Ocurrió hace dos años. Fueron dos años anodinos en los que la vida siguió un grisáceo y monótono curso. Cada mañana me levantaba, sabiendo exactamente lo que me iba a traer aquel día. No había sombras ni luces. Las únicas emociones consistían en preguntarme si haría buen tiempo el día de la fiesta del verano o si el bazar nos reportaría más beneficios que el del año anterior.
Fabian se fue a la India antes de lo previsto, poco después de la boda de Lavinia.
Era absurdo, pero sin él todo parecía más aburrido. No comprendía la razón, tras haberme tomado tantas molestias por esquivarle.
No hubiera tenido que lamentar su partida, si, tal como Polly decía, constituía una amenaza para mí.
También echaba de menos a Lavinia, a pesar de que muchas veces me enfadaba con ella. Me pregunté si lady Harriet añoraría la presencia de sus amados hijos. Tal vez por eso se entregaba con más energía que nunca a la tarea de gobernar la aldea. Apreciaba mucho a Colin Brady, probablemente porque era más convencional que mi padre y tenía un carácter más servil. «Por supuesto, lady Harriet». «Le agradezco que me lo haya dicho, lady Harriet». Hubiera querido gritarle: «No hace falta que te humilles tanto. Estoy segura de que el puesto será tuyo con el tiempo».
Tenía otro motivo para sentirme deprimida. La salud de mi padre se estaba deteriorando. Se fatigaba muy fácilmente y yo tenía que agradecerle a Colin los cuidados que le prodigaba. Colin ya desempeñaba a todos los efectos el papel de párroco, con la intención de que se notara y pronto le llegara le recompensa.
Una vez le oí decir a lady Harriet:
—¡Qué joven tan simpático! Nuestro querido párroco es a veces un poco raro, ¿sabes? Tanto preocuparse por la gente que lleva muerta un montón de años. Tendría que pensar un poco más en la parroquia. Eso sería más que suficiente.
De vez en cuando se sentía en la obligación de visitar la rectoría. En tales ocasiones, me escrutaba sin piedad. Le gustaba que todo funcionara como la seda. Mi padre padecía achaques desde hacía algún tiempo y, como el rey Carlos II, estaba tardando demasiado en morirse. Yo era su hija soltera y en la rectoría vivía un joven muy amable. La situación resultaba muy clara para lady Harriet y, dadas las circunstancias, los interesados deberían comprenderlo y aceptar lo que se les ofreciera.
Mi padre sufrió un leve ataque que no le incapacitó por completo, aunque le afectó el habla y le hizo perder parcialmente el uso del brazo y la pierna, convirtiéndole en un semiinválido. Yo le cuidaba con la ayuda de la señora Janson y dos criadas. Pese a todo, presentí que se acercaba el momento final.
El doctor Baryman, que siempre fue muy buen amigo nuestro, temía que mi padre sufriera de un momento a otro un nuevo ataque, esta vez de fatales consecuencias.
Por consiguiente, estaba preparada.
Solía dedicar mucho rato a leerle porque era lo que más le gustaba, esta tarea me ayudó a mejorar mis conocimientos de historia griega y romana. Cada día me despertaba sabiendo que aquella situación no duraría mucho.
Un día lady Harriet me invitó a tomar el té en Framling. Me senté en el salón presidido por mi augusta anfitriona desde el otro lado de la mesa cubierta por un mantel de encaje, sobre el cual había una bandeja y una tetera de plata, tostadas, mantequilla y un pastel de frutas.
Una doncella tomó la taza con el té que acababa de servirme lady Harriet. En presencia de la doncella, la conversación fue intrascendente, aunque sabía que no me habían llamado simplemente para tomar el té.
Lady Harriet me habló de Lavinia y de lo mucho que le gustaba la India.
—La vida social debe de ser allí de lo más intensa —me explicó—. Hay mucha gente de la Compañía y creo que los nativos nos están agradecidos. Y es natural. La ingratitud es algo que no soporto. El conde está muy bien y ambos son inmensamente felices… sobre todo, tras el nacimiento de la pequeña Louise. ¡Imagínate… Lavinia, madre!
Sonreí tristemente para mis adentros. Lavinia era madre desde hacía bastante más tiempo de lo que lady Harriet suponía.
Lady Harriet habló de la pequeña Louise y comentó que algún día tendría que regresar a casa.
Aún tardaría un poco, pero los niños no podían pasarse toda la infancia en la India.
La escuché con tanta docilidad como la que hubiera demostrado Colin Brady.
Cuando terminamos de tomar el té y retiraron la bandeja, lady Harriet dijo:
—Estoy un tanto preocupada por la situación de la rectoría.
Arqueé ligeramente las cejas como si le preguntara la razón.
—Desde que murió tu madre he estado vigilándote, querida —dijo, esbozando una benévola sonrisa—. Fue una pena. Una niña dejada en estas circunstancias.
Y tu padre…, le aprecio mucho, pero tiene la cabeza un poco en las nubes. A los hombres les resulta muy difícil cuidar niños…, pero a tu padre más que a ninguno. Por eso siempre te he vigilado.
Me alegré de no haberme percatado de su interés… aunque, en realidad, dudaba de que hubiera existido.
—Tu padre tiene la salud muy deteriorada, querida.
—Me temo que sí —dije.
—Llega un momento en que hay que afrontar los hechos…, por muy dolorosos que sean. Ya es hora de que el señor Brady asuma por entero el gobierno de la parroquia. Es un joven excelente y cuenta con todo mi apoyo. Te aprecia mucho y, si te casaras con él, sería un gran alivio para mí y resolveríamos felizmente los problemas que sin duda se te plantearán… Como hija que eres del párroco, ya nos conoces.
La forma en que se había organizado mi futuro me indignó y contesté con cierta arrogancia:
—Lady Harriet, no deseo casarme.
Y no pienso hacerlo sólo porque sea un alivio para usted, hubiera querido añadir.
Lady Harriet sonrió con indulgencia como si yo fuera una niña díscola.
—Mira, querida, tu padre ya no es joven. Estás en edad de casarte y yo he hablado con el señor Brady.
Ya me imaginaba sus respuestas: «Sí, lady Harriet, si usted cree que debo casarme con Drusilla, lo haré con mucho gusto».
La cólera hizo que se acentuara la natural terquedad de mi carácter.
—Lady Harriet —dije, pero un revuelo que se produjo fuera de la estancia me impidió dar rienda suelta a mi enojo, evitando con ello que me exiliara de Framling de por vida.
—No, no… —escuché que alguien decía—, lady Harriet está aquí dentro.
Lady Harriet se levantó y se dirigió a la puerta. La abrió de par en par y retrocedió inmediatamente al ver una extraña figura que yo reconocí en seguida. Tenía el cabello revuelto, vestía un holgado camisón e iba descalza.
—¿Qué significa esto? —preguntó lady Harriet.
La mujer a quien yo conocía como Ayesha se adelantó.
Recordé la primera vez que había visto a la señorita Lucille, cuando me habló del abanico de plumas de pavo real.
—Quiero hablar con ella —gritó la señorita Lucille—. Está aquí. Ah…
La anciana me miró y se acercó, tambaleándose. Ayesha la sujetó.
—Señorita Lucille, vuelva a su habitación. Será mejor. Recordé el sonsonete de aquella voz que tanto me llamara la atención hacía años.
—Quiero hablar con ella —dijo la señorita Lucille—. Debo decirle algo.
—Acompañad a la señorita Lucille a su dormitorio —ordenó lady Harriet—. ¿Cómo ha podido ocurrir? He mandado que la tengan en sus aposentos porque así lo exige su salud.
Yo me había levantado de la silla. La pobre demente me miró y me sonrió con dulzura.
—Yo quiero…, yo quiero… —dijo.
—Sí, sí… —murmuró Ayesha más tarde… Ya veremos, ya veremos…
Ayesha la tomó de la mano y se la llevó; mientras se retiraban, volvió la cabeza y me miró con expresión de impotencia.
Lady Harriet parecía muy contrariada.
—No entiendo qué ha ocurrido —dijo—. No está nada bien. Hago todo lo posible para que esté bien atendida, no entiendo cómo le han permitido bajar…
La escena la había trastornado tanto como a mí. Ya no se acordaba de mí ni de mis asuntos. Para ella era mucho más importante lo que ocurría en Framling.
—Bueno, querida mía —dijo, despidiéndome—, piensa en lo que te he dicho… y verás lo que te conviene.
Me alegré de marcharme y regresé pensativa a casa.
Me enfrentaba con un grave problema y, aunque hubiera hecho cualquier cosa con tal de no ceder ante la propuesta de lady Harriet, comprendía que mi futuro era más bien sombrío.
*****
Dos días más tarde, Colin Brady me pidió que me casara con él.
Yo tenía por costumbre salir a pasear. Me hubiera gustado hacerlo a caballo, pero no tenía montura propia y, a pesar de que Fabian me había autorizado hacía tiempo a utilizar las cuadras de Framling, no me consideraba con derecho a hacerlo, dado mi rechazo a los planes de lady Harriet.
Acababa de regresar de un paso y estaba cruzando el cementerio cuando vi salir a Colin de la iglesia.
—Hola, Drusilla —dijo—. Quiero hablar contigo. Adiviné lo que se avecinaba.
Le miré fijamente. No era nada feo. Su rostro resplandecía de virtud; era la clase de hombre que jamás en su vida se apartaría del camino recto; nunca tendría enemigos, exceptuando los que envidiaran sus virtudes; daría consuelo a los enfermos y afligidos; introduciría un toque de humor en las cosas, y más de una joven hubiera estado dispuesta a pasar la vida a su lado. El matrimonio con él era lo máximo a que podía aspirar la hija de un párroco sin medios ni fortuna.
Yo ignoraba mis aspiraciones, pero prefería enfrentarme sola con el mundo en lugar de hacerlo con alguien a quien poco menos le habían ordenado que se casara conmigo y a quien me había aconsejado aceptar por ser la mejor solución para mí.
—Hola, Colin —contesté—. Veo que estás tan ocupado como siempre.
—Asuntos de la parroquia. A veces, dan mucho trabajo. Me parece que el párroco ha empeorado esta mañana —dijo Colin, sacudiendo la cabeza.
—Sí, está muy débil —convine yo.
—Me parece una buena idea que tú y yo… —Colin carraspeó—, bueno, dadas las circunstancias… sería una buena solución…
Volví a irritarme. Yo no quería que mi matrimonio fuera una solución.
—Tú conoces este sitio —añadió Colin—. Y yo… me he encariñado con él… y también contigo, Drusilla.
—Me parece que has estado hablando con lady Harriet —le dije—. Más bien debería decir que ella ha hablado contigo.
Uno nunca habla con lady Harriet. Simplemente escucha.
Colin rió entre dientes y carraspeó.
—Bueno, lo que quiero decirte es que tú y yo podríamos… casarnos.
—Y de ese modo heredarías la parroquia.
—Verás, creo que sería una solución satisfactoria a nuestros problemas.
—Pienso que el matrimonio no se debe considerar como una solución a los problemas, ¿no te parece?
—Lady Harriet me dio a entender… —dijo Colin, perplejo.
—Sé lo que te dio a entender, pero no quiero casarme sólo por la conveniencia.
—No se trata sólo de eso —Colin me tomó la mano y me miró muy serio—. Es que te aprecio mucho, ¿sabes?
—Y yo a ti, Colin. Estoy segura de que desarrollarás una extraordinaria labor cuando asumas toda la responsabilidad de la parroquia. Bueno, eso ya lo has hecho. En cuanto a mí, no estoy segura de querer casarme… todavía.
—Mi querida muchacha, no debes pensar eso. Todo irá bien, te lo aseguro. No quiero apremiarte. Si pudiéramos ser, novios…
—No, Colin. Todavía no.
—Sé que tienes muchas cosas en que pensar. Te preocupa tu padre. Quizá me he precipitado. Lady Harriet…
Lady Harriet no gobernará mi vida como gobierna la tuya, hubiera querido gritarle.
—Lady Harriet —dije muy tranquila— es muy aficionada a arreglar las vidas de la gente. Por favor, trata de comprender que yo quiero dirigir la mía a mi gusto, Colin.
