Después de mi experiencia al filo del precipicio, me sentí muy angustiada. Me convencí a mí misma de que sólo había imaginado que estaba en peligro, pero traté de recordar en detalle todo lo que dijimos y lo que realmente sucedió. La princesa había hecho preguntas pertinentes acerca de Kendal, pero otros, sin duda, las hacían también. Era cierto que Rollo mostraba mucho interés por Kendal, al mismo tiempo que no intentaba siquiera ocultar su indiferencia hacia el muchacho del que se suponía que era su hijo.
Pensé que estaba próximo el desenlace, y una parte de mí me advertía con apremio que debía marcharme, mientras que otra parte me planteaba las preguntas de dónde y cómo.
La miniatura de William avanzaba. Rollo solía venir al estudio, como yo le había pedido que lo hiciese, y era conmovedor el gozo de William al ver que mostraba tanto interés por su retrato.
El barón miraba fijamente a William y luego hacía algún comentario sobre el retrato.
—Ha reflejado la expresión de su rostro —decía. O bien—: Me imagino que no es fácil captar el color de su piel.
William disfrutaba del escaso interés que suscitaba, y yo, mientras trabajaba, podía despejar mis temores y me sentía contenta. Kendal insistía en estar presente. Él también retrataba a William.
—Me gustan los cuadros grandes —manifestó.
Y a despecho de su falta de madurez, producía algo que tenía cierta semejanza con William.
Ahí estábamos los cuatro, y mientras pintaba me envolvía una serenidad que me hacía desear que esos momentos mágicos nunca terminaran. Incluso los niños sentían esa profunda satisfacción que reinaba en el taller. Rollo parecía haber olvidado sus deseos y estar dispuesto a aceptar lo que sólo puedo llamar una atmósfera de paz.
No podía durar, desde luego. Pronto terminaría la miniatura. Pero había producido lo que yo deseaba. Había dado a William algo que acaso nunca hubiese tenido de otro modo. El niño cambiaba perceptiblemente. Entre nosotras dos, Jeanne y yo, me dije.
Las noticias no eran buenas. En toda Francia, las facciones se peleaban. El gobierno era republicano, pero había en sus filas partidarios poderosos de la monarquía. En el desgarrado París continuaban las luchas y los motines de quienes se preocupaban más en provocar desórdenes que en curar las heridas del país, produciendo así el caos en la capital.
¿Qué podía hacer yo? ¿Adónde ir? Pensé de nuevo en marchar a Inglaterra. Iría a la casa de los Collison y viviría en ella con Clare. No había recibido respuesta a mi carta, de modo que me preguntaba si le había llegado. Estaba segura de que me habría recibido calurosamente.
Cuando sugerí a Kendal que podríamos abandonar el castillo, se disgustó. Le gustaba el castillo. Había sido muy feliz desde nuestra llegada al mismo.
—No nos vayamos, mamá —me dijo—. Quedémonos. ¿Qué haría el barón si nos fuéramos?
No le contesté. Lo que me preguntaba mentalmente desde hacía tiempo era lo que haría el barón si nos quedábamos.
El retrato de William se acabó y la princesa lo admiró.
—Su obra es espléndida —comentó—. A menudo miro los retratos que hizo usted del barón y de mí. El del barón es especial mente interesante.
—¿Lo cree usted así?
—Sí, sí. Parece como si usted hubiese visto algo en él que los demás no veíamos…, hasta que usted lo puso de relieve.
—Me alegro que encuentre bueno este retrato.
—Hay una expresión en sus ojos que resulta sugestiva.
—Todos tenemos muchos aspectos en nuestro carácter —le señalé.
—Pero sólo ciertas personas saben evidenciarlos —dijo—. Y ahora ha hecho usted que William parezca, en el retrato, un niño muy atractivo.
—Es que es un niño atractivo.
—Ha mejorado desde que vino usted. A veces, Kate, pienso que ha ejercido usted una influencia bienhechora en todos nosotros. ¿No será usted una bruja o algo parecido?
—Nada de eso. Soy sólo una pintora.
—Una pintora muy buena. ¿Está usted de acuerdo?
—Si no lo creyera, ¿cómo podría convencer a los demás de que lo soy?
—Es usted muy sensata, Kate. Estoy segura de que Rollo lo piensa también.
Me volví. Siempre me sentía incómoda cuando Marie-Claude hablaba de él. Recordaba su tendencia a las diabluras, como cuando vino a mi cuarto disfrazada de doncella. Todavía le quedaba algo de ella. ¿Trataba de decirme que suponía que su marido había sido mi amante, que todavía lo era y que ese niño, que comenzaba a parecerse demasiado a él para que la semejanza fuese casual, era su hijo?, le habíamos dado confianza en sí mismo, con alguna ayuda de Kendal.
Fueron unos días muy incómodos.
Tenía que marcharme. Debía marcharme. Pero siempre seguían sin respuesta las preguntas: ¿adónde?, ¿cómo? Y Kendal no debía correr ningún riesgo.
*****
Como comprendía muy bien mis sentimientos, Rollo me encontró algo para ocuparme. Me dijo que, buscando en la biblioteca del castillo, había descubierto algunos viejos manuscritos que necesitaban que los restauraran.
Me los enseñaría si me era posible ir al castillo la tarde siguiente, mientras los niños estuvieran en clase.
Me pregunté si existían realmente los manuscritos o si sólo quería hablar conmigo. Lo encontré en la biblioteca. Era una sala impresionante, con los muros cubiertos de estanterías con libros. Como imaginé que sería, claro. Los libros trataban sobre temas muy diversos y estaban espléndidamente encuadernados.
—¡Éste es mi refugio! —me dijo—. ¿Le gusta?
Le contesté que era agradable e impresionante al mismo tiempo. Me tomó la mano y se la llevó a los labios.
—Seguimos como siempre, Kate —dijo—. ¿No quiere usted que las cosas cambien?
—Sí. Quiero marcharme, porque creo que esto es lo que debo hacer.
—Hemos de cambiar para mejorar —dijo escuetamente_ y no para empeorar.
—¿Me ha hecho venir para enseñarme esos viejos manuscritos o para hablar de cosas imposibles?
—Para hablar de cosas posibles y para enseñarle los manuscritos. Primero hablemos. ¿Cuánto tiempo transcurrirá hasta que se dé cuenta de que no podemos seguir así?
—Podemos —le contradije—, hasta que yo pueda marcharme. De no ser por Kendal, me arriesgaría a marchar a Inglaterra. Comienzo a pensar que esto es lo que de todos modos debo hacer. Ya he hablado de ello con Kendal.
—¿Y qué dice?
—No quiere marcharse, desde luego.
Una sonrisa de satisfacción le cubrió el rostro.
—Es un chico muy sensato —dijo.
—Le ha encantado usted con las atenciones que tiene hacia él.
—Es natural que mi único hijo se encuentre bien conmigo.
—No se ha mostrado tan encantador con el pobre William.
—Dije mi único hijo. No tomo en cuenta a los bastardos.
