Nicole

Extraña sensación la de viajar por la campiña de Kent. Los vergeles, los cultivos de lúpulo, los secaderos, los prados y los bosquecillos me parecían frescos, rientes, a pesar de que ya había acabado el verano. Eran como los viera tantas veces antes. Yo era la que había cambiado.

La gente sin duda lo percibiría. Yo no podía ser la misma. No tenía la misma apariencia. ¿Harían preguntas? ¿Cómo las contestaría? De una cosa estaba segura: no podría jamás soportar el hablar de la vergüenza por la que había pasado.

Parecía que cada día crecía mi odio hacia aquel hombre malvado. Si él, con ser tan bárbaro, me hubiese deseado intensamente, aunque no hubiese podido perdonarle, tal vez, por debajo de mi resentimiento, me hubiera sentido algo halagada. Pero no fue así. Sólo deseó vengarse de Bertrand y me empleó para conseguirlo, tomándome como si fuera un objeto inanimado, que se coge y se tira una vez usado. Así veía a todo el mundo. No se le ocurría que las personas pueden tener sentimientos…, o si se le ocurría, no le importaba herirlos. Todo, todos a sus órdenes, para su placer.

Bueno: esta vez no se saldría con la suya. Arruinó mi vida y acaso también la de Bertrand, pero no obtendría los resultados que buscaba. Su plan iba a fracasar. Podría decir que yo había sido su amante —aunque en contra de mi voluntad—, pero no obligarme a casarme con Bertrand.

En eso nos burlábamos de él.

Tenía que dejar de pensar en él. Se había acabado, en lo referente a mí. Esperaba que nunca volvería a verlo. Tenía que pensar en mí y en lo que iba a hacer. Sólo podía obrar de una manera:

Seguir actuando como si no hubiese ocurrido nada.

¿Sabría hacerlo? No tardaría en afrontar la prueba.

Tomé el coche de la estación y al poco rato me hallé frente a mi casa.

Desde dentro oí un grito:

—¡Kate! ¡Ha llegado!

Salieron corriendo. Vi primero a mi padre, con el rostro resplandeciendo de dicha.

—¡Kate! —exclamó—. ¡Querida Kate!

Me lancé en sus brazos. Me apartó luego para mirarme. Se me subieron los colores. ¿Acaso se notaría? Pero no mostró nada que no fuera su alegría y sobre todo su orgullo.

—Querida hija —dijo—, fue un gran éxito, superior a todas mis esperanzas.

Pensé que su vista no era bastante fuerte para notar diferencia a en mí.

Entonces vi a Clare. Se mantenía tímidamente un poco atrás. Con ella estaban algunos criados, la señora Baines, la cocinera, Jerry nuestro factótum, y las doncellas. Todos sonreían con alegría.

Clare se adelantó y me tomó la mano tímidamente. La besé.

—Tiene buena cara —dijo—. Todos nos alegramos al saber que el retrato fue un éxito.

La señora Blaine había preparado un pastel de carne. De niña me gustaba mucho, y desde entonces lo había comido a menudo, porque decían que era mi plato favorito. Anunció que serviría la cena más temprano que de costumbre, porque el viajar debía haberme despertado el apetito.

Clare me llevó a mi cuarto.

—Estoy tan contenta, Kate, de que haya vuelto —me refirió. La miré firmemente y le pregunté:

—¿Ya está enterada de lo que le pasa a mi padre?

—Sí, nos lo contó a su regreso.

—¿Cómo lo soporta?

Se quedó pensativa.

—Aunque parezca extraño —comentó—, no se halla tan turbado como pudimos temer. Esto se debe a sus éxitos. Nos habló de ellos. Nos explicó que ese…, es un barón, ¿no?, organizó una fiesta especial y la presentó y que iba usted a hacer sola el retrato de la princesa y que tenía otros encargos. Considera que su talento es un don precioso, que se ha felizmente trasmitido a usted.

—¿De veras piensa esto?

—Ya lo creo. Me ha hablado mucho de ello.

Bajó la mirada, como pidiendo perdón, y agregó:

—Creo que es a causa de Evie y porque yo soy pariente suya. Siente que puede hablarme.

—Es a causa de usted misma, Clare —le aseguré—. Evie fue una gran ayuda para nosotros, pero no veía con muy buenos ojos nuestra pintura. Decía que era bonita, pero sospecho que sólo le parecía aceptable porque nos permitía ganarnos la vida. Mi padre cree que usted comprende nuestro arte.

—Espero que así sea.

—Eso son cosas que se perciben.

—Debe haber tenido un viaje muy interesante. Parece… —esperé con ansiedad que continuara—, diferente —terminó.

—¿Diferente?

—Bueno: supongo que más mundana. Es natural: viajando y haciéndose famosa. Esto tenía que hacerla diferente. Parece usted… ¿cómo lo diría?…, con… con más presencia, más porte.

Se rió.

—No me pida que lo explique. Nunca sé explicarme bien. Cuando se haya lavado y cambiado, vaya a hablar con su padre. Está impaciente por tenerla aquí con él.

Fui a verlo tan pronto como pude. Estaba en su estudio. Colgadas de la pared había dos miniaturas: una de mi madre y otra mía, de niña. Eran obras exquisitas, entre las mejores suyas, según siempre pensé. Nunca se quiso separar de ellas.

—¡Kate! —Exclamó—. Qué alegría tenerte otra vez en casa. Ahora, cuéntamelo todo.

¿Todo? Ciertamente que no lo haría. Me pregunté, brevemente, cómo se tomaría el rapto de su hija mi buen, querido y más bien inocente padre.

—La miniatura de la princesa… —empezó a decir.

—La aceptaron.

—¿Fue a verla el barón?

—No. Tuve que llevársela. Me ha pagado por ella.

—Querida Kate, serás rica. ¿Fue un modelo fácil la princesa?

—En cierto modo. Es una muchacha muy joven.

—Pero princesa…

—En realidad, es una muchacha corriente.

—¿Y el barón…?

Hubo una larga pausa o así me lo pareció.

—¿De veras le gustó? —Continuó mi padre—. ¿Tanto como el retrato que le hiciste tú?

—No lo sé. Pero creo que le agradó.

—Maravilloso. Es un hombre difícil de complacer.

Tenía deseos de gritar: «Por favor: no hables más de él. Mi paz depende de que lo olvide».

—¿Y tú, padre? —Pregunté—. ¿Has aceptado… lo inevitable?

—El hecho de que te hayan reconocido como artista lo hace mucho más fácil, Kate. Siempre supe que tenías un talento notable, pero creí que costaría mucho hacer que el mundo lo reconociera. Y ahora, gracias al barón…

—¿Has notado algún cambio en tu vista? —lo interrumpí apresuradamente.

—Sospecho que no veo tan bien como cuando emprendimos el viaje… Es como mirar a la bruma, algo lejana, pero que se acerca… Fue un truco arriesgado, Kate; pero por suerte tuvo buenos resultados. Si el barón no hubiese sido un buen conocedor del arte, nunca habría tenido éxito.

¿Acaso no podía dejar de mencionar a aquel hombre en nuestra conversación? Parecía que lo obsesionara.

—Tengo otros encargos —dije inmediatamente.

—Ya lo sé. Magnífico.

—Dentro de tres semanas volveré a París, a casa de los Dupont. ¿Recuerdas que he de pintar a las dos hijas?

—Es todo tan maravilloso. Y cuando pienso que se lo debes todo al barón…

—Ya es hora de cenar —lo atajé—. A la señora Baines no le agradará que lleguemos tarde.

Cenamos mi padre, Clare y yo; hice honor al pastel de la señora Baines con gran satisfacción de ésta, y contesté a las preguntas que me hicieron.

Clare me miraba con sus grandes ojos de paloma, llenos de dicha porque yo había regresado y porque mi padre comenzaba a resignarse con su próxima ceguera.

Fue asombroso las veces que mi padre mencionó al barón. Me resultaba imposible escapar a aquel hombre; era como si estuviera sentado con nosotros a nuestra mesa.

Y aquella noche soñé con él. Estaba yo tendida en la cama del pabellón de caza y él se acercaba. Grité y me desperté, muy aliviada al encontrarme en mi propia cama, en mi casa.

Me pregunté entonces si lograría desterrar de mi vida al barón.

*****

Unos días después llegó una carta de madame Dupont. Esperaba que acudiera lo antes posible. Su cuñada también deseaba hacerme un encargo; tenía una hija y ansiaba poseer un Collison de ella.

«Desde luego —nos escribía—, ya sé que está comprometida a hacer, después de los nuestros, el retrato de la esposa de monsieur Villefranche, pero, por favor, no tome nuevos encargos antes de retratar a la hija de mi cuñada».

De veras que era un éxito. Y él lo había preparado, pero yo no podía sentir gratitud, sino sólo odio y asco.

Me marcharía, pues, antes de lo previsto. Además, deseaba alejarme de todas las preguntas que tenía que soportar sobre mi estancia en París y no podía aguantar más los constantes agradecimientos de mi padre al barón.

Por otra parte, la vida en Farringdon ya no era la misma. Encontré francamente aburrida a la familia del vicario y nunca había tenido una gran amistad con los Camborne.

Clare tenía buenas relaciones con la aldea. Encajaba como si hubiese nacido allí y estaba constantemente en la vicaría, decorando la iglesia o discutiendo los medios de hacer dinero para las campanas, y participando en general en todos los asuntos del vecindario. Todos la apreciaban, pero sus mejores amigas eran las mellizas Camborne. Me habló de ellas. Estaba algo preocupada porque Hope tenía un admirador y la inquietaba la pobre Faith.

—¿Qué hará —decía— si su melliza se casa? No puede vivir con ellos, ¿verdad? Creo que la pobre Faith comienza a desazonarse. ¡Qué extraña es la naturaleza: hacer dos personas estrechamente ligadas!…

Apenas si la escuchaba. Los asuntos de la aldea me aburrían ahora.

Me alegró llegar en el momento de marcharme.

