¡Qué feliz me sentía al dejar atrás la ciudad torturada! Escapar de ella, como hicimos, era casi un milagro, y más tarde me di cuenta de que sólo el poder y la declarada audacia de Rollo de Centeville lo hicieron posible.
En las calles, la gente parecía auténticos esqueletos. ¡Cuán distinta de la que había conocido! Aquellas personas salían de la prueba airada y desconcertada, y era evidente que preveían nuevos percances. El barón no sólo había contratado caballos, sino también un guía, que debía de ser un seguidor del ejército de ocupación, para que nos sacara de la ciudad. No hice preguntas. Pensé que era mejor no enterarme de nada.
Tomamos el camino del sur, el más corto, pues era de la mayor importancia dejar París lo más pronto posible.
Al pasar ante los jardines del Luxemburgo me asaltaron los re cuerdos. Casi podía ver la cometa con su estandarte flotando en el aire. Miré a Kendal para ver si él se acordaba, y me sobrecogió de nuevo su palidez. Sus brazos eran como palillos, mientras que antes eran sonrosados y gordezuelos. Estaba silencioso, pensando, sin duda, en el imaginario pony que el barón le «regaló» por Navidad. Había en sus ojos un brillo de excitación. Pensé: Todo esto es verdad. Pronto volverá a estar sano y fuerte.
El barón me lanzaba constantes ojeadas, para asegurarse de que seguía allí. Me sonreía alentadoramente. Sabía que estaba preparado para cualquier contratiempo, pero discerní en su rostro el mismo entusiasmo por la aventura que veía en la cara de Kendal. Pensé que eran asombrosamente semejantes. Estaba segura que saldríamos de aquel mal paso. Y salimos.
Al dejar la ciudad, el barón pagó al guía y quedamos a merced de nuestra propia iniciativa. Era maravilloso respirar el fresco aire del campo. Llegamos a una hostería, nos detuvimos y comimos algo. No fue mucho, pero ya no estábamos en el hambriento París. El barón pidió sopa.
—No mucha, al principio —dijo—. Comeremos poco y con frecuencia.
La sopa nos pareció deliciosa. Con ella nos dieron pan caliente. Nunca había encontrado algo tan sabroso en mi vida. Los otros compartían mi opinión.
—Todo saldrá bien —dijo el barón—. Cuanto antes lleguemos a Centeville, tanto mejor.
Fue un viaje arriesgado, pues había soldados por todas partes. No se fijaron mucho en nosotros: un hombre lisiado, dos mujeres y un niño. No mostraban gran curiosidad.
—De todos modos —sugirió el barón—, evitaremos los campos tanto como podamos.
Nos detuvimos de nuevo y comimos pan con queso. El barón llevaba dinero en abundancia, que distribuía con generosidad, gracias a lo cual obtuvimos lo necesario. La primera la pasamos en una hostería y la segunda en una choza abandonada cerca de una granja.
Fue un viaje emocionante y la idea de que nos habíamos salvado nos daba el valor y la fuerza necesarios para seguir adelante. Me asombraba que en nuestro estado pudiéramos cabalgar como lo hacíamos.
—La gente hace lo que debe hacerse —refería el barón.
Por fin llegamos al castillo.
Tenía razón el barón. No había sufrido ningún desperfecto. Me di cuenta de su orgullo cuando entró por el puente levadizo. El efecto fue asombroso.
Oí voces que gritaban:
—¡Es el barón! ¡El barón!… ¡Ha llegado el barón! La gente corría en todas direcciones.
—¡El barón ha regresado! ¡El barón está a salvo!
Estábamos agotados. Incluso él. Habíamos sacado fuerzas de flaqueza para llegar hasta allí, y ahora, al término del viaje, nos dábamos cuenta del esfuerzo realizado.
—¿Qué ha sucedido durante mi ausencia? —preguntó el barón—. ¿Han venido soldados?
Le contestaron que no. La tropa estuvo en Ruán. Ocupó las ciudades, pero no las aldeas.
—Necesitamos comida y descanso —afirmó e barón.
Nunca vi tanta actividad. Los ojos de Kendal reflejaban su asombro. Éste era el castillo del cual el barón le hablara. Sus ojos eran como ascuas en su carita pálida. Las historias que había escuchado con tanta delicia se convertían en realidad.
Me encontré en una habitación con él. En la chimenea chisporroteaba el fuego. Nos trajeron comida. Sopa, caliente y sabrosa.
—Me gustan los castillos —anunció Kendal.
Luego nos tendimos juntos en la cama y dormimos hasta avanzado el día siguiente. Recuerdo que abrí los ojos y de súbito me di cuenta de dónde estaba. Había terminado el asedio. Me encontraba a salvo en el castillo del barón… Y a su cuidado.
Kendal dormía a mi lado. ¡Qué patéticamente sobresalían sus huesecillos! Pero en sus labios había una sonrisa.
Por un instante lo olvidé todo: la muerte de Nicole, el terrible momento en que creí haber perdido a mi hijo, la cara del chiquillo muerto de hambre. Me hallaba allí, sana, en el castillo, y el barón nos había salvado. Nos cuidaría siempre.
Me quedé quieta y volví a dormirme hasta bien entrada ya la tarde.
Una criada que estaba al pie de la cama me preguntó:
—¿Se ha despertado usted, señora? Nos dieron órdenes de que la dejáramos dormir hasta que se despertara.
—Creo que he dormido mucho.
—Estaba usted agotada. La otra señora todavía duerme. Y también el niño.
Asentí y pregunté a mi vez:
—¿Y el barón?
—Se ha levantado por la mañana. Me ha enviado a ver si necesita usted algo. Dentro de media hora le traerán la comida, si tiene usted apetito.
Kendal, al escuchar nuestra conversación había despertado. Se sentó y vi cómo una ancha sonrisa se extendía por su carita al mirar a su alrededor.
—Me gustaría lavarme, si es posible.
—Claro que sí, señora. En seguida le traerán agua caliente.
—Gracias.
Kendal se la quedó mirando, mientras la doncella salía.
—¿Nos quedaremos aquí siempre? Es el castillo del barón, ¿verdad? Quiero recorrerlo todo.
—Claro que lo harás —contesté—. Nos lavaremos y luego bajaremos; a ver lo que nos aguarda.
Cuando estuvimos aseados, todavía presentábamos un aspecto un tanto desastrado, ya que sólo teníamos los vestidos con que habíamos hecho el viaje, pues naturalmente no pudimos traernos nada.
Tomé a Kendal de la mano y bajamos.
—Por el camino susurró impresionado mirando los gruesos muros de piedra y sus tapices con batallas y escenas de guerra.
Le apreté la mano, con un vago sentimiento de que avanzábamos hacia lo desconocido.
Descendimos hasta el gran vestíbulo, donde el barón nos esperaba… con una dama. La reconocí en seguida, aunque había cambiado mucho desde que la retraté, de adolescente en la rue Saint Honoré.
—Kate —dijo el barón, avanzando hacia mí—. ¿Ha descansado? ¿Y tú, Kendal?
Contesté que sí, y Kendal no supo hacer otra cosa que mirar al barón con ojos de asombro y admiración.
—Ya conoce usted a la princesa, claro está.
—Me adelanté y Marie-Claude me tendió la mano, que estreché.
—Mademoiselle Collison —me dijo—, parece que hace mucho tiempo que nos conocimos. Ha pasado usted por pruebas terribles. El barón me lo ha explicado.
—Hemos tenido suerte de salir de ellas con vida —contesté.
—¿Es éste es su hijo? —quiso saber.
Miraba a Kendal y yo no podía adivinar lo que estaba pensando.
—Sí, mi hijo, Kendal.
Kendal se adelantó y le tomó la mano, que besó según la moda francesa.
—Es encantador —manifestó Marie-Claude, y, volviéndose hacia mí, agregó—: El sitio de París debió de ser espantoso…
—Vamos al comedor —interrumpió el barón.
La princesa vaciló.
—¿Comerá el niño con William?
—Hoy, no —repuso el barón—. Luego ya veremos.
—Hay otra señora… —indicó la princesa.
—Tengo entendido que todavía duerme. Que le lleven algo a su cuarto cuando despierte.
Hablaba con autoridad y su voz era fría cuando se dirigía a la princesa. Como ahora lo conocía, creía yo, bastante bien y como la conocía a ella, traté de imaginar lo que podían ser sus vidas en común. Supuse que normalmente se veían muy poco.
Kendal se había acercado al barón y le sonreía. Me di cuenta de que la expresión del barón se suavizó al mirarlo.
—Me gusta su castillo —dijo Kendal—. Quisiera recorrerlo.
—Lo harás —prometió el barón.
—Más adelante.
La princesa se dirigió hacia el comedor familiar, en el que yo había estado antes muchas veces y que por eso me era bien conocido. El barón se sentó en un extremo de la mesa y la princesa en al otro. Kendal y yo quedamos frente a frente, y, como la mesa era ancha, estábamos todos muy separados.
