El demonio

Llegué puntualmente a Ruán; allí debía cambiar a una línea local que me llevaría a Centeville.

Cuando me apeé del tren, me salió al encuentro un lacayo con la librea de Centeville.

—Supongo que es usted mademoiselle Collison.

—Así es.

—Ha habido problemas en la línea local y ya no habrá trenes esta noche. Me han mandado del castillo para que la lleve allí. ¿Trae usted el retrato?

Le dije que sí.

—Está bien. Si quiere seguirme, la conduciré al coche.

Cuando subí al vehículo, me pregunté si alguna vez dejaría de sentir la especie de temor que me asaltaba en cuanto entraba en un carruaje.

Era absurda ahora esa alarma. Iba camino de Centeville, y como no había trenes aquella noche, debía agradecerles que me hubiesen enviado un coche.

Pasamos rápidamente por las calles de la ciudad y llegamos pronto a campo abierto. Empezaba a oscurecer.

—¿Está lejos el castillo? —pregunté.

—Un poco, mademoiselle. Llegaremos en algo más de una hora. Los caminos no son muy buenos, a causa de la lluvia que ha caído últimamente.

—¿Hay accidentes a menudo en la línea de ferrocarril?

—En la local, de vez en cuando. No es como la línea principal, la de París.

—No, claro…

Llevaríamos una media hora cuando el coche se detuvo con una sacudida. El cochero bajó y examinó el vehículo. Miré por la ventanilla, pero no pude ver casi nada. Más tarde habría luna menguante, pero todavía no aparecía, y no estaba bastante oscuro para ver las estrellas.

El cochero se acercó a la ventanilla con cara desolada.

—Nos hemos metido en un hoyo. No me gusta el aspecto de la rueda.

—¿Dónde estamos?

—Conozco el lugar. A unas cinco millas del castillo.

—Cinco millas… No es mucho.

—Hay un bosque aquí cerca. Y un pabellón de caza, además. Estará usted bien. Puede esperar allí, mientras busco al carrero.

—Entonces estamos cerca de una aldea, ¿no?

—No muy lejos, Conozco estos parajes como la palma de la mano. No hay motivo de inquietarse.

«Otro problema —pensé—. Y en otro coche. Parece que los coches y yo no nos entendemos…».

—Si quiere apearse, mademoiselle, la llevaré al pabellón. Luego enviaré un mensaje al castillo. Creo que lo mejor será que manden otro coche. Sí, eso será lo mejor. ¿Quiere apoyarse en mi mano, mademoiselle?

Me ayudó a bajar. Tomé a miniatura, pues no quería perderla de vista. Atravesamos el camino y divisé el bosque de que había hablado, y el pabellón entre los árboles. Vi luz en una de las ventanas.

El cochero llamó a la puerta, que se abrió y dejó ver a una mujer regordeta que sostenía una vela.

—¡Mon Dieu! —exclamó—. ¿Eres tú, Jacques Petit?

—Sí, Marthe, es sólo el viejo Jacques. Traigo a la señorita artista. Hemos tenido un contratiempo con el coche. No me fío de la rueda y no me atrevo a continuar. Quería llamar al carrero, pero creo que es mejor dejarlo para la mañana. Sí te cuidas de la señorita, tomaré uno de los caballos y avisaré al castillo. De ahí podrán venir por ella.

—Bueno; pues hazla entrar, no estés ahí pasmado. ¿Qué pensará de nosotros?

Era una mujer de aspecto tranquilizador, con anchas caderas y abundante pecho, vestida de negro con pedazos de azabache brillando en el corpiño, Tenía el cabello gris recogido en un grueso moño en la nuca.

—Venga, venga —exclamó—. Dios mío, ese Jacques Petit, que ni siquiera inspeccionó las ruedas antes de ponerse en camino. No es la primera vez que sucede esto, se lo aseguro. ¿Tiene usted frío?

—No, estoy bien; gracias.

Había sobre el fogón una cazuela, en la que hervía algo de olor sabroso.

—Póngase cómoda. Tardará por lo menos una hora en llegar al castillo. Y luego tendrá que ocuparse en mandar otro coche.

—Fue una suerte que nos ocurriese aquí…

—Sí, buena suerte fue. Iba a comer algo. ¿Quiere acompañarme? Me llamo Marthe Bouret. Me encargo desde hace años de este pabellón. No lo usan mucho, ahora, pero en otros tiempos cazaban a menudo desde aquí. Recuerdo al viejo barón cuando venía… Pero hoy… está cerca del castillo y no quieren pasar la noche aquí, cuando tienen sus camas a sólo unas cinco millas. El barón venía cuando era más joven. Le gustaba. Le gustaba traer a sus jóvenes amigos. ¡Cómo recuerdo aquellos días!… Me temo que no puedo ofrecerle mucho. Sólo el pot au feu.

Señaló hacia el fogón con un gesto de la cabeza.

—Si hubiese sabido que tendría visitas… Pero hay pan y buen queso y una botella de vino. Es vino del castillo. Se lo recomiendo.

—Muchas gracias —le dije—. Es usted muy amable.

—Bueno: pasará un buen rato antes de que pueda usted comer algo en el castillo. Voy a poner el mantel.

—¿Vive usted aquí sola?

—Ahora estoy sola. Me encargo de limpiar el pabellón y de tenerlo todo en orden. Ahora estamos en mi vivienda. Está a un lado del pabellón. Vienen unas chicas para ayudarme…

—Bueno, pues…

—¿Es el retrato? —inquirió, señalándolo.

—Sí.

—Mejor que lo guarde donde no pueda dañarse. Me han dicho que el barón está impaciente por verlo.

—Por eso lo traje yo misma. Y estoy impaciente por ver qué le parece.

—Lo pondré aquí, en esa mesa. No fuera a caerle un poco de salsa… Tendría usted que volver a empezar.

—Está bien envuelto —le dije.

—¿Quiere quitarse la capa o prefiere llevarla puesta?

—Gracias. Me la quitaré. Hace calor.

Tomó la capa y la colgó dentro de un armario. Luego abrió un cajón y sacó un mantel que puso encima de la mesa. Comenzaba a sentir apetito y del fogón llegaba un buen olorcillo. Llevó unos platos al lado de la cazuela y los llenó.

En un ángulo del cuarto había un mueble pequeño, que llegaba a la cintura y cuya parte superior podía usarse como estante. Sacó del mueble una botella de vino y me escanció un vaso, que me trajo a la mesa.

—Ya verá qué bueno está. Hemos tenido mucho sol y la cosecha ha sido buena. Le gustará —repitió.

Miró la botella.

—Le he dado el último. No importa. Hay otra botella en la alacena.

Abrió otra botella, se sirvió un vaso y regresó a la mesa. Levantó el vaso.

—¡A su salud, mademoiselle! Para que su estancia en el castillo sea agradable.

—Gracias —repliqué—. ¡Y a su salud!

—No sabe usted cuánto me honra tener a una artista famosa sentada a mi mesa —comentó.

—Y usted no sabe cuánto le agradezco su hospitalidad. Me hubiese fastidiado estarme sentada en el coche, a la espera de que llegara alguien a rescatarme.

—Por la buena suerte de las dos —dijo.

Levantó el vaso y bebió un buen sorbo. Hice lo mismo.

—Deje que le llene el vaso.

—Gracias.

Lo llevó a la alacena y volvió a llenarlo.

—Su pot au lea es delicioso —le dije.

—Es una receta de familia. Secreta…

—No le iba a pedir que me la diera.

—Habla usted bien el francés, mademoiselle. Es una suerte, porque, si no, estaríamos aquí como dos espantapájaros.

Me reí. Empezaba a sentirme soñolienta. Era el calor del fuego, la comida, el vino… Los párpados se me cerraban. Era cada vez más difícil permanecer despierta.