Mi padre me dijo:

—Al parecer, tendrás varios encargos más. Debes aprovecharlos.

—Puede significar una estancia larga en París —le indiqué.

—Cuanto más larga, mejor, en este momento de tu carrera. Has de darte a conocer. Más adelante podrás escoger tus modelos. Sería un error saturar el mercado, pero lo principal es que te conozcan.

—Me voy tranquila porque te dejo en buenas manos.

—Clare es maravillosa. ¿Quieres que te confiese algo? Es más fácil entenderse con ella que con Evie.

—Pienso exactamente lo mismo. Evie era una maravilla de eficiencia, pero Clare es más…, más suave, más humana.

—Tienes razón. No podrías dejarme en mejores manos. De modo que no te preocupes por nada. Preocúpate sólo de tu trabajo. Serás la mejor de los Collison.

Me sentí aliviada cuando vino el momento de emprender la marcha hacia París.

*****

A pesar de todo, no pude reprimir mi exaltación al llegar a París. Me apeé del tren, en la Gare Saint-Lazare al caer la tarde e inmediatamente volví a experimentar la impaciencia y la vibración que la ciudad me producía. En seguida noté el ruido y el vaivén de gentes y vehículos. Los franceses hablan mucho más alto que los ingleses y sus voces son tan expresivas como sus gestos. Los compases de música que llegaban de alguna parte, y olí los olores familiares de los trenes y los perfumes.

«Se acabó el pasado. Voy a comenzar de nuevo», pensé.

Pero cuando el mozo cargó mi equipaje y llamó a un coche de punto, y vi al cochero con su uniforme azul y su sombrero blanco, no pude evitar que me recorriera un temblor de miedo. Nunca lo olvidaría por entero. Incluso cuando subí al coche y el cochero me preguntó con voz amistosa a dónde quería ir, miré suspicazmente a la cara sonriente y fue como si viera a otra en su lugar.

Me serené con un esfuerzo y di la dirección de madame Dupont. Me conmovió pasar por el familiar Boulevard Haussmann. El Faubourg Saint-Honoré no estaba lejos.

La casa de los Dupont se hallaba en el Boulevard de Courcelles, situada entre una fila de altas casas blancas, que ya sabía reconocer como típicas viviendas urbanas de quienes poseían fincas en el campo.

Supuse que los Dupont pertenecían a esta clase, puesto que habían sido huéspedes del barón. Estaba segura de que sólo tenía relación con gente rica o de linaje noble.

Me sentí casi sorprendida cuando el coche se detuvo y el cochero me ayudó a bajar y se ocupó de mi equipaje.

Un lacayo con librea azul oscuro con galones plateados abrió la puerta. Me saludó con deferencia. Evidentemente, me esperaban.

—La señora quiere verla tan pronto como usted, llegue —me dijo—. Por favor, sígame.

Con un gesto a un muchacho con la misma librea, pero con menos galones de plata, lo que debía indicar que era de menor categoría, le ordenó que cargara mi equipaje, mientras yo le seguía a una amplia sala con paredes azules y cortinas blancas, de un efecto muy agradable. Era una especie de sala de recepción. El lacayo llamó a una puerta y la abrió con una inclinación de cabeza, anunciando al mismo tiempo que mademoiselle Collison había llegado.

Madame Dupont se acercó.

—¡Bienvenida, mademoiselle Collison! —exclamó—. Es un placer tenerla con nosotros. Esperamos con ansia lo que hará usted para nosotros.

Hizo una pausa y agregó:

—Quiero que esté usted cómoda en nuestra casa…, y espero que podrá trabajar para mi cuñada. Está ansiosa de que haga un hermoso retrato de su hija.

Madame Dupont se llevó un dedo a los labios, como para ocultar una sonrisa.

—No creo que la encuentre un modelo tan agradable como mis hijas. Pero estoy segura de que con ella hará algo bonito. Supongo que querrá ir usted primero a su habitación y luego conocer a las muchachas. Creo que le gusta hablar con sus modelos, conocerlos… Esto fue lo que el barón sugirió…

—Muchas gracias, madame Dupont —contesté—. Es usted muy amable.

—Sin duda ha sido un viaje fatigoso.

—Es largo y la travesía del canal siempre resulta difícil.

—Sí, claro. ¿Quiere tomar algo o prefiere esperar a la cena?

Decidí aguardar a la cena y dijo que llamarla a una doncella para que me indicara mi cuarto.

Así lo hizo. La habitación, en el primer piso, era encantadora, con ventanas encajadas en el techo. Tenía paredes de color oscuro y cortinas blancas; esto, al parecer, era el motivo decorativo de la casa. Resultaba muy atractivo.

Mi cama tenía un hermoso dosel de tapicería, que reconocí como de la escuela llamada de Fontainebleau: remolinos de flores blancas sobre un fondo azul oscuro. La colcha era bordada al punto inglés blanco, fresca y hermosa. Mi tocador tenía faldas de tercio pelo azul oscuro y un espejo de tres caras con marco blanco.

Mi estado de ánimo mejoró.

Venir a París había sido lo mejor que podía desear. Estaba segura de ello. Después del trato brutal que sufrí, después de la amarga humillación de que fui objeto, era consolador verse trata da con respeto. Eso me levantaba el espíritu. Yo era una artista a la que había que apreciar y reconocer. Debía echar al olvido el horrible episodio y empezar de nuevo. Tenía la suerte de que se me presentara una ocasión de hacerlo.

Me cambié y puse un vestido de brocado verde. Estaba preparada, ahora, para vivir en una sociedad elegante y, aunque no había comprado mucha ropa, la que traje era apropiada. Había aprendido eso que los franceses llaman chic, durante mi breve estancia en su país, y creo que nací con algo en común con ellos: me agradaba la manera como mezclaban los colores y esa elegancia que podía hacer interesante la menos atractiva de las mujeres. La verdad es que había dado un paso alejándome del pasado. Estaba camino de una nueva vida y creí que, con el tiempo, olvidaría al barón.

Me interesaba la casa y estaba impaciente por conocer a mis modelos. Comenzaba a preocuparme por el lugar dónde trabajaría y cómo enfocaría los retratos de las hijas Dupont.

*****

Durante toda la velada continuó mi humor alegre. Cené con la familia, y madame Dupont me trató como si fuera una persona de importancia: la gran pintora aplaudida por el barón de Centeville. Monsieur Dupont era un caballero suave que parecía ansioso de satisfacer los deseos de su esposa y que le daba siempre la razón. Más tarde descubrí que mantenía a una amante en una casita de la orilla izquierda del Sena y su propósito era tener a la esposa contenta para que ésta no se interfiriera en este arreglo que lo hacía feliz. Las dos hijas, Émilie y Sophie, no me interesaron mucho como personas, y sólo porque eran mis modelos me obligué a prestarles atención. Tenían diecisiete y dieciséis años, respectivamente. Estaban a punto de que las presentasen en sociedad, lo cual explicaba el interés por las miniaturas. Se reían mucho y sin motivo y acostumbraban susurrarse cosas la una a la otra, lo cual me irritaba porque indicaba, para mí, mala educación. Pero esto no era de mi incumbencia. Pensé que podría hacer retratos razonablemente buenos de ellas. Trataría de favorecerlas, pues sería inútil buscar algún rasgo de personalidad en aquellos rostros sosos.

Para ellas, yo era un tema interesante. Me miraron de reojo, disimuladamente, durante toda la cena, y se cruzaban la mirada comunicándose mensajes secretos. Eran el tipo de muchachas que le hacen a una preguntarse si tiene una mancha en la cara o se ha olvidado de abrocharse algún botón.

Madame Dupont, sin embargo, las mimaba, y estoy segura de que las veía dotadas de todos los encantos. Su gran propósito, como descubrí pronto, era encontrar esposos apropiados para ambas, mientras que el de monsieur Dupont consistía en mantener a su familia ocupada con el fin de conservar intacto su nido de amor en la orilla izquierda.

Madame informó a su esposo, durante la cena, que a despecho de mi juventud yo era una pintora ya famosa. Era una de las Collison, y todo el mundo…, pero es que todo el mundo, sabía el valor de las miniaturas de los Collison. Estaban entre las mejores del mundo entero. La familia las había hecho a lo largo de siglos. ¿No era esto maravilloso? Creo que se consideraba muy astuta por haberme hecho su encargo antes de que mis precios subieran.

Estaba enterada que yo era una gran artista porque el barón de Centeville se lo había dicho claramente, y todo el mundo sabía que el barón era de las personas que más entendían de arte en el país. Hasta aconsejaba al emperador y a Eugenia. La miniatura que había hecho del barón era soberbia, y lo mismo la de la princesa de Crespigny.

—Estoy segura que las de nuestras hijas serán también muy buenas. El barón ofrecerá su miniatura a la princesa y ésta la suya al barón. ¿No te parece encantador que los novios intercambien obras de arte? Una miniatura enmarcada con piedras preciosas… La del barón con diamante y zafiros. Es más conmovedor que un simple intercambio de sortijas. Bueno, chicas: tendréis vuestras miniaturas cuando llegue el momento…

Madame Dupont era muy habladora. Esto me alegró, pues aligeraba mi deber de aportar algo a la conversación.

Pintaría primero a Émilie, pues era la mayor. A la mañana siguiente me llevaron a un ático con mucha luz y con buena vista de la ciudad. Senté a Émilie de modo que la luz le diera en el rostro. Como con la princesa, su nariz era demasiado larga, pero mientras que en la cara de la princesa había personalidad, poca logré encontrar en mi nueva modelo.

Era una chica alegre; sin embargo, y esto daba un aire agradable a su carita. Los ojos, castaño oscuro, no estaban nada mal. Su piel era olivácea, nada fácil de pintar. Pero deseaba captar ese lustre de frescor, pues el principal atractivo de Émilie era lo que todas tenemos en algún momento: la juventud.

Observó cómo mezclaba los colores.

—Espero que me hará más bonita de lo que soy —dijo.

—Trataré de hacer un retrato atractivo. Me gusta su vestido. —Era malva pálido e iba bien con su tez oscura.

