El viaje habría sido fatigoso, de no ser por mi excitación ante todo lo que veía. Nunca había estado fuera de mi país, y no quería perderme nada. La travesía del canal fue tranquila y después de lo que pareció un interminable viaje en tren llegamos a Ruán. De allí tomamos otro tren que nos conduciría a Centeville.
Llegamos a media tarde. Llevábamos viajando desde primera hora de la mañana del día anterior y, a pesar de lo que me apasionaba el viaje, me sentí aliviada de haber llegado al final.
Cuando nos apeamos del tren, se nos acercó un lacayo con librea. Descubrí una mirada de asombro en sus ojos y adiviné que era la sorpresa de ver a un hombre y una mujer cuando sólo esperaba a un hombre.
Mi padre habló primero. Su francés era bueno y el mío era apropiado, de modo que no teníamos que preocuparnos por dificultades de idioma.
—Soy Kendal Collison —anunció—. ¿Es a nosotros a quienes espera? Nos dijeron que nos aguardarían en la estación.
El hombre se inclinó. «Sí», dijo, había venido a recoger a monsieur Collison, por encargo de monsieur de Marnier, administrador del castillo de Centeville.
—Entonces, soy el que busca —repuso mi padre—. Me acompaña mi hija, sin la cual ya no viajo.
Recibí el mismo cortés saludo, al que correspondí inclinando la cabeza, y el lacayo nos condujo al coche. Era magnífico: azul os curo, con un escudo, sin duda el de nuestro ilustre anfitrión, pintado en la portezuela.
Nos ayudó a subir y nos aseguró que llevarían nuestro equipaje al castillo. Me alegré, porque ciertamente nuestras maletas no merecían cargar ese vehículo. Miré a mi padre y casi me eché a reír. De nervios, desde luego. El carácter ceremonioso de nuestra recepción me había puesto nerviosa, al recordarme que íbamos a enfrentarnos con las consecuencias de nuestra audacia.
Acuciaron a los caballos y avanzamos, traqueteando, por el más encantador de los paisajes, con bosques y colinas. De súbito, vimos el castillo dominando la ciudad, una fortaleza normanda inexpugnable de piedra gris, con enormes columnas cilíndricas, estrechas ventanas, arcos y torres almenadas.
Era impresionante, más bien una fortaleza que una mansión. Me estremecí de inquietud.
El coche subía por el camino de la ladera, y cuanto más nos acercábamos al castillo, más amenazador me parecía. Debimos examinar antes la situación, me dije. Habíamos venido con falsedad ¿qué harían si lo descubrían? Bueno: lo más que podían hacer era mandarnos de vuelta a casa.
Miré a mi padre. No pude adivinar, por su expresión, si sentía como yo el poder sombrío del castillo.
Pasamos por encima del foso, entramos por el portalón y nos encontramos en un amplio patio. El coche se detuvo y nuestro esplendoroso cochero saltó de su asiento y nos abrió la puerta. Al lado de esos enormes muros de piedra me sentí de repente muy pequeña cosa. Me volví hacia la atalaya, desde lo alto de la cual debían verse grandes espacios.
—Por aquí —indicó el lacayo.
Nos encontramos frente a una puerta herrada. Llamó y la puerta se abrió inmediatamente. Nos recibió un lacayo con librea igual a la que llevaba nuestro cochero. Éste anunció:
—Monsieur y mademoiselle Collison.
Saludó y se dispuso a marcharse, después de entregarnos a nuevo guía.
El lacayo se inclinó del mismo modo ceremonioso y nos hizo que le siguiéramos.
Nos llevó a un gran vestíbulo, con techo arqueado sostenido gruesas columnas de piedra. Había varias ventanas, pero tan altas que no dejaban penetrar mucha luz. En las paredes vi bancos de piedra y en el centro una larga y hermosa mesa labrada, concesión sin duda a un período posterior, pues el castillo me parecía normando puro. Otra concesión eran los cristales en las ventanas.
—Excúsenme un momento —dijo el lacayo—. Informaré a monsieur de Marnier de su llegada.
Mi padre y yo nos miramos con pavor reprimido, en cuanto nos quedamos solos.
—Hasta aquí, todo va bien —susurró.
De acuerdo, pero sin olvidar que hasta entonces no habíamos ido muy lejos.
Un momento después conocimos a monsieur de Marnier, que nos hizo saber que ocupaba el puesto de alta responsabilidad de mayordomo y administrador del castillo de Centeville. Era personaje impresionante, en casaca azul con galones de oro y grandes botones en los que había algo pintado. Por lo que pude ver, algún tipo de buque. Monsieur de Marnier se mostró, a la vez, cortés y desorientado. Le informaron mal, le dijeron que llegaría un caballero.
—Es mi hija —explicó mi padre—. Pensé que era evidente que no viajo sin ella. La necesito para mi trabajo.
—Desde luego, monsieur Collison, desde luego. Un error… Será necesario que le preparen una habitación. Ya me ocuparé… No tiene importancia. Si quieren venir a la estancia preparada para monsieur, mientras arreglan la de mademoiselle… Cenamos a las ocho. ¿Desean que les traigan algún refresco, entretanto?
Indiqué que café sería excelente.
Se inclinó.
—Café y una ligera merienda. En seguida… Por favor, síganme. Monsieur de Mortemer los saludará en la cena. Entonces los informará de sus planes.
Nos guió por una ancha escalinata y a lo largo de una galería. Luego llegamos a una escalera de piedra en-espiral —típicamente normanda, nueva indicación de la antigüedad del castillo—. Cada escalón estaba excavado en la piedra por un lado y se abría sobre el vacío en el otro. Me inquieté por mi padre, pues su vista podía fallarle en esta escalera más bien peligrosa, sobre todo con el súbito cambio de luz. Insistí para que pasara delante y subí cerca de él, por si tropezaba.
Por fin llegamos a otro vestíbulo. Estábamos muy arriba y me di cuenta de que aquí la luz sería excelente. Salimos del vestíbulo por un corredor y el lacayo abrió la puerta del cuarto asignado a mi padre. Era amplio y contenía una cama y varios muebles pesados, antiguos. Las ventanas eran profundas. Como además eran estrechas, dejaban entrar poca luz. Las paredes estaban decoradas con tapices y armas.
Me rodeaba el pasado, salvo algunas concesiones a las comodidades modernas. Vi que detrás de la cama habían abierto una «ruelle», una alcoba en la cual lavarse y vestirse, una especie de vestidor que no pertenecía ciertamente a un castillo normando.
—La informaremos en seguida cuando su estancia esté lista, mademoiselle.
Y nos quedamos solos.
A mi padre parecía que le habían quitado años de encima. Diríase que era un muchacho en plan de travesuras.
—¡Qué antiguo que es todo! —Exclamó—. Podría imaginarme que me encuentro ocho siglos atrás y que el duque Guillermo va a aparecer de repente para anunciarnos que se propone conquistar Inglaterra.
—Sí, lo mismo siento yo. Es totalmente feudal. Me pregunto quién es ese monsieur de Mortemer.
—Pronunciaron su nombre con tanto respeto que podría ser el heredero.
—Si el barón va a casarse, no puede ser que tenga un hijo bastante mayor para recibirnos.
—Podría tratarse de un segundo matrimonio. Espero que no. Espero que sea joven, sin arrugas… Entonces se verá guapo.
—Los rostros maduros suelen ser más interesantes —le señalé.
—Si la gente se diera cuenta de esto, sí. Pero todos quieren tener el perfil de la juventud, los ojos sin ojeras, la piel tersa. Para una miniatura interesante prefiero a los que no son jóvenes. Si logramos que el modelo aparezca guapo, entonces nos lloverán los encargos. Y eso es lo que necesitamos, hija.
—Hablas como si estuvieras seguro de que me aceptarán. Lo dudo. Tal vez lo habrían hecho en la corte de Francisco I. Quería a las mujeres y respetaba sus derechos, su inteligencia y sus éxitos. Dudo de que encontremos esto en una Normandía feudal.
—Juzgas a nuestro anfitrión por su castillo.
—Me parece que se aferra al pasado. Lo respiro, casi.
—Ya veremos, Kate. Entretanto pensemos en un buen plan de acción. Me pregunto dónde trabajaremos. Tendrá que ser un lugar con más luz que este cuarto.
—Empiezo a preguntarme a dónde nos llevará todo esto.
—Ocupémonos primero del principio. Estamos aquí, Kate. Esta noche conoceremos a ese monsieur de Mortemer. Veremos qué dice acerca de tu presencia.
Mientras hablábamos, llamaron a la puerta y una doncella entró trayendo café y una especie de brioche con confitura. Dijo que una vez hubiéramos comido, regresaría y me llevaría a mi habitación, al lado de la de mi padre. Nos traerían agua para lavarnos. Sobraba tiempo antes de la cena.
El café y los brioches eran deliciosos y eso me animó. Se me empezó a contagiar el optimismo de mi padre.
Mi habitación era parecida a la suya. Gruesas alfombras en el suelo y cortinas espesas de terciopelo púrpura, un armario, varias sillas y una mesa sobre la que descansaba un pesado espejo.
Aquí podía sentirme cómoda.
Trajeron mi equipaje y me dispuse a cambiarme para la cena.
¿Cómo se vestía una en un lugar como éste? Me había imaginado que habría cierto aire ceremonioso y me sentí agradecida a las fiestas de lady Farringdon, que me obligaron a tener vestidos de moda.
Escogí uno sobrio, de terciopelo verde oscuro, con falda larga y corpiño apretado. No era un vestido de baile, desde luego, pero había resultado apropiado para las veladas musicales de lady Farringdon y pensé que lo sería también para la cena del castillo.
Además, siempre sentía confianza en mí cuando llevaba ese color verde, color de joya, como lo llamaba mi padre.
—Los viejos maestros sabían producirlo —decía—. Nadie logró hacerlo igual después del siglo diecisiete. En aquellos tiempos, los colores eran importantes y los grandes artistas tenían secretos que no comunicaban a nadie sobre cómo prepararlos. Hoy es distinto. Se compran en un tubo y no es lo mismo…
Una vez arreglada, me dirigí al cuarto de mi padre. Me estaba esperando, y no llevaba yo allí sino unos minutos cuando llamaron discretamente a la puerta. Era el mayordomo, para llevarnos al comedor.
Caminamos cierta distancia y nos hallamos en otra parte del castillo. La arquitectura había cambiado algo. El castillo era evidentemente vasto y sin duda le habían puesto añadidos a lo largo de los siglos, pasando así de normando primitivo a gótico tardío.
Nos hallamos en una estancia pequeña con los muros cubiertos de paneles de madera y un techo pintado que atrajo inmediatamente mi atención. Me dije que me agradaría examinarlo con calma más adelante. En realidad, había muchos aspectos del castillo que me prometí mirar con más cuidado. Habíamos pasado de prisa por una galería de cuadros y estoy segura de que mi padre tuvo la misma dificultad que yo en no pedir al mayordomo que nos detuviéramos para poder estudiar los cuadros.
Estábamos ahora en una especie de antesala, el lugar, pensé, donde uno debe esperar para recibir audiencia de un rey. Ese barón de Centeville parecía vivir como un rey. Me pregunté qué cara tenía. Me daba la corazonada de que no sería la más apropiada para una miniatura.
Alguien había entrado en la estancia. Me sobrecogí. Era el hombre más guapo que había visto en mi vida. Tenía una estatura mediana, con cabello y ojos castaño claro; vestía con elegancia y su casaca estaba cortada con más refinamiento del que solía ver en mi pueblo. Su camisa muy blanca aparecía doblada con gracia en el cuello en torno a una corbata de azul zafiro. En ella brillaba, como sólo puede hacerlo un diamante, una única piedra.
Se inclinó profundamente y, tomándome la mano, la besó.
—Bienvenidos —dijo en inglés—. Estoy encantado de recibirlos en nombre de mi primo, el barón de Centeville. Lamenta no estar presente esta noche. Mañana regresará. Deben de tener ustedes apetito. ¿Quieren que cenemos inmediatamente? Esta noche será una cena íntima, a trois… Pensé que sería mejor así el día de su llegada. Mañana podemos tener invitados…
Mi padre le dio las gracias por su bienvenida.
—Me temo —dijo— que debe haber habido un malentendido y que sólo me esperaban a mí. Mi hija también es pintora. Hoy me resulta difícil viajar sin ella.
—Será un placer tener a mademoiselle Collison con nosotros —fue la respuesta.
Nos informó entonces que era Bertrand de Mortemer, primo lejano del barón. Éste era el jefe de la familia y él pertenecía a una rama menor. ¿Comprendíamos?
Contestamos que entendíamos perfectamente y le agradecimos mostrara tanta solicitud por nosotros.
