París me sedujo desde que pisé sus calles y me prometí ver lo más posible de la ciudad durante mi estancia en ella.
Primero acompañamos a mi padre a la Gare du Nord, y luego Bertrand, que había venido con nosotros en el tren, me dijo que me llevaría a la casa de la rue du Faubourg Saint-Honoré, donde residía la princesa de Crespigny y donde debía pintar su retrato.
Nos recibió un criado, que me rogó que entrara. Me despedí, pues, de Bertrand, que me prometió venir a verme al cabo de unos días. El criado llamó a una doncella y le dijo que me acompañara a la habitación preparada para mí.
Era una mansión magnífica. Me impresionó la bellísima escalera que subía en una gran curva desde el vestíbulo. Era en realidad un palacete, y desde que entré en él me agradó el sobrio decorado, en mi opinión de gusto impecable. Había mucho blanco, algunos toques de rojo y cierta cantidad de dorados. Daba una impresión de riqueza discreta.
Mientras subíamos, pude observar el intrincado trabajo del hierro de la barandilla.
—La princesa la verá a usted mañana —me dijo la doncella—. Tenemos órdenes de cuidar de su comodidad y de ofrecerle cuanto necesite. Madame la Gouvernante vendrá a verla más tarde. Pensó que después del viaje, preferiría usted descansar.
Era una suerte que hubiese mejorado mi francés en Centeville, pues la doncella hablaba con un acento del sur que no resultaba fácil de comprender.
Después de mucho subir llegamos a un rellano y abrió una puerta. Me encontré en una amplia y agradable estancia. La cama doble tenía cortinas blancas de encaje sujetas con cintas doradas. Las alfombras orientales eran de colores apagados, rosas, azules claros y tonos pastel. Había varios muebles de estilo Luis XIV o Luis XV, muy bien pulidos y de refinada elegancia.
La doncella preguntó si quería agua caliente para lavarme y le contesté, agradecida, que sí.
Mientras la esperaba, di una vuelta por la habitación, examinando su contenido. ¡Cuán distinta de la del castillo de Centeville! Me pregunté si esta elegante mansión reflejaba la personalidad de la princesa como el castillo de Centeville reflejaba la del barón.
Incluso entonces pensaba en éste. ¡Qué desfachatez tratar de pasar su amante a Bertrand! Me alegraba que éste le hiciera frente con tanta firmeza. Esto había bastado para inclinarme impulsivamente hacia él. Cuando se enojaba, parecía convertirse en un hombre al que podía admirar, fuerte, decidido. Antes me había preguntado si no le tenía un respeto excesivo al barón, lo que indicaba cierta debilidad y me hacía dudar de si la simpatía protectora que experimentaba por él era el sentimiento adecuado hacia un marido.
Era una lástima dejar que la imagen del odioso barón penetrara en esta casa encantadora. Pero, desde luego, debía penetrar en ella. Era la causa de que yo me hallara allí. Debía agradecerle que hubiese reconocido la calidad de mi pintura. No, me dije con fiereza, no debía. Era simple honestidad. El mayor pillo del mundo puede ser honesto en cosas de arte y apartar el ridículo prejuicio prevaleciente respecto a las mujeres.
Me preguntaba si la miniatura de la princesa me interesaría tanto como la del barón. Probablemente, no. No habría ahora intriga y subterfugio, que, si bien me asustaban a veces, me estimulaban también.
Me lavé y cambié. Me puse una falda negra y una blusa blanca, y deshice el equipaje, mientras aguardaba al ama de llaves.
Llegó por fin. Era una mujer de mediana edad, vestida de negro, sencilla pero elegante. Colgaba de su cuello un pequeño broche de diamantes, su única joya.
—Bienvenida —me dijo—. Espero que haya tenido un buen viaje. El barón avisó que llegaría usted hoy, pero no sabía a qué hora.
—Fue amable de su parte —dije—. Acompañamos a mi padre a la estación y vinimos directamente aquí. Mi padre regresa a Inglaterra.
—Me alegro de que hable francés. La diferencia de idiomas a veces complica las cosas. Si necesita usted algo, no vacile en llamar.
Indicó el cordón blanco que colgaba al lado de la cama.
—Pensé que le gustaría cenar en su cuarto, esta noche. Debe estar usted cansada del viaje. Se la subirán dentro de una hora.
—Espléndido. La princesa… ¿está deseosa de que la retrate? Sonrió.
—A la princesa la han retratado muchas veces. No se preocupa por esto. La encontrará impaciente, como modelo, y le aconsejo que las sesiones de pose no sean muy largas.
—Gracias. Tengo entendido que es muy joven.
—Tiene diecisiete años.
—Será un buen tema de miniatura.
—Estoy segura, mademoiselle Collison, que usted se encargará de esto. La señora condesa me dijo que el barón de Centeville ha elogiado mucho la que usted hizo de él.
—Es amabilidad suya.
—No lo haría si no lo sintiera, mademoiselle. —Sonreía de nuevo.
—Supongo que está acostumbrada a pasar unos días en casas ajenas.
—Bueno: acabo de llegar del castillo de Centeville, donde estuve casi tres semanas.
—Esto es diferente del castillo, ¿verdad? Esos viejos castillos están llenos de corrientes de aire. Pero acaso esto no le importa a usted.
—Aquí parecen tener todas las comodidades.
—La señora condesa prefiere la comodidad.
—Perdóneme, pero hay cosas que no sé. ¿Quién es la señora condesa?
—Es una parienta lejana de la princesa, y su tutor, por decirlo así. La condesa presenta a la princesa en sociedad y se ocupa de su boda. La princesa es huérfana. Su familia sufrió mucho en los desórdenes del pasado.
—¿Y usted es su institutriz?
—¡Oh no!, mademoiselle. Yo soy el ama de llaves, que quiere decir la femme de charrge, ¿entiende?
—Sí. En inglés decirnos housekeeper.
Repitió lentamente la palabra, sonriendo al hacerlo.
—Ahora ya veo mejor la situación —dije—. Muchas gracias por ocuparse de mí.
—Le mandaré subir la cena… por esta noche. Luego ya veremos. Sin duda la condesa nos dirá cómo hay que hacer las cosas. Verá a la princesa por la mañana. A las ocho le traerán el petit déjeuner con el agua caliente. ¿Le va bien así?
Le contesté afirmativamente y me dejó sola.
Me embargó un sentimiento de intensa soledad. Echaba de menos a mi padre. ¿Dónde estaría, en su viaje? Tal vez preparándose para cruzar el canal. ¿Dónde estaría Bertrand? Sin duda, camino de su casa, para anunciar a su familia que se proponía casarse conmigo y que había reñido con el todopoderoso barón, al que juraba no volver a ver nunca.
Cuán distinto esto de mi llegada al castillo. Traté de revivir el sentimiento de excitación y temor, aquella decisión de triunfar en lo más difícil que hasta entonces había emprendido, y luego la mezcla de sentimientos de repulsión y exaltación resultado de mi intento de conocer el rostro de aquel hombre malvado, capaz de una conducta tan afrentosa.
Pero ¡qué modelo había sido! Empezaba a creer que al pintarlo había logrado mi obra maestra. Había provocado sentimientos tan intensos, tenía una cara tan interesante. ¿Cuándo volvería a encontrar a otra persona tan complicada, malvada, cruel? Bastaba con pensar en los peores defectos de la naturaleza humana y parecían aplicársele todos. Y, sin embargo, amaba las cosas bellas, había valorado honestamente mi trabajo, y porque lo encontró bueno desafió el Criterio convencional de su sexo, según el cual las mujeres debían desempeñar un papel inferior, porque sólo eran capaces de esto. Había tenido el valor de decir lo que pensaba. ¿Valor? No era valor. No lo necesitaba para hacer o decir lo que quisiera. En su pequeño mundo era todopoderoso. Él establecía las reglas de su juego.
¡Ah!, pensé, pero a veces surge alguien, barón, que no se doblega. ¡Querido Bertrand! Era un joven digno, que no se dejaba dictar por el mundano y cínico barón. Me reí y dije para mí:
«Y ahora, barón, tendrá que encontrar a otro marido para la amante que echa de su lado».
Deja de pensar en él, me ordené. Tienes un nuevo encargo. No volverás a ver al barón. ¿Por qué admitirlo como un intruso en esta atmósfera elegante, tan distinto del castillo normando?
Había llegado rodeada de gloria, reconocida como una pintora de mérito. Iba a retratar a una chiquilla de diecisiete años, inocente, a la que la vida no había marcado aún. Un modelo encantador para un retrato que no exigiría un conocimiento demasiado profundo del carácter. La piel sería suave y sin huellas del tiempo, no habría secretos en la mirada ni arrugas en la frente. Un retrato hermoso, eso es lo que debería hacer ahora. Una virgen inocente, pensé que iba a ser legalmente entregada a ese monstruo para que la desflorara. ¡Pobrecita! Me daba lástima.
Luego me dije en voz alta:
—Cesa de pensar en el barón. Has hecho para él un trabajo soberbio y te ha pagado en consonancia. Muéstrate debidamente agradecida y olvídalo.
