París asediado

Se acabaron los días de paz. Me sentía abrumada a causa del hombre que había reaparecido en mi vida.

Hablé de ello con Nicole. Creía que me preocupaba sin motivo.

—Es natural que se interese por su hijo —me dijo—. Quiere verlo y la mejor manera de hacerlo es en el parque, puesto que no quiere usted admitirlo en casa. ¿Qué mal hace?

—Dondequiera que esté, hará daño. ¿Qué puedo hacer?

—Nada —replicó calmosamente Nicole—. No puede prohibir al niño que vaya al parque. Le preguntaría por qué. Se lo reprocharía. Déjelo ir. Que juegue con su cometa. No pasará nada.

—Me aterroriza la idea de que quiera llevarse a Kendal.

—No lo haría. No podría. Sería un secuestro.

—Él hace su propia ley.

—No lo hará, créame. ¿Adónde llevaría al niño? ¿A Centeville? Claro que no. Sólo quiere verlo de vez en cuando.

—Nicole… ¿lo ha visto usted?

—Sí —contestó.

—No me lo dijo.

—Sólo lo vi brevemente y pensé que saberlo la turbaría. Está muy preocupado por la situación. Todo el mundo lo está.

—¿Qué situación?

—Nos hallamos al borde de la guerra. El emperador se vuelve muy impopular. Después de lo que sucedió en nuestro país al final del siglo pasado, somos muy sensibles a ciertas cosas.

Consiguió apaciguar mis temores por Kendal, pero con todo me resultaba difícil trabajar si él no estaba en casa. Me las arreglé para que saliera sólo por la tarde, cuando podía ir con él. Por las mañanas tomaría lecciones, pues ya casi tenía cinco años.

Supe que no había visto al barón durante una semana. Cosa extraña: no habló de él. Me di cuenta de que el niño tomaba las cosas como venían. Si estaba el caballero, le gustaba hablarle, puesto que le había ofrecido una cometa…, y luego, si no estaba allí, le daba igual. Así era la vida para Kendal.

Sentí un gran alivio. Pero las visitas hablaban continuamente de lo que llamaban situación inquietante.

—¿Tanto va a durar el segundo Imperio? —me preguntó uno de los visitantes.

—No lo crea —dijo otro—. No me fío de esos prusianos.

Pero yo estaba sólo preocupada por mis propios asuntos y no prestaba atención a esas cosas.

El mes de junio fue muy caluroso. Y entramos en el que fue para Francia el fatal mes de julio de 1870.

Nicole llegó un día sin aliento y me informó que se había declarado la guerra entre Francia y Prusia.

Aquel mismo día recibí una carta que me quitó de la cabeza la noticia de la guerra. Era de Clare, y la noticia que me daba me dejó abatida. Escribía:

«Querida Kate:

»No sé cómo decírtelo. Ha sido un golpe terrible. Tu padre ha muerto. Fue inesperado. Estaba ya casi totalmente ciego. Fingía resignarse, pero en realidad nunca lo hizo. Solía subir al estudio donde tú y él fuisteis tan felices juntos y se quedaba allí sentado durante horas. Me destrozaba el corazón.

»Dormía mal y pedí al doctor que le diera algo para hacerlo descansar de noche. Creí que eso lo ayudaría. Y luego, una mañana, cuando fui a despertarlo, lo encontré muerto.

»Parecía en paz, tendido en la cama. Tenía un aspecto joven, como si se sintiera feliz.

»Todos fueron muy comprensivos. El juez dijo que era una tragedia que un gran artista se viera despojado de lo que le era más necesario. Otros pueden perder la vista y aceptan más fácil mente su destino. Pero no ocurre así con un hombre para quien el trabajo lo ha significado todo.

»Determinaron que se suicidó cuando tenía la mente perturbada. Pero su mente era tan clara como siempre. Simplemente creyó que no podía continuar sin ver.

»No sé qué haré, Kate. Por el momento, estoy indecisa. En tu lugar, no vendría. Sólo te sentirás más desgraciada. Todo el mundo se muestra muy bondadoso conmigo. Frances Meadows me hizo quedar en la vicaría, desde donde te escribo, y Hope me ha pedido que me vaya con ellos, lo cual haré a fines de semana. Cuando recibas esta carta, probablemente estaré en casa de Hope.

»No puedes hacer nada, Kate. Tal vez vaya a verte más adelante y entonces podremos hablar de todo.

»Tu padre hablaba constantemente de ti. Todavía el día antes de su muerte repetía que se sentía muy contento con tus éxitos. Hablaba del niño también. Era como si sintiera que podía morir tranquilo sabiendo que se continuaría la tradición.

»Querida Kate, sé que esto es un golpe terrible para ti. Tratará de emprender una nueva vida. Me siento desolada y desgraciada, pero doy gracias a Dios por tener tan buenos amigos. No sé qué haré. Venderé la casa, creo, si estás de acuerdo.

»Me legó la casa y lo poco que tenía, menos las miniaturas, desde luego. Son para ti. Tal vez te las lleve a París algún día.

»Me temo que te he escrito todo esto con cierta tosquedad. He redactado esta carta tres veces. Pero me parece que no hay manera de suavizar el golpe, ¿verdad?

»Sabes que te quiero, Kate. Tenemos que vernos pronto. Hay muchas cosas por decidir.

CLARE».

La carta se me cayó de la mano.

Nicole entró y anunció:

—El emperador mandará las fuerzas francesas. Atravesará el Rin y obligará a los estados alemanes a permanecer neutrales Pero ¿qué te pasa?

—Mi padre ha muerto —le dije—. Se mató.

Me miró asombrada. Recogí la carta y la puse en sus manos.

—¡Dios mío! —murmuró.

Era por naturaleza bondadosa y siempre me asombró ver cómo pasaba de ser una mujer de mundo elegante e ingeniosa a ser una amiga comprensiva y tierna.

Ante todo, preparó una taza de café muy fuerte, que insistió en hacerme beber. Me habló de mi padre, de su talento, de su trabajo… y de cómo éste había súbitamente cesado.

—Era demasiado, no podía soportarlo —dijo—. Perdió su mayor tesoro…, la vista. Nunca habría podido ser feliz sin ella. Tal vez ahora lo sea.

Me sentí mejor hablando con Nicole, y una vez más agradecida.

*****

Supongo que, por lo que acababa de suceder a mi padre, sólo me interesé superficialmente por la guerra, acerca de la cual cuan tos me rodeaban no dejaban de hablar.

Cuando llegó la noticia de que los franceses habían echado del Sarre a un destacamento alemán, los parisienses enloquecieron de alegría. Se bailó por las calles y la gente entonaba canciones patrióticas, gritaba «¡Viva Francia!», y «¡A Berlín!». Hasta las modistillas, con sus cajas colgándoles del brazo, hablaban con excitación.

¿Por qué se hablaba con tanta intensidad? Yo, desde luego, no tenía bisabuelos que hubiesen vivido la revolución.

—Hay personas —me dijeron— que desde entonces han estado siempre pensando que vivían sobre un volcán.

—El emperador no tiene derecho a entremeterse en el conflicto danés y austro prusiano —dijo uno.

En cuanto a mí, no lograba pensar en nada que no fuese mi padre. Cuando lo vi por última vez, me pareció feliz, contento de su matrimonio con Clare, alegre por mis éxitos y porque creía que Kendal sería también pintor. Y mientras tanto habla guardado para sí sus pensamientos.

¡Si por lo menos los hubiese compartido conmigo!

Hubo momentos en que estaba decidida a marchar a Inglaterra.

—¿De qué serviría? —me decía Nicole.

Era cierto. ¿Qué haría yo? Estaba muerto y enterrado. No podía hacer nada, absolutamente nada. Además, ¿iba a dejar al niño?

Ni pensarlo. Me acordaba del barón merodeando por el parque. ¿Qué sucedería si yo me ausentaba de París?

—Además —continuaba Nicole—, no es fácil viajar en tiempo de guerra. Quédese donde está. Espere un tiempo. Se sobrepondrá al golpe que ha recibido. Deje que Clare venga. Podrán hablar y consolarse la una a la otra.

Me parecía un buen consejo.

Luego, las cosas empezaron a cambiar. El optimismo dejó lugar a la inquietud. La guerra no marchaba tan bien como pareció al comienzo. Lo del Sarre sólo había sido una escaramuza y el único éxito de los franceses.

Por las calles se notaba el desencanto de la gente, muy tornadiza, después de haber aplaudido con entusiasmo la victoria, se hundía ahora en el pesimismo y se preguntaba qué sucedería.