—El barón conoce su fama —explicó—. Como les habrán dicho, está a punto de casarse y la miniatura será un regalo a su novia. El barón tal vez les pida que pinten una miniatura de su novia si…
—Si —terminé audazmente— le gusta el trabajo.
Monsieur de Mortemer inclinó la cabeza, reconociendo la verdad de lo dicho por mí.
—Estoy seguro de que le gustará —agregó—. Sus miniaturas son bien conocidas en toda Europa, monsieur Collison.
Siempre me conmovía ver la satisfacción de mi padre ante los elogios y esto resultaba patético ahora que sus poderes disminuían.
Me invadió una súbita oleada de ternura por él.
Se sentía con más y más confianza, y yo también. No se podía imaginar a monsieur de Mortemer más agradable, y si el gran y poderoso barón era como él; estábamos salvados.
—El barón entiende mucho de arte —dijo monsieur de Mortemer—. Disfruta de la belleza en todas sus formas. Ha visto muchas de sus obras, señor, y siente por ellas una gran admiración. Por esto le escogió para la miniatura, en vez de elegir a uno de nuestros compatriotas.
—Puede decirse, creo, que el arte de la miniatura es aquel en se los ingleses superan a todos —dijo mi padre, lanzado a uno sus temas favoritos—. Y eso es extraño, porque se desarrolló otros países antes de llegar a Inglaterra. Su Jean Pucelle tenía su grupo en el siglo catorce, mientras que nuestro Nicolas Hilliard, que puede llamarse nuestro fundador, vino dos siglos más tarde.
—Vuestro arte requiere mucha paciencia —comentó monsieur Mortemer—. Y eso lo explica, ¿no?
—Mucha paciencia, en efecto —corroboré—. ¿Vive usted aquí con su primo, señor?
—¡Oh, no! Vivo con mis padres, al sur de París. Cuando era niño pasé aquí una temporada. Aprendí a administrar una hacienda y a vivir… comme il faut, ¿comprende? Mi primo es mi protector. ¿No es así como lo dicen ustedes?
—¿Una especie de guía, el patriarca de la familia?
—Tal vez —contestó con una sonrisa—. La hacienda de mi familia es pequeña comparada con ésta… Mi primo es un buen pariente.
—Comprendo. Confío que mis preguntas no resulten impertinentes.
—Estoy seguro, mademoiselle Collison, que nunca puede ser usted impertinente. Me honra que muestre usted interés por mis Cosas…
—Cuando vamos…, cuando mi padre va a pintar una miniatura, desea conocer todo lo posible acerca del modelo. El barón parece ser un hombre importante… no sólo en Centeville, sino en toda Francia.
—Él es Centeville, mademoiselle. Podría contarles muchas cosas de él, pero será mejor que las descubran por sí mismos. No siempre vemos las cosas con ojos iguales y es mejor que los pintores las vean con los suyos.
Pensé para mí: He hecho demasiadas preguntas y es evidente que monsieur de Mortemer es la discreción personificada. Pero siempre con cortesía, toujours la politesse, como reza el dicho francés. Él tiene razón. Hemos de descubrir por nosotros mismos a este barón tan importante.
Mi padre dirigió la conversación hacia el castillo. Era evidente que creyó que sería un tema menos arriesgado.
Habíamos acertado al pensar que la construcción original databa de antes de 1066, el año de la invasión de Inglaterra por los normandos. Había sido, entonces, una fortaleza con poco más que dormitorios para los defensores e instalaciones para repeler los invasores. En los siglos siguientes le fueron añadiendo salones, galerías… El siglo dieciséis había sido el de las grandes obras. Francisco I dio el tono al construir Chambord y restaurar y embellecer todos los lugares donde residía. Entonces se agregó mucho a Centeville, pero esto se veía sólo en el interior. Habían tenido el acierto de conservar en las fachadas el aspecto normando, lo cual daba al lugar su aspecto impresionante.
Monsieur de Mortemer hablaba con entusiasmo del castillo y los tesoros que contenía.
—El barón es un coleccionista —explicó—. Heredó muchas piezas hermosas y ha añadido otras. Será un placer para mí enseñarles algunas de las más importantes.
—¿Cree que el barón lo permitirá?
—Claro que sí. Se sentirá halagado por su interés.
—Me gustaría saber dónde podré pintar —dijo mi padre.
—Es natural. El barón ha empleado antes a artistas, aquí. Entiende perfectamente la necesidad de luz. Antes se trabajaba en el que llamamos Cuarto Soleado. Está aquí, en esta parte del castillo donde nos hallamos, que es la más moderna; es decir, del siglo diecisiete. Lo construyeron para que el sol entrara por todos los lados. Es alto y hay ventanas en el techo. Mañana se lo enseñarán. Creo que les agradará.
—Parece ideal —comenté.
Hablamos luego de una y otra cosa: del viaje, del paisaje de aquí comparado con el de nuestra parte de Inglaterra, hasta que finalmente dijo:
—Deben estar ustedes cansados. Permítanme que los conduzca a sus habitaciones. Espero que tengan una buena noche y que por la mañana estén descansados.
—Y prontos a conocer al barón —agregué.
Sonrió con una sonrisa cálida y amistosa. Y tuve una sensación grata. Me gustaba. Mucho. Sus modales perfectos no eran en absoluto afeminados, sino muy agradables. Encontré su sonrisa y aunque su afirmación de que nuestra presencia honraba a Centeville podía no ser enteramente sincera, nos hacía sentir bienvenidos, y esto determinó que me gustara todavía más.
Fue un alivio meterse en la cama aquella noche. Me sentía cansada por el viaje y la inquietud por lo que encontraría si final de él. Estaba tan agotada que me dormí tan pronto mi cabeza reposó en la almohada.
Me despertó una suave llamada en la puerta. Era una de las doncellas, que traía el petit déjeuner de café, crujientes panecillos, mantequilla y mermelada.
—Dentro de diez minutos le traeré agua caliente, mademoiselle —anunció.
Me senté en la cama y bebí el café, que era delicioso. Estaba lo bastante hambrienta para que me gustaran los panecillos.
El sol brillaba a través de la estrecha ventana y me sentía agradablemente excitada. La verdadera aventura iba a comenzar. Después de lavarme y vestirme, fui a la habitación de mi padre. Lo habían despertado al mismo tiempo que a mí; había desayunado y estaba ya vestido.
Apareció monsieur de Marnier. Tenía instrucciones de llevarnos cuando estuviéramos listos, hasta monsieur de Mortemer. Lo seguimos a la parte del castillo donde habíamos cenado la noche antes.
Bertrand de Mortemer nos esperaba en lo que yo había llamado mentalmente la antesala del techo pintado.
—Buenos días —dijo, sonriendo afablemente—. Espero que hayan dormido cómodamente.
Le aseguramos que sí y que le agradecíamos su interés por nuestro bienestar.
Hizo un gesto con las manos abiertas. No era nada, dijo. Centeville se sentía honrado.
—Querrán ustedes ver el Cuarto Soleado. Por favor, síganme.
Nos encantó, cuando llegamos a él.
Lo hizo construir uno de los barones que tuvo a un artista trabajando en permanencia en el castillo.
—¿Creen que les convendrá? —preguntó Bertrand.
—Es perfecto —contesté y mi padre estuvo de acuerdo.
—A menudo esperan que pintemos en habitaciones que no son apropiadas —explicó mi padre—. Pero ésta será exactamente lo que necesitamos.
—Tal vez querrán arreglar… lo que tengan que arreglar. Traer los instrumentos de su arte, como suele decirse.
Miré a mi padre.
—Sí, hagámoslo —repuse—. Y entonces estaremos listos para comenzar.
—¿Empezará el retrato tan pronto como llegue el barón?
Mi padre vaciló.
—Me gusta conversar algo con mi modelo, primero… para conocerlo, ¿sabe?
—Estoy seguro de que el barón lo comprenderá.
—Bueno, pues preparémonos —dije a mi padre.
—¿Supongo que podrán encontrar sus habitaciones? —inquirió monsieur de Mortemer.
—Tendremos que intentarlo.
—Bueno: ahora que han visto el Cuarto Soleado, déjenme que los guíe de regreso. Después, tal vez podrán encontrar el camino.
—Me fijaré en puntos de referencia cuando los pasemos —dije con una sonrisa.
Mi padre y yo empleamos cosa de una hora llevando nuestro material al Cuarto Soleado. Era lo que en Inglaterra llamaríamos un solario y resultaba ideal para nuestro propósito. Mi padre comentó que todo marchaba a maravilla.
Me fijé que parecía algo cansado y que una o dos veces parpadeó bajo la fuerte luz del que sería nuestro taller. Podía prever toda clase de obstáculos ante nosotros. No lograba imaginar cómo podríamos fingir que él pintaba la miniatura cuando en realidad lo haría yo. Sería, ciertamente, una manera nueva e interesan te de trabajar. Me preguntaba cómo terminaría.
Sería terrible que produjéramos algo por debajo de la calidad habitual de los Collison y, sobre todo, en una ocasión tan importante.
Cuando regresamos a nuestras habitaciones, sugerí a mi padre que descansara un rato. Quedaba una hora, más o menos, antes del déjeuner y el viaje y la emoción de venir a ese lugar habían sido excesivamente pesados para él.
Lo convencí de que se tumbara y luego quise ver el castillo desde fuera. Me puse un sombrero y busqué el camino hacia el vestíbulo. Encontré la puerta por la que habíamos entrado la noche anterior. Llegué al patio.
No quería salir del recinto del castillo, de modo que no crucé el foso. Miré a mi alrededor y vi una puerta. La traspuse y me hallé en un jardín. Me pareció que estaba en la parte trasera del castillo. Ante mí se extendía un campo ondulado con bosques en la lejanía. Era muy hermoso. El jardín, que descendía hasta el agua de los fosos, estaba muy bien cuidado. Las flores crecían en profusión, con sus colores en perfecta armonía. Nuestro barón tenia sensibilidad para los colores, a menos, desde luego, que empleara a alguien para que los seleccionara, lo cual era lo más probable.
Descendí hasta el borde del foso y me senté. ¡Qué paz! Pensé en Clare ocupándose de nuestro hogar y en Evie, lejos, en África. Me sentía inquieta y persistía en asegurarme de que no había motivo alguno de inquietud. Si el barón descubría que mi padre ya no podía pintar y si quería un Collison, su única alternativa sería aceptar mi miniatura. ¿Y si se negaba? Bueno, pues entonces regresaríamos a casa.
Oí ruido de pasos; volviéndome bruscamente, vi a Bertrand de Mortemer que se acercaba.
—¡Ah! —exclamó como si se sorprendiera—. ¿Ya han terminado sus preparativos?
—No hay mucho que hacer hasta que…, hasta que el modelo llegue.
—Claro que no.
Se sentó a mi lado.
—Bueno: ahora que ha visto el castillo a la luz del día, ¿qué le parece?
—Grandioso. Macizo. Impresionante. Abrumador. No encuentro más adjetivos.
—Los que ha usado ya bastan.
Me miraba fijamente y noté que no era menos hermoso de día que a la luz de las velas. Al contrario, pensé que su hermosura se realzaba.
—Pensar que un solo hombre es propietario de todo esto… resulta asombroso —dije.
—No lo es para el barón. Se crió aquí. Es el vástago de una noble y antigua estirpe. Espere a conocerlo y entonces lo comprenderá.
—Es… ¿se parece a usted?
Bertrand pareció divertido por la pregunta.
—Creo que habrá de observar mucho para encontrar la más leve semejanza.
—Parece decepcionada.
—Lo estoy. Si fuese como usted, me sentiría aliviada.
Súbitamente puso su mano sobre la mía.
—Esto es un cumplido muy amable —dijo.
—No es un cumplido. Es la descripción de un hecho.
Sonrió, creo que con algo de tristeza.
—No… Lo encontrará muy distinto a mí —manifestó.
—Por favor, prepáreme para ello. Movió la cabeza.
—Es mejor que lo descubra por sí misma. La gente ve a los demás de modo diferente. Mejor que lo vea usted.
—Eso es lo que dijo anoche, y, sin embargo, me da algunas pistas. Tengo la impresión de que no es fácil contentar al barón.
—Sabe lo que es lo mejor y quiere lo mejor.
—¿Y su novia?
—Es la princesa de Crespigny.
—¡Una princesa!
—Sí. El barón es no sólo uno de los hombres más ricos del país, sino también uno de los más influyentes.
—¿Y la princesa?
—Pertenece a una vieja familia francesa con lazos reales. Su familia consiguió sobrevivir a la revolución.
—¿El barón también?
—El barón siempre sobrevivirá.
—De modo que es la boda de dos familias nobles. Una muy rica y la otra no tan rica, pero de sangre real.