Primero sirvieron sopa. Parecía más fácil de ingerir y era el alimento más adecuado para ir habituándose a comer después de Cuatro meses de privaciones. Sentimos el impulso de comer en exceso, ante platos tan deliciosos, pero sabíamos —incluso Kendal— que debíamos contener nuestro apetito.
La princesa dijo:
—Tiene que contarme esos penosos días de París. Sabíamos, claro, que el barón estaba en la capital, y pensamos que ya no volveríamos a verlo.
—¡Qué sobresalto cuando me vieron! ¿Eh? —comentó fríamente el barón.
Las comisuras de los labios de Marie-Claude se contrajeron con nerviosismo y sonrió como si él hubiese bromeado.
—Todos los días esperábamos noticias —dijo—. No sabíamos lo que sería de todos nosotros. Esos horribles alemanes…
—Los franceses reconocerán su derrota. Habrá tratados, con secuencias desagradables para nosotros, y luego supongo que los franceses comenzarán a reconstruir el país.
—El barón no se considera francés —me explicó la princesa—. No se siente derrotado.
—Siguieron una táctica errónea desde el comienzo. Fue una tontería cuyo resultado era inevitablemente la derrota.
—¿Tiene mazmorras? —preguntó Kendal.
—Sí —contestó el barón—. Ya te las enseñaré.
—¿Hay alguien en ellas? —preguntó Kendal con voz temerosa.
—No lo creo. Mañana las visitaremos.
—Es usted muy bondadosa, princesa, al ofrecernos su hospitalidad —agradecí.
—Nos sentimos muy honrados, mademoiselle Collison. —Subrayó, con el tono de su voz, el «mademoiselle»—. Me agrada tener a una gran artista bajo nuestro techo. ¿Recuerda aquello de: «Los hombres hacen a los reyes, pero sólo Dios puede hacer a los artistas»? Me lo dijo usted la primera vez que nos vimos. ¿Lo recuerda, mademoiselle?
Vislumbré en ella un aire de desafío. Estaba, al mismo tiempo, aterrorizada por el barón. No había cambiado mucho respecto a aquella muchacha que entró en mi cuarto, en mi primera noche en París, fingiendo ser una doncella de servicio.
—Lo recuerdo muy bien —repuse—, pero esto no quita que le agradezca su hospitalidad para conmigo y con mi hijo.
Extendió las manos.
—Es natural que viniese usted aquí. Estuvo con mi marido, sufrió con él, le cuidó como una enfermera, según me ha dicho, y se escapó con él de París. Pruebe este pescado. Lo pescaron esta tarde misma y lo han hervido sin salsa, porque después de sus privaciones tendrán que ir con cuidado al comer, según me han explicado.
—Muchas gracias. Es usted muy amable. Ya debe saber que el barón ha tenido la bondad de ofrecernos el pabellón hasta que podamos regresar a París.
—Ya lo sé. Deberán arreglarlo, porque hace mucho tiempo que no lo han habitado. Durante unos días tendrán que quedarse aquí, en el castillo. Tengo entendido que su estudio de París fue todo un éxito…, antes del sitio, claro.
—Tuve muchos clientes.
—Ha transcurrido mucho tiempo desde que nos vimos por última vez. Seis años o más. Mi pequeño William debe tener, más o menos, la misma edad que su hijo.
—Sí, creo que sí.
El barón apenas hablaba. Nos observaba con atención.
Conversaba sobre todo con Kendal, que quería saber si defenderíamos el castillo en caso de que llegaran los alemanes.
—Hasta el último hombre —afirmó el barón.
—¿En las almenas?
—Claro que sí.
—¿Arrojaremos aceite hirviendo sobre los atacantes cuando empleen sus catapultas?
—Aceite hirviendo y pez —dijo solemnemente el barón.
La princesa me sonrió y se encogió de hombros.
—Guerra, guerra —dijo—. Siempre hablan de guerra. Estoy harta de la guerra. Mademoiselle Collison, cuando terminemos, iré a charlar con usted a su habitación. Necesita ropa. Deben de hacerle falta muchas cosas.
—Salimos con prisas —expliqué—. No pudimos llevar nada.
—Estoy segura de que podremos ayudarlos.
—Tal vez —sugerí— haya una costurera que pueda hacerme algunas prendas. Espero que pronto me sea posible volver a trabajar. Tengo dinero. En París, el problema no era de dinero…
—Estoy segura de que nos arreglaremos.
Después del pescado sirvieron polio. La minuta había sido, preparada con cuidado. Era la primera comida seria que habíamos hecho en varios meses y me sentí revivir. A las mejillas de Kendal asomaba un ligero tinte rosado. Era evidente que disfrutaba de lo lindo con nuestra aventura.
—El barón se lo llevó, después de la comida, y la princesa me acompañó a mi habitación.
Cuando cerró la puerta de la misma, pareció cambiar. Dejó su actitud de dueña del castillo y se convirtió de nuevo en la muchacha que yo había conocido.
—¡Qué extraña es la vida! —exclamó—. Imagínese volverla a ver. He pensado en usted cada vez que he contemplado las miniaturas, y, desde luego, oí hablar de su salón de París. Llegó usted a ser muy conocida, ¿verdad? Parece que hace tanto tiempo…
—Ya lo creo.
—Kate —dijo—. ¿La llamaba Kate, no? Me gustó usted desde el primer momento. Tenía usted un aire de independencia… «Tómelo o déjelo. Si no le gusto, búsquese a otra artista». Y ahora tiene un hijo. De Bertrand de Mortemer, supongo. Pero no se casó con él…, aunque hubiera un niño.
—No —repuse—, no me casé con él.
—Y tuvo el niño y no estaba casada —insistió.
—Exactamente.
—Es usted valiente.
—No podía hacer otra cosa.
—¿Por qué no quiso casarse con usted? Parecía muy enamorado. Los hombres son unos brutos.
—No quise yo. La verdad es que… no queríamos casarnos ninguno de los dos.
—Y tuvo usted al niño. ¿Cómo se las arregló?
—Tenía amigos y, además, el salón; venía gente a él y en ese mundillo mi situación no parecía importar tanto como en un mundo más convencional… ¿Comprende usted?
—Sí. ¡Ojalá hubiese estado yo en un mundo menos convencional! Su hijo es muy hermoso. Ahora necesita reponerse.
—Vivimos en estado de sitio durante cuatro meses. Cuando salimos de él estábamos casi muertos de inanición.
—Y el barón los trajo aquí. ¡Mi noble esposo!… ¿Qué hacía en París?
—Mejor que se lo pregunte a él.
—Nunca me explica nada.
Vaciló y creo que estuvo a punto de hacerme confidencias, pero de repente se dio cuenta de que podía ser una indiscreción.
—Le traeré algunos vestidos para que se los pruebe —ofreció.
—¿Y la costurera?
—Eso, luego. Primero deje que le ofrezca algo mío. Es usted más alta que yo y está tan delgada… Esto puede ayudar… Lo que sobra de ancho, alargará los vestidos. Le mandaré a una de las doncellas con varias cosas.
Me miró pensativamente.
—Cuando oía hablar de usted en ese París y de su salón, la envidiaba. Echaba de menos París. Detesto este viejo castillo tan sombrío. A veces me siento como prisionera. Y me canso mucho. Tengo que hacer mucho reposo. Fue el nacimiento de William, ¿sabe?
Se volvió y salió.
Me senté. La comida me hacía sentir soñolienta. Me tendí un rato, pero no dormí. Ahora que mi mente estaba libre de la preocupación por los alimentos, comencé a ver claramente la situación en que me hallaba.
No podía quedarme. Era sólo un respiro transitorio. Incluso si me instalaba en el pabellón, viviría del barón, y esto no podría resistirlo mucho tiempo… Debía regresar a París. Pero ¿cómo?
Recordaba sus palabras: «Ha de tomar en cuenta al niño».
Sí, debía pensar en Kendal. Tenía que ser mi primera preocupación. Por mucha humillación que sufriera, si era en beneficio de Kendal, debía aceptarla. A fin de cuentas, el barón era su padre. No sería como recibir ayuda de un desconocido.
Vino la doncella con tres vestidos y alguna ropa interior.
—La princesa dice que se los pruebe, madame —dijo.
Le di las gracias y me probé los vestidos. No me caían muy bien, pero bastarían hasta que pudiera hacerme algo a medida.
Tuve que reconocer que era un alivio quitarme la ropa que llevaba puesta desde hacía tantos días.
Cuando me puse un vestido de terciopelo verde, pensé que no tenía más remedio que aceptar lo que el destino me deparaba. Necesitaba descanso tanto como comida. Mi mente necesitaba adaptarse. No se pasa por la prueba de perder a una gran amiga y al padre y de vivir cuatro meses de hambre, con la muerte amenazando a cada momento, sin que se requiera luego alguna readaptación física y mental.
Mientras tanto debía rechazar cualquier otro problema.
*****
Kendal y yo nos quedamos en el castillo una semana, mientras disponían el pabellón para nosotros. El barón había decretado que debíamos descansar en él un tiempo.