El emperador estaba con el ejército. La emperatriz se había instalado en París como regente. Se desvanecía la convicción del principio de que todo acabaría pronto y se daría una buena lección a los prusianos. El ejército francés no era lo que se creyó. En cambio, los prusianos eran disciplinados, ordenados y estaban decididos a vencer.

Todo el mundo hablaba de guerra. Algunos decían que se trataba de contratiempos momentáneos. No era posible que un gran país como Francia fuese humillado por un pequeño país como Prusia.

Incluso cuando comenzaron a cancelar las sesiones de pose y algunos de mis clientes dejaron París para irse al campo, seguí pensando en mi padre e imaginando lo que debieron ser sus reflexiones cuando tomó su fatal decisión. Hasta que no oí que los prusianos se acercaban a Metz y que las tropas del emperador retrocedían desordenadamente, bloqueando las carreteras e impidiendo la llegada de suministros al ejército, no comencé a darme cuenta de que nos enfrentábamos a un verdadero desastre.

Entonces llegaron las noticias de la catástrofe de Sedán y de que el emperador, con ochenta mil soldados, había caído prisionero de los prusianos.

—Y ahora ¿qué pasará? —preguntó Nicole.

—No podemos hacer otra cosa que esperar a ver lo que sucede.

Por las calles la gente estaba furiosa. Los que habían puesto por las nubes al emperador y gritado «¡A Berlín!», lo denostaban ahora.

La emperatriz había huido a Inglaterra.

Llegó septiembre. ¡Quién hubiese creído que pudiera haber tantos cambios en tiempo tan breve!

Esos pocos días me parecieron interminables.

—Se firmará la paz —dijo Nicole—. Tendremos que aceptar sus condiciones. Y todo volverá a la normalidad.

Dos días después de la caída de Sedán, vino a visitarnos el barón.

Estaba yo bajando al salón cuando oí voces.

Abrí la puerta y me quedé sobrecogida. El barón se me acercó rápidamente y, tomándome una mano, la besó. La retiré en seguida y miré con reproche a Nicole. Tuve la impresión de que ella lo había invitado.

Pero no era así, y él mismo borró inmediatamente esa impresión.

—He venido a avisarlas —dijo—. ¿Saben lo que está sucediendo?

No esperó a que contestáramos.

—Es… es la catástrofe. Hemos permitido que un imbécil gobernara Francia.

—Hizo cosas buenas —atajó Nicole, defendiendo al emperador—. Pero no es un militar.

—Pues si no es un militar, que no vaya a la guerra. Engañó al país haciéndole creer que disponía de un ejército capaz de combatir, cuando estaba sin medios, sin preparación. No teníamos ni una posibilidad de vencer a los alemanes. Pero estamos perdiendo el tiempo y Dios sabe que no disponemos de mucho.

—El barón sugiere que salgamos de París —dijo Nicole.

—¿Salir de París? ¿Para ir a dónde?

—Nos ofrece refugio en su castillo hasta que podamos hacer planes.

Mi respuesta fue rápida:

—No tengo la menor intención de ir a Centeville.

—¿Sabe usted cuál es la situación? —preguntó el barón.

—He leído las noticias. Sé que ha habido un desastre en Sedán y que el emperador ha caído prisionero.

—¿Y esto no le basta para alarmarse?

—Nada me induciría a ir a su castillo —lo reté—. Ya he estado antes en él.

—La situación es grave, Kate —afirmó Nicole.

—Ya lo sé. Pero me quedaré. Aquí es mi casa, ahora, y si las cosas empeoraran tanto que no pudiera quedarme, podría ir a Inglaterra.

—No le resultaría fácil viajar en tiempos de guerra.

Lo miré fijamente y no podía apartar su imagen en aquella torrecilla del pabellón de caza, con su mirada de triunfo y la determinación de imponer su voluntad.

—Me quedaré aquí —repetí con energía.

—Es una tontería. ¿No se da cuenta de lo que significa tener a una fuerza enemiga ocupando su país?

—Y usted ¿qué? Está en el mismo país.

—Los prusianos no vendrán a mi castillo.

—¿Por qué no?

—No lo permitiré.

—¿Usted se enfrentará al ejército prusiano?

—Estamos perdiendo el tiempo —dijo—. Prepárese para partir en seguida.

Miré a Nicole y le manifesté:

—Váyase, si quiere. Yo me quedo.

—Kate, no estará a salvo.

—Tengo que escoger entre dos males. Prefiero quedarme. El barón me miraba con esa expresión de sorpresa que le había visto ya otras veces.

—Vaya, Nicole —agregué—. Usted le cree. Yo, no.

Él se encogió de hombros, con un gesto de impotencia. Nicole insistió:

—Ya sabe que no los dejaré, a usted y a Kendal.

El barón se encogió otra vez de hombros.

—Entonces no puedo hacer nada más. Adiós, señoras. Y que su suerte sea mejor que su sentido común.

Y con esto, se marchó.

Nicole se sentó y se quedó mirando al frente.

—Debió usted marcharse con él —le dije. Movió negativamente la cabeza.

—No, me quedaré. Ésta es mi casa. Usted y el niño son mi familia.

—Pero cree que hago mal.

Se encogió de hombros, como había hecho él poco antes.

—Habrá que verlo —terminó.

*****

Aquellos días de septiembre fueron extrañamente irreales. Había bruma era la mañana y, al levantarse el sol, la ciudad aparecía como dorada por él. En las calles se notaba la tensión, mientras la gente aguardaba noticias.

Todo París estaba en contra del emperador, al que consideraban un traidor. Hacía poco tiempo que lo habían aclamado, a él y a la emperatriz. Ahora los despreciaban. Había ocurrido lo mismo con los reyes, decían. Los Bonaparte se habían comportado como si fueran reyes y París ya rechazó a esos gobernantes extra ochenta años antes.

Aquellos días pude vislumbrar lo que debió de ser la vida de París antes de que estallara la revolución.

Cuando Francia proclamó, una vez más, la república, hubo mucho entusiasmo por las calles. No más reyes. No más emperadores. Ésta era la tierra del pueblo.

Pero esto no detenía el avance alemán, y cuando septiembre se terminaba vino el golpe definitivo. Estrasburgo, uno de los últimos baluartes franceses, capituló. El ejército enemigo marchaba hacia París.

Cuando llegó la abrumadora noticia: el rey de Prusia estaba en el palacio de Versalles.

Hacía ya algún tiempo que habíamos comenzado a sentir las consecuencias de la guerra. Los alimentos desaparecían rápidamente de las tiendas. Nicole había dicho que debíamos comprar cuanto pudiéramos. Si teníamos abundante harina, por lo menos podríamos hacer pan. Mientras fue posible, seguimos comprando.

Llegó un día que nunca olvidaré. Nicole salió a ver lo que lograba comprar y, mientras estaba fuera, comenzó el bombardeo.

Oí la explosión y me pregunté qué era. Supuse que había combates en las afueras de la ciudad. Me preocupaba Kendal y pensé que yo hubiera debido escuchar al barón. Tuvo razón. Hubiéramos debido dejar París.

No hubo más que aquella explosión.

Kendal estaba en el estudio tomando su clase con Jeanne. Como desde hacía semanas ya no tenía clientes, empleábamos el estudio para las clases.

Estaba pensando que Nicole tardaba mucho en regresar cuando oí que el portero me llamaba.

Corrí escaleras abajo. Había un muchacho en la entrada.

—Madame Collison —dijo—, por favor, venga en seguida al Hospital Saint Jacques. Hay una señora que pregunta por usted.

—¿Una señora?

—Madame Saint Giles. Está herida. Esos malditos alemanes…

Sentí miedo. La explosión. Habían bombardeado París, y Nicole…

Debía acudir tan aprisa como pudiera, pero pensé en Kendal.

—Espéreme un momento —dije—. Tengo que decirles a dónde voy.

Llamé a Jeanne.

—Madame Saint Giles está herida —le expuse brevemente—. Voy a verla al hospital. Cuide de Kendal mientras estoy fuera. Jeanne asintió. Podía confiar en ella.

Afortunadamente, el hospital estaba sólo a algunas manzanas de distancia, y a los pocos minutos llegué a él.

Nicole —a la que casi no pude reconocer— estaba tendida en una cama, envuelta en una bata blanca en la que había manchas de sangre.

Me dejé caer de rodillas y la contemplé. Me reconoció.

—Kate —murmuró.

—Estoy aquí, Nicole. Vine tan pronto como me enteré.

—Están bombardeando París. Nos rodean. Corría hacia casa para decírselo.

—No debería hablar.

—Tengo que hablar, Kate.