—Mamá lo escogió.

¡Claro, mamá! Aunque no supiese nada más, sabía cómo vestirse y cómo vestir a sus hijas.

—Es perfecto —le dije—. Póngase cómoda, hábleme sin preocupaciones, como si fuera una amiga.

—¿De qué quiere que le hable?

—Pues… de lo que le gusta hacer…, de sus vestidos…, de sus amigos…

Le costaba expresarse. Me imaginé la risita de ella y su hermana cuando contara a ésta cómo había ido la sesión de pose.

Finalmente se olvidó de su timidez y me contó que pronto la iban a presentar a la corte. Su prima Françoise llegaría dentro de poco, y ella y Françoise se presentarían juntas. Sophie tenía que esperar un año más. Le estaban haciendo nuevos vestidos y estaba impaciente por verlos. La presentarían al emperador y a la emperatriz Eugenia. Luego, claro, habría bailes y conocería a mucha gente. Sería muy excitante, y si tenía éxito, pronto se casaría.

—¿Le gustaría casarse?

—Dependería de…

—¿Del novio? —dije—. Naturalmente. ¿Qué clase de novio quisiera encontrar?

—Guapo, valiente, noble… y mamá insistiría en que fuera rico.

—Son muchas cosas a la vez —comenté—. Si sólo pudiera tener una de esas cualidades, ¿cuál escogería usted?

Me miró asombrada. Me di cuenta de que era inútil tratar de hacer interesante la conversación con mademoiselle Émilie.

—Primero está la boda —dijo—. Será una gran fiesta. A Sophie le permitirán asistir a la recepción.

—¿De qué boda se trata?

—La del barón de Centeville y la princesa de Crespigny.

—¡Oh! —exclamé quedamente.

—La semana que viene, en Notre Dame. Las calles estarán llenas. Será tan divertido…

Me había prometido olvidarlo y ahora reaparecía tan vívidamente como siempre. No pude seguir pintando. Mi mano había perdido su firmeza.

—La luz no es bastante buena. Tendremos que dejarlo —disimulé.

A Émilie no le desagradó. Era el tipo de modelo que pronto se cansa de posar.

—¿Cómo va el retrato? —inquirió.

—Todavía es pronto para decirlo.

—¿Puedo verlo?

—Mejor esperar uno o dos días.

—Bueno. Hasta luego. ¿Sabrá encontrar su habitación?

Se marchó a compartir con Sophie sus risitas y a comentar la sesión y las manías de los artistas.

Me fui a mi cuarto y me quedé largo rato sentada, mirando por la ventana las calles de París.

De modo que la semana siguiente estaría casado. ¿Qué me importaba eso? Lo había echado de mi vida. ¡Pobre princesita! Me pregunté qué estaría pensando Marie-Claude en aquel momento.

*****

La miniatura avanzaba. No era un retrato difícil. Con una pincelada se lograba la línea de la mandíbula. Tenía un rostro en forma de corazón más bien atrayente. Lo acentuaría. Me preocupaba el color de la piel, pero cuando estaba alegre aparecía un toque rosado en sus mejillas. Lo captaría, pues mejoraba el conjunto y agrandaba los ojos.

Sí, estaba haciendo un agradable retrato de mademoiselle Émilie. Lo terminaría pronto y luego comenzaría el de Sophie.

Pensé que era dinero ganado fácilmente. El barón había fijado el precio por mí. Me dijo: «La gente la valorará de acuerdo con el valor que se dé usted misma. Si pide poco, la considerarán de poca categoría. Pida mucho y creerán que lo vale usted…, incluso si no lo vale. A la gente le gusta creer que obtiene aquello por lo que paga».

Gracias a él podría llegar a ser una artista rica y de moda, con muchos encargos como aquél.

Trabajé firmemente, pues no había motivo para demoras. Había tratado de conocer a la hermana pequeña, y no porque hubiera mucho por conocer. Tanto mejor. En cierto modo, mi tarea resultaba así más fácil, aunque no más interesante. ¡Cuán distinto fue pintar al barón! En él descubría algo nuevo todos los días…

No podía sacármelo del pensamiento. Supuse que era porque se iba a casar pronto.

El día de la boda no tendríamos sesión de pose.

Éste empezó brillante y soleado. Al avanzar, aumentó el calor. Pensé en la princesita despertando asustada en su último día de libertad. ¿Cuál sería su destino con aquel monstruo de iniquidad?

Me estremecía al pensarlo. Se la llevaría al castillo sin duda. Imaginé a la pequeña Marie-Claude esperando en la cámara nupcial, abrumada por el miedo. Porque le tenía terror; eso sí lo descubrí y no había duda de que le sobraba razón.

La casa se hallaba en silencio. La familia había ido a la boda. Los criados estarían en la calle, porque era un día señalado, y supuse que la multitud se reuniría enfrente de Notre Dame para ver al novio y la novia llegar por separado y partir juntos.

Me embargó el deseo irresistible de salir a la calle y mezclarme con la gente, para verlo una vez más. Una sola vez, me dije, y luego nunca, nunca más.

Me puse la capa y salí. Llamé un coche —cosa que todavía era para mí una aventura inquietante— y pedí al cochero que me llevara a la Sainte Chapelle, desde donde iría a pie hasta la catedral.

El cochero charló conmigo. Reconoció en seguida, por mi acento, que yo era extranjera, como pasaba con todos los cocheros. Me divertía ver sus distintas reacciones. La mayoría se mostraban curiosos con amabilidad, pero algunos aparecían resentidos e inclinados a despreciarme por no ser francesa. Muchos fingían que no entendían lo que les decía. Pero éste era francamente afable.

¿Había visitado el Panteón y el Louvre? Debería tomar un coche hasta Montmartre. Le dije que no era mi primera visita a París y que ya había recorrido la ciudad, que me parecía fascinante.

Esto le encantó. Hablaba sin cesar.

—Encontraremos mucha gente por ese lado. Hay una boda de alta sociedad, ¿sabe? Esto atrae al pueblo. Se casa el barón de Centeville. Dicen que asistirá la emperatriz. Se casa con la princesa de Crespigny.

—Ya lo he oído decir.

—Me mantendría alejada, si yo fuera usted. No verá más que la multitud.

Le di las gracias por su consejo, le pagué y me apeé en la Sainte Chapelle.

Por una vez me olvidé de maravillarme ante ese antiguo edificio levantado seis siglos atrás, y me dirigí a Notre Dame.

La gente se apretujaba. Pensé que había sido una tontería venir. No vería nada y, en todo caso, no deseaba ver nada.

Pero me equivoqué. Se hizo un silencio repentino y luego estalló un griterío. Los vi en un coche abierto. Él estaba magnífico. Tenía que reconocerlo. Llevaba un uniforme azul con galones dorados, que hacían resaltar sus cabellos rubios, más claros de lo que recordaba, saliendo por debajo de un sombrero de tres picos que podía ser de almirante. Tenía cierta relación con la armada. Algún mando honorífico, supuse. Sentada a su lado estaba Marie-Claude, muy hermosa con un vestido de satén blanco bordado con perlas y tocada de encajes y lirios del valle.

La multitud gritó de admiración. Lo miré. No me vio, desde luego, y si me hubiese visto, ¿qué le hubiera importado?

El coche se perdió de vista y la multitud se dispersó. Sentí un apremiante deseo de entrar en la catedral y estar sola un rato. Tenía que dejar de pensar en ellos. No debían importarme. Pobre Marie-Claude, forzada a casarse con él… Pero ya nadie podía hacer nada para evitarlo.

Me sorprendió la rapidez con que la multitud se dispersó. Me acerqué al pórtico y miré arriba la cara del demonio, la más diabólica de todas. Mientras la observaba, la piedra pareció cambiar y convertirse en su rostro. Era como una réplica del dibujo que hice.

Entré y me senté. Traté de poner otras imágenes encima de la de ellos dos sentados en el coche, pero no lo conseguí. Una boda de seres opuestos, pensé, en la cual ninguno de los dos hallaría felicidad. Él no me importaba, no merecía más que venganza. Pero me apenaba la princesita.

¡Basta de pensar en ellos! Había oído contar una historia encantadora, de cien muchachas pobres a las que Luis XVI había dotado el día de su boda, como regalo por el nacimiento de su hija María Teresa Carlota. El rey asistió a la boda de esas chicas, aquí, en Notre Dame, y selló sus actas de matrimonio con la flor de lis repujada en la empuñadura de su espada. Cien muchachos avanzando, cada uno llevando del brazo a su novia… Eso sí que debió de ser un espectáculo magnifico.

Era raro que la catedral fuera escenario de acontecimientos tan encantadores. Inmediatamente pensé en uno más reciente, cuando, hacía setenta años, durante la revolución, habían convertido la catedral en el templo de la Razón y habían entrado en ella a una prostituta, tendida en una litera, mientras mujeres y hombres medio desnudos bailaban obscenamente a su alrededor, en nombre de la libertad.

Sentí el repentino deseo de contemplar la ciudad desde lo alto. París seguía fascinándome. Dejé la oscuridad del interior y encontré la entrada a la torre desde la que se puede mirar hacia abajo.

Todo permanecía en silencio mientras subía la escalera de la oscura torre. El aire estaba helado. Conté los escalones y, al llegar a la mitad, creí oír a alguien subiendo detrás de mí. Era natural. ¿Por qué iba a ser yo la única persona que considerara que merecía la pena la larga ascensión para contemplar París?

Por fin, el aire fresco. La vista era magnífica. Veía París por ambos lados, a la derecha y la izquierda del Sena. Veía el Marais más allá de la Tour Saint-Jacques, por el norte, y por el sur la rue de Bi y el Boulevard Saint Michel y las calles entre los dos.

Mientras miraba, me di cuenta de que alguien se hallaba a mi lado. Me dio un vuelco el corazón y por un instante fui incapaz de moverme. El terror me dominó, como cuando me percaté de que el hombre con el traje azul y el sombrero blanco no era un cochero cualquiera.