—La princesa está emparentada con las familias reales de Francia y Austria. Es muy apropiada para el barón. Se podrán restaurar las haciendas de los Crespigny. Si alguien puede hacerlo, es el barón.
—Con su inmensa riqueza —murmuré.
—Es útil tenerla.
—¿El barón se siente feliz con su boda?
—Créame que si no lo fuera, no habría boda.
—Cuidado —le atajé—. Empieza a hacerme el retrato del barón antes de que lo conozca.
—Es usted muy amable de recordármelo. Mis labios permanecerán… ¿cómo lo dicen ustedes?…, sellados.
Asentí con la cabeza.
—Ahora hablemos de otras cosas —dijo.
—¿De usted?
—Y de usted.
Me encontré, así, contándole nuestra vida en la casa de los Collison, las fiestas en la mansión de los Farringdon, la familia de la vicaría y las mellizas Camborne, la romántica boda de mi madre y la dicha que ella y mi padre compartieron, su muerte, nuestra suerte de tener a Evie, que se había casado ahora con su misionero y dejado la cómoda seguridad de nuestro pueblecito por los peligros de la oscura África.
—Pero nos dejó a Clare —agregué—. Se ocupó de esto antes de irse. Evie era una protectora nata de la vida de quienes la rodeaban. Nos cuidó a todos…
Me miró fijamente.
—Sospecho que usted es también una de esas protectoras. Me eché a reír.
—¡Oh, no, nada de eso! Me interesan demasiado mis propios asuntos.
—¡Ah, ya! Pintar, ¿no? Porque supongo que usted también pinta. ¿Pintará miniaturas, como sus antepasados?
—Esto es lo que me gustaría hacer, más que cualquier otra Cosa.
—Más que cualquier otra cosa… ¿No quiere amor, matrimonio, hijos?
—No sé. Tal vez sí. Pero sé que quiero pintar.
Me sonreía y pensé que yo estaba hablando demasiado. Apenas si lo conocía. ¿Qué cosa tenía que me inclinaba a las confidencias? Claro: esa infinita bondad que percibí en él apenas nos conocimos…, ese aire de mundanidad que probablemente era una manera de vestirse y conducirse.
Invitaba a la confidencia y, al parecer, le había hecho demasiadas. Pensé que podía encontrarme contándole la amenaza de ceguera de mi padre.
—Ahora le toca a usted contarme cosas suyas —dije.
—Pues llevo una vida igual a la de muchos otros en mi situación.
—Nos dijo que pasó parte de su infancia aquí.
—Sí. El barón pensó que me convendría para aprender algo de la vida.
—¿De la vida?
—Pues… cómo se tiene que vivir en el campo y en la corte… Se ha vuelto muy formal, ahora, con la emperatriz Eugenia dando el tono. El barón lamenta la desintegración de la monarquía, pero se ha resignado al segundo imperio y es partidario de Napoleón III…, no con verdadero entusiasmo, cierto, pero como la única posible alternativa a la república.
—¿Va el barón a menudo a la corte?
—Muy a menudo. Pero creo que es más feliz aquí, en Normandía.
—¿Es un hombre complicado, difícil de entender?
Me sonrió.
—Sí. Y, por tanto, buen sujeto de retrato. Veremos si su padre penetra hasta lo más hondo de su modelo.
—Para esto necesitaría pintar una tela y no una miniatura. La miniatura ha de ir a su enamorada. Por consiguiente, ha de ser romántica.
—Quiere decir que favorezca.
—Es posible ser romántico sin ser adulador.
—Me temo que al barón no le halagaría que lo llamaran romántico. Se enorgullece de ver la vida con astucia.
—Lo romántico no es necesariamente opuesto a la astucia.
—¿No lo es? Creí que los románticos todo lo veían de color de rosa.
—Así es como mi padre ha de hacer que la princesa vea al barón. Me parece que ya es hora de regresar.
Se levantó de un salto y me tendió las manos. Le di las mías y me ayudó a ponerme de pie.
Retuvo un momento mis manos. Unos segundos, pero me pareció mucho más tiempo. Todo estaba inmóvil: la tranquila agua del foso, los altos y macizos muros, me sentí estremecida por la emoción.
Me sonrojé algo y retiré mis manos.
—Tal vez esta tarde…, si no tiene nada que hacer… —dijo.
—No tenemos nada que hacer hasta que regrese el barón —repuse.
—¿Monta a caballo?
—Mucho. Ayudé a entrenar los caballos de los Farringdon, la mansión de que le hablé. Fingían que les prestaba un servicio, cuando en realidad me lo prestaban ellos a mí.
—Así es como debe hacerse —dijo—. Si se espera gratitud, no vale.
—Tiene razón. Pero ¿por qué me pregunta si monto a caballo?
—Porque si contesta que sí, le propondré que esta tarde vayamos a dar un paseo. Puedo enseñarle los alrededores. Le interesarán. ¿Le gusta la idea?
—Mucho.
—¿Trajo vestido de montar?
—Sí, con la esperanza de montar, pero sin creer que mi esperanza se convirtiera tan pronto en realidad.
Tocó ligeramente mi brazo.
—Me alegro de que viniera —dijo con seriedad—. Es muy interesante llegar a conocerla.
Seguían los estremecimientos. Qué hermosa mañana, allí, bajo el sol, cerca de los poderosos muros del castillo, los destellos plateados del agua, y ese interesante y tan guapo joven mirándome con una admiración apenas velada.
*****
Cabalgar con Bertrand de Mortemer por los hermosos campos fue una experiencia excitante. Me encantaba cabalgar y me gustaba explorar lugares nuevos para mí. Iba a lanzarme a una aventura y yo era aventurera por naturaleza. Me pareció que estaba a punto de descubrir que la vida era excitante, peligrosa acaso, pero yo no rehuía un destello de riesgo, y por eso le salía al paso en vez de evitarlo cautelosamente.
No podía explicar realmente esa exaltación que sentía en ese momento. Sólo podía decir que gozaba con el paseo a caballo más que con ningún paseo anterior en mi vida.
Claro que todo arrancaba de la compañía de este joven. Me sentía más atraída por él que jamás lo estuve por cualquier otro, y en tan poco tiempo. Era fascinante hablar con él, y los errores de lenguaje en los que caíamos de vez en cuando nos divertían. Hablábamos y reíamos y el tiempo pasaba volando muy agradablemente.
Le dije:
—Parece que nos hemos hecho amigos muy de prisa.
—El tiempo es siempre demasiado breve cuando ocurre algo agradable —contestó—. La vida es muy corta. Me dijo que ha venido usted con su padre, que va a pintar una miniatura, y que pronto se marchará. ¿Cómo podré conocerla si no me apresuro? ¿Cuánto llevará pintar la miniatura?
—No lo sé. Todo depende de cómo progrese el trabajo.
—No mucho tiempo, de seguro.
—Me imagino que el barón tendrá mucha prisa.
La mención del barón pareció enfriar la tarde. La disfrutaba tanto que me había olvidado de él.
No me daba cuenta de lo que me sucedía aquella tarde. Pero estuve encantada. Comencé a creer, después, que eso era lo que la gente llamaba enamorarse, algo que nunca me sucedió antes. Conocía a pocos jóvenes. Supongo que había llevado una vida más bien recatada. Ciertamente, nunca conocí a nadie ni remotamente parecido a Bertrand de Mortemer. Su hermoso parecer, sus elegantes trajes, su determinación en ayudar cuando podía, su suavidad, mezclada con cierta mundanidad, me encantaban. Y, sin embargo, me sentía protectora de él, lo cual me parecía un sentimiento extraño. No sabía por qué, pero mis emociones eran todas extrañas, nuevas para mí y contradictorias. En primer lugar, me sorprendía de que pudiera sentir algo con tanta intensidad respecto a un hombre que era casi un desconocido.
Es natural, pues, que me sintiera excitada mientras galopábamos por el prado, ya a la vista del castillo. El viento me agitaba los cabellos, que salían de mi sombrero, y me resultaba delicioso. Me encantaba el sonido de las herraduras en la tierra, y él estaba a mi lado, riendo, disfrutando de todo esto tanto como yo.
Emoción. Aventura. Audacia. Y peligro…, decididamente peligro. Venir con falsedad, con un plan tortuoso para pintar una miniatura que se presentaría como obra de mi padre…; si eso no era provocar riesgo, ¿qué podía serlo?
Pero era excitante.
Mientras nos dirigíamos a las cuadras, me di cuenta del cambio. Uno de los caballerizos vino corriendo a nuestro encuentro.
El barón había regresado.
Mi excitación se vio inmediatamente atenuada por el recelo. Miré a Bertrand de Mortemer. Parecía haberse encogido.
Había llegado el momento de la prueba.
No lo esperaba tan pronto. Al llegar al gran vestíbulo encontramos que el barón estaba allí.
Hubo un instante de silencio, mientras nos miraba, Me di cuenta de que mis mayores temores tenían cierto fundamento.
Era un hombre poderoso, pero eso ya lo esperaba. Era muy alto y ancho de espaldas, lo que daba una impresión de volumen más que de altura. Llevaba un traje de montar oscuro, que acentuaba lo rubio de su cabello abundante y brillante bajo la luz que entraba por las estrechas ventanas. Sus ojos eran de un gris acerado; su nariz, casi recta y romana, y tenía una tez fresca que daba la impresión de que estaba lleno de salud y vigor. Había algo en él que hizo sonar inmediatamente en mi mente la campana de alarma. Supongo que me preguntaba cómo íbamos a engañar a un hombre así.
Se nos acercó, con la vista fija en mí. Alzó las cejas con cierta ironía.
—Bertrand —dijo—, ¿por qué no me presentas a tu amiga?
—¡Oh! —Repuso Bertrand con una risa forzada que sólo podía revelar turbación—. Es mademoiselle Collison.
—¿Mademoiselle Collison?
Hizo una pausa y me miró con sorpresa.
Siempre había pensado que cuando una se encuentra a la defensiva ha de lanzarse al ataque, de modo que contesté rápidamente:
—Vine con mi padre, Kendal Collison, que debe pintar un retrato en miniatura del barón de Centeville.
Hizo una inclinación.
—Viajo con mi padre y le ayudo —me apresuré a proseguir.
—Confío que se han ocupado de su comodidad —dijo—. Quiero decir, la servidumbre del castillo. Ya veo que monsieur de Mortemer ha cumplido con sus deberes de anfitrión durante mi ausencia.
—¡Ah! —exclamé—. ¿Usted es el barón de Centeville? Me alegro de conocerle.
—Ha estado cabalgando, por lo que veo.
—Mientras esperábamos tu llegada, pensé que sería buena idea enseñar el campo a mademoiselle Collison —explicó Bertrand.
—¿Y qué le parece nuestro campo, mademoiselle Collison?
Su inglés era bueno, pero su acento algo más forzado que el de Bertrand.
—Muy hermoso.
—¿Y el castillo?
—¿Cómo lo describió usted? —preguntó Bertrand, volviéndose hacia mí—. Impresionante, inexpugnable, majestuoso.
—Me encanta, mademoiselle Collison. Confieso que me siento halagado cuando se admira mi castillo. Quisiera conocer a su padre.
—Voy a llamarlo. Ahora debe estar descansando. Movió la cabeza.
—No importa. Lo conoceré a la hora de cenar. ¿Quiere decirle que desearía que comenzara el retrato mañana por la mañana?
—Es muy pronto. A mi padre le gusta conocer a su modelo antes de empezar a pintarlo.
—Estoy seguro de que me conocerá de prisa. Arrogante, imperioso, impaciente y voluntarioso.
Me eché a reír.
—Tiene usted muy baja opinión de sí mismo, barón.
—Al contrario, muy alta. Creo que ésas son las cualidades necesarias para disfrutar plenamente de la vida. Diga a su padre que se prepare a comenzar mañana por la mañana. No quiero perder demasiado tiempo posando.
Me encogí de hombros y miré de reojo a Bertrand.
—No es así como se hace un buen retrato. No se trata solamente de poner pintura sobre un pedazo de marfil o de pergamino —dije.
—¿Qué más se necesita?
—Hay que conocer al modelo. Descubrir lo que realmente es.
—Pero, mademoiselle Collison, no quiero que nadie sepa lo que realmente soy, especialmente no la dama que es mi novia. Hay cosas en la vida que es mejor guardar ocultas.
Me examinaba intensamente, y esto me hizo dar cuenta de mi cabello despeinado, que se escapaba por debajo de mi sombrero. El color se me subió a las mejillas y pensé: «Se está riendo de mí, a la vez que me pone en mi lugar, recordándome que nos emplea para satisfacer sus deseos». Me desagradó inmediatamente y pensé: «¿Es ésta la clase de trato que hemos de esperar de los ricos? ¿Consideran a los artistas como si fueran comerciantes?».