—Es usted duro y cruel.
—No para usted, Kate…, nunca para usted.
—Una vez… —empecé a decir.
—Fue necesario. Fue el comienzo del amor, ¿no es así?
—No. Simple lujuria y deseo de venganza.
—¡Bah! Eso…
—Que fracasó.
—Tuvo mucho éxito, porque me enseñó que había una mujer en el mundo que podía satisfacerme.
—Usted. Siempre usted. Todo se reduce a usted. Por favor, enséñeme los manuscritos.
—A su debido tiempo. Primero, hablemos. Estoy harto de esos… subterfugios.
—No hay subterfugio ninguno por mi parte.
—Cuando pretende que mi hijo no es mi hijo.
—¿Cómo podría hacer otra cosa? Tengo la idea de que su esposa ya lo sospecha.
—¿Qué sospecha?
—Que Kendal es su hijo.
—Entonces, acierta.
—Y que yo soy su…
—¿Amante? —dijo—. Bueno: esperemos que en eso pronto acierte también.
—Por favor, no hable así.
—Pero si la primera de sus sospechas es acertada, entonces la segunda debe serlo asimismo.
—No estoy de acuerdo.
—Pues hagamos que lo sea, Kate. Es una lástima privar a la gente de sus suposiciones.
—No ha cambiado usted en nada… Creo que a la princesa… le molesta que estemos aquí.
—Ha dicho que le encanta que estén con nosotros. El retrato de su hijo la satisface. Dice que el chico ha mejorado desde que están ustedes. Le gusta jugar con nuestro hijo y ha perdido ese aire de perro sumiso que tenía. Cuando lo veía posando para el retrato, casi me agradaba.
—Incluso si fuera posible, una mujer tendría que pensárselo mucho antes de arriesgarse a unir su suerte a un hombre como usted.
—Vamos, Kate: sea sincera. ¿Cree que no conozco sus sentimientos para conmigo? Sus labios mienten cuando hablan, pero a veces son honestos. ¿No puede dejarles decir la verdad respecto a mí… por una vez?
—Siempre digo la verdad.
—No en un tema, el más importante de todos…, es decir, respecto a sus sentimientos hacia mí.
—Prefiero no discutir este tema. En todo caso, le he dicho muchas veces lo que siento respecto a su conducta y ya sabe que no es muy halagüeño.
—Por eso digo que sus labios mienten. Recuerde, Kate, todo lo que nos ha sucedido. Sabe usted que me quiere. Que no puede dejarme. Constantemente trata de volver, en su espíritu, a ese dormitorio del pabellón de caza. No está muy lejos de aquí, ¿sabe? La guerra no lo ha destruido. Podríamos ir. Podríamos revivir aquella noche.
Lo miré con ira. Era lujuria, simple lujuria, me dije, lo que siente por mí. Me desea porque no lo deseo. No ha cambiado, des de aquella noche, y hoy es tan capaz de violarme como entonces. Incluso su afecto por Kendal es solamente orgullo, el orgullo de la posesión.
Mis instintos me advertían. Debía estar alerta frente a él, alerta frente a mis sentimientos hacia él. Lo que sentía por él no lo sabía de cierto, pero no era amor.
Cuando lo había visto tullido debido a lo que hizo por Kendal, creo que estuve a punto de amarle. Lo cuidé lo mejor que supe y con ternura, y tal vez a causa de los terribles peligros que pasamos juntos mis sentimientos cambiaron. Ahora estaba en sus dominios, había salido del sitio de París, aunque no indemne, pues le dolía la pierna y nunca volvería a caminar como antes, pero nada de todo esto le impedía que hiciera cuanto quisiera. Aquí, en su castillo normando, era de nuevo el bárbaro, el hombre fuerte y sin escrúpulos, que cuando tenía un deseo no dejaba que nada se opusiera a su satisfacción.
—Por favor: recuerde que vine a ver los manuscritos. Si no me los va a enseñar, me voy —le dije.
—Mi querida y vehemente Kate, claro que voy a enseñarle los manuscritos. Así no tendrá que contestar con sinceridad a mis preguntas, ¿verdad? Nunca debería temer enfrentarse con la verdad…
—Es usted quien no quiere enfrentarse con la verdad.
—¡Pero si lo hago! Estoy de acuerdo con la opinión que tiene de mí. Pero no quiere reconocer lo que esta opinión realmente es. ¿Cree que no sé que si la tomara ahora, como hice aquella noche, se alegraría secretamente? Pero quiero que ahora sea diferente. Quiero que venga a mí voluntariamente. Mi corazón está en juego. Me he convertido en un sentimental. Lo que más deseo es casarme con usted.
—Es fácil hacer una propuesta así —le recordé—, cuando sabe que es imposible cumplirla.
—No será siempre imposible.
—¿Por qué no se enfrenta usted con la verdad? Está casado. No es un matrimonio corriente, porque su esposa es una princesa. Se casó con ella a causa de su sangre real, ¿no se acuerda? Pero no vinieron los hijos y la sangre real no sirve de nada. Esto no es una excusa suficiente para anular un matrimonio, y además ella nunca aceptaría la anulación. Siendo así las cosas, ¿cómo puede importar lo que proponga a otra mujer?
Observé en sus ojos aquella mirada que los volvía de hielo.
—Se equivoca, Kate. Acepta con demasiada facilidad la derrota. Le diré una cosa: un día mi propuesta se podrá cumplir.
Tuve miedo, entonces, miedo de él, como no mucho antes había tenido miedo de su esposa.
—¿Me deja ver los manuscritos? —dije tan fríamente como pude.
—Claro que sí —replicó.
Los examinamos juntos. Eran fascinantes. Habían estado en el castillo durante siglos, y él creía que los había ofrecido a la familia un monje que colgó los hábitos. Trabajó en el castillo, donde hizo los manuscritos.
—¿Del siglo quince, no le parece?
—Creo que anteriores. Será un trabajo estimulante. A mi padre le gustaba mucho esta clase de tarea…
Mi voz tembló al mencionar a mi padre, pues pensé en cómo había encontrado tan insoportable su vida, sin luz en los ojos, que decidió abandonarla. Luego, mis pensamientos se dirigieron a Marie-Claude, que había pensado hacer lo mismo. ¡Qué cruel puede ser la vida, a veces!
Rollo me observaba atentamente.
—¡Tiene usted un rostro tan expresivo! —Dijo—. Pasan por él tantas emociones. Ahora está triste, pensando en su padre. Querida Kate, es su boca, más que sus ojos, lo que la traiciona. Por eso sé que debajo de esta fachada de resentimiento, que me enseña, me ama usted me ama de veras.
Bajé los ojos hacia los manuscritos.
—Será difícil conseguir las pinturas necesarias para restaurarlos.
—Podemos intentar encontrarlas.
—En cualquier momento es difícil. Esos artistas del pasado hacían sus propios colores y ninguno usaba los mismos.