Luego, una voz dijo:

—¿No me recuerda usted?

Me volví. Me encontré cara a cara con Nicole Saint-Giles.

—Me temo que la asusté.

—Sí… Creía que estaba sola aquí arriba.

—La gente no suele subir esta escalera. ¿Sabe que hay trescientos noventa y siete escalones?

—Me parecieron mil…

Se rió.

—Me alegré de distinguirla entre la gente, pero usted no me vio. La vi dirigirse a la torre y adiviné que venía por la vista. Está usted con los Dupont en Courcelles, ¿verdad?

—Sí —dije.

Pensé: «Está enterada, desde luego. Se hallaba en el castillo cuando lo planearon todo». ¿Lo sabría ella?

—No pude resistir al deseo de ver la boda —confesó.

—¿No pudo?

La miré inquisitivamente. ¿Le importaba mucho? No lo parecía.

—Espero que sea un éxito —agregó.

Me fijé en que no dijo que deseaba que fueran felices. Me encogí de hombros.

—Espero, también, que vendrá a verme, mientras esté en París. Tengo una casa en la orilla izquierda. Le daré mi tarjeta… No se halla muy lejos de la Sorbona y queda cerca de los jardines del Luxemburgo. Es un lugar muy agradable.

—¿Vive usted allí siempre?

—Ahora sí, siempre.

Pensé: «Ya se te terminó. Te ha echado de su lado».

Pero parecía muy contenta.

—¿Cómo van los retratos?

—Muy bien. Ya casi terminé el de la muchacha mayor. Ahora empezaré el de la más joven y luego el de una prima. Creo que es mejor que haga los tres antes de mudarme a casa de monsieur Villefranche.

—De modo que se quedará un tiempo en París. Creo que la casa de Villefranche está en la avenida del Alma, no lejos de los Campos Elíseos.

—Sí, ya me lo dijeron.

—Cuando haya terminado, conocerá usted bien París. ¿Qué hará después del retrato de Villefranche?

—Pues regresar a Inglaterra, a menos que…

—¿A menos que tenga otros encargos? Supongo que habrá muchos. Oigo citar su nombre a menudo.

—¿De veras?

—Sí, y con respeto. El hecho de que sea usted mujer parece haber añadido interés al caso. El barón ya se encargó de que así fuera.

Me quedé silenciosa.

—Venga a verme —repitió—. Me gustará enseñarle mi casa.

—Gracias.

Tomé la tarjeta y la deslicé en el bolsillo de mi capa.

—La esperaré. De veras que estoy muy contenta de nuestro reencuentro.

—Gracias. ¿No le parece que hace frío aquí arriba?

—Sí, mejor que bajemos. ¿Pasa usted primera o abro yo la marcha?

La seguí escaleras abajo. Admiré su elegancia, su serenidad. Pero ¿qué sentía realmente aquella mujer desplazada?

*****

Había terminado el retrato de Sophie y comenzaba el de Françoise cuando la terrible certeza llegó: iba a tener un hijo.

El horror de esta situación cayó encima de mí como una losa. Había sido como una nube negra en el cielo, por un tiempo, y luego vino la certeza. Hubiera debido darme cuenta de que era muy probable. Suponía que nada podía ocurrirme peor de lo ya sufrido, y por eso me negué a enfrentarme a esa posibilidad.

Un hijo. Su hijo, Me había prometido a mí misma olvidar el humillante incidente y ahora el terrible suceso estaría conmigo para el resto de mi vida.

Ahora era una consecuencia inevitable. Habíamos estado juntos durante tres noches, tres noches de violación incesante, como me decía. Y ahora, un hijo, prueba viva de lo que me ocurrió.

¿Había pensado él en esto? Estaba segura de que sí. Creyó que me casaría con Bertrand y sin duda consideró más bien divertido que llevara yo un hijo al que Bertrand daría nombre.

Pero no habría boda. No sabía nada de Bertrand y estaba con vencida de que nunca tendría noticias suyas. En realidad, no las deseaba.

Pero ahora, ¿qué haría? Yo, mujer soltera, con un hijo…

Me sorprendió poder trabajar, pero lo hice. Podía entregarme de todo corazón al trabajo y olvidarlo todo, mientras me ocupaba en mi tarea. Nada existía para mí más que el joven rostro que debía reproducir para la inmortalidad. Dentro de cien años, la gente con templaría la miniatura de Françoise y sabría cómo era en este momento.

El trabajo me calmaba. En cierto modo me revitalizaba. Apartaba las tensiones de mi mente y me daba un bendito olvido del futuro, que se presentaba lleno de dificultades.

Pero en cuanto terminaba el trabajo, las nubes amenazadoras me rodeaban de nuevo.

Tal vez me equivocaba. Pero en mi corazón sabía que no había error. Algo me advirtió, cuando lo vi en el coche con Marie-Claude, que no iba a desaparecer de mi vida.

Pasaba mucho tiempo en mi habitación. Pronto iría a casa de monsieur Villefranche. Después regresaría a Inglaterra. Trataba de imaginarme el momento en que revelaría la verdad a mi padre y a Clare.

¿Cómo podría hacerlo? Las damas bien educadas no anuncian súbitamente que están a punto de dar a luz a un bastardo.

Me oía diciendo a mi padre: «Me raptaron y me forzaron a someterme a aquel malvado barón. Y éste es el resultado».

Sonaba a débil excusa. ¿Por qué no había dicho nada hasta ahora? La suposición sería que tuve voluntariamente una aventura con el barón, sabiendo que se hallaba prometido a la princesa.

—¡Lo odio! ¡Lo dio! —exclamé en voz alta, y luego me reí de mí misma. ¿De qué servía ahora maldecirlo? Pero ¿qué iba a hacer?

Me encontraba en los comienzos de una gran carrera y mira lo que me había sucedido. De no haber ocurrido, podría olvidar con el tiempo lo del pabellón de caza. Tal vez habría logrado instalarme en una vida normal con alguna otra persona, aunque por el momento esto me parecía imposible. Me había dañado tanto mental como físicamente. Había oído decir que esto podía suceder. Me retraje, por su culpa, de los hombres, porque si uno se me acercara, vería inmediatamente su rostro burlándose de mí, como la gárgola demoníaca de Notre Dame.

Al considerar las consecuencias de lo que sucedía, comencé a asustarme. Es cierto que me quedaba tiempo para meditar. Además, debía hacer otro retrato antes de volver a Inglaterra, de modo que no tenía que ir inmediatamente. Me preguntaba cómo podría decírselo a mi padre. Se mostraría bondadoso y comprensivo, de eso estaba segura; pero se sentiría abrumado y yo sabía que no podría quedarme en la casa de los Collison con toda la aldea sabiendo que esperaba un hijo.

Durante aquellos días paseé mucho. Disponía de tiempo, y si trabajaba toda la mañana, no tomaba los pinceles el resto del día. Por la tarde necesitaba tranquilidad, y la luz no era nunca buena después de las cuatro.

Se desvaneció mi ávido interés por la ciudad. Paseaba sin ni siquiera fijarme en los edificios antiguos ni en las bellas perspectivas. Constantemente me enfrentaba a mi problema al parecer insoluble.

Una tarde estaba sentada en la terraza del Café Anglais, debajo de los parasoles rosas y blancos. Comenzaba a hacer fresco, pues entrábamos ya en la segunda parte de septiembre y el aire hacía presentir el próximo otoño. Me preguntaba por cuántos días más sería posible sentarse al aire libre y ver pasar a la gente mientras se bebía café.

Estaba absorta en mis pensamientos, cuando una voz exclamó cerca de mí:

—¡Otra vez usted!

Era Nicole Saint-Giles.

—¿Puedo sentarme con usted? —continuó—. Me vendría de gusto una taza de café.

Llamó al camarero y pidió una. Luego se volvió hacia mí:

—Parece preocupada. ¿Acaso el retrato no marcha bien?

—¡Oh, sí! La miniatura va muy bien.

—¡Qué suerte tiene de poseer tantos dones! Supongo que piensa que este don es… una compensación por muchas otras cosas, ¿no es cierto? Casi por todo…

Me miró fijamente y, tras una breve pausa, me espetó:

—Dígame qué es lo que no marcha bien. Me gustaría ayudarla, si puedo.

Tal vez fue la afabilidad de su expresión. Tal vez fue la suavidad de su voz, al tomarme la mano y apretarla. Tal vez fue porque me sentía desesperada. En todo caso, me así a su mano y anuncié:

—Voy a tener un hijo.

Me miró aún más fijamente y dijo:

—Éste no es un buen lugar para conversar.

Moví la cabeza.

—No sé por qué se lo dije.

Habían traído su café y lo removió, distraída.

—Me lo dijo porque tenía que decírselo a alguien —comentó—. Me alegro de haber llegado oportunamente. Venga a mi casa. Allí podremos hablar cómodamente. No se preocupe. Estoy segura de que puedo ayudarla. No es una cosa tan excepcional, ¿sabe usted? Ha sucedido antes…, muchísimas veces. Lo importante es conservar la serenidad.

Cosa extraña: ¡me sentía enormemente aliviada! Cuando terminó su café y pagamos la cuenta, llamó un coche y nos fuimos juntas.

El coche se detuvo en una de las calles que llevaban al Boulevard Saint-Michel, delante de una casa blanca de cuatro pisos.

—Ya hemos llegado —anunció Nicole.

Subiendo tres escalones me precedió hacia una puerta guardada por leones. Abrió la puerta y nos encontramos en un vestíbulo bastante grande, con un techo festoneado de molduras, francamente elegante. Se abrió una puerta y apareció un hombre: supe inmediatamente —gracias a mi conocimiento de París— que era el portero.

Saludó a madame Saint-Giles y me miró con curiosidad cuando nos dirigimos hacia una sala con grandes ventanales que daban a un patio en el que crecían abundantes plantas en macetas.

Había un piano de cola, en un ángulo, unos sofás, sillones confortables y una que otra mesa. Un reloj dorado repicaba las cuatro en la repisa de la chimenea. A ambos lados del mismo había figuritas delicadas con ligeras túnicas cubriendo aquellas partes de su anatomía que en la sociedad distinguida se habría considerado impúdico revelar.