Me sentí desafiadora y no me importó ofenderle. Podíamos regresar a casa y él podía encontrar a otro miniaturista que le pintara la clase de retrato que deseaba para su novia. No iba a permitir que me tratara de ese modo.
—Si desea un retrato bonito y convencional, barón de Centeville, no necesita llamar a un gran artista… Con su permiso, voy a decirle a mi padre que ha llegado usted. Se verán en la cena y podrán hacer planes para mañana —le dije.
Sentí su mirada clavada en mí cuando me volví y emprendí el camino hacia mi cuarto.
Luego dijo algo a Bertrand, que no pude oír.
Me puse el vestido de terciopelo verde, para la cena, y me peiné con cuidado, recogiéndome el cabello en lo alto de la cabeza. Parecía algo mayor que mi edad y el vestido verde siempre me daba confianza en mí misma. Estaba segura de que la necesitaría.
Advertí a mi padre que el barón podía resultar un modelo enojoso.
—Desde luego, sólo lo vi brevemente en el vestíbulo. Está muy pagado de sí mismo y tiende a mostrarse condescendiente. Me temo que es un tipo detestable…, muy distinto de monsieur de Mortemer.
—Ése sí que es un perfecto caballero —comentó mi padre.
Estuve de acuerdo con él. Y agregué:
—Padre, no sé cómo vamos a engañar al barón. Será difícil. Y si lo descubre, estoy segura de que se mostrará muy desagradable.
—Mira: mejor verlo desde otro punto de vista —objetó mi padre—. Lo único que puede hacer es rechazar la miniatura y mandarnos de vuelta a Inglaterra. Si lo hace, demostrará que no entiende nada de arte. Tu miniatura será tan buena como la que hubiese podido hacer yo. Será una miniatura de Collison, de modo que no tendrá nada de qué quejarse. No te preocupes. Si nos manda a Inglaterra, ya pensaremos entonces en lo que haremos en el futuro.
Estábamos preparados cuando llegó Bertrand, para llevarnos a la cena.
Era una atención de su parte. Debió adivinar que mi primer encuentro con el barón me había sido más bien molesto.
—El barón está acostumbrado a que todo el mundo se muestre de acuerdo con él inmediatamente —dijo, para explicar los modales de su pariente.
—Y es evidente que no le gusta cuando no le dan la razón.
—Creo que es más sorpresa que otra cosa. En todo caso, puede plantarle cara. Su padre es el famoso Kendal Collison. Creo que el barón sentirá mucho respeto por él. Realmente admira a los artistas.
—Y es evidente que no admira a sus hijas.
—No crea…, se sintió muy divertido.
—Pues tiene una manera muy extraña de demostrarlo. De todos modos, no creo que me guste ser motivo de diversión.
—Saldrá usted muy bien de la prueba. No le deje ver que… ¿cómo lo dicen?…, que la desconcierta. Si se da cuenta, procurará inquietarla aún más, para hacerle perder la serenidad.
—¡Vaya carácter desagradable que tiene!
—Él estaría de acuerdo con usted sobre eso.
—Es un salto atrás a otro siglo —dije—. Por suerte hemos avanzado hacia la civilización.
Bertrand se rió.
—¡Qué vehemente es usted! La verdad es que no se portó tan mal. Sospecho que se interesa usted demasiado por el barón.
—Tengo que hacerlo… —me contuve a tiempo, porque iba a agregar: «Si he de pintar su retrato». Y acabé con una excusa—: Para ayudar a mi padre.
Mi padre había salido de su habitación. Me pareció tan frágil, que me invadió la urgente necesidad de protegerlo. Si el barón lo ofendía, aunque fuese ligeramente, iba a soltarle sin empacho lo que pensaba de él.
El barón estaba ya en la antesala con el techo pintado y con él se hallaba una mujer. Me impresionó inmediatamente su apariencia. Al principio me pareció una gran belleza, pero a medida que avanzaba la velada me di cuenta de que daba esta impresión gracias a sus ademanes, su vestido y su manera de llevarlo, sus modales refinados y su porte. Era la clase de mujer que podía ponerse la belleza como si fuese una joya. Una ilusión, pero muy hábil. Su boca era demasiado grande, sus ojos, demasiado pequeños y su nariz, demasiado breve, pero desprendía una impresión de belleza, refinamiento y chic que me sobrecogió al verla.
El barón se volvió para saludarnos. Llevaba un esmoquin de terciopelo azul oscuro y una camisa muy blanca. Estaba elegante. Me di cuenta de que mi terciopelo verde resultaba algo pasado de moda y que ya no me sentaba como en la mansión de los Farringdon, ya no me daba la misma confianza que allí.
—¡Vaya! —Exclamó el barón—. Aquí tenemos al artista. Bien venido, señor. Nos sentimos muy honrados de tenerlo con nosotros. Nicole, te presento al señor Kendal Collison y a su hija mademoiselle Collison. Nos honran: ya sabes con qué fin. La señorita Collison y yo ya nos hemos saludado. Brevemente, demasiado brevemente. Apreciados señor y señorita, permítanme presentarles a madame Saint-Giles.
Miraba yo aquel hermoso rostro. Los pequeños ojos oscuros eran amistosos, pensé, y si me sentía torpe y sin atractivo, eso no era culpa suya. No me desagradó, como había ocurrido con el barón.
—Bertrand, creo que ya podemos cenar —indicó el barón.
—Sí —repuso Bertrand, que dio su brazo a madame Saint-Giles, mientras que el barón tomó el mío.
Me sorprendí. No esperaba tanta formalidad y había algo en la proximidad física del barón que me repelía.
Cosa curiosa: creo que se dio cuenta de que me encogía y que me molestaba incluso poner mi mano en la manga de su esmoquin.
Miró a mi padre por encima del hombro.
—Desgraciadamente, monsieur Collison, no tenemos una dama para usted —dijo—. Pero es usted nuestro huésped de honor, si esto le sirve de consuelo.
Mi padre contestó que era un placer encontrarse en el castillo y que el barón era muy amable.
Pensé, con soma: «Bueno: espera y ya veremos si es así».
La cena fue una comida complicada, más que la de la noche anterior, pero ni con mucho tan agradable. Esto se debía a la presencia del barón.
La conversación, en deferencia a mi padre, giró sobre todo en torno a cuestiones de arte.
—Mi padre era un coleccionista —nos explicó el barón— y me enseñó a seguir su camino. Siempre me han interesado las artes de creación, lo mismo en literatura o música que en pintura y escultura. Siempre he creído en la sinceridad absoluta, con referencia al arte. Estoy seguro de que se mostrará de acuerdo conmigo, monsieur Collison. Todos los grandes artistas lo creen. No me gusta algo porque me dicen que debe gustarme. Una obra de arte ha de agradarme. Creo que es prestar un flaco servicio al arte abandonar la sinceridad para estar a la moda. Me gusta una obra de arte por lo que significa para mí, no por la firma en un ángulo, si es pintura, o en la cubierta del libro, si es literatura.
No pude menos de aplaudir esta afirmación. Se lo recordaría si llegaba a descubrir que yo, mujer, había pintado su retrato…, después de que lo hubiese aprobado, desde luego.
—Tiene toda la razón, barón —dijo madame Saint-Giles—. Estoy completamente de acuerdo con usted.
La miró con un dejo de travesura en los ojos.
—En su caso, Nicole, sería prudente que se fijara en el nombre del artista…, porque, querida, me temo que carece de juicio para decidir por sí misma.
Nicole se rió.
—El barón tiene razón, ¿saben? —explicó, mirándonos a mi padre y a mí—. Descubrirán que soy muy ignorante. Pero por lo menos tengo una virtud: me doy cuenta de mi ignorancia. Tantos se olvidan de la suya… Y esto es una virtud, ¿verdad?
—Una gran virtud —dijo el barón—. Si todos tuvieran su buen sentido…
—Pero ¿quién decide qué juicio debe respetarse? —Pregunté—. En mi país hay un proverbio que dice: «El buen gusto es el mío. El mal gusto es el de cualquiera que no esté de acuerdo conmigo».
—Ya veo que contamos con un filósofo —comentó el barón, fijándoen mí sus fríos ojos grises—. Conteste a eso, si puede, Nicole, pues no sé atacar tanta lógica.
*****
Luego se dirigió a mi padre. Empezaríamos el retrato a la mañana siguiente. Estaba ansioso de que se terminara pronto, porque no podía estarse mucho tiempo en el castillo. Tenía asuntos pendientes en París.
—No es posible apresurarse en una obra de arte —intervine.
—Ahora veo por qué se ha traído a su hija —replicó el barón—. Nos va a tener a todos a raya.
—Kate me es muy útil —explicó mi padre—. He llegado a confiar mucho en su ayuda.
—Todos deberían tener a alguien en cuya ayuda confiar. ¿No está de acuerdo, Nicole? ¿Y usted, mademoiselle Collison? ¿Y tú, Bertrand?
Bertrand dijo que era conveniente.
Madame Saint-Giles dijo que era necesario.
Yo dije que uno debería confiar en sí mismo, de ser posible.
—Tal como lo hace usted, por lo que veo, señorita. ¿Cómo trabaja usted, monsieur Collison? Admiré mucho la miniatura que hizo del conde de Enghein. La vi cuando estuve en Baviera. En realidad, esto me decidió a pedirle que aceptara usted mi encargo.
—El conde es un caballero encantador —contestó mi padre—. Fue una estancia muy agradable en la Selva Negra. ¡Qué lugar maravilloso! Nunca lo olvidaré.
—Me gustó mucho también la miniatura de la condesa. La hizo usted parecer una princesa de leyenda.
—Es una mujer muy hermosa.
—Encontré que sus rasgos eran irregulares.
—Tiene una belleza interior —musitó mi padre—. Difícil definir con palabras.
—Pero la captó usted sobre el marfil. Una calidad etérea… Sí, eso es. Sugería la bondad. Una obra maestra la suya. Puedo decirle que el conde estaba encantado. Me la enseñó con mucho orgullo.
Mi padre estaba radiante de satisfacción.
—Espero que quedará usted igualmente complacido, barón.
—Tengo que quedarlo. Quiero lo mejor que haya hecho usted. Mi Collison debe ser soberbio. Ya poseo un Collison en mi colección. Tiene usted que ver mis miniaturas. Ésa que le digo data de…, bueno, por el traje yo diría que de mediados del siglo diecisiete. Me imagino que se pintó después de esa época en que los «cabezas redondas» llevaron tanto desorden en su país, como la plebe entre nosotros no tanto tiempo ha. Esa miniatura es una de las más valiosas que tengo.
—¿Sabe quién es el modelo?
—No. La llaman Mujer desconocida. En el ángulo hay las iniciales K y C. Nos costó encontrarlas, pero por el estilo estaba seguro de que era un Collison. Después de ver a su hija, me parece que puedo llegar a la conclusión de que se trata de un miembro de su familia. Hay una semejanza… en la tez y en un cierto…
Hizo una pausa y no pude descifrar la expresión de sus ojos.
—Me interesará mucho ver esa miniatura —dijo mi padre.
—Ya la verá. Claro que la verá.
Me entusiasmó esta conversación sobre arte y el evidente conocimiento que el barón tenía del tema. Me sentía ávida de descubrir cuanto fuera posible sobre él y me pareció que lograba algo. Sabía que era arrogante, rico, poderoso, que siempre se había salido con la suya y que se proponía seguir así. Entendía de arte y poseía cierta sensibilidad por él. Estaba segura de que sería casi imposible engañarle. Estaba impaciente por hablar con mi padre y examinar cómo sortear esta situación difícil; la idea de que se iniciaría a la mañana siguiente me llenaba de inquietud.
Al levantarnos de la mesa fuimos a la estancia contigua —la del techo pintado—. Nos sirvieron licores. Encontré la bebida dulce y agradable.
El barón, al cabo de un momento, dijo:
—Veo que monsieur Collison está fatigado. Bertrand, debes acompañarlo a su habitación. Veo que usted, mademoiselle Collison, no está cansada. Estoy seguro de que preferirá quedarse y charlar un rato.
Dije que así era y Bertrand acompañó a mi padre a su cuarto, dejándome sola con el barón y madame Saint-Giles.
—Mañana —anunció— le mostraré mis tesoros. ¿Ha explorado ya el castillo?
—Monsieur de Mortemer ha sido muy amable. Me ha enseñado parte de él.
El barón chascó los dedos.
—Bertrand no conoce…, no siente el castillo. ¿No le parece, Nicole?
—Claro, es de usted, ¿no? Él, como todos nosotros, es sólo un invitado.