—Se siente algo amodorrada, ¿verdad? —oí que me decía su voz lejana.

Vi su cara cerca de la mía. Me miraba sonriendo.

—Es el vino —decía—. Le da a una sueño. Y supongo que estaba usted cansada después del viaje… No importa, una siesta nunca hizo daño a nadie.

No era natural. No estaba cansada cuando llegué y no era muy tarde. Me consideré más bien descortés, con mi sueño, después de lo bien que me había acogido.

Algo sucedía. Oí voces. Luché con el sueño abrumador. En alguna parte, en el fondo de mi conciencia, pensé: «Es Jacques, que ha regresado con el coche. No ha tardado mucho… ¿O es que estoy soñando?».

Dormir, dormir…, el cuarto se desvanecía. Alguien estaba cerca, mirándome. Alguien me había tomado las manos. Me sentí levantada. Y me perdí completamente en la oscuridad.

*****

Desperté súbitamente. No sabía dónde me hallaba. Me encontraba en una estancia desconocida. Estaba tendida, desnuda, en un lecho, con el cabello suelto.

Traté de incorporarme, pero me daba vueltas la cabeza y sentía náuseas. Estaba soñando y vivía una pesadilla. ¿Dónde me encontraba? No podía recordar lo que me había llevado allí. Insistí.

Algo se movió a mi lado. Alguien.

Proferí un grito. Mis ojos ya se habían hecho a la oscuridad. Vi una ventana con reja y pude distinguir la silueta de algunos muebles.

Luché contra la náusea y me senté.

Inmediatamente, unas manos me empujaron hacia abajo. Unas manos fuertes.

—Kate, mi hermosa Kate… —dijo una voz.

Era una voz conocida. Una voz en la que había pensado a menudo. Estaba convencida de que sufría una pesadilla.

Contuve la respiración y al hacerlo él me tendió a la fuerza, me aplastó con su cuerpo y me penetró. Grité horrorizada. No era posible que aquello me sucediera a mí. Sí, era una pesadilla. Tenía que despertarme en seguida.

Pero no desperté. Oí su risa triunfal. Era realmente el barón quien abusaba de mí…, y algo me dijo que siempre se había propuesto hacerlo y que siempre lo supe y que lo temí, y —¡vergüenza!— que medio lo deseé. Quise gritar, pero su boca cerró la mía. Me daba cuenta de su fuerza y de mi impotencia. Traté de luchar, pero mis piernas eran de plomo. No podía hacer nada para resistirle.

Fue una experiencia terrible. Sentía como si flotase encima de la tierra, hacia un mundo desconocido. Extrañas sensaciones, hasta entonces ni imaginadas, se apoderaron de mí. Ya no resistía. Me sentía como parte de él… y luchaba contra un sentimiento de alegría, que amenazaba dominarme.

Terminó casi tan pronto como había comenzado. Se apartó de mí, pero sus labios estaban todavía pegados a mi rostro y me besaban casi con ternura.

—¡Kate! —murmuró.

Luchaba para volver a la realidad. Moví las manos y sentí su cuerpo. Me esforzaba en pensar coherentemente, pero las ideas se me escapaban. Todavía me sentía amodorrada y me dominaba un enorme deseo de cerrar los ojos y quedarme quieta, para volver a captar aquella extraña sensación que acababa de experimentar.

Sus brazos me rodeaban. Parecían barras de hierro. Oí su voz murmurando palabras que parecían extrañas viniendo de él:

—¡Mi dulce Kate! ¡Oh, Kate, qué feliz me has hecho!…

—Esto es una pesadilla —me oí decir.

—Es un sueño celestial —me corrigió.

—Sueños…, sueños…

—Kate.

Sus labios estaban junto a mi oído.

—No trates de pensar ahora. No puedes. Estás todavía en un estado de placer exultante. No trates de despertar de él, todavía no.

Pero ahora era el momento de despertar, de encontrarme en un lecho del castillo, puesto que recordé que era allí adonde me dirigía sin duda había llegado tarde y tan cansada que me quedé dormida en seguida, y la atmósfera del castillo había provocado aquel extraño sueño.

Pero ¿y las rejas de la ventana? Más bien sugerían una cárcel. ¡Una cárcel! Sentía cómo me recuperaba la conciencia. No estaba en un sueño. Me encontraba tendida en la cama con el barón, y éramos… amantes. ¡Amantes! ¡Cuánta ironía encubría esta palabra!

Procuré sentarme, pero él me retuvo tendida. No podía dejar de advertir lo fuerte que él era y, en comparación, cuánta mi debilidad.

—No puede ser verdad todo esto —dije.

Su voz era apagada y triunfal:

—Pues lo es. Demasiado tarde para el arrepentimiento ahora, Kate. Ha sucedido. Tú y yo… Lo supe tan pronto como te vi, supe lo que pasaría y que debía pasar.

Continué luchando.

—Estate quieta, Kate —ordenó—. Estás desconcertada. Comienzas apenas a darte cuenta de lo que ha sucedido. Anoche te convertiste en mi amante.

—Esto es una locura.

—Todavía sientes los efectos del vino. Durarán un rato. Tenía que ser así, Kate. Era la única manera… Si yo hubiese aparecido de repente y te hubiese dicho: «Te quiero, Kate. Mi deseo, Kate, es tan poderoso que debes satisfacerlo», ¿qué habrías dicho? Te habrías reído de mí, aunque en el fondo estuvieras pensando que deseabas entregarte a los placeres que yo podía proporcionarte. Te habrías dicho: «Él es el único. Quiero que me tome como sus antepasados tomaron a las mujeres cuando desembarcaban en la costa».

Mi mente se iba aclarando por momentos.

—Estaba con esa mujer… —murmuré.

—Una buena sirvienta.

—El coche tuvo un percance.

—Todo fue una comedia, querida. Lamento que tuviera que ser así. Si hubieses venido por tu voluntad…, pero nunca habrías accedido. Tu severa educación habría ahogado tus instintos naturales y te habrías convencido a ti misma de que no existían.

—No puedo…

—No lo intentes. Quédate tendida. ¡Oh, Kate! Ha sido maravilloso. Eres magnífica. Eres toda una mujer, además de una artista. ¡Te admiro tanto, Kate!…

A través de mis sensaciones comprendí lo sucedido. Él lo había planeado y yo había sido víctima de una violación. Yo, Kate Collison, había sido violada por el hombre que más detestaba…, aquel arrogante barón que pensaba que le bastaba con hacer una señal a una mujer para que ella se le acercara corriendo, que se guía las costumbres de sus bárbaros antepasados, amigos de la violación y el pillaje… Y yo, yo, era su víctima. No podía creerlo, ni siquiera ahora.

—Déjeme salir de aquí —murmuré.

—Querida Kate, saldrás cuando yo quiera.

—¿Cuándo usted quiera? Es usted un monstruo.

—Ya lo sé —asintió—. Pero en tu corazón te gusta este monstruo, Kate. Te haré reconocer como una gran artista. Piensa en lo que ya he hecho por ti.

—No puedo pensar en otra cosa que en lo que acaba de hacerme.

—La orgullosa Kate tomada en el estupor de la ebriedad.

—El vino estaba drogado. Esa mujer…

—No le reproches nada. Seguía mis órdenes.

—Una celestina…

—No la describe muy bien esta palabra. Lo hecho, hecho está, Kate. Ahora eres una mujer. Hemos explorado juntos, tú y yo, el mundo de los placeres.

—¡De degradación! —exclamé—. Es usted un cínico. Se ríe de mí. Eso es lo que cabía esperar de usted.

—¿Todavía me odias?

—Mil veces más que antes.

—Tal vez, mientras estés aquí, te haga cambiar de sentimientos.

—Cuanto más tiempo pase con usted, más lo odiaré. ¿Qué quiere decir con eso de estar aquí?