—No —dije—. No debe, hacerlo. ¿Está bien aquí? ¿Qué puedo hacer? ¿Le duele mucho?

Movió la cabeza.

—No siento nada. Algo me sucedió que…

—¡Nicole! —Exclamé, abrumada por los remordimientos—. No hubiese estado ahí, sino con el barón, de no ser por mí.

—Kate…

—Sí, diga.

Me dirigió una sonrisa triste. No había color en su cara. Parecía muerta, salvo sus ojos.

—Quiero… quiero decirle que…

—No debe hablar.

—Es el fin para mí. Herida en una calle de París. A menudo me pregunté cuál sería mi fin. Ahora ya lo sé.

—Trate de dormir.

Sonrió.

—Quiero que comprenda que…

—Lo comprendo, querida amiga. Comprendo que nunca habría resuelto mis problemas de no ser por usted.

Los ojos se me velaron de lágrimas.

Ella parpadeó. Creo que trataba de mover su cabeza negativamente.

—Fue él, Kate.

—El barón.

—Está a salvo en su castillo normando —dije.

—Kate, trate… trate de comprender. Fue él. Es su casa… Quería estar seguro de que se encontraba usted bien.

¿Qué trataba de decirme?

—No se excite —dije—. Poco importa lo que fuera. Tanto me da, ahora.

—Sí, sí —murmuró—. Trate de comprenderlo, Kate. Es bueno en el fondo.

Le sonreí, y en su voz hubo un tono de impaciencia.

—Me envió… a buscarla, Kate. No fue por azar. Quería estar seguro de que alguien se ocupara de usted.

—¿Quiere decir que supo siempre donde yo estaba?

—Es su casa… Se ocupó de todo, Kate, lo pagó todo, hasta el parto. Y siempre se ha interesado por todo. Envió a los clientes. Va ve que le importa usted, Kate.

Eso era demasiado. Un golpe tras otro. Me había protegido. Estaba enterado de mi paradero. Debió adivinar que tendría al niño. Envió a Nicole para que me cuidara, para que fingiera amistad. ¡No, eso no! Había sido mi verdadera amiga. Pero al principio él la mandó, La casa elegante y cómoda, con su estudio tan apropiado, se la debía a él. Nicole le había informado regularmente y, por último, él acudió a ver a su hijo en el parque.

Era una revelación cegadora, pero no me parecía importante con Nicole yaciendo allí, herida, muriéndose… Sí, estaba muriéndose. Nunca volvería a casa. Aquella vida bohemia suya, en elegantes salones, como amante de uno de los hombres más poderosos de Francia, terminaba en una calle de París, y ahí estaba, en un hospital para pobres.

—¡Nicole! —Exclamé—. Querida Nicole, debe curarse. Debe volver con nosotros.

Me sonrió. Sus ojos comenzaban a ponerse vidriosos.

—Esto se acaba —dijo—. Termina. Estoy malherida. Sé que es el final. Me alegra que viniera usted, Kate. Tenía que hablarle… entes de irme. Perdónele. Hay en él mucho de bueno. Usted lo descubrirá.

—No hable de él.

—Debo hacerlo, Tengo que explicarle cómo sucedió todo. Yo le amaba… a mi manera. El me amaba… a su manera…, a la ligera. No como la ama a usted. Puede usted hacer que aflore lo que hay en él de bueno. Por favor, inténtelo.

—No debería pensar en él, Nicole, descanse. Se pondrá bien. ¿Qué haríamos sin usted?

—¿Me perdona?

—No hay nada que perdonar. Es usted quien debería perdonarme. La retuve en París. No debí sugerirle que se quedara. Usted sabía que eso era lo sensato y quiso hacerlo, pero porque me negué… ¡Oh, Nicole!, ¿cómo podré nunca agradecerle todo lo que ha hecho por mí?

Él lo hizo.

—No, Nicole, usted lo hizo, usted.

—Por favor, Kate.

Me rogaba y yo sabía que estaba muriéndose.

Asentí con la cabeza y vi cómo cambiaba su expresión. Creo que se sintió en paz.

Cerró los ojos. Respiraba con dificultad. Me senté. Me imaginaba que mi presencia la reconfortaba. Debió transcurrir media hora antes de que su respiración cambiara. Comenzó a jadear, a hacer ruidos estentóreos, a dar boqueadas.

Corrí a buscar a alguien. Encontré a una enfermera y la llevé al lado de Nicole.

—Estaba muy malherida —explicó la enfermera—. No podía salvarse.

Luego cerró los ojos de Nicole y corrió la sábana sobre su cara.

Salí del hospital tambaleándome. No podía creerlo. ¡Nicole muerta! Por la mañana estaba viva, animada…, mi más querida amiga, la única en quien confiaba. Y ahora se había ido. En me nos de una hora. La vida es dura, bien lo sabía yo, pero nunca se me había ocurrido que la tragedia pudiera llegar tan de súbito.

«Que tengan más suerte que sentido común», resonaba en mi mente la voz del barón. Vino a buscarnos. Se había ocupado de nosotras, siempre. No había sido la amistad lo que, al principio, indujo a Nicole a ayudarme. Lo hizo por instrucciones del barón.

Y ahora Nicole estaba muerta. ¿Cómo iba a decir a Kendal que nunca volvería a verla? ¿Cómo podría olvidar jamás que, de no ser por mí, ella no hubiese estado en París, que se hallaría viva en aquel mismo momento?

Me embargó el terror. Balas como las que habían quitado la vida a Nicole podían arrebatárnosla a cualquiera de nosotros en cualquier momento. ¡Dios mío!, pensé. ¡Kendal!

Corrí tan aprisa como pude.

La casa estaba todavía allí. Casi no esperaba hallarla intacta. La guerra. Estábamos en guerra. Nunca imaginé verme envuelta en una guerra. Y ahora había llegado con todas sus tragedias, su destrucción, sus muertes, sus vidas arrancadas…

Entré corriendo en la casa, gritando:

—¡Jeanne, Jeanne! ¡Kendal!… Aprisa. ¿Dónde estáis?

Jeanne bajó corriendo. Tenía el rostro lívido. Estaba evidentemente desesperada.

—¿Dónde está Kendal? —pregunté.

—Se ha ido…, está a salvo —contestó—. El caballero del parque…

La casa dio vueltas en torno a mí. Sentí otra vez terror.

—Llegó apenas se hubo ido usted. Dijo que París no era lugar para el niño. Que se lo iba a llevar a un sitio seguro. Traté de impedirlo, pero sé lo llevó.

—¿Se llevó a Kendal?

—Gritaba que no quería ir sin su madre, pero lo tomó en brazos y se lo llevó a la fuerza.

Me cubrí la cara con las manos y murmuré:

—No puede ser verdad. Se lo ha llevado a Centeville. Tengo que seguirlos… Jeanne, Nicole ha muerto.

Me miró asombrada.

—Acabo de estar con ella —balbucí—. Y mientras yo estaba con ella, el barón ha aprovechado para llevarse al niño. Jeanne, vamos a seguirlos. Sé dónde lo ha llevado. Venga conmigo. No puede quedarse aquí. Si hubiese visto a Nicole…

—¿Cómo podemos ir donde están?

—No lo sé. Pero hemos de salir inmediatamente. Tomaré todo el dinero que pueda. No hay momento que perder. Hemos de seguirlos.

Corrí a mi cuarto. Recogí el dinero que había en la casa. Me puse la capa. Actuar, actuar desesperadamente era la única manera de sobrevivir a una situación como aquélla.

Bajé las escaleras. Jeanne me esperaba abajo. Grité:

—¡No perdamos tiempo!

La puerta se abrió y allí estaba él, el barón, con Kendal de la mano.

Proferí un grito de alivio y corrí hacia mi hijo, me arrodillé para abrazarlo, apretándolo fuertemente contra mí. Parecía desconcertado, pero era visible que compartía mi alivio.

—No hay momento que perder —dijo el barón—. Veo que se han vestido ya. ¿Dónde está Nicole? Dígale que venga.

Lo miré unos segundos, incapaz de hablar.

—Dese prisa —gritó—. La ciudad estará sitiada dentro de unas horas, tal vez lo esté ya. Vaya a buscar a Nicole, rápido…

—Nicole ha muerto. Acabo de dejarla —le hice saber—. En el hospital. La malhirieron en el bombardeo. Estuve con ella hasta que murió.

Se quedó anonadado. Nunca lo había visto, antes conmovido.

—¡Nicole, muerta! —le oí murmurar—. ¿Está… está segura?

—Acabo de dejarla. Allí estaba. Vinieron a buscarme.

Me alejé de él.