El barón dio unas palmadas, más bien afectuosas, a Nicole, en la rodilla. Pensé que debía estar en relaciones muy familiares con ella.
—¡Bien! Ya sabe lo que pasa, mademoiselle Collison. Éste es mi hogar. Fue construido por mis antepasados y es uno de los primeros que los normandos levantaron en Francia. Los Centeville han vivido aquí desde los días en que el gran Rollo desembarcó en las costas francesas con tanto éxito que el rey de Francia decidió que la única manera de poner término a sus ataques constantes sería dar a los invasores un rincón de Francia, lo que hizo. Así se formó Normandía. No cometa nunca el error de creer que somos franceses. No lo somos. Somos hombres del Norte venidos aquí desde sus magníficos fiordos.
—Los franceses eran gente muy civilizada cuando los bárbaros del Norte llegaron en sus largos buques en busca de conquistas —le recordé.
—Pero los normandos eran luchadores, mademoiselle Collison. Jamás habían sido vencidos. Y el castillo de Centeville estaba ya aquí cuando nuestro gran duque Guillermo venció a sus ingleses y los obligó a someterse al dominio normando.
—Los normandos —atajé— vencieron entonces porque el rey Harold acababa de llegar al Sur después de vencer en el Norte. Si hubiera descansado antes del combate, la victoria pudo haber sido suya. Dice usted que vencieron a los ingleses. Los ingleses de hoy son una raza mezclada: anglos, sajones, jutos, romanos y hasta sus gloriosos normandos. Me parece, pues, algo desplazado vanagloriarse de la victoria de Guillermo hace tantos años.
—Ya ve cómo mademoiselle Collison me corrige, Nicole…
—Me alegra que arguya tan bien contra sus afirmaciones, Rollo. —Le dijo.
Debí mostrar mi sorpresa, pues él continuó:
—Sí, me llamo Rollo, por el nombre del primer normando que convirtió este rincón de Francia en Normandía. Su grito de combate era: «Avante, Rollo». Y siguió siendo el grito de combate de los normandos durante siglos.
—Confío en que ya no se emplee.
No podía comprender el impulso a contradecirle en cada ocasión. Era poco sensato, puesto que debíamos tratar de agradarle, y ahí estaba yo, enojándolo antes de comenzar.
Pero no parecía enojado. En realidad, sonreía y se me ocurrió que nuestra conversación le divertía. Me mostraba tan desagradable como podía sin llegar a ser ruda. Era extraño que él, acostumbrado a los sicofantes, no objetara. Debía ser porque muy raramente alguien se le oponía.
Pero Nicole no era un sicofante, ni mucho menos. Acaso por esto le agradaba, como evidentemente era.
Bertrand había regresado.
—Tal vez le gustaría dar un paseo antes de retirarse —dijo.
Me levanté con prisa.
—Me encantará —repuse.
—Necesita un chal. ¿Quiere que vaya a buscarle uno?
—Tome el mío —propuso Nicole—. No lo necesito. Y le ahorrará subir hasta su habitación.
Me tendió un chal que parecía tomar el color de lo que cubría. Estaba decorado con una franja de estrellas en lentejuelas.
—Muchas gracias —dije—. Pero es… demasiado bonito. Tendría miedo de echarlo a perder.
—Tonterías —replicó Nicole, acercándoseme y poniéndomelo sobre los hombros. Me pareció encantadora.
Bertrand y yo salimos al patio y nos dirigimos al foso.
—Bueno, ¿qué le pareció el barón? —preguntó.
—Es una pregunta demasiado compleja para contestarla brevemente —dije—. Es como poner a alguien delante de las cataratas del Niágara y preguntarle por su opinión inmediata.
—Le divertiría verse comparado con las cataratas.
—Me parece que tiene plena conciencia de su poder y quiere que todo el mundo se dé cuenta de él.
—Sí —asintió Bertrand—. Le gusta lo reconozcamos y que hagamos exactamente lo que él quiere.
—Lo cual está muy bien mientras coincide con lo que uno quiere.
—Es usted muy perspicaz, mademoiselle. Así es, exactamente, como han sido las cosas para mí, hasta ahora.
—Entonces —dije—, debe prepararse para el día en que no sean así. Encontré encantadora a madame Saint-Giles.
—Se la considera una de las mujeres más atractivas de nuestra sociedad. Su relación con Rollo dura desde hace varios años.
—¿Su… relación?
—¿No lo adivinó? Es su amante.
—Pero —dije con voz asombrada— creí que iba a casarse con la princesa…
—Así es. Supongo que con la boda acabará lo de Nicole…, o acaso habrá sólo un descanso. Ella lo sabe. Es una mujer de mundo.
Me quedé silenciosa.
Puso su mano en mi brazo.
—Temo que esté usted escandalizada. ¿No sabía nada de esta clase de relaciones?
—Y yo temo que no soy una mujer de mundo. Nicole no parece inquieta.
—¡Oh, no! Siempre supo que llegaría un momento en que él se casaría. Tiene varias amantes, pero Nicole ha sido la principal.
Me estremecí debajo del chal de Nicole. Las manos del barón lo habrían tocado, pensé. Me lo imaginé con Nicole, sensual, cínico…
Era una imagen horrible. No quería pintar su retrato. Me di cuenta de que es posible conocer demasiado bien a un modelo.
*****
A la mañana siguiente comenzó nuestra prueba. Dispuse una silla para el barón, de modo que la fuerte luz del día cayera sobre él. Mi padre se sentó enfrente. Habíamos decidido que el soporte de la miniatura debía ser marfil, material considerado ideal desde comienzos del siglo dieciocho. Me senté en un rincón, observándolo todo. Me metía en la memoria cada línea de su rostro: los labios sensuales, que podían ser crueles, las cejas abundantes y la fuerte cabellera rubia que brotaba de la cabeza…
Nos había dicho que la miniatura, una vez terminada, se montaría en oro y que el marco estaría engarzado de diamantes y zafiros. Por esto se puso una casaca azul, que realzaba el tono de su tez. Hasta daba un destello azul a sus ojos grises.
Mis dedos deseaban manejar los pinceles. Me daba constantemente cuenta de lo que hacía mi padre. Trabajaba tranquilo, sin aparente tensión. Me preguntaba si tenía plena conciencia de lo que no podía ver.
Esta mañana nos diría si podríamos llevar a cabo nuestro plan o no. No veía claro qué clase de miniatura podría hacer de memoria o partiendo del trabajo de mi padre. Estaba segura de que hubiese logrado un retrato soberbio de haberlo podido realizar de manera normal. Pondría de relieve su arrogancia, capturaría esa mirada que sugería, que todo el mundo le pertenecía. Trasladaría a la pintura algo de la animosidad que sentía hacia él. Haría un retrato que sería absoluta, totalmente él… y podría no agradarle.
Charlaba mientras mi padre trabajaba. Casi siempre se dirigía a mí. ¿Había ido a la corte de Baviera con mi padre? Le dije que no. Levantó las cejas, como preguntando: ¿Por qué no, puesto que vino a Normandía?
—Entonces no vio usted la miniatura de la condesa y su belleza interior.
—No, y lo lamento mucho.
—Tengo la impresión de que la he conocido a usted antes. Debe de ser en la miniatura de la Mujer desconocida. De repente me parece que ya no es desconocida.
—Me agradará mucho examinarla.
—Y a mí enseñársela. ¿Cómo va el trabajo, monsieur Collison? ¿Soy buen modelo? Tengo interés en ver cómo va avanzan do el trabajo.
—Por ahora va bien —repuso mi padre.
Yo advertí:
—Tenemos la regla de que nadie vea la miniatura hasta que se termine.
—No sé si estaré de acuerdo con esta regla.
—Me temo que será necesario. Ha de dar al pintor libertad de hacer lo que quiere. Sería desastroso escuchar ahora sus críticas.
—¿Y si fuera elogio?
—También sería inconveniente.
—¿Siempre permite a su hija que fije las reglas, monsieur Collison?
—Es mi regla —fue la respuesta.
El barón me habló entonces de otras pinturas que poseía, y no todas ellas miniaturas, ni mucho menos.
—¡Cómo me complacerá exhibir mis tesoros ante usted, mademoiselle Collison! —comentó.
Al cabo de una hora, mi padre soltó los pinceles. Ya bastaba para la mañana, anunció. Además, pensaba que el barón estaría harto de posar.
El barón se levantó y estiró, confesando que no le era habitual estar tanto tiempo quieto.
—¿Cuántas sesiones necesitará? —inquirió.
—Todavía no puedo decirlo —replicó mi padre.
—Bueno, pero insisto en que mademoiselle Collison esté con nosotros, para que me distraiga —advirtió.
—Muy bien —repliqué, tal vez con excesiva prisa—. Aquí estaré.
Se inclinó y nos dejó.
Miré a mi padre. Me pareció muy cansado.
—La luz es muy fuerte —comentó.
—Es la que necesitamos.
Estudié lo que había hecho. No era malo, pero distinguí algunas pinceladas poco seguras. Le dije:
—Le he estado estudiando con atención. Conozco bien su rostro. Estoy segura de que puedo trabajar a partir de lo que has hecho y de lo que he observado. Creo que debería comenzar in mediatamente. Lo mejor sería que me pusiera al trabajo tan pronto como se vaya, mientras tengo en mente claramente todos los detalles. Veremos cómo nos sale. No será fácil trabajar sin modelo a la vista.
Empecé mi retrato. Podía ver claramente su rostro y era casi como si estuviera sentado ahí, delante de mí. Disfrutaba trabajando. Tenía que lograr ese vislumbre de azul reflejado por su casaca en sus fríos ojos grises. Podía ver esos ojos…, animados por la pasión…, amor o poder, claro…, avidez…, sí, había mucha sensualidad en la boca… «Pirata —pensé—. Pirata del Norte». Se veía en su rostro. «¡Avante, Rollo!», subiendo por el Sena, pillando, incendiando, raptando mujeres…, sí, ciertamente, robando mujeres y apoderándose de la tierra, construyendo poderosos castillos y defendiéndolos contra quienes se atrevieran a atacarlos.
Creo que nunca había gozado tanto pintando a alguien como pintándolo a él. Sospechaba que era a causa del método inesperado de trabajo y porque el modelo me desagradaba profundamente. Ayuda mucho tener sentimientos fuertes respecto al modelo. Parecía como si insuflara vida a la pintura.
Mi padre me observaba mientras yo pintaba.
Por fin dejé el pincel.
—Padre —dije—, quiero que sea un gran éxito. Quiero engañarle, quiero que tenga el Collison de los Collison.
—Si es que logramos sacar esto adelante juntos —comentó mi padre con una expresión en el rostro que me dio deseos de tomarlo en brazos y mecerlo.
¡Qué tragedia ser un gran artista y no poder pintar!
Me sentía complacida con nuestro trabajo de la mañana.
—Después del déjeuner, que tomamos solos, porque Bertrand había tenido que ir a alguna parte con el barón y Nicole, sugerí a mi padre que se tomara un descanso. Parecía fatigado y yo sabía que el trabajo de la mañana había exigido demasiado esfuerzo de vista.
Lo acompañé a su cuarto, lo hice tumbarse en la cama y luego, llevándome un cuaderno de dibujo, como solía hacer, salí.
Me fui al foso y me senté al borde. Recordé como Bertrand y yo nos habíamos sentado allí, como habíamos charlado y encontrado la jornada tan agradable. Esperaba que nos siguiéramos viendo Era tan distinto del barón, bueno y afable. No podía entender que mujeres, Nicole por ejemplo, podían rebajarse con hombres como el barón. No lo encontraba atractivo, ni mucho menos. Desde luego, tenía poder y dicen que a muchas mujeres les resultaba Irresistible el poder. Personalmente, su arrogancia resultaba odiosa. Cuanto más veía al barón, más me gustaba Bertrand. Me parecía poseer todas las gracias. Era elegante, encantador y, sobre todo, amable y bondadoso, cualidades de la que carecía por completo el poderoso barón. La tarea de Bertrand había consistido en hacernos sentir cómodos a nuestra llegada y la cumplió con tanta perfección que en muy poco tiempo nos habíamos convertido en buenos amigos, y el instinto me decía que era muy probable que nuestra amistad se hiciese más profunda.
Mientras pensaba, dibujaba distraídamente, Y mi página se cubrió con los rasgos del barón. Era comprensible que llenara mi pensamiento, puesto que debía pintar su retrato de una manera nunca usada antes, suponía, en ninguna miniatura pintada.
Ahí estaba, en el centro de la hoja, un vikingo sanguinario, con su yelmo alado, destellos de concupiscencia en los ojos, aletas de la nariz abiertas, labios encorvados en una cruel Y triunfadora sonrisa. Casi podía oír su voz gritando. Escribí debajo:
«¡Avante Rollo!».