—Estás detenida por orden del barón.

—¿No querrá decir que me va a retener aquí?

Asintió con la cabeza.

—Puedo hacerlo —dijo.

—¿Con qué fin?

—Creí que ya te lo había demostrado.

—Se ha vuelto loco.

—Loco de deseo por ti.

Traté de nuevo de incorporarme, pero él siguió manteniéndome tendida, cuando levanté la cabeza, volví a sentir vértigo.

—¿Qué se propone usted? —pregunté.

—Primero, convertir a una muchacha altiva y segura de sí misma en una mujer apasionada y afable.

—Nunca sentiré por usted otra cosa que desprecio y odio. Y dijo usted «primero»…

—Hay algo más.

—¿Qué?

—Me parece mejor que hablemos de eso más tarde, cuando te sientas mejor.

—Quiero saberlo ahora mismo.

—Mi querida Kate, aquí las reglas las decido yo. ¿Todavía no te has enterado?

—¿Qué soy, pues? ¿Una especie de esclava?

—Una esclava muy privilegiada.

Me quedé callada y procurando todavía convencerme de que no estaba soñando.

Su voz, suave, resonaba junto a mi oído:

—Procura calmarte, Kate. Acepta lo sucedido. Tú y yo hemos sido amantes esta noche…

—Usted no es mi amante y nunca lo será.

—Bueno; pues digamos que esta noche te has convertido en mi querida. Y eso es algo importante.

De repente me sentí débil y muy asustada. Mi vida se había encaminado hacia un mundo completamente diferente.

—Duerme, querida Kate —dijo, tratando de tranquilizarme, y me abrazó como si fuese una niña.

Debí dormirme, pues cuando desperté ya era de mañana. Mi cabeza se había despejado, me senté en la cama y miré en torno. Estaba sola. Me di cuenta de que me encontraba desnuda, y cuando vi las rejas en la ventana, me asaltaron los recuerdos de los acontecimientos de la noche anterior.

Examiné el cuarto. Era como una parte del castillo: amplio, con un techo alto abovedado, sostenido por fuertes columnas de piedra. Había una chimenea monumental y el rescoldo mostraba que hicieron fuego durante la noche. El lecho era grande, con cortinas de terciopelo, y había alfombras en el suelo. A pesar de todo, era como un fortín medieval.

Yo había experimentado el cambio. Me sentía magullada y sucia. Tenía que hacer frente a la verdad. Me había traído aquí, me había desnudado, tendido en la cama y violado. Me llevé las manos a la cara al sentir el calor del sonrojo. Nada volvería a ser jamás como antes. Desde que vine a Francia, todo había cambiado.

El mundo confortable de Farringdon se alejaba de mí y me encontraba sumida en la intriga y la violación, cosas que solían suceder siglos atrás. Un hombre era el responsable. No podía quitarme de la mente su rostro. Me daba cuenta de que lo estaba viendo constantemente desde que salí del castillo. Lo había visto en las gárgolas de Notre Dame. Lo había visto en mis sueños. Me pregunté brevemente si poseía algún poder sobrenatural, un don heredado de sus antepasados piratas.

Debía mantenerme en calma. Tenía que reflexionar sobre la situación en que me hallaba. Creo haber advertido que me deseaba. Había algo en su manera de mirarme, desde la primera vez que nos vimos. Hubiera debido alarmarme, pues cuando deseaba a una mujer, consideraba que tenía derecho a poseerla, tanto si ella quería como si no. Así habían hecho los merodeadores normandos, y él seguía fiel a esa vieja tradición.

Nunca volvería a sentirme como antes. Nunca volvería a sentirme limpia. Me había mancillado y se vanaglorió de ello. Creía que por haberme humillado, me había convertido en su esclava.

Debía escapar a toda prisa. Luego pensaría en la venganza. No podía consentirse que ningún hombre actuara como él lo hizo. Estaba bien hacer el amor a una mujer si ella lo consentía. Pero drogar a una mujer virtuosa y aprovecharse de la situación es cosa de cobardes y demonios.

Mi odio era tan intenso que temblaba. Tenía que escapar, huir. Eso era lo primero. Buscaría a la mujer que me dio a beber el vino. Le diría que iba a llamar a la policía.

¿Podía hacerlo? ¿Cómo? Sin duda el barón lo controlaba todo en la comarca. Afirmaría que había pasado voluntariamente la noche con él, pues era capaz de cualquier cosa. Mentir era propio de su naturaleza.

Me vestiría inmediatamente.

Salté de la cama. Miré la almohada todavía hundida donde había descansado su cabeza. Le di unos puñetazos, con súbita furia, y me avergoncé en seguida de mi pueril venganza. Era un acto de enojo impaciente, y a despecho de lo sucedido me preciaba de ser mujer sensata.

Me había traicionado. Me había violado. Mi atacante era el hombre al que más odiaba en la tierra. Pero estaba hecho. Me había violado. Mi cuerpo… mi mente…, mi libertad de actuar me fueron arrebatados y se hallaban bajo su dominio. Me forzó.

Pero ahora… lo primero era huir de aquel lugar.

Busqué mis ropas. No pude encontrarlas. Todo había desaparecido: mis zapatos…, todo.

La cama estaba cubierta con una colcha y me envolví en ella. Luego exploré el lugar. Con alegría momentánea descubrí que la puerta no tenía el cerrojo echado. Daba a una especie de descansillo del que salía una escalera, del tipo en espiral, cortada en la piedra, ancha en un extremo y que se estrechaba en el eje. Encontré un cuarto para el aseo. Encima de una mesa había un espejo, un jarrón y jofaina. Había armarios. Pensé que mi ropa podía estar en uno de ellos y los abrí todos. Hallé toallas y cosas así, pero nada de vestidos.

Había otro cuarto que contenía una mesa y sillas. Tal vez era un comedor. Nada de vestidos.

Bajé la escalera cautelosamente. Di con una puerta imponente que parecía muy fuerte, con sus tachones de hierro. Traté de abrir la. Estaba cerrada con llave.

Miré a mí alrededor. Rejas en todas las ventanas, una puerta cerrada con llave y nada de vestidos. Estaba prisionera del barón, sometida a su voluntad.

Me puse frenética. Se desvaneció mi decisión de conservar la calma.

¿Por cuánto tiempo me retendría allí? ¿Vendría de nuevo? Me negaría a beber vino. Tal vez no le importaría. Podría dominarme fácilmente. Por la noche me había dado cuenta de su imponente fuerza.

Encerrada allí, entre muros de piedra con ventanas enrejadas, no tenía ninguna posibilidad de escapar.

Empecé a golpear la puerta. Luego me senté en un escalón de piedra y di suelta a mi desesperación.

Oí una voz:

—¡Ya voy, ya voy! Ahora subo…

Me puse alerta, sin apartar la vista de la puerta. Si era la mujer de la noche anterior, tal vez pudiera salir echándola a un lado. Tal vez luego encontrara mi ropa. Mi equipaje debía estar en alguna parte. El cochero, Jacques Petit, lo había traído del coche la noche anterior. Si lograba vestirme, podría escapar. El pabellón estaba cerca del camino, a unas cinco millas de Centeville. Tenía idea de la dirección que debía tomar. Sólo debía pensar en escapar.

Oí una llave dando la vuelta en la cerradura. La puerta se abrió. Yo estaba tensa, aguardando.

La mujer llevaba un jarrón de cobre lleno de agua caliente. Entró y lo dejó en el suelo. Era mi oportunidad y la aproveché. Corrí hacia la puerta. Un hombre la obstruía. Era alto y tenía los brazos cruzados sobre el pecho. Movió negativamente la cabeza. Traté de pasar por su lado, pero me agarró y me levantó, como si fuese una niña, y me colocó detrás de la puerta, que cerró.

