La cometa

Nunca imaginé que pudiese ser tan feliz. Habían transcurrido dos años desde el nacimiento de mi hijo, que crecía a ojos vistas, fuerte hermoso, y que nos maravillaba, a Nicole y a mí. La emoción su primer diente, su primera sonrisa, su primera palabra, la primera vez que se mantuvo solo sobre sus dos pies regordetes, era una emoción tanto más intensa cuanto que la compartíamos. Estaba en el centro de nuestras vidas. Tan pronto como comenzó a hablar, pronunció su propio nombre, que convirtió en Kendy. Salía muy a menudo en su conversación. Inteligente como era, no podía pasarle por alto su importancia, y a veces pensé que creía que el mundo entero había sido creado para él.

Por las mañanas, mientras yo estaba en el estudio, Nicole se ocupaba de él. Tenía cada día más clientes y era rara la jornada en que no debía trabajar. ¿Cómo no iba a complacerme el comprobar que mi nombre se conocía más y más en los círculos parisinos? Venían también clientes de provincias, lo que me era grato, ya que mostraba que mi renombre se extendía fuera de la capital.

—Esto es excelente, excelente —murmuraba Nicole, y no podía resistirse a agregar—: ¿Tenía o no tenía razón?

Tuvo razón en cuanto hizo. Había encontrado una salida a mi situación, y como yo tenía el más adorable de los hijos, podía borrar mis recuerdos y sentirme feliz.

Escribía a mi padre una vez al mes, contándole lo que ocurría. Estaba encantado que las cosas fueran tan bien y comprendía que no pudiera ir a casa por la pérdida de tiempo que ello significaría. Su vista se iba debilitando y no se sentía capaz de venir a París. Le consolaba, por tanto, recibir mis cartas. Le agradaba enterarse de mis éxitos y creía que, especialmente siendo mujer, era lo mejor que me pudo suceder…, quiero decir que me hubiese reconocido alguien como el barón y que luego tuviera mi propio estudio en París.

«Pienso en ti constantemente, querida Kate —escribía—. Estoy muy orgulloso de ti. Es lo único que podía hacerme aceptar resignadamente mi aflicción».

Pensaba mucho en él. Estaba feliz en la casa de los Collison y cada día sentía yo más gratitud hacia Clare, que tan bien lo cuidaba. La mencionaba a menudo en sus cartas. Era evidente que la casa y mi padre estaban en buenas manos.

No tenía nada de qué preocuparme. Trataba de no recordar al barón, y cuando no podía evitarlo, procuraba decirme que si bien se comportó tan abominablemente conmigo, fue a través suyo que llegaron los primeros encargos… y mi hijo. Me resultaba extraño decirme que mi hijo era en parte suyo. Me esforzaba en apartar este pensamiento cuando surgía, pero comencé a notar, con cierta inquietud, que Kendal se iba pareciendo a su padre. Sería alto y fuerte, con cabello rubio y ojos azul grisáceos. Pero se criaría de modo muy diferente. En todo caso, no se parecería a ese hombre más que en lo físico, yo me decía. Le enseñaré una manera mejor de vivir. Y quizá —¡por qué no!— llegará a ser artista.

Le gustaba sentarse en el estudio y observarme mientras yo trabajaba, aunque, desde ruego, nunca estaba allí cuando había alguien posando. Insistió en que le diera pinturas, de modo que mezclé algunos colores con agua, le di papel y lo dejé pintar.

Fueron días felices. Mirando su cabecita inclinada sobre el papel, completamente absorto, pensaba a menudo: «No quisiera que las cosas fueran de ningún otro modo. Él hace que todo valiera la pena».

Un día, cuando Nicole había salido con Kendal, para su paseo matinal por los jardines del Luxemburgo, me hallaba pintando en mi estudio. Mi modelo era una joven que quería una miniatura para regalarla a su esposo en su cumpleaños. La había conocido en una de las veladas de Nicole, como ocurría con muchos de mis clientes. Charlaba mientras la pintaba, lo cual me iba muy bien, pues me gustaba captar las expresiones pasajeras mientras se habla. A menudo son muy reveladoras.

De repente dijo:

—Vi a madame Saint-Giles con su hijo, al llegar.

—Sí —repliqué—. Es la hora de su paseo matinal.

—Es un chiquillo encantador.

Me sentía absurdamente complacida cuando decían algo elogioso de Kendal.

—Yo también lo pienso, pero ya sabe usted que los sentimientos maternales la arrastran a una.

—Es un niño muy hermoso. Ha de ser delicioso tener hijos. Espero que yo…, con el tiempo. Desde luego, soy todavía joven. Pero usted también lo es, madame Collison. Debió casarse muy joven. Y es tan triste pensar que su esposo nunca conoció a su hijo…

Guardé silencio.