Su palabra era ley en el castillo, y nadie discutía sus órdenes. Que llegara del sitio de París con dos mujeres y un niño era algo que se trataba como si formara parte del curso natural de los acontecimientos, porque así era como él deseaba que se aceptara.
Cuando pensaba en esto me daba cuenta de que podía darse de lo sucedido una explicación perfectamente lógica. El barón se hallaba en París, había visto a un niño a punto de ser aplastado, se lanzó sobre él y le alcanzaron los ladrillos que se derrumbaban. Descubrió que el niño era hijo de una artista que había trabajado, antes, para él, y debido al desorden que reinaba en París y a la imposibilidad de recibir tratamiento médico, la artista lo había recogido en su casa, malherido como estaba, y en ella se quedó para que lo cuidaran. Todo era perfectamente lógico, menos una cosa: no podía ocultar su afecto por Kendal, y cuando se consideraba cómo se portaba con William —al que se tomaba por hijo suyo—, entonces el asunto resultaba más bien extraño. Además, William era menudo y de tez morena, con la nariz de los Valois heredada de su madre. Parecía un muchacho nervioso, pero rápidamente llegué a la conclusión de que se debía al tratamiento a que estaba sometido. El hombre al que creía su padre lo ignoraba y su madre parecía también verlo con indiferencia. Al pobre chico le habían hecho creer, así, que su presencia en este mundo era innecesaria.
Pero, desde luego, la gente se hacía preguntas sobre nosotros. Además, había el hecho de que la princesa siempre se refería a mí llamándome mademoiselle Collison, y así había sido llamada también cuando visité el castillo años atrás, y muchos me recordaban. Finalmente, cada día era más visible el parecido entre Kendal y el barón.
Claro que hacían suposiciones, como era fácil de comprender.
Fueron unos días extraños. Creo que si yo hubiese sido como antes, no me hubiera quedado en el castillo. Pero los acontecimientos de París me debilitaron más de lo que me daba cuenta. Todavía sufría la conmoción de la muerte de Nicole, que había sido como apagada temporalmente por otros acontecimientos más in mediatos. Pero ahora que París quedaba atrás, pensaba mucho en Nicole. Además, estaba la muerte de mi padre. Tenía en mente siempre los días de mi infancia, cuando mi padre estuvo más cercano a mí que cualquier otra persona. Sólo ahora empezaba a comprender que nunca más lo vería. Los echaba de menos a los dos. Estaba ansiosa por saber la suerte de Clare. Mis pensamientos pues, se hallaban dominados por mi padre y Nicole. Saber que había sido el barón quien encargó a Nicole que me cuidara no alteraba mis sentimientos para con ella. Siempre la recordaría, en mi corazón, como la amiga de los momentos de angustia, y sólo ahora advertía plenamente el profundo vacío que su muerte —después de la de mi padre— había abierto en mi vida.
En cuanto al barón, no quería pensar en él, aunque no podía evitarlo. Debía aceptar el hecho de que hablan cambiado mis sentimientos hacia él. Recordaba tantas cosas suyas: cuando yacía en la cama y sufría y se negaba a reconocer que sufría…, la ternura que a veces veía en su rostro, la expresión de alivio cuando entraba en su cuarto…, su afecto por Kendal, pues era afecto aunque muy influido por el orgullo de la posesión. «Éste es mi hijo». Eso era lo que él pensaba cada vez que miraba a Kendal, y el hecho de que se le pareciera tanto hacía doblemente fuerte su afecto por el muchacho.
En el fondo de mi pensamiento estaba el temor de que nunca permitiría que Kendal se fuese. ¿Y qué significaría esto para mí?
Al parecer, me hallaba en un callejón sin salida, y comenzaba a verla más claramente que cuando llegamos al castillo.
El barón deseaba tener a su hijo consigo. Sospechaba que, de estar él libre, trataría de obligarme a que me casara con él. Desde luego, me negaría, pero se esforzaría en salirse con la suya. Siempre conseguía lo que deseaba y ahora deseaba tener a Kendal.
Vinieron al castillo dos médicos para atender a la pierna del barón. Mientras estaban allí, insistió en que todos nosotros —Kendal, él Jeanne y yo— nos sometiéramos a un examen médico, para asegurarse de que los meses de hambre no habían afectado a nuestra salud. Nos dijeron que no habíamos sufrido ningún daño, pero que necesitábamos buena comida pata restablecernos por completo.
Era verdad. Y para mí representaba un motivo de alegría ver como Kendal iba mejorando día a día.
Durante aquellas jornadas paseaba a menudo, primero sólo cortas distancias y poco a poco más lejos. Solía ir al borde del foso y sentarme allí, recordando el día en que él llegó por detrás mío y miró lo que yo estaba dibujando.
El segundo día después de nuestra llegada me encontró de nuevo allí.
Permanecimos sentados en silencio, mirando el agua. Por fin.
—Hemos salido de todo, Kate. Hubo momentos en que pensé que nunca podríamos abandonar aquella casa.
—Creí que siempre estuvo convencido de que lo haríamos.
—Eran sólo dudas momentáneas. El niño se recobra deprisa, más deprisa que nosotros.
—Es joven.
—Es un Centeville.
—Y un Collison.
—¡Divina combinación!
—No podemos quedarnos aquí —repliqué.
—Se instalarán en el pabellón. ¿No lo ha visto? La voy a acompañar allí.
—¿Ahora?
—Dentro de un rato. Quedémonos sentados y hablemos primero. Kate. ¿Qué haremos… usted y yo?
—Me instalaré en el pabellón, y cuando todo vuelva a la normalidad, regresaré a París.
Se rió.
—¿Cuánto cree que le llevará a París recobrarse? Ahora hay motines en las calles. Me han informado que incendian edificios. ¿Cuánto cree que le costará a Francia recuperarse?
—Tal vez debería regresar a Inglaterra. Podría instalar un estudio en Londres.
—Quiero que se quede aquí.
—¿En el castillo?
—No…, en alguna parte cercana. La encontraré. Estaré con usted la mayor parte del tiempo.
—¿Quiere decir que me convierta en su amante?
—Llámelo así, si quiere.
—Así es como lo llamarán. La respuesta es que no.
—¿Por qué no? Quiero tener al muchacho. He pensado reconocerlo…, hacerlo mi heredero.
—Ya tiene usted heredero. Piense en William.
—Sabe usted que no es hijo mío.
—Lo es a los ojos de la ley.
—No acepto esa ley.
—Desgraciadamente para usted, los demás la aceptan.
—Ya sabe que mi matrimonio no anda bien.
—Debería intentar comprender a la princesa. Podría quererla si hiciera un esfuerzo. La conozco. Hice su retrato. Es sorprendente lo bien que se conoce a la gente que se retrata.
—Lo que sé es que no quiero estar con ella…, ni verla. Me ha cargado con su bastardo. Es lo peor que pudo hacerme.
—Mírelo desde el punto de vista de la princesa. Usted comprende esos impulsos repentinos. ¿Por qué ha de aceptarse que un hombre ceda a ellos y que sea tan horrible cuando lo hace una mujer?
—Por los resultados que tiene cuando lo hace una mujer.
—Si hay resultados, deben afectarle al hombre.
—A mí me afectan.
—Ya lo sé. Envió a Nicole a descubrir lo que era de mí y cuando se enteró de que esperaba un hijo, forjó planes muy complicados.
—Ya ve, pues, que me importó. Procuré que tuviera los clientes que necesitaba. Me aseguré de que estuviera en buenas manos. Hice todo lo que pude.
—Menos lo que nunca hubiera debido usted hacer.
—¿Va reprochármelo toda la vida?
—Sí —dije.
—Bueno, pues tendrá que estar conmigo para mostrarme su resentimiento.
—No puedo evitarlo, de momento. Ya sé que parece ingratitud, pero en vista de todo lo demás, debe comprender que no estaría aquí si no fuera por el niño.
—Ya lo sé. Siempre es por el muchacho.
—¿Es que me querría usted aquí si no fuese porque sin mí no tendría a Kendal cerca?
—En esto se equivoca. Si no hubiese ningún niño, la desearía igualmente cerca. Sea sensata, Kate. Sabe usted que la deseo… a usted y nada más que a usted. Más que al niño. Podríamos tener otros hijos como Kendal. Usted… usted me hizo algo que no entiendo.
—Me alegro de que hubiera alguna represalia.
—Me siento vivo cuando estoy con usted.
—Pensé que se sentía vivir en todo momento…, como el hombre más grande que el mundo haya conocido.
—Bueno: eso es simplemente un sentimiento natural. Pero hay algo especial en él cuando estoy con usted. Quiero estar con usted y con el muchacho. Ojalá la princesa se durmiera una tarde y no despertara. Entonces nos casaríamos, Kate. Entonces la convencería, de que…
—No se atreva a volver a decir cosas así estando yo presente —exclamé—. Los demás también tienen su propia vida. No estamos todos sobre la Tierra para servir las necesidades del barón de Centeville. Me manipuló para vengarse… para una venganza miserable. Se casó con la princesa para que sus hijos tuvieran esa sangre real que le parecía tan importante. Ahora ya no se lo parece por que Francia se ha convertido en una república. Por tanto, a deshacerse de la princesa.