Alrededor de esa figura había otros bocetos de él, de perfil y de frente. Quería conocer ese rostro desde todos los ángulos y en todos los estados de ánimo. Tenía que imaginar los que no había visto.
Súbitamente oí una risa y, volviéndome con rapidez, lo vi. Estaba inclinado por encima de mi hombro. Avanzó la mano y me quitó la hoja con los dibujos.
Balbucí:
—No lo oí venir.
—La hierba es espesa, aquí, cerca del foso. Confieso que viéndola tan absorta, sentí curiosidad por ver lo que le interesaba tanto, y me acerqué cautelosamente.
Estaba examinando la hoja.
—Devuélvamela —le ordené.
—¡Oh no! Es mía. Mon Dieu, es usted una excelente artista, mademoiselle. ¡Avante, Rollo! Esto es magnífico.
Tendí la mano en gesto casi de súplica.
—Me siento como si me hubiesen desnudado —dijo en tono acusador, pero sus ojos habían perdido el destello acerado. Estaba divertido y complacido—. ¡Y pintar esto sin modelo! Es usted muy buena dibujante, mademoiselle. Siempre digo que la causa de que tantos artistas de hoy sean mediocres es porque nunca aprendieron a dibujar. ¿Cómo me conoce usted tan bien?
—No lo conozco a usted. Sólo algo su rostro. Pero esta mañana estuve con usted mientras posaba, ¿recuerda?
—Ya me fijé que no me quitaba de encima sus ojos como taladros. Mademoiselle Collison, usted debería pintar mi miniatura.
—Eso es cosa que ya hace mi padre —repuse—. Puede usted destruir esa hoja.
—¡Nunca! Los apuntes son demasiado buenos. La guardaré. Siempre me recordará a usted, mademoiselle. Ya poseo otra cosa que me recuerda a usted. La miniatura de que le hablé. Tiene que verla. No puedo esperar más a enseñársela.
Me tendió la mano para ayudarme a ponerme en pie.
—Mi padre está descansando —le informé—. Le aconsejé que lo hiciera.
—Claro, después de una mañana tan fatigosa… —dijo casi con travesura—. Ahora, usted y yo examinaremos las miniaturas, ¿no le parece? Me niego a esperar ni un momento más a enseñarle su doble.
Fui con él al castillo. Llevaba mi cuaderno de apuntes. Afortunadamente no había en él más que unas cuantas notas de árboles y el foso.
Me llevó a una parte del castillo donde no había estado antes.
—Esta ala fue restaurada a mediados del siglo dieciocho —explicó—. ¿No le parece elegante?
Lo era.
—Enteramente al estilo francés —comenté, y no pude evitar agregar—: Muy distinto del aspecto rudo de la arquitectura normanda.
—Exactamente —dijo—, pero sin antigüedad, Todavía no tiene cien años. ¡Tan moderno…! De todos modos, es un buen ejemplo arquitectónico. ¿Qué le parecen los muebles? Los hicieron Gourdin y Blanchard Garnier.
—Exquisitos —comenté.
—Venga…
Abrió una puerta y penetramos en una estancia pequeña, en cuyo techo estaba pintada una escena celestial. Los ángeles flotaban en un cielo de un azul delicado sembrado de estrellas doradas.
Los muros se hallaban cubiertos de paneles de madera y de ellos colgaban las miniaturas. Había una cincuentena, todas ellas exquisitas y de gran valor. Las había de todos los períodos, algunas del siglo catorce, sobre pergamino, metal, pizarra o madera, que eran los materiales empleados antaño.
—Son bellísimas —exclamé.
—Yo también las encuentro hermosas. La miniatura es una expresión artística delicada, más difícil de ejecutar, supongo, que una tela. El artista debe sentirse limitado. Hay que tener ojos muy agudos para un trabajo así.
Vaciló y el corazón parecía desbocárseme. Por un instante me dije que estaba enterado.
—Me hubiese gustado ser pintor, mademoiselle Collison —continuó—. Me atrae el arte. Lo entiendo. Puedo criticarlo, ver lo que está mal, hasta sentir como creo que hubiera debido hacerse, pero no sé pintar. Es una tragedia, ¿no le parece?
—Es usted un artista manqué —dije—. Sí, me parece triste. Es mejor nacer sin el deseo de pintar que tenerlo y no poder satisfacerlo.
—Sabía que lo entendería usted. Me falta la chispa divina. ¿Es eso? Puedo mezclar los colores. Tengo buen ojo para el color; pero desgraciadamente me falta el espíritu que da grandeza a un cuadro… Bueno: deje que le enseñe mi Mujer desconocida.
Me llevó hacia ella y me sobrecogí. Habría podido ser un retrato mío. El tono rojizo del abundante cabello que se escapaba de la redecilla con joyas que lo contenía, los ojos oscuros, la barbilla firme, todo hubiese podido ser mío. La Mujer desconocida aparecía vestida de terciopelo verde y el color del vestido ponía de relieve el asombroso color de su cabellera.
El barón descansó una mano en mi hombro.
—Ahí está. Ahora comprenderá lo que quería decir…
—¿Y es de veras un Collison?
Asintió con la cabeza.
—Nadie sabe de cuál. Ustedes nos fastidian con su manía de llamarse siempre K. Si hubiesen tenido distintas iniciales, nos hubieran ahorrado muchos dolores de cabeza.
No podía apartar mis ojos de la miniatura.
—¿Hace mucho que la posee?
—Desde que tengo memoria, siempre la he visto en la colección. Creo que uno de mis antepasados debió de estar en muy buenas relaciones con una de las de usted. Si no, ¿por qué hubiera deseado una miniatura de esa dama? Es una idea interesante, ¿no le parece?
—Pudo llegar a su posesión de alguna otra manera. Estoy segura de que no conoce la identidad de varias de las personas re tratadas en la colección. Y es una colección de la que puede estar orgulloso.
—Espero agregar dos más a ella, pronto.
—Pensé que la que mi padre está pintando era para su novia.
—Lo es. Pero vivirá aquí y nuestras dos miniaturas colgarán una al lado de la otra, en esta pared —explicó.
Y continuó:
—Espero que tendré el placer de enseñarle otros tesoros míos. Poseo algunos cuadros valiosos, además de los muebles. Es usted una artista, mademoiselle Collison…, afortunada mademoiselle Collison…, una artista de veras y no un artista manqué, como yo.
—Estoy segura de que es usted la última persona en el mundo que se apiada de sí misma. Por tanto, no espere que otros lo hagan por usted.
—¿Por qué no?
—Bueno: usted piensa que es la persona más importante no sólo en Normandía, sino en todo el país, ¿no es así?
—¿Así me ve usted?
—¡Oh, no! —dije—. Así es como se ve usted mismo. Gracias por enseñarme las miniaturas. Son muy interesantes. Me parece que es hora de regresar a mi cuarto. Debo vestirme para la cena.
*****
Los días que siguieron fueron los más excitantes de mi vida… hasta entonces. Había hecho dos descubrimientos que no pueden negarse: uno triste y el otro más exultante de lo que esperaba. Mi padre no podría volver a pintar miniaturas. Veía claramente que le había abandonado la seguridad de sus pinceladas. Poner el pincel fuera de lugar, aunque fuese por la mínima fracción de una pulgada, en un espacio tan pequeño como la miniatura, cambiaba por completo los rasgos. Podría, por un tiempo, pintar en telas grandes, pero eso también se acabaría. El otro descubrimiento fue que yo era digna, como pintora, del nombre Collison. Podía trazar mis iniciales en mis miniaturas y nadie pondría en duda el hecho de que habían sido hechas por un gran artista.
Estaba impaciente, todas las mañanas, por ponerme al trabajo. No sé cómo logré permanecer sentada, durante las sesiones de pose, mientras mi padre trabajaba y el barón seguía sentado con una sonrisa más bien enigmática, conversando animadamente conmigo y a veces dejándose caer en lo que parecía un silencio melancólico.
Al terminar, corría al cajón donde guardaba mi obra y comenzaba a pintar. La cara se iba formando entre mis dedos. Se reía, se burlaba de mí, era cruel… y divertida, sugería poder e implacabilidad. Había capturado y encerrado a aquel hombre en mi miniatura. Sabía que haber reunido todo esto en tan breve superficie era un éxito.
Mi padre se impresionó al mirarla y dijo que nunca había visto nada mío —ni suyo— que la igualara.
Empecé a pensar que ese modo de trabajar era tal vez más satisfactorio que las poses convencionales. Conocía al modelo. Casi podía seguir sus pensamientos. Mi interés era tan intenso que me descubría a mí misma mirándole fijamente durante las comidas o donde fuera que estuviéramos en presencia el uno del otro. Varias veces me encontró mirándole así y me dirigía, entonces, una de sus enigmáticas sonrisas.
¡Qué días más extraños! Me parecía que había dejado la vida conocida para entrar en un mundo nuevo. Los Farringdon, los Meadows, los Camborne estaban lejos, casi en otro planeta.
Desde luego, eso no podía durar: Creo que acaso su fascinación se debía al hecho de que era inevitablemente transitorio.
Me marcharía. Olvidaría al barón, que me había obsesionado durante todos esos días, pero en cierto modo el tiempo pasado aquí quedaría aprisionado en la miniatura.
Además; estaba Bertrand de Mortemer. Nuestra amistad avanzaba con inusitada rapidez. Me embargaba la alegría cuando estaba con él. Cabalgábamos juntos a menudo. Me describía las propiedaDesde su familia, situadas al sur de París.
—La casa no es grandiosa, no se parece a Centeville —explicaba—. Pero es agradable, cerca del Loira y de todos esos hermosos castillos que le hacen a uno sentirse orgulloso cada vez que los mira.
—Me gustaría verlos.
—Son mucho más bellos que esta desnuda fortaleza normanda. Fueron construidos para vivir en ellos, para fiestas, banquetes, comidas en el césped, desfiles por el río…, para disfrutar de la vida y no para luchar, que es para lo que levantaron este castillo de piedra gris. ¡Me siento tan distinto de como soy, cuando estoy en Centeville!
—¿Viene usted aquí a menudo?
—Siempre que me llaman.
—¿Quiere decir, cuando lo llama el barón?
—¿Quién si no? Su padre era el jefe de la familia y Rollo ha heredado la corona.
—Pero supongo que podría usted escapar del yugo.
—Rollo se enojaría, si lo hiciese.
—¿A quién le importa Rollo… fuera del recinto de Centeville?
—Sabe mostrar su desagrado de manera que puede ser muy inconveniente.
—¿Importa esto mucho?
—En general, expresa su enojo de una manera práctica.
Me estremecí.
—Hablemos de cosas más agradables. ¿Cómo marcha la miniatura?
—Creo que muy bien.
—¿Está satisfecho su padre?
—Mucho.
—Supongo que la veremos pronto. ¿Qué dice Rollo de ella?
—No la ha visto todavía.
—Me imaginé que habría pedido verla.
—No ejerce el mismo poder sobre los artistas visitantes que en su círculo familiar, ¿sabe usted?
Se rió y se puso inmediatamente serio.
—Kate —dijo (llevaba ya unos días usando mi nombre de pila)—. Cuando terminen, se marcharán ustedes…
—Si aprueban nuestro trabajo, iremos a París a retratar a la princesa.
—Pero se irán de aquí…
—¿Y usted?
—Ya me dirá lo que debo hacer. Siempre hay algo. Cuando Rollo me pide que venga, es por alguna razón. Todavía no me la ha explicado, esta vez.
—¿No puede preguntárselo?
—No ha dicho que haya nada concreto por hacer. Es una mera suposición que cuando me invita es porque me pedirá…, mejor dicho, me dirá que haga algo.
—Cuanto más conozco al poderoso Rollo, más me desagrada. —Hice con los labios una mueca de desprecio. Pensaba en el sentimiento de avidez que pondría en sus ojos, gris frío con un destello azul, reflejo de la casaca que llevaba.
—No le interesa agradar. Quiere que lo teman.
—Gracias a Dios que estoy fuera de la esfera de su influencia. Si no le agrada mi…, el trabajo de mi padre, nos encogeremos de hombros y nos marcharemos, llevándonos la miniatura…, sin el magnífico marco de diamantes y zafiros, desde luego, y tal vez la pongamos a la venta en alguna joyería de Londres. Sería divertido llamarla Retrato de un desconocido.
—Sí, ya veo que no la impresiona en absoluto. Y él también lo ve. Todos se impresionan…, menos Nicole. Tal vez por esto la aprecia.
—¿Cómo puede apreciarla si va a casarse con otra mujer? Me maravilla que Nicole se quede aquí. ¿Por qué no le dice que se case de una vez y se va?