—Lo siento —continuó—. No debí hablar de esto. Ha de ser penoso…, incluso ahora. Perdóneme.

—No hay de qué —le contesté.

—Dicen que el tiempo todo lo cura y usted, además, tiene a su chiquillo. Mi esposo estuvo la semana pasada en Centeville. Pasó una noche en el castillo.

—¿Sí?… —murmuré.

—Dijo que la princesa no se encuentra muy bien. Tengo en tendido que ha estado así desde el nacimiento…

—¿Nacimiento? —me oí preguntar.

—¿No se enteró usted? Hace ya tiempo. El niño debe tener más o menos la misma edad que el de usted. ¿Qué tiene? ¿Dos años? Sí, esto es… casi exactamente la misma edad.

—No —dije—, no sabía que tuvieran un niño.

—Un varón. Por suerte, ya que oí decir que la salud de la princesa puede impedirle tener más hijos.

—Lo lamento. Es todavía muy joven.

—Sí, muy joven. Pero fue un parto difícil. De todos modos, ya tienen un hijo.

—¿Lo vio usted?

—Muy brevemente. Me pareció más bien enfermizo.

—Me sorprende.

—Claro: una creería que un hijo del barón sería como él, ¿no?

—¿Cómo se llama? —inquirí—. Supongo que Rollo.

—¡Oh, no! Éste es el nombre del barón.

—Por eso pensé que el hijo llevaría el mismo nombre que el padre.

—No, el niño se llama Guillermo.

—Como Guillermo el conquistador, ¿eh?

—No se parece a un conquistador, pobrecito. Pero los niños superan su debilidad, creo.

—Sí, creo que sí.

—Usted sí que no ha de preocuparse por el suyo. Es el vivo retrato de la salud.

No pude continuar. No podía apartar la imagen de la princesa encerrada en el castillo. Temía el castillo. Y allí tuvo el niño y sufrió y quedó enferma… Imaginé que el barón no estaba muy satisfecho con un hijo enfermizo, aunque fuese varón y heredero y Guillermo el conquistador.

Más tarde, a solas con Nicole, le di cuenta de la conversación. Asintió con un gesto de la cabeza.

—¿Lo sabía? —pregunté.

—Lo oí decir.

—Pero no me lo dijo.

—Ya sabe cómo se excita usted cada vez que se menciona su nombre. Todavía ahora…

—De todos modos, hubiese preferido enterarme por usted.

—Lo recordaré, si oigo más noticias.

—Sí, por favor. Me gustaría estar informada.

—¿Sobre… ciertas personas?

—Sí, hasta sobre ellas. ¿Cómo lo pasaron en el jardín, hoy?

—Muy bien. A Kendal comienzan a interesarle las estatuas. Le agradó mucho la de Chopin y tuve que contarle todo lo que sabía de este músico. Hasta tuve que tararearle algunas de sus obras, me temo que con resultados desastrosos. Pero a Kendal le gustaron.

Unas semanas después recibí una gran impresión. Kendal se había levantado de su siesta y estaba, como de costumbre, lleno de energía. Nos resultaba difícil contenerlo y Nicole solía decir que había sido más fácil cuando el niño sólo podía gatear. Estuvieron afuera toda la mañana con Nicole y yo le había prometido sacarlo a pasear después de la siesta. Lo llevé al establecimiento donde me procuraba los pinceles y, después de tinas compras, regresamos a casa.

Al entrar oí a Nicole hablando. Hay visitas, pensé, y me disponía a llevar a Kendal arriba cuando apareció Nicole. Parecía excitada.

—Kate —dijo—, su padre está aquí.

Me quedé inmóvil. No podía creer que había oído correctamente, y en aquel momento Clare apareció en la puerta.

Corrió hacia mí y me abrazó, y allí estaba mi padre. Kendal miraba a los visitantes con curiosidad. ‘Tenía que tomar rápidamente una decisión.

—Tenemos noticias para ti. Y quisimos dártelas personalmente —dijo.

—¡Qué niño tan encantador! —comentó Clare.

Los colores se me subieron a la cara. Me sentía atolondrada y no sabía qué decir. A menudo me había imaginado a mí misma contándole la verdad a mi padre, pues sabía que no podría mantener en secreto para siempre la existencia de mi hijo. Pero nunca me imaginé que las cosas ocurrirían así.

—Hay mucho que explicar —dije—. Nicole, ¿quiere llevárselo arriba, por favor? Dentro de un rato podrá bajar y ver a su abuelo.

—Quiero verlo ahora —afirmó Kendal.

—Ya lo has visto, querido. Primero quiero hablar con él.

Nicole lo tomó firmemente de la mano y se lo llevó.

Entramos en el salón con mi padre y Clare.

—Primero cuéntenme sus noticias —dije con firmeza, mientras trataba de encontrar palabras para explicar la existencia de Kendal.

