo les preguntó a los Mendozabel, que vivían al lado, qué podía hacer para tener sus propias colmenas de abejas con el fin de que le polinizaran los frutos y le dieran miel. La señora Mendozabel le informó de que estaría encantada de ayudarle y le comentó que, de hecho, «deberías venir a comer una buena cena, cosa de la que seguramente no disfrutas en muchas ocasiones en Errotabarri, al menos no de las que prepara nuestra Magdalena todas las noches». Justo llegó ataviado con sus ropas de trabajo, pasó la cena hablando exclusivamente del baserri y casi ni se fijó en Magdalena, que se había puesto su vestido blanco de domingo, ni en la «tarta especial» que ella le había preparado. Estaba demasiado ocupado para prestarle atención a Magdalena y a todas las Magdalenas que sucesivamente se vistieron, se empolvaron y se le pusieron delante para que las inspeccionara. Las cenas eran agradables, de todos modos, y la información le resultaba de ayuda, y sí, era cierto, en Errotabarri no preparaban tartas.

Los pequeños caseríos no se podían considerar negocios florecientes, aunque pocos se daban cuenta de la pobreza que había en las colinas que quedaban por encima de Gernika. Las familias comían, y todo lo que sobraba era enviado al mercado o se intercambiaba por aquellos bienes que ellos no podían producir. Justo envidiaba a los vecinos que disfrutaban de abundante ayuda de los niños. En comparación, él iba escaso de mano de obra. Josepe y Xabier ayudaban, pero ya no se implicaban tanto en las labores. Justo se levantaba aún de noche, trabajaba todo el día sin descanso y se quedaba dormido poco después de cenar cualquier cosa que aquella noche hubiera echado en la olla. Josepe nunca se quejaba de la comida; Xabier sólo lo hizo una vez.

Justo descubrió algunos trucos, pero nunca escatimaba en las tareas que afectaban a la tierra o los animales, sólo en lo referente a él. No cosía ni remendaba la ropa y nunca lavaba sus prendas ni las de sus hermanos, porque total, les decía, acabarían ensuciándose otra vez. Si sus hermanos querían limpiarlas ellos mismos, él no se quejaría, siempre y cuando las labores de la casa se llevaran a cabo.

—Esta mañana tenéis buen aspecto —le comentó una amable mujer a Justo cuando los tres muchachos aparecieron en misa parcialmente acicalados.

—Sí —le soltó Xabier—, pero nuestros espantapájaros hoy están desnudos.

Así pues, Justo no perdía ni un momento en su propia comodidad, y ni pensaba en entretenimientos ni diversiones.

A veces, en el campo, hipnotizado por el rítmico ir y venir de la guadaña, descubría que había estado hablando solo. Miraba a su alrededor para asegurarse de que ni Josepe ni Xabier se le hubieran acercado en silencio y oído sus palabras. En esos momentos comprendía cuál era el problema. Se sentía solo. Las tareas que tan apasionantes se hacían en presencia de sus hermanos ahora no eran más que puro trabajo.

El único descanso que se permitía era en los días de fiesta, cuando acababa las labores por la mañana y luego se iba al pueblo a participar en competiciones de tirar de la cuerda, cortar troncos o levantar piedras. Ganaba muchas por su impresionante fuerza. Y como trataba tan poco con los demás, intentaba compartir con todo el mundo los chistes y muestras de fuerza que a todos les pasaban desapercibidas durante su reclusión en Errotabarri. Si se ponía vanidoso o exageraba, lo hacía con gracia, y la gente del pueblo esperaba con gusto sus visitas y vitoreaba sus numerosas victorias. Para alguien habitualmente tan solitario, aquella atención que le dispensaban era como el primer día cálido de primavera.

En una de esas salidas conoció a una chica de Lumo que había bajado de las colinas para el baile. Se llamaba Mariángeles Oñati, y gracias a ella Justo Ansotegui se replanteó su higiene personal y su autoimpuesta soledad.

* * *

A Josepe Ansotegui le llegó el olor de la bahía de Vizcaya antes de poder verla. Tras haber recorrido a pie durante dos días la serpentina carretera de montaña que quedaba al norte de Gernika, pasando junto a las cuevas y la cantera de mármol, y tras rebasar los caseríos bien atendidos, bajó a paso firme en dirección a la brisa que transportaba el salobre almizcle de la marea baja. Cuando llegó al puerto de Lekeitio, a la suave luz del crepúsculo, grupos de mujeres con delantal y pañuelo en la cabeza extraían pececillos de las redes a lo largo del muelle. Hablaban y cantaban en agradable armonía.