—No sirve de nada —dijo la mujer, que parecía tan afable como la noche anterior—. Hay guardias.

Grité con furia:

—¿Qué es esto? ¿Un juego medieval?

—Son órdenes del barón —contestó.

Recogió el jarrón y subió las escaleras hasta el cuarto de aseo.

—Mire —me dijo con animación—, le traje el agua primero, porque pensé que es usted una de esas damas a las que les gusta lavarse antes de comer. Ahora le traerá su petit déjeuner. Encontrará todo lo que desee. Le traerá algo que ponerse. Esa colcha no es ideal, ¿verdad? Y sus piececitos…, esos suelos de piedra pueden helarlos. ¡Si lo sabré yo!

La seguí escaleras arriba y, cuando dejó el jarrón en el suelo, la así por el brazo.

—Usted me dio a beber vino drogado anoche. Se encogió de hombros.

—Me engañó maliciosamente.

—Eran órdenes —repuso.

—Órdenes del barón, ¿no? —insistí.

Se quedó callada.

—¿Acaso tiene la costumbre de hacer esas cosas? —continué.

—No se sabe nunca lo que hará. Ha traído a damas aquí, antes. La mayoría vinieron de buena gana. Si me entiende usted…

—Y a las que no venían voluntariamente, había que drogarlas, ¿eh?

—Bueno: nunca habíamos tenido a ninguna así antes…, sólo a alguna a la que había que convencer.

—Es como encontrarse de repente quinientos años atrás. Tráigame ropa, mis vestidos…, los míos.

Se encogió de nuevo de hombros.

La solté y me metí en el cuarto de aseo. Por lo menos, si me lavaba, me sentiría algo mejor. La emoción me embargó al mirar me en el espejo. Tenía magulladuras, y me alegré de tener el cabello largo, que me cubría el cuerpo como una capa. Me sentí mejor después de lavarme a conciencia. La mujer regresó con café, panecillos, mantequilla y mermeladas.

Resistí al impulso de correr hacia las escaleras, porque sabía que era inútil.

Llevó la bandeja al cuarto comedor y la dejó encima de la mesa. Se marchó, pero volvió a los pocos minutos trayendo un largo vestido bordado de pieles. Era verdoso, con hilos de oro y con pieles en la parte baja y en la boca de las anchas mangas. Traía tres pares de sandalias de satén.

—No estaba segura de la medida —dijo, sin perturbarse.

—¡Dios mío! ¿Acaso tiene víctimas de varios tamaños?

—Son para que escoja usted, mademoiselle.

Necesitaba vestirme, si quería planear algo; de modo que es cogí un par de sandalias y tomé el vestido.

Cuando se hubo marchado, me lo puse. Suave, sedoso y muy cómodo. Era asombroso cuán diferente me hacía sentir el haberme lavado y el cubrir mi cuerpo.

Me sorprendió poder comer, pero lo hice. El café era bueno. Tan pronto como lo hube bebido, pensé que había hecho una tontería. A lo mejor estaba drogado.

—Pero ¿para qué drogarme ahora? Ya había cometido su maldad.

Eso me hizo revivir lo ocurrido y sentí cómo se apoderaba de mí la amarga humillación sufrida. Deseé poder recordarlo todo y luego me alegré de no recordar. Había habido momentos de percepción y más tarde, cuando iba saliendo de mi torpor, me había tomado de nuevo…, casi sin darle importancia.

Lo odiaba. ¡Cómo lo odiaba! Mi padre solía decir que la envidia era una emoción negativa, pues hería más a quien la siente que a aquel contra quien va dirigida. Lo mismo ocurre con el odio.

«Piensa con claridad —me dije—. ¿Cómo voy a salir de este lugar? Tengo que planear algo».

Fui al cuarto de aseo, para mirarme con el vestido y las sandalias. Me encontré transformada. Nunca antes había llevado algo como aquello. Me encontré casi hermosa, con el cabello cayéndome libremente sobre los hombros. El verde y dorado del vestido realzaban mis ojos. Parecían mayores y más brillantes.

«Soy diferente —pensé—. Él me ha hecho diferente».

Había una mesita en el cuarto comedor. Estaba cerca de la ventana y encima de ella encontré un cuaderno de apuntes y varios lápices.

«Lo ha puesto para mí», pensé.

Tomé un lápiz y dibujé con violencia su rostro: Esbocé alrededor esa parte de Notre Dame donde había visto la más grotesca de las gárgolas, la que se inclina sobre la columnata, junto a la puerta en lo alto de la escalinata y que parece mirar con malevolencia hacia los Inválidos.

Seguí dibujando. Era asombroso cómo me calmaba.

La mujer regresó y limpió el cuarto. Hizo la cama, quitó las cenizas de la chimenea y dispuso troncos para un nuevo fuego.

Sentía ganas de gritar, porque todo parecía tan normal. Era como si fuese una invitada en casa de unos amigos.

La mujer dijo:

—Le traeré el almuerzo a las doce y media, si le parece bien.

—¿Cómo sabré que no le ha puesto algo que pueda perjudicarme? —le contesté.

—No me han dado órdenes —replicó con seriedad.

Casi me eché a reír, histéricamente desde luego; de modo que ahogué mi risa.

Trajo la comida: una sopa deliciosa, con ensalada, carne y frutas. Por extraño que parezca, comí. Luego vino otra vez la mujer a recoger la bandeja.

—En su lugar, descansaría —dijo—. Lo necesita…, para acabar de quitarse lo que tuvimos que darle. Debe de estar todavía cansada.

«Esto es una locura —pensé—. ¿Estoy realmente en una situación incongruente?».

Sin embargo, la obedecí y me tendí en la cama. Dormí larga y profundamente, y cuando desperté, lo primero que pensé fue:

«Volverá. Claro que volverá. Si no, ¿para qué me retendría aquí?». Al atardecer, fue la mujer la que vino. Volvía a traerme agua caliente para lavarme. Lo hice. La oí moverse en el comedor, y cuando fui a ver qué hacía —pues me pareció que estaba allí mucho rato—, la encontré poniendo la mesa para dos. En el centro había un candelabro de plata.

«De modo —pensé— que espera que cene con él, como si todo fuera normal entre nosotros».

Ni hablar, no lo haría. Me negaría a sentarme con él.

Regresé al dormitorio y fui a la ventana enrejada. Traté de sacudir los barrotes, pero estaban bien hundidos en la piedra. Me pregunté cuántas mujeres habrían estado junto a esta ventana, desesperadas, qué torturas les habría infligido en este lugar.

¿Quién creería que eso podía suceder en nuestros días? Cuán fácilmente el hombre se desliza hacia atrás, hacia el estado salvaje. Pero él no tenía que ir atrás. Nunca habla sido más que un salvaje.

Hubo un movimiento a mi espalda, y allí estaba, sonriéndome. Su indumentaria no era muy distinta de la mía. Era azul oscuro y, como la mía, con los bordes y las bocamangas bordeadas de piel.

—Nunca podrá romper esos barrotes —me dijo—. Son capaces de resistir cualquier fuerza.

Se me acercó. Me volví bruscamente, pero me sujetó con firmeza y trató de besarme. Durante unos segundos, lo eludí; luego me soltó y, por sorpresa, volvió a cogerme, tomando mi rostro entre sus manos; buscó mi boca y me sometió a un odioso beso.

«¡Dios mío, ayúdame! —pensé—. Todo vuelve a empezar».

Me soltó, sonriendo.

—Confío en que el día no ha sido demasiado monótono sin mí.

—Cualquier día es mejor si no está usted —repliqué.

—Todavía descortés. Esperé que, como eres una mujer razonable, te habrías conformado a lo inevitable.

—Si cree que me conformaré a usted, se equivoca.

—Llegamos a un acuerdo una vez…, sobre el retrato. A propósito, me gustó el que me trajiste. Es digno de un Collison.