Ciertamente, tenía un hogar cómodo, incluso lujoso.

—Siéntese —dijo— y cuénteme.

Le expliqué con toda franqueza lo sucedido. Asentía con la cabeza, mientras yo avanzaba en mi relato, y no puso en duda nada de lo que decía, sino que lo creyó todo, lo cual resultaba muy consolador. Cierto, conocía al barón…

Por fin comentó:

—No es una situación fácil, pero puede arreglárselas.

—¡Arreglármelas! —Exclamé—. No sé qué hacer. Claro, es posible volver a mi casa. Pero ¿puede imaginarse cómo viviría en una aldea inglesa?

—Lo mismo que en una aldea francesa —dijo—. Pero, desde luego, no ha de volver allí.

—¿Pues adónde he de ir?

Me miró y sonrió. Siempre le encontré una sonrisa dulce.

—¿Me dejará que la ayude…, que la aconseje?

—Estoy tan angustiada que aceptaría cualquier ayuda y cualquier consejo.

—No se deje dominar por el pánico —dijo—. Recuerde que no es una situación excepcional.

—¿Quiere decir que no lo es la violación… y sus consecuencias?

—Quiero decir la situación de una respetable señorita que espera un niño. Usted puede considerarse afortunada. Tiene su trabajo. Y esto ha de ser un gran consuelo. Además, es una manera de ganarse la vida…, una buena manera, me imagino.

—Va siéndolo.

—Y lo será más y más. Está usted camino de la fama y la fortuna. Este… asunto no ha de interrumpir su camino.

—No sé cómo.

—Pues yo sí. Porque me permitirá usted que la ayude.

—No tengo idea de qué se puede hacer… o de quién pueda hacer algo. Soy extranjera. Trabajaré mientras pueda. Luego supongo que tendré que regresar a casa. Sé que mi padre me ayudará, pero se sentirá abrumado. Ya ha tenido una gran pena, el estado de su vista, ¿sabe usted?

—Sí, ya lo sé.

Se inclinó hacia mí y me tocó suavemente la mano.

—¿Me permitirá usted… que sea su amiga?

La miré con asombro.

—Me es difícil decirle todo lo que siento —continuó—. Probablemente me considera poco más que una extraña. Pero no creo que lo sea ni lo es usted para mí. Usted sabe mucho de mí. Y yo de usted, ahora. Y ambas conocemos al barón… íntimamente.

—Por favor: no quiero hablar de esa maldita experiencia.

—Lo comprendo. Escúcheme: aquí vivo sola. Usted está en una situación difícil. Por favor, déjeme ayudarla.

—¿Cómo podría ayudarme?

—Para comenzar, podemos hablar. Siempre es bueno discutir esos asuntos, estudiar la mejor manera de hacerles frente. Conozco muy bien Paris. Sé dónde podrá ir a tener su hijo. Ésta es mi casa. Es grande. No la necesito toda. He pensado alquilar una parte. Por la noche, esto está muy solitario. A veces doy fiestas. Tengo muchos conocidos…, gente que conocí en el pasado, pero muy pocos amigos de verdad. Sé que puedo ayudarla. Le propongo una cosa… Ocupe algunas estancias de esta casa. Instale en una su estudio. Necesita un lugar en París. La gente vendrá a que la retrate. No tendrá que ir a su casa cuando la llame. Tiene que instalarse como una gran artista…, actuar como una gran artista…, vivir como una gran artista. Y esta dirección seria apropiada para usted. Estamos en la orilla izquierda, donde se reúnen los intelectuales, los profesores, los estudiantes, los artistas… Creo que estoy hablando demasiado.

—Claro que no. Por favor, continúe. Es usted tan bondadosa. No veo cómo solucionar mi problema. No entiendo por qué se toma usted tantas molestias por mí.

Guardó silencio un momento y luego continuó:

—En cierto modo, las dos somos… víctimas. No, no he de decir esto, no es verdad.

—¿Víctimas del barón de Centeville, quiere usted decir?

—No es justo decir que yo soy una víctima. Algún día le explicaré, pero ahora pensemos en usted. Me doy cuenta de que todo le ha ocurrido muy repentinamente y que necesita tiempo para reflexionar. Pero, verdaderamente, Kate… ¿puedo llamarla Kate?, creo que seremos buenas amigas. Tiene que planear muchas cosas, y cuanto antes comience, mejor.

—Habla usted como si todo fuese muy sencillo.

—No llegaré a tanto, pero le diré que muchas cosas no son tan difíciles como se piensa al principio, si se las mira de modo realista y sensato.

—Pero es que voy a tener un hijo…

—Siempre deseé hijos. Podría envidiarla.

—Este hijo será resultado de algo que deseo olvidar por encima de todo. Si pudiera retroceder en el tiempo… Si hubiese ido directamente a casa en vez de ir al castillo…

Me tocó de nuevo la mano.

—No piense en el pasado. Piense en el futuro.

Contemplé su rostro grave. Me sentía inquieta, era natural, de cualquier cosa relacionada con el barón, y recordé que Nicole había sido su amante y probablemente su confidente. ¿Cómo podía estar segura de que no se trataba de una nueva trampa?

Adivinó la intención de mis pensamientos.

—Sin duda desea usted reflexionar seriamente sobre lo que le propongo —dijo—. Vuelva a casa, ahora. El portero le pedirá un coche. Ya tiene usted mi dirección. Piense con calma en todo esto. Tengo un ático, debajo del tejado, lleno de ventanas. Lo construyeron para un artista. Yo la ayudaré… a tener a su hijo. La pondré en relación con las personas que necesitará. Se sentirá en casa, aquí, y déjeme decirle que en esta parte de París no tiene que llevar la vida convencional que esperarían de usted en el Faubourg Saint Honoré. Es buen lugar para trabajar. Sus clientes podrían venir a posar. Es una propuesta, pero comprendo que necesite tiempo antes de tomar una decisión.

—Es una casa lujosa —dije—. No sé si podré permitírmelo…

—Querida Kate, tiene que vivir lujosamente, para demostrar que tiene éxito, y si tiene éxito, podrá permitírselo. Vamos… Necesita reflexionar. Decisiones como ésta no deben tomarse con ligereza.

—Sí, ya sé; tengo que pensar en muchas cosas.

Asintió con un movimiento de cabeza.

—Ahora vuelva a casa —continuó—. Ya tiene mi dirección y sabe dónde encontrarme.

—Cómo puedo agradecérselo…

Me llevó al coche.

—Recuerde —se despidió— que no está sola…, a menos que quiera estarlo. Seré su amiga, si me quiere por tal… Usted ha de decidir.

*****

Este encuentro lo cambió todo. Podía ver ante mí una salida, por extraña que pareciese. Pasé los días siguientes pensando sobre eso. Era una suerte que mientras trabajaba fuera capaz de abstraerme de todo lo que no fuese el retrato.

Cuanto más pensaba en la propuesta de Nicole, tanto más posible se me aparecía. La única posibilidad, de hecho. Fui a ver de nuevo a Nicole. Se mostró encantada de mi visita y me imaginé que mi situación apurada le daba un nuevo interés, cosa que en aquel momento debía necesitar mucho. Cierto que me sentía algo suspicaz. Cualquiera que hubiese sido tratada como yo, lo sería. Esto se debía principalmente a su anterior relación con el barón. Cualquiera que hubiese estado cerca de él podía haberse contaminado.

Durante mi segunda visita me urgió:

—Quiero que venga, Kate. Quiero ayudarla. Me siento muy sola, últimamente.

—¿A causa de… él?

—Estuve con él ocho años. Es mucho tiempo. No dice nada. Ya veo que no lo comprende.

—Lo comprendo perfectamente. Nos utilizó a las dos. Usted estuvo de acuerdo y yo no.

—Sí; puede usted expresarlo de este modo. Pero no sienta lástima por mí. Sabía que esto acabaría por suceder…, que él se casaría y que yo debería desaparecer de su vida. Desde el principio se convino así.

—¿Quiere decir que hubo una especie de contrato?

—No en el sentido habitual de esta palabra. Mi madre era…, bueno, no exactamente una cortesana. Pongamos que una demi-mondaine. Era la amante de un noble muy importante. La mantenía y cuando sus servicios ya no le fueron necesarios, siguió manteniéndola. Había sido formada en esa clase de vida. Y yo también. A los diecisiete años me casaron con Jacques Saint-Giles. Era un joven respetable que trabajaba en un banco. Vivimos juntos un año, pero no podía durar. Mi madre quiso que me casara, para que tuviera derecho a llamarme madame. Los caballeros, decía, prefieren una madame a una mademoiselle. Una joven soltera puede tener exigencias que no caben en una mujer casada, de manera que el matrimonio hacía la situación mucho más cómoda.

—Todo esto parece más bien cínico.

—Llámelo realista. Mi madre me presentó un día al barón, con la esperanza de que le agradara. Le agradé. Me habían educado bien, me enseñaron a apreciar el arte y a ser lo que llaman una mujer culta. Me enseriaron a caminar, a presentarme, a vestir con elegancia, a conversar con gracia. Éste era el objeto de toda mi educación: agradar. Y esto es lo que hice. Y aquí estoy…, a los treinta años, con una casa agradable y una renta suficiente. No necesito trabajar mientras viva. Podría decirse que me dieron una profesión provechosa, que proporciona seguridad y beneficios seguros. Era mejor, me enseñaron, que convertirse en ama de casa y criar a muchos niños. ¿Comprende usted ahora?

—Sigue pareciéndome muy mercenario y creo que inmoral.

—Nunca lo entenderá. Supongo que estas cosas no suceden en Inglaterra. Es parte de la vida francesa… la existencia de las demi-mondaines. Nací en ese mundo. Encontré a un amante generoso y aquí estoy. Ya veo que la he escandalizado. Por favor, no se indigne y no me tenga lástima. Fue una existencia muy agradable.

