La tormenta inminente

Aquella mañana hubo mucho ajetreo. Yo ya estaba acostumbrada a las llegadas a puerto. La gente cambiaba de personalidad y quienes se habían hecho íntimos amigos durante varias semanas parecían recuperar su condición de desconocidos, y entonces una se daba cuenta de que lo que parecía una estrecha amistad era una agradable relación pasajera.

¡Pobre Alice! Ella también se dio cuenta, pero era una chica valiente y juiciosa y nunca hubiera reconocido que se había enamorado de un hombre al que probablemente jamás volvería a ver.

Ya estábamos en el abarrotado desembarcadero. Uno de los empleados del muelle se acercó y preguntó si éramos las señoritas Delany y Philwright. Un carruaje nos esperaba para llevarnos a nuestro destino. Le seguía a pocos pasos un indio muy solemne, con un blanco puggaree, que era una especie de bufanda atada alrededor de un cubrecabezas para protegerse del sol, y una larga camisa azul sobre unos holgados pantalones blancos. Sin prestar atención al empleado, el indio se inclinó en profunda reverencia ante nosotras.

—¿Usted señorita Delany? —preguntó.

—Sí —contesté con entusiasmo.

—Venir por usted y señorita Niñera.

—Ah…, sí…, sí…

—Sigan, por favor.

Seguimos al impresionante guía, que llamó a gritos a dos culis, tal como denominaban a los mozos, en la India.

—Culi llevar maletas…, señoritas seguir —nos dijo. Creímos que nos trataba como a distinguidas invitadas.

Nos aguardaba un carruaje tirado por dos caballos bayos, al cuidado de otro culi.

Allí Tom Keeping se despidió de nosotras, tras dejarnos en buenas manos. Observé que estrechaba con fuerza la mano de Alice, como si no quisiera soltarla, y ella le sonrió impávida. Cuanto más la conocía, tanto más me gustaba.

Nuestro benévolo protector nos ayudó a subir al vehículo. Nos entregaron el equipaje de mano y dedujimos que las otras maletas nos las entregarían más adelante.

Tan impresionante era la presencia del hombre que no albergamos la menor duda de que todo iría bien.

Aún conservo el recuerdo de aquel recorrido. Probablemente porque fue la primera imagen que tuve de la India.

Hacía un calor sofocante y había gente por todas partes. Todo era ruidoso y lleno de colorido, y no se parecía a nada que hubiera visto antes. Los chiquillos correteaban por las calles y más de una vez temí que los atropelláramos, pero la habilidad del cochero, que en determinada ocasión gritó algo que debía ser una sarta de maldiciones pues el chiquillo se volvió a mirarle, asustado por el peligro que acababa de correr o por la gravedad de los insultos, lo impidió.

Qué pintorescas eran aquellas calles con sus majestuosos edificios de un blanco deslumbrante, y las callejuelas secundarias que sólo vislumbramos fugazmente, con sus pequeñas y oscuras chozas y sus gentes sentadas en las aceras, pobres ancianos que no parecían más que un montón de andrajos y huesos, y niños vestidos con taparrabos, buscando restos de comida en las cunetas.

Más tarde aprendería que la grandeza en la India siempre iba acompañada por la sombra de la más negra miseria.

Hubiera querido detenerme para darle todo lo que tenía a una madre con su hijo en brazos y otro pegado a su falda hecha jirones. Pero el cochero siguió adelante, sin darse cuenta de la impresión que acabábamos de experimentar. Supongo que, por haberlo visto tantas veces, el espectáculo le parecía normal.

Había tenderetes llenos de productos que yo no siempre identificaba, y gentes vestidas de muy diversas maneras. Más tarde me explicaron que pertenecían a distintas castas y tribus; los parsis, con sus parasoles; los brahmanes, los tamiles, los pathames, y otros muchos. Los culis corrían por todas partes, buscando cualquier trabajo con el que ganar algo de dinero. Vi a unas mujeres envueltas en velos blancos y vestidas con sencillas túnicas holgadas, y otras pertenecientes a castas inferiores con su largo cabello negro suelto, moviéndose con infinita gracia. Me parecieron mucho más atractivas que las purdahs, las cuales tenían que reservar sus encantos sólo para sus amos. Estábamos absortas en la contemplación del espectáculo circundante, y no queríamos perdernos ningún detalle.

Recorrimos varios kilómetros y pasamos por delante de hermosas residencias hasta que, al final, nos detuvimos delante de una de ellas.

Era una mansión deslumbradoramente blanca, rodeada por una galería en la que vimos dos mesas blancas con sus correspondientes sillas.

Las mesas estaban protegidas por parasoles blancos y verdes. Dos peldaños conducían a la galería.

En cuanto nos acercamos, unos criados vestidos de blanco salieron corriendo de la casa y rodearon el vehículo.

Nuestro cochero descendió del carruaje, entregó las riendas de los caballos a un criado e hizo un gesto con la mano para acallar el parloteo de los sirvientes. Después, empezó a dar órdenes en un idioma que no entendimos y fue inmediatamente obedecido, cosa que no me sorprendió lo más mínimo.

Subimos los peldaños, precedidas por él.

—Da la impresión de que tendrían que tocar trompetas…, no para nosotras sino para él —musitó Alice.

Yo asentí en silencio. Entramos en la casa.

El contraste de la temperatura era sorprendente. Dentro hacía casi frío. La estancia era espaciosa y bastante oscura porque las ventanas estaban empotradas en una especie de huecos. Comprendí que con ello se pretendía impedir la entrada del sol. En una pared de la estancia había un gran abanico colgante que más tarde me dijeron que se llamaba punkah. Lo manejaba un muchacho vestido con larga camisa blanca y los holgados pantalones reglamentarios. Adiviné que lo debía de tener en reposo porque, al vernos, empezó a agitarlo vigorosamente.

El señorial cochero le dirigió una mirada asesina y yo comprendí que más tarde le pegaría una bronca.

—Señorita Niñera ir a su habitación… en cuartos de niños —dijo nuestro guía—. Señorita Delany ir a memsahib la señora condesa.

Alice se sorprendió, pero uno de los criados tomó inmediatamente la maleta que llevaba y le indicó que le siguiera.

—Usted, señorita Delany, seguir —me dijeron.

Subí un tramo de escalera. A través de una ventana, vi un patio y un estanque con flores de loto, una mesa y varias sillas protegidas por un parasol verde y blanco.

Nos detuvimos delante de una puerta que mi guía rascó con las uñas.

—Adelante —dijo una voz que reconocí en seguida.

—Señorita venir —dijo mi guía con la misma satisfacción del héroe que acaba de cumplir una misión casi imposible—. Traigo a señorita —añadió.

Lavinia apareció inmediatamente ante mis ojos.

—¡Drusilla! —exclamó.

Me acerqué corriendo y nos abrazamos. Oí un murmullo triunfal mientras la puerta se cerraba a nuestra espalda.

—Cuánto has tardado.

—Es un viaje muy largo.

—No sabes qué contenta estoy de que hayas venido. Deja que te vea. Eres la misma Drusilla de siempre.

—¿Qué esperabas?

—Justo lo que estoy viendo…, y me alegro mucho. Temí que te hubieras convertido en una presumida insufrible. Porque tú eras un poco así.

—¡Pues yo nunca hubiera pensado semejante cosa de ti! Ahora deja que yo te vea.

Lavinia retrocedió dos pasos, sacudió la hermosa melena que llevaba sujeta con una cinta, levantó los ojos al cielo con expresión devota y posó para mí.

Había engordado un poco, pero estaba tan guapa como siempre. Ya no me acordaba de lo hermosa que era. Lucía un vestido largo color lavanda que le sentaba de maravilla… aunque a Lavinia todo le sentaba muy bien.

Adiviné que había preparado nuestro encuentro de antemano y que estaba actuando como si fuera la heroína de una pieza teatral.

—No has cambiado nada —dije.

—Espero que no. Por lo menos, lo procuro.

—La India te favorece.

—No estoy muy segura —dijo Lavinia, esbozando una sonrisa—. Volveremos a casa dentro de un par de años. Dougal lo está deseando. No le gusta vivir aquí. Quiere volver a casa y dedicarse a estudiar aquellas cosas antiguas tan áridas. Es que Dougal no sabe divertirse.

—Las personas no siempre disfrutan con las mismas cosas.

Lavinia elevó los ojos al cielo, siguiendo una antigua costumbre suya que yo recordaba muy bien.

—Tú siempre serás la misma, Drusilla —dijo—. Sólo llevas cinco minutos aquí y la conversación ya está tomando un giro psicológico.

—No es más que la simple constatación de un hecho.

—Lo que es simple para ti, que eres tan lista, es muy profundo para una tonta como yo. El caso es que Dougal está deseando volver.

—¿Dónde está ahora?

—En Delhi. Siempre tienen que ir a algún sitio. La Compañía lo exige. Estoy hasta el coco de la Compañía. Fabian también se encuentra allí.

—¿En Delhi?

—Es el cuartel general.

—¿Y tú por qué no vas?

—Porque tenemos que quedarnos algún tiempo en Bombay. Creo que, más adelante, iremos a vivir en Delhi.

—Ya.

—Háblame de casa.

—Todo sigue igual, exceptuando la muerte de mi padre.

—Mamá me lo contó en una de sus cartas. Hubieras debido casarte con el bueno de Colin Brady para seguir la tradición parroquial. Mamá me lo contó todo. No fuiste muy sensata, lo que significa que no hiciste lo que ella tenía previsto para ti.

—Veo que estás bien informada sobre los asuntos de la parroquia de Framling.

—Mamá es muy aficionada a escribir cartas. Tanto Fabian como yo recibimos periódicas misivas de casa. Lo malo para ella es que no puede ver si obedecemos o no sus órdenes… lo cual es una suerte para nosotros.

—Siempre le ha gustado arreglar las cosas a su antojo. Lo considera su misión en la vida.

—Ella fue quien arregló mi matrimonio —dijo Lavinia con aire levemente enfurruñado.

—Te casaste de buen grado.

—Entonces me parecía bien, pero ahora soy una chica adulta. Y yo decido lo que quiero hacer.

—Siento que no te haya ido bien.

—¿De veras? ¿Sabes una cosa?, Dougal hubiera debido casarse contigo. A ti te hubieran gustado todas esas peroratas sobre la Antigüedad. Es lo tuyo. Imagino lo mucho que te emocionarías si alguien descubriera en unas excavaciones un cacharro utilizado por Alejandro Magno. A mí me daría lo mismo que lo hubiera utilizado Alejandro o Julio César. Para mí sólo sería un cacharro viejo.

—No eres nada romántica.

—¿De veras? —Lavinia soltó una carcajada—. Pues, para que te enteres, soy terriblemente romántica y me lo paso muy bien. Cuánto me alegra que hayas venido, Drusilla. Es como en los viejos tiempos. Me gustaba que me hicieras reproches. Me hacía sentir gloriosamente perversa.

—Supongo que tendrás… admiradores.

—Siempre los tuve.

—Con desastrosos resultados.

—Ya te he dicho que ahora soy una chica mayor. Ya no hago tonterías.

—Menos mal.

—Te veo un poco seria. ¿De qué se trata?

—No me has preguntado por Fleur.

—Iba a hacerlo. ¿Cómo está?

—Está bien y es muy feliz.

—Bueno, pues, ¿por qué te enfadas?

—Porque resulta que eres su madre y no demuestras demasiado interés.

—Tengo que recordarle, señorita Delany, que ahora soy su ama.

—Como te pongas en ese plan, regreso a Inglaterra a la primera ocasión.

—Ni hablar —dijo Lavinia, rompiendo a reír—. Ahora no pienso soltarte. Te quedarás aquí y aguantarás.

Además, siempre serás mi querida amiga Drusilla. Hemos pasado juntas tantas cosas que no podría ser de otro modo.

—No viste a Fleur antes de marcharte. En realidad, no sé si la viste desde que Polly se hizo cargo de ella.

—La buena de Polly no quiso que la trastornara. Ésas fueron tus palabras textuales.

—¿Sabes que Fabian está al corriente de los hechos?

—Ya me echó un sermón por mi locura —dijo Lavinia, asintiendo.

—Supongo que no pensarás que se lo conté yo.

—Me dijo que se lo contó Polly cuando vio que él llegaba a conclusiones erróneas con respecto a ti. Jamás le había visto tan enojado.

—Ha sido muy bueno —dije—. Ha depositado una suma de dinero de la que Polly podrá disponer para la educación de Fleur y para cualquier otra cosa que necesite. Van a contratar una institutriz para ella. Hay que educarla debidamente.

—Me parece muy bien. ¿Por qué tenemos que preocuparnos? A Janine la asesinaron y todo se resolvió satisfactoriamente.

—Tal vez para ti…, para ella por supuesto que no.

—Los chantajistas se merecen ese destino.

—¿Has pensado en la pobre Miriam?

—No la recuerdo mucho. Tú siempre andabas de un lado para otro, hablando con todo el mundo mientras yo esperaba angustiada el momento del parto. Era un lugar horrible, y me alegro de que todo terminara.

—¿Se lo dirás a Dougal?

—No, por Dios. ¿Por qué debería hacerlo?

—Supuse que quizá querrías ver a Fleur y tenerla contiguo…, aunque Polly y Eff jamás lo permitirían. Por lo menos, para tranquilizar tu conciencia.

—A veces, a la conciencia hay que amordazarla.

—Estoy segura de que esa lección debes tenerla muy bien aprendida.

—Ya vuelves otra vez con tus sermones. Tendré que contenerme para no recordarte nuestras respectivas posiciones, no sea que te enfades. Además, me gustan estas reprimendas. Son típicas de Drusilla. Me alegro de que estés aquí. ¿Qué tal esta niñera que mamá ha enviado contigo?

—Es muy buena y me gusta muchísimo. Es juiciosa y de toda confianza.

—Ya lo suponía, habiéndola enviado mamá.

—Nos llevamos muy bien.

Cuando empecé a describirle el viaje, la peligrosa travesía del desierto y la desaparición de monsieur Lasseur, observé que Lavinia se distraía, mirándose al espejo y alisándose el cabello. Decidí no seguir.

—¿Y los niños? —pregunté.

—¿Los niños?

—¿Lo has olvidado? Tienes dos, nacidos de tu matrimonio. El tema de tu vástago ilegítimo ya lo hemos discutido y cerrado.

Lavinia echó la cabeza hacia atrás y se rió.

—Típicos «drusilismos» —dijo—. Me encantan. No te daré el gusto de que tu ama te despida por impertinente, por consiguiente, no me consideres tal. Te ha elegido mi dominante madre, y el pesado de mi hermano aprueba la decisión…, en consecuencia, tendrás que quedarte.

—¿Tu hermano?

—Pues, sí; en realidad, fue él quien lo sugirió al principio.

»—Siempre te llevaste muy bien con la chica de la rectoría —me dijo—. Fuiste a la escuela con ella. Apuesto a que te gustaría tenerla aquí.

»Cuando me lo comentó, me pregunté cómo no se me habría ocurrido a mí.

—Pero ¿cómo vendrá? —le repliqué.

»Tú ya conoces a Fabian.

—En barco hasta Alejandría —me contestó—. Y después tomará otro en Suez.

»Yo no me refería a eso, claro.

»—¿Por qué? —le pregunté.

»—Pues, porque es una chica muy culta —contestó—. Podría dar clase a los niños. Es lo que suelen hacer las jóvenes instruidas de escasos medios… y la chica de la rectoría es precisamente eso.

Lavinia se rió y yo experimenté una absurda sensación de júbilo. Él lo sugirió. Debió de hablar con lady Harriet cuando estuvo en Framling cortejando a lady Geraldine.

Sentí el impulso de preguntar por lady Geraldine, pero no me pareció oportuno. Lavinia, que no tenía la menor preparación académica, era muy perspicaz para descubrir los sentimientos de las personas en relación con el otro sexo.

—Ah, ¿sí? —me limité a decir.

—Viniendo de mamá, es como la aprobación de una ley en el Parlamento, y la sanción de Fabian es como la firma del soberano. Algo así como un real decreto.

—Estoy segura de que no siempre sigues sus consejos.

—Por eso me atrae tanto el pecado. Si no tuviera una familia tan dominante, no me divertiría ni la mitad. Mi querida y virtuosa Drusilla, tan distinta de tu descarriada amiga, no sabes cuánto me alegro de tenerte aquí. Fue una suerte que la orden de Framling coincidiera exactamente con mis deseos. Lo pasaremos muy bien.

—Espero que no tengamos que pasar otra vez por situaciones apuradas como…

—El tema está cerrado —dijo Lavinia, acercándose un dedo a los labios—. Eso ya terminó. En serio, Drusilla, nunca olvidaré lo que hiciste por mí. Después te arrebaté a Dougal delante de tus mismas narices.

—No me lo arrebataste porque nunca fue mío.

—Hubiera podido serlo muy fácilmente. Creo que si mamá no hubiera puesto de repente los ojos en él, aún estaría estudiando sus libros y cortejándote con disimulo. Tal vez aún no se te habría declarado. La rapidez no es el punto fuerte de Dougal. Pero la cosa hubiera seguido su curso. Para él hubiera sido estupendo y para ti, la mejor solución. Mucho mejor que aquel pelmazo de Colin Brady a quien tuviste el buen juicio de rechazar. Claro que siempre has sido muy juiciosa. Por otra parte, Dougal hubiera sido más feliz sin su título. ¡Pobre Dougal! Casi lo sentí por él. Sacado de su tranquila rutina para casarse con la mujer menos adecuada para él. Pero fue un decreto de mamá, y eso es como las leyes de los medos y persas que conoces tan bien.