—Es una dama un tanto mandona —comentó Colin, riéndose—, pero creo que tiene buen corazón y se preocupa por tu bienestar. No debí decirte nada todavía. Sé lo preocupada que estás por tu padre. Ya hablaremos más adelante.
Lo dejamos así, pero yo hubiera querido decirle: jamás me casaré contigo.
Me parecía una crueldad. Colin era bueno y generoso. No tenía que enfadarme con él sólo por haberse convertido en un instrumento de lady Harriet.
Quizá su comportamiento era el más adecuado a sus fines. Él tenía que cumplir una misión en el mundo y no podía permitirse el lujo de prescindir de personas como lady Harriet, capaces de favorecer o destruir su carrera. Iba mucho a la dehesa de los Framling que raras veces se utilizaba.
Allí encontraba cierta paz de espíritu y podía ver el ala oeste de la casa donde estaban los aposentos de la señorita Lucille.
A menudo pensaba en nuestro encuentro de hacía tantos años.
Ella también lo recordaba y bajó al salón donde yo tomaba el té con lady Harriet sólo para verme.
Meditaba sobre el pasado y trataba de mirar hacia el preocupante futuro. Mi padre estaba cada vez peor y esperaba ansioso aquel período de la tarde en que yo le leía durante un par de horas, pues su mayor aflicción eran los trastornos visuales que le impedían el contacto con el mundo de los libros. Si durante mi lectura se quedaba dormido era señal de que estaba muy débil. Entonces yo dejaba el libro sobre mi regazo y contemplaba su sereno semblante en reposo. Imaginaba su llegada a la rectoría con mi madre, las esperanzas que ambos tenían y los planes que forjaron para mí.
Después, ella murió, dejándole solo, y él se entregó a sus libros. ¡Qué distinto hubiera sido todo si mi madre no hubiera muerto!
Ahora llegaba al final de su vida y yo quedaría sola en el mundo.
No, tenía a Polly, que era como una balsa para una persona que se ahoga. Polly era la estrella que guiaba mi vida.
Sabía que mi padre no viviría mucho tiempo y que Colin Brady ocuparía su puesto.
No habría sitio para mí en donde siempre había vivido, a menos que me convirtiera en la esposa de Colin.
Tal vez muchos hubieran pensado que se me ofrecía lo más prudente.
No, no, me dije. ¿Por qué siento esta aversión? Colin es bueno. Tendría que conformarme con él. Pero le comparaba con otros y le encontraba defectos: con Dougal, que me indujo a pensar que nuestra amistad se había transformado en algo más profundo; y con Fabian, que me prometía una existencia emocionante y que había dejado bien en claro qué clase de relación podría haber entre nosotros.
Era una insensatez pensar en ellos. No podían compararse con Colin. Colin jamás se dejaría seducir por la belleza, tal como le sucedió a Dougal, y nunca se le ocurriría entregarse a una relación poco respetable.
A veces, me parecía una estupidez apartarme de Colin.
Lady Harriet tenía razón. Mi matrimonio con él sería no sólo la mejor solución, sino también la única.
Apoyada en la cerca de la dehesa, contemplaba cierta ventana y recordaba que hacía años la señorita Lucille solía observarnos mientras nos daban clase de hípica.
Un día vi moverse las cortinas. Una figura me miraba desde la ventana. La señorita Lucille. Levanté una mano y saludé. No hubo respuesta. Al cabo de un rato, se retiró como si alguien la hubiera apartado de la ventana.
A partir de aquel día, la vi bastante a menudo. Solía ir allí por las tardes, casi siempre a la misma hora. Era una especie de acuerdo entre ambas.
La salud de mi padre me preocupaba mucho. De vez en cuando hablaba de mi madre y yo me daba cuenta de que prefería refugiarse en el pasado.
—Todo lo que pensaba hacer era para ti —me dijo un día en que se quedó dormido mientras yo le leía, y se despertó de repente cuando interrumpí la lectura—. Deseaba con toda su alma tener un hijo. Me alegré de que viviera lo bastante como para conocerte. Jamás he visto nada más hermoso que su rostro cuando te sostuvo en sus brazos. Quería lo mejor para ti. Quería que estuvieras bien situada en la vida.
Me alegro de que Colin Brady esté aquí. Es bueno y confío en él más que en nadie.
—Sí —convine yo—, ha sido muy bueno.
—Él tomará las riendas de la parroquia cuando yo no esté. Es justo que así sea. Hará las cosas bastante mejor que yo.
—Aquí todo el mundo te aprecia, padre.
—Yo soy demasiado distraído. No estoy hecho para párroco.
—¿Y piensas que Colin sí?
—Es algo congénito. Lo lleva en la sangre. Su padre y su abuelo pertenecieron a la Iglesia.
Drusilla, podría irte mucho peor… y no podría irte mejor. Es un hombre que me gusta para ti.
—Muchas personas consideran oportuno que me case con Colin Brady.
—La rectoría sería siempre tu hogar.
—Sí, pero ¿se casa una persona para tener un hogar? ¿Lo hiciste tú?
Mi padre sonrió, evocando los tiempos en que mi madre vivía.
—Podría irte mucho peor —murmuró.
Todos estaban preocupados por mi futuro y la solución les parecía obvia…, incluso a mi padre.
Un día, estando yo en la dehesa, me sorprendió ver acercarse a Ayesha.
—Usted viene aquí muy a menudo —dijo sonriendo—. Es un sitio tranquilo y lleno de paz.
—Tranquilo… y lleno de paz —repitió—. Mi señora la ve y la busca.
—Sí, me he dado cuenta.
—Quiere hablar con usted.
—¿Conmigo?
Ayesha asintió con la cabeza.
—Jamás la ha olvidado.
—Ah…, se refiere a cuando tomé el abanico.
—Pobrecilla. Vive casi enteramente en el pasado. Está enferma…, temo que muy enferma. Dice que pronto se reunirá con Gerald… Tiene deseos de hablar con usted. Seguí a Ayesha al interior de la casa y subimos la escalinata, confiaba en no tropezarme con lady Harriet.
Recorrimos largos pasillos y llegamos a la puerta de la estancia donde yo había encontrado el abanico de plumas de pavo real.
Todavía estaba en el mismo sitio. La señorita Lucille seguía de pie junto a la ventana, envuelta en una bata y calzada con zapatillas.
—Aquí se la traigo —anunció Ayesha.
—Seas bien venida —dijo la señorita Lucille—. Qué contenta me pone verte aquí. Hace mucho tiempo que no nos veíamos cara a cara. Pero yo a ti sí te he visto —añadió, señalando con un vago gesto la ventana—. Hablemos.
—Siéntese aquí —dijo Ayesha, acomodando a la señorita Lucille en su silla y acercando otra para mí.
—Dime, querida, ¿la vida no ha sido buena? —preguntó la señorita Lucille.
Dudé. No estaba segura. ¿Había sido buena? Tal vez en parte.
—¿Han ocurrido muchas cosas malas? —me apremió.
Asentí lentamente. El percance de Lavinia…, el suplicio de la policía…, el dolor de la muerte de Janine… la tragedia de Miriam… la decepción que sufrí con Dougal…, los encuentros con Fabian.
—Jamás hubieras debido tocarlo —añadió la señorita Lucille—. Hay un precio…
Comprendí que se refería al abanico de plumas de pavo real.
—¿Piensas alguna vez en él? —me preguntó—. La belleza de aquellas plumas. ¿Recuerdas la joya…, el bien y el mal? Tan hermoso…, pero la belleza puede ser mala.
De pie junto a la silla, Ayesha observaba a su ama, frunciendo el ceño. Creí adivinar que estaba nerviosa.
La señorita Lucille entornó los ojos y empezó a contarme la historia que ya me contara en otra ocasión mientras las lágrimas resbalaban profusamente por sus mejillas.
—La culpa la tuvo el abanico… Si no hubiéramos ido al bazar aquel día. Si él no me lo hubiera comprado y no lo hubiese llevado al joyero, ¡qué distinto hubiera sido todo! Y tú, mi niña, nunca debiste permitir que te hechizara.
—No creo que me hechizara. Sólo lo tuve en mis manos unos minutos.
—Te hechizó. Lo sé. Sentí que se me quitaba un peso de encima.
La señorita Lucille cerró los ojos como si se hubiera dormido.
Miré inquisitivamente a Ayesha, que se encogió de hombros.
—Así está ella —me dijo en un susurro—. Tanto como quería verla y, ahora que la tiene aquí, se olvida de lo que deseaba decirle. Ahora está tranquila porque la ha visto. De vez en cuando habla de usted. Está inquieta por usted. Quiere que le cuente su vida en la rectoría. Está preocupada por la enfermedad de su padre.
—Me sorprende que se acuerde de mí.
—Eso es porque usted le gusta y por lo ocurrido con el abanico. Está obsesionada con el abanico.
—¿Por qué le atribuye tanta importancia?
—Lo considera la fuente de todos los males.
—Podría librarse de él.
—No —Ayesha sacudió la cabeza—. Cree que no puede hacerlo, dice que eso no la salvaría de la maldición eterna
—Pero, si ella cree…
—Es una antigua superstición y, además, no puede olvidar lo que le pasó cuando llegó a sus manos.
Está segura de que perdió a su prometido por culpa del abanico. Y ahora éste se ha apoderado de ella.
—Qué pena. Creo que debo irme. A lady Harriet no le gustaría encontrarme aquí.
—Lady Harriet se ha ido a Londres. Está muy contenta. Su hijo vuelve a casa para una breve visita. Tiene que resolver ciertos asuntos. Será una estadía muy corta, pero ella está encantada porque le verá… aunque sea por poco tiempo.
El corazón me dio un vuelco en el pecho y me sentí renacer. ¡Una breve visita! Tal vez le vería.
—Habrá muchas recepciones y vendrán personas muy importantes. Ya se han cursado las invitaciones. Eso no es bueno para la señorita Lucille. Siempre se pone nerviosa cuando hay gente en la casa.
Me pregunté si su estancia en la India habría cambiado a Fabian.
—Será mejor que me vaya —dije.
—Sí —dijo Ayesha, mirando a la señorita Lucille—. Ahora está profundamente dormida. Se pasa el rato durmiendo.
—Tengo que leerle unas páginas a mi padre. Estará esperándome.
—Sí —dijo Ayesha—. Venga conmigo. La acompañaré hasta la puerta.
Cruzamos el vestíbulo y yo regresé rápidamente a casa. La noticia del regreso de Fabian me hizo olvidar la visita y las rarezas de la señorita Lucille.
*****
Aquella noche, el estado de mi padre se agravó. Sufrió un ataque que le dejó levemente paralizado e incapaz de hablar con claridad.
El médico nos dijo que faltaban pocas semanas para el final.
Yo estaba casi constantemente a su lado y veía acercarse la muerte a pasos agigantados.
Polly me escribió. En caso de que ocurriera algo, rogaba que acudiera inmediatamente a verla. Hablaríamos. Teníamos mucho de qué hablar. No quería que tomara ninguna decisión precipitada. Polly era la única persona que no consideraba conveniente mi matrimonio con Colin Brady.
Fabian llegó a Framling el día de la muerte de mi padre. Supe a través de la señora Janson que ya estaba en casa.
Mi padre me tomó la mano y comprendí que se sentía en paz.
Colin Brady se comportó muy bien. Se encargó de todo con amabilidad y eficiencia; y si pensó que estaba un poco más cerca de su objetivo, no lo demostró.
A lady Harriet le molestó que el párroco muriera Justo cuando ella preparaba el regreso de su hijo. Estando tan inmersa como estaba en los asuntos de la parroquia, aquella circunstancia era de lo más inoportuna. Pensé que en sus plegarias la mencionaría en tono de reproche. Desde lo Alto, hubieran debido tener un poco más de consideración para con alguien que siempre había cumplido con su deber. Supe por la señora Janson que lady Harriet empezó a organizar importantes fiestas tan pronto como recibió la noticia del regreso de su hijo. Lady Geraldine Fitzbrock, acompañada de sus padres, se alojaría en Framling, y la visita sería muy significativa. Los Fitzbrock pertenecían a un linaje de tanta alcurnia como el de lady Harriet y estaba claro que la noble dama quería a Geraldine Fitzbrock para sir Fabian.