Le oí decir:

—Era una mujer buena, de las mejores… —Luego se recobró—: Vamos: no podemos perder más tiempo.

Miró a Jeanne.

—Usted también. No puede quedarse aquí —le indicó.

Salimos a la calle. Apenas si había gente. El cañoneo las había metido en las casas.

—Tengo unos caballos aquí cerca —dijo el barón—. Saldremos tan aprisa como podamos. Vamos… Cada minuto cuenta.

Estábamos en lo alto de la calle cuando oímos la segunda explosión de la jornada.

Creo que ese fue el peor momento de toda mi vida. Un edificio a nuestro lado recibió el impacto. Pareció como si el tiempo se volviera lento. Vimos cómo el edificio se tambaleaba como un borracho, y luego comenzó a derrumbarse lentamente. La fachada se desplomaba sobre el suelo Kendal miraba e1 espectáculo como hipnotizado. Oí cómo el barón le gritaba. El chico se volvió, pero no tuvo tiempo de moverse antes de que estallase un ruido ensordecedor y nos rodeara un polvo cegador.

Kendal estaba en el suelo. Aquella masa de piedras y ladrillos iba a abatirse sobre él. Corrí, pero el barón fue más rápido. Era tarde ya para recoger al niño, de modo que se echó sobre él, para protegerlo.

Grité. No pude ver nada durante uno o dos segundos a causa del polvo.

—¡Kendal! —grité desesperadamente.

Y me encontré arrodillada junto a ellos, apartando los ladrillos.

Había sangre en una pierna del barón. Yo seguía llamando a Kendal.

El niño salió arrastrándose y se levantó delante de mí. Sentí una loca alegría, puesto que parecía no tener ninguna herida.

Pero el barón yacía allí, entre los ladrillos y el polvo, inmóvil y silencioso…

Jeanne, Kendal y yo nos arrodillamos al lado del barón. Parecía tener la pierna doblada debajo de él. Estaba sin sentido. Pensé que había muerto. Me embargaron extrañas emociones. Aquella misma mañana había visto a la muerte Pero el barón no podía morir. Era indestructible.

—Hemos de buscar ayuda en seguida —le urgí a Jeanne.

Jeanne se levantó. La gente comentaba a salir de las casas, para ver qué daños había causado el cañonazo. La llamamos y pronto hubo un grupo en torno a nosotros. No podía apartar los ojos del barón, tendido allí, inerte, con sangre en su ropa, con su rostro siempre tan fresco y sonrosado, ahora mortalmente pálido, los ojos cerrados. Sentí un terrible vacío.

Nicole, mi querida amiga, se había ido para siempre y su muerte me dejaba una tristeza que me acosaría toda la vida. Pero no podía imaginar mi vida sin el barón, para recordarlo, maldecirlo, odiarlo.

Trajeron una escalera y lo tendieron en ella, a modo de camilla. Dijeron que lo llevarían al hospital.

Propuse, sin pensarlo:

—Tráiganlo a mi casa. Podemos cuidarlo… Y, por favor, vayan a buscar a un médico…, rápido.

Lo llevaron a la casa. Kendal seguía a mi lado.

*****

Así comenzó el sitio de París, el período más trágico y humillante de la historia de esa gran ciudad.

Durante el día siguiente, pensé poco en la guerra. Mi mente estaba concentrada en el paciente. El médico había venido. Parte del hueso de la pierna derecha del barón estaba hecho astillas, aplastado. Podría a lo mejor caminar de nuevo, tal vez con ayuda un bastón. Sus órganos genitales no sufrieron daño y la pérdida sangre no había sido excesiva para un hombre como él. Se recobraría y podría continuar su vida, pero un tanto restringida.

Permanecí al lado de su cama durante la primera noche. Estaba inconsciente y todavía no sabíamos la gravedad del daño que sufrió. Me alegré que no me obligaran a llevarlo al hospital, donde habla otras víctimas del bombardeo. Dije que podía cuidarlo con ayuda de Jeanne, y el doctor sé alegró de esta solución.

Me enseñó a vendar la pierna. La herida me sobrecogió. Sabía que debía dolerle mucho, pero el barón lo soportó con la entereza que cabía esperar de él.

Con ayuda de Jeanne, trasladamos las camas a la planta baja, para estar todos en el mismo piso y cerca los unos de los otros. Seguía temiendo encontrarme separada de Kendal.

Cualquier ruido nos sobresaltaba, pues temíamos que el bombardeo comenzara de nuevo, pero no fue así, y las calles estaban silenciosas.

¡Qué noche extraña, aquella primera noche, sentada a la cabecera de su lecho! No podía creer que la noche antes yo había dormido en mi cama, con Nicole en su cuarto y Kendal en el suyo.

Temía por Kendal. Reviví una y otra vez aquel terrible momento en que creí que el edificio iba a enterrarlo. Si el barón no se hubiese lanzado sobre él, si no lo hubiese protegido, mi hijo habría muerto sepultado.

¡Qué extraño era que lo debía a ese hombre! Mi humillación, mis éxito y ahora la vida de mi hijo.

Me parecía seguir oyendo la voz de Nicole: «Hay en él cosas buenas… Puede descubrirlas». Sí, había descubierto algo ya. Vino a salvarnos, con riesgo de su vida, como lo probó. Y protegió la vida de mi hijo.

Me quedé sentada en la oscuridad de la noche. No encendí ninguna vela. Nicole había dicho, unos días antes, que debíamos guardar las velas y ahorrarlo todo, porque habría escasez.

Así pues, sentada, vi cómo llegaba la aurora, mientras observaba el perfil de su rostro dormido, al que había vuelto cierto color.

—¿Estoy muerto? —preguntó.

—No —le contesté con energía—. No puede morir…, el barón no.

Ya no tenía el aspecto cadavérico de antes. Respiraba con menos dificultad. Supe que viviría y sentí en mi corazón una profunda alegría.

Cerré los ojos y pensé: «Suceden demasiadas cosas en tan corto tiempo». Supongo que la muerte siempre está cerca, pero en épocas como ésta se acerca aún más. Nicole, que siempre parecía tan viva, de repente, caminando por la calle, es alcanzada por los destrozos de una bomba y se acabó. Y el barón… Pudo sucederle a él también tan fácilmente…

Era la guerra. La había soslayado, sin prestarle atención. Estúpidas guerras que los hombres libran para divertirse, pues nadie sale bien parado de ellas. Y la gente muere. Los que uno ama salen a la calle y se acabó.

Abrí los ojos. Me estaba mirando.

—Kate —murmuró. Me incliné hacia él.

—¿Cómo se siente?

—Extraño —repuso—, muy extraño.

—Fue el bombardeo. Le cayó encima un muro.

—Ya recuerdo… —E inmediatamente preguntó—: ¿Y el niño?

—Sin un rasguño.

—¡Gracias a Dios!

—Gracias a usted también.

Una sonrisa afloró a sus labios y cerró los ojos.

Sentí las lágrimas inundar los míos. Pensé: «Se pondrá bien. Es indestructible».

Me alegré de que estuviera con nosotros. Incluso tendido en la cama, más muerto que vivo, me daba una sensación de seguridad.

Kendal se había deslizado en el cuarto. Le tendí fa mano y corrió hacia mí.

—¿Le duele mucho?

—Creó que sí.

—¿Creí que le gustará venir al parque para lanzar la cometa mañana?

—Mañana, no —le dije—. Pero tal vez otro día…

Los días que siguieron parecían irreales. Mis pensamientos estaban únicamente dedicados en cuidar del barón; nuestra principal ocupación. Fue un alivio cuando el bombardeo cesó y reinó el silencio, aunque era un silencio ominoso. El barón pasó esos primeros días casi siempre dormido. El doctor me había dado algo para hacerle dormir y me había enseñado cómo limpiar y vendar la herida. Era un joven serio, muy preocupado por la situación.

—Esperábamos gran número de heridos —me explicó—, pero crea que el enemigo se da cuenta de que esta táctica no le sale bien. Pueden destruir mucho, pero París es grande, y si la gente ve que atacan a su ciudad, se empecina. Los prusianos saben cómo llevar la guerra y sospecho que tratarán, de forzar la rendición por el hambre.

—Es una perspectiva horrible.

—Para París, sí. Esos Bonaparte son responsables de muchos males.

Era un firme republicano, pero no me importaba la política y le agradecía lo que hacía por nosotros.

Jeanne me ayudaba maravillosamente. Salía todas las mañanas a buscar lo que pudiera comprar, y constituía un gran momento, muy excitante, ver lo que su cesta contenía a su regreso. Teníamos en casa una cantidad considerable de harina, de modo que podíamos cocer pan, y esto nos sostendría un tiempo, aunque faltara todo lo demás.