—¡Con ese hombre!

—Permítame decirle que llegué a apreciarlo. Comencé a descubrir su manera de ser verdadera.

—¿Y esto le hizo apreciarlo?

—Me hizo comprender por qué es el hombre que es.

—¿Cómo pudo apreciar realmente a un hombre así?

—Kate, lo que le hizo a usted es imperdonable. No crea que no me doy cuenta de esto. Si me hubiese ocurrido a mí…, y si yo hubiera sido como usted…, sentiría lo mismo.

—Fue monstruoso —dije con fiereza—. Trata a las personas como si no tuvieran importancia, aparte el uso que haga de ellas. Escogerlas, explotarlas y arrojarlas de su lado.

—Ya sé, ya sé. Es su educación. Así lo criaron. Su padre y su abuelo eran iguales. Le hicieron creer desde la infancia que ésta era la manera de conducirse hombres como él.

—Pues ya es hora de que alguien le enseñe que hay otras conductas.

—Nadie podrá hacerlo. Ya ve cómo son las cosas. El barón abre los labios y todo el mundo lo aclama. Tiene poder…; incluso en nuestros días tiene poder.

—Quiere decir dinero, rango…

—Sí, pero mucho más que esto. Es algo en su personalidad. Si lo comprendiera, entendería por qué es así.

—No me importa el porqué. Lo que me pone furiosa es que sea como es. Deberían castigarlo, aplicarle la ley.

—¿Está usted dispuesta a acudir a la justicia y acusarlo de violación? ¿Se atrevería a declarar ante un tribunal? Piense en las preguntas que le harían. ¿Por qué no lo denunció cuando ocurrieron los hechos? Eso es lo que le preguntarían. Se haría más daño a sí misma que a él. Sea práctica. No siga pensando en lo sucedido. Piense en lo que hará.

—Pronto terminaré el retrato de Françoise. Entonces darán una fiesta para presentar las miniaturas —le contesté.

—Lo que el barón hace hoy, los demás lo harán mañana. Madame Dupont copia fielmente lo que él hizo. Poco importa. Tanto mejor. Así tendrá más clientes. Juraría que en esa fiesta recibirá por lo menos dos encargos… y acaso más.

—Después he de ir a casa de monsieur Villefranche, para el retrato de su esposa.

—¿Y luego?

—Luego iré a ver a mi padre.

—¿Y se lo contará todo?

—No sé si debo hacerlo. Tal vez cuando me encuentre cara a cara con él pueda decidir si he de contárselo o no.

Me volví hacia ella.

—Ha sido usted tan bondadosa conmigo, me ha ayudado tanto…

—Espero que seamos amigas.

—Puedo asegurarle que desde que nos vimos me he sentido mucho mejor. Me ha hecho comprender que debo dejar de mirar hacia atrás, que tengo que planear. Me temo que odiaré a este niño.

Movió la cabeza negativamente.

—Las mujeres como usted nunca odian a sus hijos. Tan pronto como llegue, lo amará y se olvidará de dónde procede.

—Si se pareciera a él…

—Hagamos una apuesta. Creo que amará usted más a ese niño precisamente por la manera como fue concebido.

—Es usted una mujer muy perspicaz, Nicole —reconocí.

Sonrió y contestó con voz suave:

—Es la mejor manera de sobrevivir.

*****

Madame Dupont dio el baile para presentar a su hija Émilie en sociedad. Asistieron muchos invitados que me trataron con gran respeto. Admiraban mi arte y Nicole tenía razón. Dos personas me invitaron a sus casas y a pintar retratos en ellas.

Me felicitaron efusivamente por las miniaturas. Madame Dupont las había hecho montar en marcos ornados de diamantes y rubíes. No se atrevió a copiar tan descaradamente al barón como para poner zafiros, pero estoy segura de que le hubiese gustado hacerlo.

Sin embargo, todo fue muy satisfactorio y pude apreciar que me encontraba realmente encarrilada en una carrera de éxitos.

Cuánto me hubiese alegrado todo, de no ser por la parte que el barón desempeñó en mi vida. ¡Ojalá no lo hubiese conocido nunca! Pero entonces no hubiera sucedido nada de eso…

Visitaba a Nicole con frecuencia, y cada vez me agradaba más. Era sincera acerca de ella misma. Me dijo que se sentía sola y deseaba amistad. Tal vez estaba resentida por haber sido echada a un lado por el barón (aunque siempre insistía que no se lo reprochaba y que esto estaba pactado desde el principio). Tal vez suponía que, habiéndolo conocido ambas, nos comprenderíamos mejor la una a la otra. Sea lo que sea, la amistad entre nosotras floreció, y cuanto más pensaba en su propuesta, tanto más me parecía que era mi única salida.

Dejé a los Dupont y me instalé en casa de los Villefranche. Madame Villefranche era una mujercita hermosa con un carácter fácil y muy contenta de su suerte. No tuve dificultades y pude hacer un excelente retrato.

Me sentía más calmada y no me despertaba sudando de terror. Nicole me había convencido de que planeando cuidadosamente las cosas podía salir con bien de la prueba que me esperaba. Además, comenzaba a sentir cariño por el niño, y me di cuenta de que si ahora descubriera que todo era un error, mis sentimientos serían contradictorios.

Nicole tenía razón. Amaría al niño cuando llegara, y la idea de que venía me proporcionaba una extraña sensación de plenitud.

Cuando hube terminado el retrato de madame Villefranche, resolví ir a ver a mi padre inmediatamente. Estaría en casa durante una semana y luego regresaría a París para cumplir mi nuevo encargo. Durante ese lapso decidiría definitivamente lo que iba a hacer.

Nicole encontró todo esto muy sensato.

Fue a comienzos de octubre cuando regresé a Inglaterra. Me sentía conmovida al pasar en tren por las tierras de Kent. El lúpulo estaba ya recogido. Debían estarlo almacenando en las granjas dispersas por esa parte de la región. Y ya había llegado el tiempo de recoger la fruta. Se veían escaleras apoyadas en los troncos de los árboles y cestas repletas de manzanas rosadas y bermejizas peras. ¡Mi hogar!, Pensé. Lo echaría de menos. Pero no estaría tan lejos. Podría venir de vez en cuando. Nicole encontraría algún pretexto.

Mucho dependería de lo que sucediera en la próxima semana. Si me atrevía a hablar claramente con mi padre, tal vez él hiciera algunos planes. Acaso él y yo podríamos irnos de viaje juntos. No; esto no serviría de nada. Además, ¿cómo íbamos a vivir? Sabía que había ahorrado para vivir modestamente, pero esto no permitiría viajar. ¿Cómo podríamos vivir lejos de la casa de los Collison? ¿Cómo podía yo residir en ella con mi hijo? Toda la aldea lo tendría presente —incluso si se mostraban bondadosos, como estaba segura que harían mis amigos—, y nadie olvidaría que mi hijo era un bastardo.

Esperaba una calurosa acogida. Qué bien me sentí al verlos. La casa era más hogareña que en tiempos de Evie. Acaso menos pulcra, pero, repito, más hogareña. Era la influencia de Clare hasta salió con mi padre cuando llegué, y los dos me abrazaron estrechamente.

—Es maravilloso verte —dijo mi padre.

Y Clare repitió como en un eco:

—Maravilloso. —Y agregó—: su cuarto está preparado. Le hemos aireado la cama.

—Clare siempre se preocupa por airear las cosas —comentó mi padre con cariño—. En realidad, nos mima. Te conozco tan bien, querida. Hablas y te mueves como la artista que eres, con confianza en ti misma… ¡Ojalá pudiera ver esas miniaturas!

—Sé que quedaron muy bien —le aseguré.

—Ya llevas tiempo trabajando bien.

—Y tú, padre, ¿qué has hecho?

—Pinto algo. He comenzado algunos paisajes y no tengo problemas. No es necesario reproducir exactamente lo que se ve. Si se echa de menos algo, dices: «Esto es arte. No se trata de copiar».

—¿Te gusta pintar paisajes? Tienes que enseñarme algunos de tus cuadros.

—Bueno: nos queda tiempo de sobra para esto.

—La verdad es que sólo me quedaré una semana. Tengo más encargos, ¿sabes?

—Sí, sí, claro, Debes pintar tantas miniaturas como puedas, mientras estés de moda.

—¿Es que es sólo cuestión de moda?

—Puede que no lo sea. Eres demasiado buena para que se trate sólo de una moda. Digamos que comenzó como una moda, debido a las alabanzas de un hombre cuya opinión se respeta en los círculos artísticos y en la sociedad.

—Pero he de conseguir que sea más que esto, padre.

—Ya lo haces. Como te dije: haz todo lo que puedas ahora. Me alegro que encontraras tiempo para venir a verme.

Mi padre quería que le contara todo lo sucedido. Le expliqué los retratos que había hecho y los nuevos encargos recibidos.

Se mostró encantado.

—¡Espléndido! —repetía—. Es como un milagro. ¡Quién hubiese pensado, aquel día que recibimos la carta de Francia, que tendría estas consecuencias!…

¿Quién, realmente? Y si supiera cuáles eran las consecuencias…

—Es lo mejor que podría haberte sucedido, Kate —continuó—. De no haber sido por esa carta, te habrías quedado aquí conmigo.

Se había resignado al estado de su vista y encontraba compensaciones en sus paisajes. Desde luego, no podría seguir indefinidamente haciéndolos, pero formaban una especie de puente hacia lo peor. No se encontraría abocado a la ceguera sin haber tenido tiempo de prepararse para ella. Y yo sabía que mis éxitos habían sido su mayor ayuda en su triste situación. Podía soportar su propia incapacidad si pensaba en que yo continuaba la tradición familiar.

En ese momento pensé: «No, no puedo decírselo. He de seguir los consejos de Nicole».

—Hay algo de lo que quiero hablarte, padre —comencé—. ¿Te acuerdas de Nicole Saint-Giles?

—¿La amiga del barón?