—Así es como son las cosas, en ciertos círculos. Nadie piensa mal de Nicole porque sea la amante de Rollo.
—Supongo que si fuera la amante de un cochero sería distinto.
—Pues claro que sí.
Me eché a reír. Ambos reímos, divertidos por lo incongruente de la situación.
Paseamos del brazo por el jardín.
—Las cosas son distintas en Francia que en Inglaterra —explicó Bertrand—. Somos más formales, acaso, pero más realistas.
—Más formales, seguro que sí. Supongo que el hecho de que Nicole esté aquí, en estas circunstancias, es realista, puesto que así sucede. Pero me parece que es… ¿cómo le diría?, cínico.
—Sí, tal vez sí.
—El barón —continué— es un cínico. Cree que esta situación es perfectamente normal… para un barón. «Ya no quiero tener a esta mujer», dice. «Ya no quiero tener a esta mujer. Es hora de casarme. Voy a hacer un matrimonio apropiado. Adiós, Nicole. Bien venida, princesa, a Centeville». Supongo que es bienvenida porque es una princesa.
—Indudablemente.
—¿Usted lo acepta con toda calma?
—Lo acepto porque no puedo hacer otra cosa. Además, no es asunto mío.
—Usted no es así, Bertrand, ¿verdad que no?
Me miró firmemente.
—No —repuso—. Soy romántico y creo que usted y yo, Kate, nos parecemos mucho en ciertas cosas.
Me atrajo hacia él y me besó. Me sentí muy feliz.
*****
Vinieron invitados al castillo. Gente refinada de París. Cenábamos en la gran sala. Ya no había más cenas íntimas. Había música, baile y se jugaba mucho. Bertrand siempre se me acercaba, durante estas fiestas, y conversábamos. Nuestra amistad maduraba. Lo buscaba con los ojos apenas nos reuníamos para cenar. Seguía siendo bueno y afable. Mi padre se retiraba temprano esas noches de fiesta. Veía menos ahora que cuando llegamos a Francia.
El barón apenas si se fijaba en mí cuando se ocupaba de sus invitados, pero yo continuaba observándolo. Mi mente parecía dividida entre él y Bertrand. Se hacía más y más evidente el contraste entre ellos. Pensaba en ellos como la belleza y la bestia.
Nicole actuaba de anfitriona, lo cual no deja todavía de sorprenderme. Todos la aceptaban como la señora del castillo.
—Es algo así como la amante del rey —me explicó Bertrand—, que solía ser la persona más importante de Francia.
A menudo los invitados me hablaban de mi padre. Esos amigos del barón eran como él, muy cultos y muy interesados por el arte. Como hija de mi padre, me mostraban cierto respeto.
Bertrand me dijo una vez:
—En mi casa vivimos de otro modo. Con más sencillez. Quiero que conozca a mi madre y a mi hermana. Estoy seguro de que le gustarán.
Pensé que esto era casi una propuesta de matrimonio.
En otra ocasión dijo:
—En nuestro pequeño castillo hay una estancia que sería apropiada para taller de pintura. Tiene mucha luz y se podría abrir otra ventana.
Sentía cada día mayor afecto por él y me encontraba feliz y tranquila en su compañía. En cierto modo, estaba enamorada de él, pero no me hallaba completamente segura de la intensidad de mis sentimientos, porque era difícil dirigirlos lejos del barón y la miniatura. Cuando hubiese acabado con el retrato, me dije, sería posible discernir mejor mis sentimientos verdaderos. Por el momento —y esto era natural— estaba obsesionada por mi labor, hasta el punto de que a veces Bertrand quedaba excluido.
Se acercaba el final. La miniatura estaba casi acabada.
Me deleitaba. Casi me sabía mal que se terminara. Dejaría un vacío en mi vida.
Una tarde, mientras el castillo estaba en silencio, mi padre descansaba y parecía que todos hubiesen salido, fui a mi cuarto para contemplar una vez más la miniatura y tal vez para darle unos toques finales, si me parecía que los necesitaba.
Abrí la puerta. Alguien estaba delante de mi cómoda. Era el barón, que tenía en la mano la miniatura.
Lancé una exclamación.
—¿Qué hace usted aquí?
Se volvió y me miró de frente. Le brillaban los ojos.
—Es soberbia —afirmó.
—Debió usted aguardar a…
Me miraba con ojos astutos.
—No es la primera vez que la he visto —dijo—. He vigilado cómo iba avanzando. Ningún rincón de mi castillo me está vedado, mademoiselle Collison.
Volvió a examinar la miniatura.
—No puedo dejar de mirarla. Cada vez veo en ella algo nuevo. Es genial.
Dejó la miniatura sobre la cómoda con un gesto que sólo puedo llamar de reverencia.
—Me alegra que le guste.
Luego se volvió hacia mí y, con gran alarma mía, me puso las manos en los hombros.
—El hombre de la miniatura es cruel…, ambicioso…, cínico…, lúbrico. Todo está ahí. Pero hay una cosa que no es: tonto. ¿Está usted de acuerdo, mademoiselle?
—Desde luego.
—Entonces, no siga creyendo que me engañó un solo instante. Desde la primera mañana me di cuenta de lo que sucedía. ¿Qué ocurre? ¿La vista de su padre? ¿O le tiemblan las manos? Fue un gran artista. Veo claro por qué vino usted con él. «Siempre viajo con mi padre —dijo, imitándome—. Pero no estuve en la corte de Baviera. No estuve en Italia con él. Sólo vengo siempre a Centeville». Querida mademoiselle, no me gusta que traten de engañarme, pero estoy dispuesto a perdonarle mucho a un gran artista.
—Tiene razón —le repliqué—. Es obra mía. Y ahora empezará a encontrarle defectos y dirá que una mujer no puede pintar como un hombre y que, si bien esta miniatura es pasable, no vale el precio fijado…
—¿No está usted algo histérica, mademoiselle Collison?
—Nunca estoy histérica.
—Tanto mejor. Esto restaura mi confianza en los ingleses. Siempre he oído decir que en una crisis se muestran muy flemáticos. Ahora trata de engañarse usted a sí misma, como trató de engañarme a mí. Admiro su sexo. Hay muchas cosas que las mujeres hacen… divinamente. ¿Dónde estaríamos sin su sexo? Y no veo razón para que a una mujer no se le dé tanto crédito por sus pinturas como por los otros dones con que nos conforta y nos alegra la existencia.
—Entonces, ¿acepta usted la miniatura?
—Mademoiselle Collison, no me separaría por nada en el mundo de esta miniatura.
—Creí que debía ofrecérsela a su novia.
—Para que la traiga y la coloquemos en mi castillo. La pondré al lado de la dama de ojos castaño y pelo oscuro, que era una desconocida para mí y ya no lo es. Mademoiselle, soy, como usted dijo, un artista manqué, pero sé distinguir lo bueno de lo mediocre, en arte. Déjeme decirle que es usted una gran artista.
Los ojos se me arrasaron de lágrimas y me avergoncé. Lo que menos quería, delante de ese hombre, era mostrar cualquier emoción.
—Me alegra… que le interese la miniatura —balbucí.
—Siéntese —ordenó— y dígame qué le ocurre a su padre.
—Es la vista. Se le forma una catarata.
—¡Eso sí que es una tragedia! —dijo con verdadero sentimiento—. Por esto vino usted, para hacer su trabajo, ¿no?
—Sabía que podía hacerlo y que la miniatura valdría su precio.
—Y lo vale. Pero ¿por qué no me lo explicó? ¿Por qué jugar este juego ridículo?
—Porque nunca hubiese usted aceptado a una mujer para pintar su retrato. Habría pensado que, a causa de mi sexo, no podía ser tan buena como un hombre.
—Pero lo supe desde el comienzo y creo que estaré tan orgulloso de esta miniatura como de cualquier otra de mi colección.
—Usted…, usted es más culto que la mayoría de la gente.
—¡Bravo! Por fin encontré favor en sus ojos. Esos apuntes que hizo de mí son excelentes. Tal vez algún día pinte usted mi retrato de cuerpo entero. Me gustó mucho el casco alado. Hecho con ironía, ¿eh? ¿Cuántos apuntes tiene de mí, mademoiselle Collison?
—Quería tener tantos aspectos de su rostro como pudiera para fundirlos en uno. No quería perder ni un rasgo.
—Ahora habla mi gran artista.
Volvió a tomar en la mano la miniatura.
—No es exactamente un rostro hermoso, ¿verdead? Ni exactamente bondadoso. Hay crueldad en él y todas esas características desagradables que, ¡ay de mí!, ha descubierto usted.
—Es un retrato de usted, barón, y no de príncipe azul.
Como esta miniatura tiene que ir a mi novia, creo que la llamaré El amante diabólico. ¿Le parece apropiado?
—Tal vez —dije tan fríamente como pude—. Usted es el más indicado para decidirlo.
Me estaba sonrojando. El barón me conocía demasiado; mientras yo lo observaba, él no había dejado de hacer lo mismo conmigo.
—Y ahora —preguntó— ¿qué va usted a hacer?
—Retrataré a su princesa, si usted quiere.
—¿Y después?
—Regresaremos a Inglaterra.
—¿Y luego? Su padre no puede continuar trabajando, ¿verdad?
—Todavía puede hacer algo. Sólo es incapaz de hacer el trabajo minúsculo y detallado.
—Tengo un plan. Voy a mostrar ala miniatura. Todos quieren verla. Casi no hablan de otra cosa. Daré un baile y la expondré. El joyero ya está trabajando en el marco. Será magnífica, enmarcada en oro y rodeada por piedras preciosas. Luego…. Explicaré la verdad. Contaré la patética historia de la ceguera que amenaza a su padre y diré que en su hija tenemos a una artista digna de ocupar su lugar entre los Collison.
—¿Por qué lo hará?
—¿Por qué? Vamos, mademoiselle Collison. ¿No se da cuenta? Mis invitados son ricos. Muchos de ellos desearán tener una miniatura de Kate Collison. Estoy de acuerdo que pudo haber prejuicio contra su sexo, pero su engaño… aunque no me engañó…, ha tenido éxito.
—¿Haría usted esto… por nosotros? —dije.
Me sonrió burlón.
—Lo haré por una gran artista —repuso.
No quise quedarme allí más tiempo, con la luz sobre mi cara. No quise que se diera cuenta de lo ansiosa que me había sentido y de lo feliz que me sentía. Que esto se debiera a él era irónico y difícil de aceptar.
—Muchas gracias —murmuré.
Y volviéndome, salí lentamente del cuarto. No intentó detenerme. Se quedó quieto y sentí que me seguía con la mirada.
*****
Cuando vi la miniatura ya colocada en su marco de orfebrería, sentí que era el momento de mayor triunfo de mi vida. Mi padre estaba contento de que el engaño hubiese terminado y que el barón, en vez de enojarse, se sintiera satisfecho y dispuesto a proclamarme la autora de la miniatura en uno de los bailes del castillo.
El barón había hablado con mi padre, mostrando conmiseración por su aflicción y lo felicitó por haber pasado su genio a su hija. Mi padre era feliz por primera vez desde que descubrió que se estaba quedando ciego, y se me ocurrió que esta dicha se la debía a ese mismo barón al que yo detestaba tan profundamente.
Éste parecía complacerse, ahora, en arreglar nuestros asuntos.
Cuando dejáramos Centeville, yo iría a París y mi padre regresaría a casa. Ya no era necesario el engaño. Desde ahora —con todo y ser mujer— me aceptarían como gran artista y me respetarían igual que respetaban a mi padre y a nuestros antepasados. Él se encargaría de todo esto.
—Creo que en el fondo, sin darme cuenta, esperaba que las cosas se arreglarían así —dijo mi padre una vez que estuvimos solos—. Ahora ya no me importa tanto perder la vista. Tú seguirás con la tradición y no te perjudicará ser mujer. Creo que he cumplido con mi deber. Es muy bueno, de parte del barón, dar esta fiesta o lo que sea, para presentarte. Es tan poderoso que su palabra pesará mucho.
Bertrand me miraba con cierta reverencia.
—Es más maravillosa que antes —me decía—. Supongo que deberé hablarle con más respeto.
—Debe ser como siempre. Puedo decirle con sinceridad que fue usted quien me hizo sentir cómoda cuando vine a trabajar. Y esto es indispensable para realizar una obra que sea buena.
—Entonces ¿nada ha cambiado entre nosotros?
—¿Qué podría cambiar? —pregunté, y él me apretó tiernamente la mano.
Nicole vino a felicitarme.
—La miniatura es muy hermosa —me dijo—. Es un maravilloso trabajo. El barón está encantado.
—Así me lo ha afirmado.
—Y quiere lanzarla, como dice él. Detesta la idea de que su sexo podría impedirle ser famosa.