Josepe estudió los barcos amarrados al perímetro del puerto, buscando alguna tripulación que aún trabajara. El primer hombre al que se acercó para pedirle trabajo le con testó con una carcajada y una sacudida de cabeza. El segundo le dijo que los pescadores venían de familias de pescadores, que los que trabajaban en los caseríos debían quedarse allí, como era ley de vida.

—Mi hermano mayor lleva ahora el baserri de la familia, así que he pensado en probar con la pesca —explicó Jo-sepe—. Me han dicho que en un barco siempre hay trabajo que hacer.

—Tengo un trabajo para ti —le gritó un hombre desde el barco de al lado—. A ver si puedes levantar esta caja.

Con gran esfuerzo, Josepe alzó una caja rebosante de peces hasta las rodillas, luego hasta la cintura, y la descargó en el muelle. Se dio la vuelta con una sensación de triunfo.

—Sí, eres bastante fuerte —dijo el pescador—. No, no tengo trabajo para ti… pero gracias de todos modos.

En la popa del barco que quedaba más cerca de la boca del puerto había un solitario pescador escrutando el cielo.

Zori ona —concluyó el hombre de su estudio del cielo cuando Josepe se acercó—. Los viejos pescadores buscaban zori, presagios, leyendo en qué dirección volaban los pájaros.

—¿Y esta noche los pájaros dicen algo especial? —preguntó Josepe, mirando un escuadrón de gaviotas que revoloteaban por encima del puerto.

—Creo que dicen que tienen hambre; vuelan alrededor de las fábricas de conservas, esperando que les echemos las sobras.

Se estrecharon la mano.

—Me llamo Josepe Ansotegui. Soy de Gernika y tengo diecisiete años, y la única vez que he pescado fue en un río con una cuerda y una aguja —dijo el muchacho—. Pero me dicen que soy listo, y busco trabajo.

—¿Cogiste algo con tu cuerda y tu aguja?

—Una vez cogí una trucha bien gorda, sí —contestó Josepe con orgullo.

—¿Le sacaste las tripas y la limpiaste?

—Sí.

—De momento, es todo lo que te hace falta saber de pesca. Estás contratado —dijo Alberto Barinaga—. Luego ya nos ocuparemos de tu inteligencia.

Barinaga, propietario del Zaldun, le dio la bienvenida a Josepe a bordo de su barco y de su casa. A lo mejor había leído en el vuelo de los pájaros que aquélla sería una relación productiva. Con el tiempo, Barinaga quedó impresionado por el relato de la vida de Josepe: que hubiera crecido en compañía de dos hermanos tras la muerte de su madre, y admiraba su fuerza y su actitud. Pero sobre todo llegó a agradecer su dedicación a aprender el negocio de la pesca. En su aprendizaje diario, mientras fregaba la borda o remendaba las redes, o mientras cenaba con la familia, Josepe asimilaba la enciclopedia de saber y cultura marítimos que le ofrecía el veterano capitán.

—Perseguíamos ballenas y bacalaos hasta las costas de América —peroraba Barinaga en la cena—. La Santa María era una de nuestras carabelas, y Colón tenía un oficial y una tripulación vascos.

—Por eso acabó en América en lugar de en las Indias —le pinchó Felicia, su hija mayor.

—Magallanes también tenía pilotos vascos —añadió el capitán—. Algunos han sugerido que somos tan expertos marineros porque nuestra raza nació en la isla perdida de la Atlántida.

Josepe, a su vez, se enteró de cosas de su patroia por lo que chismorreaban las tripulaciones de otros barcos. Barinaga era muy admirado entre la familia de pescadores. En diversas ocasiones su experiencia a la hora de navegar permitió que el Zaldun rescatara barcos que se iban a pique y tripulaciones en peligro. Josepe recibía aquellas lecciones con los brazos abiertos. Aprendió las canciones de los marineros y se unió a sus cánticos mientras remendaban redes los días en que la mala mar les condenaba a quedarse en tierra.

Josepe le devolvió a Alberto Barinaga su hospitalidad acostándose casi todas las noches con su hija, Felicia, en el dormitorio que quedaba justo debajo del de sus padres.

* * *

Una tarde en que Xabier regresó del colegio y se fue corriendo a ayudar a su hermano a voltear el heno para secarlo con los largos bieldos, Justo observó que tenía arañazos y verdugones en el dorso de las manos.

—¿Qué te ha pasado?

—Que he contestado en vasco —dijo Xabier.