—Podemos intentarlo juntos. Podemos ir a visitar el pintor del que le hablé. Ha vivido cerca de aquí desde su juventud. Es un buen artista. Lo descubrí y me lo traje a trabajar para mí. Tal vez tenga algunas de las pinturas que usted necesita. Así estará ocupada, y si trabaja se sentirá contenta y desechará esa ridícula idea de que debería estar en otro lugar.
Entonces me atrajo hacia él y me besó suavemente. Me daba cuenta de que tenía razón. A despecho de todo, dominaba mis pensamientos. Si eso era enamorarse, entonces es lo que a mí me sucedía.
*****
Las semanas transcurrían rápidamente. Me absorbía el trabajo con los manuscritos y pasaba todas las mañanas en el castillo. Mientras estaba en esta tarea, Kendal tomaba sus clases con William, y cada día se parecía al anterior. Había llegado la primavera. En París todavía seguía la agitación, y no me hallaba más cerca de mi regreso que cuando llegamos a Centeville.
Sin embargo, era más fácil viajar por el país, y en mayo se firmó lo que se llamó el tratado de Frankfurt. Por fin había paz. Los franceses se quejaban de los términos que les impusieron, pues debían entregar Alsacia y gran parte de Lorena a los alemanes, además de pagarles una enorme indemnización en dinero.
Pronto, me decía, tendré que volver a París.
Me preguntaba qué habría pasado con la casa en la que vivimos tanto tiempo.
A fines de mayo, Rollo fue a París, para ver cómo iban las cosas. Aguardé su regreso con impaciencia.
Durante aquellas semanas sostuve varias conversaciones con Marie-Claude, y realmente me pareció que se alegraba de que estuviéramos allí. Creo que, en cierta medida, animábamos su existencia. Me observaba y sospecho que le interesaba especular sobre la relación entre su marido y yo.
A veces sorprendí cierta satisfacción en su rostro, como si la divirtiera que estuviese allí y que hubiera tanta frustración entre Rollo y yo.
Tenía la seguridad de que pensaba que habíamos sido amantes en algún momento, aunque pudiera albergar sus dudas acerca de nuestra relación actual. En todo caso, estaba intrigada y, dada su manera de ser, esto la divertía.
Pasaba mucho tiempo «descansando», como decía ella. Le gustaba verse como medio inválida. Creo que esta debilidad hacía más interesante su existencia. Me preguntaba, también, si no la empleaba para mantener a Rollo alejado de ella. Como tantos hombres de salud física notable, no mostraba mucha comprensión por la enfermedad. La impaciencia lo dominó cuando él mismo estuvo herido y débil, y aunque sufrió fuertes dolores, siempre se mostró reacio a reconocerlo.
Su actitud hacia Marie-Claude era de evidente desagrado y desprecio y, siendo como era, no se esforzaba en disimularlo.
Regresó de París con la deprimente noticia de que la ciudad no se hallaba aún calmada, aunque eso vendría con el tiempo. La casa estaba destruida, con todo cuanto contenía. Los amotinados debieron de incendiarla.
—Todo es parte de la misma estúpida política —dijo con ira.
De modo que no tendría adónde ir, en París. Tal vez debería regresar por un tiempo a Inglaterra. Podía quedarme con Clare. Suponía que mi carta no le llegó, puesto que no recibía respuesta suya.
Era al atardecer de un hermoso día de mayo. Los niños estaban jugando en algún lugar, dentro del recinto del castillo. Había trabajado toda la mañana y parte de la tarde en los manuscritos, ya que la luz era muy buena. Me sentía en paz, como siempre que trabajaba de firme, agradablemente fatigada y muy satisfecha con la tarea cumplida. Aquella tarde encontré una nueva manera de obtener el rojo veneciano y el azul cobalto que necesitaba. Estaba impaciente de que llegara el día siguiente para poner a prueba el nuevo método.
Había salido del pabellón, a gozar del aire perfumado y tibio y me hallaba sentada en la hierba, cerca del foso, ensimismada en mis pensamientos, cuando oí a una de las doncellas que gritaba mi nombre.
Me levanté de un salto y me dirigí hacia ella.
—Madame Collison, ha llegado al castillo una señora que pregunta por usted.
Me volví. Otra doncella se dirigía hacia mí, acompañada por una mujer. No podía creer lo que mis ojos veían.
—¡Kate! —gritó.
Corrí hacia ella y nos abrazamos.
—¿Eres realmente tú, Clare?
Asintió con la cabeza.
—De eso no hay duda. Tenía que verte. Ha sido muy difícil tener noticias. Pero por fin llegó tu carta. Por la fecha vi que había tardado mucho. Pero me dijo adónde venir. No confié en las cartas. Y aquí me tienes.
Nos abrazamos de nuevo, riendo y casi llorando.
Las das doncellas nos miraban asombradas.
—Es mi madrastra —les dije—. ¡Qué contenta estoy!
La que la había traído depositó a su lado el equipaje, y las dos se marcharon.
—Me trajo de la estación una especie de calesín —explicó Clare—. Me costó hacerme entender.
—¿Ha tenido un buen viaje?
Nos mirábamos y decíamos cosas triviales, pues estábamos demasiado conmovidas para nada más.
—Ven al pabellón —le dije—. Ahí vivo de momento.
—¡Mi querida Kate! Tendrás mucho por contar. Estaba tan preocupada por vosotros. Me repetía que era una suerte, en el fondo, que tu padre nos hubiera dejado. La ansiedad lo habría enloquecido.
—Fueron momentos muy difíciles, Clare.
Tomé su equipaje y luego abrí la puerta del pabellón.
—Ya ves —expliqué—: está separado del castillo, pero forma parte de él.
—¿Y cuánto tiempo llevas aquí?
—Vinimos tan pronto como acabó el sitio de París. Tuvimos la suerte de poder salir…
—Déjame preparar el café —dije—, y luego seguiremos hablando.
—Gracias a Dios que estás a salvo.
—Sí, fuimos afortunados. Mi pobre amiga Nicole Saint-Giles…, la que conociste…, murió durante un bombardeo.
—¡Qué espantoso! ¿Y Kendal?
—Kendal está bien. Durante el sitio sufrimos mucho, como puedes imaginarte. Casi nos morimos de hambre.
—Pensé constantemente en vosotros. Traté de ponerme en contacto, pero no había comunicaciones a través del canal.
—Ya lo sé. Era de esperar, con Francia en guerra. Pero no importa todo eso ahora. Estás aquí, Clare, y me alegro tanto de verte… ¿Tienes apetito? ¿Quieres tomar café? Los niños están jugando por ahí…
—Sí…, el hijo del barón y de la princesa, William. Él y Kendal son buenos amigos. Juegan juntos.
—¿Te parece bien que haya venido?
—Claro que sí. Puedes quedarte en el pabellón. Hay espacio.
—¿Trabajas aquí?
—Sí. Estoy restaurando unos manuscritos y he pintado un retrato de William, el niño del que te he hablado.
—El hijo del barón… ¿Él y Kendal se entienden bien?
—Sí, muy bien.