—No dije que me desharía de ella. Dije que no la amo. Nunca la amé. Me irrita y detesto estar junto a ella. Quisiera que se muriera cuando duerme. Siempre se está quejando de su precaria salud. No parece encontrar placer en la vida, de modo que acaso no le importaría abandonarla y dejar de ser un estorbo. Por lo menos, soy sincero. Dudo que yo sea el primer marido con una esposa a la que no quiere que haya sentido el deseo, incluso si no lo ha expresado, de que desaparezca suavemente de su existencia. Y como me casé con ella y como ella es católica y de sangre real, necesitaría una dispensa especial para anular el matrimonio, y tengo la seguridad de que nunca estaría de acuerdo en pedirla. Es sólo humano que desee que se muera sin sufrimientos. Decirlo es ser sincero.
Me volví hacia él.
—Me asusta usted cuando habla así. Tomó mi mano y la besó. Continué:
—Siempre consigue lo que desea…, siempre.
—Sí, Kate; siempre consigo lo que quiero. Y un día de ésos lo tendré a usted y al niño…, y todos los demás hijos que nos vendrán. Estamos destinados el uno al otro. Su energía, su independencia, su magnífica cabellera encendida; siempre estoy pensando en todo esto. No descansaré hasta que volvamos a estar juntos, sino una vez lo estuvimos durante tres noches, ¿recuerda? Un día estaremos juntos de nuevo. No me tiente demasiado, Kate…
—Ya veo que debo abandonar el castillo —repuse entonces.
—Estará en el pabellón, muy cerca.
—Lo hace usted muy difícil para mí. No sé a quién dirigirme. Pero sé que debería marcharme en seguida.
—¿Y llevarse al muchacho? Someterlo a… qué. Necesita cuidados. Necesita tranquilidad. La vida que tuvo que llevar en París tiene influencia en el espíritu de una criatura. No quiero que lo aparten de mí.
—No podría evitarlo, si quisiera llevármelo. No tiene ningún derecho sobre él.
—Como padre…
—Su parte en la concepción fue mínima. Un encuentro casual. Abundan mucho. Nunca comprendí por qué un padre ha de tener derechos comparables a los de una madre. El niño creció dentro de mí, ha sido mi vida desde el momento en que me percaté de su existencia. No me hable de derechos.
—¡Kate!… ¡Querida Kate!… Cada vez me convence más de que no puedo vivir sin usted.
—¿Qué dice el médico de su pierna? —pregunté.
—No se puede hacer nada. Necesitaba que la curaran cuando todo ocurrió. He perdido algo de hueso. Cojearé el resto de mi vida.
—¿Y el dolor?
Se encogió de hombros.
—A veces lo siento. Pero no como antes. Ahora es sólo una molestia inoportuna. Empeora cuando estoy enojado o cuando hace frío.
—No puede cambiar el tiempo, pero sí el humor. De modo que no se enoje.
—Ocúpese de mí, pues…, como hizo aquella vez, pero de otro modo. Seamos amantes, como antes…, pero de un modo diferente. Seamos amantes tiernos y apasionados, como usted sabe que podemos ser.
—Vamos a ver el pabellón —propuse.
Se levantó obedientemente y dimos la vuelta al foso.
Ahí estaba el pabellón, a la sombra del castillo, como si hubiese crecido partiendo de sus muros.
—Lo añadieron varios siglos después de la construcción del castillo —me explicó—. En el siglo dieciocho, creo. Uno de mis antepasados lo construyó para su amante. Luego lo usaron algunos criados. Hace años que nadie habita en él.
Me hizo entrar. Había un gran salón con una enorme chimenea y suelo de pizarra. Se veían algunos muebles, una larga mesa, un baúl de madera, sillas…
—Podría arreglarlo y hacerlo muy cómodo. Hay una cocina grande y varios dormitorios. Recuerde que es sólo un puerto en la tempestad.
Me volví hacia él.
—Es generoso de su parte —le dije—. Me temo que piensa que a veces soy ruda. Ya sé que le debo mucho…
—Pero nada borrará el pasado, ¿verdad? Tal vez dentro de veinte años, cuando ya no seamos jóvenes y le haya dedicado una vida entera de devoción y cuando se haya convencido de que con usted y el niño y otros niños que tendríamos, yo puedo ser muy distinto del salvaje que conoció… Tal vez entonces reconozca que yo soy el único marido que puede usted amar…, y entonces acaso se borre el pasado. ¿No lo cree usted así?
Me aparté de él, pero me siguió.
*****
Cada día era mayor mi preocupación. Cuanto más volvía a lo que llamaba normal, tanto más advertía las dificultades de la situación en que había caído. Había una gran compensación, y era Kendal. En menos de una semana comenzó a ganar peso, recobró su vitalidad normal y fue de nuevo un muchacho sano y contento.
Era innegable que le gustaban el castillo y su nueva vida. Cada vez estaba más encariñado con el barón. Yo empezaba a llamarlo Rollo, en mi mente. Kendal no tenía miedo a Rollo y creo que éste nunca había experimentado antes esa clase de relaciones. Pasaba mucho tiempo con el niño.
Fue sólo al tercer día después de nuestro regreso que le dijo a Kendal que quería enseñarle algo muy especial en las cuadras, para cuando llegaron a ellas hallaron esperándolos un pony blanco, como el que le había descrito por Navidad.
Kendal corrió a contármelo, con las mejillas encendidas y los ojos brillantes.
—Ahí estaba, mamá; ahí estaba…, tal como dijo el barón, y mío, mío…
Después tuvo que aprender a montar. A veces, Rollo lo llevaba consigo a cabalgar alrededor de los fosos. A veces, uno de los mozos se encargaba e enseñarlo.
Al día siguiente, Jeanne me vino a ver, con ojos asombrados.
—Mire lo que me ha dado el barón —me dijo—. ¿Recuerda los regalos de Navidad de que hablamos?… Bueno, pues aquí está el broche, tal como lo describió. Dijo que yo había cuidado tan bien de ustedes, que…
No pudo acabar. Los ojos se le arrasaron de lágrimas. Estaba encantada con el broche. Nunca había tenido nada de tanto valor.
Como era una francesa muy práctica, lo consideraría como una reserva para la vejez, pero además tendría para ella un valor sentimental.
Kendal estalló de alegría al verlo. No cesaba de hablar del broche. Cuando bajé al foso, lo vi al lado de Rollo, con las riendas en la mano.
Al verme gritó:
—¡Mamá! ¡Fíjate! —Y dirigiéndose a Rollo—: Barón, por favor: suelte las riendas.
Le permitió que trotara sin guía.
—Será un buen jinete —sentenció Rollo.
Me quedé contemplando a mi hijo, con sus ojos centelleantes.
—¿No lo cree, Kate? —insistió.
—Habla de lo imposible.
—Puede que no siempre sea imposible.
Iba a recordar esto… más adelante.
Con las mejillas sonrosadas de salud, riendo orgulloso, mirando para cerciorarse de que le admirábamos. Se acercó.
—Jeanne tiene un broche —dijo—. Es su regalo de Navidad, que se ha vuelto de veras.
Luego se echó a reír de repente y me tomó la mano. Buscaba la sortija de zafiros que Rollo había descrito.
Se sintió decepcionado al no verla, y le dije:
—Bueno: ¿no vas a volver a montar?
Pero Rollo atajó:
—Buscas la sortija, ¿verdad?
—Mamá es la única que no tiene su regalo.
—El suyo no está todavía listo —explicó Rollo.
—¿Cuándo estará listo? —Preguntó Kendal—. Debería tenerlo, ¿no?
—Sí —dijo Rollo—. Debería tenerlo.
—Pero ¿cuándo?…
Rollo me miró fijamente:
—¿Cuándo?…
—No todos podemos recibir regalos —dije—. Tienes suerte de que te hayan dado este pony, y Jeanne también tiene mucha suerte.
—Tú deberías tener suerte, mamá.
—Te diré una cosa —murmuró Rollo a Kendal—. Tendrá esa sortija algún día.
Me miraba fijamente, con esa mirada fulgurante que me recordaba aquel dormitorio de hacía tanto tiempo. Sentí que dentro de mí hervía una gran excitación.
Mis sentimientos hacia aquel hombre comenzaban a escapar a mi comprensión.
*****
Marie-Claude mostraba mucho interés por mí. Se preguntaba, naturalmente, cómo había sido que me encontrara con su marido en París. No podía creerse del todo el relato del encuentro casual durante el bombardeo, cuando él salvó la vida de Kendal.
Había cambiado, en algunas cosas, respecto a aquella muchachita que había desaparecido audazmente con su amante en la féte champétre y tenido una relación con él. Entonces era impulsiva y temeraria. Ahora se había convertido en una mujer temerosa y nerviosa.