Trajeron la bandeja con la cena: pollo frío con una ensalada cubierta con una salsa que no me era familiar, pero muy sabrosa. Una tarta de fruta y una garrafita de vino blanco completaban la minuta. Todo muy gustoso.
Más tarde vino una doncella a llevarse la bandeja y decidí acostarme. No había tenido exactamente una acogida exultante, pero debía recordar que en realidad yo era una empleada. Me hallaba entre la verdadera aristocracia francesa que, según tenía en tendido, era más formal que cualquiera otra del mundo. Ya veríamos mañana, y, en todo caso, dentro de poco me encontraría de regreso a casa. Había decidido regresar allí, antes de volver a Francia para los dos encargos firmes que tenía: uno con madame Dupont y el otro con monsieur Villefranche, aceptados la velada misma en que el barón exhibió su miniatura.
Mi padre había aprobado esta decisión. Dijo que debía aceptar esos encargos, pues ayudarían a darme renombre en Francia, donde, con el apoyo de alguien tan influyente como el barón, yo tendría más importancia de la que podría conseguir en la Inglaterra de la reina Victoria.
—Una vez te hayas hecho un nombre —me dijo—, podrás decidir lo que quieres hacer. Pero primero necesitas la fama. El nombre lo es todo.
Si me casaba con Bertrand…, cuando me casara con Bertrand…, insistiría en seguir con la pintura. Lo aceptaría fácilmente. Ya lo había dado a entender. Bertrand sería muy comprensivo.
Podía considerarme afortunada de que me quisiera. Qué distinta era yo de la muchacha que, poco antes, había llegado a Francia.
Me quité el vestido y me puse una bata. Luego me desaté el cabello y me senté frente al espejo, para cepillarlo. Pensé en la noche en que Nicole me mandó a su doncella para que me peinara.
¡Pobre Nicole! Tratada como una mercancía. Supongo que la gente diría que nunca debió aceptar al barón por amante. Por esto su destino era el salario del pecado.
Llamaron suavemente a la puerta.
—Adelante —dije.
Entró una muchacha. Llevaba un vestido negro con delantal blanco.
—He venido a ver si tiene todo lo que desea.
—Sí, gracias. ¿La ha mandado madame la Gouvernante?
—No, vine porque quise.
Tenía un rostro pequeño, con la barbilla puntiaguda, una nariz más bien larga y ojos vivaces y traviesos.
Cerró la puerta.
—¿Se está usted instalando?
—Apenas he llegado.
—Va a pintar un retrato de la princesa, ¿verdad?
—A esto vine.
—Ha de hacer algo muy bello.
—Espero que lo será.
—Tiene que hacerlo. La princesa no es muy bonita.
—La belleza es a menudo cuestión de opiniones. ¿Es usted doncella suya?
Se sentó en mi cama. Esto me pareció más bien impertinente e iba a decirle que me dejara en paz. Pero no quería descartar ninguna posibilidad de enterarme de cosas de la que iba a ser mi modelo.
—¿Qué quiere decir cuestión de opiniones? —preguntó.
—Pues exactamente lo que dije.
—¿Quiere decir que puede parecerle bonita a usted, aunque nadie más la encuentre así? De manera que la pintará bonita.
—Pintaré lo que vea.
—Acaba de retratar al barón de Centeville. ¿Cómo lo retrato?
—La princesa tiene su miniatura. Tal vez se la enseñe. ¿Trabaja con ella?
Asintió con un gesto.
—Entonces, posiblemente verá la miniatura.
—Ya la he visto.
—Pues ya sabe cómo lo retraté.
—Me parece que es… más bien atemorizador.
—¿De veras?… Bueno: iba a meterme en cama.
—Pero me gustaría conversar un rato.
—Ya le dije que iba a meterme en cama.
—¿No quiere enterarse de la gente de esta casa?
—Ya la conoceré a su debido tiempo.
—¿Ha de conocer bien a las personas que retrata?
—Eso ayuda a retratarlas.
—Es usted una especie de bruja.
—Nunca pensé eso de mí misma.
—No creo que a la princesa le agrade, si se mete e sus asuntos.
—Bueno: tengo que pedirle que se marche. Se incorporó.
—Hábleme del barón —dijo—. Dicen que tiene veinte amantes…, como Salomón o algo así.
—Creo que Salomón tenía a más de veinte.
—No quiere decirme nada, ¿verdad? Es porque soy sólo una doncella sin importancia.
—Váyase a dormir —le ordené.
—¿Va llamar para que me echen?
—No, si se va sin más.
—Como quiera —dijo—. Habría podido contarle muchas cosas —agregó ominosamente—. Cosas que le conviene saber.
—No lo dudo. Pero otra vez será. La empujé afuera y cerré la puerta.
¡Qué doncella más extraordinaria! ¿Qué habría podido contarme de la princesa?
Eché la llave y me acosté, pero tardé mucho en dormirme.
*****
Mi desayuno llegó puntualmente y a las nueve estaba ya dispuesta. No tuve que aguardar mucho antes de que el ama de llaves llamara a la puerta. Me dio los buenos días con cortesía y expreso el deseo de que hubiera pasado una buena noche.
La señora condesa estaba pronta a recibirme y ella me conduciría a verla, si quería seguirla.
Descendimos por la hermosa escalera hasta un piso más abajo y entramos en un salón amueblado en blanco y dorado, con algunos toques de rojo. Los muebles eran exquisitos y de los siglos dieciséis y diecisiete, a mi entender. Pero fue la condesa la que atrajo inmediatamente mi atención.
Era más bien baja y algo regordeta, ataviada con miras a di simularlo. Su peinado era alto, para aumentar su talla. Era muy pulida y encajaba perfectamente en el salón.
He de reconocer que me sentí algo desmañada, torpe, pues era evidente que no prestaba a mi apariencia la misma atención que ella a la suya.
—¡Mademoiselle Collison! —exclamó, avanzando y tendiéndome la mano.
Tomó la mía en un apretón blando.
—Me complace darle la bienvenida. El señor barón tiene tantos deseos de que haga usted esa miniatura de la princesa de Crespigny. Admira tanto su trabajo… Desde luego, conozco el nombre. Es muy famoso en París…, pero dice el barón que es usted la primera dama de esta dinastía de artistas.
—Estoy impaciente para ver a la princesa y comenzar a trabajar —repuse—. Me pregunto si hay alguna estancia donde disponga de buena luz.
—Sí, claro que sí. Todo ha sido tomado en cuenta. El barón nos indicó lo que necesitaría usted. Pero la princesa ha dicho claramente que no quiere sesiones de pose largas.
—La pose es necesaria —dije—. Creo que se me ha de permitir que decida su duración. Un pintor puede descubrir algo interesante en el modelo, y si éste se marcha antes de que se pueda captar ese algo… Ya me comprende usted, ¿no?
—Tendrá que convencer a la princesa usted misma. Es muy joven…
—Diecisiete años, creo.
La condesa asintió.
—Ha sido educada muy recatadamente, hasta hace unos meses en que la tomé a mi cuidado y la presenté en la corte. Debo tener…
Hizo una pausa y dije acabando su frase:
—¿Mano firme?
—Exactamente. Es mucha responsabilidad para mí. He mandado avisarla que la estamos esperando. No tardará.
—Muchas gracias.
—Por favor, siéntese, mademoiselle Collison.
Me senté mirando inquieta hacia la puerta.
—¿Viene usted directamente del castillo de Centeville?
Lo sabía de sobra. Estaba simplemente tratando de mantener la conversación.
—Sí, madame.
—Debe haber pasado mucho tiempo… er… con el barón… en las sesiones de pose, quiero decir.
—Sí. Es un buen modelo. Se interesa mucho por el arte.
—Esperemos que la princesa sea también un buen modelo.
Se acercó al cordón de la campanilla y tiró de él. Hubo un silencio, hasta que apareció una doncella. Llevaba vestido negro y delantal blanco similares a los de mi visitante de la noche anterior, pero no era la misma muchacha.
—Hágame el favor de avisar a la princesa que mademoiselle Collison y yo la esperamos en el salón.
—Sí, señora.
La doncella hizo una ligera reverencia y se marchó.
La condesa volvió a sentarse e intentó mantener una conversación, más bien nerviosa.
—Sabe que llegó usted anoche —dijo la condesa—. No me imagino que…
Se mordió el labio, para frenar su enojo sin duda.
—Supongo que la princesa desea que le haga su retrato —inquirí.
—El barón lo desea. ¡Oh! Tengo mucha responsabilidad, mademoiselle, y muchas dificultades…
En ese momento oímos ruidos de galope y la condesa se precipitó a la ventana.
Se volvió hacia mí.
—Es la princesa —anunció—. Ha salido a cabalgar.
Me aproximé a la ventana. Vi la espalda de una figura delgada, rodeada por un grupo de jinetes, hombres y mujeres.
La condesa me miró sin saber qué decir.
Me encogí de hombros.
—Es una lástima. Hubiese querido comenzar pronto. Si me enseñan el cuarto donde trabajaré, empezaré a preparar mis cosas y luego creo que saldré a dar un paseo.
—¿Conoce usted París?
—Es la primera vez que vengo.
—Tal vez lo mejor será que alguien la acompañe.
—Prefiero salir sola.
Vaciló.