—Clare y yo nos hemos casado —anunció mi padre.

—¡Se han casado!

—Hace tres semanas. No te lo dijimos porque te sabíamos demasiado ocupada para venir a la boda; hubieras pensado que debías ir y te hubiésemos complicado la vida. Preferimos sorprenderte en nuestra luna de miel.

—¡Padre! —fue lo único que pude decir.

—No le complace, ¿verdad? —repuso Clare.

—Claro que sí. Creo que es maravilloso. Nadie puede cuidarlo mejor que usted.

—Quiero cuidarlo —manifestó con gravedad—. Especialmente ahora…

Mi padre me sonreía y me di cuenta de que no podía verme muy claramente.

Dije con, lentitud:

—Como habrán adivinado, yo también tengo algo que decirles.

—¿No hablará a solas con su padre? —preguntó Clare.

Moví la cabeza.

—No, Clare. Ahora es usted de la familia. Me temo que tendrán una desagradable sorpresa. El niño que han visto es mi hijo.

Hubo un profundo silencio.

—No podía decírtelo, padre —me apresuré a murmurar—. Por eso tenía que permanecer aquí. Por eso no podía ir a verte.

—¿Estas casada? —preguntó mi padre.

—No.

—Comprendo.

—No —dije—. No creo que lo comprendas.

—¿Qué pasó con Bertrand? Ibas a casarte con él.

—El padre de mi hijo no es Bertrand.

—¿Quién es, pues?

Clare intervino.

—¡Kate querida!…

—No; nada de pobre Kate —interrumpí con energía—. Sucedió y, ahora que tengo a mi hijo, no quisiera que no hubiese sucedido.

Mi padre estaba desconcertado.

—Pero tenías que casarte con…

—Hubo otra persona…

—¿Y no podías casarte con él?

Moví la cabeza.

Veía en mi padre la lucha entre sus principios y el amor por su hija. Era una conmoción para él que yo tuviese un hijo natural. Le debía una explicación, pues no quería que creyera que me había conducido inmoralmente sin pensar en las consecuencias.

Quedamente proferí:

—Me forzaron.

—¡Mi pobre hija!…

—Y ahora, por favor, no hablemos de ello.

—Desde luego —dijo Clare—. Kendal, Kate es feliz, aparte de lo que sucedió. Y tiene éxito con su trabajo. Esto ha de ser una compensación por todo. Y el chiquillo es un encanto…

—Gracias, Clare —repuse—. Tal vez pueda contárselo más tarde. Su llegada ha sido tan repentina…

—Debimos decirle que estábamos en camino —comentó Clare—. Pero quisimos que fuera una sorpresa.

—Es una sorpresa maravillosa. Estoy contentísima de verlos. Sólo que…

—Lo comprendemos —me atajó Clare—. Ya nos lo contará cuando quiera. Entretanto no se preocupe. Tiene el estudio y el éxito. Eso es lo que soñaba, ¿no?

Mi padre miraba hacia mí como si viera a una desconocida. Me acerqué a él y, tomando su mano, la besé.

—Lo siento —dije—. He sido injusto contigo. Tal vez debí explicártelo. Pero no quise hacer más difícil tu situación. Créeme: No fue culpa mía. Todo sucedió contra mi voluntad.

—¿Quieres decir que…?

—Por favor, no hablemos de eso. Acaso más tarde. Ahora no. Ahora quiero decirte que me alegro de que seas feliz y de que tengas a Clare.

—Clare ha sido muy buena conmigo.

Tomé la mano de Clare y nos mantuvimos un instante los tres juntos.

—Por favor: compréndanme —dije—. No lo quise. Sucedió… Nicole es una maravillosa amiga, que ha hecho que todo fuese más fácil para mí. Creo que, a pesar de todo, he tenido suerte.

Mi padre cerró los puños y murmuró:

—¿Es ese hombre… el barón?

—Padre, por favor…, ya pasó.

—Hizo mucho por ti. Y por eso…

—No, no. Te equivocas. Ya te dije que acaso pueda contártelo más adelante; pero ahora no.

—Kendal —intervino suavemente Clare—, no entristezcas a Kate. Imagina los trances por los que ha debido pasar, y además nuestra llegada ha sido tan súbita. Ya nos lo contará en otra ocasión. Me alegro tanto de verla, Kate. ¿Le gusta la pintura al niño?

—Sí, creo que le gustará. Comienza a dibujar. Estoy segura de que tiene el sentido de los colores. Lo bauticé Kendal, por si acaso.

Mi padre sonrió dulcemente. Me apretó fuertemente la mano.

—Debiste recurrir a mí, Kate —dijo—. Yo era quien debía ayudarte.

—Casi lo hice. Lo habría hecho si Nicole no hubiese estado aquí. ¿Sabes, padre? Tú has tenido suerte con Clare y yo la he tenido con Nicole. Es maravilloso poseer amigos seguros.