De vez en cuando, me preguntaba cómo estaría Fabian, pero mis pensamientos giraban más que nada en torno al pasado. En la casa todo me recordaba a mi padre y todo me parecía extrañamente silencioso y casi extraño, ahora que él yacía en un ataúd tras las persianas cerradas del salón. En todas partes veía recuerdos suyos: el estudio con las paredes llenas de estanterías de libros; sus obras preferidas en lugares especiales. Recordaba su constante búsqueda de las gafas cuando quería localizar algún pasaje en particular… Vivía en otra época, y se apartaba de ella a regañadientes para atender los asuntos de la parroquia.
Hubiera tenido que estar más preparada. Recordé su ceño fruncido cuando me miraba. Estaba profundamente preocupado por mi futuro. En su ingenuidad, había creído que me casaría con Dougal. ¡Cuánto le hubiera gustado tenerle de yerno y estudiar con él los hechos del pasado! Al principio Dougal era un joven sin demasiados bienes materiales, un amable erudito sin ambiciones, hecho de la misma madera que mi padre.
Comprendí ahora la decepción que debió sufrir cuando las cosas no salieron como esperaba. No sólo se vio privado de un yerno que le gustaba sino que, además, le quedó el angustioso problema del futuro de su hija. Fue entonces cuando abrigó la esperanza de que me casara con Colin Brady. Hubiera sido una solución satisfactoria. Aunque Colin no fuera lo mejor, le parecía aceptable de todos modos.
Todo el mundo pensaba que me convenía tomar lo primero que se me ofreciera. En la vida, las oportunidades no eran muy numerosas y cuando se presentaba alguna no podía rechazarse. Lady Harriet me había dado a entender que era una insensata. Creo que tenía razón. Y no es que Colin Brady me disgustara. Todo el mundo le estimaba por su amabilidad y consideración. Sería un clérigo ejemplar. Sin embargo, en lo más hondo de mi ser anidaba la sensación de que, si hiciera «lo más sensato», más tarde me arrepentiría de haber elegido aquella forma de vida tan monótona que me arrebataría toda la emoción que da sabor a la vida.
Si no hubiera conocido a Dougal…, si yo hubiese sido una persona más convencional, tal vez me hubiera casado con Colin. Pero yo era yo, y me rebelaba instintivamente contra la idea de un matrimonio de conveniencia. Fabian acudió a verme a la rectoría. Parecía sinceramente apenado.
—Lo lamento —dijo.
—Gracias. No ha sido inesperado.
—No, pero aun así es un duro golpe.
—Has sido muy amable al venir.
—Faltaría más.
—Espero que tu estancia en la India haya sido fructífera. Fabian se encogió de hombros.
—¿Te quedarás aquí mucho tiempo? —pregunté.
—No. Muy poco.
—Entiendo.
—Y tú, ¿planearás algo?
—No tendré más remedio.
—Estoy seguro de que sí. Si hay algo que podamos hacer por ti en Framling…
—No, gracias. El señor Brady es muy servicial.
—No me cabe la menor duda. Tengo entendido que el entierro será mañana. Asistiré.
—Gracias.
Fabian me miró sonriendo y se marchó.
Me alegré de que se fuera. No quería que viera cuán emocionada estaba. Casi hubiera preferido no verle.
La iglesia estaba llena a rebosar cuando enterraron a mi padre.
Lady Harriet y sir Fabian ocuparon el banco reservado a los Framling. Yo sólo podía pensar en mi padre y evocar cada pequeño detalle que recordaba de él.
Una sensación de soledad se apoderó de mí. Nunca en mi vida me había sentido tan sola.
Colin Brady actuó con rapidez y eficacia. Acompañó a los asistentes al interior de la rectoría donde bebimos vino caliente con azúcar y especias, y tomamos los bocadillos preparados por la señora Janson. Una atmósfera de solemnidad envolvía toda la casa.
Aquello ya no era mi hogar. Sólo, podría serlo si me casara con Colin. Tendría que pensar muy seriamente en lo que iba a hacer.
Se leyó el testamento. Apenas había nada, aparte lo que ya era mío, El abogado me dijo que el capital me proporcionaría una pequeña renta, insuficiente para vivir con un mínimo grado de comodidad, aunque sería una ayuda en caso de necesidad.
Añadió que confiaba en que ya habría estudiado la situación, la cual no debía ser ninguna sorpresa para mí.
Contesté que la estaba estudiando. Todo el mundo me miraba expectante. La señora Janson debía de pensar que me casaría con Colin Brady y que la casa seguiría como siempre. Todos me conocían y apreciaban y por nada del mundo hubieran querido servir a una forastera.
El desenlace les parecía inevitable porque les constaba que el señor Brady me quería, ¿y dónde encontraría yo un marido más adecuado?
Ya era hora de que me casara, y la ocasión estaba al alcance de la mano. Colin habló conmigo la noche del entierro.
Estaba sentada junto a la ventana, contemplando tristemente el cementerio. Había llegado al final de un camino y no sabía a dónde ir.
Sin embargo, ante mí se abría un sendero muy cómodo hacia el que todo el mundo me empujaba.
—Qué día tan desdichado —dijo—. Sé cuánto significaba tu padre para ti. Yo le apreciaba mucho, era un hombre extremadamente bueno.
Asentí en silencio.
—Después de tantos años juntos, excepto el período en que estuviste en la escuela.
Ahí estaba el detalle. Lo que entonces sucedió, me hizo cambiar. Si nunca hubiera salido de la rectoría, ¿hubiese pensado de otra manera?
Durante una temporada había incursionado en un mundo en el que la gente hacía cosas disparatadas y después pagaba las consecuencias; pero allí había comprobado que la vida era algo más que llevar una monótona existencia día tras día en espera de la muerte.
—Ha sido un duro golpe para ti —dijo Colin—. Drusilla, ¿me permites compartirlo contigo?
—Ya lo estás haciendo —contesté—. Te has encargado de todo y lo has hecho a la perfección.
—Sería inmensamente feliz si en adelante pudiera cuidar de ti.
Hubiera deseado decirle que no me apetecía que nadie cuidara de mí. Me sentía capaz de hacerlo yo sola.
Quería que la vida fuera una aventura emocionante y no buscaba la comodidad, por muy agradable que fuera.
—Podríamos casarnos muy pronto. Lady Harriet opina que sería lo mejor.
—Yo no permito que lady Harriet gobierne mi vida, Colin.
—Por supuesto que no —dijo Colin, riéndose—. Pero es una persona importante, ¿sabes? Y su palabra tiene mucha autoridad. Está preocupada por ti —añadió con cierto nerviosismo—. Todos lo estamos.
—No hay por qué. Dejadme proyectar mis planes.
—Pero has sufrido un duro golpe. No sé si te das cuenta. Quiero que sepas que una sola palabra de tu parte bastará. No te apremiaré. Esta es tu casa. Y siempre tendría que serio.
—Las rectorías están vinculadas al puesto.
—Así es, en efecto —dijo Colin muy serio.
Era un hombre que odiaba la indecisión. Yo sabía que jamás podría casarme con él y mi obligación era decírselo.
—Colin —dije—, debes saber que yo nunca me casaré contigo.
Me miró desconcertado.
—Lo siento —añadí—. Te aprecio mucho… pero de otra manera.
—Drusilla, ¿ya has pensado…? Medítalo bien. ¿A dónde te irás?
—Viviré durante algún tiempo con Polly —contesté impulsivamente—. Discutiré mi futuro con ella. Me conoce bien y sabrá aconsejarme.
—Pensando en tu bienestar y en la mejor solución para ti, está claro que debes casarte conmigo, Drusilla.
—No puedo hacerlo, Colin. Eres bueno y amable y has hecho muchas cosas por mi padre y por mí. Pero no puedo casarme contigo.
—Más tarde tal vez…
—No, Colin. Olvídalo, por favor.
Me miró casi con timidez mientras yo añadía:
—Te doy sinceramente las gracias por todo lo que has hecho y por haberme pedido en matrimonio.
—Es que ahora estás trastornada.
—No —dije casi molesta por su insinuación de que yo era una insensata por no querer aceptarle.
Al final, conseguí hacerle entender que hablaba en serio.
—Ahora quisiera retirarme —dije—. Ha sido un día de muchas tensiones.
Dijo que mandaría a una de las criadas con un poco de leche caliente.
Quise negarme, pero él zanjó el asunto con un gesto de la mano, y más tarde subieron la leche a mi habitación.
Me senté junto a la ventana. A lo lejos se veían las luces de Framling. Me sentía sola y perdida. Allí estarían divirtiéndose. La tal lady Geraldine y Fabian bailarían juntos, pasearían a caballo, hablarían…, no aquel día, claro, por respeto a mi padre, pero sí más tarde.
Lady Harriet deseaba que Fabian se casara con aquella chica. ¿Estaría de acuerdo?
Después me dije enfadada que Fabian era un hombre de los que se casaban por conveniencia y luego buscaban el placer en otra parte… con mujeres vulgares y adecuadas para una ligera y fugaz aventura, pero no para el matrimonio.
«Iré a casa de Polly», pensé.
*****
Al día siguiente, vi a Fabian paseando a caballo en compañía de una joven que debía de ser lady Geraldine.
Era alta y agraciada, tenía una voz un tanto recia y ambos charlaban animadamente. Oí que Fabian se reía.
Entré en la casa y puse algunas cosas en una maleta. No sabía cuánto tiempo estaría ausente, pero tenía que tomar una decisión antes de mi regreso.
Junto a Polly hallé el consuelo que tanto necesitaba.
Fleur ya había cumplido cinco años. Era una niña muy alegre y juiciosa.
«Ya estará tramando alguna de las suyas», solía decir Eff, y Polly añadía que era «más lista que el hambre».
La niña me recibió con mucho cariño. Tanto Polly como Eff le hablaban siempre de mí en términos casi reverentes. Me entretenía mucho con ella. En una tienda de segunda mano encontré unos libros que conocía de mi infancia, y empecé a enseñarle cosas que la pequeña aprendió sin el menor esfuerzo.
Pensé que podría ser feliz en casa de Polly y Eff. Mi pequeña renta me bastaría para vivir, le daría clases a Fleur y las cuatro seríamos muy dichosas juntas.
Polly estaba preocupada por mí.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó.
—Tengo tiempo para tomar una decisión, Polly —contesté—. No hay razón para que me precipite.
—No. Y es una suerte.
—Me gustaría quedarme aquí algún tiempo. Me encanta la compañía de Fleur. Me distrae de otras cosas.
—Bueno, de momento es posible que sí, pero ésta no es vida para una señorita que ha recibido una educación tan esmerada como tú. Estando aquí, ¿cómo podrás conocer a alguien?
—Tu mente discurre por cauces muy familiares. ¿Estás pensando en un posible matrimonio?
—Bueno, dicen que eso es una lotería, pero existen muchas probabilidades de que salga el número premiado… y, en este caso, no hay nada mejor.
—Seguramente tienes razón, Polly.
—Es una lástima lo de Colin.
—No puedo casarme con él sólo porque sea una buena solución.
—Nadie te pide que lo hagas.
—Vaya si me lo piden. Lady Harriet por una parte, y Colin Brady por la otra.
—Ah, bueno, ellos…
—Sé que eres distinta, Polly, pero, por muy buena solución que sea, no podría hacerlo.
—Pues entonces empecemos a partir de aquí. Espero que no sigas pensando todavía en el tal Dougal. Menuda pieza estaba hecho…, acompañando a una chica por la vereda de un jardín y encaprichándose de las flores del jardín contiguo.
—Vamos, Polly —dije riéndome—, no fue eso lo que ocurrió exactamente.
—¿Y qué si no? Venía a veros a ti y al párroco y, de pronto, aparece Lavinia, le mira con ojos tiernos… y va él y se larga con ella.
No pude evitar una carcajada, demostrando con ello lo poco que me importaba lo ocurrido.
—Maldecirá el día en que la conoció.
—Puede que no, Polly. Lavinia es muy guapa, y yo no… Tenemos que reconocerlo.
—Eres como Dios quiso que fueras.