Súbitamente me alegré de estar allí. Pensé que llevaba demasiado tiempo ociosa y me sentía rebosante de entusiasmo. Todo era extraño y un poco misterioso. La sugerencia de que yo me trasladara allí había partido nada menos que de Fabian.

Me pregunté por qué. Para conveniencia de los Framling, por supuesto. Lavinia necesitaba compañía, tal vez alguien que la rescatara de las consecuencias de los posibles pecadillos para los cuales se le ofrecerían allí muchas más oportunidades que en un internado francés.

En cierta ocasión yo resulté muy útil. Y Fabian debió de tenerlo en cuenta.

Por consiguiente, el decreto que ordenó el matrimonio entre Dougal y Lavinia se había extendido a mí. Debería dejarlo todo y ponerme a su disposición… y allí estaba.

—Me gustaría ver a los niños —dije, temiendo que Lavinia estableciera un nexo entre mi júbilo y su hermano.

—Drusilla ha hablado. Accederé a su capricho para que vea lo contenta que estoy de tenerla aquí. Te acompañaré al cuarto de los niños.

Salimos de la estancia y nos dirigimos a una escalera. Nos encontrábamos en el piso más alto de la casa, donde estaban los cuartos de los niños, dos enormes habitaciones con pequeñas ventanas que parecían troneras. Gruesos cortinajes cubrían de sombras la estancia.

Oí voces y adiviné que Alice ya estaba allí, trabando amistad con sus futuros pupilos.

Lavinia me acompañó a una estancia con dos pequeñas camas rodeadas por mosquiteras y el punkah en la pared.

La puerta que comunicaba con la habitación contigua estaba abierta y, a través de la misma, emergió una mujer envuelta en un sari, seguida de Alice.

—Te presento a la señorita Alice Philwright —dije—. Alice, te presento a la condesa.

—Hola —dijo Lavinia sin la menor ceremonia—. Me alegro de que esté aquí. ¿Ya se ha presentado a los niños?

—Es lo primero que siempre hago —contestó Alice.

La mujer de tez morena se apartó y nos franqueó el paso. Me pareció que estaba preocupada, tal vez temiendo que nuestra llegada significara su partida.

La miré sonriendo y ella me devolvió la sonrisa como si leyera mis pensamientos y me diera las gracias.

Louise era un encanto. Me recordaba un poco a Fleur, lo cual no era nada extraño, tratándose de hermanastras. Tenía un cabello rubio y ensortijado, y preciosos ojos azules, su nariz era pequeña y delicada, pero le faltaba la mirada felina que yo había admirado en Lavinia la primera vez que la vi cuando tenía más o menos la misma edad de Louise. Era una niña agraciada, pero sin la espléndida belleza de su madre. Aparentaba una pizca de timidez y no se apartaba ni un momento de la india con la que parecía muy encariñada. El niño aún no había cumplido los dos años y ya daba sus primeros y vacilantes pasos.

—Louise será tu alumna, Drusilla —dijo Lavinia.

—Hola, Louise —le dije—. Juntas aprenderemos unas cosas maravillosas.

La pequeña me miró solemnemente y me devolvió la sonrisa. Pensé que nos llevaríamos muy bien. Siempre me habían gustado los niños y, aunque apenas los había tratado, sentía por ellos una simpatía especial. Lavinia nos miró con cierta impaciencia. Me compadecí de sus hijos. Su afecto por el aya era evidente mientras que a Lavinia la trataban casi como a una desconocida. Me pregunté qué tal se portaría Dougal con ellos.

Lavinia no quería quedarse mucho rato en la habitación de los niños, e insistió en alejarme de allí.

—Hay que arreglar muchas cosas —dijo, dedicándole a Alice una deslumbradora sonrisa—. Ya veo que llevará todo a la perfección.

Alice pareció alegrarse, pensando que nadie se entremetería en los asuntos del cuarto de los niños.

Cuando deshice el equipaje en mi habitación, sentí un alborozo que no experimentaba desde hacía mucho tiempo.

*****

Cada día era una nueva aventura. Pensé que; al principio, dos horas diarias de clase serían suficientes para Louise. Lavinia se mostró de acuerdo. Salía a pasear con ella en carruaje por la ciudad, pasando por delante del cementerio de los parsis donde los cadáveres se abandonaban al aire libre para que los buitres no dejaran más que los huesos. Todo me fascinaba por su novedad y exotismo, y todo quería saborearlo hasta el fondo.

De vez en cuando, Alice y yo salíamos Nos gustaba recorrer las calles en donde nos apremiaban por todos lados los pordioseros, cuya situación nos afligía y escandalizaba. Los niños deformes me inspiraban más lástima que los demacrados hombres y mujeres que exhibían sus dolencias para ganarse la simpatía y las limosnas de los viandantes. Solíamos llevar un poco de dinero para entregarlo en los casos que nos parecieran más desesperados, pero ya nos habían advertido que, en cuanto nos vieran dar limosna, nos acosarían sin piedad. Aun así, lo resistíamos para tranquilizar nuestras conciencias.

Las moscas constituían una verdadera plaga y se posaban sobre las mercancías de los tenderetes, los blancos ropajes de las mujeres, los turbantes rosa y amarillo de los hombres y también los rostros de las personas, las cuales estaban tan acostumbradas que no les prestaban la menor atención.

Veíamos al encantador de serpientes, tocando lúgubres sones en su flauta; recorríamos innumerables callejuelas entre culis, aguadores con sus recipientes de cobre sobre los hombros, y asnos cargados de mercancías; a veces, oíamos los acordes de extrañas melodías, mezclándose con el griterío de la gente. Las tiendas carecían de puerta y las mercancías permanecían diseminadas por el suelo y presididas por su propietario, quien trataba por todos los medios de atraer nuestra atención para que nos detuviéramos a examinarlas. Había productos alimenticios, utensilios de cobre, sedas y joyas. Estas últimas las presidía un rechoncho sujeto tocado con un llamativo turbante rosa y fumando una hookah, pipa semejante al narguile de los turcos. A menudo el ganado ocupaba las calles y los chiquillos correteaban desnudos, con la excepción de un taparrabos, como perversos mosquitos dispuestos a saquear a los más indefensos.

Alice y yo compramos unas preciosas sedas de Bujara que nos parecieron muy baratas. La mía era azul y malva pálido mientras que la de Alice era beige claro. Lavinia dijo que mi vestuario era horrible y que ella conocía a un durzi muy bueno que confeccionaba vestidos con rapidez y eficacia a un precio muy bajo. Me ayudaría a elegir el estilo que más me favoreciera y el hombre estaría encantado de acudir a la casa. Todos los europeos utilizaban sus servicios. Bastaba con decirle lo que una quería, y se le podía pagar al precio que pidiera sin el habitual regateo. Los elogios eran tan importantes para él como el dinero.

Lavinia se tomaba mucho interés por mi aspecto y me ayudaba con entusiasmo a elegir la ropa. Deduje que tendría algún motivo.

Ella siempre hacía las cosas por algún motivo.

Lavinia se movía en los círculos del ejército y la Compañía, los cuales parecían colaborar estrechamente entre sí. La Compañía era algo más que una simple compañía comercial. Al parecer, intervenía en el gobierno del país, y el ejército le prestaba su apoyo porque representaba los intereses británicos en la India.

Lavinia estaba contenta por algo que yo ignoraba. Deduje que debía de tener un amante. Lavinia era de esas mujeres que siempre tienen un amante. La admiración y lo que ella llamaba amor eran fundamentales en su vida. Atraía a los hombres sin el menor esfuerzo y, cuando hacía algún esfuerzo, el efecto era devastador. Yo había interpretado las miradas que cruzaban con un tal comandante Pennington Brown, hombre de unos cuarenta y tantos años con una mujer que parecía una rata y que, en otros tiempos, debió considerarle maravilloso. Me parecía un poco presumido y afectado, pero sin duda era guapo.

Decidí comentarle el asunto a Lavinia.

—Ya estás espiando, ¿eh? —me replicó.

—Ni falta que hace. Me di cuenta de que había algo. Conozco las señales. No has cambiado demasiado desde la inoportuna aparición de tu conde francés.

—Garry es un encanto y está loco por mí.

¡O sea, que el comandante Pennington Brown era Garry para los amigos!

—Su mujer debe pensar lo mismo.

—Es una cosita insignificante.

—Está claro que en otros tiempos él no pensaría así. Debió considerarla atractiva si se casó con ella.

—Lo más atractivo que tenía era su fortuna.

—Entiendo. ¿Y ese comportamiento es «un encanto»?

—Por favor, no emplees ese tono. Recuerda…

—Que soy una criada. Muy bien, pues…

—¡Calla! No permitiré que regreses a casa enojada…, pase lo que pase. Me gusta Garry, aunque a ti no te guste, ¿y por qué no iba a considerarme atractiva?

—Puesto que no busca más que una fugaz aventura, me parece lógico.

—¿Una fugaz aventura? No hables con tanto desprecio de una actividad tan placentera. ¿Qué sabes tú del amor?

—No sé ni quiero saber nada.

—Qué virtuosas somos, ¿verdad?

—No somos tan tontas, si te refieres a eso.

—Pues creo que lo eres porque rechazas una cosa muy agradable —Lavinia entornó los ojos—. Algún día te haré cambiar de opinión…, ya lo verás.

Comprendí lo que estaba tramando. Quería encontrar en su círculo social a un hombre con quien yo pudiera vivir una relación intrascendente. Quería tener a alguien con quien reírse y compartir sus experiencias. No acertaba a comprender por qué quería tenerme allí, habiendo tantas esposas de militares o funcionarios de la Compañía capaces de satisfacer mejor que yo su necesidad de amistad.

No me gustaba su círculo de amigos; todos me parecían superficiales y poco interesantes. En cambio, con Louise me lo pasaba muy bien, mostraba mucho interés por los libros ilustrados que yo había llevado conmigo; le gustaba que le contara historias y, cuando yo entraba en el cuarto, corría a mi encuentro y hundía el rostro en mi falda, dándome una entusiasta bienvenida. Por mi parte, me había encariñado con ella.

El aya nos miraba a veces y asentía con la cabeza sonriendo. Nuestro amor por Louise había creado un estrecho vínculo entre ambas.

Un día la encontré en el jardín. Tuve la impresión de que me había seguido, eligiendo un momento adecuado para hablar conmigo.

En el jardín había un mirador que era mi lugar preferido. Daba a una vasta extensión de césped en cuyo centro se levantaba un frondoso baniano.

—Por favor… ¿puedo hablarle? —preguntó, acercándose.

—Pues, claro —contesté—. Siéntese. Qué precioso es todo esto, ¿verdad? Y aquel árbol tan bonito, y la hierba tan verde.

—Es por la mucha lluvia que cae.

—¿Quiere hablarme de Louise?

La mujer asintió.

—Le encanta aprender cosas —dije—. Darle clase es una delicia. Es una niña simpatiquísima.

—Para mí… ser como mi hija.

—Sí —dije—. Lo sé.

—Y ahora…

—¿Teme que, ahora que está la niñera, a usted la despidan?

La mujer me miró con ojos suplicantes.

—Louise —dijo— ser como mi hija…, no quiero perderla.

Tomé su mano y se la estreché con fuerza.

—Comprendo —dije.

—La señorita Alice… es nueva niñera. Pobre aya… ya no.

—Los niños la quieren —dije.

Una sonrisa iluminó su triste semblante.

—Me dirán… —dijo—, me dirán… vete.

—Y eso sería muy doloroso para usted.

—Muy doloroso —repitió ella.

—¿Por qué me lo dice a mí? ¿Cree que yo podría cambiar la situación?

El aya asintió.

—La memsahib condesa la quiere mucho. Ella escuchar. Estar contenta porque usted venir. Todo el tiempo decir: «¿Dónde está señorita Drusilla?». Usted escuchar —añadió, señalándome con el dedo—, pero ella no escuchar. Creo que ella decir vete.

—Haremos una cosa. Yo hablaré con ella. Le diré que los niños la quieren mucho a usted. Le diré que es mejor que usted se quede.

El aya me miró sonriendo. Después se levantó, juntó las manos e inclinó la cabeza como si rezara, y se retiró mientras yo contemplaba el baniano sin verlo, imaginando el momento en que el aya había llegado a la casa para hacerse cargo de Louise, a la que quería tanto como si fuera su propia hija, hasta que nació el otro niño al que amaba tanto como a Louise. Ahora todo aquel amor y aquella entrega iban a estropearse por culpa del capricho de lady Harriet, la cual ignoraba las circunstancias del lugar y no hubiera podido comprender el amor que podía existir entre una niñera india y sus pupilos ingleses.

Aproveché la primera oportunidad para hablar con Lavinia, la cual estaba descasando un poco, antes de prepararse para una reunión de amigos aquella noche. Yo había participado en varias de ellas y, en su transcurso, Lavinia me presentaba como su amiga de Inglaterra. Algunos hombres me hacían preguntas creyendo que sería una conquista fácil, pero después desistían de su empeño, pensando que el esfuerzo no merecía la pena. Cuando más tarde se enteraban de que era la institutriz de los niños y que les había conocido a ellos gracias a la generosidad de Lavinia, procuraban dejarme de lado con más o menos cortesía. Siempre que podía, trataba de evitar aquellas sesiones. Lavinia se hallaba tendida en la cama con unas torundas de algodón sobre los ojos.

—Lavinia —dije—, necesito hablar contigo un momento.

—¿No te han dicho que estoy descansando?

—Sí, pero he venido de todos modos.

—¿Algo importante? —preguntó, quitándose la torunda de algodón del ojo derecho para mirarme.

—Muy importante.

—Cuéntame de qué se trata. ¿Has cambiado de idea y quieres asistir a la fiesta? Muy bien, pues. Ponte el vestido de seda malva de Bujara. Es el mejor que tienes.

—No es eso. ¿Cuántos sirvientes tienes aquí?

—¡Vaya una pregunta! Que te lo diga el khansamah. Es él quien lo sabe.

—Son tantos que uno más o uno menos ni se nota.

—Supongo que no.

—Quiero hablarte del aya.

—¿Qué le pasa? Pronto se irá.

—No creo que deba irse.

—Estoy segura de que la niñera Philwright preferirá que se vaya.

—Ella no quiere irse.

—¿Te lo ha dicho?

—Sí. Ya sabes cómo la quiere Louise.

—Vamos, mujer, los niños quieren a todo el mundo.

—Eso no es cierto. Mira, Lavinia, el aya lleva con los niños desde que nació Louise. Representa algo para la niña. Seguridad, estabilidad. ¿Acaso no te das cuenta?

Lavinia empezaba a dar muestras de aburrimiento. Quería hablar acerca de un tal capitán Ferryman que estaba poniendo francamente celoso al comandante Pennington Brown. Pero yo no cejaba en mi empeño.

—Lavinia, para ti es igual que el aya se quede o se vaya.

—Pues entonces, ¿por qué me molestas?

—Porque puedes modificar la decisión. Es una mujer muy desdichada.

—¿De veras?

—Oye, Lavinia, quiero que hagas algo por mí.

—Te daré la mitad de mi reino, como dicen en los cuentos de hadas.

—Me conformo con menos.

—Pues es tuyo.

—Hablemos en serio. Quiero que el aya se quede.

—¿Eso es todo?

—Para ella es muy importante.

—¿Y para ti?

—Me importa, Lavinia. Quiero que sea feliz. Quiero que Louise sea feliz. Si el aya se va, ambas serán desgraciadas.

—Pero, bueno, Drusilla, ¿por qué te preocupas tanto por eso? ¿A mí qué me importa que esa mujer se vaya o se quede?

—Sé que estas cosas no te importan, pero a mí, sí.

—Pero qué criatura tan rara eres, Drusilla —dijo Lavinia, riéndose—. Tienes obsesiones de lo más extrañas. No me importa lo que hagas. Que se quede el aya, si quieres, siempre y cuando a la niñera Philwright no le moleste. No quiero problemas. No quiero que se disguste. Mamá se enfadaría, fue ella quien la eligió.

—Te aseguro que Alice Philwright estará de acuerdo conmigo. Se toma muy en serio el bienestar de Louise. Y Alan ya empieza a quererla también.

—Pásame el espejo. ¿Crees que estoy engordando mucho?

—Tu aspecto externo es precioso.

—¿O sea que lo único negro es mi alma?

—No es exactamente negra.

—Pero tampoco es inmaculadamente blanca.

—No, pero creo que puedes redimirte.

—Y, si te concedo este deseo, ¿intercederás tú por mí cuando alcances la recompensa a tu virtud y a mí me envíen a las llamas del infierno?

—Prometido.

—Muy bien, pues. Petición concedida.

—¿Puedo decirle al aya que tú deseas que se quede?

—Puedes decirle lo que se te ocurra.

Me acerqué a la cama y besé a Lavinia en la frente.

—Gracias, Lavinia. No sabes lo feliz que me haces.

—Pues entonces quédate a hablar conmigo hasta la hora de vestirme. Quiero contarte del capitán Ferryman, que es guapísimo. Y muy inteligente, además. Dicen que es muy ingenioso.