—Ya veo que desea explorar. ¿Puede orientarse bien en un lugar nuevo?
—Creo que sí.
—No se aparte mucho. Puede pasear por los Campos Elíseos hasta las Tullerías. Será muy agradable. Yo en su lugar no atravesaría el río. Hay muchos puentes sobre el Sena. Quédese en esta orilla y, si se pierde, tome un fiacre, que la traerá a la rue du Faubourg Saint-Honoré.
—Muchas gracias. Seguiré sus consejos.
—Le pido excusas por la conducta de la princesa.
Encogió los hombros.
—Está acostumbrada a hacer siempre su capricho. Ya sabe cómo son las cosas…
—Lo comprendo —repliqué—. Espero ver más tarde a la princesa.
Fui a mi habitación y recogí los enseres de trabajo. Luego me llevaron a la estancia donde pintaría. Estaba en una especie de ático. Lugar ideal, porque había mucha luz. Dispuse mis pinturas, mis pinceles y mis paletas, preparé los soportes y regresé a mi cuarto.
Nuestra princesita, pensé, es testaruda y mal educada; pero acaso cree que esa conducta es aceptable en una princesa. Sin ni siquiera verla ya empiezo a conocerla.
Pero me esperaba París, y ¡cuánto me encantó! Me agradaron los anchos bulevares, los hermosos puentes y el viejo palacio del Louvre. Pero, por encima de todo, me agradó el ruido de las calles, la cháchara incesante, las terrazas de los cafés con sus mesas bajo enormes toldos de colores y desde dentro de los cuales flotaba la alegre música. No necesité que ningún vehículo me llevara a casa. Sabía orientarme.
Había disfrutado de la mañana y casi le agradecía a mi mal educada princesita que la hubiese hecho posible.
*****
Me sirvieron la comida en mi habitación, de nuevo en una bandeja, y me pregunté si tomaría todas mis comidas de esa manera. Era evidente que no sabían cómo debían tratarme. Supongo que me miraban como una especie de sirvienta. Cuán distinto del castillo, donde se reconocía su importancia a los artistas.
No valía la pena enojarse. Terminaría el retrato y regresaría a casa, antes de volver a Francia para los otros encargos.
El ama de llaves vino una vez hube terminado de comer y me informó que la princesa y su grupo aún no habían regresado. Al parecer se habían detenido en una casa, camino de Saint-Cloud. Probablemente estarían pronto de vuelta y lo mejor era que no me moviese por si la princesa me necesitaba.
Lo acepté, pero tuve que esperar hasta las cuatro a que me dijeran que la princesa estaba en el ático para recibirme.
Subí directamente. Se hallaba en la ventana, mirando afuera y no se volvió cuando entré. Llevaba un vestido de baile de color rojo brillante, con los hombros desnudos y el largo cabello oscuro suelto. Vista de espaldas, parecía una niña.
—Princesa… —dije.
—Entre, mademoiselle Collison. Ya puede comenzar.
—Imposible —repliqué—. No hay bastante luz.
—¿Qué quiere decir?
Se volvió de golpe. Su rostro me resultaba vagamente familiar. Me di cuenta…, la habría reconocido en seguida, de no ser por el vestido de baile rojo y la cabellera suelta, que la hacía parecer distinta de la noche antes, con su vestido negro y su delantal blanco.
¡Vaya!, me dije. Le gustan las bromas pesadas. Y me percaté de que mi estancia allí sería difícil.
Me acerqué e incliné la cabeza. No iba a hacer una reverencia a una chiquilla. A fin de cuentas, la realeza ya no significaba en Francia lo mismo que antes de la revolución.
—Verá usted, princesa —expliqué—, necesito la mejor luz posible para un trabajo tan minucioso como el de la miniatura. No puedo trabajar más que en la mañana, a menos que haya una tarde muy luminosa…; no como la de ahora, con el cielo tan cubierto.
—Tal vez tendría que buscar a un artista que pueda trabajar a cualquier hora —dijo con altivez.
—Eso es cosa de usted. Ahora sólo le diré que esta tarde no hay sesión de pose. Si mañana no sale a montar, quisiera comenzar entonces…; pongamos a las diez.
—Pues no estoy segura —replicó.
—No puedo quedarme indefinidamente —le advertí.
—Bueno, tal vez… —aceptó a regañadientes.
—Me gustaría que me dejara quedar y charláramos un rato. Tengo que conocer algo a mis modelos, antes de comenzar a pintarlos. ¿Puedo sentarme?
Hizo un gesto de asentimiento.
La examiné con atención. Tenía la gruesa nariz de los Valois, que, si bien proclamaba su linaje, no encajaba en las nociones modernas de belleza. Sus ojos eran pequeños, pero muy brillantes; su boca tenía una mueca impaciente, pero acaso esto cambiaba con sus estados de ánimo. No sería imposible hacer un retrato encantador. Poseía el resplandor de la juventud; su tez era buena y lo mismo sus dientes…, si podía convencerla de que sonriese. El color del vestido no le sentaba bien.
—Tendrá que darme una nariz mejor —dijo.
Me reí.
—Quiero retratarla a usted —repliqué.
—Esto significa que saldré muy fea.
—Nada de eso. Veo posibilidades que…
—¿Qué quiere decir con eso de posibilidades?
—¿Nunca sonríe?
—Claro que sí, cuando me siento contenta.
—Bueno, pues haremos que se sienta contenta. Tiene unos dientes muy hermosos. ¿Por qué los oculta? Una sonrisa abierta disimula la longitud de la nariz. Y si abriera más los ojos y les diera una mirada de interés, se iluminarían y parecerían mayores. Por otra parte, el vestido no le va.
—Me gusta este vestido.
—Bueno: está bien. La pintará con el vestido rojo porque a usted le gusta.
—Pero usted dijo que no le agrada.
—No. El rojo no es adecuado para usted…, ni tampoco el negro que llevaba anoche.
Se sonrojó y empezó a reírse. Así, casi era bonita.
—Eso está mejor —dije—. Si pudiera captar esa…
—Fingió no reconocerme.
—La reconocí inmediatamente.
—Pero anoche, no.
—¿Cómo hubiese podido? Nunca había visto a la princesa…
—Y cuando me vio aquí…
—La reconocí en seguida.
—¿Y qué pensó anoche? ¿Hacía bien de doncella?
—No. Era una doncella impertinente.
Se rió de nuevo y yo con ella.
—No quiero que me retraten, ¿sabe usted?
—Ya me doy cuenta.
—Detesto que me retraten. —Su rostro se arrugó y parecía una niña asustada—. Lo detesto todo…
Comprendí. Además, mi actitud hacia ella había cambiado por completo. Me daba lástima. ¡Esa niña inocente con ese hombre malvado!…
—¿Por eso se portó tan mal esta mañana?
—¿Portarme mal?
—Sí, al salir a montar cuando estaba decidido que comenzaríamos el retrato.
—No creo que me portara mal. No me parece que deba preocuparme por…
—¿Por los criados? —terminé por ella—. ¿O por los artistas? Acaso piensa usted que los artistas son criados.
—Vienen a trabajar para nosotros y los pagamos por esto.
—¿Sabe usted lo que dijo uno de sus grandes reyes?
—Eso es historia.
—Pero viene a cuento ahora. «Los hombres hacen a los reyes, pero sólo Dios hace a los artistas».
—¿Qué quiere decir eso? Creí que Dios nos hacía a todos.
—Significa que Dios da el don de la creación sólo a unos pocos y que los grandes artistas son más grandes que los reyes.
—Eso se parece a lo que decían durante la revolución.
—Al contrario, lo dijo uno de sus reyes más autocráticos, Francisco I.
—Supongo que es usted muy lista.
—Soy buena en mi profesión.
—El barón dijo que era usted excelente, ¿no?
—Supo apreciar mi trabajo.
—Lo retrató usted. Posó para usted, ¿verdad?
—Sí, y me complace reconocer que fue un buen modelo.
—Supongo que tendré que posar también.
—Para esto estoy aquí. Me gustaría verla vestida de azul. Creo que le sentará bien. Hará resaltar el resplandor de su piel.
Se tocó la cara. Pensé en lo joven que era y se lo perdoné todo, su tonto disfraz de la noche anterior y su mala educación al faltar a la cita de la mañana. La veía como una niña asustada.
—¿Quiere que veamos qué puede sentarle mejor? —propuse—. Tal vez podamos encontrar uno de sus vestidos favoritos. Yo preferiría el azul, pero a lo mejor tiene usted algo que le sienta igualmente bien.
—Tengo muchos vestidos —dijo—. Me han presentado a la emperatriz. Creía que iba a divertirme, pero cuando el barón decidió casarse conmigo, se acabó…
—¿Cuándo va a casarse?
—Muy pronto. El mes que viene, al cumplir los dieciocho.
Me miró y se calló. Se me ocurrió que fácilmente se inclinaría a hacer confidencias. ¡Pobrecita! En poco rato había descubierto muchas cosas sobre ella y sabía que se sentía sola y asustada.