Por las tardes salía con Kendal a pasear un rato, mientras Jeanne se quedaba en casa, por si acaso el barón necesitaba algo. Nunca nos alejábamos de la casa ni perdía de vista a Kendal.

Le expliqué lo que había sucedido a Nicole. Era un chico muy inteligente, y una vez más me sorprendí por la manera como los niños se adaptan a las circunstancias. Parecía comprender que había una guerra, que los franceses la habían perdido y que por esto vivíamos en una ciudad asediada.

Se veían poquísimas cosas en las tiendas. La mayor parte de lo que se comía en París procedía de los pueblos circundantes. Muchas veces había oído el ruido de los carros que se dirigían al mercado central de Les Halles. Ahora, nadie venía a París y nadie salía dé París.

Los días transcurrían en una rutina muy tranquila en apariencia. Era una monotonía de mal agüero, porque durante un sitio nada permanece por mucho tiempo quieto.

El barón iba recobrando sus energías. No tenía aún la pierna curada, pero su constitución era tan fuerte que le permitía recobrarse aprisa de la pérdida de sangre.

Podía ya sentarse. Le levantaba la pierna con almohadas y encontré un bastón que podía utilizar para moverse un tanto. Pero incluso dar unos pasos significaba un esfuerzo tan grande que, al principio, se dejaba caer exhausto al cabo de unos minutos.

Era extraño verle despojado de esa fuerza que formaba tan estrechamente parte de su personalidad.

—Está usted cono Sansón, privado de su cabellera —le dije.

—Recuerde —repuso— que el cabello le volvió a crecer.

—Sí. Y usted recobrará las fuerzas.

—¿No me quedaré inválido?

—Tuvo suerte. Pudo ser peor.

—Pudo ser mejor también —agregó con ironía.

—Está usted pensando que si no hubiese rehusado tercamente salir de París, cuando nos lo propuso, no le habría sucedido esto y que Nicole estaría con nosotros.

Se me quebró la voz y él reconoció:

—Todos cometemos errores… a veces.

—Hasta usted —repliqué, con un chispazo de mi vieja inquina.

—Sí —aceptó—, hasta yo.

Nuestra relación había cambiado. Era inevitable que así fuese. Él era el paciente y yo la enfermera; vivíamos ambos en una situación repleta de peligros. No sabíamos si en el instante siguiente nos llegaría la muerte.

Mi esperanza era que si sobrevenía la muerte no se llevara a Kendal o al barón, sino a mí. Solía permanecer despierta, de noche, y pensar: «Si me muriera, él se ocuparía de Kendal. Se interesa por él. Salvó su vida. No quisiera que mi hijo se criara para convertirse en una persona como él, pero lo protegería y, además, lo quiere. ¡Dios mío, por favor, déjalos que vivan y tómame a mí!».

No había servicio doméstico. Los criados se habían marchado antes de la muerte de Nicole. Algunas doncellas tuvieron la sensatez de salir de París. Eran muchachas del campo que podían ir a sus casas. Quedábamos, pues, solamente Kendal, el barón, Jeanne y yo. El portero y su mujer estaban en su apartamento y se mantenían distantes.

Pasaba mucho tiempo con el barón. Cuando entraba en su cuarto, me daba cuenta del placer que le hacía brillar los ojos. A veces decía:

—Ha estado usted mucho rato fuera.

Y yo replicaba entonces:

—Ahora ya no necesita que lo cuiden a todas horas. Va mejorando. Tengo otras cosas que hacer, ¿sabe?

Le hablaba así, con un deje de aspereza, como solía hacerlo antes. No creo que él deseara que cambiara la situación y yo tampoco.

—Siéntese allí —me decía—. Hábleme. Cuénteme lo que hacen ahora esos locos.

Entonces le relataba lo que me habían contado de la guerra, que los prusianos rodeaban París y penetraban por el norte del país.

—Tomarán las ciudades —comentaba—. Pero no se entretendrán en lugares como Centeville.

Luego le contaba que las mercancías habían desaparecido casi completamente de las tiendas y que nos resultaría difícil alimentar nos, si seguíamos así.

—Y se ha cargado usted con una boca más.

—Se lo debo. Y me gusta pagar mis deudas.

—De modo que la balanza ha cambiado. Usted está entre los acreedores ahora.

—No —repliqué—. Pero usted salvó la vida de mi hijo y por eso lo cuidaré hasta que pueda caminar por sí solo.

Trató de tomarme la mano, pero la retiré.

—¿Y aquel pecadillo? —preguntó.

—¿Aquel acto de barbarie? No, eso sigue en la cuenta.

—Trataré de obtener la remisión de mis pecados —murmuró humildemente.

Así eran nuestras conversaciones, como siempre fueron, aunque de vez en cuando brillaba en ellas una nota ligera y de humor.

Mejoraba aprisa, La pierna se curaba y podía ya dar paseos largos por la casa sin agotarse. Pero por las tardes yo insistía que descansara, mientras sacaba a Kendal a dar una vuelta y dejaba Jeanne encargada de la casa.

Lo encontraba escrutando la puerta, en espera de mi regreso.

—Quisiera que no diera usted esos paseos por las tardes —murmuraba él.

—Hemos de salir de vez en cuando. Nunca nos alejamos de la casa.

—Padezco hasta que regresan, y esto no es bueno para mí.

Cualquier enfermera sabe que los pacientes no han de estar sujetos a ningún padecimiento. Retrasa la curación.

—Lamento que piense que no merezco ser enfermera.

—Kate —refirió—. Venga y siéntese. Usted merece ser cualquier cosa que quiera ser. Voy a decirle algo poco común. Aquí inmovilizado, probablemente tullido de por vida, en una ciudad sitiada, en un cuarto por cuya ventana la muerte puede asomarse en cualquier momento, sin saber qué tragedia me alcanzará…, y me siento feliz. Creo que más feliz que en cualquier momento de mi vida.

—Entonces, su existencia debe haber sido muy miserable.

—Miserable, no. Sin valor. Eso es, sin valor.

—¿Cree que tiene más valor estar aquí tendido, recobrándose, comiendo cuando podemos conseguir comida, y hablándome?

—Es precisamente esto, hablarle, tenerla cerca, ver que me cuida como un ángel de la guarda, que no me permite permanecer de pie demasiado tiempo, que me trae la comida…; todo esto es lo más extraño que me haya jamás sucedido.

—Situaciones como ésta tampoco han sido frecuentes en mi vida.

—Kate, todo esto significa algo.

—¿De veras?

—Sí, que soy feliz, más feliz que nunca lo haya sido, porque estoy con usted.

—Si estuviera usted bien —le recordé— se buscaría un caballo y en menos de una hora saldría de la ciudad.

—Me llevaría algo más que esto. Y pronto no quedarán caballos. Se los comerán.

Me estremecí.

—Algo tienen que comer —continuó—. Pero ¿de qué hablábamos? Saldré de esta ciudad con usted y el chico, y nos llevaremos a Jeanne, claro está. Pero estos días… han sido algo precioso para mí.

—Claro, se ha convencido de que podrá volver a andar algún día.

—Tal vez… arrastrando un pie.

—Mejor así que no caminar.

—Me doy cuenta de todo esto, y, sin embargo, es la época más feliz de mi vida. ¿Cómo lo explica usted?

—No creo que necesite explicarse, porque no es verdad. Los momentos más felices de su vida eran cuando triunfaba usted ante sus enemigos.

—Mi enemigo, ahora, es el dolor en esta maldita pierna.

—Y triunfa usted sobre él —observé.

—¿Es por eso que me siento tan contento con mi vida?

—Porque se cree usted el hombre más grande al que no puede ocurrirle nada malo. Los dioses de sus antepasados vikingos se encargan de ello. Si alguien tratara de herirle, el viejo Thor lanzaría contra él sus truenos y rayos o le arrojaría su martillo, y si esto no pudiera salvarlo a usted, Odín, el padre de todo, diría:

«Ahí viene uno de nuestros héroes. Que se prepare el Valhalla para recibirlo».

—¿Cree usted, Kate? Tiene usted razón tan a menudo que ya no me maravillo cada vez que hace alarde de su erudición.

—Bueno. ¿Me deja que le cure la pierna?

—No, todavía no. Siéntese y hablemos.

Me senté y lo miré.

—Qué extraño —dijo— ¡pensar que estuvimos juntos en el dormitorio de aquella torre! ¡Qué momentos! ¡Qué aventura más exultante!

—Para mí no fue precisamente esto.