—Me sorprendió, realmente, que esté dispuesto a tomarse tantas molestias —repuse—. Supongo que una no debería…
Me sonrió.
—… Juzgar a nuestros semejantes —terminó la frase por mí—. No, no deberíamos hacerlo, hasta conocer todas las circunstancias, y es muy raro que una persona lo conozca todo acerca de otra. Y ahora hablemos del gran evento. Rollo me ha encargado de prepararlo. Anunciará que usted es la autora y que se marcha a París. Probablemente se encontrará usted con que una o dos personas le pedirán cita para que comience sus retratos.
—Es una gran oportunidad, desde luego. Mi padre…
—No tiene que preocuparse por su padre. Si siente ansiedad por él, el barón enviará a alguien que lo acompañe a Inglaterra y lo cuide durante el viaje.
—¿Lo hará?
—Claro que sí.
—Estoy abrumada con todas esas bondades.
—Cuando el barón se pone en acción, es más bien abrumador. ¿Qué piensa ponerse para la fiesta?
—No sé…, no tengo muchos vestidos aquí, y nada, desde luego, que pueda competir con las elegantes damas francesas. Supongo que deberé contentarme con mi vestido de terciopelo verde.
—Le sienta muy bien. ¿Permitirá que mi doncella venga a peinarla?
—Es usted muy amable. Mi cabello siempre está desordenado.
—Tiene usted una cabellera preciosa y merece que la cuiden. Me sonrió serenamente. No podía evitar que Nicole me agradara. Me hubiese gustado hablarle y preguntarle qué sentía sobre su extraordinaria situación. Ahí estaba, como la dueña de la casa, aceptada por tal, mientras que su amante no ocultaba el hecho de que pronto iba a casarse con otra.
Llegó el gran día. Estaba muy emocionada y lo mismo mi padre. La doncella de Nicole hizo milagros con mi cabello. Me trajo una peineta con piedras verdes, del color de mi vestido, y cuando la vi fijada en mi peinado, pensé que me había convertido en otra persona, digna de mezclarse con las acicaladas invitadas del castillo. Pero tal vez este sentimiento cambiaría cuando me encontrara entre ellas, como solía ocurrirme hasta en la mansión de los Farringdon. Mi apariencia parecía sufrir un gran cambio en el camino entre el espejo de mi habitación y los ojos de los invitados. No tuve apenas tiempo de pensar, sin embargo, en mi apariencia. Todos admiraban la miniatura y comentaban su excelencia, a medida que iban descubriendo nuevos aspectos de la misma que llamaban su atención.
El barón me tomó de la mano y me condujo a un estrado. Subimos un par de escalones y allí me encontré con él a un lado y mi padre al otro.
Entonces explicó la aflicción de mi padre y el hecho de que yo era la autora de la miniatura. Nadie parecía dudar de que fuese una gran artista. Yo, tan joven… y con tanto talento. Estaba seguro de que antes de alcanzar el término de mi vida llegaría a ser el más grande de todos los Collison.
La gente se acercó para felicitarme. Hube de comprometerme allí mismo a que tan pronto como estuviera libre acudiría a casa de madame Dupont para pintar a sus dos hijas. Era un encargo formal. Un monsieur Villefranche me hizo prometer que pintaría a su esposa.
Era un triunfo con el que ni mi padre ni yo pudimos jamás soñar.
El barón sonreía con un ligero aire de propietario. Estaba evidentemente complacido con la reacción de sus invitados.
Cuando la orquesta comenzó a tocar un vals, me tomó y me arrastró al centro del salón.
—¿Baila usted tan bien como pinta, mademoiselle Collison? —preguntó.
Sonreía. Ése era un aspecto nuevo de aquel personaje enigmático. Estaba realmente satisfecho con mi éxito. No lo hubiera creído capaz de sentir placer por los triunfos ajenos, pero supuse que, como amante de las artes, estaba encantado con la miniatura y también por haber descubierto el engaño desde su comienzo.
Traté de seguir sus pasos, pero bailaba de modo caprichoso. Me levantaba, separando mis pies del suelo, de modo que a veces sentía como si volara.
—Una velada triunfante, ¿verdad? —Dijo—. El comienzo de una gran carrera. Le deseo buena suerte.
—Tengo que agradecérselo a usted —contesté.
—Por fin somos amigos. ¿No es eso encantador?
Le dije que lo era.
El baile terminó. Me soltó y al cabo de poco lo vi bailar con Nicole.
Muchos buscaron mi compañía, aquella noche de triunfo, y yo era bastante joven e inexperta para gozar cada instante. Por mi gusto, se acabó demasiado pronto.
*****
El día siguiente no podía ser más decepcionante. Al otro día mi padre y yo saldríamos de Centeville. Mi padre, para regresar a casa. El barón había insistido en que uno de sus hombres me acompañara. A mí me llevarían a la mansión de la princesa, donde empezaría su miniatura. Luego podría decidir cuándo quería ejecutar los varios encargos que me ofrecieron, y desde entonces planear mi propia vida.
Pasé la mañana haciendo el equipaje y luego di una vuelta por el jardín. Se me unió Bertrand, que me informó que el barón había salido a cabalgar con Nicole y creía que estaría fuera hasta el anochecer. A su vuelta, quería hablar con Bertrand, agregó éste.
—Ahora viene el momento —dijo—. Me va a dar sus órdenes. Creo que esperó a que estuviera terminada la miniatura para hacerlo.
—Tal vez sólo quiere despedirse. Se marcha usted pronto, ¿no?
—Espero ir a París con usted y su padre.
—Esto nos agradará mucho.
—Tengo entendido que alguien acompañará al señor Collison a Inglaterra.
—Así me lo han dicho.
—Entonces no tendrá nada que la preocupe. ¿Qué efecto le hace pintar a la princesa?
—¿Quiere decir si me siento nerviosa? La respuesta es negativa. No podría estar nerviosa, después de todo lo que me ha sucedido. El barón ha hecho realmente mucho por mí.
Bertrand asintió.
—Nos veremos cuando esté en París.
—Me agradará.
—No pensó que la dejaría desaparecer, ¿verdad? Me miró con seriedad.
—Kate, cuando termine este encargo, debe venir a pasar unos días con mi madre. Quiere conocerla.
—Me sentiré muy halagada.
—Kate…
Vaciló.
—Hay algo que quiero decirle.
—Le escucho.
—Pues…, bueno…
Hizo una pausa.
—Creo que oigo gente que llega. Tal vez Rollo ya regresa. Probablemente querrá verme. Debe haber cambiado sus planes… Me pregunto qué orden me dará. ¿Podremos hablar después?
—Bueno…, después.
—Au revoir, Kate.
Me sonreía de manera más bien desorientada. Adiviné lo que pensaba decirme. Sin duda quería casarse conmigo. Me complació esta perspectiva. Pero no me sentía segura. Había estado viviendo en circunstancias completamente extrañas, diferentes a cuanto conocí hasta entonces. Era comprensible que me afectaran hasta el punto de que no pudiera juzgar serenamente. Había conocido a Bertrand poco tiempo, pero me sentiría desolada si tuviera que despedirme de él definitivamente, para no volver a verlo.
Y sin embargo… Estaba confusa. Me alegré de que el barón hubiese decidido regresar antes de lo previsto, aplazando así, aunque sólo fuese por un rato, el momento de mi decisión.
*****
Debió ser una hora más tarde cuando Bertrand entró en mi habitación. Era un hombre distinto del que yo conocía; Tenía el rostro congestionado y enrojecido el blanco de los ojos.
Le temblaban los labios con rabia incontrolada.
—¡Bertrand! —exclamé—. ¿Qué ha sucedido?
Una vez en el cuarto, cerró la puerta.
—Me marcho del castillo… inmediatamente.
—¿Cuándo? ¿Por qué?
—Ahora mismo. Vine a decírselo. No me quedo ni un minuto más.
—¿Se ha peleado con el barón?
—¿Peleado? —repuso—. Nunca más le hablaré. Es un demonio… Es peor de lo que creía…, y Dios sabe que lo creía muy malo. De veras que es un demonio. Lo odio. Y él me odia. ¿No sabe usted lo que quiere que haga?
—No, claro que no —repuse, desorientada.
—Que me case. Que me case con Nicole —explicó entre dientes.
—¿Cómo?
—Quiere que ella quede en buena posición… y me ha ordenado que haga de ella una mujer respetable.
—¡No es posible!
—Pues sí. Esto es lo que acaba de decirme.
—¿Cómo puede sugerir algo así?
—Acaba de hacerlo, le digo.
—¿Y Nicole?
—Dudo que esté enterada. Así es como van las cosas con él. Hace la ley y otros la cumplen.
—Pero cómo pudo ocurrírsele algo así… ¿Qué le dijo?
—Me dijo que ahora que va a casarse quería encontrar un marido para Nicole y que creía que yo sería un buen esposo para ella. Establecería una renta para ella y otra para mí, y así yo sería mucho más rico que ahora. Lo dejé hablar y luego le grité. Le dije que nunca me casaría con su amante desechada…
—Ha de reconocer que…
—No reconoce nada. Me dijo que yo era un idiota, que rechazaba un buen ofrecimiento, que él quería que me casara con Nicole y que esto debía bastarme. Que si aceptaba, pondría las mejores oportunidades a mi alcance… Me protegería generosamente… Yo seguía gritándole que no me casaría con una amante que él ya no deseaba. Le dije que tenía mis propios planes matrimoniales.
—¿Le dijo usted esto?
—Sí. No me creyó. Luego le dije: Me gusta Kate y creo que yo le gusto a ella.
—¿Y qué dijo al oír esto?
—Se quedó unos momentos sin palabras. Luego se rió de mí. Dijo: «Tonterías. Nunca te aceptará. En todo caso, yo consideraría inadecuado ese matrimonio». Perdí la paciencia. Recordé todas las veces en que nosotros…, mi familia, tuvo que hacer lo que él quería. Esto era la última gota. Seguí gritándole que me ofrecía su amante repudiada y que nunca me casaría con ella. Luego me fui a mí cuarto y comencé a hacer el equipaje.
—¿No debería aguardar hasta mañana?
—¿Quedarme bajo su techo? Hay una hostería no lejos de aquí. Pasaré la noche allí y por la mañana la esperaré a usted y viajaremos juntos a París.
—¡Oh, Bertrand! —le dije—. Lo siento mucho.
—Tenía que hacerle frente alguna vez. Llega un momento en que ya no se puede seguir callando. Usted me dio valor. No puede causarme ningún daño. Puede intentar empobrecernos, eso sí. Pero no importa ahora. Puedo arreglármelas sin él. Kate, en cierta manera me siento aliviado. Me siento libre. ¿Cree que obré bien?
—Claro que sí. Absolutamente.
—¿No cree que fue una repugnante sugestión, la suya?
—Despreciable.
Me tomó las manos y las besó.
—Kate —dijo—. ¿Querrá usted casarse conmigo, cuando hayamos tenido tiempo de arreglarlo todo?
—Sí —repuse. Y repetí—: Sí.
Finalmente, me soltó las manos.
—Dentro de un cuarto de hora habré salido de este castillo —anunció—. La veré en el tren de París. Y se fue.
Me quedé asombrada por lo que Bertrand me había contado y me reproché haber pensado que simpatizaba algo con el barón por lo que hizo por mí. Era cruel, cínico, sin principios.
Durante la cena, una o dos personas preguntaron dónde estaba Bertrand, y el barón repuso que había tenido que marcharse inesperadamente a París.
Me sentía completamente desconcertada por cuanto había sucedido. En breve tiempo no sólo había sido aceptada como artista de reputación, sino que además me había prometido en matrimonio. Ojalá no me sintiera tan inquieta. ¿No me habría precipitado a aceptar la propuesta de Bertrand debido a la despreciable conducta del barón? El pobre Bertrand estaba tan desesperado… Quise consolarlo lo mejor que pude. Ahora me parecía que el barón cambiaba el curso de mi vida aun sin quererlo ni saberlo, simplemente existiendo, con su presencia maligna.
Me gustaba Bertrand. Desde luego que sí. Me gustaba lo que sabía de él, pero ¿lo conocía bastante?
Deseé no haberme mostrado tan impulsiva. Me complacía que nuestra relación no hubiese terminado, pero acaso avanzaba demasiado de prisa…
Quería poder dejar de pensar en el barón. Parecía tan extraño que quien había hecho tanto por mí se hubiese podido conducir como lo hizo con Bertrand.
Era una suerte que tuviera que marcharme del castillo. Cuando me quitara al barón de la mente, me daría cuenta de que la vida me ofrecía un futuro maravilloso.
Debía recibirlo con ambas manos y sentirme agradecida por él.