Hacía años que Justo no iba a la escuela, pero se acordaba de que los maestros los denigraban a la menor oportunidad y utilizaban una regla o una rama de sauce para azotar a los alumnos que en clase hablaban vasco en lugar de español.

—Yo me encargaré de eso.

A sus dieciocho años, sin camisa debajo de su sobretodo sin lavar, Justo se fue a la escuela a la mañana siguiente. Una vez los alumnos estuvieron sentados, menos Xabier, Justo se acercó al maestro, un español con gafas y una caléndula en el ojal.

Delante de toda la clase, Justo levantó la mano lastimada de Xabier hacia el maestro y le dijo dos palabras:

Inoiz ez.— «Nunca más» en vasco.

El maestro le replicó con un ostentoso desprecio, con la esperanza de que eso amilanara al muchacho.

—¡Vete! —le exigió en español, señalando la puerta.

El maestro se mantuvo firme. Se volvió hacia la clase y vio que todos los alumnos estaban concentrados en el enfrentamiento.

—¡Vete! —repitió el maestro, levantando la barbilla.

Justo atacó tan deprisa que el maestro no pudo hacer nada. Le agarró el brazo que tenía extendido y se lo colocó entre las piernas. Se colocó a la espalda del maestro, ahora inclinado, y le cogió la muñeca de la otra mano, levantándolo de manera que el maestro quedara sentado en su propio brazo. En un segundo, el maestro pasó de señalar imperiosamente la puerta a quedar doblado por la cintura, con el brazo entre las piernas y apretado contra la entrepierna.

Justo aumentó la presión que ejercía en la muñeca del maestro y le levantó aún más. Éste quedó de puntillas para reducir el estrujamiento de su entrepierna y soltó un gruñido. Los alumnos estaban estupefactos, en silencio.

Justo se inclinó, miró la cara sudorosa del maestro y le dijo dos palabras:

Inoiz ez.

Justo lo levantó aún más por un instante y a continuación lo soltó. El maestro cayó al suelo.

Aquella tarde, el capítulo más pintoresco de la leyenda de Justo Ansotegui pasó de alumnos a padres, y aquella tarde todos la repitieron a sus amigos en la taberna. El maestro no se presentó a la mañana siguiente ni a la otra, y fue sustituido. La siguiente vez que Justo apareció en el pueblo, de algunas tiendas salieron varios hombres a los que no conocía y le aplaudieron. Justo les dirigió una sonrisa y les guiñó un ojo.

Xabier nunca necesitó la ayuda de su hermano mayor para obtener buenas notas. Ni de lejos tan vigoroso como su hermano, Xabier sentía que se hacía más fuerte con toda la información que confiaba a su memoria. No tenía propiedades ni pertenencias, pero poseía datos: la historia, las matemáticas, la gramática. De manera que asumió el papel de estudiante aplicado. Si tenía que fingir que aceptaba las opiniones políticas de los maestros españoles, lo hacía con facilidad. A los dieciséis años había consumido todo lo que los maestros de la escuela pública tenían que ofrecerle.

Quien tomó la iniciativa fue Justo, y se la propuso con su típica franqueza mientras cenaban.

—Ya sabes, Xabier, que aquí no me eres de gran ayuda, y puede que algún día quiera casarme. ¿No has pensado en entrar en el seminario, quizá en Bilbao?

Xabier era tan devoto como cualquier muchacho, y desde luego no había hecho nada que supusiera un obstáculo a la hora de entrar en el clero; simplemente jamás se le había ocurrido. Admiraba al sacerdote de la parroquia, pero nunca había pensado en emularlo. No obstante, sería una manera de seguir aprendiendo.

—Los sacerdotes viven cómodamente; en el pueblo se les respeta —añadió Justo—. Además, con las mujeres no tienes nada que hacer.

Xabier no se sintió insultado y asumió que Justo tenía razón. Pero Justo era su hermano, no su padre, y no era quién para decirle qué hacer. Estaba a punto de poner en entredicho la autoridad de Justo cuando éste soltó la frase definitiva.

—A madre le habría gustado.

La cuestión suscitó una introspección que duró toda la noche. Y cuando Xabier se levantó al alba, estaba bastante seguro de que era una buena idea. Informó ajusto. Con reservas.

—Pensaba que tomar una decisión trascendental como ésta tendría algo más de dramatismo. Creía que los sacerdotes sentían una especie de llamada, que oían como voces celestiales.

Justo, con sus hombros y brazos musculosos sobresaliendo del delantal con volantes, sacó dos huevos de la sartén y los puso en el plato de Xabier.

—Y oíste una voz —dijo Justo—. La mía.