—Estoy de acuerdo contigo en esto. Quisiera ver al chico, Kate.

—Ya lo verás.

—Kendal Collison. Tal vez continúe la tradición… —murmuró.

*****

Se quedaron tres días. Una vez se recobró de sus emociones, mi padre aceptó la situación como había aceptado su próxima ceguera.

No hizo más preguntas íntimas. Tanto si pensaba que el barón me forzó a someterme, como si creía que me persuadió, no preguntó, y yo no le expliqué nada. Advirtió que hablar de eso me molestaba y deseaba que su visita fuera alegre. Quería también subrayar el hecho —que yo ya sabía— de que, por encima de lo que pudiera sucedemos, el amor entre los dos seguiría firme como una roca.

Hablaron de la aldea. Hope tenía un niño y era feliz, aunque por un tiempo pareció que no lograría sobreponerse a la muerte de su hermana. En la vicaría todo estaba como de costumbre. Frances Meadows era una furibunda trabajadora y se ocupaba con eficacia de la vicaría y de muchas de las actividades de la parroquia.

—La vida es muy tranquila, allí, comparada con tu maravilloso salón —dijo Clare—. Pero es la que nos conviene.

La vista de mi padre empeoraba. No llevaba lentes, porque no le servían de nada. Llegaría el momento en que sería completamente ciego. Temía ese día y sabía que él también.

Clare habló largamente conmigo. Comenzamos a tuteamos.

—Se va adaptando gradualmente —me explicó—. Le hago lectura, lo cual le gusta mucho. Desde luego, ya no puede pintar. Me destroza el corazón verle en su estudio. Todavía sube a él a menudo. Creo que tu éxito significa mucho para él.

—Clare —dije—, no sabría expresarte toda la gratitud que siento por ti.

—Soy yo la que debería estar agradecida. Antes de conoceros, mi vida era vacía. Ahora está llena de sentido. Sospecho que estaba destinada a ocuparme de los demás.

—Es una misión muy noble.

—Tu padre es tan bondadoso, tan gentil… Soy yo la que tiene suerte. Siento lástima por los que no han tenido mi buena suerte. A menudo pienso en Faith Camborne.

—Era tan tímida…

—Ya lo sé. Traté de que fuésemos amigas. Hice lo que pude.

—Siempre la ayudaste y sé que ella te apreciaba mucho.

—Todo lo que puedo hacer ahora es rezar para que Hope deje de sentirse abrumada por la muerte de su hermana y disfrute de la vida que Dios le dio, de su buen esposo y de su hijo.

—Querida Clare —murmuré, y la besé.

A Kendal lo excitó descubrir que tenía un abuelo. Se le subía a las rodillas y lo miraba a la cara. Debió oírnos hablar de su ceguera inminente, porque un día, sentado en sus rodillas y fijando los ojos en su rostro, le preguntó:

—¿Cómo están hoy tus pobrecitos ojos?

Mi padre se conmovió tanto que casi se le saltaron las lágrimas.

—Yo miraré por ti —continuó Kendal—. Te llevaré siempre de la mano y no dejaré que te caigas.

Al ver la expresión de mi padre, me alegré una vez más de tener aquel hijo y no lamenté nada de quien me lo dio.

Seguirían viaje a Italia. Mi padre quería que Clare conociera las obras de arte que tanto influyeron en él cuando podía mirarlas. Sospecho que esperaba volver a verlas a través de Clare.

Ella se mostraba con él suave, dulce, sin atosigarlo, pero arreglándoselas para que siempre se diera cuenta de que se preocupaba por él, dejándole hacer lo que quería por sí mismo, pero siempre a su alcance por si la necesitaba.

Me alegré de que hubieran venido. Me había quitado de encima un gran peso. Ya no tenía que ocultarles mi secreto. Desde ahora podría escribirles libremente, sin ocultar nada.

—Por favor, Clare —les dije cuando se marcharon—. Venid a verme a menudo. Para mí es difícil ir a Farringdon…, pero vosotros podéis venir con frecuencia.

Prometieron que lo harían.

*****

Transcurrieron dos años. Kendal se acercaba a su quinto cumpleaños. Sabía dibujar bien y nada le agradaba tanto como venir por las tardes al estudio, cuando no había clientes, y sentarse a pintar. Pintó las estatuas que había visto en los jardines del Luxemburgo. La de Chopin, en especial, lo deleitaba, pero hizo algunos retratos identificables de Watteau, Delacroix y Georges Sand. Tenía una habilidad que me parecía portentosa. Yo escribía regularmente a mi padre, pues deseaba noticias de Kendal y se deleitaba con las que le mostraban su interés por la pintura. Me escribió que a los cinco años yo había comenzado a mostrar la misma afición.

«Es una maravilla —decía en su carta— saber que la tradición no se perderá».