Estaba lejos de sentirse incómoda por mi llegada al castillo y no deseaba que me marchara y fuera a vivir al pabellón. Por extraño que parezca, creo que encontraba cierto consuelo en mi compañía.
Además, estaba William. ¡Pobre William! Mi corazón se inundó de ternura la primera vez que lo vi. ¡Pobrecito niño, al que no habían deseado ya antes de que apareciera en el mundo! Me preguntaba cuáles fueron los sentimientos de Marie-Claude al saber estaba grávida y que no podría ocultar al marido que la aterrorizaba el hecho de que el niño no era suyo.
Creo que, resentida de que la hubiesen forzado a casarse, se rebeló teniendo un amante. Ahora era una triste sombra de la desafiante muchacha que fue. El nacimiento de William casi la mató, según descubrí luego.
En cuanto a William, era un niño que vivía atemorizado. Yo me indignaba con Rollo y con Marie-Claude cuando pensaba en el chiquillo. Cualquiera que hubiese sido la desilusión de él y la rebelión de ella, no tenían derecho a hacérselo pagar al niño.
Ignorado por sus padres, trataba constantemente de afirmarse. Comprendí por qué lo hacía, pero los que lo rodeaban parecían haber llegado a la simple conclusión de que era un chico desagradable. Desde luego, Kendal ejercía gran atracción sobre él. A mi hijo no le había faltado amor desde su nacimiento. Sin duda debí darle siempre la impresión de que era lo más importante de mi familia; Nicole lo amaba; Jeanne, aunque firme y sin dejarle pasar una, lo quería, y ahora Rollo le mostraba una atención muy especial. Había crecido sintiéndose seguro. Con William ocurrió exactamente lo contrario. Sus padres no quisieron ocuparse de él; cuando veía a su madre, la encontraba preocupada por alguna cosa y siempre le decían que no debía permanecer demasiado tiempo con ella, debido al efecto que tenía en sus nervios. Me lo contó él mismo cuando me hube ganado su confianza. En cuanto a su padre, no parecía darse cuenta de que existía.
William me confió que estaba convencido de que unas hadas maléficas asistieron a su bautizo y decretaron que cuando estuviera presente su padre caería una capa sobre William que lo haría invisible. Además, le hacían hacer algo, ignoraba qué, que enfermaba los nervios de su madre. No sabía lo que eran nervios, lo único que sabía era que poseía un misterioso poder para irritar a sus padres.
—No sé lo que hago —me dijo—. Si lo supiera, no lo haría. Son esas malvadas hadas, estoy seguro.
Hablé de él con Jeanne. Estaba dando lecciones a Kendal y aceptó dárselas también a William, y, como sus criadas se alegraban de verse libre de él, los dos siguieron juntos las lecciones con Jeanne.
Nos complació descubrir que William no era nada tonto.
—En realidad —me dijo Jeanne—, creo que con la debida enseñanza puede resultar muy listo. Pero primero hemos de derribar las barreras que lo rodean. Está siempre a la defensiva.
Al comienzo no le gustó a Kendal y me preguntó si debía estar con él.
—No puede correr tan rápido como yo —dijo desdeñosamente.
—Pues razón de más para ser amigo suyo —le contesté.
—Me parece tonto.
—Eso es lo que piensas. A lo mejor él cree que tú eres el tonto.
Esto sorprendió a Kendal y se quedó pensativo. Algunas veces, después de esta conversación, lo sorprendí observando a William. Sin duda se preguntaba en qué cosas éste podía pensar que él, Kendal, era tonto.
Un día, cuando William terminó una suma antes que Kendal, según me contó Jeanne, se inició una diferencia en su relación. Kendal había recibido la prueba de que William era mejor que él en algunas cosas. Fue una buena lección.
Jeanne sabía tratar a los niños. Fijaba reglas que debían obedecerse y esto parecía que les gustaba. William siempre llegaba a tiempo a la clase y Jeanne y yo notamos que los dos muchachos a menudo salían juntos al aire libre. Kendal era indudablemente el «jefe» de los juegos y decidía a lo que iban a jugar, pero en la clase William respondía a menudo el primero.
—De vez en cuando me permito algún subterfugio —me explicó Jeanne—. Lo más importante es que sean amigos. Así finjo no darme cuenta cuando William le sopla una respuesta a Kendal. Quiero que Kendal advierta que no es superior porque monta y corre mejor y porque tiene un par de centímetros más de talla.
Me dieron el cuarto en el que había trabajado en la miniatura del barón, para que pudiera pintar, si lo deseaba. Los niños venían a verme a menudo y a Kendal le gustaba dibujar y pintar.
Di pinturas a William y dejé que probara. Pronto fue evidente que no sería un artista.
—Prueba a dibujar una cara —le dije—. Luego la pintas. Pero primero has de dibujarla.
William hizo algo que quería ser un retrato. No pude adivinar de quién.
—Es mi padre —explicó—. Vea es grande y fuerte. Es el hombre más fuerte del mundo.
—No se le parece —dijo Kendal, que se puso a hacer un dibujo que tenía a ojos vistas una semejanza real con el barón.
William quedó asombrado y muy impresionado. Me miró con tristeza.
—Ojalá supiera dibujar a mi padre —murmuró.
Dejé que mi mano descansara ligeramente en su hombro y le contesté:
—No importa. Probaste. Recuerda siempre que si hay una cosa que no puedes hacer bien, hay otras que sí puedes hacerlas. Mademoiselle Jeanne me ha dicho que eres muy rápido en las sumas.
—Me gusta sumar —dijo con una sonrisa.
—Pues ya ves —y me incliné hacia él para susurrarle—: creo que las haces mejor que Kendal y Kendal dibuja mejor que tú. Es hijo mío y yo soy pintora. Su abuelo, su bisabuelo y su tatarabuelo… y el abuelo de éste eran también pintores. Es una cosa que está en la familia.
—Él es como ellos. Y yo seré como mi padre, cuando crezca. Todo se resumía a una cosa: adoraba a un padre que lo ignoraba. Una vez más sentí ira contra Rollo.
Éste buscaba constantemente ocasiones de hallarse a solas conmigo. Convenía que dejara el castillo. Cuando estuviéramos en el pabellón sería más fácil, me dije. Pero se me ocurrió que también podría ser peor. No debería instalarme en el pabellón, sino alejarme sin demora. Pero ¿adónde iría? ¿Y qué pasaría con Kendal? No quería que volviera a enflaquecer y enfermar.
Le hice reproches a Rollo.
—Es usted cruel con William —le dije—. ¿Por qué se comporta como si el chico no existiera?
—Es la manera más fácil de tolerarlo.
—Descarga su despecho en un niño. Esto es una conducta despreciable.
—Querida Kate, no puedo fingir que el muchacho me gusta, cada vez que lo veo, me acuerdo de quién es, el bastardo de L’Estrange. No espere que lo trate como si fuese mi propio hijo.
—Podría fingir.
—No sirvo para esto.
—Creía que servía usted para cualquier cosa que se propusiera.
—No para eso, Nunca deseo ver al muchacho.
—Y ahora que Kendal está aquí, las cosas son peor. Vi a William mirándolos, el otro día, cuando estaba usted con Kendal, él se le acercó corriendo y usted continuó hablando con Kendal, como si William no estuviese allí. ¿No se da cuenta de lo que esto hace al niño?
—No lo veo. Eso es todo.
—Es una crueldad. Y lo peor es que, por alguna extraña razón el muchacho lo adora.
—Entonces es evidente que lo trato de la manera adecuada.
—Si diera usted señales de que lo ve, lo haría feliz.
—Es usted una sentimental, Kate. Emplee sus sentimientos en una causa más valiosa.
—Y se pregunta por qué no lo aprecio a usted… Si se mirara usted a fondo, vería por qué nadie lo aprecia.
—Carece usted de lógica, Kate. Hace un momento me decía que el niño me adora. Pero ¿por qué, cuando estamos juntos, perdemos el tiempo hablando de él?
—Porque el muchacho me interesa.
Me encogí de hombros y me volví. Se puso a mi lado y me tomó de la mano.
—Es duro seguir así —dijo—. Todas las noches…, está usted en el castillo… y no está conmigo.
—Mañana me trasladaré al pabellón.
—Y yo pensaré en usted, cuando esté allí, exactamente de la misma manera.
—Me pregunto si no debería intentar marcharme a Inglaterra. Estarán preocupados por mí. ¡Santo Cielo! Deben creer que todavía me encuentro en París. Y estarán enterados de las noticias…
—Supongo que el mundo entero está enterado de la humillación de París.
—¿Sería posible enviar cartas a Inglaterra?
—Tal vez. No sé lo que ocurre en los puertos. La situación es muy confusa. Tengo entendido que los comunistas de París luchan ahora contra la nueva república. No quieren la paz. Al parecer, quieren otra revolución. En la capital no hay ley ni orden. Gracias a Dios que salimos cuando lo hicimos, porque sólo el Cielo sabe lo que nos habría sucedido entre esa hez. Hay motines y destrucciones de edificios. Creo que es sólo por el placer de destruir. Uno creería que París ya había sufrido bastante.