La escuché e hice los comentarios que ella esperaba, hasta que entró la doncella para ayudarle a vestirse.

Fue un precio muy pequeño a cambio de aquella victoria. Cuando le dije al aya que no la despedirían, me tomó la mano y la besó con reverencia.

—No es nada —musité, retirando la mano—, es justo que se quede.

Pero ella me miró, emocionada.

—El aya te considera una especie de diosa omnipotente —me dijo más tarde Alice. Le conté lo ocurrido.

—Creo que te has ganado su gratitud eterna —respondió.

*****

Louise había cambiado y ahora era una niña muy feliz, siempre dispuesta a querer a cualquiera que le demostrara afecto. Tenía al aya y nos tenía a Alice y a mí. Alice era muy severa, pero cariñosa y cumplía su labor con eficiencia. Alan también la quería mucho. Aunque era todavía muy pequeño, yo intentaba enseñarle algunas cosas. Le gustaban los libros ilustrados que yo me había llevado de Inglaterra y ya sabía distinguir algunas ilustraciones de animales.

A Louis le gustaba cantar las melodías infantiles que yo le enseñaba y a menudo entonaba los estribillos de las conocidas canciones Be, be, la ovejita negra y La guirnalda de rosas. La habitación de los niños era un lugar muy alegre. Me gustaba mi trabajo y a Alice el suyo.

Sin embargo, yo sabía que todo aquello sería efímero y transitorio.

Se comentaba mucho nuestro traslado a Delhi, cosa que ocurriría tarde o temprano.

—Supongo que dejaremos aquí al personal del ejército —dijo Lavinia con tristeza.

Lo pasaba muy bien con la rivalidad entre su capitán y su comandante, y repetidamente había intentado introducirme en su círculo de amistades, pero mi actitud hacia ellas era tan tibia como la suya hacia mí.

—Me pones negra —dijo Lavinia, irritada—. No te tomas ninguna molestia. No haces el menor esfuerzo.

—¿Quieres que ponga los ojos en blanco y agite el abanico como tú?

—Nunca conseguirás pescar a nadie con una actitud tan despectiva. Podrías llevar colgado alrededor del cuello un letrero que dijera: «Lárgate».

—En contraste con el tuyo de «Aquí te espero».

Lavinia se echó a reír.

—Acabarás conmigo, Drusilla. Moriré de tanto reírme de ti.

—Lo que digo es verdad.

—Mejor decir «aquí te espero» que «lárgate».

—Con eso mantienes tu irresistible atracción. Tu comportamiento equivale a una invitación generalizada. Se busca amante. Innecesario galanteo prolongado.

—No sé por qué te aguanto.

—Hay una alternativa.

—Pero bueno, ¿ya estamos otra vez con lo mismo? Me rindo. Me diviertes demasiado como para que te suelte. No te haré el menor caso y adoptaré el «aquí te espero» siempre que me venga en gana.

—No esperaba otra cosa.

Lavinia lo pasaba muy bien, bromeando conmigo. Una de las cosas que más le gustaban era escandalizarme.

Un día, cuando subí al aula de clase, me encontré al aya con una niña de unos once o doce años, extremadamente bonita. Llevaba su largo cabello negro sujeto con una cinta plateada, vestía un sari rosa pálido que acentuaba la suavidad de su morena piel y tenía unos grandes ojos luminosos.

—Ésta ser mi sobrina, señorita.

Contesté que estaba encantada de conocerla.

—Ella… Roshanara.

—Roshanara —repetí—. Qué nombre tan bonito. El aya asintió, sonriendo.

—¿Está aquí de visita?

—Señorita dejar quedarse —contestó el aya—. Escuchar a señorita Louise.

—Claro —dije.

Cuando repasé los libros con Louise, Roshanara nos miró y escuchó con atención.

*****

Roshanara era una niña excepcionalmente agraciada y poseía un delicioso donaire natural. Hablaba inglés con bastante propiedad y le encantaba aprender cosas.

Era una maravilla verla sonreír cada vez que conseguía dominar una palabra desconocida.

A Louise le gustaba su compañía, y aquellas dos horas que dedicaba a su enseñanza eran las más placenteras de mi jornada.

Averigüé algunos datos sobre Roshanara. Era la sobrina del aya y, siendo su padre un próspero comerciante, heredaría un poco de dinero. Sus perspectivas de matrimonio serían buenas. Ya la habían prometido a un muchacho que le llevaba un año, hijo del Gran Khansamah que presidía la casa de Delhi.

—La casa —me explicó el aya— donde viven los grandes sahibs…, el sahib de la memsahib condesa y su sahib hermano.

Lavinia me explicó que era una casa de la Compañía, de las varias que destinaban a sus directores más importantes. La casa de Delhi era mucho más lujosa que la de Bombay, pero a Lavinia le parecía más acogedora ésta. Probablemente porque allí estaba libre de su marido y de la mirada inquisitorial de su hermano.

Según Roshanara, la casa de Delhi se encontraba bajo el mando del Gran Khansamah, al parecer, un caballero muy importante. Lo había contratado la Compañía, lo mismo que al Khansamah de Bombay, y ambos tenían por misión asegurar la comodidad de los importantes señores llegados de Inglaterra… como, por ejemplo, Fabian y Dougal. Al hombre de Delhi lo llamaban el Gran Khansamah Nana. Más tarde me pregunté si ése sería su verdadero nombre o si se lo habrían puesto por su actitud autoritaria con cuantos se encontraban bajo su dominio. Hasta entonces yo no había oído hablar de Nana Sahib, el dirigente revolucionario que tanto odiaba a los británicos. Visto ahora a la distancia del tiempo, es curioso que no nos percatáramos de la cercanía de la tormenta.

El Gran Khansamah Nana tenía un hijo con el que estaba prometida Roshanara.

Cuando la familia se trasladara a Delhi, cosa que no tardaría en ocurrir, se celebraría el matrimonio.

—¿Te hace ilusión? —pregunté a Roshanara.

Contemplé sus ojos puros y descubrí una sombra de temor teñida de resignación.

—Es lo que debe ser —contestó la niña.

—Eres demasiado joven para casarte.

—Es la edad para el matrimonio.

—¡Y nunca has visto a tu prometido!

—No. No lo veré hasta que nos casemos.

¡Pobre niña!, pensé, compadeciéndome de ella. Nos habíamos hecho muy buenas amigas.

A menudo hablaba con ella y al parecer me tenía cierta confianza, nacida de la amistad.

En cuanto al aya, se la veía muy contenta por poder quedarse con sus queridos niños y por tener consigo a su amada sobrina, la cual estaba aprendiendo muchas cosas gracias a una señorita muy inteligente.

Al principio yo no estaba muy segura de mis aptitudes como institutriz, pero poco a poco me convencí de que lo hacía muy bien y sin rubor me felicité por ello.

Faltaban dos años para nuestro regreso a Inglaterra. Entonces Louise, bajo la guía de lady Harriet, tendría una institutriz profesional y aprendería todas las cosas que tenía que saber una señorita inglesa. Entretanto, yo era más que suficiente.

Lavinia me mandó llamar. Era una tarde en que toda la casa se hallaba envuelta en un manto de silencio.

No se oía más que el susurro de los punkahs, cuyas poleas accionaban unos adormilados muchachos.

Lavinia se encontraba lánguidamente tendida en su lecho, luciendo un salto de cama verde que contrastaba agradablemente con los reflejos leonados de su cabello.

Me senté en el borde de la cama.

—Nos vamos a Delhi —dijo—. Órdenes de la superioridad.

—¿De verdad? —contesté—. ¿Estás contenta?

—No mucho —hizo una mueca—. Aquí la cosa se estaba poniendo interesante.

—¿Te refieres a la rivalidad entre el apuesto comandante y el ambicioso capitán?

—Ah, pero ¿es ambicioso?

—Ambiciona disfrutar de tus encantos.

—Pues, muchas gracias. Un cumplido de tu parte significa mucho porque no los prodigas muy a menudo. Eres una de esas personas tan honradas que tienen que decir la verdad a toda costa. Preferirías caminar sobre fuego y los peores tormentos antes que decir una mentira inocente.

—Tú, en cambio, las dices sin el menor remordimiento.

—Sabía que acabarías echándome un sermón. En serio, Drusilla, nos vamos la semana que viene.

—Eso es muy pronto.

—Pues a ellos les parece tarde, y me han dado tal plazo sólo por los niños. De otro modo, hubiéramos tenido que irnos en cuestión de veinticuatro horas. Han destinado a alguien a Bombay…, el padre, la madre y tres hijos. Necesitan la casa y a nosotros nos envían a Delhi…, adonde hubiéramos tenido que ir de todos modos.

—O sea que nos vamos la semana que viene.

Lavinia asintió.

—Será interesante conocer Delhi.

—Dougal estará allí… y supongo que también Fabian.

—Estarás contenta de reunirte con ellos.

Lavinia frunció sus labios en una mueca de desagrado.

—Supongo que eso te obligará a comportarte con un poco más de decoro —dije.

—¿Me imaginas tú a mí comportándome con decoro? Soy la que soy y nadie me hará cambiar. Será un fastidio trasladar el cuarto de los niños.

Afortunadamente tenemos al aya. Viajaremos en esos horribles carruajes que llaman dákgharis. Ya verás qué incómodos son.

—Sobreviví a un viaje a través del desierto que no fue precisamente muy cómodo que digamos.

—Espera a ver nuestro dák. El viaje es muy largo y llevaremos a los niños.

—No creo que te ocupes demasiado de ellos.

—Tendrán a la niñera Philwright y al aya…, por no hablar de su ingeniosa institutriz.

—¿Y Roshanara? —pregunté.

—Ah, la niña que se casará con el hijo del Gran Khansamah. Irá con nosotros. No podemos permitirnos el lujo de ofender al G. K.

—¿El G. K.?

—Pero bueno, ¿dónde está tu ingenio? Hablo del Gran Khansamah, naturalmente. Tengo entendido que gobierna la casa con mano de hierro. Se necesitaría un peso pesado como mamá para plantarle cara. Dougal jamás podría hacerlo. Fabian sí, por supuesto. Pero lo consideraría una pérdida de tiempo.

—O sea que los del cuarto de los niños nos vamos a Delhi —dije.

—Exactamente…, junto con el resto de nosotros.

—Estoy deseando conocer otros lugares de la India —añadí y pensé: «Fabian estará allí. No sé cómo se comportará».

Los preparativos se hicieron con gran rapidez. El aya se alegró de acompañarnos y dijo que yo era la artífice de su felicidad.

Sabía que su permanencia en la casa se debía a lo que yo le había dicho a la memsahib condesa.

—Eso yo jamás olvidar —añadió muy seria.

—No hice nada en particular —aseguré, pero ella sabía muy bien que sí.

Estaba contenta porque vería casada a su sobrina. Quería mucho a Roshanara y se alegraba de que hubiera encontrado un buen partido.

Roshanara no parecía muy feliz y conforme pasaban los días se mostraba cada vez más nerviosa.

—Es que no le conozco… ¿sabe? —me confesó.

—No me parece bien que una tenga que casarse con alguien a quien nunca ha visto.

—Les ocurre a todas las chicas —dijo ella, mirándome con expresión fatalista—. A veces sale bien…, a veces no.

—Tengo entendido que es un hombre importante.

—El hijo del Gran Khansamah de Delhi —dijo Roshanara con cierto orgullo—. El Gran Khansamah es un caballero muy importante. Y me han dicho que casarme con su hijo es un honor.

—Tiene aproximadamente tu misma edad. Creceréis juntos. Eso puede ser bueno.

La niña se estremeció levemente. Vi que intentaba consolarse, pintando un cuadro rosa en el que no lograba creer.

Llegó el momento de la partida. El equipaje ya se había enviado en carruajes tirados por caballos, luego de que los criados hicieron todas las maletas, siguiendo las instrucciones del Khansamah…, no el Grande, claro, aunque también era todo un caballero. Ahora nos tocaba turno a nosotros.

Fue un viaje muy largo, pero yo, que había sufrido los rigores del anterior, ya estaba preparada para cualquier incomodidad.

Quizás era un poco pesimista.

Nuestro dák-ghari era un carruaje muy mal construido, tirado por un caballo que parecía bastante salvaje. El grupo de viajeros disponía de varios dák-gharis. Yo viajaría con Lavinia y un tal capitán Cranly que estaba allí para protegernos. Los niños irían en otro dák con Alice, el aya y Roshanara, junto con el poco equipaje necesario para el camino. En otro dák se habían colocado los recipientes de cobre para asearnos y los colchones para el caso de que no hubiera camas en las posadas donde pararíamos. Así emprendimos la marcha. El viaje fue interesante, emocionante y estimulante, como todo lo de la India, pero nos ocupaba tanto mantener el equilibrio en el traqueteante dák que no pudimos prestar la debida atención al paisaje.

Lavinia suspiraba por un palanquín, una especie de litera con cojines en los que el ocupante podía reclinarse para descansar y unas varas que portaban cuatro hombres.

—Un duro esfuerzo para los hombres —comenté.

—Ya están acostumbrados. Creo que, a partir de ahora, me negaré a viajar como no sea en palanquín.

El viaje resultó muy largo. Nos detuvimos en varios dákbungalows extremadamente parecidos a los caravasares que habíamos conocido en el desierto, de camino hacia Suez. Nos ofrecieron pollo con pan de harina de avena, y té con leche de cabra, que no nos gustó demasiado. Pero todo es aprovechable cuando se tiene hambre, y así sucedió durante aquel viaje a Delhi.

Cada vez que parábamos, los niños nos saludaban como si llevaran meses sin vernos, lo cual nos hacía mucha gracia.

A su debido tiempo, divisamos en la distancia las rojas murallas de piedra de la hermosa ciudad de Delhi.

El recorrido por sus calles fue una experiencia emocionante. Lamenté no tener un guía que pudiera responder a mis preguntas y explicarme qué eran todos aquellos imponentes edificios. La ciudad amurallada se levanta sobre una loma desde la que se contempla una verde extensión de bosques. Las cúpulas, los alminares y los jardines le conferían un toque de misterio. Vi los rojos muros del Fuerte, el antiguo palacio del Shah Jehan.

Hubiera querido conocer más detalles de su historia. De repente, pensé: esto debe gustarle mucho a Dougal.

Pasamos por delante de la gran mezquita de Jama Masjid, sin duda uno de los edificios más bellos de la India, y vi fugazmente las tumbas imperiales.

No sabía qué me depararía el futuro, pero estaba segura de que siempre me alegraría de haber conocido la India.

Y así llegamos a Delhi.

La casa era mucho más lujosa que la de Bombay.

Nos recibió el Gran Khansamah, un hombre de mediana edad y aspecto extremadamente digno. Parecía el dueño de la casa y nosotros sus distinguidos invitados de casta algo inferior. Dio unas palmadas e inmediatamente aparecieron los criados. Después echó un vistazo a Roshanara e hizo una mueca. Recordé que era el futuro suegro de la muchacha y confié en que no viviera demasiado cerca del nuevo matrimonio.

—Bienvenidos a Delhi —nos dijo como si fuera el amo de la ciudad. Le contestamos con mucha deferencia. Vi que sus ojos se posaban en Lavinia con el brillo especial que yo había descubierto antes en otros hombres cuando la miraban. Ella se dio cuenta y no pareció molesta.

Nos acompañaron a nuestras habitaciones. Por todas partes había punkahs y ningún criado permanecía ocioso.

Yo sólo pensaba en una cosa: pronto veré a Dougal… y a Fabian.

Alice, en compañía del aya, fue con los niños a los aposentos infantiles. Desde mi habitación se podía contemplar una impresionante higuera de la India de abundante follaje. El jardín era precioso. En el estanque flotaban nenúfares y flores de loto bajo un alto y plumoso tamarindo.

En todas partes se respiraba una atmósfera de paz y serena belleza. Más tarde, pensé que aquello era la calma que precede a la tempestad, pero creo que en aquel momento no se me ocurrió. Al cabo de un rato, fui a ver qué tal estaba Alice con los niños.

Sus aposentos eran más espaciosos que los de Bombay. Roshanara estaba allí.

—Todo irá bien —le dije al verla temblar intermitentemente.

Ella me miró con ojos suplicantes, como si yo pudiera ayudarla.

—Tengo esta corazonada —añadí con una sonrisa.

—Pues yo tengo otra muy distinta.

Pensé que el aspecto del Gran Khansamah le había infundido temor.

—Los padres severos tienen a veces hijos muy amables —dije—. Mira, el hecho de que les eduquen con rigor y sufran les hace a veces más cariñosos y comprensivos.

Roshanara me escuchó con atención. ¡Pobre niña!, pensé. Qué triste destino ser entregada en matrimonio a un desconocido. Yo, que había conseguido burlar con éxito los propósitos de lady Harriet de casarme con Colin Brady, me compadecía muy especialmente de la frágil Roshanara.

Alice estaba encantada con el nuevo cuarto de los niños. La vida era también para ella extraña y emocionante, aunque a veces yo descubría en sus ojos cierta tristeza. Adiviné que pensaba en Tom Keeping. De repente, recordé que él estaba en Delhi y trabajaba en la Compañía. Tal vez volveríamos a verle muy pronto. Aquella posibilidad me alegró. Alice era una joven muy buena. Se merecía tener hijos propios en lugar de encariñarse con los de otras personas que en cualquier momento podían arrebatarle, tal como había estado a punto de ocurrirle al aya.