Durante aquel lapso él y Clare vinieron dos veces a París. Ya casi estaba ciego y su escritura resultaba difícil de descifrar. Clare escribía a menudo por él. Me informó que la pérdida de la visión, aunque gradual, era evidente, pero él lo había aceptado y pasaba largas horas de dicha hablando con ella o escuchando lo que le leía. Se mantenía al corriente de las noticias y le interesaba especialmente saber lo que sucedía en Francia.

«No le leo nada que, a mi entender, pueda inquietarle —me escribía—. Se intranquilizó con la situación en Francia, con ese descontento que parece haber con el emperador y la emperatriz. Ya sé que ella es muy hermosa, pero se dice que es una manirrota y además española, y a los franceses les desagradaron siempre los extranjeros… Fíjate cómo odiaban a María Antonieta. Creo que tu padre tiene algo de miedo de que lo que ocurrió hace más de ochenta años vuelva a suceder».

No presté mucha atención a esto, cuando lo leí. La vida en París seguía siendo agradable. Teníamos nuestras soirées en las que se congregaban gentes inteligentes y de mundo. Hablábamos más de arte que de política, pero me fijé que esta última iba apareciendo con mayor frecuencia en las conversaciones.

Creo que a Nicole la deleitaba nuestra existencia. Vivía con lujo y disfrutaba de las soirées. Sospecho que de vez en cuando tenía un amante, pero nunca una relación seria. No le hacía preguntas y ella no me contaba nada. Supongo que, en el fondo, tenía presente lo que ella llamaba mi respetabilidad anglosajona y no quería que nada enturbiara el ambiente.

No me faltaban admiradores. Nunca fui hermosa, pero durante mis años con Nicole adquirí algo especial, cierta prestancia, supongo. Mi trabajo continuaba teniendo éxito y me trataban con mucho respeto. Se consideraba un signo de prestigio poseer una miniatura firmada Collison, y con los frívolos cambiazos de la moda, mi sexo, que antes era obstáculo, se convertía ahora en una ventaja.

Algunos de los hombres que me cortejaban me gustaban, pero nunca me decidí por una relación íntima. En cuanto daban muestras de cierta familiaridad, mi cuerpo se encrespaba y veía aquel rostro que me miraba burlón. Se parecía más y más a la gárgola demoníaca de Notre Dame.

Todos nos sentíamos muy felices. Contraté a una institutriz para Kendal. No podía permitir que Nicole lo sacara todos los días, aunque a ella le agradaba hacerlo de vez en cuando. Jeanne Clotet era una mujer excelente, bondadosa pero firme. exactamente lo que necesitaba Kendal. Congeniaron inmediatamente. Era un muchacho encantador, hacía diabluras a veces, como todos los niños, pero siempre faltaba en ellas la malicia. Quería descubrir cómo funcionaban las cosas y, a veces, las descomponía, pero nunca por el deseo de destruirlas.

Supongo que a mis ojos era perfecto, pero era cierto, también, que los demás se encantaban con él apenas verlo y que, donde quiera que fuese, lo querían. Hasta el portero salía a verlo cuando pasaba. Solía entrar corriendo para explicarme qué personas había encontrado en el parque. Hablaba con una mezcla de inglés y francés que era divertida y constituía tal vez uno de sus mayores atractivos.

La gente se fijaba en él, y por esto sin duda no presté atención, a lo primero, cuando me habló del caballero en el Luxemburgo.

Había en aquel momento una gran afición por las cometas. En el parque, los niños las hacían volar todos los días. Kendal tenía una muy bonita que llevaba impreso el antiguo estandarte de Francia; Las llamas de oro sobre fondo escarlata hacían un gran efecto volando por el cielo.

Solía llevarse su cometa todas las mañanas al Luxemburgo y, al regresar, me contaba cuán alto había volado, más allá de las demás cometas. Hasta pensaba que volarla hacia Inglaterra, para ver a su abuelo.

Un día regresó sin la cometa. Estaba lloroso.

—Se fue volando —se lamentó.

—¿Por qué la dejaste escapar?

—El señor me enseñaba cómo hacerla volar más alto.

—¿Qué señor?

—El señor del parque.

Miré a Jeanne.

—Es un caballero —explicó—. A veces está por allí. Se sienta y observa cómo juegan los niños. A menudo habla con Kendal.

Le dije a éste:

—No importa. Te compraré otra cometa.

—Pero no tendrá el estandarte.

—Espero que encontremos otra igual —le tranquilicé.

A la mañana siguiente se fue sin cometa y desconsolado por ello.

—Espero que esté ya con mi abuelo —dijo, y esto pareció consolarlo. Luego agregó ansiosamente—: Pero ¿podrá verla?