—¿Qué le parece si escogemos ahora mismo el vestido? —sugerí—. Mañana por la mañana podríamos empezar el retrato. Me gustaría comenzar temprano, poco después de las nueve. A esa hora la luz es buena. Tengo entendido que montarán la miniatura del mismo modo que la del barón: marco de oro con diamantes y zafiros. ¡Magnífico! Ésa es una de las razones de que pensara en el azul para el vestido.
—Bueno, vamos, pues.
Me guió desde el ático a su dormitorio. Era éste imponente, blanco y dorado con ricas alfombras en el suelo y hermosos tapices en las paredes. Me explicó:
—Esta casa fue casi destruida durante la revolución, pero el emperador quiso que París volviera a ser una ciudad hermosa. Dicen que París era como un ave fénix saliendo de las ruinas.
—Es muy bonita —comenté—. Qué suerte tiene usted de vivir en una casa así.
—Hay gente que es feliz sin casa hermosa. El otro día, cuando iba en coche, vi a una muchacha en una tienda de modista. Un muchacho la acompañaba y ella se probaba un sombrero. Él la miró y la besó. Ella le sonrió feliz, y me dije que era más feliz que yo. Y me pregunté si iba a casarse con el joven que la besó…, alguien que ella misma eligió.
Le comenté entonces:
—Nunca se sabe lo que pasa en la vida de otras personas. Hubo un tiempo en que tenía envidia de una chica de una pastelería. Servía y estaba muy bella entre las barras de pan fresco y los pasteles. En aquella época yo tenía una institutriz y me costaba mucho sumar. Detestaba la aritmética, y cuando vi a aquella chica sirviendo pasteles, me dije que ella nunca tenía que hacer horribles sumas. ¡Cómo deseaba estar en su lugar! Unas semanas más tarde, la pastelería se incendió y supe que aquella hermosa muchacha había muerto entre las llamas.
La princesa me miraba incrédula.
—De modo que —continué— no hay que envidiar a nadie. No hay que desear estar en lugar de otra persona a la que realmente no se conoce. Si no le gusta lo que le sucede a usted, encuentre una manera de salir del paso o acéptelo… la que le parezca mejor de las dos cosas.
—¿Por qué…, por qué murió entre las llamas esa chica? ¿Por qué se incendió la tienda?
—Supongo que algo funcionó mal en el horno de su padre. Pero aprendí una lección que ahora le paso a usted. Bueno: veamos esos vestidos…
Había largas hileras de vestidos. Encontré uno de seda azul pavo real que, me pareció, haría juego con los zafiros.
Le pedí que se lo probara, para poder verla con él puesto.
En seguida lo hizo y decidí que iba perfectamente.
—Eso está resuelto. Mañana por la mañana. ¿Le parece demasiado temprano las nueve?
—Las nueve y media —dijo.
Y entonces supe que acudiría.
*****
Así comenzó mi relación con la princesa Marie-Claude de Crespigny. Floreció rápidamente. Al parecer, le gustaba mi actitud respecto a sus cambios de humor. Ni me quejaba ni me sometía. Me mantenía en una tranquila indiferencia. Estaba allí para retratarla y quería hacerlo lo mejor posible. En la primera sesión conversamos amigablemente. Habló mucho, que era lo que yo deseaba. Había en ella algo muy femenino y atrayente. Lo sacaría a relucir en el retrato, como un complemento al espíritu mandón del hombre que sería su marido. Haría de las miniaturas un estudio de contrastes, el hombre abrumadoramente masculino y la mujer decididamente femenina. Formarían una pareja exquisita en sus marcos de diamantes y zafiros, ambos de un precioso tono azul.
Disfrutaba con mi trabajo y estar sentada en ese cuarto y pintar sin tener que hacerlo subrepticiamente, como en Centeville. Nunca más pasaría por algo como lo de Centeville. Me sonreí al pensar en todas las precauciones que adoptamos, mientras el barón estaba enterado desde el principio…
—Está usted sonriendo, mademoiselle Collison. Ya sé por qué. Está usted pensando en Bertrand de Mortemer.
—Bertrand de Mortemer —murmuré, sonrojándome.
Le encantó verme momentáneamente turbada.
—Claro. Ya me dijeron que la trajo a usted aquí. Y que él le prometió que vendría a verla. Es muy guapo. Supongo que le agrada a usted mucho.
—Me gusta.
—¿Se casará con él, mademoiselle Collison?
Vacilé y ella exclamó:
—Sí, sí, se casará con él. Será magnífico. Se convertirá usted en francesa. Se cambia de nacionalidad cuando se casa una, ¿no es cierto? Se toma la nacionalidad del marido, creo. ¿Por qué los maridos no toman la nacionalidad de la esposa?, es una cuestión importante —dije—. Se consideraba que las mujeres en nada valían tanto como los hombres. Pero las cosas van cambiando. Vea si no, aquí me tiene, artista por derecho propio, aunque sea mujer.
—Me dijeron que al principio solo ayudaba a su padre y que él era el gran artista.
—El barón cambió todo eso. Reconoció una obra de arte con sólo verla, y no le importó, con razón, quién la pintó.
—Dígame lo que piensa del barón.
Su humor había cambiado, se volvió hosca. No quería que esa expresión se des1izara en el retrato.
—Tiene un buen sentido artístico.
—No me refiero a esto.
Me miró firmemente y luego dijo:
—No quiero casarme con él. No quiero ir a su castillo. A veces pienso que estoy dispuesta a hacer cualquier cosa…, lo que sea, para impedir la boda.
—¿Por qué piensa así de él? ¿Lo conoce bien?
—Lo he visto tres veces. La primera, en la corte, cuando me lo presentaron. No se fijó mucho en mí. Pero mi prima, la condesa, me dijo que quería casarse conmigo. Era un buen partido y teníamos dificultades con las propiedades. Dinero…, siempre dinero. La gente nunca se preocupaba por el dinero, dicen, antes de la revolución… Ahora, casi todos tenemos que preocuparnos por el dinero…; bueno, la gente como nosotros, quiero decir. El barón es rico. Sería bueno que entrara dinero en la familia. Yo soy princesa y a él le gusta esto. Mi abuela consiguió escapar a la guillotina. Se fue a Inglaterra y tuvo un hijo allí. Mi padre… era príncipe. De modo que nací princesa…, sin fortuna, desde luego, pero nuestra familia tenía mucha alcurnia. El barón se vanagloria de ser normando, pero esto no quita que quiera casarse con sangre real. Tiene que ver con los hijos. Tendré que darle muchos hijos. El barón cree que ya es hora de casarse y de tener hijos, y como soy princesa, me ha elegido para que se los dé.
—Es un caso muy frecuente —le dije—. Eso ha venido ocurriendo a muchos durante generaciones. A menudo las cosas salen bien. Algunos de esos matrimonios de conveniencia son muy felices.
—¿Le gustaría a usted casarse con el barón?
No pude ocultar a tiempo la mueca de repulsión que se me extendió por el rostro.
—Ya ve. Como si lo hubiese dicho…, aunque no haya pronunciado ni una palabra. Lo ha visto, ha pasado con él cierto tiempo retratándolo y sabe cómo es. A veces sueño con él. Estoy tendida en medio de un gran lecho y él se me acerca. Ya está ahí, me aplasta…, y lo detesto… ¡lo detesto!
—Las cosas no serán así —dije—. Cualesquiera que sean sus defectos, el barón tendrá buenos modales en… en el dormitorio.
—¿Qué sabe usted de sus modales en el dormitorio?
Admití en seguida que absolutamente nada.
—Entonces, ¿cómo puede hablar de ellos? Estoy asustada con este matrimonio. Hasta si me acostumbro a él, será terrible tener tantos hijos…; la incomodidad, el dolor y la manera de que se los hagan a una.
—Querida princesa, creo que ha estado usted escuchando chismes horripilantes.
—Sé cómo se conciben los hijos. Sé cómo nacen. Tal vez sea agradable con alguien al que se quiera. Pero cuando se detesta a alguien…, y se sabe que él no la quiere a una…, y hay que seguir haciéndolo año tras año…
—Esta conversación es extraordinaria.
—Creí que quería usted conocerme.
—Por supuesto y comprendo lo que siente. Ojalá pudiese hacer algo para ayudarla.
Me sonreía, dulce, patéticamente y pensé: «Si pudiese captar esa sonrisa, el retrato sería hermosísimo».
—Pues puede —decía ella, entretanto—. ¿Quién sabe? Por lo menos puedo hablar con usted.
Así eran nuestras conversaciones. Significaban que crecía nuestra amistad y que comenzaba a serle agradable.
Venía puntualmente a las sesiones de pose y quería seguir hablando cuando yo dejaba los pinceles.
Comía, ahora, con la princesa y la condesa. Había oído cómo la primera decía a la segunda que a los artistas debía tratárseles con respeto. Dios los hacía, mientras que los hombres hacían a los reyes.
Era una muchacha muy grave. Sospecho que debió de tener una infancia triste y que, como huérfana, había pasado de uno a otro miembro de la familia; sólo tenía en su favor el título de princesa.
Después de cada sesión de pose, miraba el retrato: Me complacía que le gustara.
—Mi nariz parece pulgadas más corta —comentaba.
—Si fuese así, no estaría en la pintura. En una miniatura, una fracción de pulgada puede decidir si su nariz es aguileña o chata.