—¿Acaso no lo somos todos?
—Y eres tan agraciada como la que más. Algunos hombres no pueden resistir las miradas de «aquí te espero», y a ésos es a los que hay que evitar; por consiguiente, da gracias al cielo por haberte librado de él. Yo a ese Dougal no lo tocaría ni con un remo de barca, aunque volviera arrastrándose por el suelo.
—Un espectáculo no muy probable de ver, te lo aseguro.
—Pronto se dará cuenta del terrible error que cometió y pensará cuán tonto ha sido, ya lo verás.
—Tal vez Lavinia ha cambiado, ahora que tiene una niña.
—Siempre se ha dicho que los leopardos no cambian de manchas.
—Lavinia no es un leopardo.
—Tiene tan pocas probabilidades de cambiar como si lo fuera. Recuerda bien lo que te digo, ese Dougal se arrepentirá de lo que hizo. Pero tenemos que pensar en ti.
—Aquí soy más feliz de lo que pudiera serlo en cualquier otro sitio, Polly.
—Durante algún tiempo, tal vez…, pero algo hay que hacer.
—Esperemos un poco a ver qué ocurre, ¿no te parece? Polly asintió en silencio.
Los días pasaban y Fleur era una fuente de alegría para mí, jugábamos mucho juntas, y cuando por la noche la dejaba dormida en su cama me sentaba con Polly y Eff, y las escuchaba criticar a los inquilinos.
—Aquí se ve lo que es la vida —dijo Eff, riéndose.
Polly se mostró de acuerdo, pero yo adiviné por su expresión que aquélla no era la vida que tenía pensada para mí.
Un día recibí una carta de lady Harriet. El escudo familiar figuraba en el sobre, y Eff confiaba en que el cartero lo hubiera visto. Pensaba mencionar a lady Harriet la próxima vez que hablara con «Segundo piso número 32».
Observé el sobre un momento antes de rasgarlo, preguntándome qué querría comunicarme lady Harriet. La carta decía lo siguiente:
Mi querida Drusilla:
He estado muy preocupada por ti. El pobre señor Brady está muy afligido. Espero que no lamentes tu precipitada decisión. Lo mejor que pudiste hacer fue haberte casado con él y seguir viviendo en la rectoría. Estoy segura de que, con el tiempo, te arrepentirás de tu obstinada actitud.
No obstante, tengo una propuesta que hacerte. Lavinia es muy feliz en la India. Tiene a la pequeña Louise, como sabes, y me alegra comunicarte que acaba de dar a luz un varón. A Lavinia le gustaría mucho que te trasladaras allí para ayudarle. Debo decirte que ella me ha hecho ver lo interesante que podría resultar eso. Pienso mandarle una niñera. No quiero que a mis nietos los críen unas extranjeras. De momento, tiene un aya, pero yo quiero que disponga de una buena niñera inglesa. Ya he encontrado a la persona adecuada y la enviaré inmediatamente. Lavinia me ha expresado su deseo de que seas su compañera, y la idea me parece excelente. Sería tan útil para ti como para Lavinia. Ella quiere que sus hijos sean educados a la inglesa y piensa que tú, aparte de ser su compañera, podrías dar clase a los niños.
Lavinia y su marido, el conde, tienen previsto regresar a Inglaterra dentro de dos años. Estoy segura de que lo considerarás una excelente oportunidad. La niñera emprenderá viaje a principios del mes próximo y convendría que viajarais juntas. Por tanto, dispones de tres semanas para hacer planes. Te agradecería una pronta respuesta.
Interrumpí la lectura. Experimentaba una mezcla de asombro y emoción. ¡Ir a la India! Estar con Lavinia y los niños. Ver a Dougal y a Fabian.
Polly entró en la estancia y me sorprendió con la mirada perdida en el espacio.
—¿Alguna noticia? —preguntó.
—Polly… —exclamé—. Es asombroso.
—¿De qué se trata?
—Me ha escrito lady Harriet.
—¿Otra vez metiéndose en tus asuntos?
—Más bien sí, pero de otra manera. Polly, me propone ir a la India.
—¿Cómo?
—Sería una especie de institutriz para los hijos de Lavinia y una compañera para ella.
Polly me miró, perpleja.
—Esa Lavinia —dijo.
Le leí la carta con voz temblorosa de emoción. Comprendí que los Framling siempre habían ejercido una gran influencia en mi vida.
—¿Cuándo tienes que comunicarle la respuesta? —preguntó Polly.
—Muy pronto. Tendría que marcharme antes de un mes.
—Mmm —dijo Polly.
Pasamos varias horas hablando, pero creo que mi decisión ya estaba tomada. A Polly le gustó en seguida la idea.
—De momento, me llevé una sorpresa. La India está muy lejos. Pero seguramente será lo mejor. Esto no es vida para ti…, a pesar de lo mucho que nos gusta tenerte en casa. Una chica tan instruida como tú… no debe quedarse encerrada aquí. En cuanto a Fleur, hemos pensado contratar una institutriz. Queremos que tenga una buena educación. Podemos usar el dinero que Fabian puso en la cuenta para ella. No veo por qué no. Al fin y al cabo, es su tío. Para nosotras no queremos nada, pero Fleur es otra cosa. Ella necesita lo mejor.
Eff se mostró de acuerdo con Polly. Aquél no era sitio para mí.
Le parecía un poco peligroso que fuera a un lugar desconocido, pero Lavinia lo hizo y no pasó nada.
Pensaba escribir a lady Harriet, pero, teniendo el tiempo tan justo, me pareció mejor regresar. Aún tenía mi habitación en la rectoría y muchas de mis cosas estaban allí, por lo que podría arreglarlo todo con más comodidad.
*****
A los dos días de recibir la carta, regresé a la aldea.
Fui directamente a la rectoría, donde la señora Janson me comunicó que en Framling estaban de luto.
—Es por la señorita Lucille. Tuvo varios arrechuchos y el último no pudo superarlo. Siempre he dicho que un entierro llama a otro —dijo la señora Janson en tono profético—. Primero, nuestro querido párroco y ahora la señorita Lucille. En fin, creo que ha sido lo mejor para ella. Esperábamos una boda, pero supongo que eso hubiera sido precipitarse demasiado.
—¿Una boda?
—Lady Harriet estaba empeñada en que sir Fabian se casara con lady Geraldine, pero él tuvo que regresar a la India… o no sé adónde, y acortó su estancia. Te diré una cosa —añadió la señora Janson, dándoselas otra vez de profeta—. Creo que han llegado a un acuerdo. Ella se reunirá con él en aquel sitio, y allí les unirán en santo matrimonio, ya lo verás.
—Ah, ¿sí? Debo ver en seguida a lady Harriet. Me escribió, proponiéndome ir con la señorita Lavinia en la India.
—¡Qué dices! Vaya, vaya. No sé, pero supongo que si los Framling están allí…
—Me voy para allá. Tengo que darle la respuesta.
Lady Harriet me recibió inmediatamente.
—Mi querida Drusilla, no te esperaba.
—Me pareció más rápido venir que escribir.
—¿Y cuál es tu decisión?
—Iré, lady Harriet.
Una sonrisa de satisfacción se dibujó en su rostro.
—Ya me parecía a mí que serías sensata… esta vez. Habrá muchas cosas que hacer. Por desgracia, en este momento estamos de luto.
—Lo siento. Me he enterado de lo de la señorita Lucille.
—Pobre criatura. Dios le ha hecho un favor. Tenemos que ocuparnos del entierro, pero entretanto pondremos en marcha nuestro plan. Le escribiré en seguida a Lavinia. Estará encantada, y yo estoy segura de que sabrás darle clase a Louise. Será un alivio para mí saber que te encargas de ella. Alice Philwright estará aquí dentro de unos días y sería conveniente que intimarais un poco puesto que viajaréis juntas. Creo que con ella estarás a salvo. Ya ha viajado otras veces y ha cuidado niños en Francia. Iréis en barco hasta Alejandría y, desde allí, viajaréis por tierra hasta otro barco… en Suez, creo. Pero los detalles ya te los daré más adelante.
Entretanto, tendrás que preparar ciertas cosas…, los efectos personales que dejaste en la rectoría y todo lo demás. No sé cómo lo harás, pero lo dejo a tu criterio.
Lady Harriet siguió hablando, visiblemente complacida de que, al final, hubiera aceptado sus decisiones y comprendido la conveniencia de seguir el camino que ella me había trazado. Gobernar las vidas ajenas constituía para ella un placer incomparable.
Regresé a la rectoría y Colin estuvo muy amable conmigo. Parecía contento. Había ocupado sin la menor dificultad el lugar de mi padre y todo el mundo le apreciaba. Mi padre había sido estimado más por sus debilidades que por sus aptitudes. Colin rezumaba buena voluntad y hombría de bien por todos sus poros, y sabía mezclar el buen humor con la seriedad propia de un clérigo. El puesto le iba como anillo al dedo.
Además, ya había empezado a mostrar interés por Ellen, la hija del médico, que le llevaba unos cuantos años pero poseía las cualidades necesarias para ser la esposa de un párroco y contaba con la aprobación de lady Harriet. ¿Qué mejor para Colin, a quien sólo le faltaba una esposa para ser el párroco ideal?
Colin no me guardaba rencor por haberle rechazado. Me dijo que en la buhardilla había espacio suficiente para que guardara lo que quisiera y, a mi regreso de la India, decidiera lo que haría con ello. Me pagaría un buen precio por los muebles de la casa y así se ahorraría el engorro de comprar otros, y yo obtendría un beneficio.
Lo consideré razonable y le agradecí a Colin su ayuda. Tenía que librarme de los sentimentalismos con respecto a mi antiguo hogar y aceptar que así sería mucho mejor. Estaba muy emocionada y, a medida que transcurrían los días, comprendía que aquello era exactamente lo que necesitaba.
Deseaba partir cuanto antes. Mi vida había llegado a un callejón sin salida. Quería conocer nuevos lugares y nuevas gentes.
Por aquel entonces los periódicos informaban mucho sobre la guerra con Rusia.
La situación llevaba mucho tiempo a punto de estallar, y ahora la guerra había comenzado.
Constantemente se recibían despachos sobre las terribles condiciones en Crimea y sobre una tal señorita Florence Nightingale que se había desplazado hasta allí con un grupo de enfermeras. Había leído muchas noticias al respecto y, estando en casa de Polly, vi a los soldados desfilando por Londres hacia el muelle de embarque. La gente les vitoreaba y entonaba cantos patrióticos, pero me temo que yo estaba tan ocupada con el cambio producido en mi vida que no presté al acontecimiento la debida atención. Fui a la iglesia cuando enterraron a la señorita Lucille. Colin ofició la ceremonia y yo permanecí en los bancos del fondo, temiendo que lady Harriet considerara una presunción por mi parte asumir el papel de amiga.
Mientras bajaban el féretro al sepulcro, observé que Ayesha parecía muy triste y desvalida, y me acerqué a ella.
—Se hubiera alegrado de que viniera —me dijo sonriendo—. Hablaba muy a menudo de usted.
—Tenía que venir —contesté—. Aunque apenas la veía, jamás la olvidé.
—Lo sé. Ahora ella ya no está. Se alegró de morir. Estaba segura de que se reuniría con su prometido. Espero que así sea.
Espero que vuelva a encontrar la dicha. Los asistentes al entierro se dispersaron y yo regresé lentamente a la rectoría.
Al día siguiente, uno de los criados de Framling se presentó en la rectoría. Lady Harriet deseaba verme inmediatamente.
Acudí en seguida a la Casa.
—Todo esto es inesperado —dijo lady Harriet—. La señorita Lucille te ha dejado algo.
—¿A mí?
—Sí. Ayesha me ha dicho que le llamaste mucho la atención cierta vez que viniste a jugar con Lavinia.
—Desde entonces sólo la vi una o dos veces.
—Bueno, pues ha dispuesto que una de sus pertenencias te sea entregada. Ya he mandado que la traigan aquí.
En aquel momento, entró una criada portando un estuche que depositó sobre la mesa.
—Es esto —dijo lady Harriet—. Ha dispuesto en su testamento que te sea entregado.
Tomé el estuche.
—Ábrelo —dijo lady Harriet.