Tras saludar a los niños, regresé a mi habitación. Allí encontré a Lavinia, sentada en uno de los sillones.

—¿Dónde estuviste? —me preguntó.

—Fui a echar una mano en el cuarto de los niños.

—Estaba esperándote.

No me disculpé. Me irritaba su escaso interés por el bienestar de los niños.

—¿Cenarás con nosotros esta noche?

—¿Te parece oportuno?

—Estará Dougal y espero que también Fabian…, a no ser que cenen en otra parte, tal como a menudo tienen que hacer. Asuntos de la Compañía.

—Comprendo. Pero yo aquí soy la institutriz.

—No digas tonterías. Ellos te conocen. Dougal bastante bien, por cierto. Pondrían el grito en el cielo si quedaras relegada a la categoría de criada…, aunque fueras una criada un tanto especial.

—No creo que se percataran.

—No esperes que te haga ningún cumplido. Aquí mando yo y te quiero aquí. Ellos pasarán el rato hablando sobre aburridos asuntos de la Compañía, pero nosotras charlaremos por nuestra cuenta.

—En fin, si puedo serte útil…

—Ojalá nos hubiéramos quedado en Bombay —dijo Lavinia, riéndose—. Aquellos dáks tan horribles. Le echaré una bronca a Dougal por no habernos enviado palanquines. Diré que es un insulto a la Compañía que las memsahibs de sus funcionarios viajen en esos horrendos vehículos. Tal vez nos hagan caso. Lástima que no pudiéramos quedarnos allí.

—Sé que te apenó mucho dejar al romántico comandante y al ambicioso capitán.

—Ellos tienen allí un regimiento de mujeres. Estoy segura —dijo Lavinia, chasqueando los dedos—. Este lugar es mucho más importante, es el centro de todos los negocios. Delhi y Calcuta. Pero confieso que prefiero vivir en Delhi.

—O sea que tus galantes admiradores serán sustituidos por otros.

—Por eso no te preocupes. ¿Qué me pongo esta noche? Eso había venido a preguntarte.

Me habló de sus vestidos mientras yo la escuchaba distraída, preguntándome qué sentiría cuando viera a Dougal y Fabian otra vez.

Pronto lo averiguaría.

*****

Primero vi a Dougal en una estancia que era como una especie de antesala del comedor. Pensé que se habría enterado de nuestra llegada y estaría esperándome.

—¡Drusilla! —exclamó, acercándose y tomando mis manos entre las suyas—. Qué alegría verte.

Había envejecido considerablemente y ya no tenía el aire de quien contempla el mundo y descubre que está lleno de cosas interesantes. Su entrecejo aparecía levemente fruncido.

—¿Cómo estás, Dougal? —pregunté.

—Bien, gracias —contestó, tras vacilar un segundo—. ¿Y tú?

—También.

—Me alegré mucho cuando me dijeron que vendrías… Sentí mucho la muerte de tu padre.

—Sí. Fue un duro golpe.

—Siempre recordaré aquellos días y nuestras conversaciones.

Sus ojos se llenaron de tristeza. Siempre me había resultado fácil leer sus pensamientos… aunque tal vez no siempre pues, ¿acaso en cierto momento no creí que se había enamorado de mí? Me apreciaba, eso sí, pero no como yo creía.

Poco después apareció Fabian y mi atención se centró exclusivamente en él.

Se quedó allí de pie con las piernas separadas, observándome en silencio… Pero no pude leer sus pensamientos con tanta facilidad como los de Dougal. Vi que se curvaban ligeramente las comisuras de su boca, como si considerara divertida mi presencia allí.

—Bueno, pues, señorita Drusilla Delany —dijo—. Bien venida a la India.

—Gracias —contesté.

Fabian se adelantó, tomó mis manos y me miró fijamente a los ojos.

—Eres la misma de siempre.

—¿Qué esperabas?

—Esperaba que no hubiera ningún cambio, y ahora lo he comprobado. ¿Qué tal el viaje? —preguntó jovialmente.

—Sumamente interesante. Un tanto incómodo, pero la experiencia mereció la pena.

—Veo que te lo tomas con filosofía, lo cual no me extraña. Espero que el interés superara con creces las incomodidades.

En aquel momento, entró Lavinia en la estancia y ambos hombres se volvieron a mirarla.

Estaba preciosa con el cabello recogido hacia arriba y un vaporoso vestido que envolvía su soberbia figura.

Inmediatamente me sentí un insignificante reyezuelo en presencia de un pavo real.

Dougal se acercó a ella y la besó con indiferencia. No fue lo que cabía esperar de un marido que llevaba varios meses sin ver a su mujer. Observé el cambio acontecido en Dougal. Parecía nervioso.

Lavinia miró a Fabian.

—Bueno, hermanita —dijo éste—, te veo mejor que nunca, Apuesto a que estás encantada de que Drusilla se haya reunido contigo.

—Me reprocha bastantes cosas —dijo Lavinia, haciendo pucheros—. ¿No es cierto, Drusilla?

—Seguramente con razón —comentó Fabian.

—Drusilla siempre fue muy juiciosa —añadió Dougal con aire resignado.

—Porque es un dechado de virtudes —señaló Lavinia en tono burlón.

—Bueno, pues esperemos que aproveches el ejemplo —dijo Fabian.

—Será mejor que vayamos a cenar —nos aconsejó Dougal—. De lo contrario, el Gran Khansamah se molestará.

—Siendo así, no perdamos el tiempo —replicó Fabian—. Sin embargo, creo que las normas deberíamos establecerlas nosotros.

—Es un hombre de carácter un poco difícil —le recordó Dougal—. Ejerce un control absoluto sobre todos los criados —añadió, dirigiéndose a mí.

—Aun así —protestó Fabian—, no permito que gobierne mi vida. Pero si no vamos tal vez la comida se eche a perder. Por consiguiente, es posible que el Gran Khansamah tenga también su cuota de razón. No le produzcamos una mala impresión a Drusilla.

Se estaba muy fresco en el comedor, una especie de salón con puertas vidrieras que daban a una extensión de césped y un estanque en el que flotaban los habituales nenúfares y flores de loto. En el aire se percibía el leve zumbido de los incontables insectos y yo sabía que, cuando se encendieran las luces, deberían correr las cortinas para evitar que ciertas criaturas molestas invadieran la estancia.

—Tienes que contarnos el viaje —dijo Fabian.

Referí los pormenores del mismo y comenté nuestra peligrosa travesía del desierto.

—¿Trabaste amistad con algún pasajero? —Preguntó Fabian—. Eso es muy frecuente en los barcos.

—Pues, hubo un francés muy amable con nosotras, pero durante el viaje por el desierto se puso enfermo, y ya no volvimos a verle.

Más tarde conocimos a un señor de la Compañía. Seguramente le conoces. Tom Keeping.

Fabian asintió.

—Confío en que fuera servicial.

—Lo fue muchísimo.

—¿Y qué opinas de la India? —me preguntó Dougal.

—He visto muy poco, de momento.

—Aquí todo es distinto de Inglaterra —dijo Dougal con un deje de nostalgia en la voz.

—Ya lo suponía.

De repente, entró en la estancia el Gran Khansamah. Llevaba una camisa azul pálido por encima de unos holgados pantalones blancos; el puggaree era también blanco mientras que sus zapatos, de los que parecía sentirse muy orgulloso, eran rojo oscuro. Los lucía como si fueran un símbolo de su encumbrada posición.

—¿Está todo a su entera satisfacción? —preguntó como desafiándonos a decir que no.

Lavinia le miró sonriendo.

—Todo excelente. Muchas gracias.

—¿Y los sahibs…? —preguntó el Gran Khansamah. Fabian y Dougal dijeron que todo era estupendo. El hombre hizo una reverencia y se retiró.

—Está muy pagado de sí mismo —nos dijo Dougal en voz baja.

—Lo malo es que el resto de la casa le tiene por un gran personaje —dijo Fabian.

—Lo ha contratado la Compañía y su puesto es permanente. Se considera el dueño de la casa y quienes lo utilizamos no somos más que sus huéspedes temporales. Es muy eficiente, no cabe duda. Supongo que por eso le toleran.

—Creo que nos llevaremos bien con él —dijo Lavinia.

—Siempre y cuando le prestemos acatamiento —añadió Fabian.

—Cosa que a ti te molesta —comenté.

—No deseo que los criados gobiernen mi vida.

—No creo que él se considere un criado —señaló Dougal—. Más bien se ve como el gran nabab que manda sobre nosotros.

—Tiene algo que me molesta —dijo Fabian—. Si adopta actitudes demasiado arrogantes, haré lo posible por que lo sustituyan. Bueno, ¿qué noticias traes de casa?

—Ya sabes que la guerra ha terminado —dije.

—Ya era hora.

—A los hombres de Crimea les han enviado a casa con enfermeras para atenderles. Hicieron un labor extraordinaria.

—Gracias a la indomable señorita Nightingale, que fue quien lo organizó todo.

—Sí —dije—. Tuvo que bregar mucho para conseguirlo.

—En fin, la guerra ha terminado —dijo Fabian—. Y la victoria ha sido nuestra…, aunque me temo que ha sido una victoria pírrica. Las bajas fueron tremendas. Creo que los franceses y rusos incluso sufrieron más que nosotros. Sin embargo, nuestro número de bajas fue muy elevado.

—Afortunadamente todo terminó —terció Dougal.

—Pero tardamos mucho —comentó Fabian—. Y… creo que lo ocurrido no nos ha beneficiado mucho aquí.

—¿Te refieres a la India? —pregunté.

—Observan muy de cerca lo que hacemos y he llegado a la conclusión de que sus actitudes han cambiado un poco desde que la guerra empezó.

Fabian frunció el ceño, contemplando su copa.

—Creo que las tiendas de aquí son muy parecidas a las de Bombay —dijo Lavinia, ahogando un bostezo.

—Asunto de máxima importancia que pronto investigarás —replicó Fabian, riéndose.

—Pero ¿por qué iba a cambiar su actitud a causa de una guerra lejana? —pregunté.

Fabian apoyó los brazos sobre la mesa y me miró fijamente.

—La Compañía ha aportado grandes progresos a la India…, o eso creemos nosotros. Pero nunca es fácil que un país imponga sus costumbres a otro. Aunque los cambios en muchos casos sean beneficiosos, siempre surge necesariamente cierto resentimiento.

—Sin duda alguna el resentimiento está presente —convino Dougal.

—¿Os alarma? —pregunté.

—No exactamente —contestó Fabian—. Pero tenemos que vigilar.

—¿Ésa es una de las razones por las que se tolera el despótico gobierno del Gran Khansamah?

—Creo que has captado la situación.

—Porque Drusilla es muy lista —terció Lavinia—. Mucho más que yo.

—Cierta perspicacia debes de tener pues lo has comprendido —le dijo su hermano—. Aunque, en realidad, salta a la vista.

—Fabian siempre me ofende —dijo Lavinia, haciendo pucheros.

—Me limito a decir la verdad, querida hermana. En cuestión de un año las cosas han cambiado un poco —añadió Fabian, dirigiéndose a mí—. Creo que ha sido por la guerra. Los periódicos comentaron los sufrimientos padecidos por nuestros hombres y el asedio de Sebastopol.

Me pareció que algunos indios se alegraban.

—Pero nuestra prosperidad es sin duda beneficiosa para ellos.

—Cierto, pero no todo el mundo es tan lógico como tú y yo. Ya conoces aquello del hombre que se corta la nariz para fastidiar a su propia cara.

Pues aquí hay muchos dispuestos a hacer lo mismo…, a perder su prosperidad con tal de vernos humillados.

—Me parece una actitud muy insensata.

—Todos tienen un fuerte sentido del orgullo nacional —apuntó Dougal—. La independencia les es muy querida y algunos no quieren perderla a cambio de ciertas comodidades.

—¿Y cuál sería el resultado de esos sentimientos?

—Algo que podríamos controlar fácilmente —contestó Fabian—, pero que de vez en cuando brota aquí y allá. Ya has visto que el Khansamah de esta casa es un hombre muy orgulloso.

—A mí me hace gracia —comentó Lavinia.

—Si reconoces que él es quien manda en la casa, todo irá bien —dijo Fabian—. No considero oportuno contrariarle, aunque me gustaría bajarle los humos.

—¿Qué podría hacer él?

—Dificultarnos las cosas de mil maneras. Los criados le obedecen. No se atreven a contrariarle. La creciente inquietud en el país probablemente se debe a la forma en que hemos introducido nuestras leyes. Temen que les impongamos nuestras formas de vida y ahoguemos sus costumbres tradicionales.

—¿Y es justo que lo hagamos? —pregunté.

Fabian me miró, asintiendo.

—El bandidaje, el suttee que obliga a las viudas a inmolarse en la pira funeraria del marido…, todo eso son males que han sido suprimidos por los británicos. Pareces sorprendida. Seguramente no sabías nada acerca de ello. Son costumbres perniciosas, perversas y crueles que hubieran debido prohibirse hace tiempo. Nosotros las hemos declarado ilegales. Muchos indios que antes temían estas prácticas ahora están molestos con nosotros por haberlas prohibido. Como era previsible, Dougal ha estudiado con mucho interés estas cuestiones.

—Menudo es él —comentó Lavinia.

Dougal se dirigió a mí sin tan siquiera mirarla.

—Es la denominada Thaga indostánica. Nosotros la llamamos bandidaje. Se trata de la adoración de Kali, que debe de ser la diosa más sanguinaria de todas las divinidades habidas y por haber. Exige perpetuamente sangre. Y quienes juran servirla se convierten en asesinos profesionales. El asesinato se considera una noble actividad.

—Estoy segura de que todo el mundo estará de acuerdo en que hay que acabar con eso —dije.

—Todo el mundo… menos los bandidos. Sin embargo, lo que de verdad les molesta es que unos extranjeros se entremetan en las costumbres del país.

—La gente debía de estar aterrorizada.

—La comunidad religiosa que de quienes juraban ante Kali vivía de los asesinatos. No importaba a quién asesinaran, debían matar. Vivían del botín arrebatado a sus víctimas aunque el motivo no fuera el robo sino el aplacamiento de su diosa. Iban siempre en grupo, trababan amistad con los viajeros y ganaban su confianza hasta que encontraban el mejor momento para asesinarlos.

—¡Qué… diabólico!

—Solían matar por estrangulamiento.

—Muchos utilizaban el chamico —dijo Fabian.

—Es una especie de droga cuya planta crece mucho por aquí —me explicó Dougal—. Las hojas y semillas son medicinales. Cuando se secan las hojas, despiden un olor narcótico. La planta se reconoce fácilmente. Su verdadero nombre es Datura, pero ellos la conocen como manzana espinosa. Tiene un cáliz tubular con cinco hendiduras, una corola muy grande en forma de embudo una cápsula espinosa.

—Las descripciones científicas son el punto fuerte de Dougal —dijo Lavinia en tono burlón.

—Esto no tiene nada de científico —replicó Dougal—. Cualquiera puede verlo.

—Apuesto a que yo no la reconocería aunque la viera —señaló Lavinia—. ¿Tú sí, Drusilla?

—De momento, no lo creo.

—¿Lo ves, Dougal? Tus descripciones nos aburren. Háblanos del veneno.

—Es mortal —dijo Dougal—. De la planta se extrae un alcaloide especial llamado daturina. Algunos nativos lo utilizan como droga.

Cuando lo toman, experimentan una fuerte excitación. El mundo les parece hermoso y padecen alucinaciones.

—¿Y eso les agrada? —pregunté.

—Pues, sí —contestó Dougal—. Se sienten muy a gusto… mientras dura el efecto. Pero después se produce una fuerte depresión, tal como suele ocurrir con este tipo de sustancias. Además, la droga es muy peligrosa y sus consecuencias pueden ser fatales.

—Has dicho que esos bandidos la utilizan para asesinar a sus víctimas.

—Era uno de sus métodos —explicó Fabian—, pero creo que lo más habitual era el estrangulamiento.

—Pues a mí me parece que la mayoría de la gente debería estar contenta de que la ley haya prohibido esas actividades.

Fabian se encogió de hombros y miró hacia el techo.

—Es lo que estábamos diciendo…, independencia o mejor gobierno. Siempre habrá quienes prefieran lo primero. Lo mismo ocurre con la práctica del suttee.

—Eso se prohibió casi al mismo tiempo que se reprimía el bandidaje —me explicó Dougal—. En realidad, tienen mucho que agradecerle a lord William Bentick. Fue gobernador de Madrás durante veinte años y desde 1828 a 1835 ocupó el cargo de gobernador general. Ya sabes lo que es el suttee. Cuando muere el marido, la mujer sube a la pira funeraria y es quemada viva junto con el cadáver.

—¡Qué terrible!

—Todos lo creíamos así; por eso lord William promulgó leyes que prohibían el suttee y castigaban el bandidaje —añadió Fabian.

—Fue un gran paso adelante —comentó Dougal.

—¿Sabéis una cosa? —dijo Fabian—, creo que ambas prácticas se siguen realizando en los lugares remotos. Es un desafío al gobierno británico.

—¡Vaya una lección de historia que nos estás dando! —dijo Lavinia y bostezó.

—A mí me parece fascinante —dije.

—¡No seas tan pedante, Drusilla! Me pones furiosa. Tú les alientas a seguir. Ya sé lo que me dirás: «Si no te gusta, me vuelvo a casa». Siempre me amenaza con irse a casa.