Volví a la ventana. Quería mirar a cualquier parte menos a él.

—También me gustó el apunte.

—¿Qué apunte?

—El que hiciste de mí, desde luego. Es halagador saber que hasta cuando no estoy aquí me hallo presente en tus pensamientos. ¿Soy de veras tan terrible? Reconozco la gárgola. La he visto a menudo. Está en lo alto de la escalinata, ¿no? Dicen que es la gárgola más grotesca y malvada de todo París.

—Ya lo sé.

—Y le has dado mi cara. Mon Dieu, Kate, eres una artista muy hábil. Es esa gárgola, sin duda alguna, pero al mismo tiempo soy yo. Nos has combinado.

—Representa las fuerzas del mal —dije—. Ahora sé lo que esas gárgolas significan. Tuvieron por modelo a hombres malvados…, a demonios, de esos que la gente ordinaria ni saben que existen. Pero existían cuando construyeron Notre Dame y existen hoy. Por lo menos, uno existe.

—Es cierto. Pero en el peor de nosotros hay algo bueno. ¿No lo sabías?

—Me costaría mucho creerlo de usted.

—Eres desagradecida. ¿Quién te hizo entrar en el mundo del arte de París?

—Le gustó el retrato y así lo reconoció. No creo que eso le garantice un lugar en el cielo.

—Pienso más en esta vida que en la futura. Y quiero disfrutar plenamente de ella.

—Me parece que lo hace… a costa de los demás.

—Algunos tienen el buen sentido de desear lo mismo que yo.

—Otros pueden tener el buen sentido, mejor que el suyo, de luchar contra lo que usted desea.

—Lo cual sería una tontería, si no tienen con qué luchar.

—¿Quiere decir… si se encontraran como yo ahora?

—Me temo que sí; Kate. ¿Serás amable esta noche? Sé que puedes serlo. ¿Olvidarás que debes fingir que no te gusto?

—Es imposible olvidar algo que es tan evidentemente real.

—¿Me odias como persona? ¿De veras? Desprecias cuanto hago. Dispongo de algún poder, lo cual me permite de vez en cuando conseguir lo que deseo. Eso es lo que odias. Lo comprendo. Pero olvídalo, Kate. Piensa en mí sólo como en tu amante.

—Dice usted tonterías.

—No. Hablo partiendo de un conocimiento más profundo de las emociones.

—Por favor, no trate de decirme lo que siento.

—Tengo mucha experiencia de las mujeres.

—Por una vez dice usted la verdad.

—Sé lo que sientes por mí. Me odias, pero el amor y el odio pueden estar muy cercanos, Kate, en ciertos momentos. La pasión es ciega a las diferencias que opone la mente. Se trata de una unión de cuerpos. Tú y yo estamos hechos el uno para el otro. Y tu fiero rechazo… es demasiado contundente para ser natural…; hace la cosa aún más perfecta. ¿Comprendes lo que quiero decir?

—No.

—Entonces tendré que enseñarte.

—Mejor quisiera que me enseñara cómo escapar de aquí, alejarme de usted y no volver a verlo jamás.

—Por mucho que quisiera complacerte en todo, pides demasiado.

—¿Cuánto tiempo se propone retenerme aquí?

—Depende. ¿Quieres un poco de vino antes de la cena?

—¿Drogado?

—¡Oh, no! Eso fue sólo para facilitar las cosas al comienzo. Para llegar a… a los preliminares. Ahora ya no es necesario.

—Ahora, una simple violación corriente.

—Qué claro te gusta hablar. Me asombras. Nunca pensé que una dama bien educada hablara de este modo ¿lo sabías?

—¿Quién creería que una dama bien educada se hallara en esta situación?

—Esas cosas ocurren con más frecuencia de lo que supones. Sólo que no se entera uno. Voy a pedir que traigan el vino.

Lo observé alejarse hacia la puerta, con la bata azul flotando en torno suyo.

Ya estaba en el comedor. Si pudiera bajar las escaleras, sorprender a los guardias…

Pero ya se hallaba, de vuelta a mi lado, sonriente.

—Nunca lo harás —dijo—. Supón que lo consiguieras… Te encontrarías en el camino, vestida así, sin dinero. La gente te creería loca.

—¿Qué le he hecho a usted para que me trate así?

—Me has hechizado. Vamos, ya traen el vino.

La mujer llegó y dejó la botella sobre la mesa. Él escanció dos copas. Me tendió una.

—Bebe —ordenó.

Tomé la copa, pero no bebí. Levantó la suya y tomó un sorbo, mientras me miraba.

—Te aseguro que no hay drogas —afirmó—. Mira: dame tu copa y bebe de la mía.

Tomó mi copa y puso la suya en mi mano. Bebió rápidamente.

—Ya ves…

Tenía la garganta seca. Necesitaba algún estímulo, para afrontar lo que me esperaba. Sorbí un poco de vino.

—Así está mejor —dijo él.

—Cuando mi padre se entere de lo que ha sucedido… —empecé a decir, y me detuve, preguntándome qué haría mi padre.

—Sí… ¿qué?

Me quedé silenciosa.

—Supón que diga que viniste por tu libre voluntad, que insististe tanto que la galantería me obligó a complacerte.

—¿Sería capaz de tales mentiras?

—Bien sabes que sí. ¿Puedes pensar en alguna maldad de la que yo no sea capaz? No, Kate; no puedes hacer nada, y como eres sensata lo sabes. Por tanto, te encogerás de hombros, metafóricamente, y sacarás todo lo posible de tu destino.

—No me doy tan fácilmente por vencida.

—En cierto modo, eso me alegra. No quisiera que dejaras de ser la mujer fuerte que eres.

Apuró su copa.

—Ven —dijo, cogiéndome del brazo—. Te llevaré a la mesa. Rehusé tomar su brazo. El sujetó el mío y lo pasó por debajo del suyo. Era un gesto que implicaba que incluso en las cosas nimias esperaba absoluta obediencia por mi parte.

La criada se había marchado. La mesa lucía bajo las ocho velas del candelabro. Me llevó a una silla y me obligó con fuerza a sentarme en ella. Luego se sentó en el lado opuesto. La mesa no era ancha, pues evidentemente estaba destinada a dos comensales, de modo que él quedaba cerca de mí.

—Voy a servirte la sopa —se ofreció, levantando la tapadera de la sopera—. La vieja es buena cocinera y estoy seguro de que te gustará.

Me alargó el plato, pero me volví del otro lado. Él suspiró, se levantó y me lo trajo dando la vuelta a la mesa.

—Por favor, no seas pesada —manifestó.

Me puse en pie, pero me ignoró y comenzó a comer.

—Me parece que es de faisán —comentó—. Excelente. ¿A dónde vas? ¿Tan impaciente estás por llegar a la cama?

Me senté descorazonada. La sopa desprendía un aroma delicioso. Me trajo una copa de vino.

—Sin droga, te lo prometo —dijo.

Lo miré desafiante y comencé la sopa.

—Esto está mejor —reconoció, levantando la copa—. A nuestra salud. ¿Todavía sospechas? Beberé algo de mi copa y te la pasaré. Como si fuera una copa de amor.

«Voy a luchar con él —pensé—. Emplearé toda mi fuerza para resistirle. Comeré… poco…, pero necesito comer».

Bebió un sorbo y me ofreció su copa. No quería beber mucho vino, por temor a que me diera sueño. Por otra parte, ¿no sería todo más soportable, si me sentía amodorrada? ¿No estaría más resignada a lo que sabía que debía venir?

—¡Qué pensamientos más profundos! —dijo—. Sólo puedo adivinarlos. Bueno: ahora probemos este venado. Les dije que sirvieran algo frío, porque no quería que entraran y salieran todo el rato mientras comíamos. Pensé que lo preferirías así. Ya ves, Kate, que pienso en ti.