Hizo una mueca de tristeza y su rostro mostraba algo más que la pena que le causaba la pérdida de su cometa. Pensaba en que su abuelo no podría ver aquel estandarte espléndido. Era su tendencia a pensar en los demás lo que hacía a Kendal tan atractivo.

—Encontraré otra cometa con estandarte, aunque haya de re correr todo París —le dije a Nicole.

—Yo también buscaré otra —prometió.

Aquella mañana tenía una sesión de pose, pero me prometí que por la tarde saldría a buscar una cometa. No fue necesario. Kendal regresó del parque con una cometa mayor que la que había perdido, y los rojos y oros del estandarte eran más brillantes y llameantes.

—¿Quiere decir que se la ha dado a Kendal?

—Dijo que era en parte por su culpa que se perdió la otra. Él y Kendal jugaron con ésta toda la mañana.

Me sentí algo inquieta.

—No era necesario que la sustituyera —comenté—. Y menos que comprara una que es a ojos vistas muy cara.

Transcurrieron algunos días. Todas las mañanas, Kendal salía con su cometa. La hacía volar, me explicó, con el caballero del parque.

Entonces vino lo que yo estaba aguardando: la cancelación de una sesión de pose, y aproveché la ocasión. Quería observar por mi misma al caballero del parque.

Cuando lo vi me quedé inmóvil, temblando de miedo. Mi impulso fue arrancarle a Kendal y alejarnos corriendo.

Se me acercaba. Me saludó. Me asaltaron los recuerdos. Quise gritarle: «Váyase. ¡Déjeme en paz! Salga de mi vida…».

Pero allí estaba, sonriendo.

—Mamá —dijo Kendal, con su deliciosa combinación de dos lenguas—, voilá el señor del parque.

—Kendal y yo nos hemos hecho amigos —explicó el barón.

—¿Cuándo empezó esto?

—Lo bastante para que seamos buenos amigos.

No me era posible mirarlo. Me aterrorizaba. Conocía su falta de escrúpulos y temía su próxima fechoría.

—¿Cómo lo supo…?

—Lo vi. Me encantó. Descubrí su nombre.

Kate pasaba la vista del uno al otro.

—¿Va a hacer volar la cometa? —preguntó.

—Claro que si —contestó el barón—. ¿No le parece bonita esta cometa? —agregó, dirigiéndose a mí.

—Es mayor que la que se fue a Inglaterra —dijo el niño.

—Espero que le guste a tu abuelo.

«Cuánto sabe ya —pensé—. Lo ha hecho ex profeso. Pero ¿por qué?».

Me saludó con una inclinación.

—¿Me perdona usted? Hemos de hacer volar la cometa. Ha de mostrar a los demás lo inferiores que son las suyas.

—Vamos, vamos —dijo Kendal.

Había vuelto a hablarme de usted, dejando el tuteo del pabellón de caza.

Los observé alejarse juntos. Me sentía abrumada. ¿Qué intentaba hacer? ¿Qué significaba todo aquello? Venía al parque para ver al muchacho. ¿Por qué? Nunca se interesó por los niños…

De modo que no me había escapado de él. Los últimos años, durante los cuales aprendí a conformarme con mi vida y a aceptar lo que ofrece y agradecerlo…, esos años habían sido, pues, sólo un entreacto.

Este hombre me daba miedo. Sabía que era implacable. ¿Qué quería con mi hijo?

Debía enfrentarme con la terrible verdad: Kendal era también su hijo.

Vi cómo el estandarte se elevaba en el cielo. Ahí estaba, mayor y más brillante que los demás. Todos lo señalaban y Kendal se mostraba inmensamente orgulloso.

¿Qué le estaba ya enseñando al niño?, me pregunté. Le mete en la cabeza que ha de ser superior a todos. Debe tener una cometa mayor. Ha de hacer sombra a los demás.

Así había sido criado el barón. Trataría de convertir a mi niño en otro ser como él.

—Toma: agárralo con firmeza —le oí decir—. No lo sueltes… ¿Puedes hacerlo?

—Claro que sí —contestó Kendal.

—Claro que sí —repitió el barón—. Voy a hablar un momento con tu mamá.

Se sentó a mi lado. Instintivamente me aparté. Al advertir mi ademán se rió.

—¡Qué muchacho! —exclamó.

No contesté.

—Se parece mucho a mi abuelo. Poseo un retrato de él cuando tenía la edad de Kendal. La semejanza es asombrosa.

—Este niño es mi hijo —dije lentamente—. Nunca será como esos vikingos que arrollaban a cuantos se les cruzaban en el camino.

—Hay en él cierta dulzura —prosiguió—, heredada de sus parientes maternos, sin duda. Pero será un luchador.

—No creo que haya necesidad de hablar de él con usted. Si quiere decirme el precio de la cometa…

—Fue un regalo mío.

—No quiero que acepte regalos de desconocidos.

—¿Y uno de su padre?

Me volví hacia él.