—Tenemos que convencerla de que no lo haga —dijo Fabian muy serio.

De repente, me puse muy contenta. Era una experiencia que ya conocía de otras veces y siempre me producía una sensación como de renacimiento a la vida.

Pasamos el resto de la velada hablando de la India y las distintas castas y religiones.

Mientras contemplaba el césped, pensé que era uno de los lugares más bellos que jamás había visto.

Cuando aquella noche me retiré a descansar, tardé mucho en conciliar el sueño. Pensé en la India y en sus crueles costumbres, y recordé que estaba viviendo bajo el mismo techo que los dos hombres —tenía que confesarlo— que más habían influido en mi vida: ¡Dougal y Fabian! ¡Qué distintos eran el uno del otro! Me alarmó un poco la tristeza que descubrí en los ojos de Dougal; estaba claro que el matrimonio había sido una decepción para él. Me pareció que, en el breve período que estuvimos juntos, trató de buscar alivio en mí. Tendría que ser prudente con él. En cuanto a Fabian, apenas había cambiado. Debería procurar no emocionarme ante su presencia, sin olvidar en ningún momento que era un Framling. Los miembros de aquella familia nunca cambiaban, creían que el mundo era de ellos y que todos sus habitantes tenían que servirles. Tampoco debería olvidar la posible llegada de lady Geraldine para casarse con él.

*****

Roshanara se casó casi en seguida. No asistimos a la ceremonia celebrada según los antiguos ritos indios.

El aya me dijo que Asraf, el joven esposo, era unos dos años mayor que Roshanara.

Vimos los carruajes adornados para la gran ocasión, presidida por el Gran Khansamah, que iba soberbiamente ataviado; pude ver de lejos el brillo de las joyas que llevaba prendidas en su puggaree.

Después de la boda, no vi a Roshanara, que se marchó con su marido a la plantación de té donde éste trabajaba por cuenta de su tío, y el lugar quedaba bastante lejos. Me pregunté si el tío sería tan autoritario como el padre de Asraf, no era fácil imaginar a alguien que pudiera comparársele.

Muy pronto reanudamos nuestra rutina. Habíamos instalado en el cuarto de los niños un aula para mis clases.

Todos echábamos de menos a Roshanara. Alan ya estaba convirtiéndose en una personita.

Los niños eran felices y el cambio de casa apenas les afectó, estaban rodeados de personas que les querían y en quienes confiaban. Alice me comentó el escaso interés de su madre por ellos, pero yo le contesté que, puesto que jamás lo conocieron, no lo echarían en falta. Cierto que Lavinia era su madre, pero a ellos no les importaban las denominaciones y se conformaban con tenernos a Alice, al aya y a mí. Representábamos su pequeño mundo y no pedían nada más.

Una vez superada la fase inicial, Lavinia se alegró del cambio. Delhi era más elegante que Bombay; había más ambiente y, como es natural, la presencia de militares era muy superior, de lo cual ella se alegraba enormemente.

—Habrá más apuestos oficiales entre los que escoger —le comenté irónicamente.

Ella me sacó la lengua.

—¿Celosa? —me preguntó.

—En absoluto.

—Embustera.

—Si tú lo dices —repliqué, encogiéndome de hombros.

—Mi pobre Drusilla, si por lo menos fingieras creer que son maravillosos, les gustarías.

—Eso te lo dejo a ti.

Lavinia rió para sus adentros.

Estaba siempre preocupada por su aspecto y los vestidos que más le favorecían. Había descubierto un perfume exótico que le encantaba. Era curioso lo poco que la habían cambiado sus experiencias. La sórdida aventura con el conde de pacotilla no le afectó lo más mínimo e incluso le permitió olvidar a Fleur como si ésta no existiera. Otros se hicieron cargo del fruto de su mala conducta. Tal vez suponía que siempre habría alguien que le sacaría las castañas del fuego. Sin embargo, a su manera, Lavinia me quería. Disfrutaba escandalizándome y le gustaban mis veladas críticas. En cuanto le sugería la posibilidad de marcharme, se asustaba. Ésa era el arma que yo utilizaba de vez en cuando para defenderme de ella. Lavinia lo comprendía y aceptaba. A pesar de todo, yo también la quería, aunque a menudo censurara su comportamiento. Lavinia seguía la costumbre de las señoras de la casa de reunirse cada mañana con el Khansamah para discutir los menús del día. Me sorprendió porque en Bombay, donde también hubiera debido hacerlo, se negaba a ello. En cambio, allí lo hacía habitualmente. Pronto descubriría la causa.

El Gran Khansamah subía con su habitual pompa al piso de arriba de la casa y Lavinia lo recibía en una especie de salón de tocador, contiguo a su dormitorio, envuelta en una bata u otra prenda íntima que yo consideraba impropia.

No se daba cuenta de que aquello era una ceremonia…, casi un ritual. La señora de la casa se sentaba dignamente a una mesa y escuchaba atentamente las sugerencias del Khansamah, ponía a veces reparos o hacía sugerencias por su parte, cedía o insistía según lo exigiera la etiqueta.

Lavinia, en cambio, lo hacía todo de otra manera y yo comprendí el motivo.

Se debía a que el Gran Khansamah, desde la majestuosidad de su cargo, le había dado a entender que la consideraba hermosa.

Dougal y Fabian se pasaban casi todo el día fuera de casa. A veces cenaban en casa y a veces no.

Dougal lo hacía con más frecuencia que Fabian, el cual parecía más ocupado en los asuntos de la Compañía.

Yo comía con ellos. Me pregunté qué pensaría Alice al respecto, dado que ella comía en el cuarto de los niños o en su habitación. Traté de explicárselo.

—Creo que todo se debe a que estoy aquí más bien como compañera de la condesa. Nos conocemos desde niñas, ¿sabes?…, vivíamos muy cerca la una de la otra. Ahora quiere que yo esté aquí, pero podría cambiar de idea porque es una persona imprevisible.

—Lo prefiero así —dijo Alice—. Me va mejor.

—Espero que no te importe.

—Pero, mi querida Drusilla, ¿por qué iba a importarme? A veces, me compadezco de ti… tienes que pasar tanto rato con la condesa.

—La conozco muy bien y no le permito avasallarme.

—Parece una persona atolondrada.

—Siempre lo ha sido.

—Lo suponía, pero pensaba que aquí sería distinto que en Inglaterra.

Estaba de acuerdo con ella. A veces, el comportamiento de Lavinia me preocupaba, aunque ya cuidarían de ella su marido y su hermano en caso de que surgiera algún percance.

Lavinia, Dougal y yo acabábamos de cenar. Fabian no estaba con nosotros. Habíamos tocado distintos temas de conversación. Nada más terminar la cena, Lavinia anunció que se iba a acostar. De ese modo, Dougal y yo quedamos a solas.

Estábamos en el salón. El calor del día se había disipado y el frescor de la noche era delicioso.

—Qué bonitos están los jardines a la luz de la luna —comentó Dougal—. Si apagáramos las luces, podríamos descorrer las cortinas y disfrutar de la escena.

Lo hizo así y pude comprobar la verdad de sus paladares. La escena era de una belleza sin par. Vi el estanque con las flores flotando en su superficie. Bajo la pálida luz de la luna, el baniano ofrecía un aspecto misterioso.

—No tenemos muchas ocasiones de hablar a solas —dijo Dougal—. Es un lujo insólito, Drusilla.

—Sé que añoras a Inglaterra, Dougal.

—Cada día me acerca un poco más a casa.

—¿Estás decidido a romper cuando terminen estos dos años?

—Creo que sí —contestó Dougal, asintiendo—. Las personas tienen que vivir sus propias vidas como quieran, ¿no te parece?

—Sí, tienes razón…, siempre y cuando no hagan sufrir a nadie con su comportamiento.

—Yo no estoy hecho para eso.

—No. Tú estás hecho para vivir tranquilamente rodeado de libros en un ambiente académico.

—Qué bien me conoces, Drusilla.

—No hace falta conocerte mucho para comprender lo que buscas en la vida.

—Me gustaría leer… y aprender constantemente. Nada es más emocionante que descubrir cosas sobre el mundo en que vivimos. No acierto a entender cómo es posible que la gente no se dé cuenta. Creo que muchas personas se pasan la vida persiguiendo sombras.

—Quizá piensan lo mismo de ti. Cada cual tiene su propio concepto de la vida. Lo que a uno le entusiasma, para otro es un aburrimiento.

—Tienes muchísima razón. ¿Sabes, Drusilla?, estoy deseando volver a casa. Aquí no soy feliz. En el aire se respira una desgracia inminente.

—¿De veras lo crees?

—Me parece que esta gente nos mira… con aviesas intenciones. Como si nos dijeran: «Vosotros no sois de aquí. Largaos».

—¿Se lo has comentado a Fabian?

—Mi cuñado es un hombre muy práctico. Tiene los pies en el suelo. El hecho de ser una autoridad aquí encaja muy bien con él, pero no conmigo. Ahora ya sabes por qué deseo regresar a casa dentro de dos años, y quedarme allí para siempre.

—Si piensas así, ¿por qué no regresas antes?

—Tengo que advertirles de antemano. Hasta ahora, me he limitado a alusiones indirectas. Tengo ciertos compromisos que cumplir en casa, les digo. Lo malo es que mi familia está relacionada con la Compañía desde hace muchos años. Cuando uno pertenece a una familia así, todos esperan que siga la tradición.

—¡Pobre Dougal!

—Me lo tengo merecido. Cometí muchos errores.

—Eso nos ocurre a todos.

—Tú nunca cometiste un error.

—Seguro que sí —dije arqueando las cejas y echándome a reír.

—Pero no muy graves. Drusilla, es absurdo tratar de disimular lo evidente. Cometí el error más terrible que puede cometer un hombre.

—¿De veras quieres hablar de eso conmigo, Dougal?

—¿Y con quién si no?

—Tal vez con Fabian.

—¿Fabian? Los Framling son tan egocéntricos que no saben entender los problemas de los demás.

—Estoy segura de que Fabian se mostraría comprensivo —al ver que Dougal no contestaba, añadí—: ¿Es algo relacionado con tu matrimonio?

—Lavinia y yo no tenemos absolutamente nada en común.

Una súbita oleada de cólera me invadió. «¿Y recién ahora te das cuenta?» —pensé—. Hubieras tenido que comprenderlo al principio, ¿por qué me lo dices ahora?

—Lo pasaba muy bien en la rectoría —añadió Dougal en tono nostálgico.

—Mi padre también.

—Creo que todos éramos muy felices.

—Sí. Hablábamos sobre cosas interesantes.

—Tú acogías todos los temas con entusiasmo. Si hubiéramos…

—Ésa es una de las frases más desgastadas por el uso.

—¿Tú nunca la utilizas?

—Supongo que sí. Pero no sirve de nada. El pasado no puede modificarse.

—Eso no impide que pueda decir «Si hubiéramos…».

—No te quedarás aquí eternamente y, si ya has decidido regresar a casa y dedicarte al estudio, significa que tienes un proyecto con el que soñar.

—Lavinia jamás accedería a vivir la clase de existencia que yo quiero.

—Es probable, pero ¿por qué no lo pensaste antes?

—Estaba como hechizado.

—Sí, lo sé.

Se hizo el silencio, roto tan sólo por el zumbido de un enorme insecto volador que pasó por delante de la puerta abierta.

—Hubiera entrado en la estancia de haber estado de lámpara encendida.

—Parecía muy bonito.

—Aquí todo es hermoso —dijo Dougal—. Mira el jardín.

¿No es delicioso, con esos árboles, el estanque y las flores? Se respira una atmósfera de profunda paz… pero, en realidad, todo es falso. Todo en este país es misterioso. Nada es lo que parece.

—¿Eso puede aplicarse también aquí, en esta casa?

—Creo que sí. Los criados que nos sirven…, a menudo me pregunto qué piensan en realidad. A veces, parecen resentidos, como si nos acusaran y culparan. Mira el jardín. ¿Dónde podrías encontrar un lugar más sereno y hermoso? Y, sin embargo, allí entre la hierba acechan las serpientes llamadas de Russel. Podrías tropezarte incluso con una cobra oculta entre la maleza.

—Parece el jardín del Edén con la serpiente tentadora —dije, riéndome.

—Algo así. Ten cuidado en el jardín, Drusilla. Hay serpientes por todas partes. He visto una o dos.

—¿Te refieres a las de color amarillento?

—Sí…, un poco jaspeadas. Con grandes manchas pardas ovaladas y ribeteadas de blanco. No te acerques a ellas. Su mordedura puede ser mortal.

—Las he visto en el bazar, emergiendo de los cestos de los encantadores de serpientes.

—Ah, sí, pero a ésas les han extraído los colmillos venenosos. A las del jardín, no.

—Me estremezco al pensar que en un lugar de apariencia tan serena pueda haber tanto peligro.

—Es como un reflejo de la vida. Con frecuencia la belleza oculta el vacío… y a veces incluso la maldad.

Vi su triste sonrisa en la penumbra. Comprendí que se refería a Lavinia y sentí el impulso de consolarle.

Permanecimos un buen rato en silencio, y fue entonces cuando Fabian nos descubrió.

—Ah —dijo, entrando súbitamente en la estancia—. Perdón. No sabía que hubiera alguien aquí. Estáis a oscuras.

—Queríamos disfrutar del aire, pero no de los insectos —expliqué.

—Pues me parece que algunos han entrado.

Fabian se sentó a mi lado.

—¿Has tenido un día agotador? —le pregunté.

—No más de lo acostumbrado —contestó, encogiéndose de hombros—. Tienes razón —dijo, estirando sus largas piernas—. Se está muy bien a oscuras. ¿He interrumpido alguna conversación interesante?

—Hablábamos de los contrastes de este país. La belleza que oculta la fealdad. Las flores hermosas, la hierba verde y las serpientes de Russel que no se ven y pueden descargar su picadura mortal.

—Aquí el peligro acecha por todas partes —dijo Fabian—. Pero ¿no os parece así más emocionante?

—La mayoría de la gente contestaría que sí —dijo Dougal.

—¿Y tú? —me preguntó Fabian.

—No estoy muy segura. Supongo que dependería de la clase de peligro que me acechara.

—¿Y de que pudieras escapar tras haber tropezado con él? —apuntó Fabian.

—Creo que sí —contesté, levantándome—. Supongo que tendréis que hablar de negocios. Me voy a dormir.

—Oh, no quisiera haber interrumpido vuestro agradable tete-a-téte.

—Era una conversación intrascendente —contesté—. Ya me voy. Fabian me acompañó a la puerta.

—Buenas noches —dijo, mirándome con expresión inquisitiva.

*****

Unos días más tarde recordé aquella conversación. Me encontraba en el jardín con Alice, los niños y el aya, a quien pregunté si tenía noticias de Roshanara.

—No…, no… —contestó—. Ella ir muy lejos. Quizá no verla nunca más.

—¡Pero vendrá a visitarla! —le repliqué—. Tan lejos no estará. El aya levantó las manos y se balanceó hacia uno y otro lado con gesto fatalista.

En aquel momento, Louise se acercó corriendo con algo en la mano.

—¿Qué es eso? —le pregunté.

—La he arrancado para ti —contestó la niña, ofreciéndome una planta.

Jamás había visto una planta como aquélla.

El aya la tomó y palideció intensamente.

—Manzana espinosa —dijo con voz asustada.

¿Dónde he oído hablar de la manzana espinosa?, pensé. Recordé algunos retazos de conversación. Era la manzana espinosa de la que se extraía una sustancia. Los bandidos la habían utilizado para envenenar a sus víctimas cuando no las estrangulaban.

Y Louise la había arrancado en el jardín.

Comprendí que el aya conocía su uso.

—He oído algo sobre esta planta —dije. El aya asintió.

—¿Dónde pudo encontrarla Louise?

—Aquí, no —el aya sacudió la cabeza—. No poder ser. No permitido.

Louise nos miró consternada. Era una niña inteligente y comprendió en seguida que algo ocurría.

—Gracias, Louise —dije—. Te agradezco esta flor —añadí, dándole un beso—. Dime una cosa, ¿dónde la encontraste?

La niña extendió los brazos y los agitó como si quisiera abarcar todo el jardín.

—¿Aquí? —pregunté—. ¿En el jardín?

Louise asintió en silencio.

—Enséñanos dónde —dije, mirando al aya, sin soltar la planta que despedía un ligero olor narcótico.

Louise nos acompañó hasta una pequeña verja. Estaba cerrada, pero alguien del tamaño de Louise podía posar por debajo de ella. La niña hizo una demostración.

—Es jardín del Gran Khansamah —dijo el aya, sacudiendo la cabeza.

—Vuelve, Louise —la llamé. La niña nos miró inquisitivamente desde el otro lado de la verja.

—Aquí encontré la flor —dijo, señalando el lugar—. Por allí.

—Es jardín de Gran Khansamah —repitió el aya—. Aquí no debes entrar. Gran Khansamah… enfadarse mucho.

Louise pasó otra vez por debajo de la verja y nos miró asustada.

—No entrar nunca aquí —dijo el aya—. No ser bueno.

Louise se agarró a su sari como buscando protección. Todo el mundo conocía el inmenso poder del Gran Khansamah.

Llevé la planta al interior de la casa y la quemé. Después comprendí que hubiera debido guardarla para mostrársela a Dougal o Fabian.