—¡Qué hábil es usted! Me hace parecer más bonita de lo que soy.
—Así es como la veo. Es usted más bonita cuando sonríe.
—Por eso quiere que sonría siempre, ¿verdad?
—Me gusta que sonría para el retrato, pero, de todos modos, me gusta su sonrisa y, si no pintara su retrato, seguiría queriendo que sonriese usted.
No dijo que le gustara posar, pero era evidente. No faltó a ninguna cita más y una vez exclamó:
—¡Por favor, mademoiselle Collison, no la termine demasiado pronto!
Quiso saber qué haría una vez hubiese acabado su retrato. Le expliqué que primero iría a mi casa, en Inglaterra. Le describí nuestra casa y el pueblo. Escuchaba ávidamente.
—Pero volverá a Francia —dijo.
—Tengo varios encargos.
—Y se casará con Bertrand de Mortemer.
—Eso, el futuro lo dirá.
—¡Qué suerte tiene usted! ¡Ojalá yo me casara con Bertrand de Mortemer!
—No lo conoce usted siquiera.
—Sí que lo conozco. Lo he encontrado en varios salones. Es guapo y encantador… y bueno. Supongo que están enamorados.
—Eso sería muy buena razón para casarse.
—No será un matrimonio de conveniencia, estoy segura.
—No tengo títulos y no creo que él sea rico.
—¡Qué suerte la de ustedes!
Suspiró y se ensombreció.
El día siguiente vino a posar muy excitada.
—Se lo voy a decir en seguida. Estamos invitadas a una féte champétre. ¿Sabe lo que es esto?
—Claro. Conozco bastante el francés.
—¿Cómo lo llaman en inglés?
—Pues… una fiesta al aire libre, un Picnic.
—Picnic. Me gusta. Picnic.
Repitió riendo la palabra.
—Pero féte champétre suena mejor.
—Es verdad. Y ahora cuénteme sobre esta fiesta a la que están ustedes invitadas.
—Es en la casa y los jardines de la familia L’Estrange. Evette L’Estrange nos invita. La casa, cerca de Saint-Cloud, es muy bonita. Todos los años dan una féte. Un… ¿cómo se dice?…, un Picnic en el jardín y los campos. Hay un río y barcas y cisnes. Encantador. Evette L’Estrange contrata a los mejores músicos.
—Se divertirá usted.
—Y usted también.
—¿Yo?
—Cuando dije que estamos invitadas, no quise decir la condesa y yo, sino usted y yo. Quieren conocer a la famosa artista. Han oído hablar mucho de usted.
—No lo creo.
—¿Me dice usted que miento, mademoiselle? La verdad es que el barón está tan satisfecho con el retrato que le hizo, que habla de él a todos. Parece que mucha gente quiere conocerla.
Me sentía abrumada. No sabía si lo que me decía la princesa me agradaba o no. No quería que se esperara demasiado de mí hasta que hubiese demostrado mi valía. El retrato del barón; tuvo éxito, pero deseaba estar segura de que podía repetirlo. Quería acrecentar gradualmente mi fama. Al mismo tiempo esa popularidad era muy halagüeña.
—¿Qué se pondrá? —Preguntó la princesa—. Probablemente usted no tiene ningún vestido para una féte champétre…
Le contesté que acertaba, y ella indicó que su costurera me haría un vestido apropiado en una tarde. Debía ser sencillo para una fiesta en el campo.
—Como María Antonieta jugando a pastora en Versalles.
—Me parece que sabe usted más cosas que yo de nuestra historia.
—Tal vez le resultaría interesante conocerla mejor.
—Lo que sé es la clase de vestido que debe ponerse. Muselina con flores…, verdes para usted… y un sombrero de paja blanca con cintas verdes.
Cumplió su palabra y al día siguiente el vestido estaba listo. No era de muselina, sino de algodón muy fino, y en vez de flores, campanitas verdes. No importaba. Me encantaba ver a la princesa tan excitada y tan decidida a que yo estuviera a tono con la féte champétre.
Fuimos las dos juntas en el coche. Ella tenía un aire de temeridad que me intrigaba. ¡Qué infantil debía ser, puesto que una fiesta como ésa podía quitarle de la cabeza los pensamientos acerca de su matrimonio! Sabía, ciertamente, como vivir en el presente, lo cual no debía estar nada mal.
Fue una tarde muy agradable. Evette L’Estrange —una joven con un marido mucho mayor— me recibió calurosamente. Había también un hijastro que debía tener unos veinte años.
Varias personas se me acercaron a decirme que habían oído hablar del retrato del barón de Centeville y que esperaban ver el que estaba ahora pintando de la princesa.
Pasé un rato muy entretenido.
Y luego tuve una sorpresa. Habían instalado las mesas en un prado y estaban a punto de servir la comida. Los lacayos iban de un lado para otro y los manteles blancos eran de buen ver, ondulándose ligeramente con la brisa. De las canastas sacaban costillas, venado frío, pollos y tartas, además de una gran variedad de dulces. El vino centelleaba en las copas. Alguien dijo detrás de mí:
—¿Buscamos un lugar para sentarnos juntos?
Me volví y allí estaba Bertrand, sonriéndome.
Me tomó las manos y las retuvo apretándolas. Luego me besó en las mejillas.
—Kate —dijo—, es maravilloso verla.
—Sabía…
—¿Cómo sabía que estaría aquí? —Asintió—. Evette L’Estrange es muy amiga de mi madre. Mi madre ha venido, con mi padre y mi hermana. Quieren conocerla. Estuvieron encantados y se preguntan lo que puede ver en mí una dama tan famosa.
Me asombré.
—¡Famosa! —Dije—. Pero si sólo hace…
Me detuve. No quería mencionar su nombre en un día cono aquel. La jornada debía ser de dicha.
El tiempo era perfecto. El sol calentaba, pero no en exceso. Los hombres y las mujeres eran elegantes, todos parecían hermosos, todos encantadores y afables. Sí, era un día para la dicha.
La familia Mortemer me aceptó calurosamente. Entonces me di cuenta de que deseaba esa boda. Era la primera vez que me sentía tan segura de ello. Antes, creía que me habla visto arrastrada demasiado deprisa que demasiadas impresiones nuevas me habían embargado de golpe. Bertrand me había parecido encantador por el contraste que ofrecía con el barón. Todo fue tan diferente de lo conocido hasta entonces. Me deslumbraron y desconcertaron las diferentes costumbres, las diferentes gentes, tan distantes de la vida mundana de Farringdon. Pero ahora me sentía como en mi casa, aquí, y fueron los familiares de Bertrand los que me hicieron sentir así.
Tuve una larga conversación con su madre, que aseguró que comprendía muy bien que quisiera esperar algo antes de casarme. Se lo había explicado así al impaciente Bertrand.
—Todo ha sido tan súbito, querida. Se ha visto empujada. Regrese a su casa y cuénteselo a su padre…, y entonces verá que es la boda apropiada para usted —me dijo.
La encontré encantadora y el padre y la hermana de Bertrand me gustaron. Aunque eran elegantes, tenían un encanto hogareño; quiero decir con esto que eran naturales. Me sentía feliz con ellos.
—Tiene que traerse a su padre a visitarnos —me dijeron—. Las dos familias han de irse conociendo.
Esto me pareció una idea excelente. Les expliqué que, como debía cumplir unos encargos y para ello volver a Francia, podría venir conmigo mi padre. Pero antes quería ir a casa, porque estaba algo inquieta por él.
Se hicieron perfectamente cargo de ello.
Fue una tarde sin nubes y que me hizo feliz —casi—, porque creía saber adónde iba. Pero al atardecer sucedieron das cosas que me preocuparon algo.
Bertrand y yo habíamos dejado a su familia y tomamos uno de los botes para ir río abajo.
Estaba yo sentada en la popa, bajo mi sombrilla, mientras Bertrand remaba. Sonreía satisfecho y hablaba de nuestra boda.
—No seremos ricos —dijo, y agregó—: Tendrá usted que ganar mucho dinero para los dos con su pintura.
—Me gustará hacerlo.
—No por el dinero…, sino por el amor del arte, ¿verdad? Quiero que sea feliz, Kate, y nunca lo sería sin su pintura. Convertiremos una de las estancias de Mortemer en taller para usted.
—Será magnífico.
Sí, era un día perfecto.
—Usted misma hará los planos de cómo lo quiere, cuando venga a pasar una temporada con nosotros. Mi madre me dijo que habla prometido visitarnos con su padre. Tal vez entonces podemos hacer los arreglos.
—¿Para el estudio?
—Para la boda —puntualizó—. Y para el taller también.
—Quisiera un estudio semejante al de Centeville.
Fue una falta de tacto. Eché una sombra en la perfección de la jornada. Nunca debí haber mencionado Centeville.
Se quedó silencioso y pude ver la ira en su rostro. Apretó los puños y dijo:
—¡Podría matarlo!
—No piense en él en un día como éste.
Pero Bertrand no podía dejar de pensar en él.
—Si lo hubiese visto —continuó—. Estaba ahí, sentado, sonriendo. «Quiero asegurar el futuro de Nicole», me dijo, «la aprecio. A ti también te gusta. No saldrás perjudicado…». No podía creer lo que oía.