—¿Viniste aquí directamente desde París? Este castillo fue el primer lugar donde estuvisteis cuando llegasteis a Francia tú y tu padre, ¿verdad?
—Sí, vinimos aquí. Después del sitio, el barón nos trajo.
—¿Qué hacía en París?
—Estaba allí por sus asuntos. Salvó la vida de Kendal. No tienes idea de cómo fue todo aquello. Los prusianos bombardeaban París y Kendal habría sido aplastado por un muro que se derrumbó si el barón no hubiese estado allí en aquel preciso momento para protegerlo de los cascotes. El barón resultó herido y yo lo cuidé, y luego, tan pronto como se levantó el sitio, salimos de la ciudad. No había ningún otro lugar al que ir más que a este castillo. Es difícil explicar que…
—¿Lo encontraste por casualidad en París, precisamente en el momento en que Kendal estaba en peligro? ¡Qué maravilloso y qué confortador que estuviera allí en el momento preciso!…
—Fue una bendición. No habríamos podido salir jamás de París si no nos hubiese ayudado y traído aquí. La situación de la ciudad empeoró después de nuestra salida. Hubo luchas callejeras, motines, incendios. La casa donde vivíamos fue pasto de las llamas.
—¡Pobre Kate! He pensado tanto en ti. Me sentía tan sola. Me prometí que en cuanto fuera posible, me reuniría contigo. Me di cuenta de que no servía de nada escribir, y no puedes imaginarte la alegría que tuve al recibir tu carta…, aunque fuera tanto tiempo después de que la escribieras.
—Déjame preparar el café y luego seguiremos hablando.
Lo hicimos. Encontraba difícil explicar lo sucedido y era evidente que ella continuaba pensando que era la más extraña de las coincidencias que el barón hubiera estado por azar en el lugar mismo donde Kendal corría inminente peligro. Adiviné cómo se desarrollaban sus pensamientos. Mi padre había sospechado que el barón era el padre de Kendal y tal vez habló con Clare de esa posibilidad, pues, a fin de cuentas, era su esposa.
Podía darme cuenta de que lo que creía realmente era que el barón estaba conmigo en París, y que formulaba sus preguntas con cuidado para evitarme respuestas embarazosas.
Pero yo deseaba escuchar lo que ella tenía por contar.
—Es una historia muy distinta de la tuya, Kate —me dijo—. He estado tan sola desde que tu padre… nos dejó. Fue como el final de todo. Nos quisimos tanto desde el primer momento.
—Ya lo sé. Fuiste maravillosa para él. Él mismo me lo dijo. Me alegré mucho de que os encontrarais el uno al otro. Eras su mejor consuelo.
—No lo suficiente —contestó.
Le temblaban los labios y había lágrimas en sus ojos.
—A menudo me pregunto si hice lo acertado. ¿Comprendes? Hubiera debido hacer lo necesario para que pudiera sentirse feliz, aunque cada día estaba más cerca de la ceguera. Pero no pudo enfrentarse a ella, Kate. La vista representaba tanto para él, más que para los demás. Siempre le gustó mirar las cosas y las veía con mucha más claridad que los demás. Sabes lo que quiero decir, porque tú eres igual. No podía enfrentarse con el futuro, Kate. Ésta es la verdad.
—No podías hacer nada más de lo que hiciste. Comprendo lo que sentía. Su trabajo había sido su vida entera. Nunca me olvidaré de su desesperación cuando me dijo por primera vez que estaba perdiendo la vista. Pero al cabo de un tiempo me figuré que, si bien no podía continuar el trabajo de miniatura que hizo toda su vida, podría pintar en tela, por lo menos durante un tiempo.
—Pero es que estaba perdiendo completamente la vista, Kate. En pocos meses hubiera estado enteramente ciego. Confío en que hice lo acertado. Pienso mucho en ello. Me atormento. ¿Acaso no hubiese podido hacer otras cosas… o dejar de hacerlas?
—No debes torturarte, Clare. Hiciste todo lo posible. Le diste más felicidad de la que hubiese podido tener sin ti.
—Quisiera poder pensarlo siempre así. Me despierto por las noches y me repito eso mismo.
—Querida Clare, no has de atormentarte. Recuerda los momentos de felicidad que compartiste con él. El desánimo debió envolverlo de súbito, como una nube oscura. Puedo imaginármelo. De seguro que en los últimos tiempos no podía dormir, ¿verdad? Esto significa que estaba preocupado. Y me figuro que en un acceso de desesperación tomó una dosis mayor y…
—Así fue como sucedió.
—Debes olvidar todo esto, Clare.
Pareció tranquilizarse.
—Lo intento. Quiero conseguirlo. Y ahora tengo que contarte lo que sucedió. Me lo dejó todo, Kate, menos las miniaturas. Hasta la casa me legó. Me dijo: «Kate está bien. Sabrá salir adelante. No querrá regresar a Inglaterra». Pero las miniaturas son tuyas, Kate. Las he guardado en el banco, para que estén seguras. Pensé además que deberían tasarlas. Valen una pequeña fortuna, más de lo que pensaba tu padre. Me habló mucho de ellas. Me decía: «Si alguna vez Kate se ve en apuros, tendrá las miniaturas. Podrá venderlas poco a poco, si es necesario, y vivir dos o tres años con lo que le den por una de ellas». Era un hombre muy práctico en ciertas cosas; por ejemplo, cuando pensaba en los que amaba. Espero que no te importe que me dejara la casa…
—¡Querida Clare! Me alegro de que lo hiciera.
—No había mucho más. Ahorró algo. Sabes que mantuvo la familia con lo que su trabajo le proporcionaba. Me dejó esos ahorros también. Basta para que pueda vivir, con mucha sobriedad desde luego, pero basta.
—Entonces, ¿no tienes problemas?
—Me las arreglo. Pero lo que quiero decirte es que la casa de los Collison es tu hogar, Kate. No la considero como mi casa. Estuvo durante años y años en poder de tu familia. Es tan tuya como mía, Kate, y si en cualquier momento quieres ir a ella… Bueno, en una palabra: que siempre será tu hogar tanto como el mío.
Seguimos charlando, hasta que Kendal llegó corriendo. Le excitó mucho ver que teníamos una visita. Le expliqué quién era Clare, pues cuando ella y mi padre fueron a París Kendal era demasiado pequeño para que los recordara.
Me sentí orgullosa, porque me di cuenta de que Clare lo encontraba un niño agradable y sano.
Jeanne regresó. Se acordaba de Clare y le expliqué que había venido a pasar una temporada con nosotros. Se alegró de verla, y Clare se sintió satisfecha de que todos la recibiéramos tan calurosamente.
Jeanne cocinó y nos sentamos todos en torno a la mesa, charlando. A Kendal le permitimos quedarse para la cena, porque era una ocasión especial.
Había un dormitorio libre en el pabellón, de modo que no fue problema instalar a Clare, Jeanne preparó la cama, y, cuando llevé a Clare a su cuarto, le besé tiernamente y le dije cuánto me alegraba que hubiese venido.