—Nunca lo he olvidado.

—Ni yo tampoco —repliqué con intención.

—Cuando yacía aquí, al principio, la observaba. Fingía no tener conocimiento, pero…

—Debí imaginarme un subterfugio así, por parte suya.

—Me pareció que me miraba… con ternura.

—Estaba usted malherido.

—Sí, pero creí descubrir una ternura especial…, un interés poco usual. ¿Me equivoqué?

—Recordaba que salvó usted la vida de mi hijo.

—Nuestro hijo, Kate.

Me quedé un momento silenciosa y él continuó:

—Estoy enamorado de usted.

—Usted ¿enamorado? Es imposible…, a menos que lo esté e sí mismo, desde luego, pero eso dura desde hace tanto tiempo que no merece atención especial y es superfluo comentarlo…

—Me gusta estar con usted, Kate. Me encanta la manera como enfrenta conmigo. Gozo con ello. Me estimula. Es usted diferente de cualquier persona que conozca. Kate, la gran artista que se esfuerza tanto en convencerme de que finge despreciarme. Fingir…, ésa es la palabra clave. En su corazón, sabe usted que le gusto mucho…

—Le agradezco que salvara a Kendal, como le he dicho muchas veces. Aprecio que viniera a la ciudad a llevárselo.

—A llevarme a usted también. No debí marcharme sin usted. Podía haber salido de la ciudad… si no la hubiese aguardado.

—Vino a buscar al muchacho.

—Vine por los dos, No va usted a creer que me lo hubiese llevado dejándola a usted aquí. Quiero que sepa que no hubiese podido hacerlo.

Permanecí callada.

—Se inquieta mucho por el niño, ¿no? Asentí.

—Es un superviviente, por naturaleza. Es mi hijo. Se saldrá de esta como todos nosotros.

Temo que algo me ocurra. Sí, tengo mucho miedo de esto ¿qué será de él, entonces? Esto es lo que me atosiga. ¿Qué les sucede a los hijos de los que han muerto… o de los que mueren c hambre?

—No tiene que inquietarse por Kendal. Lo dispuse todo.

—¿Qué ha dispuesto?

—Nunca le faltará nada.

—¿Por qué lo hizo?

—Cuando lo vi, cuando estuve seguro de que era mi hijo, dispuse que siempre atendieran a sus necesidades.

—¿Qué pasará con este país? ¿Qué ocurre cuando un país es derrotado por sus enemigos? ¿De qué servirán sus disposiciones, si Francia se halla sometida?

—He tomado mis disposiciones en París y en Londres. A fin de cuentas, Kendal es medio inglés.

—¿Ha hecho eso?

—Me mira como si yo fuese una especie de mago. Tal vez no lo crea usted así, pero esas cosas son comunes y corrientes. Cualquier hombre de negocios puede tomar estas disposiciones. Me di cuenta de cómo iban las cosas aquí. Hice planes para marcharme por un tiempo, y quería llevarme al niño y a usted. En esto fracasé. De todos modos, si el chico se quedara sin ninguno de nosotros dos, hay personas en Londres que lo buscarían y encontrarían y se ocuparían de él.

No pude despegar los labios. Incluso tendido, herido, era poderoso. Tuve la sensación de que mientras estuviera allí, todo iría bien para nosotros.

—¿Está usted contenta de mí? —preguntó.

—Es muy bueno… muy considerado.

—Vamos, Kate: se trata de mi hijo. Siempre quise tener un hijo como él. Me da plena satisfacción…, como usted.

—Me alegro de que se acordara de él.

—Un día puede ser un gran artista. Lo heredará de usted. De mí heredará la buena presencia.

Se detuvo, esperando algún comentario, pero no lo recibió. Me sentía demasiado conmovida para hablar.

—La buena presencia —continuó— y la determinación de lograr lo que necesite…, fuerza, energía en el propósito.

—Y esas cualidades no podrían venirle de ninguna otra parte —dije con suave ironía.

Me había quitado de encima un gran peso.

—Si hubiese estado usted aquí cuando vine —continuó—, la hubiera sacado de París. Había pensado llevármelos a todos: usted, Nicole, el niño y, claro está, la institutriz. ¡Pobre Nicole!

—Usted la quería —murmuré.

—Era una mujer buena y una excelente amiga. Nos comprendíamos. Cuesta creer que ha muerto.

—La conoció por mucho tiempo.

—Desde que ella tenía dieciocho años. Mi padre no quería que me casara joven. Me eligió una amante. Deseaba estar seguro de que haría un matrimonio apropiado. Daba mucha importancia a la calidad de la descendencia.

—¿Cómo en la cría de caballos?

—Algo así. De todos modos, el principio es justo.

—Nicole, supongo, no tenía las cualidades necesarias.

—Nicole era una mujer hermosa e inteligente. Estuvo casada con un empleado de banca. Mis padres arreglaron las cosas con su madre. Nos entendimos y la relación resultó muy satisfactoria.

—Satisfactoria para usted y sus calculadores padres, tal vez. Pero ¿lo fue para Nicole?

—Nunca me sugirió que no le gustara la situación. Así es como se arreglan las cosas, en Francia, en familias como la nuestra. Hubo necesidad de una amante y se la buscó. El matrimonio es lo importante.

—¡Vaya, por lo menos ha aprendido esto!

—Sí, por fin lo aprendí.

—Pensó usted que la sangre principesca reforzaría a la de su familia —dije con ironía y me reí—. Es cuestión de opiniones. Y es evidente que no está usted satisfecho con su matrimonio, por mucha sangre real que haya.

—Estoy completamente decepcionado con mi matrimonio a menudo busco la manera de ponerle fin. Tendido aquí he pensado mucho en esto. Si salgo de ésta, algo haré. No me pasaré el resto de mi vida con las manos atadas. ¿No cree que sería una tontería permitir que las cosas continuaran como ahora?

—No veo qué otra cosa puede hacer. Usted forjó los planes y salieron mal. Creyó que su princesa era una muñeca a la que coger y colocar donde le diera la gana. Ella tenía la obligación de proporcionar sangre azul a la familia de Centeville…, aunque yo hubiese creído que, en opinión de usted cuando menos, ninguna sangre real podría compararse con la de un bárbaro vikingo. Sea como fuere, usted la tomó y la colocó donde quiso y entonces descubrió que no es una muñeca. Es un ser humano, vivo, cálido, que no tiene ningún deseo de hacer de la donación de sangre su misión en la vida. Se entregó a alguien que le gustaba más que el bárbaro barón. Ahora sólo puede usted hacer una cosa. Como decimos en Inglaterra: usted se hizo la cama, ahora le toca dormir en ella.

—No es así como hago las cosas. Ya debería usted saberlo.

—Si las cosas no le gustan como son, trata de cambiarlas, ¿no es eso?

—Sí, Kate.

—Bueno, y ¿qué hará? ¿Habría que conseguir una dispensa, no es cierto, para anular el matrimonio?

—Con su adulterio, no sería difícil.

Me eché a reír.

—Me alegro que la divierta —dijo.

—Claro que sí. Su adulterio. Reconozca que es divertido. Además, ¿es adulterio? Tuvo un amante antes de casarse. Hizo, aunque de una manera más humana y civilizada, lo que usted ha hecho muchas veces. Y habla de divorciarse de ella por adulterio. ¿No comprende por qué me hace usted reír?

Se quedó callado un rato. Luego prosiguió:

—Kate…, si pudiéramos volver a aquellos momentos que pasamos juntos, ¿sabe usted lo que haría? Me casaría con usted.

—De modo que así es como se hace una boda perfecta. Pero su caso no salió bien, ¿verdad?

—Esto se aprende a medida que uno madura. Se hacen planes, pero se olvida que cuando se trata de personas, uno puede equivocarse.

Me reí, pero interiormente me sentí complacida, aunque, si podía evitarlo, no iba a dejárselo adivinar.

—No se puede forzar a una mujer a casarse. No es tan fácil como violarla, ¿sabe usted? No es sólo cuestión de fuerza física.

—Usted habría accedido.

—Nunca lo hubiese aceptado.

—A veces pienso en eso. En realidad, tendido aquí, lo he pensado a menudo. ¡Casado con Kate! Y el niño reconocido como hijo mío. Tendríamos otros hijos, Kate. Ahora comprendo lo que hubiese debido hacer.

—No hubieran tenido esa sangre azul que usted quería.

—Habrían sido parte de usted… y parte de mí. Éste es mi sueño. Esto es lo que deseo más que cualquier otra cosa en el mundo.

Me levanté y él prosiguió:

—¿Por qué dice usted eso? ¿Adónde va?