—No importa —le dije, apaciguándole—. Ya ha pasado. Le dijo claramente lo que pensaba de su propuesta.
—Me miró como si pudiera matarme, cuando le grité. Nunca le gritan. Le dije: «Quédate con tu amante desechada. Nunca tocaré ninguna de tus mujeres. Sentiría náuseas cada vez que se me acercara. Os vería constantemente a ti y a ella juntos».
—Por favor, olvídalo. Ya pasó —insistí.
Pero Bertrand no podía detenerse. Continuó:
—Y él me dijo: «Te casarás con mi amante y no harás tonterías. Es tu porvenir». Entonces enloquecí. Le grité aún más fuerte. Le dije: «Nunca, nunca, nunca…». Y salí. Supongo que nunca nadie le había hablado así, antes.
—Le dejó ver bien claro lo que pensaba. Y ahora, olvidémoslo. No necesita volver a verlo. Tal vez trate de perjudicarle. Pero ¿cómo? ¿Financieramente? ¡Bah! Eso no importa. No queremos el dinero que provenga de él. Pintará. Tendremos una vida maravillosa.
Me sonrió y volvió a remar en silencio. Pero el día había perdido su magia.
El otro incidente se refería a la princesa.
La vi avanzar por el bosque, a lo largo del río, tomada de la mano con Armand L’Estrange. Estaba sonrojada y parecía muy feliz; tenía un aire… ¿cómo describirlo?… un aire de orgulloso desafío. Por un instante me sobrecogí y luego pensé: «Es sólo una chiquilla».
Guardamos silencio durante nuestro regreso a París. Me fijé en lo hermosa que era la ciudad bajo el día que se iba desvaneciendo, al pisar por el Bosque de Boulogne y el Arco de Triunfo, y al entrar en el Faubourg Saint-Honoré.
Por fin la princesa habló:
Un día muy excitante; Creo que para las dos… De modo que ya está decidido. Será usted madame de Mortemer. Y en cuanto a mí ¿quién sabe?
Parecía tan feliz… No iba a cometer el error, por segunda vez en la misma tarde, de mencionar el nombre del barón.
*****
Al día siguiente de la féte champétre, la princesa no se sintió bien. Estaba pálida, distraída y deprimida. «Pobrecilla —pensé—. Su boda la alarma y no puede olvidar que se acerca día tras día». No se parecía en nada a la linda muchacha que comenzaba a surgir en la miniatura. Marie-Claude no era una belleza; sus rasgos eran irregulares, y la parte inferior de su rostro, demasiado grosera; para ser atractiva tenía que sentirse dichosa. Era por naturaleza efervescente y, recordando a la feliz muchacha de la féte champétre, no le encontraba parecido alguno con la joven pálida que guardaba cama.
No salió de su dormitorio y la sesión de pose no tuvo lugar.
Me pidió que le hiciera compañía, lo cual casi me alegró. Hubo momentos en que creí que estaba a punto de confiarse, pero no la alenté a hacerlo, porque sabía que iba a hablar de sus temores por la próxima boda, y sobre esto poco podía yo decir que la consolase. Era trivial asegurarle que a veces los matrimonios de conveniencia dan buenos resultados. Traté de imaginarme en su lugar. Estaba segura de que habría hecho algo. Pero ¿cómo podía predicar la rebelión a mi pobre y desvalida princesita?
Traté de hablar de otras cosas, de mi casa y de la vida que llevábamos en Farringdon, y una o dos veces conseguí hacerla son reír ligeramente.
Todas las tardes solía yo dar un paseo. Cada día el embrujo de París me envolvía más. Me encantaba la ciudad y disfrutaba de explorarla por mi cuenta. Marie-Claude pensaba que yo era muy aventurera, pues a ella, naturalmente, no le permitían salir sin una dueña. Yo me sentía libre, independiente de todos. A fin de cuentas, estaba en París realizando el retrato de una aristócrata de Francia. Cuando pensaba en ello, me daba cuenta de que el barón había hecho mucho por mí. No sólo reconoció mi arte, sino que me convirtió en una persona por derecho propio. Supongo que hubiera debido estarle agradecida.
Tenía que dejar de pensar en ese hombre. Había sido un intruso incluso en la magnífica tarde de la féte champétre, atrayendo una fea nube. A causa de él, la pobre Marie-Claude sufría, pues estaba segura de que su enfermedad era sólo un ataque de miedo. Su indisposición me daba tiempo libre para seguir explorando la ciudad, pues prolongaba mi estancia en ella. No me apenaba esto, a pesar de que me sentía algo inquieta por la miniatura. Quería que fuese tan buena como la que hice del barón, y al mismo tiempo estaba deseosa de que la princesa apareciese lo más atractiva posible. Cosa extraña: el barón había sido un modelo más fácil.
Salía todas las tardes exactamente a las dos, y caminaba mucho, pues me gustaba andar. Recorría las calles, bajaba por la avenida del Bosque de Boulogne hasta el Louvre, y de allí encontraba el camino hacia los jardines del Luxemburgo. Pero lo más impresionante era la catedral de Notre Dame. La primera vez que entré en ella me sentí tremendamente sobrecogida. Era sombría y el olor de incienso llenaba el aire. Me paseé un poco, pero sabía que ésa no era la manera adecuada de visitar la catedral, y que debía volver una y otra vez, por largas visitas. Vino a mi memoria todo cuanto había oído y leído sobre aquel monumento. Recordé que nuestro propio Enrique VI había sido coronado rey de Francia aquí, hacía cuatrocientos años, y que más tarde Enrique de Navarra se había casado aquí con Margarita de Valois, en el Pórtico, porque, por ser protestante, no se le permitió entrar, y que a esta boda siguió la terrible matanza de la noche de San Bartolomé, y que veinte años más tarde tomó posesión de la ciudad ese mismo Enrique, que decía que París bien valía una misa.
Me fascinaban las horribles gárgolas y me pasé mucho rato mirándolas una tras otra, preguntándome por qué se había creído necesario adornar —tal vez ésta no era la palabra justa— aquel lugar sagrado con aquellos rostros diabólicos. Las expresiones de las pétreas caras eran propias de una pesadilla. ¿Podría olvidarlas? ¿Qué querían decirnos? Astucia, ciertamente, pero además crueldad, lujuria, codicia… los siete pecados capitales. Y, por encima de todo, creo, cierto cinismo.
Mientras las observaba, una de ellas —la más saturnina de todas— pareció moverse y sus rasgos adoptar una nueva forma. Por un instante creí que el barón me estaba mirando. Parecía un demonio. ¿Cómo se había llamado a sí mismo? ¿El amante diabólico? ¡Amante! No era probable que nunca amase a nadie, excepto a sí mismo. Miré fijamente. La piedra había vuelto a su forma de faz cruel y diríase que se había burlado de mí.
Tenía que quitarme de la mente a aquel hombre.
Me había demorado más de lo que me daba cuenta y decidí tomar un coche de punto. Había uno esperando frente a la catedral y lo llamé. Di instrucciones al cochero. Saludó tocándose con la mano su sombrero blanco y emprendió la marcha.
Después de eso me acostumbré a tomar coches de punto, porque podía ir adonde quería, permanecer más tiempo donde me placía, y luego, con llamar un coche, regresaba a la casa a la hora fijada por mi misma.
A la princesa siempre le interesaba escuchar mi relato de adonde había ido y a mi me agradaba contar mis pequeños viajes. Creo que ella empezaba a ver París a través mío.
Le expliqué que había ido a la catedral y lo mucho que me impresionó. Quería ir otra vez al día siguiente.
—Está muy lejos.
—Me gusta caminar y puedo tomar un coche para regresar.
—¡Qué suerte tiene usted, mademoiselle Kate! ¡Qué bonito ha de ser sentirse libre!
La miré tristemente. Sabía que su enfermedad era sólo el deseo de detener el tiempo. No quería que se terminara la miniatura. Ahí, en la cama, encontraba un refugio contra el futuro amenazador.
A la mañana siguiente, mientras me preparaba para salir después de la comida, a mi hora habitual de las dos, me preguntó si iba a Notre Dame. Dije que sí y me pidió que fuera a una sombrerería cercana a la catedral. Quería que le llevara una nota acerca de un sombrero que deseaba encargar.
Fui a la catedral. Esta vez llevaba un cuaderno y me senté en el interior para tomar unos cuantos apuntes de las gárgolas. Hice algunos de memoria, pero sospecho que inventé expresiones y en todas ellas había algo que me recordaba al barón.
Salí de la catedral y busqué la sombrerería. Entregué el mensaje y volví a casa en coche de punto.
Cuando subí a decirle a Marie-Claude que había entregado la nota, me pareció que estaba mejor.
—Quiero que vaya otra vez mañana —me dijo—, para asegurarse de que la sombrerera cumple mi encargo.
Al día siguiente hice lo mismo. Me dijeron que estaban todavía esperando que les mandaran el material para el sombrero.