—Me parece que nunca podré volver.
—Transcurrirá mucho tiempo.
—Estoy segura de que mi madrastra estará inquieta por nosotros. No he vuelto a saber de ella desde la muerte de mi padre. Justo antes de que comenzara el sitio. Me escribió una carta muy triste. ¡Pobre Clare! Es una mujer muy afable, incapaz de cuidar de sí misma. Me gustaría que supiese que estamos a salvo.
—Le diré lo que haremos. Escríbale y enviaré a un hombre a la costa para que vea si puede enviarse. Ignoro si los buques del correo cruzan todavía el canal. Tal vez sí. Escriba la carta y mi hombre la llevará. Si puede enviarla, todo irá bien. Si no, pues lo intentaremos más tarde.
—Muchas gracias. Es usted muy bondadoso.
—Kate, si usted quisiera, descubriría cuán bondadoso puedo ser si…
—¡Basta! Eso es un tema prohibido.
—Dígame una cosa. Si fuese libre…
—No es usted libre. Por favor, no hable así. No puede ser libre y no hay más que hablar. Si consigo marchar a Inglaterra, podremos permanecer con mi madrastra por un tiempo hasta que decida lo que voy a hacer.
—Entonces, tal vez es mejor que no mande la carta. —Se rió—. No, Kate, a veces me toma usted demasiado en serio. Claro que mandaré la carta, si es posible. No soy hombre al que le asusten las madrastras.
—Gracias —dije.
*****
Para Jeanne y para mí era más cómodo vivir en el pabellón había en él un aire de hogar del que carecía el castillo. Podíamos amar las habitaciones, porque el edificio era pequeño, y como se hallaba cuesta abajo del castillo, éste lo protegía de los vientos se abatían sobre la gran estructura medieval.
Se había decidido que Jeanne y Kendal irían al castillo para las lecciones, porque allí se les uniría William. Jeanne y yo nos congratulábamos del cambio perceptible en William desde nuestra llegada, pues había perdido algo de su nerviosismo y el hecho de que sus momentos de triunfo en la clase le daba más confianza sí mismo. Kendal había adoptado respecto a él una actitud casi protectora, desde que Jeanne y yo le dijimos que no debía mostrarse rudo con él, y en vez de oponerse a esta actitud, William parecía agradecerla.
En cuanto a mí, me encontraba inquieta. No me agradaba depender tanto de la hospitalidad de Rollo. De haber estado sola, hubiese intentado regresar a Inglaterra, pero no me decidía debido Kendal. Habiéndolo visto tan flaco y débil, temía que recayera a menor contrariedad. Me preguntaba a menudo si las pruebas pasadas no lo habrían debilitado, aunque no daba muestras de ello. En todo caso, como estaba decidida a no someterlo otra vez a situaciones peligrosas, si podía evitarlo, debía dominar mi orgullo aceptar la situación.
No me pasaba por alto el hecho de que era una situación altamente conflictiva. En la mente de Rollo había sin duda planes, y tenía yo motivos para saber a qué extremos era capaz de llegar para llevarlos a la práctica. Su pasión por mí parecía crecer y comenzaba a mostrarse impaciente. No se esforzaba en disimular el amor que sentía por Kendal, y me desasosegaba vivir bajo su protección —pues podía considerarse así, aunque yo estuviera en el pabellón— el mismo techo que protegía a Rollo y a su esposa.
Tenía que marchar. Me lo repetía cien veces al día. Pero ¿cómo? Éste era el problema.
Estaba ávida por tener noticias de lo que acontecía en el país. París se hallaba en plena agitación. Se hablaba de una Asamblea Nacional que se formaría en Burdeos. Había reuniones en Versalles. El país se encontraba sumido en el desorden y podíamos considerarnos afortunados de vivir en un pequeño oasis, del cual sólo debía haber unos pocos en remotos rincones de Francia.
Tenía, pues, que ser cautelosa. No debía precipitarme. Era necesario dejar de lado mi orgullo y aceptar aquella extraordinaria situación hasta que encontrara la manera de salir de ella.
Si fuese sincera conmigo misma, reconocería que no deseaba marcharme. Llevaría tiempo —para mí y para los demás— reponerme de la terrible prueba a través de la cual habíamos pasado en el sitio de París. Sólo podía hacer una cosa: esperar. Y me sentía aliviada, en cierto modo, de que las circunstancias me obligaran a aceptar la espera.
En la primera mañana de nuestra estancia en el pabellón, Rollo vino a verme. Jeanne y Kendal habían ido al castillo para la clase, de modo que me hallaba sola.
Vi en seguida que se alegró de esto y supuse que se las había arreglado para venir precisamente entonces.
—Bueno —dijo—: ¿cómo se encuentra en este lugar?
—Es muy cómodo.
—Y no estamos lejos el uno del otro. En cierto modo, esto es probablemente más conveniente.
—¿Conveniente? —inquirí.
—Hay más… soledad.
Me miraba con gravedad.
—¿Qué vamos a hacer, Kate?
—¿Nosotros? Kendal y yo tendremos que quedarnos aquí hasta que encuentre una solución.
—Puedo proponerle una manera agradable de resolver el problema.
—Debo regresar a París o a Inglaterra. Esto último sería mejor, creo, pues, como usted dice, París tardará mucho tiempo en volver a la normalidad.
—¿Qué haría en Inglaterra?
—Pintar.
—En Inglaterra no la conocen.
—Conocían a mi padre.
—Usted no es su padre. Yo la hice triunfar en París. Fueron mis recomendaciones las que le llevaron clientes.
—Ya lo sé, ahora; pero he de intentarlo. El mérito acabará triunfando.
—Entretanto, siguiendo la costumbre de los artistas, se morirá usted de hambre en una buhardilla. Los artistas sólo tienen éxito si están de moda. Las gentes son como borregos. Les dicen que tal o cual cosa es buena, y repiten que es buena. Si alguien no se lo dice, no lo saben, y para la gente la oscuridad es incompetencia.
—Ya sé que tiene usted razón, pero estoy convencida de que al final el trabajo constante triunfa.
—Tal vez cuando esté muerta. Pero esto no les proporcionará comodidades y lujos a usted y al chico…, ni siquiera lo indispensable. Sea sensata, Kate. Usted y yo estaremos siempre juntos. Tendrá usted su estudio. Le juro que nunca me opondré a su trabajo. Reconoceré al niño.
—¿Cómo podría hacerlo?
—Es posible. No será la primera vez que se haya hecho. Tendremos nuestra casa. La escogeremos juntos. Usted la escogerá. Estamos hechos el uno para el otro. Sé que es así, con más certeza que cualquier otra cosa en mi vida.
—Es usted hombre de mucha experiencia —le contesté—, y hace planes y decide lo que debe hacerse no sólo por usted, sino por los demás. Hay una cosa que todavía no ha aprendido, y es que cuando algo afecta a dos personas hay dos opiniones, dos voluntades. En el pasado, ha podido usted doblegar a la gente a su voluntad, pero las cosas no ocurren así con todo el mundo.
—Ya lo sé, Kate. Voy aprendiendo.
—Se muestra usted muy humilde…, por tratarse de usted.
—Es parte de lo que me está enseñando, y me enseña mucho, Kate. No pensé que una mujer pudiera obsesionarme tanto…
—¿No será porque le es imposible tenerme?
—Imposible es una palabra que no acepto.
—Pues es una palabra que todos tenemos que aceptar, a veces, todos, incluso usted.
De repente me tomó en sus brazos y me besó con violencia me cogió de sorpresa y por unos instantes no me defendí. Me cruzó por la mente la idea de que estábamos solos en la casa y yo me encontraba a su merced. Traté de ahogar la salvaje excitación que me asaltó, pero no lo logré.
Tenía un miedo desesperado de que se percatara de mis sentimientos. No debía saber jamás que podía sorprenderme con la guardia baja, agitar mis emociones, hacerme sentir que deseaba que empleara la violencia conmigo. A veces soñaba que estaba en el dormitorio del pabellón de caza y me despertaba no con sentimiento de temor y repulsión, sino con el deseo de estar realmente en ese dormitorio.
En el fondo de mi mente, este cambio de sentimientos hacia él era una de las razones de que supiera que debía irme antes de que esos nuevos sentimientos me dominaran. Me aparté con un gesto de indignación.
—Creo —dije lentamente— que debemos marcharnos… ahora mismo, sin demora.
Me tomó las manos y las besó.
—No —dijo apasionadamente—, nunca, Kate. No me deje.
Traté de provocar en mí misma ira contra él.
—Sabe usted en qué posición me encuentro aquí. No tengo dónde ir. Tengo un niño al que he de cuidar. No me queda más remedio que quedarme. En contra de mi voluntad, he de quedarme. Pero no tengo ninguna intención de quedarme como su amante, terminar…, como… como Nicole.
La mención del nombre de Nicole nos serenó a ambos. Él se había sentido más profundamente afectado por su muerte de lo que quiso mostrar. Yo me preguntaba cuál sería ahora el consejo de Nicole, si estuviera viva para poder dármelo.