Al poco rato, vi a Dougal y le conté lo ocurrido.

—¿Estás segura? —me preguntó.

—El aya dijo que era una manzana espinosa y yo recordé lo que me contaste.

—¿Pudiste reconocerla a través de mi descripción?

—En realidad, no, pero encajaba bastante. Además, el aya conocía la planta y la identificó inmediatamente.

—El jardín pertenece el Gran Khansamah —dijo Dougal tras un instante de silencio—. No podemos decirle qué debe y qué no debe plantar en él.

—Pero si cultiva manzana espinosa…

—Él dicta sus propias leyes.

—Pero, si está contratado por la Compañía y quebranta la ley…

—Creo que lo mejor es no decir nada, de momento. Tendríamos que demostrarlo y de todos modos nos costaría mucho impedir que cultive lo que quiera de la parcela de tierra que la Compañía ha destinado para su uso exclusivo.

Pensé que, si se lo hubiera comentado a Fabian, su reacción hubiera sido distinta.

Por otra parte, sólo podía basarme en las palabras del aya para afirmar que era la temible datura. El aya podía estar equivocada y ya me imaginaba el revuelo que se armaría como alguien intentara cercenar el derecho del Gran Khansamah a cultivar su jardín con lo que quisiera.

Aquel día nos llevamos una gran sorpresa y tal vez por ello no me preocupó más, de momento, el descubrimiento de la mortífera planta en el jardín.

Tom Keeping se presentó en la casa. Tropezamos con él cuando Alice y yo nos disponíamos a salir con los niños al jardín.

—Señorita Philwright, señorita Delany —exclamó, esbozando una sonrisa.

Advertí que Alice se ponía tensa.

—Sabía que estaban aquí —añadió Tom Keeping—. Es un placer volver a verlas. ¿Cómo están? ¿Disfrutan de su estancia en Delhi?

Contesté que sí y Alice se mostró de acuerdo conmigo.

—Estaba seguro que volveríamos a encontrarnos. Un asunto urgente me ha traído a esta casa.

—¿Se quedará aquí?

—Eso depende de muchas cosas. No obstante, podremos vernos de vez en cuando —sin apartar los ojos de Alice, Tom Keeping añadió—: ¿Se encuentra a gusto aquí?

—Sí —contestó Alice—. Me llevo muy bien con los niños. ¿Verdad que sí? —dijo, mirando a Louise.

Louise asintió enérgicamente con la cabeza y miró a Tom Keeping con interés.

—Yo también —dijo Alan.

—Sí —Alice le alborotó el cabello—. Tú también, cariño.

—Necesito ver a sir Fabian con toda urgencia —dijo Tom—. Me han dicho que estará aquí esta tarde.

—Nunca sabemos cuándo vendrá —señalé.

—Ahora tenemos que salir un poco al jardín —dijo Alice.

—Nos veremos muy pronto —dijo Tom Keeping sonriendo—. Au revoir.

En aquel momento apareció Dougal y dijo:

—Sir Fabian vendrá en seguida. Entretanto, venga a mi despacho y hablaremos del asunto.

Ambos se fueron y nosotras salimos al jardín.

—¡Qué sorpresa! —dije.

—Sí, aunque, siendo un empleado de la Compañía… Alice no concluyó la frase.

—Es un hombre muy simpático.

Alice no dijo nada. Tenía las mejillas arreboladas y estaba como distraída. Sería maravilloso que él la quisiera, pensé, pero, de no ser así, hubiera sido preferible no volverle a ver. Más tarde, Fabián regresó a casa y se encerró en el despacho con Dougal y Tom Keeping.

A la hora de cenar, no bajaron al comedor sino que pidieron que les enviaran algo de comer. Lavinia y yo cenamos solas.

—Menos mal —dijo Lavinia—. No puedo soportar las conversaciones sobre la Compañía. Cualquiera diría que no hay nada más en el mundo.

Después me habló de un capitán que le habían presentado la víspera.

—Guapísimo y casado con una chica tan fea como no te puedes imaginar…, supongo que por su dinero.

Ni siquiera sabe vestirse como Dios manda. Imagínate una persona de tez morena con un vestido marrón.

No presté demasiada atención a sus palabras porque estaba pensando en Alice y en Tom Keeping.

Al día siguiente, salimos otra vez con los niños al jardín. Tom Keeping se unió a nosotras. Yo me excusé y le dejé con Alice.

Ella me miró un poco asustada, pero le dije que la condesa me había encargado una cosa.

Al entrar en la casa, me encontré con Fabian.

—Hola —me dijo—. ¿Estás ocupada?

—Pues, no demasiado.

—Me gustaría hablar contigo un momento.

—¿Sobre qué?

—Cosas —contestó.

—¿Dónde?

—Mejor en mi despacho.

En mi cara debía notarse que no las tenía todas conmigo. No podía olvidar la vez que me había hecho ciertas proposiciones, cuando creía que yo era la madre de Fleur. Siempre que estaba a solas con él, me preguntaba si volvería a hacer lo mismo. Ahora Fabian sabía que yo no era una mujer de costumbres fáciles, pero probablemente eso no le impediría pensar que, siendo él un Framling situado muy por encima de mí en la escala social, lo más lógico sería divertirse un rato conmigo. Tal vez por eso yo estaba siempre a la defensiva y él seguramente se daba cuenta. Lo que más me desconcertaba en él era que pudiera leer con tanta facilidad mis pensamientos. Siempre pensé que se sentía ligeramente atraído por mí, no por mi inexistente belleza ni por mi encanto femenino sino porque yo era muy recatada, tal como solía decir Lavinia, y a un hombre como él debía parecerle muy gracioso romper mis defensas y someterme a su voluntad.

Yo trataba por todos los medios de disimular mi emoción y mi inquietud.

Cerró la puerta y sus labios se curvaron hacia arriba. Me indicó un sillón y cuando me senté su mano me rozó el hombro. Él se acomodó en otro sillón junto a la mesa que nos separaba.

—Ya sabes que Tom Keeping está aquí —dijo.

—Sí, ha salido al jardín con la señorita Philwright y los niños.

—Ya me he dado cuenta de la pequeña comedia. Les has dejado discretamente solos. ¿Hay alguna relación entre Keeping y la niñera?

—Eso es mejor que se lo preguntes a ellos. Sus ojos se miraron con una expresión burlona que en seguida desapareció.

—Drusilla —dijo muy serio—, eres una chica juiciosa. Ojalá pudiera decir lo mismo de mi hermana. Estamos un poco preocupados —añadió, tras vacilar un instante.

—¿Por qué?

—Por todo —contestó, haciendo un vago gesto con las manos.

—No lo entiendo.

—Ojalá pudiéramos entenderlo… mejor. Tom Keeping ocupa un cargo especial en la Compañía. Viaja mucho. Vigila… las cosas.

—¿Quieres decir que es una especie de espía de la Compañía?

—No es ésa exactamente la palabra que yo utilizaría. Ya ves nuestra situación aquí. Al fin y al cabo, éste es un país extraño con costumbres muy distintas de las nuestras. Los conflictos son inevitables. Pero aun así, creo que podríamos contribuir a mejorar la situación. Ellos nos consideran conquistadores imperialistas. Y eso no es cierto. Queremos lo mejor para ellos… siempre y cuando sea también lo mejor para nosotros. Les hemos dado buenas leyes…, pero son nuestras y no suyas… Y eso a menudo les desagrada.

—Lo sé. Ya nos lo comentaste.

—Nos desafían con su comportamiento. Eso es lo realmente malo. Tom ha venido precisamente a hablarnos sobre ello. Se han detectado algunos brotes de bandidaje a unos cincuenta kilómetros de aquí. Cuatro viajeros han sido asesinados. Hemos identificado cómo sucedió. No tenían enemigos; eran cuatro hombres inocentes que viajaban juntos por comodidad. Todos han sido hallados muertos en un bosque próximo a cierta posada. El posadero reconoce que se alojaban en ella. Dos hombres de la posada cenaron con ellos. Unas horas más tarde, los cuatro viajeros fueron hallados muertos en el bosque. Murieron a causa de un veneno que probablemente les administraron en alguna bebida antes de abandonar la posada. Sus muertes no pueden tener más motivo que el de aplacar a la sanguinaria Kali. Creo que han vuelto a esa antigua y bárbara costumbre para desafiar nuestras leyes.

—¡Es terrible! ¡Viajeros inocentes asesinados por desconocidos!

—Así actúan los Thagi. Estoy muy preocupado. No había muchos casos últimamente y pensábamos que habíamos conseguido eliminar esa plaga. Es una vuelta a las antiguas costumbres…, un desafío. Por eso me preocupa. Tom está investigando el asunto. Si pudiéramos encontrar el origen del problema…, si pudiéramos localizar a los asesinos y saber de dónde vienen, tal vez podríamos acabar rápidamente con el problema. Si dejamos que esto siga adelante, cundirá el terror entre muchos indios y será un abierto desafío a la legislación británica.

—¿Qué vas a hacer?

—Tiene que existir algún control central. Esa gente celebra reuniones, ¿sabes? Extrañas ceremonias con ofrendas de sangre a Kali, insólitos juramentos y cosas por el estilo. Si pudiéramos descubrir a los dirigentes y arrancarles de cuajo, acabaríamos con el asunto. Ningún indio sensato puede querer que prosiga semejante cosa.

—Pero Dougal dijo que los indios valoran su independencia por encima de todo. No quieren perderla a cambio de mejoras y comodidades.

—Bueno, es que Dougal es un soñador. Tenemos que investigar y acabar con el problema de inmediato.

—Quizá se les podría explicar…

—Drusilla —dijo Fabian, exasperado—, en estas cosas pareces una niña. Los sentimentalismos sólo sirven para agravar la situación. Tenemos que eliminar estos males para que en este país se pueda vivir y trabajar en paz. Sólo así obtendremos beneficios, tanto ellos como nosotros. Si no lo aceptan a las buenas, será a las malas.

—¿Crees que lo conseguiréis?

—Debemos intentarlo.

—¿Qué haríais si descubrierais a los asesinos?

—Ahorcarlos.

—¿Te parece oportuno? Para ellos es como una religión. Es su adoración a la diosa Kali la que les induce a hacer estas cosas.

—Eres una joven muy inteligente, mi querida Drusilla, pero en estos asuntos eres… infantil.

—Pues, entonces ¿por qué te molestas en contármelas?

—Porque creo que todos tenemos que estar advertidos. A Keeping no le gusta lo que está pasando. Dice que hay como una corriente subterránea y que ha detectado insolencia en ciertas personas. Es un experto en estas cuestiones y está preocupado.

—¿Qué se puede hacer?

—Vigilar mucho. Observar en qué dirección sopla el viento. Es inútil hablar con Lavinia.

—Totalmente inútil. Pero ¿por qué hablas conmigo?

—Porque espero que seas… juiciosa.

—¿En qué sentido?

—Vigila. Y avísanos si ves algo que te parezca extraño. Estamos pasando un período muy difícil. Son cosas que ocurren de tanto en tanto. Tenemos que procurar no ofender…, no mostrarnos arrogantes…, respetar sus costumbres.

—Exceptuando el bandidaje.

—Así es. Si pudiéramos localizar su origen y acabar con él, quizá no vuelva a reproducirse. De lo contrario, se irá desarrollando.

—Comprendo tu inquietud y te agradezco que me lo hayas contado.

—Supongo que Tom Keeping se lo contará a la señorita Philwright. Estoy seguro de que sí. Respeta mucho su inteligencia y parece muy interesado en ella.

—Me di cuenta cuando viajamos con él.

—Y ella… ¿cuáles son sus sentimientos?

—No estoy segura. No los revela fácilmente.

—Algunas personas son así —dijo Fabian, sonriendo.

—Es lo más prudente.

—Estoy seguro de que todo lo que hagáis tú o la señorita Philwright será prudente. Tom Keeping es un buen chico…, un miembro muy fiel de la Compañía. Le debo muchas cosas.

—Sí, se le ve muy eficiente.

—Vosotras también le debéis algo.

—¿Quieres decir porque cuidó de nosotras durante la última parte del viaje?

—Os cuidó muy bien. Creo no sabéis hasta qué punto.

Esperé sin decir nada y entonces Fabian añadió:

—¿Sabes que os rescató de una situación bastante peligrosa?

—Sé que fue muy amable y servicial —dije, mirándole asombrada.

—Pero ¿tú eres una buena observadora de la naturaleza humana, señorita Drusilla?

—¿Te refieres a si sé juzgar a la gente? Pues, creo que bastante bien.

—Supongo que sí…, siempre y cuando se trate de personas corrientes. Las señoras que colaboran en los asuntos de la iglesia y en el bazar al aire libre; quién deberá encargarse de los adornos florales de la iglesia por Pascua; a quién se le deberá encomendar el mejor tenderete de la venta benéfica, o quién está un poco celosa porque alguien recibió una sonrisa excesivamente amistosa del reverendo Brady… Ah, por cierto, Brady se ha casado con la hija del médico.

—Una boda muy conveniente —dije—. Supongo que lady Harriet habrá dado el visto bueno.

—En caso contrario, puede que el matrimonio no se hubiera celebrado.

—Probablemente no. Colín Brady es muy dócil y obediente.

—Tú lo fuiste mucho menos.

—Me gusta gobernar mi propia casa, ¿a ti no?

—Por supuesto. Pero nos estamos apartando del tema: tu capacidad para juzgar la naturaleza humana. Te diré una cosa, Drusilla, eres muy experta en determinadas cuestiones, pero, cuando te alejas de ellas, eres una auténtica ignorante.

—Cierto.

—Certísimo. Te dejaste fascinar completamente por el encantador Lasseur.

Me quedé de una pieza.

—Era atractivo, ¿verdad? El atento francés. ¿No te gustaba un poquito? ¿No te parecía atractivo?

—Monsieur Lasseur… —murmuré.

—El mismo que viste y calza. En realidad no era francés, ¿sabes?

—Pero…

—Fuiste muy ingenua —dijo Fabian riéndose—, una oveja entre lobos. Creo que merece la pena saber estas cosas.

—Me hablas en acertijos.

—Una manera muy divertida de hablar, ¿no te parece?

—No. A mí me gusta hablar claro.

—Pues entonces te hablaré con toda claridad. Monsieur Lasseur, que no era francés sino un caballero de oscuros orígenes, estaba interpretando un papel. El galante caballero pretendía engañar a unas ingenuas señoritas que inocentemente hubieran caído en su trampa. Tu estimado monsieur Lasseur…

—¿Mío?

—Monsieur Lasseur Es conocido en ciertos ambientes como el alcahuete de un acaudalado caballero oriental que tiene ideas tradicionales sobre la utilización de las mujeres, ideas con las cuales una joven como tú jamás estaría de acuerdo. En otras palabras, monsieur Lasseur te había elegido para que pasaras a engrosar el harén de su amo.

Me puse colorada como un tomate y vi que a Fabian le hacía mucha gracia.

—No lo creo —dije.

—Aun así, algunos de nosotros le conocemos. Las jóvenes inglesas son muy apetecibles en determinadas circunstancias. Ante todo, pertenecen a un orgulloso país que se considera el amo del mundo. Su educación es muy distinta de la de las mujeres de los países orientales. Son más independientes y no se les ha enseñado que su misión en la vida es servir a los hombres en la forma que ellos quieran. Lamento que esta conversación te escandalice, pero es que, cuando se recorre el mundo, hay que saber ciertas cosas. Lasseur viajó en el barco desde Inglaterra, donde había resuelto otros negocios legítimos, pero pensó que, si pudiera encontrar algo agradable con que deleitar el saciado paladar de su amo, se ganaría su aprobación y su gratitud. De este modo, hubiera hecho algo más que resolver los asuntos de negocios de su amo en Inglaterra. Entonces te vio a ti.

—La verdad es que no me creo ni una sola palabra.

—Se lo puedes preguntar a Keeping. Él se dio cuenta de lo que ocurría. No hubiera sido la primera vez que una joven desaparecía en el desierto y jamás volvía a saberse de ella. Por cierto, también estás un poco en deuda conmigo. Le envié recado de que te buscara cuando desembarcasteis en Alejandría. Y lo hizo. Se preocupó por ti porque eso era lo que yo quería. Te veo sorprendida.

Lo estaba. Recordé el encuentro con monsieur Lasseur…, las conversaciones…, la aparición de Tom Keeping. Monsieur Lasseur había querido organizar un viaje sin el resto del grupo. ¡Dios mío!, pensé. Era verosímil.

Fabian sonrió, leyendo mis pensamientos.

—Espero que no te decepciones porque te haya arrancado del harén de un sultán.

—El decepcionado hubiera sido el sultán. Creo que no merecía la pena tornarse tantas molestias por mí.

—Te menosprecias demasiado —dijo Fabian—. Creo que merece mucho la pena tomarse molestias por ti.

Fabian se levantó y se me acercó. Yo también me levanté y él apoyó las manos en mis hombros.

—Me alegro de que Keeping te rescatara y te trajera sana y salva hasta nosotros —dijo muy serio.

—Gracias.

—Te veo todavía perpleja.

—Es que me asombra lo que me has contado. Me parece casi increíble.

—Eso es porque has vivido casi toda tu vida en una rectoría donde no se sabe nada sobre los astutos hombres orientales.

—Supongo que hay criaturas rapaces en todo el mundo —dije.