Regresé en coche. Me gustaban esos viajes por la ciudad y comenzaba a reconocer las calles por las que pasaba. Tenía buen sentido de la orientación, y cuando hablé, a mi llegada, con Marie Clare, sentía grandes deseos de que las cosas continuaran como estaban. Como ella, no quería que el tiempo transcurriera demasiado de prisa; como ella, tal vez sentía temor por el futuro, y era esto lo que hacía el presente tan deseable. Todavía me sentía insegura acerca de mi boda. Casarse en un país extranjero y con un hombre al que conocía desde hacía poco tiempo… ¿Acaso Marie-Claude me había hecho descubrir los riesgos que hay en el matrimonio? ¿No me habría dejado arrastrar demasiado de prisa a esa relación? ¿No formaba todo parte de la excitación de la novedad, de tantas cosas nuevas como me rodeaban? ¿No sería mejor regresar a casa y reflexionar por un tiempo?
Todos los días preguntaba:
—¿Se siente ya mejor y dispuesta a continuar el retrato? Y siempre recibía la misma respuesta:
—Un día más.
Pero al día siguiente, la respuesta era:
—Todavía no…, tal vez mañana.
Había ido varias veces a la sombrerería.
—Estoy ansiosa de saber que tiene lo que deseo —explicaba Marie-Claude—. Es importante que sea perfecto. ¿De modo que sigue yendo a Notre Dame?
—Me interesan las calles que la rodean. Pero siempre puedo ir a donde usted desee.
—Gracias. No se meta en esas callejuelas estrechas y torcidas de cerca de la catedral. Es un distrito donde hacen los tintes y hay calles donde viven mujeres…, las calles de las prostitutas. Por favor, querida mademoiselle Kate, tenga cuidado y no se meta por esas callejuelas. Hay rateros que pueden robarle sin que se dé usted cuenta. No puede imaginar lo malvados que son.
Le aseguré que lo imaginaba perfectamente.
—Aléjese, pues, de las callejuelas. El emperador ha ensanchado muchas calles, pero todavía quedan algunas de las de peor fama.
—No tema. Cuando dudo, tomo un coche.
—¿Se muestran corteses los cocheros?
—Bastante. Algunos fingen que no pueden entenderme. Por mi acento, supongo. A veces me hacen repetir Faubourg Saint-Honoré, y la verdad es que no veo diferencia entre la manera como yo lo digo y la suya.
—Probablemente es porque ven que es usted extranjera y además adivinan que es usted inglesa.
—Ya, un defecto doble —dije con humor—. Pero no tengo miedo de los cocheros. Me divierten. Todos se parecen, con su sombrero blanco y su chaqueta azul.
—No se olvide de ir a mi sombrerería, por favor.
Lo hice. Después de esto sucedió un extraño acontecimiento que me sumió en el terror.
Entré en la tienda. Sí, había buenas noticias. Los materiales habían llegado; me dieron una nota para que la llevara a la princesa en la cual se describía en detalle 1o que tenían. Empezarían el sombrero tan pronto como ella les diera permiso.
Salí de la tienda. Era una tarde algo brumosa, cálida, pero sin sol. Busqué un coche. A veces tenía que caminar algo antes de encontrar uno, pero aquella tarde pasaba uno por delante mismo de la tienda. El cochero se detuvo. Le dije a donde quería ir. Esta vez no hubo el fingimiento de que no me entendía.
Me senté contenta de que mi misión con la sombrerera hubiese dado resultado. Me pregunté vagamente por qué la princesa no la mandaba llamar. ¿Por qué tantos mensajes? Debía comprar muchos sombreros y guantes, para su ajuar. Le preguntaría. Estaba tan sumergida en mis aventuras diarias y en mi exploración de la fascinante catedral, que no pensé mucho en todo aquello. Marie-Claude era una muchacha extraña, capaz de convertir la compra de unos sombreros en una aventura.
Miré por la ventanilla. No reconocí la calle en que estábamos.
Tal vez en un momento entraríamos en uno de los bulevares que me eran familiares.
Nada de esto. Me pareció que el coche iba muy de prisa.
Llamé al cochero:
—¿Oyó usted bien la dirección que le di? El Faubourg Saint Honoré.
Volvió la cabeza y gritó:
—He tomado un atajo.
Me recliné. ¿Un atajo? ¿Dónde estábamos?
Cinco minutos más tarde comencé a alarmarme seriamente.
Grité de nuevo al cochero:
—No me lleva usted a Saint-Honoré.
No volvió la cabeza, sino que se limitó a moverla arriba y abajo.
Me acordé entonces de las advertencias de Marie-Claude. A los cocheros les gustaba engañar a los extranjeros. Fingiría que no me había entendido, a causa del acento, y me llevaría lejos, lo que le permitiría pedirme más dinero por el viaje.
—Deténgase —grité—. Quiero hablarle.
Pero no se detuvo. Fustigó los caballos y el coche aceleró. Me sentía realmente asustada. ¿A dónde me llevaba? ¿Con qué fin?
Miré otra vez por la ventanilla. Nunca había visto antes esta parte de París. Me pareció que se alejaba del centro de la ciudad.
Tenía las palmas de las manos húmedas. ¿Qué significaba esto? ¿Qué se proponía? ¿Me atacaría? Lo imaginé metiendo su coche en alguna oscura cochera. Tal vez me mataría. ¿Con qué fin? Llevaba pocas joyas y no tenía aspecto de rica.
Debía hacer algo. Todavía estábamos en calles transitables y con tiendas a ambos lados. Tenía que atraer la atención de alguien. No debía permitir que me llevara a descampados. Golpeé la ventanilla. Nadie miraba hacia el coche. Supuse que no podían oírme, con el ruido de la calle.
Habíamos doblado una esquina. Más adelante había un atasco de coches y carruajes. Mi misterioso cochero disminuyó la marcha. Tuvo que hacerlo, no pudo evitarlo.
Ahora, me dije. Ahora mismo. Tal vez fuera mi única oportunidad.
Abrí la puertecilla y salté a la calle. Alguien me gritó. Debió de ser el cochero de un carruaje que venía en la otra dirección. Fui rápida. Me lancé casi por debajo de la cabeza de los caballos y me encontré en la acera. Empecé a correr y no paré en cinco minutos.
Luego me detuve y miré a mí alrededor. Estaba en una calle desconocida, pero afortunadamente había gente. Delante de un café había clientes tomando bebidas. Hombres y mujeres paseaban y muchachas con cajas debajo del brazo pasaban rápidas por mi lado. Busqué con la mirada un coche de punto. Ahora me aterrorizaba meterme en uno, pero era necesario. Era absurdo, porque hasta entonces los cocheros habían sido correctos.
La gente me miraba con curiosidad, y luego apartaba los ojos, tomándome sin duda por una turista entretenida explorando la ciudad.
Comencé a caminar y me pareció que andaba millas y millas, pero mi sentido de la dirección era bueno y estaba segura de marchar hacia donde me convenía. Debí haber caminado cerca de una hora cuando aparecieron en la distancia las torres familiares de Notre Dame. Ahora ya sabía dónde estaba.
Tenía que tomar un coche. No podía andar hasta la mansión de la princesa. Había muchos coches por allí, ahora. ¿Reconocería a mi cochero? ¿Y si me hubiese seguido y esperaba allí para volver a recogerme?
Debía arriesgarme.
Llamé un coche. Me sentí aliviada cuando vi que el cochero era un hombre de mediana edad con un enorme mostacho. Le pedí que me llevara al Faubourg Saint-Honoré.
—En seguida, mademoiselle —dijo sonriendo.
Pronto estábamos avanzando ruidosamente por las calles que me eran familiares.
Con intenso alivio entré en la mansión de la princesa. Había salido sin daño de una aventura escalofriante.
*****
Al llegar a la casa me acordé de la nota para la princesa. Me quité la capa y subí inmediatamente a su cuarto.
—¿Le han dado…? —empezó, pero se detuvo. Y luego continuó—: ¡Mademoiselle Collison!… Kate, ¿qué le ha pasado? Parece que hubiese visto a un fantasma.
—Me ha ocurrido algo aterrador —le contesté.
Cogió la carta y la abrió.
—¿Qué? —exclamó.
Echó una ojeada a la nota y una leve sonrisa se dibujó en sus labios. Luego me miró, esperando respuesta.
—Fui a la sombrerería, y al salir subí a un coche. Parecía como cualquier otro. El cochero era como los demás, con su traje azul y su sombrero blanco. Luego me di cuenta de que no seguíamos el buen camino. Se lo advertí. Contestó que tomaba un atajo. Pero pronto me percaté de que me llevaba en dirección contraria…
—¿Con qué fin?
—No tengo ni idea. Me condujo a través de la ciudad, y cuando se dio cuenta de que yo había advertido sus intenciones empezó a latigazos con los caballos. Entonces adiviné que había estado esperándome. Estaba delante de la sombrerería. Por suerte nos encontramos en un atasco con otros vehículos y pude saltar del coche en marcha. Si no…
—Si no, ¿qué? ¿Qué significa todo esto?
—Sospecho que quería robarme…, asesinarme…
—¡No!
—Pero si quería robar, habría escogido a otra persona. No llevaba nada que mereciera la pena arriesgarse.
La princesa estaba mirando la carta que tenía en la mano.
Después dijo lentamente:
—Llevaba usted la carta. Esto es lo que quería. Fue el barón. Está enterado. El cochero debe de ser uno de sus hombres. Tiene espías en todas partes. Lo sabía. Quería la carta.