Lo hice. La visión de las plumas de pavo real no me sorprendió lo más mínimo. Antes de abrirlo comprendí qué era el legado.
Acaricié las hermosas plumas azules y experimenté un leve estremecimiento de inquietud.
No pude resistir la tentación de sacar el abanico del estuche y desplegarlo.
Pulsé el resorte de la montura y ante mis ojos aparecieron la esmeralda y los brillantes que ya viera en aquella ocasión.
Lady Harriet me miró sonriendo.
—Dicen que vale una pequeña fortuna —explicó—. En fin, puedes considerarlo como una reserva.
—Gracias, lady Harriet —dije.
—La señorita Lucille era una dama un poco excéntrica —comentó—. Una tragedia en su juventud la afectó profundamente. Me consuela el pensar que siempre la tuve bien atendida.
Así pues, regresé a la rectoría con el abanico de plumas de pavo real.
Ayesha me visitó.
Estaba muy triste. Había pasado muchos años cuidando a la señorita Lucille y ahora se sentía muy sola.
Paseamos por el jardín de la rectoría pues no quiso entrar en la casa.
Le pregunté qué iba a hacer ahora. La señorita Lucille la había dejado bien provista, por lo que el dinero no sería problema. Tal vez regresaría a la India. No estaba segura. Aunque ya la esperaba, la muerte de la señorita Lucille había sido muy dura para ella. Tenía permiso para quedarse en Framling hasta que decidiera su futuro.
Me habló de la señorita Lucille, de su dulzura y gentileza y de su inmenso dolor.
—Siempre decía que el abanico sería para usted —añadió—. Le parecía lo más justo pues usted ya lo había tenido en su poder.
—Pero, según ella, trae mala suerte.
—Le habían contado ciertas leyendas. Alguien se las dijo cuando murió su prometido… y, en su aflicción, creyó en ellas. Puede que eso le aliviara. Se culpaba de lo ocurrido; el abanico le gustó y él se lo compró y luego quiso embellecerlo con una joya. Por eso su amado murió. Y para no culparse de la tragedia, la señorita Lucille prefirió responsabilizar al abanico, que, a sus ojos, representaba el destino.
—Nunca comprendí por qué no lo destruyó si de verdad creía en su maldición.
—Porque temía incurrir en peores desgracias. El abanico acarreaba una maldición pero, puesto que ella la había padecido, ya no podría causarle más daño. Estaba segura de que usted también sufrió por sólo haberlo tocado. En la Casa corrían rumores y ella se enteró de algunos. Se alegró mucho cuando pareció que usted se casaría con el señor Carruthers, el que después se convirtió en conde. Cuando más tarde él se comprometió con Lavinia, la señorita Lucille supuso que todo se debía a la maldición del abanico, que la privó de su enamorado como a ella la privó del suyo.
»—La maldición se ha cebado en ella, pobre niña —decía—. Ha pagado el precio. Es joven. Le quedan muchos años por delante. Pero ha pagado el precio… y ahora ya está libre del mal.
—No parece un razonamiento muy lógico.
—Pobre señorita, ella nunca fue razonable. La tragedia la hizo cambiar y le trastornó la mente.
—Le consideró la mejor solución. El abanico ya no podría causarle más daño. Usted ya pagó el precio y ella consideró lo más adecuado dejárselo en herencia —Ayesha me tocó ligeramente la mano—. Usted no es una soñadora. Tiene…, ¿cómo diría?…, los pies en el suelo. Todo eso son tonterías. Y, además, el abanico lleva una joya que alguna vez podría serle útil. En la vida nunca sabemos lo que puede ocurrirnos. Algún día podría necesitar dinero con urgencia. Entonces venderá la joya. Sin la joya, no es más que unas cuantas plumas de pavo real. Usted será sensata, cosa que mi pobre ama nunca logró. Recuérdelo siempre. La suerte la forjamos nosotros mismos. Si usted cree en la mala suerte, la tendrá. Mi ama, la señorita Lucillo, sufrió una desgracia y no hizo el menor intento de sacudirse el dolor sino que más bien lo alimentó. Decía que era la maldición de las plumas de pavo real… ¿Y qué hizo? Conservar el abanico y contemplarlo constantemente. A veces, me pedía que se lo trajera. Entonces lo desplegaba y se echaba a llorar. Usted es más sensata, comprenderá que el matrimonio de la señorita Lavinia con el conde no tuvo nada que ver con el abanico.
—Por supuesto que no, ni me afectó demasiado. Sufrí por mí orgullo herido, pero el corazón no se me partió de pena.
—Quién sabe, quizá dentro de unos años encuentre la felicidad y piense que lo ocurrido fue lo mejor. Créalo así y así será. Se va usted a la India. Le parecerá un lugar muy extraño. Rezaré por usted…, para que todo le vaya bien.
Después Ayesha me habló de la India y los extraños espectáculos que allí vería, de la religión, las costumbres, las distintas castas y las antiguas tradiciones.
—Las mujeres son esclavas de los hombres —dijo—. Ya sabe usted que, en todo el mundo, el hombre quiere mandar. Así ocurre en Inglaterra… pero en la India muchísimo más. Hubo un tiempo en que las viudas morían quemadas en las piras funerarias de sus maridos. Era la tradición del suttee, ahora ya en desuso. El gobernador general sir William Bentick lo prohibió legalmente.
Pero a la gente no le gusta que le cambien las costumbres… y tanto menos que lo hagan unos extranjeros.
—Me parece muy bien que abolieran esa costumbre.
—Sí, y también el bandidaje… Pero a algunas personas no les importa lo que está bien y lo que no, sólo quieren que se respeten sus antiguas leyes.
—Pero eso es un aporte de la civilización a su país. ¿Acaso no les interesa?
Ayesha sacudió la cabeza y me miró con sus dolientes ojos negros.
—No siempre quieren lo que es bueno, sino lo que es suyo. Cuando vea todo aquello, lo comprenderá. La señorita Lavinia se alegrará mucho de verla, estoy segura.
Pasamos un buen rato hablando de mi viaje a la India y finalmente le dije que me apetecería volver a verla antes de mi partida.
*****
Los preparativos del viaje me tuvieron muy ocupada. Me mantenía en estrecho contacto con Framling y lady Harriet me llamaba cada poco para darme instrucciones.
Ya había escrito a Lavinia, anunciándole mi llegada y, durante uno de nuestros encuentros, me soltó como si tal cosa que lady Geraldine se trasladaría muy pronto a la India, «para cierto propósito», añadió solapadamente. Me enfurecí interiormente porque todo se hacía según los deseos de lady Harriet e incluso Fabian se consideraba obligado a obedecerle. Permaneceríamos dos noches en Londres que yo pensaba pasar en casa de Polly y Eff.
Quería despedirme de ellas como Dios manda. A lady Harriet le pareció una excelente idea pues de todos modos teníamos que ir a Londres.
Aproximadamente una semana antes de nuestra partida, Alice Philwright llegó a Framling y enviaron por mí para presentármela.
Aparentaba unos treinta años y no era lo que pudiera decirse muy guapa, pero poseía un rostro con mucho carácter y parecía muy eficiente.
Lady Harriet la entrevistó personalmente y estaba muy satisfecha de su elección.
Primero tomamos el té con lady Harriet y la conversación se centró, como era previsible, en los puntos de vista de lady Harriet sobre la educación de los niños; más tarde, cuando nos dejaron a solas, pudimos conocernos mutuamente un poco mejor, lo que para mí fue un gran placer y supongo que también para Alice.
Me dijo que no le gustaba que le dieran consejos sobre la educación de los niños y que, si le hubieran ofrecido educar a los hijos de lady Harriet, hubiese rechazado el puesto sin vacilaciones.
—No quiero que nadie me diga qué debo hacer en el cuarto de los niños —afirmó—. Y creo que no hubiera sido fácil apartarse de las ideas de su señoría, las cuales me temo que son un poco anticuadas.
Me reí y le aseguré que, con la condesa, las cosas serían distintas.
—Usted debe conocerla muy bien, supongo.
—Pues, sí. Fuimos juntas a la escuela.
—Ah. O sea que la amistad viene de lejos.
—Desde luego…, de mucho antes. Iban por mí a la rectoría para que viniera a jugar con Lavinia.
—¿Lavinia es la condesa?
—Me temo que era una niña muy mimada —dije, asintiendo.
—¿Mimada con una madre tan exigente?
—Lady Harriet siempre pensó que sus hijos estaban hechos de la misma materia divina que ella.
—¡Y ésta será mi nueva señora!
—Estoy convencida de que en el cuarto de los niños le dejarán las manos libres.
—Tengo entendido que también hay un hermano.
—Ah, sí, sir Fabian. Dudo que se fije en nosotras. Lady Harriet me ha dicho que se casará pronto.
—Eso he oído. Una dama de mucha alcurnia viajará hasta allí para casarse con él.
—Qué interesante.
—Al parecer, no hubo tiempo para concertar la boda cuando él estuvo aquí porque un asunto urgente lo impidió.
—Algo relacionado con la Compañía de las Indias Orientales, creo.
—Sí, así es.
—Supongo que llegaremos sin ningún contratiempo. Esta guerra podría plantearnos dificultades… con eso del transporte de tropas a Crimen y demás.
—No lo había pensado.
—En fin, ya veremos.
—¿Le apetece el viaje? —le pregunté.
—Siempre me apetece entrar en contacto con nuevos niños. Hasta ahora, he servido en dos familias y lo pasas muy mal cuando tienes que dejarlos. Hay que procurar no encariñarse demasiado con ellos y recordar constantemente que no son tus hijos, aunque a veces los consideres como tales.
—Yo jamás perdí el contacto con mi niñera —dije—. Y nunca lo perderé. En realidad, ella es mi mejor amiga.
Le hablé de Polly, Eff y la casa.
—Fue una suerte —dijo Alice—. Tenía dónde ir. Las niñeras y las institutrices se pasan la vida con otras familias y nunca tienen ninguna que puedan llamar suya.
—A menos que se casen.
—Entonces dejan de ser niñeras e institutrices. Es muy curioso. En mi profesión, entendemos y queremos a los niños…, seríamos unas madres perfectas, pero raras veces nos casamos. Es bien sabido que los hombres suelen apartarse de las mujeres que serían excelentes esposas y se enamoran de criaturas superficiales sólo porque son guapas… aunque más tarde se arrepientan.
—Veo que tiene usted una visión muy cínica de la vida.
—Ocurre con el paso de los años. Ya lo verá.
—Pero usted es joven.
—Treinta y tres años. Aunque en este trabajo no es muy fácil, todavía tengo alguna posibilidad de que alguien se fije en mí. Pero es una posibilidad muy remota.
Alice soltó una carcajada y pensé que iba a llevarme muy bien con ella.
Tuvimos una última sesión con lady Harriet. Nos entregó unas cartas para Lavinia, quizá llenas de advertencias.
Recorrí los alrededores para saludar a mis amigos, me despedí por última vez de Ayesha, y nos pusimos en camino.
Polly y Eff nos dieron una calurosa bienvenida.
Alice Philwright pasaría también los dos días en su casa. Dijeron que había sitio suficiente, pero creo que Polly quería calibrar un poco a mi compañera.
Me alegré de que ambas simpatizaran a la primera. Alice se encontraba muy a gusto en la cocina e incluso tomó un vaso de cerveza calentada con el atizador.
Habló de los niños que había cuidado en Francia e Italia y confesó que no acertaba a imaginar cómo sería un hogar anglo-indio.
—Me alegro de que vayas con ella —me dijo Polly—, parece una persona muy juiciosa. Temía que te enviaran con alguna cabeza de chorlito.
Le recordé a Polly que las cabezas de chorlito raras veces trabajaban como niñeras.
—Hoy en día hay de todo —comentó ella.
Llevaba conmigo el abanico de plumas de pavo real, y se lo mostré a Polly.
—Me lo dejó en herencia la señorita Lucille.
—Mmm —dijo Polly—. Muy bonito.
Se quedó boquiabierta de asombro cuando vio las piedras preciosas.
—Eso debe valer lo suyo.
—Parece que sí, Polly. Lady Harriet dijo que sería mi reserva.