—Sí, pero sus métodos varían.

—Tengo que darle las gracias al señor Keeping.

—Te dirá que simplemente cumplió un deber… obedeciendo órdenes.

—¿Órdenes de la Compañía?

—La Compañía la forman los que trabajan en ella. Digamos más bien, mis órdenes. A quien debes darle las gracias es a mí.

—Siendo así, te doy las gracias.

—Quizás algún día necesite tu ayuda —dijo Fabian, inclinando la cabeza.

—No creo que mis débiles esfuerzos puedan serte útiles.

—Ya vuelves a menospreciarte. No debes hacerlo. Dicen que los demás nos valoran según nos valoramos nosotros. Mira, a pesar de sus defectos, Lasseur reconoció tu valor. Otros puede que también lo reconozcan…, si tú se lo permites.

—Tengo que reunirme con los niños. A esta hora suelo estar con ellos.

—¿Vas a estropear el tete-a-téte entre la señorita Philwright y Tom Keeping?

—Tal vez convendría que me llevara a los niños. Así podrán hablar con más tranquilidad.

—Drusilla…

—¿Sí?

—¿Me estás un poco agradecida?

Vacilé porque no me acababa de creer la historia.

—Pues…, supongo que sí —contesté.

—¡Supones! Es un comentario muy indeciso viniendo de una joven normalmente tan decidida.

—Le estoy muy agradecida al señor Keeping, desde luego. ¿Qué le hizo a aquel hombre?

—Él mismo te lo contará. Hubo una parada en un caravasar.

—Sí. Yo estaba allí cuando el hombre se puso enfermo.

—Con la participación de Tom, naturalmente.

—Algo le debió de echar en el vino. Recuerdo que nos sirvieron vino.

—Pues, claro. Tom me lo dijo. Lo echó en el vaso de aquel individuo, sabiendo que el efecto seria muy rápido. Fue con él al lavabo para estar cerca cuando Lasseur empezara a encontrarse mal. Le cuidó, llamó al encargado del caravasar y dispuso que se quedara allí hasta que pudiera reanudar el viaje. Cuando se recuperara, el barco ya habría zarpado de Suez y tú te habrías librado del peligro.

—Fue muy hábil. ¿Qué le administró?

—Algo capaz de surtir el efecto deseado. En el desempeño de su trabajo, Tom ha tenido ocasión de aprender esas cosas.

—Quizá fue datura —dije—. La manzana espinosa.

—Ah, ya…, Dougal te ha hablado de eso, ¿verdad?

—Sí. Y me explicó qué aspecto tenía. Pero, a través de su descripción, me fue muy difícil identificarla.

—Entonces, ¿la has visto?

—Parece que el Khansamah la cultiva en su jardín.

Fabian se puso muy serio.

—El G.K. —dijo—. En su jardín. Pero… el cultivo está prohibido…, exceptuando ciertos casos.

—Tal vez él sea uno de esos casos.

—No lo creo. Pero tú, ¿cómo lo sabes?

Le conté que Louise había traído una ramita.

—¡Dios bendito! —Exclamó Fabian—. ¡La cultiva en su jardín!

—¿Hablarás con él? Él ya se disgustó mucho. Louise pasó por debajo de la verja y me trajo lo que para ella era una bonita flor.

—La niña la arrancó… —dijo Fabian en voz baja—. ¿No le has dicho nada de todo esto al Khansamah?

—No. Ya sabes lo orgulloso que es.

—Lo sé muy bien. ¿Se lo has contado a alguien? —preguntó Fabian con expresión sombría.

—Se lo dije a Dougal, pero, tonta de mí, quemé la ramita y no se la pude enseñar. Él pensó quizá que me había equivocado y no consideró oportuno interrogar al Khansamah.

—Mmm —dijo Fabian—. Sería muy difícil, lo reconozco. Puede que ésta sea una de las informaciones mejor guardadas…, de momento. Quiero hablar con Tom Keeping. ¿Querrías, por favor, avisarle que estoy en mi estudio?

—Desde luego.

Observé que la idea de que el Gran Khansamah pudiera cultivar la manzana espinosa en su jardín, había hecho olvidar a Fabian todos sus pensamientos frívolos.

Me senté a conversar un rato con Alice en el jardín, tras haberle comunicado el recado a Tom Keeping, que fue inmediatamente a reunirse con Fabian.

Alice parecía muy cambiada y hablaba con un ritmo cadencioso. Está enamorada, pensé.

Me comentó lo extraña que le parecía la visita de Tom Keeping.

—No tiene nada de extraña —le dije—. Trabaja en la Compañía lo mismo que ellos. Sir Fabian me acaba de revelar una cosa extrañísima. No sé si creérmela o no.

Se la expliqué y ella me miró asombrada.

—Fue todo muy raro —dijo Alice—. Eso de que se pusiera enfermo tan de repente.

—Todo encaja a la perfección —comenté—. Pero me parece una historia descabellada.

—Estamos en un país muy raro. Las cosas no son como en casa. Parece improbable si lo colocas en un escenario inglés. Creo que Tom actuó de maravilla, y lo hizo con rapidez y eficacia.

—Sí, tendré que darle las gracias.

—¿Qué hubiera ocurrido si él no hubiera estado allí? —Se preguntó Alice estremeciéndose de miedo—. No quiero ni pensarlo.

—Sir Fabian dice que Tom actuó obedeciendo sus órdenes.

—¿Tú crees?

—Es… posible.

—Sea como fuere, Tom estuvo maravilloso —dijo Alice, encogiéndose de hombros.

Advertí que estaba fascinada por Tom y me pregunté cómo acabaría aquello.

Tras acostar a los niños, nos quedamos un rato charlando. Alice se mostraba más locuaz que de costumbre.

—Parece que Tom es un hombre estupendo —dije—. Todo el mundo le aprecia mucho.

—Su vida es una constante aventura. No creo que se quede mucho tiempo. Siempre anda de un lado para otro. Se alegró mucho de vernos.

—Se alegró de verte a ti.

—Pues, tienes razón. Después, dijo una cosa muy rara…, que se alegraba de habernos conocido, pero no le parecía un buen momento para que estuviéramos aquí. Le pregunté a qué se refería, pero se mostró evasivo.

—Le hablé a sir Fabian del descubrimiento de aquella planta en el jardín del Khansamah. Se preocupó mucho.

—Se respira algo extraño en el aire. Creo que esta cuestión de los bandidos las tiene muy preocupados.

—Claro. Porque es una especie de rebelión.

—Tom dice que sólo se quedará aquí unos días y que no sabe cuándo volverá —tras una pausa, Alice añadió—: Fue verdaderamente extraordinario lo que hizo en el desierto.

Me miró con orgullo y yo pensé que ojalá todo le saliera bien. Merecía tener suerte.

En cuanto vi a Tom Keeping, le dije que ya sabía lo que había hecho por nosotras, y le di las gracias.

—Fue un placer —contestó—. Ojalá hubiera podido lograr la detención del hombre. Pero eso no es fácil en aquellos lugares. Le reconocí inmediatamente porque otras veces ya había utilizado la misma táctica. En cierta ocasión, con una chica que se iba a casar. Lasseur formaba parte del grupo y ambos desaparecieron durante el viaje por el desierto. Consiguió un pequeño carruaje en las caballerizas, convenció a la joven de que podrían hacer la última etapa del viaje con más comodidad y… jamás la volvieron a ver.

—No sé cómo darle las gracias. Es tan desconcertante. Cuando pienso en lo que hubiera podido suceder…

—Pero no sucedió —Tom apoyó una mano en mi brazo—. A sir Fabian no le gustó el que dos jóvenes viajaran solas y me encargó que las buscara, aprovechando que yo estaría por aquella zona y haría la última parte del viaje con ustedes. Me di cuenta en seguida de que aquel hombre iba a poner en práctica sus artimañas. Me alegré mucho de frustrar los planes de un ser tan aborrecible.

—Probablemente volverá a hacerlo.

—Sin duda. Ojalá hubiera podido desenmascararle. Creo que su amo es un hombre de gran riqueza y poder. Sólo Dios sabe qué consecuencias se hubieran producido si alguien hubiera obstaculizado la acción de uno de sus hombres. ¡Se hubiera desencadenado incluso un incidente internacional! En esas circunstancias, era mejor actuar con discreción, y yo tuve que conformarme con llevarlas sanas y salvas a su destino.

—Le doy otra vez las gracias.

—Más bien se las debe dar a sir Fabian. Su llegada sana y salva aquí era para él un asunto de la máxima importancia.

Fue ridículo, pero el placer que sentí al oír aquellas palabras casi me indujo a pensar que los pasados peligros habían merecido la pena.

*****

Poco después, ocurrió un hecho inquietante. Fue una tarde en que hacía mucho calor y toda la casa estaba en silencio.

Lavinia me mandó llamar. Quería charlar un rato conmigo y saber mi opinión sobre un nuevo vestido que le iban a hacer, aunque, en realidad, no seguiría mis consejos; simplemente quería hablar. Me pareció un buen momento. Lavinia solía descansar a aquella hora, pero no dormía, por lo que supuse que la encontraría sola.

Mientras me dirigía a su habitación, oí voces. Lavinia hablaba en tono estridente y parecía alarmada.

Corrí a la puerta y la abrí. Por un instante, me quedé como petrificada. Lavinia se encontraba de pie junto a la cama; la bata le había resbalado de los hombros y parecía sorprendida y asustada; a su lado vi al Gran Khansamah, con el puggaree torcido y el rostro deformado en una mueca. Me pareció que pretendía atacar a Lavinia. Tenía los ojos como nublados y su aspecto era un tanto extraño.

En cuanto a Lavinia, tenía el cabello desparramado sobre los hombros y el rostro intensamente arrebolado.

Al verme, el temor de su semblante fue sustituido por una expresión casi presuntuosa.

—Creo —le dijo al Khansamah— que sería mejor que se marchara.

El Khansamah trataba desesperadamente de recuperar su dignidad. Se acercó la mano a la camisa medio desabrochada, me miró y dijo en tono vacilante:

—Señorita venir a ver memsahib condesa. Me iré.

—Sí, Khansamah —el tono de voz de Lavinia era ligeramente autoritario—. Ahora debe usted irse.

El Khansamah se inclinó en reverencia y, dirigiéndome una mirada hostil, se retiró.

—Pero ¿qué significa todo esto? —pregunté.

—Mi querida Drusilla, no sabes la sorpresa que me he llevado. Este hombre pensaba que yo accedería a hacer el amor con él.

—¡Lavinia!

—No te asombres. Él se considera superior a cualquiera de nosotros.

—¿Cómo pudiste permitirlo?

—No lo permití. Le rechacé enérgicamente.

—Pero ¿cómo se le ocurrió algo así?

—Ya te lo he dicho, está muy pagado de sí mismo.

—Tú has debido de alentarlo un poco.

—Es verdad —Lavinia hizo pucheros—. Cúlpame… tal como haces siempre.

—Pero ¿no te das cuenta de lo peligroso que es eso?

—¿Peligroso? Hubiera podido manejarle.

—Estabas bastante asustada cuando entré.

—¡Justo a tiempo! —dijo Lavinia en tono dramático.

—Nunca hubieras debido recibirle de la forma en que lo hacías. Las diarias consultas con él hubieras debido hacerlas en la planta baja.

—¡Tonterías! Simplemente hice lo que todas las mujeres. Reciben a sus khansamahs cada mañana.

—Eso es distinto. Fuiste muy imprudente al coquetear con él. Le hiciste alentar esperanzas contigo. Jamás le hubiera pasado por la cabeza si tú te hubieras comportado con decoro, tal como hacen las demás mujeres. ¿A quién se le ocurre alentar a los criados a tales cosas?

—Yo no hice nada de todo eso.

—Lo hiciste. Te vi. Recibiéndole en salto de cama, sonriéndose, aceptando sus cumplidos. Naturalmente supuso que estaba haciendo progresos.

—Pero él es un criado. Debió tenerlo en cuenta.

—No es fácil, si tú te comportas como una prostituta.

—Ten cuidado, Drusilla.

—Eres tú quien debe tener cuidado. Si no quieres que te hable claro, de nada sirve que hablemos.

—Creí que serías más comprensiva.

—Lavinia, ¿no te das cuenta de la situación en la que nos encontramos? Tom Keeping ha venido precisamente por eso. Hay malestar e inquietud… ¡y tú creas un problema con ese hombre!

—Yo no he hecho nada. Ha sido él. Yo no le pedí que viniera a mi habitación.

—No. Pero le diste a entender que sentías cierto interés por él.

—Nunca le dije ni una sola palabra.

—Las miradas hablan tanto como las palabras. Te comportas como en la escuela.

—Ya estamos otra vez con lo mismo, ¿eh?

—Sí, para que no olvides aquella imprudencia. Esto es casi tan grave como aquello.

Lavinia arqueó las cejas.

—La verdad, Drusilla, te das muchos humos por el solo hecho de que yo haya sido amable contigo.

—Si no te gusta mi forma de ser…

—Lo sé. Te irás a casa. Volverías a aquella aburrida rectoría. Pero no puedes. No puedes casarte con Colin Brady porque él ya está casado.

—Nunca tuve la menor intención de casarme con él. Y no quiero estar en un sitio donde no me aprecien.

—Fabian no permitiría que te fueras.

Me ruboricé ligeramente. Lavinia se dio cuenta y rió.

—Siente mucho interés por ti… Pero no te hagas ilusiones. Él jamás se casaría contigo.

En realidad, Fabian no es mejor que yo. Pero… no deberías ser tan esquiva con él, ¿sabes?

Al ver que hacia ademán de marcharme, Lavinia gritó en tono lastimero:

—Drusilla, espera un momento. Me alegro mucho de que hayas venido. Creo que el Khansamah tenía malas intenciones. Temí que me violara.

—No quiero oír nada más, Lavinia. Tú has tenido la culpa de lo ocurrido. Creo que deberías ser un poco más juiciosa. Me parece que estaba drogado. Sé que cultiva datura en su jardín. Eso explicaría su osadía, porque no puedo creer que en condiciones normales se atreviera a tanto.

—¿Qué harás ahora? ¿Le dirás a Dougal que tiene una esposa terrible? No te molestes. Él ya lo sabe. Dile que es un pelmazo y que eso me obliga buscar un poco de distracción en otra parte.

—Por supuesto que no le diré nada a Dougal.

—Ya lo sé. Pues, díselo a Fabian. Drusilla, por lo que más quieras, no lo hagas.

—Me parece que tendría que comentarlo. Es intolerable que este hombre se haya presentado así en tu dormitorio

—Es que soy irresistible.

—Y haces muchas promesas implícitas.

—Drusilla, por favor, no se lo digas a Fabian. Tras una puse de silencio, dije:

—Creo que convendría hacerlo en vista de…

—¡No seas tan profunda! Es un hombre como los demás. Todos se comportan de la misma manera sólo con que les des un centímetro.

—Pues no les des ningún centímetro…, aunque, en tu caso, han de ser metros.

—Te prometo que no volveré a hacerlo, Drusilla, te lo prometo. Me portaré bien…, pero no se lo digas a Fabian.

Al final, cedí a regañadientes. El hecho de que un criado indio se atreviera a hacerle proposiciones deshonestas a la señora de la casa era muy grave.

*****

Dos días más tarde, recibimos la noticia.

Durante aquel período yo había visto al Khansamah sólo una vez. El hombre se mostraba tan digno como de costumbre. Inclinaba la cabeza para saludar y no daba la impresión de recordar la escena en el dormitorio de Lavinia y mi papel en ella.

Lavinia me dijo que, cuando el Khansamah le hizo su cotidiana visita, ella le recibió completamente vestida en el salón, exactamente igual que en las casas del barrio británico donde las señoras discutían los menús del día con sus khansamahs, y ninguno hizo la menor alusión a lo ocurrido.

—Hubieras debido verme —dijo Lavinia—. Te hubieras sentido orgullosa de mí. Sí, incluso tú, Drusilla. Discutí simplemente la comida y él hizo sus sugerencias.

»—Sí, Khansamah —le dije—, eso se lo dejo a su discreción.

»Tal como deben hacer las damas de buena crianza. Y no hubo más.

—Él comprenderá que se comportó de una forma intolerable —dije—. No pedirá disculpas, por supuesto. Eso sería exigir demasiado. Además, en buena parte la culpa fue tuya. Él prefiere olvidar este asunto y a mí me parece lo mejor.

Un joven se presentó en la casa. Venía a caballo desde muy lejos. Estaba agotado y pidió ser recibido inmediatamente por el Gran Khansamah.

A su debido tiempo, supimos que el mensaje lo enviaba el hermano del Khansamah y que Asraf, el hijo del Khansamah recientemente casado con Roshanara, había sido asesinado. El Khansamah se encerró en su habitación en señal de duelo. Un manto de tristeza envolvió toda la casa. Fabian parecía muy preocupado y permaneció largo rato encerrado en el despacho con Dougal y Tom Keeping. No bajaron a cenar y, como en otras ocasiones, les llevaron bandejas con comida.

Lavinia y yo cenamos a solas y comentamos la muerte de Asraf, tema de conversación en toda la casa.

—Era tan joven —dije—. Acababa de casarse con Roshanara. ¿Quién pudo tener interés en matarle? Hasta Lavinia estaba apenada.

—Pobre Khansamah. Qué golpe tan duro para él. ¡Su único hijo!