—Explíqueme lo que quiere decir —ordené.
—Esta carta no tiene nada que ver con sombreros. Recurro a la tienda como una especie de correo.
—¿De quién es la carta?
Vaciló y, por fin, contestó:
—De Armand L’Estrange.
—De modo que sostiene correspondencia con él y yo he sido su mensajera…
Asintió con la cabeza.
—Sabía que la sombrerera me ayudaría, y por eso me arreglé con ella para que recibiera mis cartas y se las diera a él y las suyas me las diera a mí.
—Ahora comprendo —dije lentamente.
—No comprende ni la mitad. Estoy enamorada de Armand. Esto hace las cosas todavía peor. Somos amantes, Kate. Amantes de verdad. Quiero decir que hemos sido como… como si estuviéramos casados.
—¡Oh!
—¿Se escandaliza usted? Cree ser muy moderna, pero eso la horroriza. Quiero a Armand y él me quiere.
—Pues tal vez puedan arreglar un matrimonio. No es demasiado tarde.
—El barón ha decidido casarse conmigo.
—Ésta es una decisión que han de tomar dos personas y no una sola.
—No. No hay manera. Armand tampoco se atrevería. El barón lo arruinaría. Pero esto no impide… que estemos juntos, cuando podemos.
—Pero es usted tan joven…
—Tengo bastante edad. Diecisiete años. Empezó antes de que los cumpliera. No crea que la primera vez fue en la féte champétre.
Me esforzaba en asimilar lo que todo aquello significaba. Se guía emocionada con lo del coche para que pudiera pensar con claridad. Sentía pena por la pobre muchacha que yacía en la cama, realmente aterrorizada.
Con la voz chillona del miedo dijo:
—El barón lo sabe. Lo ha descubierto. Sabía que iba usted a la sombrerería a recoger las cartas y la hizo seguir. La habrían llevado a algún lugar y quitado la carta.
—Es un plan fantástico.
—No para él. Nada es fantástico para él. Me tiene vigilada… Tal vez ha oído rumores acerca de Armand y yo. La gente habla y él dispone de medios para hacer hablar. Ha oído rumores y ha seguido la pista hasta la tienda. Por eso le sucedió a usted lo del coche. Gracias a Dios que escapó usted. Si esta carta hubiese caído en sus manos…
Por un momento la creí, porque estaba aún nerviosa por mi aventura. Pensé en sus experimentos con el amor, pues estaba segura de que se trataba de esto. Era tan joven…, había vivido de modo tan protegido… ¡Qué cruel obligarla a casarse con un hombre como el barón!
Mientras trataba de consolarla me fui dando cuenta de cuán absurdas eran sus conjeturas.
—Querida princesa —le dije—, si el barón hubiese sabido que había una carta en la sombrerería, le bastaba con pedírsela a su amiga. Ella no se hubiese atrevido a negársela.
—No, no es ésa su manera de actuar. Antes la raptaría a usted, le quitaría la carta y fingiría que se trataba de un robo corriente. No querría que yo supiera que él estaba enterado e imaginaría alguna venganza terrible contra mí. Está decidido a casarse conmigo a causa de mi sangre real. Es lo que quiere de mí: hijos y más hijos.
Miró la carta y la besó en un gesto romántico.
—Si supiera que hemos sido amantes, imagine lo furioso que se pondría.
—Me parece que sería una reacción natural, ¿no?
—No soy virgen.
—Y él tampoco. ¿Por qué no le explica todo lo sucedido? Dígale que ama usted a Armand y pídale que le devuelva su libertad.
—¿Está usted loca? ¿Qué nos sucedería a todos nosotros? Nos arruinaría. Los L’Estrange enloquecerían. Sabe cómo vengarse, créame.
—Pero ¿acaso puede un hombre ser tan malvado como todos creemos que es?
—Hay uno que lo es. Y quieren que me case con él.
—Creo que no tiene usted razón sobre lo del coche —insistí—. Más bien supongo que se trataba de un intento de robo. O acaso simplemente de hacerse pagar más por el trayecto. Como soy extranjera, le sería fácil afirmar que me entendió mal.
—Fue el barón —dijo la princesa—. Lo sé.
Volví a mi estancia. Me sentía muy nerviosa no sólo por lo que me había ocurrido, sino por lo que me había contado la princesa.
*****
Antes de terminar la semana acabé el retrato. Fue una semana muy atareada para mí. Di cortos paseos, nunca tan lejos que no pudiera regresar caminando. Sentía una honda aversión por los coches de punto.
En los días que siguieron a su confesión, la princesa pareció estar más alegre. Daba la impresión de hallarse satisfecha de sí misma y se le notaba un aire de desafío. Podía vislumbrar en ella la pérdida de la inocencia, la cual —acabé percatándome— es a veces muy aparente en muchachas jóvenes que han tenido experiencias sexuales.
Me preguntaba cómo sería su vida, si acabaría celebrándose la boda con el barón, y cuál sería la reacción de éste si descubría que ella había tenido un amante antes de casarse.
No me gustaba profundizar demasiado en estas cosas. Veía una unión poco feliz. Pero esto no me atañía. Yo era sólo la artista que pintaba las miniaturas de una pareja de novios.
Me iba recobrando de lo sucedido, lo cual, visto retrospectivamente, me parecía menos aterrador. No creía en lo del espía del barón y estaba cada día más segura de que había sido un intento de robo o de estafarme. Si hubiese seguido en el coche, el cochero me habría quitado lo que llevaba de joyas y me hubiera dejado en cualquier parte, o me habría exigido que pagara más de lo debido. Desagradable, pero no siniestro.
El retrato, una vez terminado, resultaba exquisito. No era una obra tan excepcional como el retrato del barón, pero la encontré encantadora. La miniatura debía ser enviada a Centeville, para que el joyero le pusiera el marco de oro y piedras preciosas.
Me llegó una carta del barón. Estaba escrita en un inglés impecable y me pregunté si la escribió él mismo o era obra de su secretario.
«Apreciada mademoiselle Collison: Estoy impaciente por ver la miniatura. La señora condesa me asegura que es bellísima, la clase de obra que cabe esperar de usted. Podría mandar a alguien a recogerla, pero me complacería mucho que me la trajera usted misma. Me gustaría darle mi primera impresión sobre ella; y también hemos de liquidar sus honorarios. Además, no me agrada la idea de que esta obra preciosa pase por manos de quienes no comprenden su valor.
»Ha demostrado usted ser tan excelente en la ejecución de sus encargos, que su trabajo me ha proporcionado mucho placer. ¿Puedo abusar de su bondad y pedirle este otro servicio adicional?
»Su servidor,
ROLLO DE CENTEVILLE».
Dejé caer la carta. Había pensado marcharme a la costa y de allí a Inglaterra dentro de unos días.
Sabía por sus cartas que mi padre había llegado sano y salvo a casa y que estaba entusiasmado con mi éxito. Para él, la aventura no hubiese podido tener un mejor desenlace. Creía que mi nombre pronto sería popular en los salones de París y que, natural mente, a ello seguiría su fama en Inglaterra.
Si iba a Centeville, se demoraría mi regreso a casa, y me dije que la petición del barón me molestaba, pero esto no era exactamente la verdad. De hecho me gustaría volver una vez más a Centeville, y hasta ver al barón, pues quería observar su rostro cuando él viera la miniatura por primera vez. Sabía que me daría una opinión sincera, y si era una opinión satisfactoria, me sentiría muy contenta, pues, aparte lo que pudiera ser en otras cosas, no había duda de que era un entendido.
La demora sería cosa de una semana. Decidí que debía ir. El barón había hecho tanto por mí, que merecía que le prestara aquel pequeño servicio.
Escribí a mi padre y le informé del aplazamiento de mi regreso. Mencionaba que había acabado la miniatura de la princesa y que me sentía satisfecha de ella. Sólo me quedaba esperar que el barón pensara igual. Le explicaba que éste quería que le llevara el retrato, y así lo iba a hacer.
«Me ha prometido pagarme —escribí—, y esto es importante. Mucha gente cree que es burgués pagar a tiempo sus deudas y a veces no lo hacen nunca, como bien sabes. Será agradable recibir el dinero, y si realmente le gusta el retrato, creo que mi porvenir estará bien encaminado».
La princesa estaba entusiasmada con la miniatura.
—Me ha mejorado mucho —dijo.
—No —le contesté—. Simplemente la retraté cuando estaba usted más bonita.
Entonces me besó silenciosamente.
—Lamento que tengamos que decirnos adiós —exclamó con sinceridad—. Me gustó tenerla a usted aquí. Y conoce usted mis secretos.
—Conmigo están bien guardados.
—Rece por mí, Kate. Rece por mí en mi noche de bodas.
Le puse las manos en los hombros y traté de tranquilizarla:
—No tema. Si usted ha hecho algo que no está bien, recuerde que él también…, y no imagino que mucho peor.
—Es usted un consuelo. Espero que volvamos a vernos.
Entonces dejé el Faubourg Saint-Honoré y París, que me eran lugares queridos.
Al caer la tarde tomé el tren hacia Ruán.