—Desde luego, es bueno tenerlo.
—Quiero que me lo guardes. No sabría en qué otro sitio dejarlo.
—No te preocupes. Lo tendré en lugar seguro.
Vacilé un poco. No quería decirle que traía mala suerte. Estaba convencida de que ella lo hubiera tomado a broma de todos modos y, por mi parte, creo que en mi fuero interno prefería olvidarlo.
—Me gustaría ir contigo —dijo Polly—. Cuídate mucho y guárdate de Fabian. Supongo que allí le verás alguna vez.
—No lo creo. Estará ocupado en los asuntos del negocio.
—Es de los que yo no tocaría ni con un remo de barca.
—Ya me lo dijiste la otra vez.
—Bueno, pues te lo vuelvo a decir. Y recuerda que nosotras estamos aquí. Como intenten alguna jugarreta…, cualquiera de los dos…, me lo dices y yo estaré, esperándote cuando llegue el barco. Nunca me fié de nadie que se apellidara Framling…
—Es un consuelo, Polly.
—Recuérdalo. Aquí siempre tendrás una casa.
—Lo recordaré —dije—. Adiós, Polly, y gracias por ir a la rectoría y estar conmigo tantos años.
—Estamos hechas la una para la otra, ¿verdad? Ahora cuídate y vuelve pronto.
—Dos años, Polly. No es mucho tiempo.
—Contaré cada día.
Poco después, zarpamos en el Oriental Queen rumbo a Alejandría.
*****
Alice y yo permanecimos de pie en cubierta hasta que perdimos de vista la última franja de tierra inglesa. Después bajamos a nuestro camarote.
Era pequeño y estábamos muy apretujadas en él, pero, por suerte, lo teníamos para nosotras solas.
La emoción me impedía fijarme en semejantes minucias. Acabábamos de iniciar una aventura.
Yo tenía muy poca experiencia viajera. Sólo había cruzado el canal una o dos veces, yendo y viniendo de Lamason.
Recordé inmediatamente nuestro secreto viaje de vuelta a Inglaterra con Janine y la embarazada Lavinia.
Eso me llevó a preguntarme si el matrimonio habría cambiado a Lavinia y qué sorpresas me esperaban en mi nuevo destino, aunque todavía todo me parecía muy lejano. Antes tendría que conocer otras cosas.
Cuando apenas llevábamos una hora en el barco, el mar se agitó y estuvo así toda la travesía, incluso cuando nos adentramos en el golfo de Vizcaya.
Tuvimos que reprimir durante algún tiempo nuestro deseo de recorrer el buque porque apenas podíamos tenernos en pie.
Hablando con otros pasajeros, comprobamos que en general eran muy simpáticos; muchos de ellos se conocían de viajes anteriores en el mismo barco.
Nuestra presencia suscitaba cierta curiosidad pues no era frecuente que dos mujeres viajaran solas, tanto más cuanto que Alice, a pesar de que me llevaba algunos años, era todavía muy joven. Estaba segura de que lady Harriet no lo hubiera aprobado de no haber sido porque encajaba a la perfección con sus planes de enviarnos a la India.
Pese a todo, allí estábamos. En cuestión de pocos días, averiguamos ciertas cosas sobre los demás pasajeros.
Dos muchachas —pertenecientes a distintas familias— viajaban para casarse. Al parecer, era algo muy frecuente. Una de ellas se llamaba Fiona Macre, era escocesa e iba a casarse con un soldado; la segunda era Jane Egmont, cuyo marido sería uno de los funcionarios de la Compañía.
Yo pensaba constantemente en lady Geraldine que, en un futuro viaje, se reuniría con Fabian.
Me preguntaba si le vería y cuál sería su actitud hacia mí. No sabía si aprobaría mi viaje a la India para acompañar a su hermana.
Como es natural, Alice y yo casi siempre estábamos juntas y así fue cómo supe algunos detalles de su vida. Una vez estuvo comprometida en matrimonio. Entonces aún no había decidido trabajar como niñera. Vivía con su hermana casada y su cuñado en Hastings, donde no era muy feliz, y no porque su familia no la tratara bien sino porque se sentía una intrusa. Entonces conoció a Philip, un artista que estaba en Hastings por motivos de salud.
Tenía los pulmones muy débiles y le aconsejaron que tomara aire de mar.
Le conoció cuando estaba en la playa, pintando el mar embravecido.
El viento se llevó parte de su material de pintor y lo depositó a los pies de Alice; ella se lo devolvió.
—Recuerdo que soplaba un viento muy fuerte —dijo Alice—, de esos que por poco te derriban. Me pareció una locura que trabajara con semejante tiempo. Me agradeció que le hubiera recogido los dibujos y entablamos conversación. A partir de entonces nos reunimos todos los días —la mirada de Alice se suavizó, confiriéndole una apariencia mucho más dulce y femenina—. Íbamos a casarnos. Me dijo que no gozaba de buena salud. Estaba tísico. Yo pensaba cuidarle hasta que se restableciera. Pero murió cuando faltaba un mes para la boda. En fin, así es la vida. Entonces decidí dedicarme al cuidado de niños pequeños… y me convertí en niñera. Puesto que era improbable que tuviera hijos propios, tendría que conformarme con los ajenos.
En seguida empezamos a intercambiar confidencias. Le hablé de la propuesta de Colin, y sobre que lady Harriet la consideraba la mejor solución y me había calificado de insensata por rechazarla.
—Hay que guardarse de las ladies Harriet de este mundo —dijo Alice, haciendo una mueca—. Lo manejan todo a su gusto. Yo jamás me dejo manejar. Me alegro de que tú tampoco lo permitieras.
—Nunca lo permitiré.
—Hiciste bien en rechazarle. El matrimonio es muy largo y hay que saber elegir. A veces se conoce al hombre adecuado… una sola vez en la vida. Quizás él ni siquiera se fija en ti, pero, si es el más adecuado, ningún otro te servirá.
No le hablé de Dougal, quien me decepcionó antes de que tuviera tiempo de enamorarme de él, ni de Fabian, al que no conseguía quitarme de la cabeza.
Nuestra primera escala fue Gibraltar.
Nos emocionamos al pisar tierra firme. Unos tales señor y señora Carling nos invitaron a bajar a tierra con ellos.
Creo que se compadecían de nosotras porque viajábamos solas.
Pasamos un día muy agradable, explorando el Peñón con sus monos, y nos encantó visitar un lugar extranjero, pero, aunque la bandera británica ondeando al viento nos hizo sentir que todavía estábamos en casa.
La travesía del Mediterráneo fue muy placentera y, en su transcurso, disfrutamos de un suave sol en cubierta.
En una de tales ocasiones conocimos a monsieur Lasseur.
Yo le había visto paseando por el barco. Era de estatura media y tenía cabello negro y ojos oscuros que parecían escrutarlo todo, como si temiera perderse algún detalle. Siempre me sonreía amablemente y me saludaba con un «buenos días», o el momento del día que fuera. Deduje que era francés.
Cuando nos acercábamos al puerto de Nápoles, subí a cubierta para ver la llegada. No sabía dónde estaba Alice. En determinado momento, advertí la presencia de un desconocido a mi lado.
—La llegada a puerto es un momento emocionante, ¿verdad, mademoiselle?
—En efecto —contesté—. Supongo que la emoción obedece a la novedad.
—Pues, yo la siento… y para mí no es novedad.
—¿Viaje usted con frecuencia?
—De vez en cuando.
—¿Va a la India?
—No. Me quedaré en Suez.
—Creo que tendremos que viajar por tierra desde Alejandría.
—Sí. Un poco… incómodo. ¿Se siente con ánimos? —Todo me resulta tan nuevo y emocionante que no creo que las molestias me importen demasiado.
—Veo que es usted muy filosófica. Y la otra señorita… ¿es su hermana tal vez?
—No.
—Ah, ¿no? Pues, entonces…
—Viajamos juntas. Ambas trabajaremos en la India.
—Qué interesante. ¿Me permite que le pregunte…? Soy demasiado curioso. Lo que ocurre es que, a bordo de un barco, las conversaciones sociales se aplican de otra manera. Aquí estamos juntos y formamos como una familia… Yo podría ser su tío, o su hermano mayor peut-étre.
—Una sugerencia muy agradable.
—No ha hecho usted todavía muchas amistades.
—Parece que muchos ya se conocen de antes, y los matrimonios forman un grupo aparte. Debe resultar un poco insólito que dos mujeres viajen solas.
—Más bien estimulante. ¿Bajarán a tierra en Nápoles?
—Pues, no estoy segura. Es que, verá…
—Lo sé. Dos mujeres solas. Permítame el atrevimiento.
Le miré, arqueando las cejas.
—¿Me permitís que os acompañe a tierra? Dos mujeres solas… —monsieur Lasseur levantó la mano y sacudió la cabeza—, no es bueno. La gente diría: «A estas dos señoritas les cobraremos el doble». Y tal vez hasta podrían ocurrir cosas peores. Ni hablar, las mujeres no deben bajar a tierra sin protección. Mi querida joven, yo les ofreceré protección.
—Es muy amable de su parte. Se lo diré a mi amiga.
—Estoy a su servicio —replicó.
En aquel momento, vi a Alice y la llamé.
—Alice, monsieur Lasseur se ofrece amablemente a acompañarnos a tierra.
—¡Excelente idea! —Exclamó Alice—. Estaba preguntándome qué íbamos a hacer.
—Es un placer, mademoiselle —dijo monsieur Lasseur, consultando el reloj—. Nos reuniremos… dentro de quince minutos. Creo que entonces ya nos permitirán desembarcar.
Así fue cómo pasamos aquel día en Nápoles en compañía del galante francés. Nos contó muchas cosas.
Dijo que era viudo y sin hijos. Tenía ciertos intereses en Egipto y se quedarían algún tiempo en Suez por asuntos de negocios.
Aquel hombre tenía una habilidad especial para tirarnos de la lengua y conseguir que le contáramos lo que más le interesaba saber.
Se le veía muy seguro de sí mismo y con él nos abrimos paso entre numerosos chiquillos que pedían limosna o trataban de vendernos algún artículo.
A todos los alejó con gesto autoritario.
—No, señorita Delany —dijo—, ya veo que se compadece usted de estos pilluelos, pero, puede creerme, son mendigos profesionales. Se dice que viven muy bien a costa de los visitantes ingenuos.
—Siempre cabe la posibilidad de que algunos sean tan pobres como parecen.
—Confíe en mí —me dijo, agitando un dedo en mi dirección—. Si diera algo a uno, se arremolinarían a su alrededor como buitres y tenga por seguro que, mientras estuviera usted ocupada entregando limosnas, algunos deditos encontrarían el medio de introducirse en su bolsillo.
Monsieur Lasseur alquiló un coche de dos caballos en el que recorrimos la ciudad. Al parecer, la conocía muy bien. Al pasar bajo la sombra de la inmensa mole del Vesubio, nos comentó la amenaza que suponía el volcán. Nos extrañó que la gente siguiera viviendo allí.
—Ah —contestó él—, es porque nacieron aquí. Donde uno nace es donde uno quiere estar… menos las señoritas aventureras que se van a los confines del mundo.
—Porque el trabajo las lleva allí —señaló Alice.
—La India…, tierra de extrañas especias y misterios sin resolver.
Después, monsieur Lasseur nos habló de la gran erupción del Vesubio que destruyó ciudades como Pompeya y Herculano. Era un hombre muy simpático.
Más tarde, fuimos con él a un restaurante. Nos sentamos bajo unos parasoles multicolores y contemplamos el espectáculo de la gente. Le hablé de la rectoría, de lady Harriet y de la escuela francesa para señoritas donde estudié. Alice apenas dijo nada sobre sí misma y, de repente, me di cuenta de que a ella no le hacía preguntas, pero, en cambio, escuchaba con avidez todo lo que yo contaba.
Pensé que tal vez hablaba demasiado y decidí preguntárselo a Alice cuando estuviéramos solas.
Al final, llegó la hora de regresar al Oriental Queen. Fue un día muy agradable.
—¿Crees que he hablado demasiado? —le pregunté a Alice una vez a solas.
—Él te animaba a hacerlo.
—Tú apenas decías nada.