—Es terrible —dije, compadeciéndome de aquel hombre, pese a que, en mi fuero interno, le considerara siniestro.

Lavinia dijo que se retiraría temprano y luego se fue a su habitación. No me apetecía dormir porque estaba muy trastornada. Me pregunté qué sería de Roshanara. Pobre niña, era tan joven.

Me senté en el salón a oscuras con las cortinas descorridas y contemplé la belleza del jardín a la luz de la luna.

Cuando estaba a punto de retirarme, se abrió la puerta y entró Fabian.

—Hola —dijo—. ¿Todavía levantada? ¿Dónde está Lavinia?

—Se fue a dormir.

—¿Y tú estás aquí sola?

—Sí. Todo es muy inquietante.

Fabian cerró la puerta.

—Comparto tu opinión —dijo—. Muy inquietante.

—¿Qué significa? —pregunté.

—Significa que, por alguna razón, Asraf ha sido asesinado.

—Quizá fue uno de esos bandidos. Asesinan sin motivo. Fabian guardó silencio un momento, y después dijo:

—No, no creo que esta vez hayan sido los bandidos…, aunque puede haber alguna relación.

—¿Crees que alguien le ha asesinado… por una razón concreta?

—Es absolutamente necesario que descubramos lo que ocurre —dijo Fabian, sentándose frente a mí.

—Lo comprendo.

—Podría ser muy importante para nosotros. No me gusta el cariz que está tomando este asunto. He discutido con Tom y Dougal la posibilidad de alejar de aquí a Lavinia, tú y los niños.

—¡Alejarnos! ¿Quieres decir…?

—Estaría más contento… —Fabian me miró con una sonrisa un poco irónica—. No precisamente contento sino… más tranquilo.

—No creo que Lavinia quiera irse.

—¿Lavinia? Se irá dónde y cuándo le manden.

—Tiene su propia voluntad.

—Lástima que no vaya acompañada de un poco de sentido común.

—A mí tampoco me gusta que me manden de un lado para otro como si fuera un paquete.

—Por favor, no pongas dificultades. No compliques las cosas que ya son bastante complicadas de por sí.

—Es que también quisiera expresar mi parecer sobre las cosas que me conciernen.

—No tienes idea de lo que ocurre y, sin embargo, quieres tomar decisiones. No conviene que las mujeres y los niños se queden aquí.

—No pusiste el menor reparo a la venida de Lavinia. Los niños nacieron aquí.

—Vino con su marido. Yo no puedo decidir dónde nacerán los niños. Lo que digo es que ella, ellos y tú no debierais estar ahora aquí. Todo vino rodado. Ahora me arrepiento de haberos hecho venir a ti y a la señorita Philwright.

—Tú no nos hiciste venir.

—Fue una sugerencia mía.

—¿Por qué?

—Me pareció que podrías ejercer cierta influencia en Lavinia. Lo hiciste en el pasado y, tal como te dije o te di a entender, también tuve en cuenta las ventajas que me reportaría tu presencia.

—Porque crees, como tu madre, que a los niños les conviene tener institutriz y niñera inglesas.

—Por supuesto…

—Y ahora te arrepientes.

—Sólo por una razón. No me gusta la actual situación y creo que sería mejor que no hubiera demasiadas mujeres y niños por aquí.

—Tu preocupación te honra.

—Tú sabes por qué quise traerte aquí —dijo Fabian en tono levemente sarcástico—. Porque quería gozar de un poco de placer.

—Me sorprende que pensaras encontrarlo en mí.

—No debes sorprenderte. En primer lugar, sabes cuánto me gustan estas conversaciones tan ágiles e ingeniosas…

Además, quería apartarte del odioso Colin Brady.

—Yo pensé que estaba considerado un fiel súbdito de los Framling.

—Razón de más para que yo le tenga antipatía. Quería verte… y me las ingenié para conseguirlo. Además, ¿qué hubieras hecho en casa? No podías quedarte en la rectoría sin casarte con Brady. ¿A dónde hubieras ido?

—Donde ya estaba. En casa de mi antigua niñera.

—Ah, sí, aquella buena mujer. Yo te quería aquí, y basta. A pesar de tu indiferencia hacia mí, te tengo cariño, Drusilla.

Confié en que no se me notara el júbilo que sentí. Fabian era indomable.

Sabía que jamás me entregaría a relaciones amorosas superficiales; pero no se daba por vencido.

—¿Por qué estás ahora tan preocupado? —pregunté, cambiando de tenia.

—Por lo de Asraf.

—¿El asesinato?

—Exactamente. ¿Por qué le mataron? Era poco más que un chiquillo. ¿Por qué? Tenemos que averiguarlo… rápidamente. Si fuera cosa de los bandidos, creo que estaría más tranquilo. Pero eso ha sido un asesinato aislado. Los bandidos suelen matar a varias personas a la vez. La sangre de un niño inocente no podría aplacar a Kali durante mucho tiempo. Aunque lamentaría nuevos brotes de este tipo, creo que me parecerían mucho más comprensibles que este misterio. Piensa que en cierto modo guarda relación con nuestra casa y mucho me temo que tenga un significado.

—¿Podrías interrogar al Khansamah?

—Sería peligroso —contestó Fabian, sacudiendo la cabeza—. Tenemos que averiguar lo que ocurre. ¿Por qué asesinaron a Asraf? Tenemos que establecer si fue un asesinato ritual u otra cosa. Tom ha ido inmediatamente a la plantación de té. Puede que tengamos noticias cuando vuelva.

—Todo es muy misterioso.

—Hay muchos misterios en este país. Drusilla, creo mi deber advertírtelo. Quizá decidiré que os marchéis sin previo aviso. Ya hubiera tenido que sacaron antes de aquí, pero los viajes son muy peligrosos y, a veces, es mejor no emprenderlos. Podría ser conveniente trasladaron a otra ciudad de la India. Pero, primero, tenemos que averiguar qué significa este asesinato. Todo depende de lo que haya detrás —tras una pausa de silencio, Fabian añadió—: Qué tranquilo está todo esto…

Pero no dijo más. De repente, me levanté. Qué pensaría Lavinia si bajara y me encontrara en aquella estancia a oscuras en compañía de su hermano.

—Me retiro —dije.

—¿Crees que estar aquí a solas conmigo… es un poco incorrecto?

Fabian había leído mis pensamientos, cosa que siempre me sorprendía y desconcertaba.

—Por supuesto que no.

—¿No? A lo mejor, no eres tan convencional como a veces pienso. Hiciste un viaje muy peligroso. Cruzaste con gran riesgo el desierto…, por consiguiente, no es probable que tengas miedo de mí por estar a solas conmigo en este salón a oscuras.

—Pero ¡qué ideas se te ocurren! —exclamé.

—Sí, ¿verdad? Quédate un rato, Drusilla.

—Es que estoy muy cansada. Creo que debo acostarme.

—No te preocupes demasiado por lo que te he dicho.

Quizás estoy equivocado. Puede que haya una respuesta lógica a todas estas cuestiones…, cadenas de coincidencias y cosas por el estilo.

Pero hay que averiguarlo y estar preparados.

—Claro.

—Sentiría mucho que tuvieras que irte.

—Es muy amable de tu parte.

—La pura verdad. Me gustaría que no me tuvieras tanto miedo.

—No te temo, ¿sabes?

—Entonces, ¿te temes a ti misma tal vez?

—Te aseguro que no estoy aterrorizada de mí misma.

—No quería decir eso.

—Debo irme.

Fabian me tomó la mano y la besó.

—Drusilla, sabes lo mucho que te quiero.

—Te lo agradezco.

—No me agradezcas lo que no puedo evitar. Quédate un rato. Hablemos. No nos esquivemos, ¿quieres?

—No me había dado cuenta de que nos esquiváramos.

—Es algo que se interpone entre nosotros.

Tú plantaste las semillas y crecieron como la maleza. Sé cuál fue la causa. Aquel desdichado acontecimiento de Francia ejerció en ti un efecto mucho más duradero que en Lavinia. Llegaste a la conclusión de que todos los hombres eran embusteros y embaucadores y decidiste no dejarte engañar ni embaucar jamás.

—Creo que hablas de algo que ignoras.

—Bueno, pues dame la oportunidad de aprender. Seré tu humilde alumno.

—Tú nunca serás humilde… ni querrás recibir ninguna enseñanza de mí. Buenas noches. Recordaré lo que me has dicho y estaré preparada para partir en cualquier momento.

—Espero que no tengamos que llegar a ese extremo.

—Aun así, estaré preparada.

—¿Insistes en retirarte?

—Debo irme —contesté—. Buenas noches.

Subí muy emocionada a mi habitación, pensando que ojalá pudiera creer que Fabian me era indiferente.

*****

Alice me mostró la carta que le dejó Tom Keeping antes de marcharse. Esperaba regresar muy pronto y confiaba en que, para entonces, ella le diera una respuesta.

Le pedía que se casara con él. Sabía que ella no podía precipitar una respuesta y que necesitaba tiempo para pensarlo.

Aunque se conocían desde hacía muy poco, él estaba seguro de que deseaba casarse con ella.

«Las circunstancias son un poco difíciles —le escribía—. Creo que deberé permanecer aquí unos cuantos años. Tú viajarías conmigo. Algunas veces sería peligroso y, en determinadas ocasiones, tendríamos que vivir separados. Quiero que reflexiones. He considerado mejor escribirte porque temo que mis sentimientos me arrastren al punto de inducirme a omitir las dificultades. Todo será distinto de lo que has conocido hasta ahora, pero te quiero, Alice, y, si tú me apreciaras, sería el hombre más feliz del mundo».

Leer la carta me conmovió profundamente. No era una apasionada misiva de amor, pero dejaba traslucir una profunda sinceridad.

Miré a Alice y no tuve que preguntarle por su respuesta.

—Nunca pensé que pudiera ocurrirme semejante cosa —dijo—. Nunca pensé que un hombre quisiera casarse conmigo…, y tanto menos un hombre como Tom. Me parece estar soñando.

¡Querida Alice! Estaba como en las nubes, pero era inmensamente feliz.

—¡Oh, Alice —exclamé—, es maravilloso! Qué idilio tan bonito.

—¡Y que me haya pasado a mí! No puedo creerlo. ¿Te parece que habla en serio?

—Pues, claro que habla en serio. No sabes cuánto me alegro por ti.

—Pero aún no puedo casarme con él.

—¿Por qué no?

—¿Y mi trabajo aquí? La condesa…

—La condesa no se preocuparía por ti, si le conviniera. Por supuesto que debes casarte con él. Tienes que iniciar esa maravillosa vida cuanto antes.

—¿Y los niños?

—Tienen una excelente niñera en el aya y una excelente institutriz en mí.

—¡Oh, Drusilla, éramos tan amigas!

—¿Por qué hablas en pasado? Somos amigas. Siempre lo seremos.

Me alegré mucho de ver el cambio operado en Alice. Parecía otra persona. Nunca pensó conocer a alguien como Tom Keeping, que la amara y a quien ella pudiera amar. Los niños le gustaban mucho y estaba deseando tener hijos, pero siempre creyó que su misión en la vida sería la de cuidar hijos ajenos.

Un panorama extraordinario se abría ante sus ojos. Una vida llena de aventuras en la que recorrería toda la India con un hombre que desempeñaba una tarea insólita y emocionante… y estaría a su lado por siempre jamás.

Me miró con cierta tristeza y adiviné que, como muchas personas enamoradas —me refiero a las generosas como Alice—, deseaba la misma dicha para los demás, y especialmente para mí.

—Desearía… —dijo en tono levemente apenado.

Sabía lo que iba a decir y la interrumpí rápidamente:

—Desearías que Tom regresara en seguida y no sabes cuándo os podréis casar. Será todo muy sencillo, imagino.

Piensa en todas las chicas que emprenden un viaje para casarse…, ahora les parecerá normal.

—Me gustaría que tú encontraras a alguien…

—Bueno —dije en tono burlón—, por ahí no hay muchos como Tom Keeping. Sólo las más afortunadas los consiguen.

—No me gustará dejarte —dijo Alice, frunciendo el ceño.

—Mi querida Alice, estaré perfectamente bien.

—Me preocuparé por ti.

—Vamos, Alice. Ya sabes que no me acobardo fácilmente. Me las arreglaré perfectamente bien con los niños, con la ayuda del aya.

—No pensaba en eso, Drusilla. Estamos muy unidas y creo que puedo hablarte con toda sinceridad. ¿Qué sientes por Fabian Framling?

—Pues…, me parece un hombre interesante y muy consciente de su propia importancia.

—¿Qué importancia tiene para ti?

—Supongo que la misma que para otras personas. Parece que manda mucho por aquí.

—No me refería a eso.

—Pues, entonces ¿a qué te referías?

—Creo que no le eres indiferente.

—A él le preocupa lo que ocurra a su alrededor.

—Ya sabes lo que quero decir. A él le interesa…

—¿Seducir?

—Bueno…, más o menos.

—Y quizá piensa… lo mismo que pensaría con respecto a cualquier otra chica.

—Eso es lo que temo. No sería oportuno que le cobraras afecto.

—No te preocupes. Le conozco muy bien.

—¿No dicen que esta tal lady no sé qué vendrá a casarse con él?

—Supongo que lo habrán aplazado a causa de la delicada situación actual.

—Pero, al final, la boda se celebrará.

—Creo que ésa es la voluntad de lady Harriet… y todo el mundo suele acatarla.

—Comprendo. Me gustaría que pudieras marcharte conmigo cuando me vaya.

—No creo que a Tom le gustara compartir la luna de miel con terceros.

—Espero que todo te vaya bien. Eres muy sensata pero no me gusta que estés aquí con esa condesa tan atolondrada y egoísta.

En cuanto a su marido…, creo que está medio enamorado de ti.

—No te preocupes. Dougal siempre se medio enamora, pero nunca del todo.

—No me gusta esta situación. Nunca permitas que alguien te pille desprevenida.

—Gracias. Supongo que, como futura esposa, te sientes en la obligación de cuidar de tus frágiles hermanas inexpertas. Vamos, Alice, concéntrate simplemente en ser feliz pues yo soy feliz por ti.

*****

A Lavinia le hizo gracia que Tom y Alice planearan casarse.

—¡Quién lo hubiera imaginado de ella! Yo pensaba que ésa no se casaría. Francamente, no entiendo qué le ve Tom. A mí me parece muy fea.

—Las personas son algo más que melenas ensortijadas y miradas felinas, ¿sabes? Alice es muy inteligente.

—Lo cual significa que yo no lo soy.

—Nadie podría tildarte de fea.

—¿Y tampoco inteligente?

—Verás, tu comportamiento sugiere más bien que te falta esa cualidad.

—Vamos, cállate. Sea como fuere, a mí me hace gracia. La niñera Alice y Tom Keeping. ¿Y los niños?

Mamá se pondrá furiosa. Envió a Alice Philwright para que les cuidara, no para que se casara.

—El asunto rebasa las competencias de tu madre. Ella manda en Framling, pero no en toda la India.

—Se disgustará muchísimo. No sé si enviará otra niñera.

—No lo creo. Al fin y al cabo, no vas a quedarte aquí mucho tiempo, ¿verdad?

—Gracias por recordármelo.

—Es posible que en la hacienda de los Carruthers no disfrutes de tanta adoración masculina como aquí.

—No. De eso se trata. Y, además, mamá no estará muy lejos. Tendré que analizar la cuestión. Quizás intente convencer a Dougal de que nos quedemos.

—Creo que él desea volver a casa.

—Para enfrascarse en la lectura de aquellos viejos libros tan áridos que no puede conseguir aquí. Le está bien empleado.

—Qué esposa tan perfecta —musité mientras Lavinia soltaba una carcajada.

La reacción de Fabian ante la noticia fue de sorpresa. Estábamos cenando cuando se comentó el asunto.

—Creí que Keeping era un soltero empedernido —dijo Fabian.

—Algunos hombres lo son hasta que conocen a quien verdaderamente les interesa —repliqué.

Fabian me miró con expresión burlona.

—Nadie puede estar más sorprendido que yo —dijo Lavinia—. Suponía que las personas como la niñera Philwright no se casaban nunca. Me imaginaba que se pasaban toda la vida cuidando niños y que, al final, se instalaban en una casita que les compraba uno de esos pupilos agradecidos que visitan a su niñera por Navidad o el día de su cumpleaños y procuran que no les falte nada durante el resto de su vida.

—Pues, a mí no me sorprende en absoluto —señalé—. Es una pareja encantadora. Tan pronto como se conocieron noté que entre ambos se establecía una corriente de simpatía.

—Durante la travesía del desierto —dijo Fabian, dirigiéndome una sonrisa significativa, como si quisiera recordarme que, obedeciendo sus órdenes, Tom Keeping me había salvado de un horrible destino.

—Esto significa que nos quedaremos sin nuestra niñera —dijo Lavinia—. Menudo fastidio.

—El aya se encargará de todo —le recordé—. La ayudaré a cuidar los niños, tal como siempre he hecho. Pero todos lamentaremos que Alice se vaya.

—Espero que de vez en cuando visite la casa en compañía de Tom —dijo Dougal.

—Será una feliz reunión —añadió Fabian.

—Me alegro mucho por Alice —dije—. Es una de las mejores personas que jamás he conocido.

—Pues, entonces, brindemos por ellos —dijo Fabian, levantando su copa—. Por los enamorados… dondequiera que vayan.