—Ya me fijé —dije con pesado sarcasmo.

—Claro: como artista, eres observadora. Deberías hacer otra miniatura para mí. Disfruté tanto haciendo de modelo. Tu pequeño engaño era tan divertido…

Seguí silenciosa. Comió mucho y yo me concentré en pensar en las posibilidades de escapar. ¿Vendría la mujer a quitar los platos? Si dejaba la puerta abierta… No serviría de nada, y lo sabía. Me sentía encendida de ira y, sin embargo, no podía suprimir cierta excitación indefinible.

—El venado es bueno, ¿verdad? —dijo—. Lo he preparado bien, nuestra vieja. No debes reprocharles nada, a ella o al cochero. Se limitaron a obedecer órdenes.

—Ya lo sé.

—Ya ves, pues, que no podían hacer otra cosa.

—Todos han de obedecer a la voluntad del poderoso barón.

—Exactamente. No hay que criticarlos. Debes reprochármelo a mí, pero las vírgenes sin astucia que dejan de vivir en estado de discutible felicidad no pueden escapar al reproche.

—Guárdese sus bromas groseras para quien se divierta con ellas.

—Lo haré —replicó—. Pero estás aquí, Kate. Recuerda cuán fácilmente caíste en la trampa. Debiste informarte sobre el tren, en vez de dejarte engañar. En París fuiste más lista.

Lo miré fijamente.

—Por fin he atraído tu atención.

—¿Está hablando de aquel coche?

—Fue más bien tosco, ¿verdad? Demasiado complicado, además. Teníamos que hacerte atravesar París y fuiste demasiado rápida para nosotros. Conocías ya la ciudad y te diste cuenta de que no te llevaban en la buena dirección. Saltaste. Era peligroso. Conociendo a los cocheros de París, me extraña que no te atropellaran. Fue un plan idiota, indigno de mí, realmente. Se me ocurrió de repente y me atrajo lo que en él había de aventura. Me di cuenta en seguida de que no era un buen plan y que debía confiar mucho en la suerte. El cochero pasó varios días tratando de que lo llamaras.

—¿Por qué lo hizo?

—Creo que la respuesta es evidente.

—¿De modo que estaba decidido… a violarme?

—Bueno: pongamos que confiaba en alcanzar mis fines con satisfacción mutua.

—Es usted un monstruo.

—Merecedor de borrar la fachada de Notre Dame.

—Me parece imposible que un hombre de nuestros días se conduzca como lo ha hecho usted.

—No tienes mucho conocimiento del mundo.

—Tal vez es que he vivido entre gentes civilizadas hasta…

—¿Hasta ahora? Estoy seguro de que tienes razón. Pero, por desgracia, querida Kate, te has convertido en la víctima del más depravado.

—¿Puedo apelar a su sentido del honor…, u sentido de la decencia, para que me deje marchar?

—No tiene lógica apelar a algo que no existe. Si te dejara marchar, no podrías volver a ser la mujer que eras antes de la última noche.

—Sólo quiero marcharme, alejarme de usted, olvidar que lo conocí, no volver a verlo jamás.

—Pero yo quiero exactamente lo contrario. Quiero que te quedes y que me recuerdes siempre, que recuerdes al mejor amante que hayas tenido, Kate, pues esto es lo que seré.

Me sentí descorazonada. Volví a vivir la pesadilla del viaje en el coche de París. La princesa afirmó que todo había sido preparado por el barón y tuvo razón, aunque no en lo referente al motivo que ella supuso. Recordé el instante en que abría la portezuela del coche y salté y casi me encontré debajo del morro del caballo que venía en dirección contraria. Y todo esto para que él pudiera satisfacer su lujuria.

Me puse súbitamente en pie.

—¡Déjeme marchar! —grité.

Vino a mi lado.

—Vamos, Kate —dijo—, sabes de sobra que no te dejaré marchar. Todo llegará. Ten paciencia. Nuestra pequeña aventura no ha terminado todavía.

Iba a cogerme. Pero fui rápida y agarré un cuchillo de los que había en la mesa. Dirigí la hoja hacia él.

Se rió.

—¡Vaya! —Exclamó—. ¿Estarías dispuesta a matarme? ¡Kate, Kate! Nunca lo hubiese creído de ti.

—No me provoque demasiado —grité—. Si lo matara, no sería ninguna pérdida para el mundo.

Se abrió la bata que llevaba y descubrió el pecho.

—Vamos, Kate —dijo—. Directo al corazón… Creo que está aquí.

—Se sorprendería si lo hiciera.

—Estaría en una condición en que no podría mostrar mi sorpresa. ¿A qué esperas?

—Le dije que no me provocara.

—Pues esto es lo que hago.

Dirigí el cuchillo hacia su pecho. El me agarró la muñeca y el cuchillo cayó al suelo.

—¿Ves Kate? No puedes hacerlo —manifestó.

—Pude. Usted me lo impidió. Si estaba tan seguro, por qué me hizo soltar el cuchillo.

—Para resguardar tus sentimientos. Las damas inglesas bien educadas no apuñalan a sus amantes… Tratan de conmoverlos con palabras…, con lágrimas tal vez…, pero no con cuchillos.

—Tiene mucho que aprender sobre las damas inglesas bien educadas.

—Es cierto… y me alegra que me lo enseñes.

Me había abrazado y me mantenía apretada contra él.

—Kate —dijo en un murmullo—, dulce Kate, es inútil luchar. Sométete. Me gustaría verte sumisa. Quisiera que me rodearas el cuello con tus brazos y me dijeras que eres feliz de que te haya traído aquí…

Me aparté de él, y, como me retenía entre sus brazos tendidos comencé a pegarle en su desnudo pecho. Se reía. Sabía, tan bien como yo, que nunca hubiera usado el cuchillo contra él. Tenía razón. Personas educadas como yo lo había sido no hacen esas cosas, por mucho que las torturen.

Me volvió a abrazar. Traté de liberarme, retorciéndome, pero él disfrutaba mostrando su fuerza.

—Me estás impacientando —refunfuñó por fin.

Pasó mucho tiempo antes que pudiera resignarme a recordar esa noche. Fue distinta de la primera, cuando estaba drogada y sin plena conciencia de lo que sucedía. Luché con él, con todas mis fuerzas, sabiendo, desde el principio, que no podría vencer. Pero esperaba que se diera cuenta de mi resentimiento, de mi desprecio, de mi enojo, de mi furia. Esto era como un bálsamo para mis sentidos humillados. Pero no le importó. Le gustó. A fin de cuentas, era un luchador por naturaleza.

Tal vez me di cuenta de que estaba entrando en su juego. Le daba lo que deseaba, pues para un hombre como él, cuanto mayor es la resistencia, tanto mayor es el triunfo al alcanzar la victoria.

Y su victoria era inevitable. En nuestros combates verbales podía ganar puntos, a veces; físicamente, no estaba a su altura.

Pero luché. ¡Y cómo luché! Mi odio hacia él me enardeció en el fondo de mi pensamiento; me di cuenta de que no sólo luchaba contra él, sino contra algo en mí misma, contra una curiosidad erótica, un deseo de esta lucha, un anhelo por la satisfacción definitiva. Salí vencida, pero hallé en la derrota cierta salvaje exaltación. Cuanto mayor era mi odio, mayor resultaba mi excitación.

Aquella noche, la cama fue como un campo de batalla.

*****

El día siguiente transcurrió como el anterior. Empezaba a tener la sensación de que me había pasado la vida en aquella prisión. Me preguntaba si se proponía tenerme allí hasta haber dominado mi espíritu al punto de que me sometiera mansamente. Si lo conseguía, me dije, se aburriría de su aventura y me dejaría marchar.