—Me ha parecido que no quería escucharme. Le interesabas tú.
—No sé si es así o si ha sido una simple muestra de cortesía.
—Ten por seguro que le interesaba mucho lo que decías y, sin embargo…
—Y sin embargo ¿qué?
—Nada… pero no me fío mucho.
—¿En qué sentido?
—Demasiadas preguntas…
—No me ha parecido un donjuán.
—No. Y eso es lo extraño.
—Vamos, Alice, dramatizas demasiado. Creo que simplemente es un hombre solo que quiere compañía.
Viaja mucho y probablemente hace amistad con la gente y después se olvida de todo.
—No lo sé —dijo Alice con aire pensativo.
*****
A su debido tiempo, llegamos a Alejandría donde dejamos el Oriental Queen, abordamos una barcaza de vapor y navegamos canal arriba hacia El Cairo.
Monsieur Lasseur nos explicó lo que ocurriría. Pasaríamos una noche en un hotel —preferentemente el Shepheards— y, desde El Cairo, cruzaríamos el desierto hasta Suez en una especie de carromato cubierto de los utilizados para transportar la gente hasta el lugar de embarque donde se reanudaría la travesía marítima.
Fue emocionante bajar a tierra firme tras tantos días en el barco. Nos impresionó la grandeza del hotel, distinto a cualquier otro que jamás hubiéramos visto. Era oscuro y lleno de sombras. Unos hombres vestidos con exóticos atuendos se deslizaban en silencio, mirándonos inquisitivamente con sus oscuros ojos enigmáticos.
Monsieur Lasseur dijo que había un constante trasiego de viajeros, la mayoría de los cuales iban o venían de la India.
En cuanto entramos en el hotel, me fijé en un hombre. Vestía a la europea y destacaba por su elevada estatura. Cuando entramos en el hotel, tras dejar el carruaje que nos había llevado hasta allí junto con los demás pasajeros en tránsito hacia la India, el hombre nos miró, se levantó de la silla que ocupaba y se acercó al mostrador de recepción donde nos tomaron los nombres y nos indicaron la habitación.
—Señorita Philwright y señorita Delany —dijo el recepcionista—. Vuestra habitación está en el primer piso.
Es pequeña, pero, como veis, todo está ocupado. Aquí tenéis la llave.
El desconocido se había situado muy cerca de nosotras.
Me pregunté qué estaría haciendo allí puesto que no formaba parte de nuestro grupo. Alice me tiró del brazo.
—Vamos —dijo—. Es sólo por una noche. Saldremos mañana a primera hora.
A pesar de las emociones vividas, dormí como un tronco. A la mañana siguiente Alice me despertó diciéndome que ya era hora de levantarse.
El viaje a través del desierto lo efectuaríamos en aquellos carromatos cubiertos descritos por monsieur Lasseur. Los tiraban cuatro caballos y nos dijeron que en el desierto había varios caravasares donde podríamos descansar mientras se cambiaban las monturas. En cada carromato iban seis personas.
—Iremos juntos —dijo monsieur Lasseur—. Me siento en la obligación de protegerlas, señoritas. Sé por experiencia lo incómodos que resultan a veces estos viajes. Los conductores son muy hábiles en el manejo de la fusta y su única finalidad parece ser la de llegar cuanto antes a los caravasares.
Me temo que el viaje les resultará agotador.
—Tal como ya le he dicho, monsieur Lasseur, todo es tan nuevo para nosotras que estamos dispuestas a superar cualquier incomodidad —le recordé.
Jamás olvidaré El Cairo bajo las primeras luces del alba. Los edificios tenían un aire misterioso en la semipenumbra del amanecer. Pasamos por delante de elegantes mezquitas, de uno de los palacios del jedive y de una serie de casas con celosías, en cuyas oscuras paredes Dougal hubiera descubierto la influencia sarracena. A horas tan tempranas, la ciudad aún no había despertado a la vida. Vi unos asnos conducidos por chiquillos descalzos en medio del silencio. El sol estaba a punto de despuntar y, a la luz de la aurora, El Cairo parecía una ciudad encantada de Las mil y una noches en la que no hubiera sido difícil imaginar a la parlanchina Sherezade, distrayendo al sultán tras las puertas de un antiguo palacio.
En el carromato viajábamos seis personas: Alice y yo, monsieur Lasseur, el señor y la señora Carling y, para mi asombro, el hombre de elevada estatura que había visto en el hotel. Me pregunté si embarcaría en el vapor que nos llevaría a la India o si su destino, como el de monsieur Lasseur, sería simplemente Suez.
Muy pronto el desierto nos rodeó por todas partes. Ahora ya había luz suficiente para ver las interminables extensiones de arena dorada.
El espectáculo era fascinante. En seguida, el conductor arreó los caballos y todos tuvimos que cuidarnos de no salir despedidos de nuestros asientos.
—Ya les advertí que el viaje no sería nada cómodo —recordó monsieur Lasseur.
Nos reímos mientras el movimiento nos empujaba los unos contra los otros. La señora Carling dijo que afortunadamente el viaje no era muy largo y su marido agregó que, cuando uno emprendía un viaje de tales características, tenía que estar preparado para las incomodidades. Monsieur Lasseur señaló que en la vida habían cosas que se esperaban y recordaban con agrado, pero que no resultaban tan placenteras en el momento de vivirlas. Los viajes solían ser así.
El desconocido sonrió con aire benévolo. Su interés lo repartía entre monsieur Lasseur y mi persona.
Cada vez que yo levantaba la vista, le sorprendía mirándonos muy serio.
Los caballos avanzaban al galope.
—¿Y qué pasará si vuelca el carro? —pregunté.
—Como sigamos así, no me extrañaría nada que ocurriera —dijo el señor Carling—. Me parece que el conductor no se da cuenta de la paliza que nos está dando.
—Él sólo quiere soltar la carga, cobrar el dinero e ir por otra —explicó monsieur Lasseur.
—Pero si tenemos un accidente todavía se retrasará más —razoné.
—Confía en que Alá le protegerá.
—Ojalá pudiera compartir su confianza —dijo Alice.
Todos suspiramos de alivio cuando los caballos se detuvieron. Los pobrecillos estarían muertos de agotamiento.
Todos nos sentíamos muy cansados y agradecimos aquella breve tregua antes de reanudar el suplicio.
Cuando descendimos, me di cuenta de que el desconocido se acercaba a nosotros.
El calor del desierto era muy intenso, estábamos en pleno mediodía. Llevábamos unas seis horas de viaje y nos alegramos de poder hacer una pausa, aunque el lugar reservado al descanso fuera una especie de choza con amplios establos contiguos a la misma.
Nos sirvieron té y un poco de pan con una carne no identificable que me negué a probar.
Los seis viajeros tomamos asiento alrededor de unas mesas. No vi a nadie más del barco y pensé que los restantes pasajeros llegarían más tarde, puesto que el nuestro fue uno de los primeros carromatos que salieron de El Cairo.
—Por lo menos, hemos superado la fase inicial del viaje —dijo Alice.
—Aún nos queda mucho por superar —replicó el desconocido.
—No creo que pueda ser peor —añadió Alice.
El hombre se encogió de hombros.
—He oído decir que las averías son frecuentes por el camino —terció monsieur Lasseur.
—Qué espanto —dije—. Y entonces, ¿qué ocurre?
—Hay que esperar a que reciban el mensaje y envíen otro carromato.
—¿Y si no llegáramos a Suez a tiempo para embarcar?
—Encontrarían algún medio de trasladarlas allí —contestó el desconocido.
—No sabemos su nombre. Y parece que seremos compañeros en este peligroso viaje.
—Me llamo Tom Keeping —dijo el hombre, mostrando la blancura de sus dientes al sonreír.
—O sea que… es usted inglés.
—¿No lo suponía?
—No estaba segura.
—Voy a preguntar cuándo salimos —dijo monsieur Lasseur, dirigiéndose hacia la mesa del encargado de aquel lugar.
—Soy un intruso —prosiguió diciendo Tom Keeping—. Su grupo procede de Inglaterra, ¿verdad?
—Sí, todos zarpamos juntos.
—Y monsieur…, no recuerdo su nombre. El caballero francés.
—Monsieur Lasseur. Sí, también viaja con nosotros.
—Y todos son buenos amigos. La gente traba en seguida amistad durante los viajes.
—Será por la obligada proximidad —dije.
—Tal vez.
Monsieur Lasseur ya había vuelto.
—Partimos dentro de media hora.
—Será mejor que nos preparemos —dijo Alice.
La siguiente etapa del viaje fue tan azarosa como la primera. Observé que había un camino a través del desierto. Pensé que lo habrían abierto los carromatos y que podríamos viajar con cierta comodidad en caso de que los conductores no se apartaran de él, pero los fogosos caballos, sin duda enloquecidos por los frecuentes latigazos, se desviaban constantemente y levantaban nubes de arena que invadían el carromato.
Varias veces durante el viaje al segundo caravasar pensé que íbamos a volcar, pero conseguimos sobrevivir por milagro y, tras un recorrido interminable, llegamos a la segunda parada.
Cuando ya nos acercábamos al caravasar, monsieur Lasseur me tomó del brazo y me apartó un poco de los demás.
—Vaya unas sacudidas —dijo—. Estoy todo magullado, ¿usted no?
Le contesté que sí.
—Me parece que podré conseguir un mejor medio de transporte —añadió—. No diga ni una palabra. No podría llevar a los demás…, sólo a usted y a la señorita Philwright.
Mientras hablábamos, Tom Keeping se nos acercó por detrás.
—¿Y cómo podríamos dejar a los Carling? —pregunté—. Son los que necesitan viajar con más comodidad.
—Eso lo arreglo yo —dijo monsieur Lasseur—. Encontraré el medio.
Me inquieté un poco y hubiera querido preguntarle a Alice su opinión. No se trataba únicamente de que nos fuéramos solas con monsieur Lasseur, a quien ya conocíamos del viaje. ¿Qué explicación íbamos a darles a los Carling, que estaban en peores condiciones que nosotras para soportar los rigores de aquel viaje?
Nos sentamos y nos sirvieron refrescos.
—Tengo una botella de vino —dijo Tom Keeping—. ¿Les apetece acompañarme?
Decliné la invitación, y lo mismo hicieron Alice y la señora Carling. Preferíamos el té, aunque no fuera muy bueno.
El señor Carling dudó un poco y finalmente decidió tomar té también.
Por consiguiente, sólo monsieur Lasseur y Tom Keeping tomarían vino.
Keeping fue al fondo de la sala en busca de una bandeja y dos vasos en los que escanciar el vino.
Después regresó a la mesa y le alcanzó un vaso a monsieur Lasseur.
—Por un próspero viaje —dijo Tom Keeping, levantando su vaso—. Que todos lleguemos a destino sanos y salvos.
Al cabo de un rato, monsieur Lasseur se levantó, dirigiéndome una mirada de complicidad.
El señor y la señora Carling estaban tan cansados que se durmieron.
Había un cuartito donde nos pudimos lavar y refrescar antes de reanudar el viaje. Le hice señas a Alice de que me acompañara.
—Monsieur Lasseur tiene un plan —le dije, tras cerrar la puerta—. Cree que podrá conseguir un carruaje más cómodo, pero no podrá llevarnos a todos.
—Pues, entonces es mejor que lleve a los Carling. Son mayores. Nosotras soportaremos el viaje mejor que ellos.
—Ya se lo he dicho, pero quiere que vayamos nosotras.
—¿Por qué si ya falta muy poco?
—Se toma muchas molestias.
—Sería estupendo viajar con más comodidad, pero no podríamos dejar a los Carling. El señor Keeping podrá aguantarlo, pero la señora Carling está muy fatigada.
—Es verdad, insistiremos en que les lleve a ellos.
—No creo que le interese. El lo que quiere es demostrarte a ti lo ingenioso que es.
—Pues a mí me parece que pretende simplemente viajar con más comodidad. Dijo que iba a los establos para arreglarlo todo.
—Bueno, pues, ya veremos qué pasa. Nos aseamos y preparamos para la reanudación del viaje.
Cuando regresamos a la mesa, los Carling despertaron y fueron al lavabo. Había dos, naturalmente, uno para hombres y otro para mujeres.