Me alejé de él y me acerqué a la ventana. Le dije:
—Quiero ganar algo mientras estoy aquí. No quiero vivir a su costa. Deseo volver a pintar. Iba a pedirle si puedo hacer una miniatura de William.
—¿Quién puede querer una miniatura de William?
—Si tuviera buenos padres, esa pregunta sería superflua. Pero el pobre muchacho está olvidado de todos. Quiero hacer algo por él. Quiero que usted me pida que pinte el retrato de William.
—Bueno —dijo—. Hágalo.
—Tendré que ir al castillo. No hay bastante luz aquí.
—Kate, puede usted ir al castillo cuando quiera, siempre que quiera.
—Gracias. Y le diré a William que usted desea que pinte su retrato.
—¿Yo?
—Sí, usted. Esto le hará feliz. Y tal vez, mientras pinte, vendrá usted al estudio y mostrará algo de interés por lo que hacemos.
—Siempre me interesa su trabajo.
—Por favor, muestre interés por William también.
—Por usted, cualquier cosa —dijo.
*****
William estuvo encantado cuando le dije que pintaría su retrato.
—¿Será pequeño? —preguntó—. ¿Pintará uno a Kendal?
—Tal vez. Kendal tiene muchos. Lo pintaba a menudo cuando estábamos en París.
—Enséñemelos.
—No puedo. Cuando salimos de París, tuvimos que dejarlo todo allí. Ahora habrá que ver si podemos encontrar las pinturas apropiadas para el retrato.
Rollo ayudó en esto. Conocía a un artista que vivía en la comarca y pensó que podría proporcionarnos las pinturas necesarias, aunque dudaba que tuviera el marfil que también precisaría. Suspiré recordando todo lo que habíamos dejado en París.
Rollo fue a ver al artista y trajo pinturas y pergamino, pues no tenía marfil.
—Puedo emplear pergamino —dije—. Lo usaron en el siglo dieciséis y sirvió de base en muchas miniaturas que son obras maestras.
Los niños estaban conmigo en el cuarto del castillo donde había pintado a Rollo años atrás. Observaban cómo estiraba el pergamino, lo pegaba sobre un cartón blanco allí donde sobresalía, y lo prensaba entre hojas de papel.
William estaba muy excitado. Era delicioso ver cómo iba abandonando su rostro ese aire de desconfianza acosada.
Pensé que haría un retrato interesante. Le mostraría —y a los demás también— la cara que puede tener si es feliz.
Me sentía revivir. Era maravilloso ponerme a trabajar de nuevo. Esto me permitía apartar, como en otros tiempos, todos mis problemas. Me sentaba, charlaba con William mientras pintaba, y Kendal estaba allí también, haciendo apuntes de William. Éste, sentado allí, en el centro de toda la atención, parecía ganar en estatura. Era la primera vez en su vida que había sentido que era importante para alguien.
Decidí trabajar lentamente. A fin de cuentas no sólo hacía un retrato, sino que ayudaba también a ajustar el espíritu de un chiquillo que había sida injustamente tratado.
Como a mí me gustaba pintar por las mañanas, los niños tomarán su clase por la tarde, y mientras estaban con Jeanne yo me iba pasear o a montar, Esto último me gustaba más, porque andando era difícil perder de vista el castillo. Había que alejarse un gran techo para no verlo, pues parecía dominar el paisaje.
Había muchos caballos en el castillo y pude escoger entre varios. Descubrí una pequeña yegua baya a la que pronto me aficioné.
Era algo fogosa, pero respondía bien a la firmeza, y creo que le gustaba que la montara.
Una tarde fui a las cuadras y encontré allí a Marie-Claude. Le ensillaban un caballo, uno que tenía fama de dócil y tranquilo.
—Buenas tardes —me dijo—. ¿Va usted a montar?
Le contesté afirmativamente.
—¿Podemos ir juntas?
Sería agradable, le dije, y salimos por el puente levadizo, mientras avanzábamos cuesta abajo.
—No sabía que fuera amazona, mademoiselle Collison —comentó Marie-Claude.
—Monté algo en Inglaterra.
—Claro, en París no hubo ocasión de hacerlo. Qué contenta debe estar de haber escapado de todo aquello.
—Fue una experiencia impresionante haberlo vivido, pero no quisiera volver a pasar por otra semejante.
—Debe haber mucha gente en París que piensa así, pero ¡cómo echo de menos París! El París de antes, claro está. Creo que nunca podré ser feliz lejos de París.
—Lo encontraría muy cambiado, por desgracia.
—Ya lo sé. Esos estúpidos hombres y sus guerras…
Cabalgamos en silencio un rato. Se puso delante y yo la seguí.
—Nunca voy muy lejos —me dijo por encima del hombro—. Me canso pronto. Me gusta ir a mi lugar favorito y contemplar el paisaje.
—¿Vamos allá ahora?
—Sí. Podríamos desmontar y charlar. Es casi imposible conversar cabalgando.
Estuve de acuerdo y otra vez prevaleció el silencio.
Miré hacia atrás. Ya no podía ver el castillo. Lo notó y adivinó lo que yo estaba pensando.
—Ésta es una de las razones de que sea mi lugar favorito. Desde allí no se divisa el castillo.
Bordeamos un bosque. El terreno era más cuesta arriba, ahora. Vi cómo el centelleante río corría más abajo. Plata bajo el sol…
—Es espléndido, aquí —dijo—. Me gusta sentarme en la cima de la colina. Hay matorrales, y algunos son bastantes altos… Protegen contra el viento, cuando sopla. Me siento allí y puede verse a muchas millas de distancia.
Llegamos a la cumbre.
—Ataremos los caballos aquí —dijo—. ¿No encuentra extraño que estemos otra vez juntas?
Sujetamos los caballos y caminamos algo.
—Sentémonos —sugirió, y lo hicimos protegidas por unas matas altas—. Nunca pensé que volvería a verla —continuó—. Bueno a menos que fuera en alguna fiesta. Eso era cuando creí que iba a casarse con Bertrand de Mortemer. Entonces hubiese sido lógico que nos viéramos.
—En la vida suceden cosas extrañas —comenté.
—Muy extrañas.
Se volvió a mirarme.
—Le confesaré que siento mucha curiosidad acerca de usted, Kate. ¿Puedo llamarla Kate? Antes lo hacía. ¿Quiere llamarme Marie-Claude?
—Si lo desea…
—Claro que sí —replicó con un deje de sus modales imperativos, que yo recordaba del pasado. Prosiguió—: La admiro mucho. ¡Ojalá hubiese mostrado su valor! Tiene usted un hijo, pero no se casó con su padre. ¡Qué sensata fue usted! Si yo no estuviera casada, sería mucho más feliz. Pero supongo que fue más fácil para usted de lo que hubiera sido para mí.
—Sí —asentí.
—En realidad, no amaba a Armand L’Estrange. Tal vez, si lo hubiese amado, habría desafiado a todo el mundo y me hubiera casado con él. Siempre tuve miedo de Rollo…, y creo que siempre lo tendré. Es implacable, Kate. Sólo los que han vivido cerca de él saben cuánto.
—Creo que me he dado cuenta de esto.
—El matrimonio fue arreglado sin consultarme y yo me sentí furiosa por esto. No quería casarme con él, Ya lo sabe. Estaba usted conmigo antes de que me casara. No querría usted casarse con alguien que le inspirara terror, ¿verdad?
—Evidentemente, no.
—Además, estaba Armand. Era encantador, tan diferente de Rollo… Era galante y me hacía sentir que yo tenía algo especial. Todo lo que deseaba era que me quisieran. Usted estaba enterada de lo nuestro. Estuvo en aquella féte champétre y luego hubo todas aquellas notas que llevaba usted. ¿Recuerda aquella vez en que Rollo trató de apoderarse de la nota que había recogido usted en la tienda de mi modista? Aquello que pasó con el coche de punto…
—Lo recuerdo bien.
—Debió sospechar, entonces, Yo estaba aterrorizada. Si hubiera sucedido antes, no creo que hubiese comenzado con Armand.
Miraba a lo lejos, recordando aquel «paseo» aterrorizador por París en el coche de punto.
—Ya ve que sospechaba de mí.
Vacilé, pero no podía decirle que por una razón distinta estuve a punto de que me secuestraran.
—Y, sin embargo —continuó Marie-Claude—, fingió sorprenderse. Nunca olvidaré el día de mi boda. Quiero decir, lo horrorizada que estaba. Supongo que nadie olvida el día de su boda, pero otra gente debe recordarlo de modo diferente. No sé cómo pude sobrevivir. Y él lo sabía todo, desde luego. No creo que le importara mucho. Cuando el niño nació prematuramente enloqueció de rabia. Traté de librarme del niño. No lo conseguí. Quién pensaría, viendo a William, que podía ser tan obstinado. Rollo se las arregló para descubrir lo que le importaba y luego me hizo confesar…, decírselo todo. Iba a tener un hijo que no era suyo. Puede imaginar lo furioso que estaba.