A veces, todavía pensaba que estaba soñando. Había en todo aquello una atmósfera tal de irrealidad… Pero, conociéndolo, suponía que era su atmósfera natural.

Vio a una mujer. Pensó que le gustaría seducirla, y buscó la manera de alcanzar su propósito. Pero supo que nunca me sometería fácilmente. Tenía que emplear la fuerza, y la empleó.

Nos sirvieron la cena como la noche anterior. Creía notar en él cierta diferencia. Había acaso una sombra de compunción, cierta ternura. No; esa palabra era demasiado fuerte. Nunca sería tierno. Sin embargo, había un cambio en él y me pregunté qué significaba.

Me dijo sobriamente, mientras escanciaba vino:

—Kate…, ha sido una experiencia maravillosa… el estar juntos.

Guardé silencio.

—¿Me creerás si te digo que nunca gocé tanto con alguien como contigo?

—No —repuse.

—Pues es la verdad. ¿Por qué iba a mentirte? No hay razón.

—No lo he encontrado nunca razonable. ¿Por qué iba a serlo ahora?

—Ya aprenderás que mis acciones han sido razonables. Actué con sobrada razón.

—Sí, la razón de satisfacer su lujuria, su deseo de ejercer sus poderes diabólicos.

—Estás en lo cierto. Qué mujer tan observadora eres, querida Kate.

—No se necesita observar mucho para darse cuenta del carácter de un hombre cuando actúa como un bárbaro.

—No siempre.

—Ahora me recordará que me ayudó en mi carrera de artista. ¡Ojalá nunca hubiese oído hablar de usted! ¡Ojalá nunca hubiese venido a su castillo para aprender que hay personas que no son otra cosa que salvajes!

—Esas peroratas no parecen muy interesantes y el tema va resultando monótono.

—Tiene que serlo, puesto que todo lo que le diga ha de ser para expresar cuanto lo odio y desprecio.

—¿Sabe que anoche tuve una impresión distinta?

—Me ha degradado. Me ha tratado de una manera que ningún hombre decente trataría a una mujer. Lo que ha hecho es un delito. En esos tiempos que usted tanto admira, lo habrían ahorcado o enviado a galeras por lo que ha hecho.

—No con un hombre de mi posición. Me han contado que uno de mis antepasados solía desorientar a los viajeros caminantes, los traía aquí y los retenía hasta cobrar rescate. Y, sin embargo, nunca le pidieron cuentas de sus actos.

—Es un juego que debe atraerle.

—No me atrae en absoluto. El dinero me sobra.

—¡Qué suerte tienen los caminantes!

—Si uno posee bastante poder y… experiencia, puede hacer muchas cosas vedadas a otros. Voy a contarte la historia verdadera de uno de mis antepasados. ¿Quieres oírla?

—Preferiría salir de este lugar y no volver a verlo nunca.

—Continuarías viéndome en tu mente y mi voz seguiría perturbando tus sueños.

—Haré todo lo posible para borrarlos de mi memoria.

—Vamos, Kate: ¿acaso ha sido tan horroroso para ti?

—No hay palabras para decir cuán odioso ha sido todo. Cuando me marche, podré verlo en todo su horror, y nunca me olvidaré ni le perdonaré lo que me ha hecho.

—Eso son palabras muy duras.

—Y merecidas.

—Deja que te cuente la historia de mi antepasado. Creo que te interesará.

No contesté y él prosiguió:

—Sucedió hace mucho tiempo, en el siglo trece, para ser exacto, en el reinado de Felipe, al que llamaban el Hermoso, por su porte. Este antepasado mío era Florence, conde de Holanda. Extraño nombre en un hombre, te dirás. Pero aquí hay nombres que se emplean lo mismo para hombres que para mujeres. Florence era un hombre que tuvo muchas relaciones amorosas…

—Puedo comprender su afinidad, aunque eso de amorosas me parece una manera curiosa de describir esas relaciones.

Ignoró mi interrupción.

—Florence tenía una amante por la que sentía gratitud. Tenía muchas amantes, claro está, pero ésa era para él más importante que las demás. Llegó un momento en que se terminó la relación y quiso que se convirtiera en una respetada esposa.

—De alguna otra persona, supongo, puesto que ya no le interesaba.

—Veo que me escuchas. Me alegro, porque estoy seguro de que te interesará la historia. Bueno; pues pidió a uno de sus consejeros que se casara con su amante. Ese consejero rehusó con indignación, diciéndole que nunca se casaría con una de las amantes desechadas de Florence.

—No me sorprende que se negara.

—A Florence no le gustó. Era muy poderoso. ¿Sabes qué hizo?

Ahora lo miraba fijamente y empezaba a horrorizarme.

—Quiere explicármelo a toda costa, ¿no? —le dije.

—Ese consejero estaba, en aquel momento, enamorado de una mujer con la que quería casarse. Se casó con ella, burlándose así de su señor. Ya no era posible obligarle a que se casara con la amante de Florence.

—De modo que el pobrecito Florence no se salió con la suya, por una vez.

—Claro que sí. Nunca permitía que alguien se burlara de él. Ya puede adivinar lo que hizo. Un día secuestró a la recién casada y la llevó a su castillo. ¿Y sabe qué sucedió entonces?

Lo miré con creciente horror.

—La retuvo durante tres días —continuó, observándome intensamente—. Las crónicas dicen que la violó. Luego la mandó a su consejero con una nota en la que decía: «Estabas equivocado. Ya ves que te has casado con una de mis amantes».

—¡Qué historia tan terrible!

Se mantuvo silencioso unos instantes, mirándome por encima del candelabro.

—Te cuento esto para que sepas cómo eran mis antepasados. De modo que… ¿qué puedes esperar de mí?

—Ya sabía que eran bárbaros. ¿Y qué le sucedió a ese Florence tan noble?

—Más tarde lo asesinaron.

—Me alegro. La historia tiene, pues, un final feliz. Supongo que el esposo ultrajado lo mató.

—Se creyó que fue así.

—Tendría que ser una lección para todos los bárbaros.

—Los bárbaros nunca aprenden esta clase de lecciones.

—Ya me lo imagino.

Me sonreía. Sentía náuseas de angustia. Lo que me sucedía comenzaba a adquirir un nuevo significado. Antes había pensado que lucharía palmo a palmo, aunque supiera la batalla perdida de antemano. Pero ahora… no podía soportar pensar en lo que esto significaba. Era más cínico aún de lo que yo imaginaba.

Me levanté.

—¿Estás lista? ¿Adónde vas? —rió.

—Iría a cualquier lugar para alejarme de usted.

—¡Pobre Kate! —murmuró y me estrechó entre sus brazos.

Por primera vez sentí deseos de estallar en sollozos. Me daba cuenta de lo que él bacía. Esto no tenía nada que ver con su deseo por poseerme. Yo era un símbolo. Había descubierto que Bertrand y yo estábamos prometidos y él había exigido que Bertrand se casara con Nicole, Bertrand se negó. Y el barón me secuestró para poder decir lo que su antepasado dijo antes: «Te casarás con una amante mía; a fin de cuentas, aunque no sea la que yo designé».

Creo que hubiese podido matarlo, de tener la fuerza física para hacerlo. Merecía el mismo fin que su antepasado.

—Kate —dijo—, estoy enamorado de ti.

—Ya sé que es usted capaz de cualquier maldad, pero no es capaz de amar a nadie; de modo que no necesita decirme esos embustes.

—No tengo necesidad de decir lo que no siento, ¿verdad?

—Se ama a sí mismo…, a su orgullo, a su lujuria, a su codicia… Eso es lo que ama.

—Me amo a mí mismo, cierto; pero después de mí te quiero a ti…, por esta noche.

Puse una mano en su brazo.

—Déjeme marchar, por favor —rogué.