Le di las buenas noches y la dejé. Tardé mucho en dormirme. La llegada de Clare me hacía recordar cosas de mi padre y no podía alejar de mí el pensamiento de cuál debió ser su estado de ánimo cuando decidió quitarse la vida.
De repente me asaltó una idea.
La llegada de Clare me daba la solución. Podía dejar Francia con ella, regresar a la casa de los Collison y organizar de nuevo mi vida. Y si no atraía a modelos ricos, me quedaba una fortunita en forma de miniaturas. Ahora sabía cuál era su valor. Algunas de las del siglo dieciséis debían valer, cada una, un buen puñado de libras.
Si vendía una… o hasta dos… dispondría de bastante dinero con el fin de instalar un estudio en Londres. No deseaba vender ninguna, desde luego, pero lo haría si fuese necesario.
Era una salida, una solución.
Hasta entonces creía que la situación no tenía remedio. Ya no era así. Ya no había excusa para seguir aquí, en el castillo, a causa de Kendal, porque no teníamos adonde ir.
Ahora teníamos un hogar. La llegada de Clare me había dado la solución.
La llegada de Clare había causado mucho revuelo en el castillo.
Cuando fui a trabajar en los manuscritos, a la mañana siguiente, me esperaba un mensaje de la princesa. ¿Podía ir a su habitación? Deseaba hablarme.
Estaba en cama todavía. Nunca se levantaba temprano. La encontré sentada, apoyándose en los almohadones. Sostenía en la mano una taza de chocolate.
—Me han dicho que tiene visitas de Inglaterra —refirió.
—Sí, mi madrastra.
—No sabía que tuviera usted madrastra. No me lo dijo cuando me retrataba.
Me sorprendió que se acordara de tantas cosas acerca de mí.
—No la tenía entonces —expliqué—. Se casó más tarde con mi padre.
—¿No es… una mujer de edad?
—No, sólo unos años mayor que yo.
—¿Y vino a buscarla precisamente aquí?
—Sí; le escribí desde aquí poco después de mi venida. Sabía que estaría inquieta por mi suerte en París. La carta tardó mucho en llegarle, pero finalmente la recibió, y, en vez de contestarla, decidió venir a ver cómo estábamos.
—Parece muy… atrevida.
—Bueno, la verdad es que no lo es. Pero arrostraría muchos peligros por personas a las que quiere.
—Eso significa que la quiere a usted mucho.
—Creo que sí.
—La tradición dice que las madrastras nunca quieren a los hijos del primer matrimonio del marido.
Me reí de su salida.
—Clare no se parece en nada a la madrastra tradicional. Es más bien una hermana para mí. Hemos sido amigas desde que nos conocimos; es decir, desde antes de que yo viniese a Francia.
—Tendrá usted que presentármela.
—La traeré, si me lo permite.
—Esta misma tarde. Tengo ganas de conocerla.
—¿A qué hora le vendría bien?
—A las cuatro. Después que haya descansado.
—Estoy segura de que le encantará conocerla a usted.
—¿Se quedará mucho tiempo?
—No lo sé. Llegó apenas ayer. Teníamos mucho de qué hablar. No paramos en toda la velada.
—¿Y su padre? ¿No vino con ella?
—Mi padre murió.
—¡Ah, sí! Recuerdo haber oído algo sobre eso. Se volvía ciego, ¿verdad? ¡Qué cosas más crueles ocurren!…
Se puso melancólica por un instante, pero pronto se le pasó.
—Sí, tráigamela esta tarde. Me alegrará conocerla.
La visita de Clare a la princesa fue un éxito inmediato. Los luminosos ojos castaño de Clare expresaban su comprensión y la princesa no tardó en hablarle de sus achaques, que eran su tema preferido.
Explicó a Clare que no estaba en uno de sus mejores días. Se lo había oído decir muchas veces antes, y, aunque yo siempre expresaba mi pena por su indisposición, nunca pude mostrar mucha simpatía por su enfermedad, pues siempre consideré que la con vertía en un fetiche y que, si no se ocupara tanto de ella, antes mejoraría.
Clare, en cambio, siempre sintió simpatía por los patitos cojos. Les mostraba compasión verdadera, y ellos, al percibir que esa simpatía era sincera, se sentían atraídos por Clare.
Esto es lo que ocurrió con Clare y la princesa, y al cabo de poco la primera recibía de la segunda explicaciones detalladas de sus aflicciones.
Clare reconoció que ella también sufría a veces de jaquecas, o por lo menos que las sufrió hasta que encontró un remedio milagroso. Era una infusión de hierbas que preparaba ella misma. Nunca viajaba sin llevar esas hierbas consigo. Tal vez la princesa quisiera probar una infusión; la princesa se declaró encantada de hacerlo.
—Puedo traérsela al castillo mañana —ofreció Clare.
—Pero debe traérmela usted misma —replicó la princesa. Clare contestó que le daría mucho placer hacerlo así.
—Espero que se quedará aquí por un tiempo —dijo la princesa—, y que no desee marcharse demasiado pronto.
—Todos son tan bondadosos y hospitalarios… —fue la respuesta de Clare—. Vine a ver cómo estaba Kate. No podía soportar por más tiempo no saber nada de ella. Son ustedes tan bondadosos al permitirle que esté aquí…, y ahora me acogen a mí…
—Mi marido, el barón, se ocupó de acondicionar el pabellón.
Había en la voz de la princesa una nota tajante, que supongo que Clare percibió.
—Sí, Kate me ha contado cómo ocurrió todo…, como vinieron de París.
—Llegaron muy maltrechos.
—Pero ahora se han recobrado —agregó Clare, mirándome y sonriéndome.
—Tienen tan buena salud… —suspiró la princesa.
Me dije que volvía a su tema favorito.
—Lo que ellos pasaron a mí me hubiese matado —agregó.
—La buena salud es uno de los mejores regalos de la fortuna —sentenció Clare.
No era extraño que Clare gustara a todos. Tenía el don de ser lo que en aquel momento sus interlocutores deseaban que fuese. Con mi padre habló de arte y aprendió algo sobre éste; conmigo hablaba de mi situación y de la mejor manera de salir de ella; y con la princesa parecía que sus enfermedades y los remedios para las mismas constituían algo que la interesaba más que cualquier otro tema.
—Has tenido mucho éxito con la princesa —le dije tan pronto como salimos del castillo para dirigirnos al pabellón.
—¡Pobre princesa! —Comentó—. Es una mujer muy desgraciada. Por eso se preocupa tanto de sus achaques.
—Por lo que escuché esta tarde, se diría que habías dedicado tu vida a estudiarlos.
—Bueno: la princesa quería hablar de ellos. Lo comprendo. Deseaba sacar a relucir sus problemas. Claro que esos achaques no son el problema real, Hay algo más profundo, ¿no te parece? No creo que sea muy feliz… con el barón.
—Eres una experta en la naturaleza humana, Clare.
—Tal vez. Es que la gente me gusta. Me interesa su suerte. Me gusta conocer por qué actúa, cómo lo hace y, si puedo, me agrada ayudarla.