—Sí, me lo imagino —dije.
—Crea que tenía motivos para estarlo. Pero yo no quería casarme con él, en primer lugar. Si entonces hubiese visto su ejemplo, me habría atrevido a mantenerme firme. Hubiese podido ser libre, como usted. ¿Por qué no se casó con Bertrand? Estaban prometidos, estaban enamorados. Y esperaba al niño…, y con todo, no se casaron. Parece extraño.
—Hice lo que creí mejor.
—Fue usted valiente. Y se instaló en París y no le importó. Y a nadie pareció importarle.
—Vivía en un mundo bohemio, y, como ya le dije, en él las convenciones no tienen tanta importancia como en los círculos de la corte.
—¡Ojalá hubiese vivido en un mundo así! Nada salió bien. Me encontré casada con un hombre al que temía. Iba a tener un hijo que no era suyo. A veces deseé morir y dejar que los demás se las arreglaran.
—Nunca debe pensar esas cosas.
—Pues lo hago de vez en cuando. ¿Sabe usted?… El tratar de librarme de William, antes de su nacimiento, me dañó la salud. No impidió que naciera, pero me dejó enferma. No puedo tener más hijos. Éste es otro motivo por el que Rollo me odia.
—No puede odiarla.
—Ahora habla usted como cualquiera que no nos conozca. ¿Por qué no puede odiarme? Odia a quien signifique un obstáculo en su camino. Querría librarse de mí y casarse con alguien que pudiera darle hijos, hijos que se le parecieran.
—Todos hemos de adaptarnos a la vida. Incluso él ha de hacerlo.
—A veces parece que no merece la pena. Imagine cómo fue todo. Yo iba a tener un hijo que nacería demasiado pronto. Estaba enferma y me sentía desgraciada, desesperadamente asustada por el parto y más aún por Rollo. Solía venir aquí, sentarme y pensar. Miraba a lo lejos. Por allí está París, en esa dirección. Si no hubiese tanta distancia… Ansiaba volver a París. A veces pensaba en subir un poco más, a la cresta, allí donde hay un precipicio. No hace mucho alguien cayó por él, en la niebla… Un campesino que se había extraviado y no pudo encontrar el camino. Dio un paso en falso y… Se lo enseñaré antes de regresar. Está ahí mismo. Pensaba cuán fácil sería dar un paso de más. Todo se acabaría. Nadie podría reprocharme nada, entonces. Y qué contento estaría Rollo. Podría borrarme de su vida y comenzar de nuevo.
—¡Qué desgraciada debía sentirse usted!
—Más que nada, asustada. Créame: hubo momentos en que pensé que me sería más fácil eso que continuar.
—¡Pobre Marie-Claude, cuánto tuvo que sufrir usted!…
—Incluso ahora, a veces me pregunto si merece la pena continuar.
—Tiene a su hijo.
—¡William! Es la causa de todo. De no ser por él, probablemente tendría más hijos. Tal vez estaría menos asustada con Rollo. Quién sabe si no hubiese podido darle lo que deseaba.
Me sentía vagamente inquieta. Adiviné que más tarde lamentaría haberme dicho esas cosas. Se volvió impulsivamente hacia mí.
—¡Esa historia es tan deprimente!… No hablemos más de ella. ¡Cuán distinta ha de ser la suya! Cuénteme algo de ella.
—Ya sabe lo principal. Nació mi hijo, me instalé, tuve un taller y pinté. Los clientes venían y todo marchaba bien hasta que llegó la guerra.
—¡La guerra!
Pareció meditar.
—Aquí, en el castillo, la veíamos como algo lejano. ¿No le parece extraño que Rollo haya sido capaz de mantenerse lejos de ella? Diríase que posee poderes mágicos. A veces pienso que es más que un hombre, un demonio acaso, alguien que ha venido a la Tierra desde algún otro lugar. ¿Comprende lo que quiero decir?
—Sí —admití.
—Me lo parecía. Siempre estuvo contra esa guerra. Dijo que era una equivocación y que el emperador era un majadero. Se considera, después de tantos siglos, como normando. Es poderoso…, más poderoso de lo que cualquier hombre debería serlo. Posee muchas propiedades no sólo aquí, sino también en Inglaterra e Italia. Porque es tan rico y poderoso, mi familia quiso el matrimonio, y por mis antepasados de las casas reales de Francia y Austria Rollo quiso casarse conmigo. ¿Cómo se puede esperar que resulte bien un matrimonio basado en esas razones? Tiene usted mucha suerte.
—Sí, tengo suerte en algunas cosas.
—Su hijo es hermosísimo.
—Creo que sí. Y el suyo también lo es.
Se encogió de hombros.
—A Rollo parece que le gusta más el hijo de usted.
Me miró de soslayo y sentí que los colores me subían a la cara.
—Se hace simpático en seguida —dije tratando de dar un tono ligero a la observación.
—Estaba pálido y flaco cuando llegó con usted y Rollo y Jeanne.
—¿Y quién no, después de tantas privaciones y experiencias horribles?
—Sí, en todos se notaba lo que habían pasado. Pero se han recobrado maravillosamente.
—Doy gracias al cielo por eso.
—Rollo nunca se había interesado por ningún niño, antes. Es notable la atención que presta al de usted. Nunca comprendí cómo Rollo se encontró justamente allí en el preciso momento en que iba a caer la pared encima de su hijo.
—Hubiera tenido que estar en París para comprender cómo suceden esas cosas.
—Ya sé que murió mucha gente. Lo que quiero decir es que fue una extraña coincidencia que Rollo estuviera allí exactamente en aquel momento.
Me encogí de hombros.
—Salvó la vida del chiquillo —dije—. De eso no hay duda.
—¿Cree que ésta es la causa de que le preste tanta atención?
—Creo que se ha de sentir cierto afecto por alguien cuya vida uno ha salvado. Comienza a hacer fresco —agregué—. ¿Cree que es prudente quedarse sentada aquí?
La ayudé a levantarse.
—Fue una conversación muy interesante —dijo—. Tanto, que se me olvidó que hacía frío. Antes de irnos quiero enseñarle la cima de que le hablé, ¿recuerda?
—¡Ah sí! Dijo que no está lejos, ¿verdad?
—Ahí mismo. Venga…
Me tomó del brazo. Parecía perder el aliento.
Caminamos sobre la hierba, y allí, enfrente, estaba el espléndido panorama de colinas y bosques que se extendían hasta el horizonte.
—Por aquel lado está París —señaló—. ¡Ojalá estuviera lo bastante cerca para que lo viéramos!
Miré hacia abajo, al río. Veía rocas y pedruscos que sobresalían de las aguas y las amarillas fárfaras en las orillas.
—¿Le da miedo la altura? —preguntó Marie-Claude.
—No.
—Entonces, ¿por qué se aparta del borde?
Había soltado mi brazo y estaba al filo mismo del precipicio.
—Venga —ordenó y me aproximé a ella.
—Mire abajo —dijo.
Lo hice. Mi primer pensamiento fue que, si se hubiese arroja do al vacío, allí, como dijo que quiso hacerlo, hubiera tenido escasas posibilidades de sobrevivir.
Estaba cerca, detrás de mí. Murmuró:
—Imagínese caer, caer… No se daría una cuenta, sólo un esfuerzo, un grito y luego abajo, abajo… Muerta en unos segundos.
Me asaltó un miedo súbito. ¿Por qué me había llevado allí? ¿Por qué me hablaba de aquella extraña manera? ¿Qué quería significar con sus palabras?
«Sabe que Kendal es hijo de Rollo —me dije—. Debe de creer que fuimos amantes en París y que todavía lo somos».
Marie-Claude odiaba a Rollo. Pero ¿le impediría esto aceptar el hecho de que él me amara, de que pusiera tan de manifiesto que amaba a mi hijo?
Sabía que la princesa Marie-Claude era impulsiva e inclinada a mostrarse histérica. Era evidente que su casamiento con Rollo, cuando llevaba en su seno el hijo de otro hombre, fue una prueba demasiado dura para soportarla sin consecuencias. ¿Habría desequilibrado su mente?
En los segundos que siguieron a estos pensamientos estuve segura de que me había conducido al borde del precipicio con un propósito y que este propósito bien podía ser la venganza. ¿Vengarse de mí? Probablemente de Rollo. Si creía que el barón me amaba, ¿qué manera había de herirlo más profundamente que destruyéndome?
Sería tan fácil… Dirían que fue un accidente. Un resbalón o un desprendimiento de tierra. Se cayó. Se había acercado demasiado al filo… Estaba segura de que iba a empujarme, a lanzarme al olvido. Me volví bruscamente y me alejé del borde. Me miraba enigmáticamente, me pareció que casi con resignación.
—Se acercó mucho al filo —me dijo casi como una advertencia, y se echó a reír levemente—. Por unos instantes me asustó. Me imaginé verla caer. Volvamos a los caballos. Estoy temblando de frío. No hace tiempo para sentarse a conversar…