—¡Qué conmovedora, qué hermosa! —exclamó, y me levantó entre sus brazos.

Me tendí en la cama, cara arriba, casi indiferente. La violación se había convertido en rutina. Mi cuerpo ya no era mío. Estaba agotada, fatigada de reiterar mi odio.

—Si pudiese hacer retroceder el tiempo… Si pudiese volver al tiempo en que estaba en París…, podría ir a mi casa en vez de venir aquí —murmuré.

—Te habrías perdido la experiencia más deliciosa de tu vida.

—La mayor degradación; eso es lo que me hubiese ahorrado.

Perdí mi indiferencia y le grité mi odio y mi desprecio.

No hizo caso. Se volvió hacia mí y me mostró una vez más que yo estaba a sus órdenes.

*****

Era de mañana. El sonido de pasos y voces me despertó. Me senté en la cama. Mi vestido se hallaba en el suelo, a donde él lo había arrojado. Alguien entraba.

Era el barón. Y con él estaba… Bertrand.

Me di cuenta de que ésta era la escena final de una farsa…, comedia…, tragedia, lo que él quisiera que fuera ésta la culminación que él había preparado.

—Mademoiselle Collison está aquí —decía—. Ha estado aquí tres noches…, conmigo. Ya ves, Bertrand, que no necesito decir nada más. Os deseo una feliz vida juntos. Puedo asegurarte que Kate es una mujer deseable. Muchos te envidiarán. Yo, entre otros. Y otra vez, Bertrand, no seas idiota. Haz lo que te diga. No creas que porque te di cierta independencia puedes burlarte de mí.

Aquel momento está grabado para siempre en mi memoria. Hubo una súbita quietud en la estancia. Era como si fuéramos las figuras inanimadas de un cuadro.

Bertrand me miró asombrado. Luego empezó a comprender. Horror, incredulidad, asco… vi todas esas emociones en su rostro.

Sus labios pronunciaron mi nombre:

—Kate…

Me levanté, cubriéndome con la colcha.

—Me secuestró, me drogó, me forzó… —grité.

Bertrand seguía mirándome. Luego se volvió hacia el barón, que permanecía inmóvil, sonriendo diabólicamente como la gárgola de Notre Dame.

Hizo un gesto afirmativo.

—Luchó como un gato salvaje —reconoció—. Pero creo que llegamos a… un entendimiento.

El rostro de Bertrand estaba convulso. Creí que iba a estallar en llanto. Pero repentinamente cambió su expresión. Sólo vi odio. Saltó sobre el barón; éste ya lo esperaba. Bertrand llegó a su cuello, pero el barón se deshizo de él y lo arrojó al suelo.

—Levántate —ordenó el barón—. Te pones en ridículo… delante de Kate. Kate, te traerán tus vestidos. Vístete y toma algo de comer.

Puso un sobre encima de la mesa.

—Aquí está el pago de las miniaturas convenido con tu padre; y aquí están los billetes que necesitarás. Puedes marcharte dentro de una hora. El coche te llevará. Todas las conexiones de trenes y barcos han sido comprobadas. Supongo que querrás ir directamente a Inglaterra, para tomarte un descanso antes de comenzar a cumplir tus encargos. Bertrand puede llevarte hasta donde él quiera.

Con esto, se volvió y nos dejó.

Bertrand se había levantado. Estaba dolorido por el golpe, pero no tanto como por lo que había visto y oído.

Lo sentía por él. Me daba cuenta de que su humillación era casi tan honda como la mía, y en aquel mismo momento me percaté de que nunca me casaría con él. Después de lo ocurrido, nunca podría casarme.

Estaba ahí, mirándome.

—¡Kate!

—Es…, es un monstruo —dije—. Quiero irme a casa.

Asintió.

—Quiero salir de aquí lo antes posible.

La mujer entró con mis vestidos y agua caliente. Bertrand nos dejó.

—Voy a traerle el petit déjeuner —anunció la mujer, tranquila como siempre.

—No, gracias —le contesté—. No quiero nada más. Quiero irme en seguida.

No contestó. Dejó su jarrón de agua caliente y me vestí a toda prisa. Casi se me hacía extraño volver a encontrarme en mis ropas.

Hallé los alfileres para el cabello frente al espejo, encima de la mesa tocador y me reí algo histéricamente al pensar que todo se había planeado con suma precisión.

Vestida, volví a sentirme yo misma, diferente de la persona del vestido con pieles y el cabello suelto. Mirándome fijamente la cara, noté también en ella una diferencia. ¿Qué era? ¿Un aire de mundanidad? Eva debió de tener ese aire después de comer el fruto prohibido.

Descendí por la breve escalera de caracol. La fuerte puerta de abajo estaba abierta.

Encontré la salida de la torre a la estancia donde —parecía que hiciera tanto tiempo de esto— tomé pot au feu y vino drogado.

Bertrand estaba afuera con el coche. Ni signo del barón. Supuse que había regresado al castillo, terminada la pequeña aventura que arruinó mi vida y a él le dio la satisfacción que necesitaba.

—Vámonos. Alejémonos de este lugar —manifesté.

Y nos fuimos juntos.

Bertrand apenas habló durante el viaje. Parecía que éste no se iba a acabar nunca. Dejamos Ruán y nos acercamos a la costa.

—No es necesario que atraviese el canal. En mi país no necesito escolta —le sugerí.

Asintió de nuevo.

Llegamos a Calais. Había que esperar una hora para la llegada del barco.

Le dije que no se quedara.

—Me aseguraré de que llegue sana y salva a bordo.

Se sentó, mirando hacia el mar. Y entonces habló algo.

—Lo mataré —aseguró.

—Esto no cambiará nada.

—Será una bendición para la humanidad.

—No diga esas cosas, Bertrand. Sería una doble tragedia, si cediera al deseo de la venganza.

Pero yo pensaba: «Nunca lo harás. No podrías. Él nunca te dejaría y él es quien decide».

Bertrand me tomó la mano y la apretó. Traté de que no se diera cuenta de que rehuía instintivamente su contacto.

Todo había cambiado. Creía que nunca podría apartar de mi mente las imágenes que la llenaban y en las que Rollo de Centeville predominaba.

Ni pensaba que Bertrand quisiera casarse conmigo, ahora. Había sorprendido la mirada de repulsión en sus ojos, cuando me vio en la cama. No era que no creyese que me habían engañado y forzado contra mi voluntad… No había duda que creía esto. Me veía como la víctima que era. Pero al mismo tiempo no podía olvidar que, como dijo el barón, yo había sido su amante.

Nunca podría casarme con Bertrand. Todo terminó entre nosotros en el mismo momento en que entró en el dormitorio.

Así pues, por una vez Rollo no se saldría con la suya. Lo que quiso era devolver a Bertrand la afrenta que le había hecho. Que se casara con una de las amantes desechadas del barón… Pero fracasó, porque no habría boda.

Las últimas palabras de Bertrand fueron:

—Le escribiré. Ya encontraremos algo…

Me alegré de estar sola.

Me incliné sobre la barandilla, mirando los remolinos del agua y me sentí llena de resentimiento. Pensé en la Kate Collison que había cruzado el canal, no hacía mucho, emprendiendo una peligrosa aventura. Y peligrosa había sido, ciertamente, pues había caído bajo la órbita de aquel hombre extraño, bárbaro, que había cambiado mi vida.

El furor me dominó. Se había atrevido a utilizarme porque quería demostrar que se le debía obedecer. Bertrand debía obedecerle. No tenía nada que ver con su deseo por mí, que yo había creído grande, puesto que había hecho tanto por satisfacerlo.

Esto era la humillación definitiva. Esto era lo que, en el fondo de mí, me indignaba más que cualquiera otra de las cosas que me sucedieron.

En la distancia distinguía ya el acantilado blanco.

Su vista me aliviaba. Regresaba a casa.