—Pues esta tarde la has ayudado. Pocas veces la he visto tan animada. De veras que le caíste bien.
—La visitaré, si ella quiere, y si desea hablarme y hay algo que pueda hacer, pues lo haré con gusto.
«Sí —pensé—, a Clare le agrada la gente. Se identifica con sus problemas. Por eso todos la queremos».
Me alegraba que hubiese venido y que su venida hubiera traído la solución que había buscado en vano. Cierto que a veces quería rechazarla. La llegada de Clare me hacía percatar de cuánto deseaba quedarme y de que el motivo de esto era que la presencia del barón me estimulaba y excitaba. La veces la ira—. La llegada de Clare y la posibilidad de regresar con ella a Inglaterra, de decir adiós para siempre al barón, me obligaba a enfrentarme a la verdad: encontraría desolada una vida sin él.
*****
Unos días después, Rollo vino a la estancia donde estaba yo trabajando con los manuscritos.
Cerró la puerta y se quedó apoyado en ella, sonriéndome. No pude evitar que el corazón me latiera algo más de prisa, como solía hacer cuando él aparecía inesperadamente.
—He venido a ver cómo avanza la restauración de los manuscritos —dijo.
—Muy bien, dadas las circunstancias. Dejaré éste sin terminar, porque no logro formar el tono rojo que se empleaba cuando escribieron el manuscrito. Y sin eso, mejor es no acabarlo…
Se me acercó y se inclinó para besarme la nuca. Me volví con brusquedad, me levanté y le hice frente. Me tomó por los hombros y me estrechó contra él.
—Kate —dijo—, esta situación es absurda. Está aquí. Estoy aquí. ¿Y hemos de seguir con este ridículo fingimiento?
—¿Fingimiento de qué?
—De que no queremos estar juntos, de que no nos damos cuenta de que estamos destinados el uno para el otro y de que nadie más nos interesa en absoluto.
—¡Qué tonterías dice! Me interesan muchas otras personas.
—Quiero decir interesarnos de esa manera especial.
—Bueno: he tomado una decisión. He estado pensando en el futuro. Desde que Clare vino, he pensado en marcharme.
—¡No Kate!
—Sí; pronto nos iremos.
—No lo permitiré.
—¿Cómo tratará de impedirlo? ¿Me meterá en una torre y me guardará allí como su prisionera?
—No me tiente —dijo.
—Lo hizo una vez, pero no podrá hacerlo de nuevo.
—No la dejaré marchar —repitió con firmeza—. De esto puede estar segura.
—Seamos sensatos. Su vida está aquí. La mía, no.
—Ha sido usted feliz; ha estado aquí a gusto, desde que vinimos de París.
—Usted y la princesa han sido muy bondadosos y hospitalarios con nosotros.
—Usted pertenece a aquí, Kate. Me pertenece.
—No tengo ninguna intención de pertenecer a nadie más que a mí misma.
—Se ha entregado usted a mí. Esto es lo que quería decir.
—Usted me tomó contra mi voluntad.
—¿Siempre me lo reprochará? Ahora es distinto.
—Me humilló doblemente: primero, al forzarme a someterme a su lujuria, y en segundo lugar, porque no lo movía el deseo de poseerme, sino el de vengarse.
—Ya comprendo. Es lo segundo lo que la enoja tanto. No ocurrirá igual la próxima vez. Será usted y sólo usted lo que desearé.
—Por favor: no hable más de eso. Me hace dar cuenta de que debo marcharme sin demora, como me lo proponía.
—¿Y adónde irá?
—Regresaré a Inglaterra.
—¿Cómo vivirá? ¿Dónde vivirá?
—Ahora ya tengo la respuesta a estas preguntas. Volveré con Clare a la casa donde nací. Es suya ahora, pero me ha dicho que será mi hogar mientras yo quiera.
—¿Y qué clientes tendrá allí?
—Puedo restaurar manuscritos, como ahora. Puedo pintar miniaturas. Soy hija de mi padre y muchos querrán mi trabajo por esta razón.
—¿Es Clare bastante rica para sostenerla a usted y al niño?
—No. Pero mi padre tenía una colección de miniaturas. Valen una fortuna y son mías. Pueden sostenemos durante años, si las vendo.
—¿Y vendería usted lo que ha heredado de su familia?
—Sí, en caso de que necesite el dinero para vivir. Puedo venderlas una a una, hasta que gane bastante. Y quién sabe si no ganaré lo bastante, con el tiempo, para volver a comprarlas.
Estaba abatido. Siempre había insistido en el hecho de que yo debía permanecer allí porque tenía que pensar en Kendal y en mí. Ahora veía que había una salida a la situación y no le agradaba.
—Me ha contado algunas cosas de su aldea. ¿Qué dirán si usted, mujer soltera, se presenta allí con un hijo?
—Clare ha contado que me casé y que conservé mi apellido de Collison por motivos profesionales. Clare piensa en todo.
—Empiezo a desear que nunca hubiese venido. Kate, no se marchará usted. No me dejará. ¡No puede! Iré a Inglaterra a buscarla. Le aseguro que no descansaré hasta que seamos amantes otra vez.
—¿Otra vez? —exclamé—. Nunca lo fuimos.
—¿Por qué no nos marchamos de aquí? ¿Por qué no instalamos nuestra propia casa?
—¿Cómo usted y Nicole?
—No, sería diferente. Nicole y yo no teníamos un hogar.
—Simplemente, usted anunciaba con desfachatez que era su maitresse en titre, ¿no es eso?
No contestó. Luego dijo:
—La amo, Kate. Si fuese libre…
—Pero no es libre —repliqué inmediatamente—. Se casó por su voluntad después de forzarme y de hacerme un hijo. No crea que lamento tener a Kendal. Su existencia hace que todo lo que pasé valiera la pena. Pero a usted no le importó. Ahora está casado con la princesa y yo quiero que Kendal tenga una vida decente. No creo que la tuviera como hijo de la amante del barón. Su lugar está aquí, con la princesa. Es su esposa. No se olvide de que se casó con ella. Y en cuanto a mí, regresaré a Inglaterra.
—Y si pudiera ofrecerle matrimonio —dijo pausadamente—, entonces, ¿qué? Estar juntos…, reconocer al niño como hijo mío… Kate, nunca en mi vida he deseado algo tanto como esto.
—Creo que ha aprendido usted algo —le dije—. Siempre creyó que le bastaba con tomar lo que quería. Se olvidaba de que existían en el mundo otras personas. Olvidaba que esas personas también podían tener sentimientos, deseos… Sus vidas no significaban nada para usted. Estaban ahí simplemente para que las usara como le conviniera. Ahora ha aprendido que las otras personas quieren vivir su vida como les plazca y no como a usted le plazca. Quiero para mi hijo una existencia tranquila. Es mi hijo. Abandonó usted todo derecho sobre él cuando se casó con la princesa y sin que le importara lo que sería de él.