—¿Qué se propone usted?

—Me limité a hacer un comentario. Soy su padre y puedo regalarle una cometa, si quiero…, o cualquier otra cosa, desde luego.

—Yo soy su madre. Lo traje al mundo y desde entonces lo he cuidado. No tiene derecho a venir, ahora, porque le gusta mirarlo, y presentarse como su padre. ¿Cómo puede estar seguro de que lo es?

Me miró sardónicamente.

—Usted es una dama de moral impecable. Todo encaja. Basta con mirarlo.

—Muchos niños se parecen.

—Pero no tanto. Además, lo reconocí tan pronto como lo vi. Me dije en seguida: éste es mi hijo.

—No tiene ningún derecho sobre él.

—No le dejé ver que me tiene usted miedo. Esto podría provocar en él resentimiento hacia mí. Le he oído decir que tiene una madre muy hermosa y muy inteligente. He oído hablar de usted. Ha justificado mi fe hacia usted. La famosa Kate Collison…, hermosa, joven, distante, misteriosa, que vive, dicen, casi como una monja.

—¿Dónde consiguió tanta información?

—Vive usted en público, querida Kate. No se puede evitar escuchar comentarios. Me dije: No ha habido nadie más en la vida de Kate. Yo he sido el único. Sigo siendo el único.

—Ya veo que no ha cambiado su opinión de sí mismo.

—En realidad, le confesaré, Kate, que no soy un hombre feliz.

—¿Cómo es eso? Si sabe aprovechar tan bien las circunstancias y obtener lo que desea…

—No es fácil.

—Vaya: veo que ha cambiado. Creí que era usted omnipotente.

—No por completo, desgraciadamente.

—Estoy segura de que no se conforma con este «no por completo».

—Escuche, Kate: no perdamos el tiempo así. He pensado a menudo en usted.

—Supongo que esto debería halagarme, ¿no?

—Es la verdad. Fue un momento maravilloso para mí.

—Pues para mí no lo fue en absoluto.

—Lo fue, Kate. Si es usted sincera consigo misma, reconocerá que cada minuto la deleitó. Vamos: bien sabe que sí.

—Odié cada minuto. Lo odié a usted. Me arruinó…

—¿La vida? No. Mírese a sí misma. De aquello vino este hermoso chiquillo. No quiere usted cambiar esto, ¿verdad?

—Tengo a mi hijo y lo cuidaré para mí.

—¿Y quisiera que fuese distinto? ¿Ni siquiera en algún de talle?

—Claro que no.

—Ya lo ve. Para que fuera como es, tenía que ser en parte mío. Pudo usted casarse con Bertrand. La salvé de esto. Me sorprendió cuando renunció a casarse. Se lo dije, pero me desobedeció. Perdió mucho con ello. Ahora es pobre. Se casó pensando que su mujer le traería algo. Algo, sí, pero no tanto como esperaba.

—¿Cree usted en ello?

—Tenía que aprender que no puede desafiarme… Se habría aburrido usted tanto con él. Es un caballero con sangre aguada. Y usted lo habría soportado, aunque hubiera arruinado su carrera. Madame de Mortemer. No, no la veo en ese papel. En vez de esto, ahí está usted, la famosa Kate Collison, gran artista, madre del muchacho más encantador de Francia, buscada… pero inalcanzable. Dígame: ¿es que el chiquillo pinta?

—¿Le importa a usted?

—Muchísimo.

—Me niego a contestar.

—¡Vaya! Kate, la misma Kate de siempre. Me recuerda tantas cosas… Nunca debí dejarla marchar. Ya ve que también cometo errores.

—Oírle admitir esto resulta extraordinario. Sí, me parece que ha cambiado usted. Me sorprende mucho que reconozca una derrota.

—Espero que se apiadará de mí.

—No creo ni una palabra de lo que dice, ¿sabe usted? Nunca lo creeré.

—Vamos: admita por lo menos que tendremos otras ocasiones de estar en desacuerdo. Esto significa que nuestra relación continuará. Nada deseo tanto como esto.

—Creo que es mejor que me vaya.

—No puede bajar el estandarte todavía…, a menos que quiera que yo me encargue del muchacho.

—Esto, ni pensarlo. Nunca lo permitiré.

—Ya me lo dije —reconoció.

—¿Por qué ha venido aquí? —pregunté.

—Para ver al chico.

—Para atraérselo.

—Deseo su amistad.

—No es para usted.

—Vamos, Kate. Su propio padre…

—He oído decir que tiene usted su propio hijo…, un hijo legítimo.

Su rostro se endureció.

—No tengo ningún hijo.

—La princesa tuvo uno.

—Lo tiene.

—Entonces…

—Usted la conoce, Kate. Ha estado con ella. Creo que confió en usted. No llegó virgen a mí.

Lo miré firmemente, con burla en los ojos. Ahora se había puesto muy serio.