—Sí. El barón está casado, ahora. Se casó con la princesa. Pude ver la boda. Pero quería hablarte de Nicole. Es una mujer muy inteligente y tiene una casa grande en la orilla izquierda del Sena. Me he hecho buena amiga suya.

—Es una dama muy agradable, por lo que recuerdo.

—Sí, es muy agradable. Me ha sugerido que sería mejor para mi carrera que tomara un lugar para vivir y trabajar, en París, claro, puesto que allí es donde salen los encargos. Su casa es demasiado amplia para ella sola y me ha ofrecido alquilarme una parte.

Quedó unos momentos en silencio. Mi corazón latía apresuradamente. Pensé que no le gustaba. Pero la nube se desvaneció cuando dijo:

—Debes planear cuidadosamente tu carrera, Kate. Tienes el inconveniente de ser mujer. Siempre he creído que esas diferencias eran tontas… tontas e indignas. Una buena pintura es una buena pintura quienquiera que la haga. ¿Vivirías sola, Kate?

—Bueno, madame Saint-Giles estaría en la casa, claro… casi como una dueña.

—Comprendo.

—Lo de compartir la casa es idea suya. Hay un ático que puede convertirse en estudio y un salón magnífico donde recibir a los clientes. Madame Saint-Giles conoce a mucha gente y cree que si me contento con los encargos que me ofrezcan, yendo a casa de los modelos, como hasta ahora, llegará un momento en que escasearán. Si esto sucediese, regresaría a Inglaterra y al anonimato.

Volvió a quedarse unos segundos en silencio. Luego asintió lentamente:

—Creo que tiene razón. Es una aventura. Pero, Kate, recuerda que si no sale bien, siempre puedes regresar a casa.

Lo rodeé con mis brazos y lo estreché entre ellos. Odiaba la idea de engañarlo. Pero no podía decirle lisa y llanamente que iba a tener un hijo. Era más feliz ahora que en cualquier momento desde que descubrió lo que le pasaba en los ojos. Encontró compensaciones. Como había perdido la agudeza de su vista, ejercía como jefe de familia, Se daba cuenta de que yo tenía una oportunidad que no se repetiría. Evie se había marchado, y entonces eso nos pareció una calamidad, pero ahí estaba Clare, que daba a la casa una atmósfera más cálida.

Mi padre estaba feliz con las cosas tal como eran, y esto me decidió a callar.

Me conmovía ver su contento por tenerme en casa, pero al mismo tiempo me atosigaba pensar en lo que me esperaba. La señora Baines había preparado el habitual pastel de carne, y como sabía que se fijaría en cuánto comiera de él, hice lo que pude.

Tuve que escuchar las noticias de la aldea.

Clare estaba muy al corriente de la vida de sus gentes. Se había lanzado en medio de ellas de todo corazón. ¡Querida Clare! Me daba cuenta de cuánto la deleitaba sentirse parte de la familia y parte de la comunidad. Debió de vivir muy solitaria, antes de venir a nuestra casa.

Dick Meadows terminó sus estudios y había un nuevo pastor en la parroquia. Dick estaba en una vicaría de los Midlands y Franees seguía ocupándose de la casa de su padre.

—¡Pobre Frances! —comentó Clare con sentimiento en la voz—. Ésa es la vida que la espera.

Sus ojos se cubrieron de lágrimas de compasión. Pensaba en lo que sería la vida de Frances ocupándose de su padre hasta llegar a la madurez y encontrándose, a la muerte del pastor, con que ya era demasiado tarde para tener su propia vida. Era el destino de muchas hijas, y hubiese podido ser también el de Clare.

—¿Y qué me cuentan de las mellizas?

Hubo un silencio, Pasé la vista de Clare a mi padre.

—Fue una tragedia —dijo el segundo—. ¡Pobre Faith!

—¿Qué tragedia?

Clare movió la cabeza y miró como suplicante a mi padre.

—Cuénteselo usted —murmuró.

—Clare se emociona mucho con esto —explicó mi padre—. Fue una de las últimas personas que la vio viva.

—¿Quiere decir que Faith Camborne ha muerto?

—Fue un accidente. ¿Recuerdas el salto de Bracken?

Claro que lo conocía. Siempre me prohibieron ir allí cuando era chica. «No te acerques al salto de Bracken». Todavía me parecía oír estas palabras, por la frecuencia con que fueron pronuncia das. El salto de Bracken era el lugar donde el camino subía en curva hacia una colina. Se encaramaba rápidamente desde el valle. Doscientos años antes, alguien se había suicidado allí y nunca supe si era alguien llamado Bracken o si llamaban así al lugar por unas plantas denominadas bracken (helechos que crecían en él).

—¿Quieres decir que Faith Camborne…?

—Se cayó —explicó mi padre—. No sabemos si fue accidente o… suicidio.

—¿Quieres decir que alguien pudo…?

—No, no, nada de eso. Resbaló y perdió el equilibrio o se tiró.

—Nunca se hubiese suicidado. Era una muchacha tan tímida. ¡Qué cosa tan espantosa! ¡Pobre Faith! Es terrible cuando algo así sucede a alguien a quien conoces.

Me asaltaba la imagen de Faith y no podía ver a Faith sin Hope. Siempre estaban juntas. Faith se aferraba a su gemela como si de ello dependiera su vida. ¡Pobre Faith!

Clare estaba demasiado emocionada para hablar. Recordé cuán amiga era de las gemelas.

—Allí arriba es peligroso —prosiguió mi padre—. Ahora han puesto una barandilla.

—Eso es como cerrar la puerta de la caballeriza cuando el caballo se ha escapado —comenté—. ¡Pobre Faith! ¿Y qué hay de Hope y el doctor y su esposa? ¿Cómo se lo tomaron?

—Ya puedes imaginártelo. Están abrumados. Es una suerte que Hope vaya a casarse y se marche.

—¿Crees acaso que Faith…? ¿Crees que fue a causa del noviazgo de Hope?

—No. Nadie lo sabe —replicó mi padre—. El veredicto fue de muerte accidental. Es mejor para todos que quede así.

Asentí.

Clare lloraba silenciosamente.

Me incliné y le tomé una mano. Volvió hacia mi sus ojos empañados en lágrimas.

—Era una amiga muy especial para mí —dijo—. Ambas lo eran, pero creo que Faith más que Hope. Fue terrible.

Hubo un silencio en torno de la mesa. Por fin mi padre se preguntó:

¿Qué habría hecho una vez casada Hope?

—¡Pobrecita Faith! —dijo Clare—. Se habría sentido perdida lejos de su hermana.

Mi padre trató de cambiar de tema, pues era evidente que éste atribulaba a Clare.

—Han hecho un maravilloso ofrecimiento a Kate —le explicó—. Una amiga le ha ofrecido alquilarle un apartamento en el corazón de París. Hay un estudio y todo lo que necesita para trabajar. Puede tomarlo por un tiempo y ver cómo se presentan las cosas. De momento, no faltan encargos.

Clare me sonreía.

—¡Kate, me alegro tanto por usted! Es magnífico ver como todo le sale. Me encanta escuchar aquello de la fiesta en que… ¿qué era, barón o algo así, no?…, cuando les dijo a todos que es usted una gran artista.

—Es lo que ella se merece —afirmó mi padre.

—¿Le gustará vivir en una ciudad extranjera, lejos de todos? —preguntó Clare.

—Los echaré de menos —repuse—. Pero vendré siempre que pueda. Y me parece que es lo más conveniente, lo único que puedo hacer.

—Brindemos por el éxito de Kate —repuso Clare.

Pero las lágrimas por Faith estaban aún en sus ojos cuando levantó la copa.

A menudo pensaba en lo mucho que le debía a Nicole.

Era mujer muy práctica, y tan pronto como regresé a París, a casa de los Régniers —mi siguiente encargo—, fui a verla.

—Y qué, ¿cómo ha ido? —inquirió.

Pero no tuve que explicárselo. Lo adivinó. Me rodeó con sus brazos y me estrechó un momento.

—Ahora, adelante con nuestros planes —me alentó.

Después de esto, la vi casi todos los días. Había tanto de qué hablar, tanto por hacer. Decidimos inmediatamente que el ático seria mi estudio y que dispondría de una estancia en la que recibir a los clientes para tratar de las citas y los honorarios. Compartiríamos el salón y tendría un dormitorio al lado del estudio.

—Hay varios cuartos allí arriba —explicó—, y podrá usarlos cuando llegue el niño, En todo caso, serán apropiados para los primeros meses, hasta que el pequeño comience a caminar.

Había pensado en todo. Desde luego, debía seguir llamándome Kate Collison. Pero en vez de ser mademoiselle, sería madame. Tendríamos lista una vaga historia acerca de un marido que desgraciadamente había muerto.

—La tragedia es reciente —dijo—, de modo que no queremos hablar de ella. Resulta demasiado penoso. Conservó el nombre de Collison porque significa mucho en el mundo artístico y usted continúa la tradición familiar.

Hizo una pausa y continuó:

—En cuanto haya terminado con los encargos que tiene ahora, pedirá a los clientes que vengan a posar en su estudio. Entretanto lo prepararemos todo, disponiéndolo para una artista famosa y de moda. Puede seguir pintando hasta el último mes, supongo. En todo caso, ya lo veremos cuando llegue el momento. Contrataré a una comadrona cuya reputación conozco y a la que llaman muchas señoras de la nobleza. Mientras tanto nos prepararemos para el niño. Tendremos lo mejor para él. De eso me encargo yo.

—Quiero ir con cuidado con el dinero —insistí—. Ahora me pagan muy bien y tengo ahorros, pero he de pensar en el futuro.

—El futuro está asegurado, si usted quiere. Ha de actuar como una gran artista. Esto es de la mayor importancia. Los asuntos de dinero son mundanos… No deben preocuparle demasiado. Usted se interesa sólo por el arte. Me parece que las cosas van saliendo a pedir de boca. Todo lo que usted debe hacer es esperar el nacimiento y seguir pintando, para acopiar fondos.

Un día le pregunté:

—Nicole, ¿por qué hace usted todo esto por mí?