El señor Carling tardó un rato en regresar en compañía de Tom Keeping. En cuanto les vi, comprendí que algo había pasado. Tom Keeping se acercó a nuestra mesa.
—Me temo que el señor Lasseur no se encuentra muy bien —dijo.
—¿Cómo? —preguntamos, medio levantándonos de los asientos.
—No se alarmen. Está un poco indispuesto. Algo que no le sentó bien en el último caravasar. Son cosas que ocurren. Creo que no podrá proseguir viaje con nosotros.
—Pero… —dije.
—Quizás podríamos hacer algo —intervino Alice.
—Mis queridas señoritas —replicó Tom Keeping—, tenemos que abordar el vapor. Creo que monsieur Lasseur tiene asuntos de negocios que atender en Suez. Si llega con un día de retraso, no perderá gran cosa. En cambio, si el vapor zarpa antes de nuestra llegada, será un desastre.
—Pero ¿qué podemos hacer…?
—Está en buenas manos. Aquí están acostumbrados a esta clase de contratiempos. Le atenderán bien. Tomará el siguiente carromato.
—¿Dónde está ahora?
—En el lavabo de caballeros. Hay un cuartito donde las personas pueden tenderse a descansar. Me ha pedido que transmita sus mejores deseos y que no os preocupéis por él.
—Tal vez, si pudiéramos verle… —dije.
—Él no lo quiere, señorita Delany. Además, el carromato partirá de un momento a otro. Si lo pierde, puede que no encuentre sitio en el siguiente.
—Es el viaje más incómodo que he hecho en mi vida —comentó el señor Carling.
—Ahora ya hemos pasado lo peor —dijo la señora Carling—. Sólo nos queda una etapa.
El señor Keeping nos acompañó al carromato y pronto nos lanzamos al galope a través del desierto.
Finalmente llegamos a Suez, donde pasamos un día esperando la llegada de los demás carromatos. Para nuestro asombro, monsieur Lasseur no venía en ninguno de ellos. Nos pareció extraño que un viajero tan experimentado hubiera comido algo que le sentara mal.
La cosa hubiera sido comprensible si nos hubiera ocurrido a una de nosotras.
El vapor P&O estaba esperándonos. Subimos a bordo y nos instalamos en nuestro pequeño camarote para dos, alegres de haber superado felizmente la peligrosa travesía del desierto.
Monsieur Lasseur no llegó y, a su debido tiempo, nos hicimos a la mar.
*****
Hablamos mucho sobre él durante los primeros días en el barco.
—Era muy atento con nosotras —dije.
—Siempre pensé que debía tener algún motivo —comentó Alice.
—Simple amabilidad. Quería ayudar a dos mujeres indefensas que, a su juicio, no hubieran debido viajar solas.
—Nunca le entendí muy bien y, además, su desaparición ha sido muy misteriosa.
—Quizá le ha perjudicado el no poder trasladarse a Suez.
—Seguramente se ha retrasado sólo unos días y, como no tenía que embarcar, no creo que le importe, demasiado.
—Qué extraño fue todo. Estábamos casi constantemente con él y, de repente… desaparece.
—Tom Keeping nos dijo que eso suele ocurrir. La comida no siempre sienta bien a los viajeros. Supongo que la higiene no debe de ser mucha. De todos modos, él hubiera debido saberlo y actuar en consecuencia.
—Me parece que Tom Keeping no le tenía mucha simpatía.
—Tal vez el sentimiento era recíproco. Sea como fuere, monsieur Lasseur desapareció y dudo mucho que volvamos a saber de él.
Veíamos diariamente a Tom Keeping. Yo tenía la impresión de que nos vigilaba y de que se había erigido en nuestro protector sustituyendo a monsieur Lasseur.
La mar estaba en calma y la travesía fue muy agradable, los días se sucedían monótonamente. Todavía nos acompañaban muchos de los pasajeros del Oriental Queen, por lo que nos parecía que simplemente habíamos cambiado de decorado. No obstante, en Suez subieron a bordo otros pasajeros a los que tuvimos ocasión de conocer mientras navegábamos por el mar Rojo rumbo a Aden.
El calor era sofocante. Recuerdo los lánguidos días que pasamos en cubierta, recuperándonos, como decía Alice, de las fatigas del desierto.
Tom Keeping se reunía a menudo con nosotras. Alice le miraba con mucha simpatía. Por su parte, él se mostraba muy amable con ambas, pero a mí me consideraba un objeto necesitado de protección mientras que a Alice más bien parecía admirarla.
Era un experto viajero. Dijo que había hecho muchas veces el viaje de la India a Inglaterra y viceversa.
—Casi todos los que se trasladan allí pertenecen al ejército o a la Compañía; sobre todo, a la Compañía.
—¿Y usted también pertenece a la compañía? —le pregunté.
—Pues, sí, señorita Delany. Soy un hombre de la Compañía y, en cuanto desembarquemos, me dirigiré a Delhi.
—Nosotras permaneceremos un tiempo en Bombay —explicó Alice—, pero creo que nuestro patrón viaja bastante por el país, por lo que quizá volvamos a vernos en Delhi.
—Sería un gran placer para mí —dijo Tom Keeping, que sabía, como es lógico, adónde nos dirigíamos y, al parecer, conocía muy bien a Fabian.
—La India no ha de tener secretos para usted —dijo Alice.
—Mi querida señorita Philwright, excepto los nativos nadie puede conocer bien la India. A menudo me pregunto qué piensan los nativos. Ningún europeo puede saberlo.
Tom Keeping describió los detalles con tanta precisión que estábamos deseando ver el lujuriante verdor de aquel país, las grandiosas residencias con sus céspedes dominados por los frondosos banianos, las majestuosas higueras de la India y el plumoso tamarindo, pero, sobre todo, sus gentes…, la mezcla de razas, las distintas castas y las costumbres tan diferentes de las nuestras.
—Tengo la impresión de que a muchos de ellos les molesta nuestra presencia —señaló Tom Keeping—, aunque los más sensatos comprenden que hemos aportado el comercio y un mejor estilo de vida. Sin embargo, los intrusos nunca son bien recibidos.
—¿Hasta qué punto les desagradan los extranjeros?
—De eso no estoy seguro. Es una raza inescrutable. Muchos de ellos se consideran más civilizados que nosotros y no aceptan nuestras costumbres.
—Y sin embargo lo soportan —dije yo.
—A veces me pregunto hasta cuándo —replicó Tom Keeping, esbozando una triste sonrisa.
—¿Quiere usted decir que podrían echarles?
—No lo conseguirían, pero puede que lo intententen.
—Sería terrible.
—Lo expresa usted con mucha suavidad, señorita Delany. Pero ¡vaya un tema de conversación! La India está segura en manos de la Compañía.
Nunca olvidaré nuestra breve estancia en Aden. Aunque sólo pasaríamos allí unas horas, Tom Keeping insistió en acompañarnos a un recorrido por el lugar.
¡Qué siniestro nos pareció cuando lo contemplamos desde el mar! Las negras rocas que surgían directamente de las aguas parecían amenazarnos.
Alice y yo nos encontrábamos en cubierta, en compañía de Tom Keeping.
—Parecen las puertas del infierno —comentó Alice.
—A usted también le causa esa impresión, ¿verdad? ¿Sabéis lo que se dice de este lugar? Que Caín (el asesino de su hermano Abel) está enterrado aquí y, desde entonces, la atmósfera de estos parajes ejerce una influencia maléfica.
—No puedo creerlo —dije—, pero supongo que antiguamente esto fue bastante tenebroso.
—Nadie nos lo ha dejado descrito —replicó Tom Keeping—, pero creo que esta leyenda se debe al aspecto tan amenazante que tiene.
—Por supuesto. Las leyendas se atribuyen a los objetos y lugares en donde mejor encajan —dijo Alice.
Las pocas horas que pasamos en Aden fueron muy agradables. Nos encontrábamos bajo la protección de Tom Keeping, lo que me alegraba mucho. Alice había cambiado y parecía una chiquilla. ¿Será posible que se haya enamorado de Tom Keeping?, pensé.
Ambos conversaban muy a menudo y a veces me sentía una intrusa. Qué curioso. Alice era la persona menos indicada para dejarse arrastrar por una tormenta romántica, aunque quizá yo exageraba. El solo hecho de que dos personas simpatizaran no significaba que tuvieran que casarse. Alice era demasiado juiciosa como para tomarse en serio una amistad iniciada a bordo de un barco, y yo estaba segura de que Tom Keeping también era muy sensato. No. Sólo ocurría que ambos congeniaban y nada más. Les consideraba las personas más sensatas que jamás hubiera conocido, completamente distintas de Lavinia y su conde de pacotilla.
Tom Keeping nos explicó que viajando desde Bombay a Delhi atravesaría el país. Viajar por la India no resultaba fácil. No había ferrocarril y, por esa razón, los viajes eran muy aburridos y sólo se emprendían por necesidad. Sin duda utilizaría un dák-ghari, una especie de carruaje tirado por caballos; y tendría que hacer muchas paradas en el camino, con frecuencia en lugares que no ofrecían la menor comodidad.
—Creo que fue usted quien nos dijo que muchas veces los viajes eran incómodos —comenté.
—Es algo que me ha enseñado la experiencia.
Durante varios días cruzamos el tranquilo mar de Arabia y olvidamos nuestro pequeño camarote, los mares embravecidos y el viaje a través del desierto, durante el cual perdimos misteriosamente a monsieur Lasseur. La travesía por mar tocaba a su fin.
A medida que nos acercábamos a nuestro destino, observé que Alice estaba cada día más triste, probablemente porque pronto tendría que despedirse de Tom Keeping. Él no me pareció tan melancólico, quizá porque disfrutaba de nuestra compañía y, sobre todo, de la de Alice.
Ya desde un principio tuve la impresión de que había asumido el papel de protector e incluso le comenté a Alice que, en lugar de llamarse Tom Keeping hubiera debido llamarse Tom Keeper, Tom Guardián. Ella se echó a reír y dijo que opinaba lo mismo.
El término del largo viaje ya era inminente.
Me emocionaba la perspectiva de reencontrarme con Lavinia… y quizá en alguna ocasión también con Fabian.
Me pregunté qué sentiría cuando viera a Dougal. Bajo cualquier punto de vista la situación distaría mucho de ser aburrida.
—Acudirán a recibirlas, estoy seguro —dijo Tom Keeping—. Por consiguiente, ha llegado la hora de despedirnos.
—¿Cuánto tiempo se quedará en Bombay? —pregunté.
—Sólo uno o dos días. Tengo que trasladarme a Delhi inmediatamente.
Alice guardó silencio.
Llegó la última noche en el barco. A la mañana desembarcaríamos.
Aquella noche, ambas tendidas en nuestras literas, le pregunté a Alice qué sentía ahora que estábamos a punto de llegar a nuestro destino.
—Bueno —contestó con cierta tristeza—, para eso vinimos, ¿no?
—Sí. ¡Pero el viaje resultó una aventura en sí mismo!
—Cierto, pero ya terminó. Ahora hemos llegado y tenemos que iniciar nuestra tarea.
—Y recordar que ya no somos independientes.
—Exacto. Pero el trabajo nos sentará bien.
—No sé si volveremos a ver a Tom Keeping.
De momento Alice no dijo nada, pero al cabo de un rato comentó:
—Delhi está muy lejos de Bombay. Ya has oído lo que ha dicho sobre las dificultades de los viajes.
—Es curioso. Viajas con la gente y la conoces muy bien… y después la pierdes de vista.
—Creo —dijo Alice muy seria— que eso hay que aceptarlo desde un principio. Ahora será mejor que durmamos. Nos aguarda un largo día por delante.
Comprendí que temía revelar sus sentimientos. Pobre Alice. Me pareció que se había encariñado un poco con Tom Keeping. Y quizás él se hubiera enamorado de ella si hubiesen podido permanecer más tiempo juntos. Pero ahora Tom parecía más preocupado por sus negocios. Recordé los versos de Byron:
El amor del hombre por su vida es algo muy lejano
de toda la existencia de esta mujer.
Al día siguiente, llegamos a Bombay.