—Es hora de curarle la herida y voy a buscar las cosas para hacerlo —le contesté.

Me miró con la cabeza inclinada a un lado. Se burlaba de mí, pero, de alguna manera, estaba segura de que había hablado en serio.

Y de repente me sentí muy feliz.

*****

Llegó el invierno. Fue muy duro. Teníamos abundancia de leña para calentarnos, pero íbamos con cuidado, racionándola. El frío era más soportable que la falta de comida. Podíamos envolvemos en alfombras de piel y en cubrecamas y nos apiñábamos en el cuarto en que yacía el barón. Necesitaba descansar mucho su pierna. Era imposible conseguir atención médica. No veíamos ya al doctor. Dejó de venir y yo me preguntaba qué le habría ocurrido.

Había motines de vez en cuando, y yo no salía. El barón me rogaba que no fuera a la calle y no quería dejar a Kendal ni llevarlo conmigo. Seguía asustándome pensar que pudiese ocurrirle algún percance.

Era un chico muy inteligente, que comprendía que estábamos asediados y lo que esto significaba. El barón se lo había explicado. El muchacho se sentaba a los pies de la cama y escuchaba no sólo la explicación de nuestra situación, sino también las leyendas de las glorias pasadas de los vikingos. Le gustaban estas historias y hacía curiosas preguntas; cuando alguna de las historias se repetía —pues pedía que se las contara una y otra vez—, si notaba alguna diferencia con la primera versión, inmediatamente la señalaba. Se sentían muy contentos juntos los dos.

Más tarde, cuando me enteré de lo que sucedía en la ciudad, me di cuenta de cuán afortunados habíamos sido. Jeanne era una magnífica ayuda. Salía de vez en cuando y regresaba a veces con algo de comida, unas patatas, unas verduras o un poco de vino.

Todavía nos quedaba harina. Bendecíamos la cautela de Nicole. Le había interesado siempre la cocina, pues le gustaba invitar, y solía hacer que hubiera en la despensa una buena reserva de los alimentos que pueden guardarse. Gracias a eso, aunque no nadábamos en abundancia, pudimos comer durante esos primeros tres meses.

No se podía entrar ni salir de la ciudad. Sus límites estaban guardados, y, según nos contó Jeanne, la única comunicación con el resto del país se hacía por medio de palomas mensajeras. Era valiente y creo que su espíritu de aventura la ayudaba en sus andanzas por la ciudad en busca de comida.

Así fue como pasamos aquellos meses.

Llegó diciembre y, por lo que sabíamos, no había signo alguno que se fuera a levantar el sitio. Estábamos ante el invierno. Por las ventanas mirábamos caer la nieve. En todas partes reinaba un sordo silencio.

Un día, Jeanne regresó con un pedazo de cerdo salado.

—Lo he conseguido en la hostería de la Piña —me explicó.

Recordé aquel lugar, con una piña pintada en la puerta. No es a más que a unas cuantas manzanas de la casa.

El hostelero había sido amigo suyo, explicó, y a veces, pagando alto precio, le daba alguna comida. El barón tenía dinero, pero la ironía era que la gente no quería dinero, sino alimentos. Comeríamos el pedazo de cerdo el día de Navidad, propuso. Sería un festín, después de alimentarnos durante varias semanas de pan y vino.

Aquellas Navidades quedarán grabadas en mi memoria para siempre. Fue un día frío y oscuro. Jeanne encendió temprano la chimenea, como parte de la fiesta, y nos reunimos todos en el cuarto del barón.

Estoy segura que nunca antes —ni después— ha habido una comida que me supiera tan buena como aquel duro cerdo salado.

Es bien cierto que el hambre sazona cualquier plato. Hablamos y Kendal se acordó de la Nochebuena anterior, cuando hubo en la casa una fiesta con muchos invitados. Había saltado de su cama y, desde arriba, observó la fiesta. Las damas llevaban lindos vestidos y todos reían y bailaban y hubo música.

—Claro —dijo el barón—, París no estaba asediado, entonces.

—¿Cuánto tiempo durará? —preguntó Kendal.

—Ésa sí que es una pregunta que no puedo contestar. Pero no puede durar mucho más. Pronto estaremos todos alegres. Habrá fogatas en las calles.

Miramos el mísero fuego de la chimenea esforzándose por calentar.

—El año pasado nos hicimos regalos los unos a los otros, dijo Kendal.

—Y este año también lo haremos —afirmó el barón.

—¿De veras? —preguntó Kendal, excitado.

—Los contemplaremos con los ojos de la mente. ¿Qué te parece?

—Sí, hagámoslo así —replicó Kendal—. ¿Qué me regalará usted, barón?

—Adivínalo.

Trató de pensar y el barón dijo:

—Mira: te daré un caballo, un pony para ti solo. Un pony blanco.

—¿Dónde podré montar a caballo?

—Por los campos.

—No hay campos aquí.

—Entonces iremos a donde los haya.

—¿Y sólo yo me sentaré en el pony?

—Primero tendrás que aprender a montar.

Y el barón le explicó cómo se hacía.

—¿Cómo se llama el pony? ¿Los caballos tienen nombre, verdad?

—Tú lo escogerás.

Kendal meditó un momento. Luego se inclinó hacia el barón y le habló al oído.

—¿Le parece bien?

—Me parece muy bien.

—Porque usted me lo habrá dado y éste es su nombre verdadero, ¿no?

—Lo es y ahora es el del pony también. ¡Corre Rollo, corre! El mejor y más hermoso pony de Francia.

Kendal sonrió contento. Ya se imaginaba galopando por los campos. De repente se detuvo y dijo:

—No ha dado nada a los demás.

—No, estábamos demasiado interesados por tu pony. Veamos: ¿Qué le daré a Jeanne?

Kendal susurró algo al oído del barón.

—Sí, está muy bien. Venga usted, Jeanne, que se lo sujete yo mismo.

—Es un broche muy hermoso —exclamó Kendal.

—Claro que lo es —dijo el barón—. Está hecho con diamantes y esmeraldas. Le sentará muy bien a Jeanne.

—Gracias, muchas gracias —dijo Jeanne, siguiendo el juego—. Nunca pensé que llegaría a tener un broche así…

—Y ahora, mamá —intervino Kendal—. ¿Qué tiene para ella? Ha de ser algo muy bonito.

—Lo es —señaló el barón.

Tomó mi mano e hizo como si me pusiera una sortija.

—¿Es como las que dan a las novias? —inquirió Kendal.

—Así es —exclamó el barón, fingiendo asombro—. ¿Cómo lo adivinaste?

—Se me ocurrió —repuso Kendal con una sonrisa—. Y así mi madre sería…

Miraba fijamente al barón. Nadie habló por unos segundos. Kendal continuó por fin:

—Entonces —dijo con cierta timidez—, usted sería mi padre. Me alegro. Nunca tuve padre. Los otros muchachos lo tienen. Me gustaría uno.

Quería levantarme y salir del cuarto. La emoción me embargaba.

—Ahora me toca a mí dar los regalos —intervine.

Luego jugamos a adivinanzas, principalmente al viejo juego de pensar en algo y dejar que los demás adivinaran qué era, juego del que nunca se cansaba Kendal.

Después, ya que era fiesta, comimos algo más del cerdo salado, aunque la prudencia me aconsejaba guardarlo para otro día.

Era Navidad, la Navidad más extraña que he pasado y, sin embargo, pese a todo, no me sentía apesadumbrada.

*****

Dos días después de Navidad el bombardeo recomenzó. Parecía que el enemigo concentraba su fuego en los fuertes, más bien que la ciudad mismo. Causó grandes destrozos en las fortificaciones.

No habla más cerdo salado ni otras exquisiteces. El barón me confesó que el hostelero de la Piña había guardado para él la comida que almacenó en su bodega en previsión de algo como lo que sucedía.

—Esperaba poder llevármelos a tiempo —explicó—, pero, por si acaso, tomé algunas precauciones. Di permiso al hostelero para que se quedara con la mitad de la comida. Hubiera sido mucha tentación guardarla sin tocarla en medio de su familia hambrienta. Me sorprende que no se quedara con todo. Hasta en esta situación teme al señor barón.

Afirmó esto último con cierto orgullo y pensé: «No ha cambiado, realmente. Parece haberse ablandado sólo a causa de las extrañas circunstancias que vivimos Pero si vuelve a tener una vida normal, será exactamente como era».