Se quedó un momento callada. Luego contestó:

—Por amistad. —Y tras otra pausa—: Lo hago por mí misma, en cierto modo. Estaba sola. Los días eran interminables. Ya no lo son. Siempre quise tener hijos.

—¿Quiere decir hijos con él?

—Bueno: eso no hubiera sido posible —repuso—. Él no quería una esposa, entonces, sino una amante.

—Y, claro, sólo pensó en sí mismo, como siempre.

—Nunca le dije que deseaba tener hijos.

—Podía haber adivinado que toda mujer lo desea.

—No la clase de mujer como yo.

—¿Puede hablar de clases de mujer? Todas son personas, no hay dos iguales.

—Tal vez no. Pero nos pueden clasificar fácilmente. Quise decir que las mujeres que escogen la clase de vida que yo escogí no suelen desear hijos.

—Esa clase de vida la escogieron por usted.

—Bueno: algo está escogido para la mayoría de nosotros. Sólo las audaces rompen el molde. No, he de ser justa. Acepté esa clase de vida porque era divertida e interesante. Había intentado ser respetable, y vi que no era lo que deseaba.

—Nicole, me parece que maduro rápidamente, gracias a usted.

—Me alegro serle útil en algo. Lo que quería decir es que no sirve de nada echar a otros las culpas por lo que somos. Está en nuestras manos ser otra cosa.

—No en nuestras estrellas, sino en nosotras —cité—. Eso lo comprendo, pero…

—Y hemos de ser tolerantes al juzgar a los demás.

Me miró casi suplicante.

—La manera como nos educan influye en nuestra vida. En mi caso, ¿sabe usted?, hicieron que viera constantemente lo deseable de satisfacer el buen placer de quien pudiera asegurar mi porvenir. En cierto modo, es la manera como mucha gente ve el matrimonio. Piense en todas esas mamás afectuosas que exhiben a sus hijas a la busca del mejor postor, por decirlo así. Conmigo fue igual. Más honrado, creo yo. Tuve que dar más a cambio de lo que recibí. Tenía que seguir agradando.

Se rió.

—Suena inmoral, ¿verdad?, para quien ha sido educada cuidadosamente en un hogar tranquilo. Pero ya ve usted: la herencia y la educación han hecho de usted una pintora y de mi una cortesana.

—La han hecho a usted inteligente, comprensiva y buena. Siento mucha gratitud, Nicole. En realidad, no sé qué habría hecho sin usted.

—Bueno: no todo es por usted. Ya le dije que me sentía sola. Quería interesarme por algo. Y no sabe con cuánto deleite espero al niño.

—Yo también, Nicole, yo también.

En otra ocasión me dijo:

—Sus sentimientos hacia él ya no son tan violentos, ¿verdad?

—¿El barón?

Asintió con la cabeza.

—Lo odio tan intensamente como siempre.

—No debería usted.

—No puedo evitarlo. No podría evitarlo, si lo intentara. Siempre lo odiaré.

—No debería sentir así. Puede ser malo para el niño. Recuerde que él es el padre.

—Ojalá pudiese olvidarlo.

—Trate de comprenderle.

—Lo comprendo demasiado bien. Es un bárbaro. No hay lugar para él en un mundo civilizado.

—A veces me hablaba de su infancia.

—Estoy segura de que era un niño malvado que torturaba a los animales y arrancaba las alas de las moscas.

—Nada de eso. Quería mucho a los animales. Cuida cariñosamente de sus perros y sus caballos.

—Pero ¿acaso es posible amar a alguien aparte de sí mismo?

—Se está usted excitando, y esto es malo para el niño.

—Cualquier cosa relacionada con el barón es mala para quien esté cerca de él.

—Pero es el padre del niño.

—¡Por amor del cielo, Nicole, no me recuerde usted esto!

—Quiero que lo vea desde una nueva luz. Debe comprender qué clase de hombre era su padre.

—Me imagino que igual que él.

—Todo se concentraba en él. Era el único hijo varón.

—Estoy segura de que esto le agradaba mucho.

—Eso significaba que lo observaban constantemente. Lo educaron de manera que lo convirtieron en lo que es. Tenía que sobresalir en todo. En ningún momento le dejaban olvidar a sus antepasados.

—Esos salvajes normandos, vagabundos que atacaban las costas, con gente pacífica, robaban sus bienes y violaban a sus mujeres. Me es fácil creerlo.

—Cuando a un niño lo educan así, que lo fuerzan a sobresalir en todos los deportes varoniles, lo enseñan a mostrarse estoico, le explican el valor del poder, le hacen creer que su familia es la más importante del mundo…, hasta lo bautizan con el nombre de uno de sus antepasados. Rollo, al parecer, fue el primer jefe que llegó a Normandía…

—Sí, ya lo sé. Atacó las costas y hostigó tanto a los franceses que para que los dejara tranquilos dieron a los invasores parte de su país, al que llamaron Normandía. En los comienzos de nuestra desastrosa relación me contó que él no era francés, sino normando. Creo que realmente cree que está todavía en esos tiempos oscuros. En todo caso, se comportó como si viviera en ellos.

—Y a pesar de todo esto, tiene una sensibilidad especial.

—¡Sensibilidad!

—Su afición al arte. Le diré algo más: quería ser artista. Puede imaginarse la tempestad que estalló en Centeville cuando descubrieron esto. Nunca había habido un artista en la familia. Todos fueron hoscos guerreros. Se lo impidieron en seguida.

—Me sorprende que lo permitiera.

—En realidad, no lo hizo… Fue ambas cosas… y porque sus energías se dividieron, no tuvo éxito en ninguno de los dos campos.

—¿Qué quiere decir?

—No es pintor, pero he oído decir que es la persona que más entiende de arte, en Francia. Es brutal e implacable al defender su poder, pero hay en él un toque sentimental que es completamente extraño a todos los aspectos de su personalidad.

—¡Un toque sentimental! Vamos, Nicole: está usted haciendo una novela.

—¿No fue él quien proclamó su talento? ¿No le debe a él que reconozcan su valía?

—Lo hizo simplemente porque admiraba mi trabajo…; lo reconoció por lo que era, y se dio cuenta de que podía pintar una miniatura tan bien como mi padre.

—Pero lo hizo, ¿no es cierto? Se tomó muchas molestias para favorecer su carrera.

—Luego se las tomó mayores para destruirme. Siempre lo odiaré. Lo veo como lo que es: un monstruo.

—No se excite —terminó Nicole—. Es malo para el niño.

*****

A medida que transcurrían los meses crecía mi gratitud por Nicole. Representaba con aplomo nuestra comedia. Todo lo que hacía tenía el sello de la verdadera generosidad, para que creyera que lo hacía por ella misma. Estaba sola, aburrida y yo le di algo en que ocuparse. Mi situación desesperada había aliviado la monotonía de su existencia. Las únicas veces que se mostraba nerviosa era cuando yo trataba de expresarle mi gratitud.

La casa era perfecta. El estudio, amplio, luminoso, bien ventilado. Tenía todo lo que un estudio debe tener. Un día a la semana Nicole recibía a sus amistades. Siempre estaba con ella, en esas ocasiones, y esto me proporcionó muchos clientes. Trabajé hasta que se acercó el momento decisivo, de modo que no me faltaba dinero y pude así pagar a Nicole un alquiler razonable, aunque sabía de sobra que no le gustaba aceptarlo. Pero insistí.

Me estaba introduciendo en una nueva manera d vivir. Me había convertido en madame Collison, la famosa artista. Y Nicole, que para ella misma ciertamente no respetaba las convenciones, pensaba que yo debía tenerlas en cuenta. Por eso insinuó la existencia de un esposo fallecido y de un futuro hijo póstumo, haciendo la situación interesante para los demás, al tiempo que me rodeaba de cierto misterio y me convertía en una personalidad intrigante, además de una artista famosa.

Gozaba de las veladas, hasta que empecé a sentirme demasiado pesada y a necesitar más descanso. Venían al salón toda clase de gentes. Había mucha música. Nicole tocaba el piano con animación y a veces contrataba a músicos profesionales, pero procuraba que tocaran en su casa personas que trataban de abrirse paso. Era muy simpática y, pensase lo que se pensara de su vida pasada, era fundamentalmente buena. Tenía yo razones sobradas de saberlo. Venían artistas, músicos, escritores. Era una vida absorbente y excitante, y empezaba a sentirme feliz, pues Nicole insistía en que debía serlo. Si se me olvidaba, agitaba el dedo delante de mí y yo me apresuraba en complacerla antes de darle tiempo de decir:

—Por el bien del niño.

Durante los últimos meses me tendía en un sofá, en el salón, con una colcha de terciopelo, para ocultar mi deformidad, y los invitados venían a saludarme, se sentaban a mi lado y a veces se arrodillaban, lo que me hacía sentir como una reina.

La comadrona escogida por Nicole se instaló en la casa. Se acercaba el momento.

Llegó el día trascendental y nació mi hijo.

En mi agotamiento, oí su grito chillón y vigoroso.

Oí que la comadrona decía:

—Éste se saldrá bien de todo.

Y así supe que era un varón.

Cuando lo pusieron en mis brazos, estaba allí Nicole, sonriendo orgullosa. Me dijo que pesaba nueve libras, lo cual era mucho: y que era perfecto.

—Nuestro niño será algo excepcional.

Lo mimó desde el momento en que nació y no hablamos de otra cosa que del maravilloso bebé.

—¿Cómo lo llamará? —preguntó, y por un instante pensé que iba a sugerir el nombre de Rollo, y sentí que la ira me invadía.

Repuse rápidamente:

—Lo llamaré Kendal, como mi padre. Tiene que haber una K, por si acaso…

Ella se rió.

—Claro que ha de llamarse Kendal —dijo—. Ha de tener las iniciales mágicas, por si resulta ser un gran artista.

Lo meció en sus brazos. Se maravillaba con él. Me gustaba verla tan feliz.

Luego me lo entregó y lo apreté contra mí. Hacía que valiera la pena todo lo sucedido.