—Eso no es cierto. Me importaba mucho lo que les sucediera, a él y a usted.
—Sí; envió a su amante para que se ocupara de nosotros.
—¿Y esto no prueba que me importaban?
—No vino usted mismo. Delegó a otra persona. Sólo cuando vio al niño y se encaprichó con él volvió a entrar en nuestras vidas. ¿Cree que no le comprendo? Es usted egoísta y arrogante. Sufre una enfermedad llamada megalomanía. Ahora tendrá que aceptar que hay otras personas en el mundo cuyas vidas significan tanto para ellas como la suya para usted…
—Está usted temblando —me interrumpió—. Creo que me ama usted mucho.
—No sea ridículo.
Me tomó en sus brazos, me besó y siguió besándome. Tenía razón, evidentemente. Fuera lo que fuese lo que sentía por él, no deseaba resistirle. Quería que las cosas fueran como habían sido, años antes, en el dormitorio del pabellón de caza.
¡Qué traición, cuando los sentimientos de quien se enorgullece de su buen sentido le exigen que actúe en contraposición a todo lo que sabe que es correcto!
Por unos momentos dejé que me estrechara, que sus dedos acariciaran mi cuello.
Pensé: «Es natural, supongo, que una mujer se sienta excita da por un hombre así que emana fuerza, dominio, lo que es muchas veces, creo, el colmo de la atracción física».
Sus labios estaban junto a mi oreja derecha.
—No me dejará, Kate. No lo permitiré.
Me arranqué de sus brazos. Me daba cuenta de que tenía la cara arrebolada y de que me brillaban los ojos. También él advirtió, claro está, lo que aquello significaba. Me sentía furiosa con él porque podía comprender la verdad.
Sonriéndome sardónicamente, me dijo:
—Por de pronto, está el muchacho.
—¿Qué quiere decir?
—¿Cree que querrá marcharse?
—Tendrá que marcharse, si me voy.
—Le romperá el corazón.
—Los corazones no se rompen. Es físicamente imposible.
—Hablo en metáfora.
—Los niños se olvidan pronto de esas cosas.
—No creo que él lo olvidara. Sabe que soy su padre.
—¿Cómo podría saberlo?
—Me lo preguntó.
—¿Por qué iba a preguntarle algo así?
—Había oído hablar a los criados.
—No puedo creerlo.
—¿Que los criados hablen? Claro que lo hacen. Constantemente. ¿Ha creído por un momento que no saben cómo están las cosas entre nosotros? ¿Cree que no ven el parecido entre Kendal y yo? ¡Si somos iguales!
—¿Y qué le contestó usted?
—No podía mentirle, ¿verdad? ¡Mentir a mi propio hijo!
—¿Cómo se atrevió?
—Créame está encantado. Me saltó al cuello de contento. Yo estaba sentado, en aquel momento, y me abrazó muy fuerte. No dejaba de gritar: ¡Ya sabía que era verdad! ¡Ya lo sabía! Le pregunté si le gustaba su padre y me contestó que no podría desear uno distinto. Yo era el elegido. Me había escogido desde que me vio. Ya ve… ¿Qué le parece?
—Que no hubiera debido decírselo.
—¿Tenía que mentirle? ¿Por qué no ha de conocer la verdad? Es feliz así. Me dijo: «Si es usted mi padre, entonces este castillo es mi hogar…». Es uno de los nuestros, de eso no hay duda.
—Uno de los gloriosos conquistadores normandos, quiere decir.
—Exactamente. Ya ve, Kate, por qué es imposible que lo lleve lejos de aquí.
—No lo veo en absoluto. Creo que si los criados hablan, hay un motivo de más para marcharme. Quiero que Kendal vaya a la escuela en Inglaterra.
—Puede ir desde aquí, cuando llegue el momento. Lo llevaremos a su escuela. Iremos a buscarlo al empezar las vacaciones. Nada nos impide hacerlo.
—Pues yo creo que todo lo impide. Me ha decidido usted. Diré a Clare que debemos prepararnos en seguida para marcharnos. No podemos quedarnos más tiempo.
—¿Y su trabajo?
—Usted sabe bien que me lo encargó solamente para que tuviera algo que hacer. Si no acabo de restaurar los manuscritos, alguien lo hará. Sí, ahora lo veo claro. Tenemos que irnos. Ahora que le ha dicho a Kendal que es usted su padre, es imposible que nos quedemos.
Quería estar sola para pensar. Me sentía profundamente conturbada. Kendal me haría toda clase de preguntas. Tenía que preparar las respuestas apropiadas.
Lo había hecho a propósito. Se lo dijo al niño deliberadamente. Traté de apartarme, pero me tomó por los hombros.
—Kate —dijo—, ¿qué va usted a hacer?
—Marcharme…, para pensar, para hacer planes.
—Espere algo. Deme tiempo.
—¿Tiempo para qué?
—Encontraré algo. Algo sucederá, se lo prometo. No se precipite. Deme un poco más de tiempo.
Me tomó otra vez en sus brazos. Me estrechó contra él. Deseaba quedarme allí, simplemente quedarme allí. La idea de marcharme era insoportable.
Y mientras estábamos así, oí un movimiento. La puerta se estaba abriendo.
Nos separamos, con un sentimiento de culpa, mientras Clare entraba.
—¡Oh! —exclamó.
Me fijé en la mirada de inquietud en sus grandes ojos castaños.
—Creí que estabas sola, Kate.
El barón saludó con una inclinación.
Ella le devolvió el saludo y continuó:
—Sólo quería preguntarte si no te molestaría que comiéramos algo más temprano, hoy, porque los niños quieren ir al bosque. Creo que es un juego nuevo que han inventado. Uno sale primero que el otro y deja huellas…
No prestábamos atención a lo que decía. Ni ella tampoco. Debió ver nuestro abrazo y esto la perturbó. Clare detestaba toda clase de conflictos y sabía de sobra que se sentiría muy inquieta ante la idea de que yo tenía una relación especial con el barón, mientras que la esposa de éste se hallaba en su lecho de enferma en otro lugar del castillo.
*****
No habló de lo que había visto y no le dije nada, de momento, sobre mi decisión de regresar a Inglaterra con ella. Iba al castillo todos los días y su amistad con la princesa crecía rápidamente. Si no acudía al castillo, llegaba al pabellón un mensajero preguntando si se sentía bien y pidiéndole que fuera en seguida a ver a Marie-Claude.
Sabía lo que era esa clase de simpatía. La princesa, que gustaba de sentir lástima de sí misma, se encontraba de mil maravillas con Clare de oyente. Clare siempre había sido así. Recordé a la pobre Faith Camborne, tan devota suya. No me sorprendía que la princesa encontrara en ella la compañía ideal. Supongo que pocas personas, en el mundo, están dispuestas a escuchar a todas horas las quejas ajenas. Pero Clare sabía hacerlo admirablemente. Hablaba poco de sí misma y siempre poseyó el don de identificarse con los problemas de los demás.
Recordé lo que mi padre había escrito sobre ella, contándome lo mucho que hizo por él. Clare era, realmente, una persona excepcional.