Mas no estaba absolutamente convencida de eso. Lo veía con Kendal y me daba cuenta de que existía un firme afecto entre los dos. Kendal lo encontraba maravilloso. Esto me complacía, aunque al mismo tiempo me provocaba cierta inquietud…

Ahora me alegraba esta relación, pero a menudo me preguntaba qué sucedería si alguna vez salíamos de esa extraña pesadilla a la cual nos habíamos visto arrastrados.

Vino enero. Jeanne nos explicaba que la gente moría de hambre. Estaba demasiado débil para amotinarse y dispuesta a lo que fuera para librarse de sus privaciones.

Teníamos escasamente qué comer. El barón afirmaba que poseía tales reservas de energía que necesitaba muy poco para sostenerse. Descubrí que con frecuencia daba su ración a Kendal. Esto me conmovió tanto como cualquiera de las cosas que había hecho hasta entonces, y sentí que casi lo amaba…

El tiempo cambió algo. El frío viento menguó y lució el sol. Experimenté un irresistible impulso de salir. No iría lejos y no diría a nadie que había pisado la calle, pues protestarían y tratarían de evitar que lo hiciera de nuevo. Pero había cesado el cañoneo y las calles no ofrecían peligro. Los prusianos debían haberse dado cuenta de que el modo más eficaz de obligar a París a que se rindiese era por el hambre.

¡Ojalá no hubiera dado aquel paso! Nunca olvidaré la imagen de aquel niño. Estaba apoyado en una cerca y, por un momento, tuve la extraña idea de que era Kendal. El cabello rubio del pequeño se escapaba por debajo de un gorro de lana y pensé que había caído. Me adelanté a ayudarlo.

Lo toqué; se inclinó hacia un lado y cayó tumbado, pálido y frío. Eran sólo los huesos dentro de un abrigo rojo y un gorro. Debía llevar algún tiempo muerto…, muerto de hambre. No podía hacer nada por él. Si hubiese tenido comida para darle, hubiera sido demasiado tarde.

Volví corriendo a casa. Kendal salió a recibirme.

—¿Has salido, mamá?

—Sí, sólo hasta la esquina.

—El sol brilla —dijo.

Brillaba sobre su rostro, poniendo de relieve la palidez de la piel, lo apagado de aquellos ojos que fueron tan brillantes, el rostro demacrado.

Me aparté, porque no podía soportar seguir mirándolo.

—¡Dios mío! —Recé—. Pon término a esa pesadilla. No dejes que esto suceda…, que no suceda a Kendal.

El barón estaba allí, de pie. Se me acercó cojeando y tomándome de la mano me llevó a su cuarto.

—¿Qué sucedió? —me preguntó cuando estuvimos solos.

Me apoyé en su pecho. Estallé en contenidos sollozos.

—Dígamelo, Kate —dijo suavemente.

—Un niño… ahí fuera…, un niño muerto, un chico como Kendal.

Me pasó la mano por el cabello.

—No le pasará nada. Esto no puede durar. Tendrán que rendirse. Pronto. Sobreviviremos.

Me quedé allí, aferrándome a él. Me estrechó fuertemente y continuó:

—No abandone. No sería propio de usted. No falta mucho para que esto acabe.

Me confortó cono nadie más en aquel momento hubiese podido hacerlo. Creí lo que decía. Nos cuidaría y no nos sucedería nunca nada malo. Lo que le había ocurrido hubiera matado a cualquier otro. Pero no al barón.

Así se fue formando en mí su nueva imagen. Estaríamos bien mientras él se hallara con nosotros. Primero encontró la manera de conseguirnos algo de comida. Luego dio a Kendal la comida que necesitaba para él. Amaba al niño, a su hijo.

Permanecí allí, apoyada en él. Puso sus labios en mi cabello. La escena de la torre del pabellón de caza se evocó ante mis ojos y pensé en la diferencia entre ella y la de ahora. Me consolaba que me abrazaran y que fuese él quien lo hiciera.

—Kate —dijo después de una larga pausa—, quiero hablarle. Lo he estado pensando desde hace unos días. Todo esto terminará pronto. Habrá un armisticio y entonces nos marcharemos de París tan pronto como podamos.

—No puedo dejar París —le dije—. Mi trabajo está aquí. Cuando vuelva la normalidad…

—¿Cuánto cree que tardará en volver la normalidad? ¿Quién querrá que lo retraten? La gente desea comer. Quiere reponerse. Cuando empiecen a llegar víveres a París, ¿imagina el tiempo que se necesitará para traer las provisiones suficientes? París será una ciudad triste durante una temporada. Nos iremos tan pronto como sea posible.

—¿Adónde?

—Al principio a Centeville.

—¿Al castillo? No, no.

—Tiene que venir. Es necesario que recobre la fuerza, y yo también lo necesito, como cualquiera que haya sobrevivido a este sitio…, y sobre todo el niño.

—Tengo tanto miedo por él.

—No hay de qué… si es usted sensata. Ya sé lo que siente respecto al castillo. Voy a proponerle algo. Hay una casita que llamamos la Loge du cháteau. Está al lado del foso y antaño albergaba a los criados. La llevaré allí y vivirá con el niño y Jeanne hasta que le parezca oportuno regresar a París.

Me quedé silenciosa.

—Tendrá que dominar su orgullo, si quiere tener en cuenta al muchacho —dijo.

—¿Alguna vez he permitido que algo opusiera obstáculos a su bienestar? —le repliqué.

—La respuesta es que nunca; de manera que ahora tampoco lo hará. El niño está mal alimentado y lo ha estado por tres meses o más. Gracias a Dios, es bastante fuerte para resistirlo. Pero necesita buena comida, aire fresco, la vida del castillo. Necesita fortalecerse. Tendrá todo esto, Kate, aunque deba secuestrarlo para dárselo. Ahora esto es lo que más necesita, y le repito que lo tendrá.

Clavé firmemente mis ojos en los suyos.

—Acepto su ofrecimiento —cedí.

Sonrió lentamente.

—Sabía que lo haría, Kate. Pronto podremos irnos. Estoy seguro. Esto no va a continuar.

—¿Cómo nos sacará de París? —pregunté—. ¿Con qué medios de transporte?

—Ya encontraré la manera.

—No veo cómo.

—Pero está segura de que la encontraré, ¿verdad?

—Sí —reconocí—, sé que la encontrará.

Se inclinó y me besó fugazmente en la frente.

—No estará lejos de mí, Kate —dijo con suavidad—. En estos meses nos hemos acercado el uno al otro, ¿no cree?

—Ha sido bueno para nosotros de muchas maneras —hube de reconocer.

—¿Creyó que no lo sería, con los míos?

Me aparté. Fui al salón. Sombrío. Frío. Abandonado. Una pálida imagen de días pasados. Me senté y cubrí mi cara con las manos. No podía evitar el recuerdo del niño muerto de hambre.

Pero el barón me había reconfortado. Estaba segura de que se ocuparía de nosotros y de que gracias a él saldríamos de todo sanos y salvos.

*****

El armisticio se firmó el 27 de enero. Hubiera habido fiestas en las calles de no estar la gente tan débil. El día siguiente, la ciudad capituló. Había terminado el sitio de París.

Diríase que el barón había recuperado de repente las fuerzas. Caminaba casi normalmente, aunque arrastrando algo la pierna derecha, que parecía no molestarle mucho.

Estuvo fuera todo el día y comenzaba a preocuparme. Rezaba desesperadamente para que volviera sano y salvo. Y al caer la tarde volvió. Estaba satisfecho de sí mismo.

—Salimos mañana —afirmó—. Ya he conseguido caballos. Me tomó ambas manos y las besó. Luego me abrazó, manteniéndome contra él y riendo—. Pronto estaremos allí —dijo.

—¿Cómo lo hizo? —Pregunté—. No quedan caballos.

—Presiones. Soborno. Son cosas que existen incluso en los ejércitos más disciplinados.

Contuve el aliento.

—Quiere decir que los prusianos…

—Pago bien. Al parecer, el dinero es todavía la clave de la mayor parte de las cosas del mundo. Suerte que tengo cierta cantidad de esta útil mercancía. —Luego gritó—: ¡Kendal!, ¿dónde estás? Ven aquí… Nos vamos. Nos vamos al campo. Salimos al despuntar el alba, mañana. ¡Jeanne!, ¿dónde está? Prepárese. Mañana por la mañana llegarán los caballos. Quiero que emprenda el camino en cuanto haya luz. Kate, usted y Jeanne montarán el mismo caballo. Yo llevaré al chico.

¡Qué emoción! De cena comimos pan mojado en vino. No importaba que fuese poco. Todo había acabado. Mañana estaríamos en camino. El barón lo decía y creíamos que podía hacer cualquier cosa, por imposible que pareciese.