—El niño nació prematuro —dijo—. Supe que no era mío. Reconoció que había tenido un amante, Armand L’Estrange. De modo que di mi nombre a un bastardo. ¿Qué le parece? ¿No le hace reír?

—Sí —dije riéndome—. Me divierte.

Pero me serené súbitamente.

—Pobrecita princesa… —empecé a decir.

—¿De modo que siente lástima por ella, por esa prostituta embustera?

—Sentiría lástima por quienquiera que tuviera la mala suerte de casarse con usted.

—Bueno; pues ya tiene la satisfacción de saber que comparto esta mala suerte.

—Se siente usted ultrajado, claro. No importa. Ha aprendido usted una buena lección. Pueden engañarlo como a cualquiera. Lo que es bueno para los hombres, a fin de cuentas tal vez es también bueno para les mujeres. No debería estar usted tan enojado porque ha perdido en su propio juego.

—Me había olvidado que es usted una de las mujeres modernas, ¿no es así? Mujer y artista. Compite con los hombres.

—Compito como artista, si quiere llamarlo competir. Esto no es cuestión de sexo.

—Le di su oportunidad…, recuérdelo. ¿Cree que le habría sido todo tan fácil, si no hubiese sido por esto?

—No. Pero se vanagloria usted de ser un amante del arte. Re conoció usted mi talento y sólo por esta razón lo señaló a los demás.

—Yo estaba interesado en usted.

—Como artista.

—Y como mujer Creo que se lo demostré.

—Vamos; si lo otro fue una sórdida venganza…

—Siempre es bueno combinar los negocios con el placer.

—Bueno: ya está todo en el pasado. Me infligió usted la peor humillación que se puede sufrir. Nunca se lo perdonaré. Me debe algo. De modo que déjeme en paz y aléjese de mi hijo.

—Pide usted demasiado.

Me tomó la mano y la estrujó hasta hacerme daño.

—No haré nada que pueda perjudicarlos, ni a usted ni a él. En realidad, siento mucho afecto por los dos.

—¿Quién fue que dijo: Temed a los griegos cuando traen regalos? Podría agregar que cuando hombres como usted se presentan con cara de bondadosos, es entonces cuando son más dañinos.

—Ha cambiado usted, Kate. Comprenda que yo también he cambiado.

—No creo que pueda cambiar si no es para empeorar.

—¿No quiere dame una oportunidad?

—No.

—Es cruel, Kate.

—Sólo hay una manera de cambiar mis sentimientos hacia usted.

—¿Cuál es?

—Dejarme en paz y dejar en paz a los míos… ¿Quiere usted un consejo?

—¿Cree usted, Kate? Sería un consejo de oro.

—Tuve que enfrentarme a una situación aterradora. Cuando descubrí que iba a tener un hijo, no sabía a quién apelar. Encontré una buena amiga y salí del apuro. He llegado a aceptar mi vida. Haga lo mismo. Tiene un hijo. Puede tener más hijos. No debe reprochar a la princesa que hiciera una vez lo que se pasó usted la vida haciendo. Por lo menos, en su caso, se hizo con su consentimiento.

—Kate —dijo—, me hace tanto bien estar con usted. ¿Sabe que me siento más animado con sólo oírla hablar? Me gusta que me critique usted. ¿Recuerda cómo luchó contra mí? Realmente, quiso usted luchar, ¿no es así? Tenga piedad de mí. Mi matrimonio es un desastre, odio al enfermizo bastardo de mi esposa, desprecio a mi mujer. No puede tener más hijos. Al dar a luz al bastardo quedó inútil. Ésta es mi triste historia.

—Hay una moraleja.

—Los malvados nunca prosperan.

Se rió y yo me levanté. Él se puso de pie a mi lado. Había olvidado cuán alto y fuerte era.

—Me gustaría tener una ocasión de presentarle mi defensa. ¿Me lo permite?

—No —contesté—. No me interesa su caso. Lo veo como a un bárbaro, un salvaje nacido demasiado tarde. Si quiere pagar en parte su deuda…, y Dios sabe que es mucha…, me dejará en paz. Déjeme con lo que he sufrido y con lo que he conseguido. Son cosas que me pertenecen y en las que no tiene usted nada que ver ya.

Llamé a Kendal:

—Haz bajar la cometa. Es hora de regresar a casa.

El barón se acercó al muchacho y lo ayudó con la cometa. Kendal daba brincos de alegría el barón la recogía.

—Gracias —dijo Kendal—. Es la cometa mejor y mayor que ha estado nunca en el cielo.

Yo pensé: «Ya comienza a hacer que mi hijo se le parezca».

Volvimos a casa en silencio. Me sentía inquieta. Desde hacía mucho tiempo no había sentido ese temor.

Kendal caminaba callado a mi lado, cargado con su cometa.