Fue una tarde, tres o cuatro días después de que nos sorprendiera a Rollo y a mí juntos. Todavía no le había dicho nada, pero estaba haciendo mentalmente mis planes. Debo reconocer que los iba aplazando, dándome excusas para no llevarlos inmediatamente a la práctica. Me decía que debía pensarlo todo en detalle. Quería imaginarme mi regreso a la casa de los Collison, mi vida en ella, mi lugar en esa existencia rural en la cual los vecinos están enterados de todo unos de otros. Al parecer, aquí también eran así, pero resultaba diferente. Aquí estaba el barón para protegerme. Apartaba esta idea tan pronto como se presentaba. ¿Podría realizar mis planes? Tenía el dinero ganado en París. Bastaba para llevarnos a Inglaterra y sostenernos cosa de un año, mientras me orientaba. Y detrás de todos mis planes estaba la seguridad que me daba la colección de miniaturas.
No necesitaba preocuparme por las cuestiones de dinero, que hasta entonces habían sido la causa principal de mi inquietud.
Jeanne había ido a la aldea, de compras, llevándose el tílburi. Pertenecía al castillo, claro está, pero teníamos permiso de usarlo.
El hecho de que tanto ella como los chicos estuvieran fuera me dio ocasión de hablar con Clare.
Le dije:
—¿Vas a ver a la princesa esta tarde?
—Sí. Me espera.
—Os habéis hecho muy amigas en poco tiempo.
—Me da lástima. Es una mujer muy desgraciada.
—Ya sé, Clare, que tu misión en la vida consiste en consolar a la gente. Pero creo que si la princesa tratara de sobreponerse…
—Cierto, pero su incapacidad de hacerlo es parte de su enfermedad. No puede sobreponerse. Si pudiera…
—Podría, si se esforzara. De vez en cuando monta a caballo. Lo he hecho en su compañía.
—Sí —dijo Clare—. Me ha llevado a ese lugar favorito suyo. Pero su afición por ese paraje es morbosa. Me contó que una vez pensó en lanzarse al precipicio.
—Ya lo sé. También me lo contó. ¿Qué más te ha contado, Clare?
—Habla constantemente, sobre todo del pasado. De lo bien que se lo pasaba en París. Me dijo que tuvo un amante y que el pobre William no es hijo del barón.
—Parece que te ha contado toda la historia de su vida.
—Siento pena por ella. Hago lo que puedo para ayudarla. Pero se puede hacer muy poco, aparte estar allí sentada y escucharla para mostrarle mi simpatía.
—¿No puedes conseguir que se interese por algo?
—Sólo se interesa por sí misma, Kate. Estoy inquieta. Inquieta sobre todo por ti y porque te ves envuelta en todo eso.
Me quedé callada y Clare continuó:
—Tenemos que hablar. No sirve de nada fingir que las cosas no son lo que son. Kendal es hijo del barón, ¿verdad?
Asentí.
—Debió nacer casi al mismo tiempo que William.
—Se llevan muy poca diferencia.
—Incluso cuando el barón estaba a punto de casarse, tú y él… No pude soportar el reproche que se leía en sus ojos.
—Desde luego —prosiguió—, supongo que se le puede considerar un hombre muy atractivo… por algunas. Tanta fuerza, tanta virilidad…
La interrumpí:
—No fue como piensas, Clare. Yo iba a casarme con un primo lejano suyo, y el barón tenía una amante. La apreciaba y quería cuidar de ella después de su matrimonio. Ordenó a mi prometido que se casara con ella. Mi prometido se negó a casarse con la amante del barón. Entonces, el barón…, ya sé que te parecerá imposible, a ti, que vienes de donde las cosas son tan distintas. Pero hay cosas que ocurren y ocurrieron aquí… El barón me secuestró, me retuvo prisionera y me forzó.
Clare lanzó una exclamación de horror.
—¡Oh, no! —profirió.
—¡Oh, sí! El resultado fue Kendal.
—Kate, ¿cómo pudiste amar a un hombre así?
—¿Amarle? —contesté—. No se trataba de amor.
—Pero ahora lo amas, ¿no es cierto?
Guardé silencio.
—Cuánto lo siento —dijo—. No podía comprenderlo…
Le conté cómo encargó a Nicole que me cuidara, cómo salvó la vida de Kendal y cómo nos sacó de París.
Clare dijo:
—Es un hombre fuerte. —Levantó los hombros.
—Empiezo a comprender… un poco. Pero está casado con la princesa. Ella lo odia. Y él quiere casarse contigo, ¿no es así?
Permanecí callada.
—Pero no puede hacerlo a causa de la princesa —continuó Clare—. Kate, no debes convertirte en su amante. Sería un acto malo, muy malo.
—Estoy pensando en regresar a Inglaterra —le expliqué—. Había esperado el momento de hablarte de esto.
—La princesa me dijo que él le ha pedido que se divorcien.
—¿Cuándo?
—Hace unos días. Ella no quiere, Kate. Está muy firme en esto. Nunca la había visto tan firme en nada. Ahora tiene ocasión de vengarse…, y la aprovechará. Sabe que habéis sido amantes. Sabe que Kendal es hijo del barón. Éste no lo disimula. Mima al niño. Y, además, la manera que tiene de ignorar al pobrecito William… Todo es evidente… y muy triste. Es un hombre cruel en ciertas cosas.
—Ya ves que debo regresar a Inglaterra contigo. De eso quería hablarte.
—Nos iremos en cuanto tú digas.
—Me resultará tan extraño encontrarme otra vez en la casa de los Collison.
—Fue tu hogar por mucho tiempo.
—Kendal se sentirá muy desgraciado. Le encanta el castillo. Y quiere al barón.
—Los niños olvidan pronto esas cosas.
—Me pregunto si Kendal las olvidará.
—Es lo mejor, Kate. En realidad, es lo único que puedes hacer.
—Eres muy comprensiva, Clare.
—La verdad es que mi vida ha sido apacible. Cuidé a mi madre hasta que murió y luego fui a vuestra casa… No me había sucedido nada más hasta que me casé con tu padre. ¿Quién habría pensado que me casaría? Fui muy feliz. Lo que sucedió luego fue terrible.
—Hiciste todo lo posible por él. Lo hiciste feliz.
—Sí. Me parece como si siempre hubiese vivido la vida de otras personas. Lo cuidé. Su vida era mi vida. Y ahora estás tú, Kate. Tú eres su hija, y eso es lo que él quisiera que hiciese. Quiero sacarte de esta situación, que cada día se vuelve más intolerable. Temo que estallará en una tempestad y tengo miedo por ti, Kate.
—¡Qué contenta estoy de que vinieses, Clare! Me has ofrecido la solución.
—Pero no quieres aprovecharla, Kate.
—Lo haré. Debo hacerlo. Estoy de acuerdo contigo que es la única salida.
Nos quedamos sentadas un rato, sin hablar. Luego se fue a hacer la visita prometida a la princesa.